Publicado en
diciembre 23, 2021
Cuando se trasladó a los Estados Unidos, mi tía Eulogia quiso ponerse al día de lo que pasaba en este país y empezó a ir al Club de la Buena Salud... Un médico colesterolero" le enseñó lo que debía comer "para que no le explotara el corazón", y mi tía botó todo lo que había en su refrigerador...
Por Elizabeth Subercaseaux.
Cuando a Roberto le avisaron que la compañía iba a trasladarlo a los Estados Unidos por tres años, mi familia se revolucionó. ¿Qué haríamos sin mi tía Eulogia cerca? ¿Y a la Domitila también se la iban a llevar? ¿A quién podríamos pedirle consejo si la Domi desaparecía de nuestra vista? ¿Y la flaca de la esquina? ¿A nadie le importaba que la flaca se suicidara sin Roberto? Mal que mal, la flaca era parte de la familia... La verdad es que hay personas que no deben moverse nunca de donde viven. A menos que quieran dejar un reguero de tristezas, vacíos y depresiones.
Roberto estuvo una tarde encerrado con mi tía estudiando los pros y los contras del viaje. Finalmente decidieron irse. Con la Domitila. Sin la flaca, naturalmente. Cuando se enteró de la noticia, la flaca echó los gritos al cielo. Se puso a llorar. Le mandó una carta a mi tía diciéndole que era una esposa lo más egoísta del mundo. Los maridos estaban para compartirlos, como todo en la vida. Así decían los testamentos. ¿Acaso no era cristiana? Pero ella se vengaría, se buscaría otro y cuando volvieran de su viaje a los Estados Unidos, que Roberto no se hiciera ni la menor ilusión de encontrarla esperándolo. Si se deprimía, mala suerte. Nada de llamarla a ella para pedirle ayuda. Firmaba la carta, "sin otro particular, te desprecia la flaca de la esquina"... Antes de enviarla se la mostró a la Domi. Menos mal. La Domi, sabia por naturaleza, le dijo: "No la mandes, flaca, ¿para qué? Se van a ir de todas maneras". Y la flaca rompió la carta.
Partieron un día lluvioso. Ya en el avión, mi tía empezó a ponerse nerviosa.
—¿Qué voy a hacer en ese país tan grande, Roberto?
—Aprender.
—Aprender, ¿qué?
—Todo. Tú no sabes nada de nada.
Roberto, hay que decirlo, estaba hecho un plomo. Si antes de la partida ya era un perejiliento mayor, en el avión se puso insoportable. El recuerdo de la flaca llorando en el motelito, el día anterior, no lo dejaba en paz. ("No me dejes, Rober, voy a morirme sin ti". "Calma, flaca, amor mío, voy a volver, te lo prometo"). Mi tía lo miró con cara de odio.
—Si vas a tratarme así, me bajo.
—¿Vas a lanzarte a las nubes?
"¿Y a este qué le pasa?", se preguntó mi tía Eulogia. La Domitila iba sentada dos asientos más adelante. Mi tía se levantó y fue a verla.
—¿Cómo vas?
—Como una sirena en agua de mar.
—¿Y por qué tan contenta?
—Me encanta viajar —dijo—. Irme. Desaparecer por un rato de esta familia de locos, aunque ande con dos de los locos a cuestas.
—¡No seas impertinente!
Llegaron al día siguiente. Se instalaron cerca de Filadelfia. Dos meses más tarde, mi tía estaba como pato en el agua. Le encantó lo que vio. Arboles altos, ardillas, cielos limpios, tranquilidad. Y no había ni una flaca a 20 millas a la redonda. Todo el mundo era gordo.
—¿Qué pasa en esta tierra? —le preguntó a una de sus nuevas amigas. Y fue cuando, sin sospecharlo, empezó a cavarse su tumba americana.
—Si quieres estar al día de lo que ocurre en los Estados Unidos y de cómo se dan aquí las cosas, acompáñame al Club de la buena salud —le dijo la amiga—. Hoy tenemos clases de colesterol.
—¿De qué?
—De colesterol. El bueno, el malo. Los triglicéridos. Todo eso.
—¿Y dan clases de eso?
—Para no morirse. Tú sabes. Estados Unidos es el país donde a la gente menos le gusta morirse. Lo pasan bien aquí. Todos tienen auto y casa propia. A los 60 se jubilan y tienen plata para hacer un crucero por las islas griegas. No quieren irse de este mundo. La muerte les carga a los americanos. Ni la mencionan. Para el día de todos los muertos, aquí se hace un carnaval, la gente se disfraza y los niños salen a recoger caramelos.
En la clase de colesterol, un médico un tanto entradito en carnes les enseñó lo que debían comer (granos, frutas, tallarines, arroz, panes integrales).
—Si ven un bisté —les dijo— salgan arrancando a perderse. ¿Helados? ¡Por nada del mundo!
—¿Queso? —preguntó una señora.
—¡Mire, señora, si usted come queso, váyase a la clase de las proteínas!
—¿Y almendras? —preguntó otra.
—No, pues, señora, ¿no le digo que debe evitar las grasas y las calorías? Las almendras están llenas de calorías y son extremadamente grasosas. La única grasa que pueden comer es aceite de oliva. ¡No más de dos cucharaditas por cada ensalada! Y cero mantequilla —gritó el facultativo, masticando un puñadito de alfalfa que se había echado a la boca—. Un mes después de hacer esta dieta, se miden el colesterol y vuelven a conversar conmigo —terminó el doctor.
Luego les exigió que tomaran, ellas y cada miembro de su familia, dos cucharadas de semillas de linaza remojadas al día. Una en la mañana y otra en la tarde. Para bajar aún más el colesterol.
—Porque el colesterol, mis queridas señoras, es una capa de grasa que se instala en las arterias, las cubre, las presiona, las tapa, las endurece, quitándoles toda flexibilidad, y el torrente sanguíneo se va achicando, achicando y la pobre sangre no tiene por donde correr y de pronto, ¡paf! Explota el corazón y ustedes, mis lindas, quedan paradas al lado oscuro del tiempo. ¡Para siempre!
Mi tía salió de allí completamente aterrorizada. Llegó a la casa y le comunicó a Roberto la nueva dieta que se iniciaría inmediatamente. Tiró a la basura todo el colesterol que estaba almacenado en el refrigerador. La mantequilla, los helados, los huevos, la manteca, los quesos, los filetes de ganado vacuno, las chuletas de cerdo, la pierna de cordero.
La Domitila, que se había criado en el campo, se persignó.
—Señora, esto es pecado. ¿Cómo va a tirar los huevos a la basura?
—Yo me niego a comer pasto —dijo Roberto—. Y si esperas a que me tome las semillas de linaza te quedarás esperando hasta el día del Juicio Final.
A partir de ese momento se llenaron de panes integrales, granos de todas clases, frijoles azuki, blancos, negros, lentejas indias, alfalfa, cereales y pastas.
Al cabo de un mes, mi tía, Roberto y la Domitila se midieron el colesterol. Les había bajado 15 puntos, pero los tres habían engordado 10 kilos (22 libras) cada uno, les habían subido los triglicéridos y tenían diabetes.
—Anda a pedirle tu plata de vuelta a ese mercachifle —dijo Roberto.
Mi tía fue donde el médico "colesterolero" y se encontró con que lo habían reemplazado con un seguidor de la dieta del doctor Atkins (pura proteína y poco carbohidrato). Entró a su clase, desesperada.
—Y ahora, mis queridas señoras, estaba diciendo el médico, que era flaco como una aguja, voy a enseñarles cómo se debe comer para perder peso, para no tener diabetes y vivir 100 años sin que nadie tenga que amputarles las piernas.
—¡Ay, Dios mío! —exclamó mi tía.
Y el médico se lanzó a decir que debían tirar a la basura todos esos granos, pastas, arroces, panes, dulces y otros alimentos llenos de azúcar.
—El cuerpo necesita grasa —dijo—, huevos para el desayuno, tocino (bacon), mayonesa, bistés, pollitos asados, crema, quesos. Todo está permitido.
—¿Y fruta?
—¡No! La fruta es azúcar.
—¿Y una tostada de pan para comer en el desayuno?
—¡Nada de pan!
—¿Arroz tampoco?
—¡Por supuesto que no!
—¿Y los chinos? —aventuró una señora—. ¿Cómo es que no están muertos?
—Porque no comen otra cosa —dijo el médico—. Y además los chinos se mueren a cada rato. Miren, queridas señoras, la grasa no es el enemigo. ¡El azúcar es el enemigo! El azúcar se instala en la sangre y hace aumentar los triglicéridos y los triglicéridos suben el colesterol malo, y el colesterol, mis lindas, es un agente del diablo que tapona las arterias y va ahorcando, ahorcando, el torrente sanguíneo hasta que ¡paf! Explota el corazón y ustedes se ven en la oscuridad del tiemp. ¡Para siempre!
Mi tía escuchaba este discurso boquiabierta. Por todos los caminos se llegaba a la muerte. Así y todo volvió a su casa dispuesta a comer grasas.
Al cabo de unos meses comiendo huevos, tocinos, carnes, cremas y quesos, tanto mi tía como Roberto y la Domi habían bajado de peso, los niveles de azúcar en la sangre estaban normales, pero el colesterol se les había subido a 300.
Por ese mismo tiempo apareció en los diarios una noticia que les devolvió el alma al cuerpo. "La grasa no engorda", decía. "Lo que engorda son los panes, los granos, las pastas, los arroces".
"Ay", suspiró mi tía, aliviada, "es lo mismo que dice el doctor de la grasa. ¿Pero qué se hace con el colesterol?".
Otra noticia decía que no se debía tomar leche, ni queso, ni yogur. Los productos lácteos hacían daño a los riñones. Un libro recomendaba comer aguacates (paltas) una vez al día, porque subían el colesterol bueno. Pero otro decía que no se debían ni ver los aguacates, porque estaban llenos de grasa. En un programa de radio se afirmaba que solo se debía comer pescado, y ojalá salmón y sardinas, porque el Omega 3 era el camino a la eternidad en la tierra. Y un panfleto regional recomendaba eliminar todo, menos los plátanos, porque acababan de descubrir que la llave a la eternidad la tenía el potasio.
—¿A quién le hago caso, Domi? —preguntó mi tía—. ¿Qué hago?
—Use el sentido común.
—¿Y cómo se usa?
—Con la cabeza, pues, señora. Vaya a ver al Dr. Peterson, que dicen que es un experto en dietas muy serio, aquí en los Estados Unidos.
Al día siguiente mi tía partió donde estaba el Dr. Peterson.
—¿Qué hago, doctor? Si como grasas, me sube el colesterol. Si como harinas me sube el azúcar. Si como granos, engordo. Si como plátanos, me muero.
—Coma lo que le dé la gana, señora. Esto es como los autos. Si el auto le sale bueno, va a funcionar bien. Si el auto le sale malo, da lo mismo lo que le eche. Va a parar al mecánico de todas maneras.
ILUSTRACION: MARCY GROSSO
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, SEPTIEMBRE 17 DEL 2002