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enero 05, 2022
Cuando se va a casar la hija, la madre compra sábanas, toallas, ropa interior... ¡Es una bella tradición! Y mi abuela la siguió... a su manera.
Por Elizabeth Subercaseaux.
En Latinoamérica, cuando se casa la hija, la madre desempolva la vieja cajuela o el baúl de la abuela o compra un arcón de madera y se lo va llenando con las sábanas, las toallas, las camisas de dormir, la ropa interior y toda la ropa blanca que esa novia va a usar recién casada. Es una bella tradición. Y mi abuela, que siempre fue tradicional, claro que a su manera, la siguió, aunque no al pie de la letra. Cuando mi tía Eulogia se comprometió y llegó a la casa gritando: "¡Mamá, estoy de novia!", mi abuela entornó los ojos, la besó en ambas mejillas, la bendijo haciéndole una señal de la cruz en la frente, mientras suspiraba: "Dios se apiade de ti", y luego le comunicó que ella se encargaría del ajuar. Y se encargó. Pero el ajuar que le compró no era, de ninguna manera, el que acostumbra comprar la mamá latinoamericana. Se trataba de una bella camisa de dormir, blanca, transparente, como de agua, de tules que flotaban al aire, con apenas unas tiritas en los hombros, muy liviana y sensual. Y la Enciclopedia Británica.
—Aquí está tu ajuar, hija —le dijo a mi sorprendida tía— es todo lo que vas a necesitar en tu matrimonio, porque para que sepas cómo se usa esto (y le señaló la camisa), necesitas leer todos estos libros (y le señaló la Enciclopedia).
Muchos años después mi tía Eulogia decía que a lo mejor su matrimonio fracasó tan rotundamente porque lo único que hizo durante los dos primeros años fue ponerse la camisa, mientras la Enciclopedia quedó tirada en el sótano con todos los libros vírgenes. Nunca leyó nada y el matrimonio se le fue a las pailas.
—¡Te lo dije! —bramaba mi abuela el día en que se firmaron los papeles del divorcio— te dije que el matrimonio es una ciencia, pero nadie la estudia, te dije que sin aprender no hay manera de saber y que el Espíritu Santo es arbitrario con la gente, a unos les sopla todo y a otros, la mitad. A ti, desde luego, te saltó.
Después de esa experiencia y sospechando que si insistía en regalarles enciclopedias a sus hijas, en vez de sábanas, manteles, toallas, camisones y frazadas, la casa se le iba a llenar de libros todos iguales, empezó a comprarles los ajuares como Dios manda.
Cuando le llegó el turno a la última hija, el concho de la familia, mi tía Eulalia, que padecía de un idealismo rayando en la locura, iba a casarse con un hippie que ni siquiera tenía nombre, y quien llegaba al matrimonio completamente convencida de que "con hippie, pan y cebolla, llego a cualquier parte", mi abuela le ofreció comprarle el ajuar, como a sus hermanas.
—¿Y para qué quiero yo eso? —le preguntó mi tía.
—¿Cómo que para qué? Las camisas de dormir son para meterse a la cama, las sábanas y frazadas son para cubrirse el cuerpo y no pasar frío de noche, las toallas son para secarse el cuerpo después de la ducha. ¿No piensas hacer todas esas cosas como cualquier mortal?
—No, mamá. Esas son cosas de burgueses, con mi hippie voy a vivir en una camioneta recorriendo el mundo. No necesitamos camisas de dormir, ni toallas, ni mucho menos sábanas y frazadas. Nosotros dormiremos en los potreros cubiertos con nuestro amor.
Dos meses después de la boda llegó la terrible noticia. El hippie había muerto de pulmonía en medio de un pastizal en Illinois. Mi abuela echó los gritos al cielo y con ese reducimiento que la caracterizaba, le dijo llorando a mi abuelo que si ella no hubiese hecho caso del hippismo de su hija y le hubiese comprado un ajuar con sábanas y frazadas (en vez de las diez azaleas y el disco de los Chieftains), el yerno seguiría estando en este mundo y la tragedia no se habría cernido sobre la familia. Mi abuelo, con el realismo que lo caracterizaba, le contestó:
—No digas tonterías, Virginia, no son sábanas lo que tendrías que haberles comprado, sino un par de cabezas nuevas.
Hoy, esta costumbre de los ajuares está sufriendo severos cambios. Antes, cuando la gente se casaba para siempre, hasta que la muerte los separara, todo era relativamente fácil: una novia, un ajuar, una boda; pero ahora, con esto de que ya no piensa en ser la muerte la que separa a nadie, sino la rubia de la farmacia, la profesión de la señora, el flaco de la moto, los ronquidos del marido, la falta de plata, el exceso de bienes, las ilusiones partidas y hasta la suegra... ¿cómo se hace con lo del ajuar?
Mi tía Tula, por ejemplo, iba a casarse por segunda vez con un viudo que tenía sábanas, toallas y frazadas para tirar al cielo, ni hablar de manteles bordados a mano, a máquina y estampados (su mujer se dedicaba a eso). No había que comprar nada. El viudo.lo tenía todo. Había estado casado un montón de años (creo que 30) y en esa casa no faltaba ni un alfiler. Cuando mi tía insinuó que ella se encargaría de su ajuar, el viudo puso cara de sorpresa y le preguntó:
—¿Qué ajuar?
Y ella tuvo que explicarle que necesitaba, al menos, camisas de dormir.
Entonces, él (creo que se llamaba Romualdo), con esa falta de tino que suelen tener los varones frente a estos temas, quiso convencerla de que usara los camisones de su antigua esposa, "¿para qué vas a gastar tu dinero, Tula, si mi Pilita tenía muy buen gusto? Estos camisones son lindos, ¿no te parece?"
Sobra decir que mi tía Tula rompió el compromiso con el viudo.
El ajuar de la novia debe ser algo muy especial, algo delicado, una especie de íntima conversación entre la hija y su madre, no importa que sea el primer matrimonio, el segundo, el tercero o el cuarto; que el novio sea viudo, separado o divorciado, una novia es una novia siempre, y la modernidad no debiera significar el fin de la ilusión.
ILUSTRACIÓN: MARCY GROSSO
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, ENERO 14 DEL 1998