DEJEMOS HABLAR AL CORAZÓN
Publicado en
enero 04, 2022
Al revelar nuestro verdadero ser, sin otra intención que comprender y ser comprendidos, ¡cuántas maravillas nos aguardan!
Por Ardis Whitman. Condensado de "Woman's Day".
CUANDO YO era niña, eran muchos los que acudían a nuestra casa parroquial, en Núeva Escocia, con sus problemas, con sus alegrías y esperanzas. Un día, desde mi puesto predilecto en lo alto de un árbol del jardín, vi acercarse por la acera una muchacha que llevaba zapatos muy gastados cubiertos del polvo rojizo de la arcilla de nuestra comarca. Tenía los labios pintados de un rojo demasiado vivo para su cara pálida y pensé que seguramente trabajaría en la fábrica de conservas de langosta, situada a ocho kilómetros de distancia, en la costa del golfo. Naturalmente, habría venido a pie desde allí. Llamó a la puerta y entró.
Una hora después salía, acompañada por mi madre. Hasta mis oídos llegó su voz llorosa: .
—Sí —decía—, es largo el camino, pero yo tenía que hablar con alguien que comprendiera, como comprende usted. Volvería a hacerlo si fuera preciso.
Me quedé pensando en lo que sería crecer y llegar a tener algún dolor tan grande que una estuviera dispuesta a caminar ocho kilómetros para ir a contárselo a alguien.
Los siquiatras nos aseguran que muchas personas hacen tales esfuerzos, y otros mucho mayores, para lograr ser oídas y comprendidas. Casi todos vivimos en una pequeña isla de soledad. Ansiamos hablar de ella y de nuestras tristezas, pero también de nuestras alegrías y de las maravillas que vamos descubriendo. El niño corre a mostrar a la madre el renacuajo o la orquídea que ha encontrado en el bosque: alguien tiene que verlo, alguien tiene que maravillarse como él se maravilla. El adulto se emociona con una sonata favorita y busca quien comparta con él esa emoción.
¿Qué puede ser más grande que hablar verdaderamente, conocer verdaderamente a otra persona? Cuando dos seres llegan a hablar el mismo idioma, sacan el espíritu de su escondite y hacen bella la vida. La palabra es sin duda el eslabón que nos liga con nuestros semejantes. Es esta comunicación una especie de milagro, ya que con tan poca frecuencia se establece.
Todos tenernos toda una vida de experiencias aprisionada y casi desconocida aun para nosotros mismos; casi desconocida porque cuando no tenemos la oportunidad de expresar lo que sentirnos, no lo podemos comprender nosotros mismos, ni mucho menos explicarlo a los demás. En realidad, somos lo que podemos expresar. "Tenemos completa conciencia", dice el siquiatra Paul Tournier, "únicamente de lo que podemos expresar a otra persona".
Por el contrario, cuando encontramos palabras para decir lo que nos preocupa, cuando podemos comunicar la ira o el amor que nos embargan ¡cuánto se afloja la tensión! Parece que fuese una ley de la vida que el corazón sólo pueda contener una cantidad determinada de emociones sin alguna forma de alivio. Nuestros pensamientos y nuestros sentimientos no pueden permanecer indefinidamente sin expresión, y los mejores alivios de la tensión son los vertederos que se hallan en la estructura de nuestra propia vida, el constante fluir de esos pensamientos y sentimientos hacia el mundo que nos rodea.
—Acabo de estallar —me dijo el otro día una vecina que por lo general se domina muy bien—. Tenía una preocupación de la cual no había querido decir nada a mi marido, hasta que creció entre nosotros un verdadero resentimiento. Ahora ambos nos sentimos mucho mejor.
Tal vez nunca fue tan difícil como lo es en nuestra época hablarse de corazón a corazón; y sin embargo, nunca fue esto más necesario que hoy. En este angustioso mundo en que tenemos que hablarnos unos a otros a través de las barreras de raza y nacionalidad, necesitamos esa comunicación para comprender a los extraños con quienes tenemos que ver constantemente; lo necesitamos porque nuestras acciones nos afectan mutuamente, y la hostilidad nos cuesta cara. En efecto, la soledad del hombre moderno es aterradora, sencillamente porque vive en medio de la multitud.
¿Por qué nos cuesta tanto trabajo comunicarnos? En primer lugar, porque no somos iguales. Si hablo a mi vecina de política, de religión o del amor, estas palabras no significarán para ella lo mismo que para mí, puesto que su infancia, su hogar, su herencia, sus creencias, no son las mismas mías. De análoga manera, marido y mujer no pueden hablar el mismo idioma porque los separan los años en que él era un niño en la granja, pongamos por caso, mientras que ella se criaba en la ciudad. Diferimos especialmente en cuanto a percepción y conciencia; en aquella profundidad de experiencia íntima que proviene de todo lo que somos, de todo lo que hemos vivido. Lo cierto es que una persona no puede pensar más allá de su experiencia vital, por más que lo quiera. Nos es imposible escuchar aquello de lo que carecemos de experiencia para captar.
También nos es difícil comunicarnos porque pretendemos ganar alguna finalidad con la palabra; algo que tiene muy poco que ver con la comunicación. Decimos que estamos tratando de tender un puente entre nosotros y nuestro interlocutor; mas en realidad estamos tratando de convencer a aquel de alguna idea que él no comparte, o bien queremos darnos importancia. ¿No es verdad que casi todos esperamos con impaciencia a que el otro termine lo que está diciendo para poder tomar nosotros la palabra? No queremos escuchar: sólo nos interesa hablar.
Permanecemos aislados, igualmente, porque nos escondemos los unos de los otros; y nos escondemos porque tenemos miedo y estamos a la defensiva. Tememos que algo nos toque el corazón, que nuestra sensibilidad se revele. ¿Qué pensará esa otra persona de nosotros? ¿Dejaremos conocer nuestras íntimas debilidades? ¿O sufriremos un rechazo?
Con mucha frecuencia falseamos la imagen que emitimos y la que recibimos. Somos banqueros, o bibliotecarios, o médicos, o madres o maestras, o jóvenes con J mayúscula, o viejos con una grande y rencorosa V mayúscula; y detrás de tales máscaras nos escondemos ante el público, mientras que nuestro verdadero ser permanece oculto tras las cosas que hacemos y decimos. De igual manera, hablamos a la persona que se nos ofrece a la vista, pero no a la que se esconde tras las apariencias.
Este problema lo discutí recientemente con el Dr. Leon Saul, profesor de siquiatría en la Universidad de Pensilvania. Cuando entrábamos en su despacho, pasaba por el corredor una niñera que llevaba a la nietecita del doctor en un cochecillo. Sonreí a la criatura, de cuatro meses, y ella me sonrió al instante. "¿Lo ve usted?" me dijo el Dr. Saul. "Esta niña sólo ha conocido el amor y no tiene motivo para temer a un extraño". Me recordó que con la mayoría de los adultos la situación es distinta. Es posible que hayan sido víctimas de algún rechazo y permanecen silenciosos para protegerse de un nuevo desaire.
Pocas son las personas que no se han construido un refugio con la palabra o con el silencio. Nos escondemos tras una cortina de observaciones triviales, de cosas viejas repetidas muchas veces; detrás de la erudición o la palabrería propias de alguna profesión; detrás de chistes o falsa alegría cuando estamos tristes.; de una engañosa actividad cuando algo nos emociona; o detrás de una falsa hostilidad cuando en realidad anhelamos amor.
¡Y cómo escuchamos a la defensiva! Si una esposa dice que está fatigada por el quehacer de la casa, el marido lo toma como una sátira a su incapacidad de darle ayuda. Un marido elogia un plato que prepara su madre, y la esposa cree que lo dice porque quisiera que ella se pareciera más a su suegra. Nada estorba tanto la verdadera comunicación como esta suspicacia y esta actitud defensiva.
¿Qué podemos hacer? Podemos tratar de volvernos personas con quienes los demás no tengan miedo de hablar. Y podemos hacernos conocer derribando algunas de las barreras que nos separan de las personas que nos rodean.
Es sorprendentemente fácil derribar tales barreras. Podemos empezar sencillamente por aprender a escuchar. En segundo lugar, podemos tratar de ampliar el radio de nuestros intereses, pues no se puede hablar si uno no tiene nada que decir. Las esposas suelen quejarse de que los maridos, cuando regresan a casa por la noche, no quieren oír la relación de los sucesos cotidianos. ¿Pero es que vale la pena oírlos? En tercer lugar, podemos extender el círculo de las personas con quienes nos comunicamos. Vivimos en un pequeño mundo cerrado, con las pocas personas que conocemos y que son como nosotros. Una manera de aprender a comunicarnos mejor es hablar más a menudo con distintas clases de personas.
Por encima de todo, debemos decir lo que realmente sentimos. Hoy se escribe mucho acerca de que uno no debe hablar de sí mismo; pero cuando honradamente nos revelamos los unos a los otros, sin otro propósito que comprender y ser comprendidos, ¡cómo cambia todo! "No permita que otro le escriba su papel", recomienda el Dr. Abraham Maslow, profesor de sicología en la Universidad Brandeis. "Sea honrado, sea sincero, sea franco".
La verdadera comunicación se establece cuando no sólo aceptamos a los demás, sino que los aceptamos con deleite, tales como son, con sus defectos y sus debilidades. En esos momentos la vida nos ofrece lo mejor. Hemos hecho una pequeña contribución a un mundo en que la gente necesita, como nunca antes, el don de hablarse con perfecta confianza y comprensión.