Publicado en
diciembre 15, 2021
Para Susan Temer
quien, a través de la oscuridad,
sigue a mi lado.
PRIMERA PARTE
1
Esta es la historia más tenebrosa que he oído en mi vida, y toda la vida me he esforzado por no contarla.
Va acompañada de nubes grises y lluvias torrenciales, y cuando la recuerdo, veo sus pies correr sobre el suelo empapado. No obstante, el sol lucía en todo su esplendor aquel día y, gracias a la larga primavera, se habían ensanchado y reverdecido los trenzados ramales del kudzu, enmarañados en torno a sus piernas. De hecho, la vegetación se había vuelto tan frondosa en la falda de la montaña que hasta de cerca habría resultado difícil oír todo lo que sucedió aquella tarde, todo lo que se dijo y se hizo.
En ciertas ocasiones sí que escucho perfectamente algunas cosas: su cuerpo que se desplaza a todo correr entre los matorrales; el aleteo de las aves que abandonan el nido; la frenética huida, entre hojas y arbustos, de pequeños animalillos que, incapaces de volar, son presa del mismo pánico que ha alarmado a los pájaros.
De cuando en cuando, muy de cuando en cuando, la oigo a ella, oigo su voz. Débil pero persistente. A veces en forma de pregunta: «¿Por qué me haces esto a mí?»
Desde entonces han transcurrido numerosos veranos tan preciosos como el de hace treinta años y, sin embargo, no hay ninguno que permanezca tan vívidamente en mi memoria. Recuerdo el encendido brillo de las azaleas, y que sus flores verdes y blancas semejaban diminutas explosiones casi a ras del suelo; recuerdo las delicadas pelusillas color rosa oscuro que colgaban de las ramas de las mimosas; y cómo hasta los enormes magnolios parecían doblarse bajo la carga de sus flores sin fragancia. Más que nada, recuerdo que todos los muros de los jardines y todas las jardineras derramaban violetas, que inundaban la ciudad de un purpúreo torrente de pétalos y saturaban el aire con su dulce y volátil aroma.
Muchas veces, en los años que han transcurrido desde entonces, mi amigo Luke Duchamp ha comentado cuan exquisito parecía el mundo aquella tarde. Se refiere a las flores, claro, pero su descripción de ese resplandeciente día veraniego siempre contiene cierto nerviosismo, cierta tensión; encubre una sensación de que todavía quedan preguntas sin respuesta.
Hace apenas unos días que volvió a mencionarlo y, mientras lo hacía, sentí de nuevo que la verdad se me aproximaba, sombría, lúgubre, amenazadora, resuelta a hacerme daño. Salíamos de uno de esos entierros que interrumpen y confirman la existencia de las pequeñas ciudades. Este revestía mayor importancia, ya que la difunta era la madre de Kelli. Asistimos juntos, regresamos a mi casa a tomar el té y nos sentamos en el porche mientras el sol descendía lentamente detrás de la distante cordillera.
Luke tomó un rápido sorbo del líquido y bajó poco a poco el vaso hasta el regazo. Se le notaba meditabundo e intranquilo; sin duda evocaba lo que vio hace ya tanto tiempo.
—Todavía cuesta creer que alguien pudiera hacer algo así —declaró.
Hablaba, por supuesto, de lo que le habían hecho a Kelli Troy, por lo que contesté con mi habitual reducido repertorio:
—Sí que cuesta.
Tenía la vista clavada en la alta ladera de la montaña, como si se aferrara a ella en busca de apoyo. Su semblante adquirió esa extraña quietud que suele adquirir cada vez que piensa en ello.
—Cuesta creerlo.
Incapaz de añadir nada, incapaz, pese a los años transcurridos, de aligerarle la carga de las dudas, de ofrecerle esa certeza que, según dicen, nos libera, asentí.
—Fue una visión horrible para un adolescente —susurró.
Me imaginé el cuerpo de Kelli como lo había visto Luke: boca abajo en el bosque; su largo y rizado cabello extendido alrededor de la cabeza; un brazo tendido hacia la cima. Oí la voz del señor Bailey retumbar mientras enseñaba la última fotografía al jurado. «Esto es lo que le hicieron.»
Al recordarlo, supe que Luke tenía razón, que realmente costaba creer que algo así pudiera suceder, que Kelli hubiese podido acabar tan maltrecha, con el vestido blanco y el cabello rebosante de escoria, con el brazo derecho tendido hacia el cielo, las palmas hacia abajo, los dedos agarrotados, como si todavía intentara arrastrarse, desesperada, loma arriba.
—Todavía no entiendo por qué —dijo Luke, calladamente, casi para sí mismo, pero no del todo, y me miró de súbito—. ¿Y tú, Ben?
Sus ojos no se movieron mientras me miraban fijamente, y supe que debía contestar de inmediato si quería esquivar todas las otras preguntas que lo han obsesionado a lo largo de los años, que han nublado su enfoque de la vida, ensombrecido su ambiente.
—El odio —respondí.
Era la misma respuesta que había dado el señor Bailey hace años, y evoqué el momento en que exhibía la fotografía frente a los miembros del jurado, cómo les calaban sus palabras, pronunciadas en voz aguda y apasionada, llenas de justa cólera. «Esto es lo que le han hecho. Sólo el odio puede hacer algo así.»
Luke continuó mirándome fijamente.
—Es posible, pero, ¿sabes, Ben?, no acabo de creerme esa explicación.
—¿Por qué?
—Porque no había tanto odio. Ni siquiera aquí. Ni siquiera en aquel entonces.
Aquí. Aquel entonces. En Choctaw, Alabama. En mayo de 1962.
Cada vez, y son muchas, que siento que la noche se me aproxima como algo dispuesto a acorralar a su presa, recuerdo ese tiempo y ese lugar. En mi memoria son más benévolos que los que les siguieron, pero sé que no lo fueron. Era una pequeña ciudad cerrada y estrecha de miras, un mundo dominado sólo por las montañas y las agujas de la iglesia; sobre nosotros nada se cernía a distancias más remotas que las que nos separaban de las calles de la ciudad vecina. La mayoría de los siete mil habitantes de Choctaw nacieron en el hospital local o en una de las granjas, de los centenares de granjas que se extendían por el valle, a ambos lados de la ciudad. Era un mundo protestante, sin un solo católico o judío, un mundo de blancos, pese a la reducida población de negros que residía en la parte más lejana de la ciudad, como en una suerte de averno. Más que nada, era un mundo en el que sólo confiábamos en personas idénticas a nosotros. Por eso, a veces, cuando me imagino a Kelli correr entre la vegetación, la veo, no como lo que era aquel día, una joven que huía desesperadamente de la repentina violencia de una única persona, sino como una desconocida, acusada injustamente y perseguida por una enorme y vocinglera multitud.
O tal vez sea que así es como deseo verlo, como una única víctima, en un mundo lleno de culpas.
Luke posó el vaso en la mesita de madera que se hallaba junto a su silla, sacó del bolsillo de la camisa la vieja pipa de brezo y la llenó.
—¿Te acuerdas de la primera vez que la vimos, Ben?
—Sí. — Sabía que se refería a aquella vez en el parque, cuando él la vio por primera vez, pero yo la había visto mucho antes, de chiquilla, cuando vino al colmado de mi padre, acompañando a su madre.
«Soy la señorita Troy», fueron las primeras palabras de la madre de Kelli a mi padre. Era una mujer alta y delgada, de tez pálida, cabello castaño claro y un aire de nerviosa distracción, como si intentara siempre recordar dónde había dejado las llaves. Al hablar dejó bruscamente su brillante bolso negro sobre el mostrador, donde permaneció como un pájaro muerto, entre ella y mi padre. Era verano. Hacía calor, y en el techo un viejo abanico zumbaba lentamente. Recuerdo que la suave brisa que despedía le agitaba suavemente el pelo.
«Soy la señorita Troy —dijo, subrayando el "señorita" sin dar mayores explicaciones, ni siquiera después de añadir—: y esta es mi hija, Kelli.»
Corría el verano de 1952, mucho antes de que las cosas cambiaran profundamente en el sur de Estados Unidos, y una mujer con una hija y sin marido no era algo muy común en una ciudad como la nuestra, donde la bandera de los confederados ondeaba aún en el césped del tribunal, e imperaban las antiguas costumbres que dicha bandera representaba, o sea, un estricto código moral y social, una reticencia personal, y un orden mundial esencialmente Victoriano. A todas luces la señorita Troy había roto con ese mundo, no sólo al haber dado a luz sin un marido, sino también al declararlo tan abiertamente.
—Gusto en conocerla —fue la sencilla respuesta de mi padre y esbozó esa sonrisa suya, serena, cómplice, la que parecía aceptar la vida según venía y no como algo que hubiera incumplido alguna promesa—. ¿En qué puedo ayudarla, señorita Troy?
—Quisiera comprar unas cuantas cosas. Quisiera que las pusiera en la cuenta de mi madre. —Casi lo espetó, sin desviar la mirada de mi padre, como si anticipara un rechazo—. Mi madre no se encuentra bien y he venido a cuidarla por un tiempo.
Mi padre asintió y echó un vistazo a Kelli.
—Es una niña preciosa, la suya. ¿Cuántos años tiene?
—Seis —fue la escueta respuesta.
Mi padre me señaló.
—Este es mi hijo. Se Mama Ben y tiene la misma edad que su hijita.
—Thelma Troy es mi madre. Dice que usted la conoce.
—Sí, señora, es cierto.
—¿Necesita algún documento de identificación para que ponga las cosas en su cuenta?
La pregunta sorprendió a mi padre.
—¿Identificación? ¿Para qué?
—Para que sepa que de verdad soy su hija.
Mi padre la observó con expresión de curiosidad y asombro frente a tan fría formalidad.
—No, señora, no necesito ninguna identificación.
La señorita Troy le dirigió una mirada dubitativa.
—¿Así que puedo hacer mis compras? ¿No necesita averiguar nada?
Mi padre negó con la cabeza.
—Estoy seguro de que es usted quien dice ser, señorita Troy.
—Pues, gracias. —Su tono resultaba aún algo frío, pero una parte de la confianza de mi padre ya empezaba a calentarle el corazón.
A continuación, tirando de Kelli, fue directamente a uno de los pasillos.
Desde el mostrador las observé a las dos avanzar entre las latas y las pilas de productos de papel. Kelli me miraba de vez en cuando con el rostro medio oculto por los rizos negros; su tez no era tan pálida como la de su madre, y sus ojos resultaban casi negros; al principio, las finas líneas verdes esparcidas por su vestido blanco me dieron la sensación de que había estado rodando en hierba recién cortada. Pero lo que más me impresionó fue su manera tan directa de mirarme, como si anticipara un reto de mi parte o que le exigiera algo que ya había decidido negarme.
—Hola —le dije cuando pasó a mi lado.
No sólo no me contestó, sino que siguió contemplándome, evaluándome con lo que, a pesar de mi corta edad, percibí como una notable inteligencia.
Se marcharon al cabo de unos minutos; la señorita Troy llevaba la compra en una mano y con la otra tiraba de Kelli; ambas traspusieron a toda prisa el umbral de la vieja puerta mosquitera y la dejaron cerrarse de golpe, cosa que produjo un sonido semejante a una pequeña detonación.
Impulsado por la curiosidad sin objetivo típica de un chiquillo, las seguí y me quedé oteándolas desde el porche de madera, con las manitas metidas hasta el fondo de los bolsillos de mi desteñido mono de tela tejana.
Habían llegado en un camión de reparto, rojo y polvoriento, con neumáticos negros y rejilla oxidada, un modelo antiguo de aquellos que ya casi no se veían circular, cuyas luces montadas en el parachoques frontal semejaban ojos de sapo. Kelli se acomodó en el asiento del pasajero, naturalmente, y bajó la ventanilla, de modo que se le veía el delgado brazo colgando por fuera de la portezuela. Cuando el coche arrancó, me miró por encima del hombro con la expresión aún cerrada, concentrada, directa, sin el más mínimo atisbo de sonrisa.
Es esa ausencia de sonrisa lo que más me persigue y, cada vez que la evoco, me acuerdo de su increíble seriedad, de su talante reservado y desconfiado y de que, años más tarde, en el instante de su destrucción, toda la confianza y toda la sensación de pertenencia que había llegado a sentir el año anterior, debieron explotar frente a sus ojos.
Al cabo de un instante, Kelli había perecido.
Permanecí en el porche con las manos aún metidas en los bolsillos, jugueteando con una de las «ranas» de mi colección —esos animalitos de metal que hacían «clic» al apretarlos— que había comprado a lo largo de los años en tiendas de baratijas. Solía hacerlos chasquear; los usaba —de eso me doy cuenta ahora— para alejar el aburrimiento, la soledad, el miedo. De noche lo hacía para ahuyentar la oscuridad. A solas en el patio trasero con el «clic—clic» me inventaba amigos imaginarios y conversaba con ellos. Supongo que aquella tarde en el porche me imaginé que con un único, inocente y fantástico chasquido podría hacer que Kelli Troy regresara.
Naturalmente, tal maravilla no existe. Sólo existe la memoria, el constante milagro de la vida. Así, pese a haber transcurrido treinta años, cualquier cosilla me la devuelve. En ocasiones, por ejemplo, echo un vistazo por la ventana de mi despacho, fijo la vista en el muro gris que supone la loma más alta de Breakheart Hill, y recuerdo la cantidad de veces que quise llevarla allí y tumbarme con ella. Soñé con ello muy a menudo durante el tiempo que la conocí, y era siempre el mismo sueño, delicado y tierno, pero también inconfundiblemente sensual. En mis ensoñaciones la llevaba a la cima de Breakheart Hill, la acostaba sobre una manta rojo oscuro y, a medida que la música ascendía a alturas asombrosas, nos juntábamos en el apasionado abrazo que había visto en innumerables películas, algo que nunca había experimentado por mucho que me lo imaginaba.
No obstante, nada de esto ocurrió en Breakheart Hill. Sucedió otra cosa. Algo que no deja de serpentear por mi mente, arrastrándose desde un rincón u otro, pero que me devuelve siempre al pasado con una terrible inmediatez, como si fuese ayer y me encontrase todavía conmocionado por la impresión...
A veces comienza con el sheriff Stone delante de mí, de pie, escudriñando cuidadosamente las desnudas paredes de hormigón del reducido despacho donde yo trabajaba para el periódico del instituto. En otras ocasiones empieza con mi padre, alto, velado por anchas y grises ráfagas de lluvia, llamándome desde la carretera de la montaña. También se ha iniciado con el momento en que me hacen entrar en una estancia con olor a moho, atestada de muebles y desordenada; la voz de una anciana me llega desde atrás, rasposa, de contenido increíblemente irónico. «Gracias, Ben, por hacer esto.»
Otras veces me llega en un sueño sobre ese último día. Es media tarde y la brisa agita la hierba de mi jardín. Al otro lado de la calle el hijo de mi vecino sopla las semillas peludas de un diente de león, que vuelan en el trémulo aire. De repente veo mentalmente el viejo camión de Luke detenerse en seco en la ladera de la montaña. Se quita la gorra azul de baloncesto y se seca la frente con la mano.
—¿Estás segura? — pregunta.
Ella contesta:
—No te preocupes, Luke —y le sonríe y se apea del vehículo. Él, renuente a dejarla, no arranca—. Anda, Luke —añade ella.
Luke asiente con la cabeza, pone la marcha, arranca y el viejo camión avanza pesadamente pendiente abajo, rumbo a la ciudad, dejando atrás una nube de humo azulado que brota del tubo de escape. Ella lo observa desde el borde de la carretera de la montaña, alza la mano a modo de despedida y agita el brazo desnudo como un junco marrón recortado contra el muro verde de la montaña. Sonríe levemente para tranquilizarlo, para asegurarle que estará a salvo, da media vuelta, se dirige pendiente abajo hacia Breakheart Hill y desaparece entre un grupo de árboles.
A veces el sueño termina allí, con la ligera sonrisa que permanece en sus labios. Otras, sin embargo, continúa irrevocablemente, paso a paso, hasta el instante en que la veo abrirse camino entre la frondosidad del bosque, con las piernas arañadas por zarzas y arbustos, y el rostro golpeado implacablemente por ramas bajas. Desesperada, perpleja y despavorida, corre de vuelta hacia arriba por la empinada pendiente de Breakheart Hill, con el cuerpo inclinado; da varios traspiés y sus dedos se aferran frenéticamente a las rocas hasta que logra ponerse en pie y continúa subiendo, trastabillando, rumbo hasta el punto en que la alta cordillera se nivela en la carretera de la montaña, donde espera que, por obra de algún milagro, Luke haya regresado a buscarla. Casi ha llegado, cuando cae, agotada, incapaz de moverse. En los últimos momentos veo su rostro apretado contra el suelo, su cabello enmarañado repleto de hojas. Veo la sombra caer sobre ella, observo su cara torcerse de modo surrealista, girar hasta alcanzar un ángulo imposible. En ese preciso instante, sus ojos se alzan hacia los míos. Embargados por un lastimero asombro, me miran, inquisitivos, y su luz se apaga de repente.
Me despierto. Reconozco mi casa, la esposa que duerme, confiada, a mi lado, la cariñosa hija cuya foto cuelga de la pared a unos centímetros de mi cama. En la oscuridad echo un silencioso vistazo alrededor y contemplo el dormitorio. Todo parece tranquilo, ordenado, predecible; la mesita de noche se halla en su lugar, y el espejo, donde siempre ha estado. Al otro lado de la ventana la calle continúa bien iluminada, y la carretera, recta y segura. Todo lo que se encuentra fuera de mí parece limpio y claro, comparado con la porquería y la escoria que bulle en mi interior. Mi casa, mi familia y mis amigos, la pequeña ciudad del valle, en la que he vivido toda la vida; soy capaz de maniobrar entre todo ello con la misma facilidad con que un pez nada en el lecho de un riachuelo cristalino. Sólo en mi interior el agua se vuelve fango, se espesa y va perdiendo oxígeno cada vez que revivo ese lejano día veraniego.
No obstante, lo revivo; mis ánimos se oscurecen con cada vuelta al pasado, un descenso que confunde a quienes han convivido conmigo todos estos años, sobre todo mi esposa, que percibe que cuando me vuelvo distante y me cierro, es porque algo imposible de expresar me domina. Por extraño que parezca, es en esos momentos cuando se renueva la atracción que siente por mí, como si, en el fondo, mi tortura fuese romántica, y quizás aún más que el amor o la belleza, poseyera el poder de reavivar el amor. Y es en ese instante, acaso más que en cualquier otro, cuando mi esposa yace desnuda a mi lado, que Kelli Troy vuelve a mi memoria. No como un cuerpo tirado en un agitado charco de trepadoras, sino como era cuando era ella misma, joven y vibrante, llena de las elevadas expectativas que la ennoblecían y enardecían. Y la veo en la falda de la montaña con el cuerpo envuelto en verdor, sosegada en la cima de Breakheart Hill, como un delicado florero blanco.
Creo que es esta la posición en que Luke se la imagina más a menudo, una vista que inevitablemente plantea una de las numerosas preguntas que han permanecido en su mente a lo largo de estos años, y que, de cuando en cuando, estando a solas los dos, expresa súbitamente en voz alta y su mirada se dirige hacia mí lánguidamente al hablar. «¿Qué hacía Kelli en Breakheart Hill ese día? ¿Qué buscaba a solas en ese profundo bosque?»
2
Pero aquella tarde en que nos hallábamos sentados en el porche, Luke tenía una pregunta distinta, una que, por su misma peculiaridad, se me antojó mucho más amenazadora.
—¿Le has explicado a Amy lo que ocurrió en Breakheart Hill?
Se refería a mi hija, que ahora tiene la misma edad que Kelli tenía en mayo de 1962. Amy, acurrucada en una tumbona a unos metros de nosotros, leía en silencio a la sombra de un gran roble que domina el patio.
Negué con la cabeza.
—No.
Esto pareció sorprenderlo.
—¿Por qué?
No pude contestar con la verdad, a saber, que cualquier cosa que le contara sería forzosamente una mentira, y que quien merecía realmente conocer la verdad era el propio Luke, pues eran sus incesantes indagaciones las que no me dejaban en paz, las que tiraban continuamente del fino hilo que unía nuestras vidas y que, año tras año, lo deshacían poco a poco, y, con él, la red de un dilatado engaño.
—El tema nunca ha salido a relucir.
Dicho esto, cambié rápidamente a otra historia, más breve y con ese contenido filosófico con el que Luke tanto disfruta.
—Conoces a Louise Baxter, ¿no?
Luke asintió.
—Me trajo a su hijito la semana pasada. Acababa de regresar de un viaje a Venezuela. — A continuación le describí la horripilante hinchazón de su muslo derecho, con la piel estirada al máximo sobre un enorme furúnculo que había adquirido un enfermizo tono amarillento—. Estaba peligrosamente infectado y yo sabía que había que limpiarlo, de modo que le apliqué anestesia local, hice incisión en la cabeza del furúnculo y lo abrí.
Asintiendo todavía, Luke aguardó a que llegara al grano.
—El interior estaba rojo, por supuesto, muy inflamado, pero en pleno centro había una manchita gris pálido, y cuando la toqué con el escalpelo, dio un salto, alejándose del instrumento.
De repente, Luke pareció meterse más en el relato.
—Así que cogí unas pinzas y la extraje. — Miré a Luke con expresión de asombro—. Era un gusano.
—¿Un gusano?
—Sí. Lo busqué en un libro que tengo. Resulta que es un parásito común en Sudamérica.
Su cuerpo verde se contorsionó furiosamente entre las pinzas de metal, y conforme lo observaba retorcerse maliciosamente, despedía una terrible sensación de amenaza, y tuve la impresión de captar en ese gusanillo la malevolencia en el núcleo mismo de la vida.
—Y me dije: «Aquí está, aquí está la maldad».
Luke meditó un momento y desechó tan peregrina idea.
—No, no era más que un gusano y hacía lo que suelen hacer los gusanos. — Sus ojos se dirigieron lentamente hacia la montaña y supe que no había logrado hacerlo regresar de aquel lejano día de verano—. No debí dejarla ir sola al bosque.
—Ella quería hacerlo. Tenías que dejarla.
—Algo la inquietaba. Me di cuenta.
—Era de talante nervioso.
—No, quiero decir que le estaba dando vueltas a algo en la cabeza. Supongo que por eso no quería dejarla allí. Por su expresión... preocupada, alterada.
Inspiré hondo y no dije nada. Era la misma descripción que había ofrecido ya muchas veces, y en cada una de ellas relataba cada detalle en el mismísimo orden, como un detective que vuelve sin cesar a la escena del crimen, como si con otro vistazo pudiera hallar la clave de lo allí sucedido.
—Supongo que por eso quería esperarla. Pero ella dijo que no.
Así que le pregunté si quería que regresara a por ella más tarde. Pero también a eso dijo que no.
Asentí.
—Estaba segura, Luke. Te dijo: «No, vete a casa, Luke. No tienes que regresar a buscarme».
Sin embargo, él había regresado, aunque varias horas más tarde, y sólo después de telefonear a la señorita Troy para ver si Kelli había vuelto a casa. Por eso fue que Luke la encontró echada entre los helechos, fue Luke el que se arrodilló para ver si seguía viva, fue Luke cuyos tejanos desteñidos se empaparon con una parte de su sangre.
Me miró con intensidad.
—La expresión de su cara, Ben. Cuando la encontré. — Agitó la cabeza—. Era como si le hubiesen arrancado el alma.
Aparté la vista, mas no hacia la montaña.
—Hubo un incendio en Lutton anoche —declaré en un renovado intento por cambiar de tema—. En una vieja iglesia abandonada. Se me ocurre que podría ir allí y echar una ojeada.
Luke esbozó una sonrisa.
—Eso es lo que solía hacer tu padre, ¿verdad? Siempre iba a donde un incendio había quemado algo o un tornado había arrancado algo.
—¿Quieres venir conmigo?
Se aflojó el nudo de la corbata.
—No. Mejor paso por el invernadero camino de casa. Tengo que guardar unos plantones. Probablemente estaré trabajando hasta muy tarde. — Se puso en pie y gimió suavemente—. Me ha estado doliendo la espalda. — Me dirigió una sonrisa—. Me estoy haciendo viejo.
Lo observé recorrer el corto camino hasta su coche. Una vez allí, se volvió hacia mí, se despidió brevemente con la mano, subió al vehículo y se marchó.
Así pues, esa tarde fui solo a Lutton; conduje lentamente por la serpenteante carretera hasta la cima y de allí a la meseta que se extendía más allá, hasta encontrar el ennegrecido esqueleto de la vieja iglesia. La contemplé un rato; mis ojos se movían, vacíos, de un montón de escombros chamuscados a otro y, cuando ya no lo aguanté, regresé a Choctaw.
De camino a casa, mis pensamientos se volvieron hacia mi padre la noche que me encontró bajo la lluvia; evoqué la sensación de sus brazos rodeándome, el consuelo de su voz. «Sé cuánto la querías, Ben.»
No era la clase de hombre que me llevara de caza o de pesca, a diferencia del de Luke que llevaba a menudo a su hijo con él; sin embargo, de vez en cuando irrumpía por la puerta de la casa con una extraordinaria expresión de anticipación y soltaba:
—Súbete al camión, Ben, quiero enseñarte algo.
Ese «algo» solía ser una rareza natural, lo bastante insólita como para atraer su atención. En una ocasión me llevó a un campo que, según nos íbamos acercando, parecía cubierto de burbujeante y espeso petróleo. Eran langostas, enormes, negras, miles de langostas; según él, venían de Tejas, y ya se habrían ido por la mañana. Había otras extrañas vistas que le atraían: un campo de lisas piedras blancas, por ejemplo, que era en realidad un estanque en el cual cientos de peces habían salido a la superficie de súbito, panza arriba, moribundos, asesinados, me dijo, por «un chaval» que había usado un generador portátil para electrificar el agua.
Aún ahora no sé cómo lo afectaban estas escenas. Nunca supe con certeza qué lo atraía de ellas. Lo que sí sé es que los desastres humanos lo atraían con la misma intensidad que los desastres naturales, aunque nunca vi que su efecto en él fuese más duradero.
Pero en mí, sí. Al menos uno de ellos lo fue.
Fue la peor de las calamidades que azotó Choctaw, y todavía hablan de ello los sábados por la tarde los parroquianos de siempre de un local llamado Whittlers Córner, situado en el parque.
Una noche, a mediados de julio de 1954, los doce miembros de una familia partieron de viaje en dos estrechas barcas desde un boscoso islote en medio del río Tennessee. En la oscuridad, sin linternas que marcaran su posición, se perdieron la una a la otra, se cruzaron y acabaron por chocar casi exactamente a medio camino entre el islote y la otra orilla. En la espantosa confusión que siguió se ahogaron todos menos el padre; en total, once personas: una esposa, una abuela, y nueve hijos de entre siete meses y dieciséis años.
Dos días después oí el camión de mi padre entrar en el sendero de entrada y luego su voz llamándome desde fuera.
—Súbete al camión, Ben. Quiero enseñarte algo.
Obedecí y condujo a buen ritmo por la ladera de la montaña, por una carretera llena de curvas, hasta alcanzar la ancha meseta de tierras de labrantío en la cima. A ambos lados de la carretera distinguí silos de latón que se oxidaban entre la alta y seca hierba, así como kilómetros y kilómetros de alambrada que formaba finas cicatrices marrones en los campos sin sembrar, repletos de malas yerbas.
A media tarde llegamos al destino fijado por mi padre, una reducida sala de reuniones rural que, a juzgar por su aspecto, había sido un establo. Aparcados contra sus muros y alrededor del edificio había unas cuantas furgonetas y unos coches viejos, polvorientos y abollados, y supe que quienes los conducían eran los pegujaleros que bregaban por vivir de las tierras yermas que acabábamos de atravesar.
Tres o cuatro hombres remoloneaban en la entrada; casi todos vestían un mono, y nos saludaron con un gesto de la cabeza cuando pasamos a su lado.
En el interior había unas cuantas personas más, pero no fueron los vivos los que atrajeron mi atención, sino los muertos. Nunca había visto a tantos en un mismo lugar. Diríase que llenaban la estancia, que chupaban toda la luz y todo el aire. Ordenados contra las paredes, los once —el tamaño de sus ataúdes crecía desde el más diminuto, que contenía el cuerpo del pequeño de siete meses, hasta el mayor, el que contenía el cuerpo de la abuela de la familia ahogada—, estaban abiertos. Desde la puerta vislumbré los once rostros elevados hacia el techo, cerrados los ojos, los labios hinchados y extrañamente morados, la tez de un amarillo pastoso.
Mi padre me hizo pasar frente a cada ataúd, uno por uno; se paraba un segundo y echaba un vistazo. El bebé era el que más natural parecía, con su cuerpecito sumido en el nido de seda blanca fruncida. Pasamos frente a una niña de tres años, un niño de cuatro, y así subiendo por edades, hasta alcanzar la mayor de las víctimas, con el cabello gris tirado hacia atrás, las mejillas pintadas con colorete y gafas de lectura, de esas que se compran en las farmacias, ridículamente encaramadas en la nariz.
Al acabar, esperé a que mi padre comentara algo, pero en lugar de ello, se dirigió en silencio hacia donde se hallaba el padre, el superviviente, rodeado por otros hombres. Era bajito y rechoncho, y parecía alelado, no tanto por la increíble magnitud de lo sucedido a su familia, como por la repentina atención que le acarreaba la tragedia.
—Soy Arthur Loomis —dijo, y le tendió la mano a mi padre—. Muchas gracias por haber venido.
Mi padre se la estrechó.
—Esto es terrible —manifestó en voz queda mi padre—, pero, ¿sabe?, hay muchas cosas que estos pequeños no tendrán que ver.
El señor Loomis asintió con la cabeza, soltó la mano de mi padre, cuyas palabras cayeron sobre él sin causar ningún efecto y acabaron por desaparecer en el aire gris.
Sin embargo, permanecieron en mi mente, me conmocionaron. ¿Qué era, me pregunté, lo que «estos pequeños» no tendrían que ver? ¿Qué sabía mi padre sobre la vida que era tan terrible que la muerte repentina de personas a tan corta edad pudiera suponer una bendición?
Él se quedó un rato con los hombres, pero yo salí. Anduve sin rumbo un rato entre las viejas camionetas, luego me dejé llevar a un lado del edificio, y finalmente detrás del mismo.
En cuanto di la vuelta a la esquina que me llevaba a la parte trasera vi una casita, poco más que una choza, con techumbre de zinc muy oxidada y porche delantero escorado hacia la derecha. Un joven se encontraba a unos metros del porche. Era alto, bastante delgado, y su cabello despedía destellos plateados a la luz del mediodía. Me percaté de que me observaba con ojos penetrantes. Permaneció quieto un buen rato; oscilaba como si unas manos invisibles lo empujaran suavemente de izquierda a derecha. A continuación soltó una risa con un deje fúnebre y se aproximó a mí; arrastraba una cuerda, atada por un extremo a la cintura y, por el otro, a uno de los soportales del porche.
Llevado por un reflejo me eché para atrás y de pronto sentí una mano en el hombro. Miré hacia arriba y vi a una mujer alta que lucía un vestido floreado; de tez morena y curtida, sus ojos resultaban muy penetrantes bajo la toca verde.
—No tienes por qué asustarte —y señaló al niño del patio—. Es Lámar, sólo Lámar. — Sonrió y me acarició la cabeza—. No te asustes. Es Jesús, disfrazado.
Tras tantos años, con mi padre muerto hace tanto tiempo, al dirigirme montaña abajo hacia Choctaw, ya a varios kilómetros de las ruinas quemadas de la vieja iglesia, evoqué de nuevo esa frase. Sentí mi memoria ponerse en marcha, empezar a arder como un gran horno. Al cabo de un momento aparqué a un lado la carretera para intentar recordar la escena entera. Desde allí gozaba de una panorámica de todo Choctaw, un reluciente collar ensartado entre dos oscuras montañas, y en ese instante se me antojó igual a como Kelli lo describió en una ocasión: el mundo entero, con todo lo que se podía saber de la vida contenido en ese diminuto espacio. Volví a oír a la anciana decir: «Es Jesús disfrazado». Y me di cuenta de que esa frase se me había presentado una y otra vez a lo largo de los años: cuando el pequeño Raymond Jeffries se personó por primera vez en mi despacho, con brazos y piernas repletos de oscuros moretones; más tarde, cuando levanté a Rosie Cameron de la camilla y sentí sus huesos destrozados debajo de la piel, como pequeños tubos de tiza, y me percaté de que estaba muerta. La oí al otear el largo pasillo y vislumbrar a Mary Diehl sentada, muda, en su habitación blanca. «Es sólo Jesús disfrazado», repetía mentalmente en cada ocasión y, con ello, me absolvía de todo lo que les habían hecho. Pero sobre todo la oía en esas noches veraniegas cuando salía al porche, me sentaba en el columpio, cerraba los ojos y veía el rostro de Kelli Troy. De repente advertí que a lo largo de los años la había usado como un conjuro, una frase mágica que utilizaba, como para mantener perfectamente cerrada una puerta y evitar que se desatara lo que hubiese detrás de ella.
Fue en ese instante, con esa percepción, cuando sentí que en mí se quebraba el frágil alambre que había sostenido mi vida durante treinta años. Sentí lágrimas en los ojos; me las sequé con un pañuelo, luego arranqué y seguí montaña abajo, rumbo a casa. De camino pensé en mi vida, en que me había arrogado el noble papel de médico del pueblo y benefactor público. Supe asimismo que cada vez que me permitía imaginar mi propio carácter con tanta solemnidad, una inquietante vocecita se alzaba en mi interior. Era como la que susurraba en el oído de los conquistadores romanos, previniéndoles que la fama es fugaz. No obstante, mi vocecita era siempre la de Luke, y su mensaje era distinto al que escuchaban los conquistadores. Cada vez que me imaginaba como una persona buena, amable, sabia, absolutamente merecedora de la admiración de un pueblo, la voz me hablaba quedamente, pero con insistencia; «Tú, no», susurraba con sombría suspicacia.
3
Es la voz de Luke la que ha formado el contrapunto rítmico de mi vida, y por ello es normal que se encontrase conmigo el día en que Kelli Troy apareció de nuevo.
Fue en el último fin de semana del verano, antes de mi segundo año en el instituto, y Luke y yo fuimos al parque a jugar al tenis.
Ahora se me antoja extraño que nos convirtiéramos en amigos. Me llevaba un año, era alto, de buen cuerpo y atlético; yo era mucho más bajo, muy dado a la lectura y nada inclinado a practicar deportes. Él era de temperamento abierto y expansivo; mi talante, en cambio, era mucho más cerrado y reservado. Quizá fuera esto lo que lo atrajo de mí, la sensación de que lograría hacer que me abriera un poco, una misión que, una vez empezada, aún no ha terminado.
—Eres muy duro para ser tan bajito —fueron las primeras palabras que me dirigió, poco después de que me hubiese metido en una reyerta con Cárter Dillbeck, un chicarrón de muy mal genio que había intentado robarme el turno para batear.
Ese era mi primer año en el instituto de Choctaw y me encontraba en la base meta del campo de softball —un juego muy parecido al béisbol, pero con un bola más blanda y un campo más pequeño— durante la clase de educación física, dispuesto a batear, sin gran entusiasmo, cuando Cárter llegó bruscamente y me arrancó el bate de las manos.
—Quita de ahí, retaco —dijo, me empujó y se puso sobre la base, quitándome el turno.
No me gustaba nada el softball ni poseía la más mínima capacidad para el juego, pero que me quitaran el turno por el mero hecho de ser bajito y, por tanto, supuestamente un cobarde, y, peor aún, que lo hiciera un díscolo lerdo al que hacía tiempo había etiquetado de perdedor pueblerino, eso... eso sí que no iba a consentirlo.
Así pues, me negué a quitarme de la base.
El lanzador vaciló; nos observó confuso, mientras Cárter se agachaba encima de la base con el bate alzado sobre mi cabeza.
—Quítate de mi camino, enano —me chilló Cárter—. Ahora mismo, o te daré una patada en el culo.
Permanecí en mi lugar.
—Pues hazlo.
Cárter Dillbeck, corpulento, grande, malo y furioso, hizo todo lo posible por matarme durante los cuarenta y cinco segundos siguientes; me arrojó al suelo y me dio puñetazos aplastándome contra el polvo, hasta que el entrenador Sanders llegó corriendo, me lo quitó de encima con violencia y se lo llevó al despacho del director, donde, según me enteré más tarde, le dieron una buena tunda.
Fue Luke Duchamp el que me tendió la mano y me ayudó a ponerme en pie.
—Eres muy duro para ser tan bajito.
En mi derrota me mostré de todo menos elegante. Con los hombros encorvados, enrabiado, con la boca cubierta de polvo, regresé a la escuela pisando fuerte.
Para mi asombro, Luke me siguió hasta mi taquilla.
—¿Estás bien?
Asentí con aire hosco.
Su siguiente pregunta me dejó totalmente anonadado.
—¿Te gusta jugar al tenis?
Me encogí de hombros, eché, enfadado, mi libro de geología en el desordenado interior de la taquilla y saqué el de matemáticas que me hacía falta para la siguiente clase.
—No he jugado nunca al tenis.
—¿Quieres probar?
—No lo sé —contesté sin inflexión, en un intento por parecer indiferente.
Pura fachada, por supuesto, porque no quería, de ninguna manera, rechazar su invitación. Casi sin saberlo, siempre había deseado un amigo exactamente como él, alto, que confiara en sí mismo y dominara las habilidades físicas que a mí me faltaban, la clase de chico del que se mantendría alejado hasta Cárter Dillbeck. Para entonces me había rodeado de «amigos» que no tenían nada que ver con cómo me imaginaba a Luke, chavales como Jerry Peoples, que se moría por cada ejemplar de la revista Mad y quería ser taxidermista, o Bradley Sims, que, como buen radioaficionado que era, siempre iba como un zombi, enganchado a su aparato. En Choctaw, Jerry y Bradley eran lo que más se parecía a un intelectual, y yo lo sabía, pero como resultaban grotescos con sus orejas grandes y su sonrisa bobalicona, me daba vergüenza que me relacionaran con ellos. Aunque Luke parecía ofrecerme una salida a estos vínculos, no me apetecía parecer demasiado entusiasta.
De modo que le di largas un rato más.
—¿Por qué yo? Después de todo, no me conoces.
Tras cambiar el peso de un pie a otro, se apoyó en la fila de taquillas de metal verde.
—Parece que nadie te conoce, Ben.
Esto me llegó muy hondo. Hasta ese momento estaba convencido de que mis compañeros de clase me consideraban un ser misterioso, silencioso, reservado, más bien superior, un chico que se contentaba con vivir en su propio mundo y se mostraba un tanto desdeñoso del de ellos. No se me había ocurrido nunca que esto tal vez supusiera que me vieran como alguien monótono y sin importancia, hecho que me inquietó.
—En todo caso —añadió Luke—, pensé que te gustaría. — Se apartó de la taquilla y echó a andar.
—Bueno, supongo que sí que me gustaría probarlo —solté de sopetón para atraer su atención de nuevo.
Me miró por encima del hombro; ahora quien vacilaba era él, como si le hubiese rechazado un regalo, un regalo que no estaba seguro de desear ofrecerme otra vez.
—Vale. Te llamaré —contestó por fin, con tan poco entusiasmo que, cuando se alejó estuve seguro de que no lo haría.
Sin embargo, me llamó. Me llamó el siguiente fin de semana y fuimos a la única pista pública del pueblo. A partir de entonces, nos veíamos muy a menudo. Dábamos largos paseos en coche por las carreteras de la montaña, cazábamos en el bosque detrás de su casa, nadábamos y pescábamos en el riachuelo cercano, y en las húmedas noches de verano en que él no había quedado con ninguna chica, nos sentábamos en el porche de mi casa y hablábamos en voz baja de lo que podría depararnos el futuro.
Si bien yo ya pensaba en la medicina, todavía no había tomado una decisión firme acerca del porvenir. Lo único que sabía con toda seguridad era que quería largarme de Choctaw, y que, por alguna razón, me sentía demasiado grande para sus limitados confines. Ni siquiera ahora sé muy bien por qué siempre estuve tan resuelto a marcharme. Y, no obstante, desde mi más tierna infancia, soñaba con el día en que dejaría el pueblo atrás, tomaría rumbo hacia un mundo más ancho, sería más importante que nada y nadie de mi entorno.
Pero no sabía nada de ese mundo más ancho que tanto anhelaba. En cuanto a lo que se aprende en la escuela, poseía algunos conocimientos acerca de la historia, tanto europea como estadounidense, suficientes matemáticas, como para «restar y sumar», como decían los viejos, y una comprensión rudimentaria de las ciencias.
En lo que respecta a la geografía, no estaba menos limitado. No había viajado más allá de Chattanooga, al este; de Misisipí, al oeste; Nashville, al norte, y Birmingham, al sur. No conocía a nadie que no se considerara estadounidense.
Sin embargo, sabía lo que eran la amistad y el amor que uno siente por su padre. Puesto que mi madre murió cuando yo contaba cuatro años, también conocía, vagamente, el pesar y, tal vez, un poco la soledad. Pero sabía poquísimo sobre el arrepentimiento y la pena, y nada de nada acerca de la pasión. Estos sentimientos esperaban a Kelli Troy.
Se hallaba sentada bajo un trocito de luz solar, vestía blusa blanca y falda azul; se había quitado los zapatos y sus pies descansaban tranquilamente sobre el banco de madera. Leía y no alzó la mirada cuando pasamos Luke y yo.
Desde entonces, la imagen de una joven en dicha posición, leyendo en silencio, concentrada y reservada, me ha devuelto a aquel instante, antes de que todo empezara. Pero no para revivirlo como sucedió en realidad, sino como a mí me habría gustado que ocurriera, sabiendo todo lo que he aprendido. Es un sueño que consiste en regresar al pasado y borrar alguna circunstancia o hacer un pequeño ajuste que alterará para siempre jamás el curso de nuestras vidas y, a medida que el tiempo avanza y que los errores se acumulan encima de los errores, se convierte en el más profundo de los anhelos.
En mi visión, me dirijo alegremente hacia la pista de tenis. Estoy esperanzado, optimista. Me conozco a mí mismo y este conocimiento me hace sentirme sereno, incluso feliz, quizá. Luke va a mi lado, con el semblante abierto y despreocupado, sin el menor asomo de las preguntas que ahora lo obsesionan. Me habla. Veo sus labios moverse. Sin embargo, en mi visión, el mundo está silencioso y no escucho su voz. Avanzamos unos pasos; mi mirada baja sin rumbo fijo, vislumbra primero el suelo sombreado, luego las bambas blancas de Luke y, por último, sube lentamente hasta distinguir algo terrible, tan inesperado y repentino que me conmueve hasta el fondo del alma, una reluciente mancha roja en los téjanos, por lo demás inmaculados, de Luke. De inmediato me doy cuenta de que es sangre y en ese preciso momento oigo el murmullo de las hojas, el ruido de unos pájaros al alzar el vuelo, el correteo de animales entre los matorrales. Siento que mi piel se tensa y un intenso calor me anega. El correteo se calma; lo sustituyen voces enfurecidas y, luego, un ruido sordo, y, después de esto, un remolino de sonidos inconexos, el gimoteo de un niñito, el sonido hueco producido por un cuerpo infantil al estrellarse contra una acera de cemento, el zumbido de una piqueta al hendir el aire. Mis ojos se abren de par en par ante el horror de la comprensión total, y giro sobre los talones para enfrentarme a Kelli.
Ella sigue sentada en el banco, sigue leyendo, olvidada por completo del entorno, con expresión de absoluta serenidad. La llamo, ella alza los ojos, y observo mi propia cara anonadada reflejada en su mirada aturdida. Y le digo, casi susurrando:
—Corre.
Me mira, desconcertada, sin saber qué hacer.
—Corre —repito, con mayor insistencia—. Corre, corre.
Percibo la desesperación que va adquiriendo mi voz, la tensa alarma, casi estridente.
—¡Corre!
Y ella clava la vista en mí, súbitamente asustada. Mi voz se ha tornado aguda, un chillido vehemente, y me percato de que se siente tan atónita como alarmada por el terror que percibe en mi voz.
—¡Corre! — vuelvo a gritarle, como si intentara hacer que saliera corriendo de una casa en llamas. Su expresión se vuelve muy seria y sé que la horripilante historia se le ha revelado de repente en su totalidad. Durante un instante parece suspendida en esa pesadilla, confusa, incapaz de cualquier acción. Entonces veo moverse su mano hacia la boca, temblarle los dedos sobre los labios.
—Corre, por favor —le imploro con voz quebrada. Ella asiente, deja sobre el banco de madera el libro que ha estado leyendo y se pone en pie. Lleva puesto el mismo vestido blanco que llevará más tarde en Breakheart Hill y veo un único rizo oscuro caérsele sobre la frente. Vacila un momento, así que por última vez, ya en voz muy queda, en tono de despedida absoluta, le digo:
—Anda, vete.
Sus labios se abren y se cierran. Hace ademán de tenderme la mano y la retira. Durante un único y glorioso instante su aspecto es el que siempre he deseado ver en ella, una expresión llena de amor por mí. Luego, sale para siempre de mi vida, desaparece en el verdor del parque, en lugar del verdor de Breakheart Hill, y sé que la mano malévola ha sido detenida.
No obstante, en la vida real, la tenebrosa mano no se detuvo y nunca más se cansó de azotar. En la vida real, todo convergió y Luke aparcó la furgoneta en la carretera de la montaña, miró a Kelli apearse y bajar por la pendiente hasta que su vestido blanco no fue sino un puntito de luz en la profundidad del bosque. Cuando la luz se apagó, él se marchó.
Lo he observado repetidamente a través de sus ojos, la he visto por el espejo retrovisor, igual que él; y en cada ocasión, su belleza me golpea con tal fuerza que me cuesta creer que la primera vez que la vislumbré en el parque, ese primer día, casi ni me fijé en ella. Recuerdo haberla visto con el rabillo del ojo, mientras me dirigía a la pista de tenis, pero ni sus oscuros ojos ni su negro y rizado cabello me distrajeron de lo que fuera que me estuviese diciendo Luke, y ciertamente no evocaron a la silenciosa chiquilla que había visto hacía tantos años en la tienda de mi padre.
Esa tarde Luke y yo jugamos casi una hora al tenis. Luke echaba una pelota tras otra lo más cerca de mí, pero raramente lograba devolvérselas. En todo ese tiempo, Kelli continuó sentada en el banco; sus ojos se alzaban de vez en cuando hacia nosotros, a veces apenas el tiempo suficiente para seguir el vuelo de la pelota de un lado de la pista al otro. No habló ni dio muestras de interesarse por ninguno de los dos, y, sin embargo, recuerdo que, transcurridos esos primeros minutos, me sentí cada vez más consciente de su presencia; la sentía como una carga que iba aumentando por momentos. Al cabo de una hora mis ojos parecieron desviarse hacia ella a pesar mío, siempre de modo subrepticio, pues no deseaba que ella percibiera mi interés. Había empezado a modificar ligeramente mi comportamiento, tratando de jugar mejor, con menos torpeza, y en una ocasión en que me giré demasiado aprisa y mis gafas volaron hasta el otro lado de la pista, me dio un ramalazo de bochorno, hasta que le eché un vistazo y comprobé que continuaba inmersa en su libro y no había percibido mi humillación.
De súbito, como si nada, poco antes de que el partido llegara a su fin, se puso los zapatos, se levantó y salió del parque. Al subir lentamente la ligera pendiente que pasaba frente al alto monumento de granito dedicado a los muertos por la Confederación durante la Guerra Civil, me miró por encima del hombro con expresión extrañamente concentrada, como si estuviese a punto de hacerme una pregunta importante.
Recuerdo que bastó para que me parase, para que la última pelota de Luke pasara volando a mi lado, un borrón blanco recortado contra el fondo esmeralda del parque que pareció seccionarla por el punto exacto en que su blusa blanca se juntaba con el azul de su falda.
—¿Quién es? — me preguntó Luke, ya cuando desapareció de nuestra vista.
—No lo sé —dije, fingiendo indiferencia.
—Seguro que no es de por aquí.
A menudo me he preguntado por qué estaba tan seguro. No había nada en sus prendas que lo diera a entender, él nunca había oído su voz, de modo que no conocíamos su acento norteño. Que supiéramos, podría haber sido una de las chicas de la montaña que bajaban de tiendas o a uno de los barrocos cines del pueblo.
Sólo que iba sola. He llegado a la conclusión de que fue, más que nada, ese estar sola, sentada sola, leyendo sola, lo que nos dio a Luke y a mí la firme impresión de que Kelli Troy no era «de por aquí».
Una chica de Choctaw, o de las comunidades circundantes, iría con al menos otra chica. Formaría parte de un grupo, un miembro de lo que los chicos describían como «manada de chicas», de edad, vestimenta y actitudes similares. Estaría charlando con la vivacidad tan consciente de sí misma que las jovencitas ostentaban en aquella época, soltando risitas, pero tapándose la boca con una mano. Algunos aspectos de su adolescencia se le habrían quedado adheridos tan visiblemente como lacitos color de rosa en el cabello.
A fin de cuentas, creo que lo que hizo que Kelli esa tarde pareciera forastera fue la imperturbable lentitud con que alzó los ojos, la falta de prisa con que se levantó del banco, el paso seguro con que abandonó el parque.
A causa de esto, creo que al verla irse sentí, ciertamente por primera vez, no el ramalazo de deseo que casi cualquier chica adolescente podía despertar en casi cualquier chico adolescente, sino la profunda seducción, más potente y sin duda más inquietante y misteriosa, que sólo una mujer puede incitar.
—Es muy bonita —recuerdo que me dijo Luke, según salíamos del parque.
«Bonita» me pareció una descripción del todo inadecuada.
—Sí, lo es —me limité a añadir.
Nos subimos al camión de Luke, uno viejo y azul que había elegido para ese día y, que después resultó ser el que usaría para llevar a Kelli a la loma más alta de Breakheart Hill.
—¿Quieres ir a Cuffy's? — inquirió al ponerlo en marcha.
—Sí, vamos.
Me dirigió una sonrisa bribona, pisó a fondo el acelerador y salimos como un rayo del aparcamiento, lanzando arcos de polvo y piedrecillas detrás de los neumáticos.
Aquella tarde cruzamos todo Choctaw, desde el parque, en el norte, hasta Cuffy's Grill, en el límite meridional. En esos tiempos era un pueblo bonito, casi todo de ladrillo, y, puesto que durante la guerra civil, el general Sherman se desvió más hacia el sur en su avance hacia Atlanta, algunos de los edificios, sobre todo la ópera y la vieja estación de ferrocarril, eran más antiguos que dicha contienda. Era un pueblito compuesto de tiendas pequeñas, la mayoría de ropa, joyerías y ferreterías, y los sábados su calle principal se llenaba de gentes que venían de las montañas colindantes a pagar sus préstamos en el banco local y a comprar suministros para la semana. Como todavía no se había construido el elegante nuevo centro comercial que contaría con aire acondicionado y vaciaría las calles del centro, las convertiría en un desolado yermo de iglesias y tiendas de muebles de segunda mano, aquella tarde de finales de agosto de 1961, Luke y yo podíamos creer que Choctaw permanecería tan inmóvil e inalterable como las montañas que lo flanqueaban.
Cuffy's se encontraba casi vacío cuando acudimos, con apenas un puñado de trabajadores sentados en reservados y mesas, hombres que construían la primera carretera interestatal de la zona, a unos kilómetros al este del pueblo. Vestían ropa de faena de franela, cubiertas sus camisas y sus pantalones del arcilloso polvo rojo de las colinas cretáceas que aplanaban a fin de preparar el firme de cuatro carriles. Sólo recuerdo que uno de ellos era Lyle Gates, alto y larguirucho, de rasgos angulares y ojos húmedos de párpados rojizos. Pese a estas características, su rostro poseía cierta inteligencia, así como una expresión más bien herida, la sensación de que le habían quitado algo injustamente, o que no se lo habían dado, aunque no supiera exactamente el qué.
Los demás eran mayores, de cabello ralo y barriga caída, y a menudo he pensado que, sentado con ellos aquel día, a Lyle debieron de parecerle una sombría imagen de lo que le deparaba el futuro, hombres que conseguirían poco en la vida, como él conseguiría poco, aunque, a diferencia de ellos, había contado con un momento de posibilidad suprema.
Si bien yo conocía pocos detalles, sabía que Lyle casi había logrado arrastrarse, con uñas y dientes, fuera del asfixiante mundo rural de blancos racistas y pobres en que nació, y que echó a perder la oportunidad llevado por un arranque de violencia.
Sin embargo, aquella tarde, Lyle Gates no parecía nada violento, sentado allí, tan tranquilo con los demás trabajadores de la carretera, hablando en voz queda y bebiendo el contenido del vaso de papel que sostenía en la mano. Llevaba una cajetilla de Chesterfield en la manga arremangada y una gorra de béisbol roja juguetonamente ladeada hacia la derecha; a juzgar por su soltura y su informalidad, habría resultado imposible imaginar que en su interior acechaba algo tenebroso, una historia personal que lo había dejado como despellejado.
Y, sin embargo, era precisamente ese historial el que lo separaba de los demás hombres. Era un historial violento, crudo, nervioso e impulsivo, y, como resultado, varias órdenes judiciales lo habían separado de su joven esposa y su hijita, por lo que ahora vivía con su anciana madre en una zona de Choctaw que se hallaba peligrosamente cerca de Douglas, la de los negros, que hasta los blancos más respetables solían llamar «el pueblo de los negratas», o sea el pueblo de los negros, utilizando este último término en el más despectivo de los sentidos y con la misma tranquilidad con que un neoyorquino hablaría de Little Italy, el barrio italiano, o alguien de San Francisco se referiría a Chinatown, el barrio chino.
Lyle cursaba el último curso del instituto cuando Luke y yo cursábamos el primero y el segundo, respectivamente, pero habíamos oído hablar mucho de él. Durante un breve y glorioso momento, Lyle había sido famoso en Choctaw, un futbolista estrella, un «quarterback» que casi llevó a su equipo a las finales del estado. Era un jugador listo y agresivo, y todo el mundo estaba convencido de que alguna universidad le ofrecería una beca. No obstante, todo esto se desvaneció una noche de noviembre, cuando Lyle atacó a otro jugador por detrás, lo echó al suelo y lo aporreó hasta hacerle perder el conocimiento, antes de que sus compañeros llegaran a quitárselo de encima. Como consecuencia, perdió su puesto en el equipo y lo expulsaron unos días de la escuela, que él abandonó para siempre unas semanas después. Se rumoreaba incluso que podría haber ido a la cárcel si el otro jugador hubiese presentado cargos contra él.
Después hubo problemas con su esposa, llamadas a la policía, estancias de una noche en la cárcel. En una ocasión intentó secuestrar a su hija, y durante el proceso amenazó a su esposa con una escopeta. La policía acudió de nuevo y esta vez pasó una semana en la cárcel del condado.
Con todo, aquella tarde en Cuffy's, pese a todos los cuentos acerca de su violencia, el aspecto de Lyle Gates no resultaba especialmente siniestro. Envuelto en el humo de su cigarrillo y con la ropa cubierta de polvo anaranjado, tenía más bien el aspecto de una cáscara humana echada de lado; hasta su cabello rubio engominado, terminado en coleta, lo situaba al borde de una era en vías de desaparición, convertido en un artefacto a sus escasos veintitrés años.
No nos vio a Luke y a mí hasta que se levantó y se dirigió hacia la puerta. Se quedó atrás, dejó que los otros hombres, mayores, salieran y se dirigió tranquilamente hacia nosotros.
—¿Qué tal? — preguntó.
—Bien, supongo —contestó Luke, algo tenso, conocedor de su reputación.
Lyle sonrió, si bien algo en sus ojos permaneció distante, dudando de que fuera buena idea habernos hablado.
—¿Has mojado últimamente?
Luke se encogió de hombros sin pronunciar palabra.
La mirada de Lyle se movió hacia mí.
—Tu cara me suena.
—Ben Wade.
Me observó un momento, como si buscara algo que decir.
—¿Has probado la tarta frita?
—No.
—Pruébala. Es el especial de Cuffy. — Su mirada pasó de mí a Luke y volvió a mí—. Estabais todavía en los primeros años de instituto cuando yo jugaba en el equipo de Choctaw, ¿verdad?
Asentimos.
—¿En qué curso estáis ahora?
—Yo voy a entrar al último —respondió Luke—, y Ben al penúltimo.
Lyle asintió rápidamente.
—Yo no logré acabar. Me imaginó que os habréis enterado.
Ninguno de los dos contestamos.
Su rostro se tornó hosco por el recuerdo de su cataclísmico fracaso, pero se alegró de inmediato y trató de restarle importancia.
—Bueno, ¿sigue igual el viejo instituto?
—Supongo —dijo Luke.
La sonrisa de Lyle se tornó cruel.
—¿Ya han dejado entrar a los negros?
Luke y yo intercambiamos una mirada y Luke manifestó:
—Todavía no.
—Qué bien. — Lyle echó un vistazo fuera. Los otros hombres se habían subido a la parte trasera del camión—. Tengo que irme —añadió, y nos dio la espalda, antes de darle una palmadita a Luke en el hombro—. Portaos bien.
Dicho esto, salió con grandes zancadas y se subió al camión de un salto. Estaba sacando la cajetilla de Chesterfield cuando el vehículo arrancó.
—¿Crees que tiene razón? — inquirió Luke.
Lo miré con expresión sobria, seguro de que se refería al comentario acerca de que iban a admitir negros en el instituto.
—Acerca de la tarta de frito —agregó Luke, antes de que pudiera contestarle—. ¿Crees de verdad que será buena?
No recuerdo mi respuesta a esa pregunta mucho menos seria, pero sí recuerdo que Luke probó la tarta aquella tarde y que poco después de acabar me llevó a casa en Morgan Street.
Mi padre llegó a eso de las siete y cenamos juntos. A continuación, se acomodó en su butaca habitual junto a la ventana, y leyó el periódico en silencio mientras yo veía la televisión.
Los días en que el pasado es como una película que rueda interminablemente en mi cabeza, pienso en cómo era mi padre en aquellas tardes. Lo veo junto a la ventana, acomodándose pesadamente en la vieja butaca, quitando la goma elástica que mantenía el periódico bien enrollado y luego hojeando cada página, concentrado, como siempre, en el aspecto más oscuro de las cosas, en artículos acerca de atroces actos de violencia, como si bregara por descubrir la única e irreductible fuente de tal crueldad y capacidad asesina, como los griegos antiguos buscaban en vano el único elemento del que, según ellos, surgía toda la variedad del mundo. Finalmente agitaba la cabeza y se limitaba a decir:
—Les falta algo a las personas que hacen esas cosas.
¿Sería el miedo a ese «algo que faltaba» lo que yacía en el meollo de las enseñanzas morales que me ofrecía mi padre? Por temor a ese algo, con frecuencia me alentaba a «conocerme a mí mismo» y a «ser fiel a mis convicciones». Poseer una identidad firme, llenar el vacío interior con carácter, ese era el objetivo de toda vida, lo más a que uno podía aspirar. Si no lo lograbas, estabas perdido, y, estando perdido, serías capaz de hacer algo horrible. Cuando se refería a un violador o a un asesino sobre el que acababa de leer en el periódico, ese «algo que faltaba» se cernía siempre, misteriosamente, en torno a las indignidades que había cometido.
Por tanto, cuando entré en el segundo curso del instituto, sabía, al menos vagamente, que la vida podía resultar traicionera, que las personas podían ser buenas mucho tiempo y, de repente, dejarse engullir por el agujero que desde siempre existía, en secreto, en su interior.
Sin embargo, aquella noche, cuando llegué de Cuffy's, mi padre no me habló de estas cosas, sino que leyó en silencio un rato, dejó que se le escapara el periódico de las manos, se puso en pie con dificultad y se dirigió pasillo abajo hacia su dormitorio. De camino, me revolvió el pelo con su acostumbrado:
—No te quedes despierto hasta muy tarde.
Me acosté unas horas después y estoy seguro de que durante el intervalo que transcurrió antes de que me durmiera pensé en Kelli Troy, porque en el parque algo en la forma en que me había mirado había empezado a atraerme. Puedo decir, con la misma seguridad, que a Lyle Gates no le dediqué el más mínimo pensamiento.
Ahora, sin embargo, pienso con frecuencia en él. Lo veo bajar lentamente la escalinata del juzgado y al sheriff Stone andar pesadamente a su lado. Llueve y el impermeable de plástico transparente que alguien le ha puesto cubre los hombros caídos de Lyle. Mi padre se halla de pie junto a mí. Lleva sombrero gris y veo las gotas de lluvia salpicarle la ancha ala de fieltro. Lo veo con claridad, pese a los finos rastros acuosos que descienden por los cristales de mis gafas. Henos allí, los dos, hombro con hombro, formando parte de una multitud silenciosa arremolinada en la escalinata del juzgado. Lyle no me mira al pasar, sino que avanza ligeramente cabizbajo, con el cabello empapado, mientras lo guían escalones abajo hacia el coche que le aguarda. Miro a mi padre, que continúa silencioso con los ojos clavados en Lyle. Me doy cuenta de que en su cabeza dan vueltas cosas complicadas, preguntas sin respuesta, ideas que no es capaz de expresar en voz alta, por lo que sólo dice: —Algo le falta a ese chico.
4
El nuevo año lectivo del instituto de Choctaw se inició el primer jueves de septiembre. Serían las ocho de la mañana cuando mi padre aparcó en el camino de gravilla de la entrada. Conducía un viejo Chevrolet del 57 que había comprado una semana antes, más o menos, y que me regaló unas semanas después. Era gris, y el parachoques frontal izquierdo estaba muy abollado, pero para mí era como un resplandeciente carro, como los de los romanos, y no me cabía duda de que cuando me graduara lo usaría para huir para siempre de Choctaw.
En cuanto mi padre se detuvo hice ademán de salir del auto, pero de súbito sentí su mano sobre el hombro, lo miré y percibí esa expresión suya, tierna pero extrañamente aprensiva, que ahora dirijo a mi hija Amy, sabiendo, como sé, que pronto irá sola por la vida y que el mundo en el cual se va a integrar está lleno de peligros.
—Pórtate bien, Ben —fue lo único que dijo, pero aun entonces lo entendí más como advertencia que como orden, una advertencia que, a la luz de todo lo que pronto ocurriría, todavía ahora se me antoja de una espeluznante presciencia.
Asentí a toda prisa y me apeé. Ya en la puerta del edificio, miré por encima del hombro. El viejo Chevy gris seguía parado en el camino circular, y mi padre mantenía la cara apoyada en el amplio arco del volante. Agitó la cabeza, levantó un dedo, puso el vehículo en marcha y arrancó.
El señor Arlington había llegado ya cuando acudí al aula. No me habló cuando entré, sino que siguió con lo que estaba diciendo, señalando, con un bastón, fotografías de Jefferson Davis y Abraham Lincoln a cada lado de la pizarra.
Me senté donde siempre, en medio del aula, mientras el señor Arlington continuaba. Aquel día tenía la misma edad que yo tengo ahora, pero me parecía sumamente viejo, gordo y encorvado, y su esposa parecía una versión femenina de él.
Antes de cada clase el señor Arlington se quitaba la americana, se aflojaba el nudo de la corbata y se remangaba la camisa, como si darnos clase constituyera una faena más física que intelectual. Daba clases de historia, y le encantaba, a todas luces, poder, de vez en cuando, impartirnos lo que para él eran los Grandes Temas de la misma. Declaraba en tono grandilocuente que quienes no aprendieran de la historia se verían abocados a repetirla. Decía que la historia nos enseñaba varias cosas, que el poder fluía en el vacío, por ejemplo. Nunca nos dio a entender que fuera de nuestro instituto estas fueran ideas corrientes, poco más que clichés académicos, y a buen seguro, nunca reveló que las había robado de libros de hombres considerablemente más sabios y expertos que él. Creo que le agradaba interpretar el papel de mentor intelectual, sin dejar de entender que fuera del mundo cerrado de un instituto de pequeña ciudad no resultaría muy impresionante. Debajo de los aires que se daba en clase subyacía un individuo cohibido, vacilante y profundamente inseguro. Cuando lo pillábamos en un error, se sonrojaba y se volvía hacia la pizarra para ocultarlo. Solía centrarse en las debacles, generalmente militares, y sin dilación pasaba de la Armada Española a la Carga de Pickett. Yo lo veía como un bufón, un impostor, por lo que se me escapó completamente la única lección que podría haberme servido, o sea, que es posible cometer un error irreparable.
El único otro alumno que había llegado, una chica llamada Edith Sparks, que vestía blusa azul claro, falda a cuadros blancos y negros, calcetines negros y zapatos de charol negro, se había acomodado en su habitual asiento al fondo del aula.
—Hola —le dije.
Me examinó con aire distante, como si la intimidara que le hablase uno de los «listos».
—Hola —contestó en voz muy baja.
No formaba parte de las chicas «populares», las de Turtle Grove, un barrio acaudalado, cuyos padres eran médicos o abogados, o eran dueños de fábricas textiles, o miembros de la junta directiva de uno de los bancos del pueblo. No obstante, era bastante bonita, aunque al estilo rural de las que residían en la cima de la montaña, cuyo cabello sin brillo les llegaba hasta la cintura y que venían a pie cada día por la carretera de la montaña, con los libros de texto pegados al pecho, como pronto lo haría el primero de sus numerosos morenos bebés.
—El verano pasó pronto —comenté.
Asintió.
—Sí, es cierto —y me sonrió con timidez, como si deseara continuar conversando sin saber cómo.
La conocía desde primaria, pero como parte de quienes viven en los borrosos límites de la vida colegial, la clase de muchachas que asisten a clase de manualidades y parecen destinadas a casarse con un muchacho que asiste a clases de oficios. Viviría toda la vida en Choctaw y criaría hijos iguales a ella, un destino que se me antojaba inconcebiblemente desolador.
Ahora, cuando pienso en Edith, está sentada en el banquillo de los testigos, respondiendo a las preguntas del señor Bailey con voz apenas audible. Luce lo que sin duda consideraba la vestimenta adecuada para un juicio, absurdamente formal, y un oscuro sombrerito sin alas que le prestó su madre. Veo sus ojos saltar de un lugar a otro, nerviosos, en tanto que el señor Bailey la interroga:
¿Y dónde vio usted al acusado, señorita Sparks?
Saliendo del bosque.
¿Por dónde?
Allá, en la cima de Breakheart Hill.
¿Qué hacía?
Se estaba limpiando las manos.
¿Con qué?
Con un pañuelo.
¿Se acuerda del color del pañuelo?
Blanco.
¿Vio usted lo que se estaba limpiando?
Sí, señor.
¿Qué le pareció que era, señorita Sparks?
Sangre.
En ese momento echó un vistazo a la mesa de la defensa y se apresuró a mirar de nuevo al señor Bailey, siguiéndolo cuidadosamente mientras él la guiaba hacia el clímax, el momento en que señaló con el dedo al acusado y con una voz que apenas si se oía en la sala, pronunció su última respuesta: «Él.»
Aún me la encuentro por Choctaw de vez en cuando. Ha envejecido prematuramente, como, por lo demás, suele sucederles a las mujeres de las granjas; tiene manchas de vejez en la frente y en el dorso de la mano. Lleva el cabello recogido en un moño y confecciona su propia ropa. Nos saludamos con un gesto de la cabeza cuando nos vemos. Su sonrisa es tan tímida como antes, si bien ahora revela unos cuantos dientes amarillentos. Nunca nos hablamos. Pero no puedo evitar preguntarme si alguna vez evoca el zumbido de una piqueta al hendir el aire veraniego, o si revive el momento en que estuvo en el banquillo de los testigos, el único instante en que el pueblo se fijó en ella.
Sin embargo, aquel primer día escolar de hace tantos años, no había nada que me hiciera prestarle una atención especial, ni esperaba que lo hubiera nunca. En todo caso, no tenía la sensación de que la vida de otro ser humano pudiera llegar a estar en sus manos modosamente entrelazadas.
—Me alegro de que hayas llegado temprano, Ben —me dijo el señor Arlington al darle la espalda a la pizarra—. Quería preguntarte algo. — Se inclinó hacia mí y apoyó ambas manos en mi pupitre—. ¿Te gustaría ser el director del Wildcat de este año?
El Wildcat era el periódico del instituto y, que yo recordara, Allison Cryer lo había dirigido siempre básicamente a solas.
—Creí que Allison era la directora.
—La familia de Allison se ha trasladado a Huntsville. Por eso busco a alguien que la sustituya. — Vaciló un momento, diríase que renuente a hacerme un cumplido—. Me fijé en algunas de tus redacciones el año pasado y creo que puedes con ello.
Como no contesté, añadió:
—Dirigir el Wildcat no da mucho trabajo, y además tendrás un asesor entre el profesorado. Una nueva maestra, la señorita Carver. Te ayudará en todo lo que necesites.
Me encogí de hombros.
—Bueno —acepté sin gran entusiasmo, pese a que en el fondo me sentía honrado de que me escogiera a mí, puesto que en esa época me aferraba al más mínimo indicio de que se reconocieran mis méritos.
—Bien. — El señor Arlington empezó a recoger sus cosas—. Más vale que vayas a la asamblea.
No había más de cien alumnos en el último curso del instituto y, según la costumbre, ocupaban las dos primeras filas de la sala de asambleas. Luke, sentado en la fila delante de la mía, me guiñó un ojo juguetón cuando me vio sentarme con los de mi promoción.
La sala de asambleas era un enorme auditorio que incluía un escenario con todo muy completo y telón. En ella se celebraban todas las reuniones de la escuela, desde las sesiones de animación previas a los partidos de fútbol americano de los viernes hasta las conferencias inspiradoras de algún que otro visitante. Un atril de madera descansaba en el centro del escenario y, una vez sentados todos, el director del instituto, el señor Avery, se colocó detrás de él.
—Quiero daros a todos la bienvenida al instituto de Choctaw. — Sus ojos repasaron las dos primeras filas—. Especialmente a los del último curso.
Se alzó un estridente «viva», seguido por un silencio casi resentido, mientras el señor Avery continuaba su sermón acerca del año que nos esperaba, enumerando la larga lista de responsabilidades que nos caerían encima. El acto se me antojó de una monotonía insoportable, pero he acabado por reconocer que constituía un esfuerzo por formar seres sólidos, por moldear nuestras personalidades, confusas e insustanciales, de tal modo que adquirieran carácter.
—Así pues, recibiréis toda clase de desafíos este año —concluyó—, y espero que aprenderéis a afrontarlos y a salir victoriosos.
En cuanto acabó nos presentó al presidente del último curso. Todd Jeffries era, sin duda, el «más preciado» de la promoción; todas las chicas se morían por salir con él, aunque ninguna había logrado desviarlo de su devoción a la morena belleza de Mary Diehl. Era alto, de cabello corto color arena y ojos azules, y nadie recordaba un tiempo en que no fuese la superestrella incontestable tanto del fútbol como del baloncesto. Pese a ello, era modesto y estudioso, con un aire ligeramente indeciso, como si recelara de las alturas en que lo colocaban.
—No soy muy buen orador —declaró aquel día, removiéndose incómodo detrás del atril—, pero quiero dar una bienvenida especial a los que empiezan el instituto este año. — Esbozó una sonrisa calurosa y algo cohibida, como lo hacen a menudo los hombres guapos y las mujeres bellas, rápida y discreta, en un fútil intento por no deslumbrar—. Puede que os sintáis un poco perdidos al principio, pero no cuesta mucho apañárselas, y estoy seguro de que en poco tiempo os sentiréis a gusto.
Se produjo una oleada de aplausos cuando se sentó, acompañados de abucheos y silbidos de sus compañeros de equipo, causándole no poco bochorno.
Después hubo más discursos de presidentes de clubes y representantes del consejo estudiantil. Luego, al final de la asamblea, una chica llamada Jane Compton pronunció una suerte de panegírico de Allison Cryer, como si, al marcharse del instituto de Choctaw y trasladarse a Hunstville, hubiese muerto. Durante su discursito, June mencionó el largo período en que había dirigido el Wildcat y, casi de paso, echando un vistazo a una nota garabateada, anunció que se había escogido a «Ben Wade» para reemplazarla.
Esto puso fin a la asamblea y el cuerpo estudiantil en su totalidad salió caóticamente del auditorio. Luke me alcanzó cerca de la puerta y me dio una palmada en la espalda.
—Así que vas a encargarte del Wildcat —dijo alegremente.
—El señor Arlington me obligó —contesté con cierta aspereza, para no revelar el más mínimo atisbo de que me agradaba la idea.
—Puede que lo conviertas en algo que valga la pena —y se echó a reír—. Lo único que hacía Allison era imprimir los resultados de los partidos y los chismorreos de la pandilla de Turtle Grove.
Al otro lado de la puerta giró bruscamente y bajó, mientras yo iba al edificio principal para mi primera clase.
La maestra iba pisándome los talones, y cuando la vi pensé que era una nueva alumna. Era la señorita Carver, la que debía ayudarme a dirigir el Wildcat, una pálida y delgada joven, de cabello rojizo que parecía siempre despeinado.
Se situó detrás del escritorio.
—Soy la señorita Carver —anunció con voz alta y clara, puso una gran bolsa de plástico sobre la mesa, la abrió y sacó una pila de papeles—. Os he hecho copias de la lista de lecturas. — Dicho esto empezó a repartirlas.
Regresó al frente del aula y nos dirigió una rápida y vacilante sonrisa.
—Es la primera vez que doy clase, así que probablemente cometa algunos errores. Espero que seáis pacientes conmigo. — La sonrisa se le ensanchó, si bien con cierta torpeza, como si no hallara espacio en su rostro—. También estaré a cargo de la obra de teatro de final de año, así que de vez en cuando os pediré ideas sobre qué obra deberíamos escenificar. — Continuó así, hablando en voz queda y calmada; resumió lo que esperaba hacer en los meses venideros. Mencionó varios libros que pronto leeríamos: Cumbres borrascosas sería el primero, y Ethan Frome, el último. Estaban entre sus preferidos porque trataban de un modo sumamente poderoso lo que llamó «el amor funesto».
Era la clase de declaración inicial a la que me había acostumbrado: los maestros siempre intentaban convencer a sus alumnos de que se beneficiarían al aprender lo que ellos enseñaban. Fiel a mi imagen de «chico inteligente», me esforcé por prestar toda mi atención a la señorita Carver, pero al cabo de un rato, mi mirada empezó a pasearse por el aula, de un lado de la pizarra al otro, por la moldura del techo y de vuelta abajo, por la fila de pupitres al otro lado de la sala, repasando los rostros indiferentes de mis compañeros, hasta detenerse en el de Kelli Troy.
En el rincón del fondo, escuchaba, no exactamente transfigurada pero sí atenta y extrañamente seria, los planes que tenía para nosotros la señorita Carver. Nadie la había presentado, como solía hacerse con los nuevos alumnos, y posteriormente averigüé que había pedido que no la señalaran. Llevaba una blusa azul claro, de manga corta, y una falda a cuadros que le llegaba justo debajo de las rodillas, una vestimenta que apenas la diferenciaba de las demás chicas. De hecho, una sola cosa la distinguía: en el dedo lucía una fina alianza de plata deslustrada, cosa que se me antojó extraña para alguien tan joven.
Aparté la mirada y centré mi atención en la señorita Carver.
—Creo que se puede aprender mucho leyendo lo que han tenido que soportar otras personas —explicaba—. Es lo más beneficioso que por nosotros puede hacer la lectura.
Nadie en el aula dio la menor señal de que lo que había dicho tuviese el menor sentido, por lo cual la maestra guardó silencio un momento, con los párpados entornados, como si buscara la llave que la ayudaría a abrirnos. Esa pose le daba un aire increíblemente joven, apenas más allá de la adolescencia, espantada, insegura, como preparada para que nos echáramos sobre ella y le arrancáramos las extremidades una a una. Más tarde me daría cuenta de que una profunda inocencia la rodeaba aquella mañana, que era como el suave brillo que he percibido con frecuencia en la piel de un recién nacido, y que por ello nunca se me habría ocurrido que sabía mucho más de lo que parecía, que era capaz de discernir los caminos ocultos y las cámaras secretas en quienes llegaba a conocer, o que a través de la espesa lobreguez que se cernía y envolvía Breakheart Hill, la señorita Carver sería la primera en vislumbrar la verdad.
El resto de aquel primer día transcurrió en una asfixiante y bochornosa neblina. Corría la primera semana de septiembre y, como de costumbre en el Sur Profundo, seguía haciendo mucho calor. La escuela contaba con ventanas altas, y los maestros las mantenían abiertas para que la débil brisa que se colaba a veces nos proporcionara todo el alivio posible. Sin embargo, no había ventiladores, ya no digamos aire acondicionado, de modo que al final del día, cuando sonaba la campana y salíamos al aire libre, sentíamos que por fin se había terminado una larga y aburrida tortura.
Luke se hallaba junto a su camión cuando llegué al aparcamiento. Se quitó la gorra y se secó el sudor de la frente con el brazo desnudo.
—¿A que es increíble este calor?
Agité la cabeza para recalcar lo infernal del tiempo.
—Pensé que nos dejarían salir temprano, pero, no, claro que no, tuvimos que pasar todo el día.
Asentí.
—Vi a la chica —le dije—. La del parque, cuando estábamos jugando al tenis.
—Sí, yo también. En el pasillo, un par de veces.
—Está en mi clase de inglés.
Luke separó el cuello de la camisa de la piel del cuello.
—No me puedo creer que no nos dejaran salir temprano —insistió—. Bueno, vamos a Cuffy's a por algo frío.
Nos subimos a su camión y segundos después abandonamos el aparcamiento. Eché una ojeada a la escuela, esperando, supongo, poder vislumbrar a Kelli Troy, aunque también posé la mirada en el edificio mismo. Me parecía inconcebible que me quedaran todavía dos años, y sé que cuando aparté la vista fue con la inquietante sensación de que mi confinamiento entre sus altos muros de ladrillo y sus aulas con tejado a dos aguas no acabaría nunca.
Desde otra suerte de prisión mi visión del instituto ha cambiado. Lleva casi veinte años cerrado; lo ha sustituido el edificio al que asiste mi hija, mucho más espacioso y moderno, de pasillos elegantes y prístinos, iluminación de la más alta tecnología y monitores de ordenador que no cesan de parpadear. No existe ningún plan para volver a abrir la vieja estructura, pero tampoco para derribarla, así que se alza en su lugar de siempre, una ruina abandonada al pie de la montaña, aunque ahora la adorna un jardín de flores que Luke, en su empeño continuo por embellecer Choctaw, ha plantado en el amplio césped delantero.
En ocasiones, ya avanzada la tarde, cuando bajo de la montaña, de regreso de la pequeña clínica rural que visito una vez al mes, dejo que mi mirada se dirija hacia la fachada sin iluminar, la torre de la campana cubierta de helechos, los muros de ladrillo rojo que paulatinamente se van derrumbando y convirtiendo en polvo. En esos momentos intento imaginar cómo es ahora el interior, con el viento que se cuela a través de las ventanas agrietadas, paseando a hurtadillas por las aulas y los pasillos vacíos, y finalmente levantando una fantasmal polvareda sobre los anchos y crujientes escalones que llevan a la segunda planta. No veo a nadie, ni siquiera sombras. No oigo las voces que antaño retumbaban en sus corredores, ni siquiera el familiar taconeo de pasos ni el sonido metálico de las taquillas al abrirse y cerrarse. Lo único que percibo es su profundo vacío. En esos momentos siento el anhelo de tomar la decisión que aún no han tomado los administradores del pueblo, la de convocar a los demoledores con sus pesadas bolas y martillos para que hagan su trabajo y le administren, por fin, el golpe de gracia.
Luego echo una ojeada a las flores que Luke ha plantado en el desierto camino de entrada, florecillas en medio de una enorme tiniebla y pienso, «todavía no.»
5
Resulta extraña la cantidad de cosas que pueden hacérmelo revivir, a veces algo de lo más inconsecuente, un simple comentario hecho al azar. Apenas unas horas antes de reunirme con Luke en el entierro de la señorita Troy, examiné a un hombre de setenta y pocos años que se quejaba de no poder respirar debido a lo que llamaba un «resfriado de verano», pero que igual podía ser una reacción alérgica relativamente ligera o un ataque cardiaco. La conversación que siguió fue del todo rutinaria:
—¿Fuma usted, señor Price?
—No.
—¿Hace mucho que tiene este problema?
—¿Se refiere al resfriado?
—No, a la dificultad para respirar.
—Un tiempo, supongo. Pero esta vez fue diferente.
—¿En qué se diferencia?
—Pues en que me dio rápido. De repente no podía respirar.
—¿Dónde estaba cuando le sucedió?
—Atravesando el pasto.
—¿Era alta la hierba?
—Eran sobre todo malas yerbas. Y esas florecitas amarillas, las que crecen por todas partes.
—Varas de San José.
—Eso. Están por todas partes. Sobre todo este verano, que ha sido tan largo. Me recuerda el que tuvimos en 1962.
Con esa inocente referencia, el pasado y el presente se entrechocan y vuelvo a oler las violetas, a sentir el calor que aún persistía aquel verano ya tan lejano, y, con él, el intenso y potente anhelo que me embargaba.
—Me figuro que usted iba todavía al instituto en esa época —dice el hombre y sonríe con melancolía—. Dios, qué bonitas son las chicas a esa edad.
Y de repente la veo, sola, de pie en un espacioso campo de varas de San José que ondean suavemente, con el rostro quieto, meditabundo, como si reflexionara sobre un aspecto del futuro que no vivirá. En esa posición tiene el mismo aspecto de siempre, el de decidida autocontención, confiada en lo que la vida le depara, sin el menor indicio de que algo puede estar oculto, al acecho, en la espesa hierba.
Siento que mis labios se separan y susurran:
—Tan joven.
El hombre me mira con expresión curiosa.
—¿Qué ha dicho?
—Nada.
La visión desaparece, reemplazada por las sirenas de una ambulancia y de coches patrulla que suben a toda velocidad por la montaña al lugar que Luke les ha señalado, un sonido que nunca se ha vuelto a apagar del todo, sino que continúa ululando a través de las generaciones.
—Nada —repito, en tanto lo examino de nuevo. Pero sé que es todo lo contrario.
El verano de 1961 parecía eterno. El calor persistió todo el mes de septiembre y las hojas permanecieron verdes mucho más tiempo del que les correspondía. Se convirtió en uno de los principales temas de conversación en Choctaw; en la barbería, los hombres musitaban acerca de lo extraño del fenómeno, los predicadores se maravillaban de la obra de Dios, de cómo era capaz de detener el movimiento del mundo, de convertir las estaciones en estrellas fijas. Octubre vino y se fue, y el verdor continuaba, aunque hacia finales de mes, los primeros tonos más claros empezaron a resaltar en las montañas que pendían encima de nosotros, y después aparecieron los primeros tonos amarillos, muy de repente, como si los hubiesen salpicado sobre la cordillera de la noche a la mañana.
El mundo de los seres humanos continuó como de costumbre, por supuesto. Poco a poco, los alumnos del instituto aceptaron la rutina escolar. El señor Arlington nos hizo nuestro primer examen, y antes de devolvérnoslo, leyó en voz alta una de mis respuestas.
—Muy bien organizado, Ben —me comentó, mientras algunos de mis compañeros menos organizados se guiñaban mutuamente el ojo y se removían en sus asientos.
A finales de octubre, la señorita Carver ya parecía menos nerviosa. Acabábamos de leer Cumbres borrascosas y la mayoría de nosotros preparábamos la primera redacción encargada por ella. El tema: «El marido perfecto», y varios alumnos, casi todos chicos, gruñeron cuando lo escribió en la pizarra. Sin embargo, se mantuvo firme y todos acabamos por explorar el tema, excepto Marvin Craddock, que era un poco lerdo y sencillamente se lo hacía pasar de un curso al otro, como solía ocurrir en esa época.
Luke se presentó al equipo de fútbol americano y le dieron el puesto de defensa. Durante un tiempo parecía exaltado, y recuerdo que llegué a pensar que me rechazaría y se juntaría con la pandilla que se bañaba en el brillante sol de Todd Jeffries. No lo hizo. En el primer partido jugó bastante bien, pero nunca con el entusiasmo capaz de romper huesos con que lo hacía Eddie Smathers, sobre todo cuando Todd se encontraba en el campo, actitud esta que le había hecho adquirir la reputación de ser, en palabras del mismísimo Luke, «el lameculos personal de Todd Jeffries».
En cuanto al propio Todd, salvo los viernes por la noche, cuando era a todas luces la figura estelar, estuvo menos visible durante esos primeros seis meses. Habló alguna vez en la asamblea semanal, pero siempre de forma breve y apartando ligeramente la mirada del público. Una mirada que se profundizó a lo largo de los años y que hizo que en la mediana edad cruzara la calle para evitar el contacto con otros vecinos, a veces tirando de su hijito, Raymond. Una mirada que aún conservaba la última vez que lo vi, cuando acababa de arrancarse la mascarilla de oxígeno y su respiración salía entrecortada. Su cuerpo se había vuelto redondo y fofo; en su rostro inflado, la piel hinchada formaba suaves dobleces, y la del cuello y la mandíbula, antaño tan firme, le colgaba.
Su hijo Raymond se hallaba medio sentado, medio estirado, en una silla en un rincón. A sus veintiséis años poco le faltaba para parecer que tenía el doble de su edad, gordo y casi calvo, y sus ojillos no cesaban de saltar de un objeto a otro.
—Papá se va, por fin —dijo en tono helado, cuando me acerqué a la cama de Todd.
Los ojos de este último se abrieron unos segundos, durante los cuales contempló el techo con esa mirada suya que yo recordaba de los años del instituto, perpleja, incómoda. Luego recayó en la inconsciencia, aferrando todavía la mascarilla de oxígeno con la mano. Iba yo a ponérsela en la boca, pero Raymond me detuvo.
—Déjelo —espetó—. Deje que se vaya.
—Pero Raymond, tu padre necesita...
—Déjelo —insistió, severo, resuelto.
Y lo evoqué de niño, el día que me arrodillé para examinarle los hinchados dobleces morados que casi le cerraban el ojo izquierdo: aferrado a la mano de su madre, me miró en silencio y sin sonreír cuando le pregunté, en son de guasa, si le había hecho tanto daño al otro chico.
—Déjelo —repitió, e hizo ademán de levantarse, diríase que dispuesto a echárseme encima—. Es lo que desea. Quiere morir. Es lo que siempre ha deseado.
Asentí, aparté la mano de la mascarilla y ya no intervine.
—De acuerdo —y dejé que mi vista regresara hacia Todd, hacia su rostro inconsciente pero extrañamente angustiado.
No era una escena que hubiese sido capaz de imaginar treinta años antes, pues en la flor de la juventud, Todd parecía casi inmortal: alto, de anchos hombros, un dios local, con sus propios lacayos y una diosa permanentemente a su lado.
Mary Diehl era realmente una diosa, supongo. Ciertamente era preciosa, tanto como lo habría deseado cualquier chica. A Luke casi se le caía la baba cuando pasaba a su lado en el pasillo del instituto, y tenía a Eddie Smathers tan alelado que diríase que le daba miedo estar cerca de ella. Era alta, de largo cabello oscuro y ojos de un azul profundo, pero lo que llamaba la atención de todos era su tez marfileña, lisa, inmaculada, como si la estrenara cada día. Aún ahora, pasados tantos años, cuando se sienta silenciosamente en la habitación que constituye su hogar, su piel despide todavía ese fantasmal resplandor, y hay momentos en que, sentado a su lado y acariciándole la mano, observo que, milagrosamente, vuelve a adquirir todo su esplendor juvenil, como si la obra del tiempo fuese menos efímera que las cosas que convierte en polvo.
Me resulta extraño que en el instituto no sintiera nunca el menor deseo por Mary Diehl y que no fuese para mí más que la versión femenina de Todd Jeffries, divina y remota, en cuya presencia me sentía más como un insecto que como una persona, diminuto, casi invisible.
Sin embargo, de todas las chicas, era Kelli Troy la que más remota se me antojaba.
De hecho, sólo compartíamos una clase, la de la señorita Carver, pero la veía a lo largo del día, a veces junto a su taquilla, a veces sentada en los escalones de la entrada, a veces dirigiéndose hacia la fila de autobuses amarillos que por la tarde aguardaban en el camino de entrada. Se subía al que iba a Collier, una comunidad rural a unos dieciséis kilómetros de Choctaw, y se sentaba siempre en uno de los primeros asientos, donde leía o miraba silenciosamente por la ventana. No hablaba demasiado en clase y nunca habíamos pasado de un cortés saludo fuera del aula, pero mi primera impresión de ella persistió, y la localizaba siempre en cualquier grupo, como si la hubiese pintado una mano genial en un gran cuadro, una mano poderosa y dotada. En clase, escuchaba sus comentarios con mayor atención que los de los demás, y era más cuidadoso a la hora de rebatirlos o apoyarlos. Contenía las sonrisas que deseaba dirigirle, para no dar la impresión de ser infantil, y reprimía los cumplidos, para no parecer adulador. Acababa de iniciar esa primera y ligeramente calculadora etapa del galanteo secreto en que uno lo medita todo previamente y sopesa cada palabra y cada gesto; no obstante, no puedo decir que me tuviese alelado. Existe una clase de amor que lo penetra a uno sin causar dolor, como una finísima aguja, que lo atraviesa a uno tan despacio y secretamente que no lo percibes como un pinchazo repentino, sino como una sensación que se intensifica sin cesar.
Eso fue lo que me sucedió con Kelli Troy.
Sin embargo, hay momentos en que me lo imagino de otro modo, como una pasión súbita, demoledora; nos imagino a los dos presos de un amor como el de Catherine y Heathcliff, el que leí ese otoño en Cumbres borrascosas. He imaginado incluso un destino para tal pasión. En esa fantasía hay un momento de amor loco y, después, Kelli y yo nos fugamos de Choctaw en un furgón de tren, abrazados estrechamente, aferrados el uno a la otra, riendo a mandíbula batiente en tanto las luces del pueblo empequeñecen y el valle se ensancha, hora tras hora, y se abre por fin y se extiende como una enorme bahía. Llega el amanecer, somos jóvenes y la realidad no puede tocarnos.
O bien otra, aún más delirante: Llega una carta de la Escuela de Medicina de una de las principales universidades de Boston o Nueva York. Me han otorgado una plaza. Me han otorgado dinero. Se la enseño a Kelli, la cojo por los hombros desnudos y le digo:
—Ven conmigo.
Se aprieta contra mí y descansa la cabeza sobre mi pecho, y sé que su respuesta es «sí».
En ocasiones, mis manos se tienden hacia sus hombros desnudos, pero ella no me encara, sino que sube corriendo la empinada loma que lleva a la carretera de la montaña, corre como corrieron las personas de las que posteriormente me hablaría, las que le dieron el nombre a Breakheart Hill.
Pero lo que en realidad sucedió no se me olvida, por mucho que mi imaginación insista en reescribir el guión. Oigo el golpe que retumbó a través de los árboles, la veo caer al suelo, levantarse y empeñarse en escalar la mortal pendiente, veo los brazos que tratan de atraparla mientras corre entre los matojos, luego oigo pasos que se le acercan desde la cima de Breakheart Hill y, finalmente, sus últimas palabras, pronunciadas al tiempo que pierde el último resto de conciencia. Después evoco todas las vidas que fueron destruidas ese día en el tupido bosque; los rostros me dan vueltas en la cabeza, uno tras otro, como piezas de barro en el torno de un alfarero.
***
Hace unos años, Luke se volvió de repente hacía mí y me dijo:
—¿En qué punto crees que empezó, Ben?
Acabábamos de guardar el asador tras una cena al aire libre con nuestras familias y, así, a bocajarro, no tenía idea de a qué se refería con la pregunta.
—¿El qué?
—Lo que la llevó a Breakheart Hill.
Lo contemplé en silencio, atónito por el modo repentino con que había vuelto al tema, por la tenacidad con que volvía a él una y otra vez, como si esa primera duda, aquella que yo mismo vislumbré hace ya tantos años, le hubiese abierto un hueco que nada fuera capaz de llenar.
Luke se movió, me indicó dos tumbonas en el fondo del patio.
—Pienso en ello a veces —comentó, en tanto nos acercábamos a los asientos—. ¿En qué punto empezó?
De golpe recordé su expresión la tarde del suceso. Aun desde lejos, mientras se apeaba del camión y se dirigía hacia mí, reconocí el cambio en él: las arrugas de su rostro más profundas, como si hubiera envejecido al verla. Sin embargo, su voz, a pesar de su herida perplejidad e incomprensión, permanecía joven. «Ben, algo malo... Kelli... algo realmente malo.»
Eché un vistazo a la fila de rosas blancas que Luke había plantado en la valla de su patio trasero.
—Creo que todo tiene un principio —dije en tono casi despreocupado, pese a que en el fondo me sentía como un preso que clama por ser liberado—. Incluso algo así —añadí, intentando aliviar la creciente presión.
Luke no me miró, mas percibí la inquietud que lo embargaba.
—Sobre todo algo así —declaró, como si quisiera recordarse el propósito de la pregunta—. Una causa concreta. Una causa única.
Fue en ese momento cuando me di cuenta de que Luke nunca creyó en los fundamentos de su propia religión, o sea, que todo el mal venía de un pecado inmemorial, de modo que cada uno de nosotros no era sino una diminuta gota en un río de almas que salía fluyendo del Paraíso, el origen del daño que causamos, un origen tan remoto que resultaba imposible rastrearlo. No buscaba el consuelo de dicha lejanía ni la paz que suponía aceptarlo. Buscaba, tercamente, la verdad.
En ese preciso momento aprecié en su justo valor la sinceridad de su búsqueda y, pillado en un instante de admiración, dejé caer una pista.
—Puede que empezara con algo inocente.
Sus ojos se dirigieron hacia mí como balas.
—¿Como qué?
Improvisé una respuesta.
—Como un poema, por ejemplo. El primer poema que escribió.
Luke siguió mirándome, pero sin decir nada.
—Quiero decir que si no hubiese escrito ese primer... —me interrumpí, me atravesó un primer ramalazo de miedo, sentí que la antigua reserva volvía a envolverme y guardé silencio.
Luke me observó con expresión perpleja.
—¿Qué?
Sacudí la cabeza.
—No lo sé.
Creo que percibió mi pavor porque desvió la vista, se repantigó aún más en la tumbona y permaneció callado largo rato. Sentado a su lado comprendí la duda de la que nunca se había librado desde el momento en que atravesó corriendo mi patio para contarme lo que había visto en la cima de Breakheart Hill. Casi no podía hablar, aunque se empeñó en hacerlo, balbuceando desesperadamente que «algo malo» le había sucedido a Kelli Troy. Sus ojos se centraban en mi rostro con terrible fiereza mientras se esforzaba por explicarme lo que había visto, y sé que en un único y terrible instante vislumbró algo espantoso en la quietud absoluta de mis ojos, el silencio terco con que esperé a que lo soltara todo, vislumbró algo que expresaba las palabras que no emití, pero que él oyó y que respondían a su febril «algo malo, algo malo» con un frío «Lo sé.»
—Esas rosas que planté el año pasado están creciendo con fuerza —dijo, al cabo de un momento, aquella tarde después de la comida al aire libre.
Experimenté una increíble sensación de alivio, como si hubiesen aplazado mi ejecución.
—Es cierto —respondí, y por mucha paz que pudiese haberle dado, no me sentía capaz de decirle nada más.
A finales de la segunda semana de octubre estaba dando los últimos toques al primer número del Wildcat. Intenté reclutar a unos cuantos voluntarios, pero no se presentó ninguno, por lo que la mayor parte del trabajo quedaba en mis manos. Al no rechazar casi nada de lo que me llegaba, no tuve más remedio que publicar la clase de artículos que publicaba Allison Cryer: cortos ensayos sobre la naturaleza, recetas, deportes, y hasta algunos chismorreos del instituto, noticias sin fundamento por lo general, casi todas redactadas por los colaboradores de Allison. El número resultaba aburrido, pero me daba igual. El Wildcat era aburrido cuando lo dirigía Allison y seguiría siéndolo. Como todo lo demás en Choctaw.
La salita que el instituto había otorgado al Wildcat, del tamaño de un cuarto de baño grande, se hallaba en el sótano a escasos metros del calentador. Contenía un par de viejos escritorios de madera, dos viejas máquinas de escribir, unas reglas para el maquetado y una pila de papel blanco. El mobiliario era tan exiguo y deteriorado que me costaba imaginar a Allison Cryer trabajando en semejante lugar. Y, sin embargo, se dejaban notar las señales de su larga estancia y su brusca partida: montones de revistas de cine y de moda, un libro de regímenes para adolescentes, un lápiz delineador de ojos roto; lo eché todo a la papelera y lo sustituí inmediatamente por los restos de mi personalidad que el sheriff Stone acabaría por encontrar en la misma sala atestada: una guía de facultades de medicina en Estados Unidos, un ejemplar de Una dama perdida, de Willa Catre, una foto de Kelli Troy, de pie en la cima de Breakheart Hill, con un vestido blanco sin mangas.
Adquirí la costumbre de trabajar en el Wildcat cada tarde al salir de clase. Iba a mi despachito en el sótano, me dejaba caer en la silla detrás del escritorio y me dedicaba a leer algunos de los recién presentados artículos o a maquetar. Era uno de mis sitios favoritos por ser solitario; en ocasiones cerraba la puerta y dejaba que mi mente vagara por las diferentes posibilidades de la vida. El despacho cerrado me liberaba de las habituales distracciones, me permitía discurrir sin obstáculos hacia un futuro asombroso.
Probablemente es lo que hacía aquella tarde cuando oí que alguien llamaba suavemente a la puerta y la abría poco a poco. Se hallaba entre espesas sombras, recortada por la dura luz del pasillo, pero la reconocí de inmediato.
—Hola —le dije y, no sé muy bien por qué, me quité las gafas y las limpié con el faldón de mi camisa.
—Hola —contestó ella, y me puse las gafas.
—¿Buscas a alguien?
—A ti.
—¿A mí?
—La señorita Carver me dijo que estarías aquí. Por eso he bajado. Para traerte esto. — Extrajo del bolsillo de la falda un papel doblado—. Es un poema. ¿Publicáis poemas en el Wildcat?
—Publico casi cualquier cosa —contesté con una risita agria.
Me miró con expresión severa, casi desaprobadora.
—¿Sea bueno o no?
Me encogí de hombros en un gesto mundano.
—No tengo mucho dónde elegir —expliqué—. Ya sabes, sólo las cosas típicas de un instituto. El de Choctaw. «Siquitibum a la bimbombá.»
Mi respuesta, al parecer, no la satisfizo, mas no dijo nada, tan sólo me entregó el papel.
—Son unos pocos versos. Si no te gustan, dímelo.
Me había otorgado una autoridad inesperada y recuerdo haberme regodeado en ella un momento.
—De acuerdo, pero sea lo que sea, probablemente será mejor que la mayoría de las cosas que me llegan. — Eché una ojeada al papel—. ¿Quieres que lo lea ahora?
—No —declaró con contundencia—. Hazlo más tarde.
—Bien.
Permaneció allí un momento, acaso porque le sabía mal dejarme su poema.
—Bien, tengo que pillar el autobús. — Se alejó de la puerta; bajo la luz del pasillo se volvió hacia mí—. Me figuro que me dirás algo.
—Mañana. — Mi mano se levantó involuntariamente, como si quisiera atraparla antes de que huyese—. Me lo leeré esta noche y hablaré contigo mañana.
Asintió con energía, dio media vuelta y se encaminó pasillo adelante.
Me levanté enseguida, salí al pasillo y la vi alejarse.
Se encontraba a varios metros de mí y su silueta desaparecía escaleras arriba.
Regresé a mi escritorio, desdoblé el papel y lo leí; mis ojos seguían los versos en una estancia que conservaba aún la esencia de Allison Cryer y, con ella, todo lo que a lo largo de incontables generaciones parecía seguro y cálido.
Algunas personas vienen al mundo
como si recorrieran un brillante camino verde,
en manga corta y vestido de verano,
mirando decididamente al frente.
Y algunas personas vienen al mundo
como si recorrieran un callejón oscurecido por la lluvia,
encogidas bajo un paraguas negro,
mirando temerosamente por encima del hombro.
El poema, como lo había descrito ella misma, consistía en unos pocos versos, pero al leerlo de nuevo y luego una tercera vez, percibí su sensación de temor, como si me lo hubiera susurrado a la oreja en lugar de escribirlo y entregármelo en un papel blanco. Su mensaje resultaba misterioso, algo que se asomaba al tiempo que permanecía oculto. Pensando literalmente, el único modo en que sabía pensar en aquella época, quise conocer el «callejón oscurecido por la lluvia» al que se refería, y me lo imaginé inmediatamente con todos sus tenebrosos detalles urbanos. Algo le había ocurrido a Kelli Troy, de eso estaba seguro, una cosa a la que había sobrevivido por los pelos y le había provocado una sensación de vulnerabilidad más profunda y misteriosa que los miedos corrientes de otras personas. Con su poema la sentía menos remota, más a mi alcance.
La abordé al día siguiente. Se hallaba con Sheila Cameron, la líder indiscutida de la pandilla de Turtle Grove, el grupo de chicas adolescentes que residían en el único barrio acaudalado de Choctaw.
—Hola, Ben —dijo Sheila, con una voz que era más bien un gorjeo alegre y amistoso, con una expresión tan abierta como sus modales.
No era el vanidoso monstruo que habría podido ser, teniendo en cuenta su belleza y el dinero de su padre, y el hecho de que salía con un «universitario». En su rostro aparecía fijada una sonrisa vivaracha; no se parecía en nada a la cara de rasgos frágiles congelados en una máscara de profunda desolación que distingo ahora frente a mí, de vez en cuando, en la cola de la caja del colmado, oculta tras unas gafas de sol.
—Hola, Sheila —dije, y miré a Kelli, a quien pregunté—: ¿Puedo hablar contigo un minuto? — dando a entender que quería hacerlo en privado.
Dimos unos pasos y nos detuvimos.
—He leído tu poema —declaré enseguida—. Me gustó muchísimo.
Kelli esbozó una serena sonrisa y sus ojos oscuros permanecieron quietos.
—Escribí unos cuantos en mi antiguo instituto.
Se me antojaba una oportunidad perfecta para hacer patente el hecho de que yo era único.
—Vienes de Baltimore, ¿verdad? Te oí decirlo en clase.
—Sí.
—Seguro que se vive súper bien allí, al menos comparado con Choctaw, que es tan pequeño. — Me encogí de hombros—. Y aburrido. Yo me muero de ganas de largarme.
Me estudió en silencio, sin añadir nada, hasta que se enderezó ligeramente y comentó:
—Bien, más vale que vaya a clase.
—Sí, yo también. Pero, oye, si tienes algo más que hayas escrito, me gustaría verlo.
—Bueno. — Dicho esto, desapareció.
Después de clases, mientras salía, Luke se acercó y me dio un amistoso puñetazo en el brazo.
—Me he enterado que has tenido una conversación íntima con Kelli Troy —comentó juguetonamente.
Lo miré con expresión severa.
—Sheila Cameron es una bocazas.
—¿Y de qué hablabas con Kelli?
—De algo que escribió para el Wildcat. —Apreté un poco el paso, como si con ello pudiera deshacerme de él.
Seguimos nuestro camino; pasamos la larga fila de autobuses amarillos que se extendían por todo el camino de entrada del instituto, al final del cual Luke se distanció.
—Le he dicho a Betty Ann que me encontraría con ella después de la clase de gimnasia.
Mi padre me había dado el Chevrolet del 51 la semana anterior. Yo lo había estacionado en una zona sombreada en el fondo del aparcamiento. Eddie Smathers había dejado junto al mío su Ford Fairlane de un rojo brillante y lo vi, a él y a otros chicos, pasando el tiempo no muy lejos, fumando y dando perezosas patadas a la gravilla.
Mientras me dirigía directamente hacia mi auto, uno de ellos, Lyle Gates, me echó una ojeada y me saludó con un gesto de la mano.
—Eres Ben, ¿verdad?
Me detuve y me volví hacia él.
—Sí.
—Ben Wade —afirmó, y soltó una risita de autocongratulación—. Nunca olvido un nombre. Tú y Luke Duchamp estuvisteis en Cuffy's hace unas semanas. — Un cigarrillo pendía tranquilamente de la comisura de sus labios—. Y bien, ¿has follado?
No respondí, lo que, en sí mismo, constituía una respuesta.
Lyle sonrió maliciosamente.
—Ah, no te preocupes. Te vas a casar y entonces follarás demasiado. Te hartarás. Te la vas a desgastar.
Los otros chicos se echaron a reír. Uno de ellos soltó un aro de humo en el límpido aire de media tarde.
—Yo creo que nunca me hartaré —chilló Eddie Smathers.
Lyle no le hizo caso. Su mirada se posó en el edificio.
—El viejo Avery va a mirar para acá de aquí a un rato, me va a ver y va a preguntarse: «Mira, allí está Lyle Gates. ¿Qué se trae entre manos ese cabrón alborotador?».
Eddie se rió.
—Coño, es mejor eso a que se pregunte si eres un marica, ¿no?
Lyle se encogió de hombros. Sus ojos se desplazaron hacia la fachada del edificio, hacia la fila de autobuses.
—Parece que no ha cambiado mucho el viejo instituto de Choctaw —declaró, con tono cansado, aburrido, pero sin dejar de mirar por todos lados con nerviosismo, como si fuera incapaz de detenerse en un solo punto.
—Pues tenemos una chica nueva —se apresuró a informarle Eddie—. Del Norte.
Lyle arrojó el cigarrillo al suelo y encendió otro.
—¿Del Norte has dicho?
Eddie asintió.
—Sí, y además está muy buena.
Lyle sonrió con picardía.
—Coño, Eddie, sabes que yo no me follaría a una yanqui —manifestó con un guiño infantil.
Los ojos de Eddie chispearon de lujuria.
—A esta sí que te la tirarías. — Con los brazos formó la silueta de un reloj de arena y se secó la frente—. ¡Está requetebuena!
Lyle inspiró hondo y dejó escapar poco a poco el aliento. Bajó los hombros, como si de pronto tuvieran que cargar un gran peso. Distinguí un pequeño tatuaje púrpura en su brazo, una mujer, y, debajo, el nombre de la esposa que ya lo había desechado.
—Tengo que irme —anunció, y se alejó dejando atrás una estela de humo blanco para luego desaparecer en su vehículo.
—No sabía que andabas con Lyle —le dije a Eddie.
Este se encogió de hombros.
—Mierda, no ando con él. Sólo nos echamos una que otra partidita de billar.
Volví a observar a Lyle, sentado en su coche, silencioso, con la mirada clavada en el instituto y una expresión de desolada nostalgia que parecía extraña en alguien tan joven.
—Por cierto, ¿qué hace aquí? — inquirí.
—Supongo que viendo cómo van las cosas. — Eddie dio una última calada a su pitillo y echó la colilla al suelo—. ¿Has visto a Todd?
—No.
Hizo palanca y se bajó del capó; sus pies se hundieron en la blanda gravilla con un crujido.
—Espero que no se haya ido sin mí —comentó, preocupado.
Echó un vistazo alrededor, diríase que en un intento de formular un plan, y salió corriendo del aparcamiento y subió por la rampa de hormigón que llevaba a la entrada del edificio.
Al contemplarlo en ese instante, no se me habría ocurrido que pudiera convertirse en un personaje importante y, sin embargo, ahora es propietario de un aserradero, tiene éxito y corren rumores de que se presentará a las elecciones para la alcaldía. Cada vez que nos encontramos en el hospital o en el nuevo centro comercial, se detiene, me estrecha vigorosamente la mano, al más puro estilo de los políticos, aunque en su caso parece un gesto menos falso, y esboza su habitual sonrisa.
—¿Te acuerdas de cuando éramos chavales en el instituto? — me pregunta invariablemente. Agita la cabeza de forma juguetona, evocando una época que sin duda conserva para él un aire de gozo sin complicaciones—. ¿Te acuerdas de cómo nos divertíamos?
—Me acuerdo.
La sonrisa se ensancha y parece cubrirle el rostro entero, y una inmensa alegría chispea en sus ojos.
—Chico, esa sí que era una buena época, ¿no crees, Ben?
Y cada vez que hace este comentario me lo imagino aquella noche: un chaval de diecisiete años, con un brillo diabólico en su cabello rojizo, los ojos verdes fijos en la sombría severidad de mi rostro, y su voz que me llegaba a través de la bochornosa oscuridad veraniega, tensa, nerviosa. «Pero ¿qué dices, Ben?»
6
A veces empieza por el final, y voy andando por un ancho césped verde. Veo a Luke a mi lado, veo el perfil de su rostro moviéndose al mismo ritmo que el mío, como en tándem, como dos caballos atados a una misma y oscura rienda de cuero. Juntos, llevamos nuestra carga hasta el lugar indicado y observamos mientras la tienden cuidadosamente en el suelo de arcilla roja del que está compuesto el valle de Choctaw. El ataúd es gris pálido y, por serlo, parece disolverse en el suelo, desvanecerse, como la niebla. Luke permanece junto a mí con las manos al frente, juntas. No tiene los ojos llorosos y no habla, mas reparo en la tensión de sus dedos por el modo en que se cierran y se abren, se cierran y se abren.
Echo una ojeada a las personas que se han unido a nosotros en torno a la tumba. Sheila Cameron semeja un pilar de piedra negra y, no lejos de ella, Eddie Smathers viste un inadecuado traje de verano color azul cielo.
La señorita Troy se halla justo delante de mí y, una vez terminado el entierro, se dirige al borde mismo del hoyo y arroja una rosa blanca sobre el ataúd gris. Luego se abre camino hacia Luke y hacia mí, y nos aprieta con fuerza las manos.
—Kelli os quería mucho, chicos.
La contemplo, asombrado por la fuerza vital que aún emana, la enorme reserva de fortaleza y valor que noto en sus ojos y siento en el vigoroso estrechar de su mano; en ese instante me golpea con toda su fuerza, como una ola hirviente, la conciencia de lo que hemos perdido.
En otras ocasiones me azota sin un recuerdo concreto. Me levanto de la cama y salgo al jardín detrás de mi casa. Los campos están frondosos o yermos; vivos y repletos de plantones, o muertos en los que cruje el maíz marchito. En aquel mundo todo aparece perfectamente calibrado, nada se deja al azar. El cielo no cambia, las estrellas permanecen como clavos de plata firmemente anclados en la oscuridad; los planetas circulan dentro de sus anillos de hierro; el suyo es el don de la inmovilidad, el nuestro, el del flujo; ellos carecen de voluntad y nosotros de dirección.
Una vez, no hace mucho, mi hija Amy me siguió afuera.
—Deberías pedir ayuda.
—¿Para qué?
—Para el insomnio.
—Sólo me ocurre de vez en cuando. No hay nada de qué preocuparse.
—Pero te deja cansado..., y a veces irritable.
El rostro de Mary Diehl surgió en mi cabeza, con los ojos encarnados de tan poco dormir, como vacíos, pero espantados, y la voz convertida en un gimoteo sin aliento: «Por favor, no se lo digas a nadie, Ben.»
Miré a Amy.
—Cuidado —le dije.
Me devolvió una mirada perpleja, incapaz de seguir el hilo de una orden tan brusca.
—¿Cuidado? ¿Con qué?
Agité la cabeza. No sabía cómo contestar, ni siquiera sabía por dónde empezar.
—Con todo —respondí, y me encogí de hombros.
Continuó observándome atentamente, preocupada.
—¿Estás bien, papá?
—Estoy bien —le aseguré, la acerqué, le rodeé los hombros con un brazo y nos quedamos así, juntos, un buen rato. El viento nocturno se removía frenéticamente en torno a nosotros, como un perro de caza desesperado por encontrar una huella desvanecida.
Al cabo de unos minutos regresamos a la casa. Amy volvió a su habitación, pero yo, sabiendo que no podría dormir, fui a mi despacho. Me senté detrás del escritorio, hice girar el sillón hacia la gran ventana salediza que da a la montaña. Pese a estar en pleno otoño, me golpeó una oleada de calor, como si tras la cortina negra, el sol hubiese dado un único y amenazador paso hacia mí. Permanecí en esa posición mucho tiempo, silencioso, casi inmóvil, como un hombre desnudo encerrado en una increíblemente sobrecalentada sauna; paciente, como esperando el próximo y desconocido movimiento.
La oleada pasó en unos minutos y me dejó presa de un agotamiento tan penetrante que tuve la sensación de haber ejercitado hasta el límite cada músculo del cuerpo. Respiré larga y profundamente, y sentí que se iniciaba la lenta recuperación, un proceso cíclico que ha continuado a lo largo de los años y que en cada ocasión ha dejado atrás, oxidándose, una parte de mi ser, de mi armadura.
De repente volvía a ser joven. Todos lo éramos. Nos vi jugueteando en el río cercano; Luke, colgado de una cuerda que pendía sobre el agua casi inmóvil, mientras Betty Ann aplaudía con vehemencia desde la orilla. Vi a Todd salir del campo de fútbol a hombros de sus compañeros de equipo, y a Mary observar sin aliento desde las gradas de madera a unos metros de él. Cien escenas diferentes pasaron raudas por mi cabeza: Eddie muriéndose por la atención de Todd, dispuesto a cumplir cada una de sus órdenes; Sheila chachareando alegremente acerca del universitario con el que posteriormente se casaría, rodeada por un corro de envidiosas admiradoras que la escuchaban. Vi a Luke y Betty Ann robarse besos en el oscuro hueco que había bajo las escaleras del instituto, con los ojos abiertos por si venía algún maestro. Aunque entendí que lo que no sabíamos de la vida podría haber llenado miles de volúmenes, se me antojó positivo que supiéramos tan poco, que por un breve lapso hubiésemos vivido sin nada más amenazador que el próximo amanecer. De súbito vi a Kelli, con el rostro compungido por la misma desazón que Luke vislumbró aquel día al llevarla en su camión a Breakheart Hill. Vi todo lo que condujo a ese instante y todo lo que le siguió. Y pensé: «No, la juventud es una ilusión mayor de lo que podemos resistir.»
***
Publiqué el primer número del Wildcat poco más de una semana después de que Kelli me entregara su poema. Su aspecto era casi idéntico al que Allison Cryer había dirigido los dos años anteriores, con el mismo dibujo burdo de un feroz gato montes en lo alto de la página, y, al pie de este, un igualmente burdo titular con el lema del estado de Alabama: Andemos ius defenderé, «Nos atrevemos a defender nuestros derechos».
El contenido también se parecía bastante, con excepción del poema de Kelli, en la tercera página del periódico, metido entre un artículo sobre deportes y una columna de chismes que una chica, Louise Davenport, se había comprometido a entregarme para cada número.
Recuerdo que me emocioné cuando ese primer número llegó de la imprenta, y sé que esa emoción se debía exclusivamente a que incluía el poema de Kelli. Era no sólo el primer poema impreso en el Wildcat, sino también, y de esto no me cabía la menor duda, lo más interesante que se hubiese publicado jamás en él.
Por esto creí que los versos crearían cierto alboroto en el instituto y que llamaría la atención tanto sobre Kelli, su autora, como sobre mí, el nuevo e innovador director.
No ocurrió absolutamente nada. El periódico llegó y se repartió. Los dos días siguientes observé a los estudiantes hojearlo sin gran interés, sentados en los escalones o apoyados en su taquilla. Siempre me fijaba a ver si leían el poema de Kelli. Nunca. Ni siquiera Luke lo leyó, al menos no hasta que se lo puse delante de las narices y lo obligué a hacerlo, tras lo cual se limitó a devolvérmelo y a comentar, como si nada:
—Sí, es bonito.
Diríase que a Kelli tampoco la emocionó la publicación del poema. El día después de que se repartiera el periódico, me abordó en el pasillo y me dio educadamente las gracias por incluirlo, y subió corriendo por las escaleras centrales a su próxima clase.
Transcurrió una semana en la que esperé alguna reacción, pero, aparte del «bonito» de Luke y el apresurado «gracias» de Kelli, no hubo ninguna.
Sin embargo, una día, ya avanzada la tarde, me di la vuelta detrás del escritorio en el despacho del Wildcat y vi a la señorita Carver en el umbral de la puerta con un ejemplar del periódico en la mano.
—He leído el poema de Kelli Troy en el Wildcat. El resto del número...
—No tiene comparación—acabé por ella, sabiendo lo que pensaba.
—Pero podría. — Asintió y entró en el despacho—. Ya he hablado con Kelli y está dispuesta a interesarse más activamente en el periódico. — Se interrumpió de nuevo, con cautela, como si temiera ofenderme—. Creo que haríais un buen equipo.
Guardé silencio.
—Como codirectores —añadió.
Tuve la impresión de que esperaba que me resistiera e incluso que me ofendiera, pero estaba encantado.
—Pues dígale que venga en cuanto pueda.
Kelli vino la tarde siguiente, se detuvo en el umbral, igual que la primera vez, y murmuró un apresurado:
—Hola.
Me puse en pie y sali al pasillo vacío y nos quedamos frente a frente.
—La señorita Carver me ha dicho que te interesa trabajar conmigo en el Wildcat. Creo que es estupendo. Podrías añadirle algo, ¿sabes? Un punto de vista diferente... norteño.
Algo en lo que dije pareció sorprenderla. Me estudió sin decir ni mu, tratando de dilucidar si podía tomarme en serio y, al parecer, llegó a una conclusión.
—¿Tienes coche? — preguntó.
—Un viejo Chevy, pero funciona.
—¿Tienes tiempo para dar una vuelta?
—Sí.
—Bien. Te voy a enseñar algo que podría resultar interesante —declaró.
Sentí que todos en el instituto nos observaban mientras andábamos por el pasillo y nos dirigíamos al aparcamiento. No era cierto, desde luego, aunque Eddie Smathers sí que pareció asombrado al distinguirnos, y su mirada nos siguió hasta que desaparecimos en el viejo Chevy gris.
—¿Adonde vamos? — inquirí al darle al contacto.
—Fuera de la ciudad. Dobla a la derecha en Main Street.
Obedecí, conduje por la calle que llevaba directamente del instituto al centro, doblé a la derecha y seguí por un amplio bulevar flanqueado al principio por tiendas del tipo «todo a cien» y tiendas de ropa, luego por gasolineras y agencias de coches de segunda mano y, finalmente, por campos y alguna que otra granja, mientras la ciudad desaparecía a nuestras espaldas.
—Hay un lugar por aquí —comentó, con expresión intensa mientras escudriñaba la ancha llanura que se extendía a la derecha antes de ascender hacia la montaña—. Está en el bosque, cerca de un camino sin pavimentar.
—Aquí los llamamos caminos de tierra —le expliqué con cautela—. Creo que sé a cuál te refieres.
Lo enfilamos unos minutos más tarde: una franja de tierra seca que discurría como una cicatriz roja entre pastos. Un velo de polvo anaranjado se había posado en mis gafas cuando nos detuvimos al final del sendero. Saqué un pañuelo de mi bolsillo y me las limpié.
—¿Qué buscamos? — pregunté al ponérmelas de nuevo.
—Una piedra grande. — Kelli oteaba la profundidad del bosque que se alzaba al borde de la montaña—. Tiene que estar allá arriba. — Se apeó y echó a andar hacia la base de la montaña—. Allí está el riachuelo sobre el que he leído —y señaló una estrecha trinchera que se abría paso tortuosamente desde la montaña hasta la distante carretera.
Me arriesgué a sonreír.
—Aquí los llamamos arroyos.
Kelli correspondió a mi sonrisa y se dirigió hacia el frente del auto. Me reuní con ella y la observé escudriñar las distantes laderas.
—Creo que está justo al otro lado de esa arboleda —afirmó, mirando camino arriba.
La seguí, fija la vista en la forma fluida de su cuerpo, en el contoneo de sus caderas bajo la oscura falda, en el suave y rítmico sube y baja de sus hombros, en la espesa maraña de su cabello color ébano. Del paisaje sólo recuerdo la montaña como un muro moteado rojo y naranja; el arroyo, como un oscuro hilo, y la carretera, como un profundo corte rojo a través de inmóviles campos de hierba amarillenta.
Todavía iba delante cuando alcanzamos el final del camino. Se volvió hacia mí y me esperó con una ligera sonrisa y un único rizo sobre el ojo derecho.
—Está allí —afirmó. Señaló primero un pequeño claro y, más allá, una enorme roca de granito—. Allí es donde se escondió.
—¿Quién?
—La llamaron Lillith.
—¿Quiénes?
—Las personas que tenían una casa cerca de aquí. Thomas y Mary Brandon.
Kelli señaló un pequeño montículo de tierra lleno de piedrecitas que se alzaba frente a una gran piedra. El espacio entre el montículo y la piedra no era mayor que la guarida de un zorro, y los años lo habían llenado de hojas y ramitas.
—Aquí es donde se quedó ese día. Lo contempló todo desde aquí —me dijo Kelli.
Se escurrió entre el montículo y la piedra y apoyó la espalda en esta, con la mirada vuelta hacia la fina línea azul del camino que habíamos recorrido.
Hice ademán de sentarme a su lado, pero me cohibí, me acerqué al árbol más próximo y me apoyé en él.
—Lo leí en un libro acerca de esta parte de Alabama —manifestó—. Habla de toda clase de cosas que ocurrieron por aquí.
—¿Qué le pasó a Lillith?
—Murió hace mucho, pero antes de morir habló de lo que le había sucedido de niña..., antes de la Guerra Civil.
—Nosotros la llamamos la Guerra entre los Estados —le expliqué en un tono más desenfadado que antes, pues ya me sentía más a gusto con ella.
Volvió a sonreír.
—Pues esto ocurrió mucho antes de la Guerra entre los Estados. — Señaló el norte, en el valle—. Había un pueblo cherokee a unos seis kilómetros de aquí y allí vivía Lillith. Había olvidado su nombre indio cuando relató su historia, pero recordaba mucho de lo que había vivido.
Su vida, según la descripción de Kelli, fue bastante pacífica. Los cherokees eran granjeros y su estilo de vida no se diferenciaba mucho del de los granjeros blancos que, al cabo de los años, habían acabado por rodearlos. Uno de estos era Thomas Brandon, y había trabado amistad con el alto y valiente cherokee que Lillith recordaba como su padre. Los dos habían «fumado juntos», en palabras de la propia Lillith, tanto en la cabaña cherokee como en la de Brandon, situada en la embocadura de un arroyo llamado Lewis Creek.
—Ese arroyo —indicó Kelli, y lo señaló.
Eché un vistazo al casi inmóvil discurrir del estrecho arroyo, que de repente adquirió las características vagamente siniestras y trágicas del «callejón oscurecido por la lluvia» del poema de Kelli.
—Decidieron sacar a los indios de esta zona —prosiguió Kelli—. Todos los indios tuvieron que hacer su equipaje y trasladarse al Oeste. — Sus ojos se desplazaron valle arriba, hacia un lugar donde diríase que casi veía pálidas volutas de humo alzándose por encima del asentamiento cherokee—. Excepto el padre de Lillith, que se negó a irse. El día antes de que llegaran los soldados, montó su caballo, sentó a Lillith en su regazo y salió del poblado.
»Ella recordaba que al principio tenía miedo, sobre todo por la expresión desolada de su padre, pero al cabo de un rato se dio cuenta de que iban a casa de Thomas Brandon.
»Ya tenían la cabaña de Brandon a la vista cuando su padre detuvo la montura en la orilla occidental de Lewis Creek. Lillith recordaba que la bajó lentamente, se apeó y, juntos, cogidos de la mano, se dirigieron a la orilla.
»Le dijo que bebiera un poco. Para ello tuvo que echarse boca abajo y colgar la cabeza sobre el agua.
»Lillith lo obedeció; se tumbó en la hierba y bebió, hasta que sintió la mano de su padre en la nuca, empujándole el rostro hacia abajo.
»Su padre había decidido ahogarla antes que dejar que la atraparan los soldados.
»La niña se debatió, e incluso ya de vieja, cuando lo contó, recordaba la ferocidad con que se movía, la desesperada lucha por tomar aire, el ruido del agua al salpicar y hasta la fugaz visión de un pez verde que nadaba aterrorizado.
»Todo acabó con un repentino y ensordecedor rugido y la vista del rostro de su padre cayendo de golpe en el agua junto al suyo, abiertos los ojos, fija la mirada, y un hilillo de sangre brotándole de la herida en la cabeza.
»Apoyándose en los brazos, salió del arroyo y vio a Thomas Brandon a unos metros de allí. El cañón del rifle que llevaba en la mano seguía humeando, dijo. — Kelli hizo una pausa, y añadió—: Más tarde Brandon le dijo que se había topado con un hombre que trataba de ahogar a una niña, y que no se había dado cuenta de que eran Lillith y su padre. — Se estremeció—. Al día siguiente, los Brandon la escondieron detrás de esta roca.
»Desde ese pequeño escondite de tierra —agregó—, Lillith observó la larga fila que formaba su pueblo pasando rumbo al Oeste, cientos de personas, envueltas en mantas, andando, a caballo o en carros, con apenas unos cuantos soldados para escoltarlos.
Kelli se levantó y se quitó los rastrojos que se le habían pegado a la falda. Al acabar echó un último vistazo al valle.
—Más vale que vuelva a casa.
Regresamos al coche juntos. El sol ya se estaba poniendo en el oeste, dispersando su escasa luz sobre el lado opuesto de las montañas y sobre los campos amarillentos que se extendían a todo lo largo y ancho del valle.
Tardamos sólo veinte minutos en llegar a Collier. De camino no dejé de sentirme extrañamente emocionado por la historia que Kelli me había contado. Pero también me sentía inquieto, pues lo que había deseado, y hasta probablemente anticipado, era que me indicara los aspectos gloriosos de un sitio al que yo nunca había ido, en lugar de explicarme algo oscuro y misterioso del pueblo en el que había vivido toda mi vida.
—¿Has leído mucho acerca de esta zona? — le pregunté.
—Sólo un par de libros.
—Pues podrías escribir sobre la vida de Lillith para el Wildcat. Sería como una columna sobre la historia de la zona.
Kelli asintió.
—Es una historia terrible —añadí—. Un padre que intenta ahogar a su propia hija.
Hasta entonces Kelli iba con la vista clavada en el sendero, pero se volvió hacia mí.
—Sin embargo, fue un acto de amor —dijo con inesperada fiereza—. ¿No crees que eso lo hace muy diferente?
No supe qué contestar en aquel momento. Ahora sí que lo sé. Veo al señor Bailey de pie frente a la barandilla delante del jurado, levantando la fotografía hacia los doce rostros que se ciernen detrás de ella. Veo los doce pares de ojos fijar la vista en la foto que les presenta, el del cuerpo de una joven, retorcido y envuelto por un charco de helechos. Oigo su voz retumbar: «Sólo el odio puede hacer algo así.» Y, después, la pregunta de Kelli, ofrecida con tanta inocencia. Y, a continuación, la respuesta que le daría ahora: «No, no hay ninguna diferencia.»
La granja de la familia Troy conservaba su aspecto de siempre: una casita con porche en las cuatro fachadas, amueblado con viejas mecedoras de madera. La señorita Troy se mecía silenciosamente en una cuando me detuve en el camino de entrada. Para entonces había abandonado la ropa elegante que usaba cuando, años antes, entró al colmado de mi padre; la había sustituido por el sencillo vestido verde y el delantal blanco que lucía aquella tarde. Contaba cuarenta y tantos años, y cuando se aproximó a mi coche distinguí unos mechones blancos en su cabello.
—Gracias por traerme a casa —dijo Kelli al apearse.
Su madre ya había llegado al coche y me estudió.
—Mamá, este es Ben Wade —oí que le explicaba Kelli.
La suspicacia en el rostro de la señorita Troy cedió un poco.
—¿El hijo de Luther Wade? — preguntó, sin apartar la vista de mi cara.
—Sí, señora.
La señorita Troy siguió escudriñándome.
—Eras un niñito cuando te vi por última vez.
Y entonces lo recordé todo: la elegante mujer que con acento extraño se presentó a mi padre como la «señorita Troy» y tiró de una niñita de oscuro cabello rizado por los pasillos del colmado.
—Tendrías unos seis años —continuó la señorita Troy y echó una ojeada a Kelli—. ¿Te acuerdas de cuando fuimos al colmado del señor Wade?
Kelli negó con la cabeza.
Su madre volvió a mirarme.
—Pues saluda a tu padre de mi parte.
—Sí, señora.
Y ella regresó a la casa, dejando a Kelli de pie junto al auto.
Esta se inclinó y me tendió la mano.
—Gracias de nuevo.
Se la estreché y experimenté alegría al sentir su mano en la mía, el primer contacto con su piel.
Apartó la mano casi de inmediato.
—Hasta mañana.
No quería que se fuera. En todo caso, deseaba impresionarla de alguna manera antes de que se marchara.
—Vamos a convertir el Wildcat en un periódico muy bueno, Kelli —declaré—. Tú y yo, juntos.
Ya se había separado de la ventanilla cuando respondió, así, sin más:
—Sí, yo también lo creo.
Era su forma habitual de hablar, con una flema que daba la impresión de inocencia y despreocupación. Las primeras palabras que me había dirigido iban cargadas con el mismo deje que restaba importancia a lo que decía. Lo que más tarde me golpeó con una fuerza inusitada fue que sus últimas palabras también contenían ese deje ligero, casi melodioso. Su voz en ese último, fatal momento, contenía la misma confianza de siempre. «Ten —dijo, al darme el cordón—. Aguántame esto.»
7
Cuando la oigo, la voz de Kelli adquiere una presencia y una inmediatez increíblemente reales, como si sus labios estuviesen pegados a mi oreja. Otras voces me llegan desde muy lejos. Como la de mi padre, por ejemplo, o la de la señorita Troy. Pero la de Kelli se me antoja siempre tan clara y próxima que cuando la oigo, mi primer impulso consiste en echar un vistazo a la derecha o a la izquierda, casi esperando ver su rostro. A veces la oigo de noche, sentado a solas en la mecedora del porche delantero; otras veces la oigo mientras hago visitas en el hospital acompañado por una enfermera o un médico. No importa dónde y cuándo la oigo: el tono y la claridad son siempre iguales, tan ricos y vitales como si Kelli estuviese viva aún, a mi lado, una voz tan físicamente presente que en ocasiones tengo la impresión de que mi memoria se ha convertido en su fantasma.
No obstante, nunca la veo, ni siquiera el vislumbre de una espeluznante forma incorpórea retirándose por un oscuro pasillo o desvaneciéndose en un nebuloso bosque. Cuando se me aparece, lo hace siempre por el largo túnel de los años, nunca como un espectro que estuviera flotando fuera de la ventana de mi habitación, ni como una forma que se me acercara flotando sobre el agua quieta de un oscuro lago. Hay veces en que casi deseo verla de forma tan melodramática. Un fantasma al que poder borrar con un sencillo gesto de la mano.
Pero no, surge, invisible y sin previo aviso, de un amplio surtido de situaciones familiares. Me fijo en una huella en la tierra húmeda, una cuerda colgada de una rama, un joven subiendo con aire ausente por la carretera de la montaña, y de repente todo esto encaja en el misterio que el sheriff Stone tanto se empeñó en resolver.
Murió hace quince años, en los huesos, anciano ya, carcomido por el cáncer. No me había escogido como médico, mas cuando me enteré de que se estaba muriendo, fui a verlo al hospital; se encontraba boca arriba, totalmente lúcido pero muy debilitado. Lo saludé al acercarme a su cama y no me contestó, por lo que al cabo de un rato me di la vuelta para salir. Entonces sentí su mano: me había cogido de la manga, y tiraba de ella con tanta insistencia como se lo permitía la poca fuerza que le quedaba.
Se la cogí, se la coloqué firmemente en el pecho y le di una palmadita consoladora.
—¿Está cómodo, sheriff? — pregunté con gentileza.
Sus ojos chispearon de súbito, como si, viniendo de mí la pregunta, no mereciera más que desdén.
—No, no lo estoy —dijo con voz rasposa y dura—. ¿Lo estás tú?
Iba a contestar con desenvoltura, pero ya me había dado la espalda.
El sheriff Stone no siempre fue tan brusco, y cuando vino a hablar conmigo aquel día lejano, emanaba autocontrol y aplomo. Era un hombre corpulento, redondo, con aspecto de oso, pero de porte inesperadamente grácil. Rara vez iba armado, y solía recurrir a la fuerza de su personalidad para conseguir lo que deseaba de las gentes que estaban bajo su autoridad. «El último de su categoría», decía de él mi padre, y creo que tenía razón.
Ya llevaba treinta años siendo sheriff cuando me interrogó por primera vez. Poseía la impresionante serenidad de un hombre que conoce una gran cantidad de secretos, pero que tiene la suficiente fuerza de voluntad para callárselos.
—Soy el sheriff Stone —dijo en el umbral de la puerta, y cambió su enorme peso de una pierna a la otra—. Tengo entendido que conocías a Kelli Troy.
Ha transcurrido muchísimo tiempo desde ese primer interrogatorio, pero en ocasiones, cuando paso frente al cementerio, echo una ojeada a la gran lápida gris de su tumba, siento que me embarga una intensa oleada de calor y me doy cuenta de que se ha aunado a la vasta colección de cosas que, en Choctaw, me devuelven a Kelli con un repentino impulso febril.
No obstante, más aún que tales conmovedores recordatorios, es sin duda mi propia memoria la que la mantiene cerca, la que repasa continuamente y revela los días contados que le quedaban y que caían del tronco de la vida, uno a uno, como pequeños pétalos blancos.
La vitalidad de aquella época me golpea con mayor dureza cuando pienso en ella, en lo viva que estaba, las chispas que parecía despedir, sobre todo cuando se aproximaba su fin. Puso mucho empeño en el Wildcat, pero yo me fijaba que aun después de trabajar en él toda la tarde, le quedaba energía de sobra, energía que no sabía utilizar.
—Quiero hacer algo —me dijo una vez, según íbamos a su casa una noche—, pero no sé qué. — Se estremeció—. Es como si la piel me apretara demasiado.
Soy lo bastante mayor para saber que a veces las personas impetuosas se consumen prematuramente, y que las personas que de jóvenes parecen más llenas de espíritu y energía no tienen por qué ser las que dejen una gran huella. Después de todo, la vida no es sino un tahúr con muchos ases en la manga, y cuando pienso que Eddie Smathers es uno de los ciudadanos más acaudalados y respetados de Choctaw, que Todd Jeffries se encuentra ya bajo tierra, que la vida de Sheila Cameron está envuelta en una indescriptible pena, me percato de que la vida puede dejarnos caer una carta inesperada. Quizá Kelli también se habría dejado atrapar por alguna de las incontables trampas que nos menoscaban y nos llevan por mal camino, alteran nuestros primeros sueños y convierten inicios apasionados en finales modestos. Es posible que con el paso del tiempo Kelli no hubiese sabido mejor que la mayoría de nosotros cómo evadirse de las trabas corrientes que nos impone la vida.
Esta, sin embargo, no era una posibilidad que, en su resumen final, el señor Bailey quisiera que se tuviese en cuenta. Para empezar, entregó una fotografía de Kelli al presidente del jurado y le pidió que la fuera pasando a los demás miembros. Desde mi asiento en el frente de la sala, me fijé en que era la que habían tomado a principios de primavera, una foto para el anuario en la que su rostro aparecía enmarcado por sus rizos morenos.
—Por todo lo que sabemos de esta jovencita, podemos deducir que la vida de Kelli Troy habría sido buena, y quizá hasta notable.
La señorita Troy se hallaba a unos centímetros de mí cuando el señor Bailey lo dijo, y recuerdo que justo en ese momento se desmoronó por única vez durante el largo tormento que supuso el juicio: agachó la cabeza, se la tapó con las manos y sus hombros temblaron mientras sollozaba.
La maldición de la memoria es que se demora en las posibilidades, que considera no sólo lo que fue, sino también lo que podría haber sido. A veces, por la tarde, cuando regreso de casa de un paciente y me encuentro en la carretera de Choctaw a Collier, distingo las lucecitas cuadradas de la casa de Kelli y, de repente, me siento incapaz de pasar de largo; aparco el coche en el arcén y clavo la vista largo tiempo en las pequeñas y brillantes ventanas, el viejo porche de madera, la chimenea negra que nunca se utilizó. En estas ocasiones la evoco como era, corriendo escalones abajo hacia mi coche con un montón de libros de texto entre los brazos, toda ella juventud y energía, cuando tenía aún por delante la mayor parte de la travesía por la vida. A veces también veo aquello en lo que podría haberse convertido, mayor y más sabia, con mechones grises en el cabello y la personalidad formada por una experiencia más profunda y larga de la existencia, acercándose más lentamente a mí, con los brazos abiertos, magnífica y hermosa en la plenitud de su madurez femenina. Incluso hay momentos en que la veo, no como habría sido en el futuro, sino como la dejaron ese día en Breakheart Hill. Veo la devastación que perpetraron en su cuerpo, como la vio Luke antes de correr loma arriba en busca de ayuda. Veo su sangre relucir en mis manos como relucía en los pantalones de Luke. Pero no salgo corriendo como él, pues sé lo que Luke no podía saber, o sea, que nada puede ayudarla, que no hay modo de curar sus heridas. Y hago lo único que puedo: me arrodillo a su lado, cojo su vida rota entre los brazos y pronuncio su nombre.
***
—Kelli —dije—, ¿qué te parece esto?
Estábamos sentados en el despachito del sótano, ya avanzada la tarde, apenas una semana después de que empezáramos a colaborar juntos en el Wildcat; ella, en su pequeño escritorio de madera, que había apoyado a la pared del fondo.
Le di el papel.
—Es uno de esos chismorreos que Allison solía publicar en cada numero —añadí—. June Compton me lo ha traído esta mañana.
Kelli lo cogió, lo puso debajo de la lámpara y lo leyó en voz alta.
—«Problemas en el Paraíso. Cuidado, que va a haber una ruptura.» —Me miró—. ¿A quién se refiere?
Me encogí de hombros.
—A alguna pareja de la pandilla de Turtle Grove. Es la única gente que June conoce.
Resulta que yo tenía razón. No más de quince minutos después, Mary Diehl se presentó en el despacho. Vestía una blusa azul marino y falda negra; recortada contra la luz del pasillo semejaba una figura chamuscada, inmóvil y silenciosa, hasta que Kelli alzó la mirada y se fijó en ella.
—Hola, Kelli —dijo Mary, en voz queda, y su mirada se dirigió hacia mí—. Hola, Ben. ¿Estáis trabajando en el Wildcat?.
—Sí —contesté.
Se esforzó por sonreír, asida al encanto férreo que su madre le había enseñado a mostrar, fuese cual fuese la circunstancia.
—Sólo quería saber si June Compton os ha dado algo para publicar.
—Sí.
—¿Crees que podrías dármelo, Ben? — Echó una mirada cohibida, primero a Kelli y luego a mí—. Es una cuestión personal y no quiero que salga en el Wildcat.
No sé por qué, pero vacilé. Acaso porque deseaba experimentar una deliciosa sensación de poder, por muy fugaz que fuese, sobre Mary Diehl, que en ningún otro momento se había fijado en mí.
—Me gustaría dártelo, Mary, pero debería leerlo primero.
—Preferiría que no lo hicieras, Ben. — Su voz tembló ligeramente—. Es privado.
—Lo sé, Mary, pero como director del periódico tengo que...
Oí la silla de Kelli raspar el suelo de hormigón y a continuación vi su cuerpo pasar frente a mi escritorio.
—Ten, Mary. June se lo ha dado a Ben esta mañana. Ni siquiera hemos tenido tiempo de leerlo.
Mary le arrancó a Kelli el papel de las manos con un gesto casi frenético.
—No es nada malo en realidad —se apresuró a explicar—. Pero June es una metomentodo, lo sabéis, y... —se interrumpió y su voz perdió parte de la tensión y una expresión de alivio se dibujó en su cara—. Bueno, gracias por devolvérmelo.
Dobló el papel, se lo metió hasta el fondo del bolsillo de la falda y regresó al corredor habiendo recuperado su habitual compostura, la gracia y el aplomo de la típica chica de Turtle Grove.
—Adiós —dijo, y desapareció.
Una vez que se hubo marchado, traté de restar importancia al asunto.
—Seguro que lo de la ruptura iba con ella y Todd. Supongo que tienen problemas.
Kelli había vuelto a su escritorio, pero clavó en mí una mirada fría y severa.
—Debiste dárselo enseguida.
—¿Qué quieres decir? — inquirí, si bien ya lo sabía.
—Hiciste que te rogara, Ben. ¿Por qué?
No tenía una respuesta adecuada.
—Tienes razón —reconocí—. Debí darle el papel, sin más.
Kelly me observó atentamente con una expresión tan grave que su rostro parecía de piedra. Sus ojos, casi inmóviles, semejaban dos charcos negros, aunque percibí que su mente daba vueltas, recordaba, valoraba, emitía juicios.
Hubo un momento en que temí que no volvería a dirigirme la palabra; no obstante, su severidad se quebró en una sonrisa.
—Pero debe de ser bonito —comentó, casi como de paso.
—¿Bonito? — Su brusco cambio de actitud me descolocó—. ¿Qué es lo que debe de ser bonito?
—Querer tanto a alguien. Como Mary quiere a Todd. — Esbozó una serena sonrisa—. Sentirse desesperado ante la perspectiva de perder a alguien.
Se me antojó el momento adecuado para plantearle una cautelosa pregunta.
—¿Tú has sentido eso por alguien?
Negó con la cabeza.
—No, pero espero que algún día me pase.
Quise continuar con la conversación, pero me dio la espalda y volvió a sus tareas.
La siguiente hora trabajamos en silencio.
—¿La habrías publicado? — inquirió de repente.
Había transcurrido tanto tiempo que no sabía a qué se refería.
—¿Qué cosa?
—La nota que te dio June. ¿La habrías incluido en el Wildcat?
Me giré hacia ella.
—No lo sé. Puede que sí. — Me encogí de hombros—. Pero de haberlo hecho, me habría sentido avergonzado; al menos eso espero. Es lo peor que uno puede hacer, ¿no crees?, desilusionarse a sí mismo. — La contemplé en silencio, y añadí—: O desilusionar a otra persona, a alguien que admiras. Eso es lo peor, ¿no crees?
Kelli negó.
—No, lo peor es que alguien a quien quieres te desilusione a ti. — soltó con inesperada vehemencia—. Eso sí que es malo. — Entornó los ojos y distinguí en ellos un extraño tumulto, aunque a todas luces la causa de dicho tumulto era algo que no deseaba revelar. Apartó la vista a toda prisa, para luego volver a mirarme, ya más serena—. En todo caso, me alegro de que le hayamos dado la nota de June.
—Yo también.
Cerramos el despacho unos minutos más tarde y salimos al aparcamiento. Kelli no tenía coche y, en los días en que trabajábamos hasta tarde, yo la llevaba a Collier. Había oscurecido cuando llegamos a su casa, y fuera podía oírse el silbido de un helado viento otoñal.
—Abrígate bien —le sugerí, señalando con la cabeza la bufanda a cuadros que colgaba de su cuello.
Me dirigió un mirada extraña, como si la sorprendiera mi preocupación.
—Lo haré —murmuró, y se inclinó y me cogió de la mano—. Gracias, Ben.
No fue sino un pequeño gesto de afecto y, sin embargo, aún recuerdo el hormigueo que provocó su piel sobre la mía, y el tiempo que duró la sensación, hasta mucho después de que ella hubiese apartado la mano. Y sé que con cada día que transcurrió a partir de entonces, el anhelo que experimentaba por ella creció, junto con la incómoda conciencia de mi propia torpeza y falta de experiencia, de mi «virginidad», que ya no era un mero hecho vagamente lamentable y bochornoso, sino una sutil acusación de falta de virilidad y de inadecuación, la primera semilla del odio que llegaría a sentir por mí mismo.
Kelli no podía saberlo, de modo que día tras día continuó actuando conmigo como lo haría cualquier jovencita, tocándome desenfadadamente de vez en cuando, pues sin duda me consideraba tan inofensivo como yo mismo me consideraba, aunque con cada contacto aumentaba el calor, poco a poco, grado a grado.
Al sentir ese calor, incapaz de actuar en consecuencia, empecé a construir mi máscara y a ocultarme detrás de ella. En ningún momento le indiqué que para mí se estaba convirtiendo en más que una amiga. Conversaba con ella sobre temas insustanciales y bromeaba de vez en cuando. Le daba rápidas indicaciones sobre el vocabulario sureño, y en ocasiones me burlaba de su acento norteño. De cuando en cuando hasta le hablaba de otra chica, inventaba sentimientos que no eran míos, fingía deseos que eran mucho más corrientes y fáciles de manejar que los que sentía en realidad.
Gracias a esto, en las siguientes semanas nuestras conversaciones en el trayecto a su casa continuaron siendo más o menos rutinarias, centradas casi todas en temas triviales referentes al instituto. Hablábamos de Luke y Betty Ann, nos mofábamos de que encajaban tan bien que parecían llevar varios años casados. El nombre de Sheila Cameron surgía en ocasiones, así como el de algún que otro maestro o maestra.
No obstante, también hablábamos de cosas que no tenían que ver con el instituto, sobre todo de los años que seguirían a nuestra graduación, de nuestro futuro.
—Nunca te lo he preguntado —manifesté una tarde hacia finales de noviembre—, pero, ¿que piensas hacer al salir del instituto?
Los días ya eran muy cortos y las sombras de la tarde nos cubrían según nos dirigíamos hacia mi coche; recuerdo que, a pesar de esa especie de neblina, vislumbré una extraña perplejidad en su rostro.
—En realidad, no tengo planes.
La respuesta me sorprendió.
—Quiero decir, ¿a qué universidad piensas ir? — insistí.
Sacudió la cabeza.
—Eso tampoco lo sé. — Reflexionó un momento y me hizo, a su vez, una pregunta:
—¿Crees que todo el mundo ha de ir a la universidad?
—Me parece el paso más lógico.
—¿Hacia dónde?
No encontré ninguna respuesta.
—¿Quieres decir el siguiente paso en la vida? — sugirió.
—Supongo que sí —reconocí—. No conozco ningún otro paso.
—Muchas personas consiguen un empleo o se casan. Tienen hijos y sientan cabeza.
—Pero tú, no. Tú no te contentarías con esa clase de vida.
—¿Por qué no?
—Porque no serías feliz, Kelli... porque eres tan... diferente.
Recuerdo haber percibido el tono enfático, casi apasionado de mi voz, y recuerdo también que le siguió una súbita y temerosa retirada, como si hubiese expuesto la membrana exterior de algo infinitamente frágil y cuidadosamente velado en mi interior, algo que me apresuré a devolver a su concha.
—Quiero decir que eres muy inteligente y todo eso —añadí—. Ciertamente que deberías ir a la universidad.
La momentánea perplejidad se desvaneció del rostro de Kelli, sustituida por el más familiar desenfado.
—Si consigo el dinero... —comentó al abrir la puerta y subirse al auto.
Me acomodé detrás del volante.
—Supongo que tu madre puede permitírselo, ¿no? — pregunté, como si nada, al encender el motor.
Kelli negó con la cabeza.
Titubeé.
—¿No hay nadie más que pueda ayudarte? — La pregunta se refería, naturalmente, al resto de su familia, así como una indirecta a su padre.
—Nadie —contestó en tono contundente.
Condujimos hasta Collier sumidos en un silencio total. Kelli permaneció inmóvil, con las manos en el regazo y la vista clavada en la carretera. Yo le echaba una que otra miradita, tratando de encontrar algo que la sacara de la ansiedad que adivinaba en su rostro, pero todo lo que se me ocurría se me antojaba insensible y mundano, de modo que me dejé llevar por el silencio.
Ya casi había oscurecido del todo y sobre el valle caía una profunda sombra, cuando aparqué en el camino de entrada de Kelli.
—Bien, hasta mañana —dije con un hilillo de voz.
Kelli no se movió y luego sus ojos se posaron en mí.
—No tengo padre, Ben —declaró, con voz resuelta.
No supe qué contestar. Había oído hablar de malos padres, padres borrachos, padres desaparecidos, pero nunca había oído a nadie afirmar tan abiertamente que no tenía padre.
Los ojos de Kelli me traspasaron.
—Dejémoslo, ¿quieres?
Asentí.
—Claro.
Siguió contemplándome con fiereza, como si anticipara un reto por mi parte.
—Bueno, pues buenas noches —dijo por fin y se apeó.
Encendí las luces delanteras y la observé andar entre sus haces amarillentos. Subió con presteza los escalones de madera y desapareció con igual prontitud en el interior de la casa. En circunstancias normales habría abandonado el camino de entrada de inmediato, pero algo en la repentina e inesperada intensidad de nuestro último intercambio de palabras se me quedó profundamente grabado, de modo que no me marché hasta haberla entrevisto de nuevo, una mera silueta pasando frente a una ventana iluminada; no había duda alguna de que era ella y que sus largos brazos desenvolvían la bufanda enlazada al cuello.
Pensé en Kelli durante todo el camino a casa, aunque no recuerdo en qué términos; sólo puedo deducir que empezaba a sentirla no únicamente con sensualidad y anhelo, sino también como una presencia tan imprecisa como misteriosa, y que me resultaba extrañamente seductora. Comparadas con ella, las otras chicas del instituto se me antojaban simples y transparentes, productos predecibles del mundo que las había engendrado. Hablaban con acento familiar de temas familiares, y su futuro era tan diáfano como su pasado. De todas las chicas que conocía, sólo Kelli poseía la fascinación de lo que no se nos revela, un misterio que me atraía con la misma fuerza que el tacto de su piel.
En el curso de las siguientes semanas Kelli ocupó tan exclusivamente mi mente que otras personas empezaron a notarlo; Luke llegó incluso hasta mencionármelo.
—Seguro que te has encaprichado de Kelli Troy —me dijo mientras íbamos a Cuffy's una tarde.
Lo negué.
—Y una mierda.
—No dejas de hablar de ella. Siempre te sales con «Kelli y yo fuimos a tal lugar» o «Kelli y yo estamos trabajando en esto o aquello». — Me dirigió una mirada de complicidad—. Siempre estás en ese despachito con ella, o bien llevándola en coche de aquí para allá.
—Tenemos que trabajar en el Wildcat después de clase —respondí acaloradamente, como defendiéndome de una acusación—. Los autobuses se marchan antes de que terminemos, así que tengo que acompañarla a su casa.
Luke me lanzó una mirada penetrante.
—¿Tienes que hacerlo? — dejó escapar una carcajada—. ¿Como si fuera una faena, una obligación?
Guardé silencio.
—Deberías pedirle que salga contigo, Ben. Es lo que hacen los chicos cuando les gusta una chica. Salen con ella. Quedan con ella. No se limitan a trabajar junto a ella en la escuela y luego llevarla a casa. Van juntos al cine o a patinar, o algo así.
Sacudí la cabeza.
—¿Por qué no?
Me encogí de hombros.
—No va a ser eternamente la chica nueva —me advirtió—. Alguien quedará con ella y habrás perdido tu oportunidad.
Mantuve la vista fija al frente; no quería mirarlo a los ojos por temor a lo que pudiera descubrir; es un gesto al que he ido recurriendo en los años que han transcurrido desde entonces.
—No lo entiendo. Si te gusta, queda con ella, así de sencillo.
Busqué una respuesta y le di una, no muy convincente, pero la mejor que se me ocurrió.
—No tiene sentido pedirle que salga conmigo. Ella vive aquí, en Choctaw, y le gusta este lugar, y yo no voy a regresar después de la universidad... así que no tiene sentido... ya sabes... comprometerse con ella.
Luke pareció de lo más perplejo frente a este razonamiento.
—¿O sea que piensas poner en punto muerto toda tu vida hasta que te largues de Choctaw? — inquirió, asombrado—. ¿Vas a ser neutral durante un año y medio?
—Estaré ocupado. No es fácil que te acepten en una escuela de medicina.
La risa ligeramente socarrona me hirió.
—¿Sabes cuál es tu problema, Ben? El problema es que todo tiene que seguir un cierto orden para ti.
No abrí la boca.
El me observó con expresión maliciosa.
—Quizá yo le pida que salga conmigo. ¿Crees que lo hará?
Lo miré como fulminándolo.
—Creí que tú y Betty Ann erais novios.
—Betty Anne es agradable —comentó, casi como descartándola—, pero me gustaría conocer a una persona diferente. Como una chica del Norte.
Fingí indiferencia.
—Pues adelante, pídeselo.
Luke me dirigió una mirada penetrante, una de las que solían traspasarme.
—¿Es que le tienes miedo?
Esto me ofendió.
—¿Miedo? ¿Por qué iba a tenerle miedo?
Él me observó casi con ternura, como si estuviese a punto de enseñarle algo a un chiquillo, y nunca he olvidado lo que dijo:
—Siempre le tenemos miedo a la chica de la que estamos enamorados, Ben.
Dicha declaración me dejó atónito. La idea de estar enamorado me era tan ajena a todo lo que había pensado hasta ese momento que me quedé sin habla. Sabía que cuando llevaba a Kelli a casa por las tardes, tenía ganas de quedarme sentado en el coche y conversar hasta el amanecer, y que cuando cometía un error, por nimio que fuera, en su presencia, me sentía totalmente vulnerable y abochornado, como si aquello me descalificase ante ella. Sabía también que cuando oía su cuerpo frotarse tras la falda o sentía su hombro tocar el mío cuando nos inclinábamos sobre el pequeño escritorio en el despacho de la oficina, experimentaba una tensión sobrecogedora, como si mi cuerpo fuera recorrido por una ligera corriente eléctrica. Más que nada, sabía que las demás personas palidecían a su lado, que si alguna vez me había interesado por otra chica, el interés se había desvanecido del todo. Pero ¿era amor? Aun cuando desde un principio hubiese sabido que lo que sentía por Kelli era amor, me habría parecido absolutamente inconcebible que a tan corta edad pudiese uno ser presa de una emoción tan increíblemente poderosa y conservar para siempre su impronta.
Aquella tarde Luke no volvió a referirse a Kelli, y ahora, cuando la menciona, ya no lo hace en el contexto del amor adolescente. Otras cosas lo obsesionan, preguntas que no lo sueltan, y que aborda continuamente, desde un ángulo u otro, pero siempre concluye con los numerosos aspectos que lo preocupan y lo eluden cuando piensa en ella.
De repente plantea una pregunta, como si acabara de ocurrírsele, aunque sé que ha llegado a ella tras una larga reflexión; le surge como un cuerpo que lleva mucho tiempo sumergido.
—¿Por qué no te llamó ese día, Ben?
Es un soleado día de verano; se diferencia poco de aquel otro soleado día veraniego de hace treinta años, cuando dejó a Kelli en la carretera de la montaña.
—¿Llamarme, cuándo?
—Aquella tarde, cuando necesitaba que la condujeran a Breakheart Hill. Al fin y al cabo, siempre la llevabas.
—Sí.
—Entonces, ¿por qué no te llamó? Nunca lo he entendido.
Poso la mirada en la oscura espiral de una aguja distante.
—Puede que tratara de llamarme.
—¿Dónde estabas?
No puedo evitar preguntarme si, después de tramarlo durante años, está a punto de ponerme una trampa.
—Dando una vuelta.
Me observa con aire dubitativo.
—¿Por qué?
Me encojo de hombros.
—Me imagino que tenía cosas en las que pensar.
Siento que se va aproximando ese momento. Nos llega un olorcillo a violetas y me evado con una mentira.
—Nada concreto. La obra de teatro, quizá.
Si bien mi respuesta no parece satisfacerlo, no tiene con qué rebatirla. No tiene nada más que la duradera suspicacia, nada más que el recuerdo de mi rostro cuando se puso de pie frente a mí con los pantalones manchados de sangre, tratando desesperadamente de describir lo que había visto en Breakheart Hill. Y, sin embargo, le ha bastado para impulsarlo a lo largo de los años, con una pregunta tras otra.
—¿Sabías que subiría ese día?
Sacudo la cabeza.
Durante un momento me contempla con firmeza, pero luego desvía la vista.
—Algo la tenía inquieta, pero no me dijo el qué. — Guarda silencio y añade—: Pero ¿por qué iba a querer ir allí?
—Te lo dijo, ¿no?
—Sólo dijo que necesitaba pensar. Nada más.
—Puede que fuera eso.
—Pero ¿sobre qué tenía que pensar que fuese tan importante?
—Tal vez quería estudiar sus parlamentos. íbamos a empezar la obra la noche siguiente.
—Si eso es cierto, habría llevado un ejemplar de la obra —insiste—. El sheriff Stone tenía más bien la idea de que iba a encontrarse con alguien.
—¿Qué le hizo pensar eso?
—El que no había hecho arreglos para que alguien fuera a buscarla después. Eso siempre le molestó. Me preguntó si había mencionado sus planes para el regreso, y le dije que me ofrecí a ir a recogerla, pero que ella me dijo que no fuera. ¿Y sabes qué dijo el sheriff Stone? Dijo: «Algo no encaja. Algo no encaja en todo esto».
Me quedo callado.
Luke agita lentamente la cabeza.
—¿Por qué no quería Kelli que fuera a buscarla, Ben?
—Puede que quisiera regresar a pie —respondo, restando importancia a la pregunta.
—No lo creo. Joder, son más de tres kilómetros de allí a Choctaw. Seguro que no pensaría caminar tanto.
—Probablemente no —reconozco—. Pero en esos tiempos estaba la tiendita muy cerca de donde la dejaste. Grierson, ¿te acuerdas?
—¿Y qué?
—Pues puede que planeara llamar a alguien desde allí.
—¿Para que la recogieran, quieres decir?
—Sí.
—De eso nada, Ben. Era domingo. La tienda estaba cerrada.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque allí estaba él. Allí fue donde lo vi, ¿no te acuerdas?
Evoco al instante el momento en que lo oí describir por primera vez lo que acababa de ver aquella tarde. La sala del juzgado se encontraba atestada de espectadores, mi padre y yo estábamos apiñados con los demás. No muy lejos, vi a la señorita Carver sentada en la primera fila, rígida, con los ojos clavados en Luke, que se dirigía al banco de los testigos.
El silencio invadió la sala en cuanto el señor Bailey empezó a interrogarlo.
Veamos, Luke: Dejaste a Kelli Troy en la montaña muy cerca de Breakheart Hill aquella tarde del veintisiete de mayo, ¿es así? Sí, señor.
¿ Y qué hora dirías que era? Sobre las tres y media.
Y después de dejar a Kelli, ¿bajaste de la montaña solo? Sí, señor.
Hasta Choctaw, sin parar, ¿es así, hijo? Sí, señor.
Y al bajar de la montaña, ¿viste a otra persona en la loma? Sí, señor, vi a alguien.
¿ Y dónde la viste?
Frente a la tienda de Grierson.
¿Qué hacía?
Subía por la carretera de la montaña.
¿Hacia dónde exactamente?
Hacia Breakheart Hill.
¿A qué distancia calculas que se encuentra la tienda de Grierson de Breakheart Hill, Luke?
Yo diría que a kilómetro y medio.
Se tardaría más o menos media hora en recorrer ese trayecto, ¿no crees?
Más o menos, sí, señor.
Ahora bien, Luke, si volvieras a ver a la persona que viste caminando hacia Breakheart Hill aquella tarde, ¿la reconocerías?
Sí, señor.
¿Podrías señalar a esa persona y decirnos su nombre?
Luke señaló con mano firme y pronunció el nombre: «Lyle Gates.»
Recuerdo que cuando mencionó el nombre, eché una ojeada a Lyle, que se hallaba sentado al lado de su abogado. Llevaba un traje gris que le quedaba pequeño; los puños de la camisa se salían demasiado de las mangas de la americana, y los calcetines blancos se estiraban hacia las perneras del pantalón. Tenía las manos apretadas sobre la mesa, y recuerdo que me fijé en que los cortes y las rozaduras que el sheriff Stone había visto en ellas cuando lo interrogó por primera vez habían cicatrizado desde su detención. Estudié sus hombros caídos, su modo de mantener la cabeza ladeada, como para evitar un puñetazo invisible. Sus ojos se movían de un lado a otro, incapaces de detenerse en nada, hasta dirigirse hacia mí y quedarse allí, como si ahora fuera él el que me estudiaba, como lo había hecho yo con él. Aparté la mirada y la centré en Luke, hasta que, al cabo de unos minutos volvió a desviarse hacia Lyle. Este se había apoyado en el respaldo y ya sólo distinguí su perfil; aun así, sabía que sus ojos se movían sin cesar, saltando nerviosamente de aquí para allá.
El señor Bailey estaba acabando de interrogar a Luke.
Ahora bien, cuando viste a Lyle Gates, iba andando, ¿es así?
Sí, señor.
¿Había un coche o un camión por allí?
Yo no vi ninguno.
Sólo viste a Lyle Gates caminando, ¿es así?
Sí, señor.
Ahora, hijo, tengo que preguntártelo de nuevo, porque muchas cosas dependen de tu respuesta. ¿Estás absolutamente seguro de que viste al acusado, Lyle Walter Gates, andar hacia Breakheart Hill a eso de las tres y media de la tarde del veintisiete de mayo?
Sí, señor.
¿Lo viste con tus propios ojos?
Sí, señor, lo vi con mis propios ojos.
Creo que, pese a todos los años transcurridos, Luke todavía ve a Lyle Gates cuando cierra esos ojos azul pálido a que se refirió en el interrogatorio. Pero ¿lo ve exactamente como lo vio aquel día en la ladera, un delgado joven que subía trabajosa y cansadamente frente a la tienda de Grierson, con la radiante luz del sol resplandeciendo sobre su cuidado cabello rubio? ¿O lo ve como yo veo tan a menudo a Kelli Troy, como un corredor que trepa a toda prisa por una serpenteante carretera, con el cuerpo abriéndose paso a través de enmarañados y brutales matorrales de helechos y zarzas?
8
Luke no es el único que recuerda a Kelli Troy. Sheila Cameron la recuerda también. Hace varios años, después de que se erigiera el pequeño monumento conmemorativo en Breakheart Hill, rompió el largo silencio tras el que se parapetaba desde la muerte de Rosie. No fuimos juntos a la ceremonia y yo no esperaba que me abordase. Durante los discursos antes de descubrir el monumento, escuchó en silencio y apartada, casi sin moverse. En los últimos años yo había tratado de atravesar su pétreo aislamiento, pero rechazó cada intento, siempre con cortesía, so pretexto de que «no era muy sociable». Sin embargo, aquel día de la conmemoración, algo en ella se soltó y, al final de la ceremonia, se acercó a mí y me acompañó loma arriba. Pese al calor iba envuelta en un largo abrigo, y sus ojos, como de costumbre, se ocultaban detrás de los cristales oscuros de sus gafas.
—Es extraño el modo en que todo vuelve a la memoria —dijo.
—Sí.
—Pensé que hablarías acerca de Kelli.
—Le pedí a Luke que lo hiciera. Me habría costado demasiado.
—Perdimos mucho cuando la perdimos a ella. Tan joven...
Se refería a Kelli, si bien yo sabía que hablaba también de Rosie y evoqué el momento, casi veinte años antes, en que extraje la diminuta criatura de su matriz y la coloqué entre sus brazos.
Al cabo de un momento, Sheila se volvió hacia mí.
—¿Sabes, Ben?, a veces creo que hay una especie de animal ahí fuera. Es invisible. No lo vemos. Pero nos devora. Devora nuestras vidas. — Esperó mi respuesta, fija su mirada en la mía, pero guardé silencio, por lo que se volvió hacia el valle—. Aunque es igual por todas partes, ¿no crees? — preguntó en tono cansino.
Rememoré una frase de hacía mucho tiempo.
—Cada lugar es el mundo entero —comenté, citando a Kelli Troy.
Se me antoja raro que de todas las chicas que conocieron a Kelli durante el año que asistió al instituto de Choctaw, Sheila fuese la que más llegó a parecerse a una amiga. No era una amistad que yo hubiese podido predecir, pues Sheila, hija única de una de las familias más antiguas y acaudaladas de la ciudad, era típica de la pandilla de Turtle Grove. Formaba parte de un círculo compuesto por otras muchachas del barrio, un grupito cerrado que dominaba casi enteramente el instituto. Asistían a sus propias fiestas, se hacían miembros de los mismos clubes, se robaban los novios y los descartaban, y, finalmente, iban juntas a la universidad de Alabama en Tuscaloosa, generalmente en la misma fraternidad, si bien alguna que otra se rebelaba e iba al sur, a Auburn. La mayoría de ellas eran exactamente lo que la vida había hecho de ellas: afables, y tan educadas que, por mucho que daban por sentados sus considerables privilegios, no nos los restregaban bajo las narices. Aun así, no eran propensas a mezclarse con las chicas de las montañas, ni con las de los pueblos rurales que rodeaban Choctaw, uno de los cuales era indudablemente Collier, el de Kelli.
De modo que me pareció extraño que Sheila me mencionara a Kelli aquella mañana, tras haberse dirigido desenfadadamente a mi taquilla con los libros entre los brazos.
—Hola, Ben.
Su sonrisa, jovial como siempre, y sus ojos color avellana, casi dorados, habían deslumbrado a la mayoría de los chicos del instituto en un momento u otro.
—Hola, Sheila.
Se apoyó en la fila de taquillas, con una pose casi seductora, como cobijándose en ellas.
—Estaba pensando en ti anoche —declaró y, al darse cuenta de lo raro que sonaba, soltó una carcajada—. Bueno, de hecho, estaba pensando en ti y en Kelli.
Esto me pareció no menos estrafalario que la primera parte de la frase.
—¿En mí y en Kelli? — contesté con una breve sonrisa—. ¿Qué te hizo pensar en nosotros?
—Es que voy a hacer una fiesta de Navidad en unas semanas y pensaba que a ti y a Kelli os gustaría ir.
No pude sino repetir, aturdido:
—¿Kelli y yo?
—Sois amigos, ¿no?
—Sí.
—No va a ser una fiesta normal, va a ser un baile, más o menos formal, como el baile de fin de año, pero en Navidades, con todos vestidos de gala. — Saludó a un par de chicas que pasaban y se volvió hacia mí de nuevo—. La voy a celebrar en el Club de Campo de Turtle Grove. Bueno, lo que no quiero es que vaya nadie solo, sin pareja.
Agité la cabeza.
—No creo que nos puedas describir a Kelli y a mí como una...
Sheila se rió y agitó la mano.
—No quiero decir que tengan que ser novios, Ben. Sólo dos personas juntas. Nadie solo, ¿sabes? Para que todos tengan con quien bailar. — Me observó un momento, diríase que buscando el modo de explicarlo mejor—. Lo que quiero decir es que no quiero que nadie se quede sin pareja cuando empiece el baile.
Le di la espalda y jugueteé inútilmente con todos los libros y los papeles que había metido en la taquilla.
—¿Has hablado de esto con Kelli?
—No, quería hablar contigo primero.
—Pues puede que Kelli quiera ir con otra persona.
—No lo creo. Creo que les da miedo a los otros chicos. Por ser nueva, ya sabes, y por ser del Norte. Y por algunas de las cosas que escribe en el Wildcat. Parece muy cerebral. — Sacudió la cabeza—. Acabarán por aceptarla, claro, pero de momento mantienen las distancias.
Recordé al instante la advertencia de Luke: Kelli no sería «nueva» mucho tiempo, y si me interesaba, debía actuar enseguida. Me pareció que la fiesta de Sheila me ofrecía una oportunidad perfecta.
—Bien, lo hablaré con Kelli.
—Estupendo —contestó Sheila, alegremente, con la sonrisa en su lugar, un rasgo que, a la sazón, me parecía fijo e inmutable, el producto tan permanente de una naturaleza bondadosa que no podía llegar a imaginarme su rostro sin él.
Hablé con Kelli aquel mismo día. Para entonces, nos sentábamos juntos en la clase de inglés, y a veces conversábamos quedamente antes del inicio de la clase y luego intercambiábamos alguna que otra miradita mientras la señorita Carver describía, en términos extrañamente espeluznantes, la combinación «atormentada» de amor y odio que Heathcliff sentía por Catherine Earnshaw. Había momentos en que a la señorita Carver parecían alterarla las oscuras nubes que se cernían sobre ese distante páramo. En tono suave, ligeramente desolado, hablaba de pasión y tragedia como si fuesen una parte inevitable de la textura ignota de la vida, el hilo que trenzaba de modo inseparable un acto tras otro, de modo que cada generación cargaba con el legado de pérdida y ruina de la generación anterior.
Para entonces, además, Kelli y la señorita Carver permanecían en el aula después de clase; Kelli hacía preguntas o comentarios que prefería no hacer ante los demás alumnos, y la señorita Carver explicaba con mayor profundidad algún punto que había simplificado adrede para los otros. De vez en cuando yo también me quedaba y las escuchaba hablar sobre tal o cual libro de un modo que a mí, de ciencias, nunca se me habría ocurrido, pero que por fin me hizo comprender que ciertos libros no expresaban las cosas de manera simple y directa, sino desde cierto ángulo, misteriosamente, porque lo que describían era en sí inexacto, imposible de conocer, por lo cual no se podía describir en términos cartesianos, de acción y reacción.
Aquella mañana de diciembre, sin embargo, Kelli no permaneció en el aula, sino que salió directamente al pasillo. Casi había llegado a la escalera antes de que la alcanzara.
—Kelli —la llamé aproximándome por detrás.
Se detuvo y me miró por encima del hombro.
—Oye, Sheila Cameron me ha hablado esta mañana. Ha dicho que piensa celebrar una fiesta de Navidad en un par de semanas. Más o menos formal. En el Club de Campo de Turtle Grove.
Kelli me observó, impávida.
—Es una especie de baile —añadí, sintiéndome cada vez más nervioso bajo el examen de sus ojos negros e inmóviles—. Sólo para parejas. Ya sabes, para que todos tengan con quién bailar. — Vacilé y me lancé—. Pensó que tú y yo querríamos ir.
Kelli sonrió.
—Bueno.
Había aceptado demasiado pronto, por lo que quise asegurarme de que lo entendía bien.
—Quiero decir los dos, tú y yo, juntos.
—Sé lo que quieres decir. — Me dirigió una rápida sonrisa, se dio la vuelta tranquilamente y subió corriendo.
Luke estaba encantado cuando se lo expliqué esa tarde.
—Qué bien. Podemos ir todos juntos. Tú, yo, Betty Ann y Kelli.
Y eso hicimos. Era el veintidós de diciembre, y aunque habían pronosticado una fría lluvia invernal, el aire era claro y vigorizante, y la luna brillaba tanto que su luz perfilaba las montañas que se cernían en la distancia.
Luke escogió un enorme Lincoln último modelo de la tienda de coches de segunda mano de su padre, recogió primero a Betty Ann, luego a mí y, finalmente fue a Collier a recoger a Kelli.
—Esto tiene unos altavoces espectaculares —declaró orgullosamente y enumeró las otras características fabulosas del auto—. Tiene aire acondicionado, asientos dobles reclinables, tapizado de terciopelo de verdad, espacio ajustable para las piernas...
—Basta, Luke —lo cortó Betty Ann—. No voy a comprar el maldito trasto. — Me miró por encima del hombro—. ¿Y tú, Ben?
Hice un gesto negativo.
Nos encaminamos, pues, hacia la casa de Kelli. Cuanto más nos acercábamos, más nervioso me sentía. Me arreglé la corbata, me limpié las gafas, me aseguré de que tuviera la bragueta bien cerrada, el pañuelo de la americana en su lugar y bien limpio, los zapatos bien lustrosos.
—Me sorprendió mucho que Sheila me invitara —manifesté.
—Creo que no fue a ti a quien invitó, Ben —repuso Luke con un guiño malicioso—, creo que a quien invitó fue a Kelli. — Echó una ojeada a Betty Ann—. Por si no te habías enterado, Ben no es más que una mosca en el engranaje del carruaje, en lo que a esta fiesta se refiere.
Betty Ann echó la cabeza para atrás y se rió. Era de huesos anchos, pelirroja, de las que se sientan siempre a la sombra y cuya tez, en verano, está siempre sonrosada. Se reía con facilidad, sobre todo con las chanzas de Luke, con quien vive desde hace casi treinta años. Ahora es considerablemente más corpulenta, enganchada a los regímenes de moda, con una papada suavemente redondeada; la madurez le ha robado algunas brillantes mechas del cabello, pero de todas las personas que poblaron mi juventud, creo que es la que se ha fabricado la vida más fuerte. Es propietaria de una tienda en el elegante nuevo centro comercial, llena sus estanterías con espejos de lo que llama socarronamente «objetos de arte del Sur» y, al final de la jornada de trabajo, regresa donde Luke y el ultimo de sus tres hijos, ya que los dos mayores están en la universidad.
La he vuelto a ver hace apenas unas semanas cuando hacía mis compras navideñas en el centro comercial. Lucía prendas que encajaban con la temporada: una falda y una blusa rojo encendido, y una faja verde acebo en torno a la cintura.
—Si Papá Noel fuese mujer —me dijo, dándose la vuelta para que admirara su ropa—, su aspecto sería como el mío.
Había entrado a comprar unos regalos para algunas personas del hospital, práctica que inicié tras la muerte del doctor McCoy y que, no me cabe duda, él habría desaprobado.
—Parece que tendremos una Navidad blanca este año —añadió Betty Ann al completar la vuelta y se me acercó.
—Eso dicen.
—Hace muchos años que no la hemos tenido. — Reflexionó un momento—. Unos ocho o nueve años, diría.
—Por lo menos.
—Jimmy era todavía una cosita de nada, ¿te acuerdas? Igual que la pequeña Amy.
Asentí.
—Los llevamos a dar una vuelta en trineo.
Recuerdo muy bien aquel día. La montaña constituía un muro blanco y Luke llevó a todos montaña arriba; pasamos de largo el recién abandonado instituto, hasta llegar a un lugar donde nos apiñamos en la nieve que nos llegaba hasta los tobillos, y observamos a los niños bajar, jubilosos, por la más suave loma superior de Breakheart Hill. Luke se hallaba de pie con un brazo sobre los hombros de Betty Ann, y yo con Noreen acurrucada a mi lado; los cuatro charlamos tranquilamente bajo un esquelético y crujiente tejado de ramas congeladas.
Al cabo de un rato los niños se agotaron y todos regresamos al coche; Noreen y Betty Ann iban unos pasos detrás de Luke y de mí.
—Sabes, al vernos todos juntos en el coche subiendo por esta carretera —comentó Luke—, me hizo recordar la noche en que todos fuimos a la fiesta de Sheila Cameron en Turtle Grove. Excepto, claro, que eso fue con... —Se interrumpió, bajó la voz y continuó a toda prisa, cohibido, como si se hubiese topado inesperadamente con una sombría asociación y quisiera pasarla sin demora—. Bueno, ya sabemos que fue con Kelli.
Eché un vistazo hacia atrás y casi la vi como habría sido aquella tarde nevada, una mujer guapa con abrigo oscuro, andando al lado de Betty Ann Duchamp, con el rostro más maduro, arrugas en los ojos, el acento algo más sureño con las oes y las aes más redondeadas, pero con el cabello oscuro llegándole todavía hasta los hombros, con la misma bufanda a cuadros en torno al cuello, aunque ahora con una niñita tirándole de la mano, una que igual habría podido llamarse Amy.
Luke no dijo nada hasta aproximarnos al coche. Era una camioneta, y Luke le había puesto las cadenas imprescindibles para subir por la carretera de la montaña.
—Lleva quince años esperando a usar estas cadenas —se mofó Betty Ann mientras Luke enfilaba la carretera e iniciábamos el descenso hacia Choctaw.
Luke se rió con el comentario, si bien me fijé en que en su cabeza habían vuelto a surgir las viejas preguntas, y creo que fue a partir de ese preciso momento, según íbamos ascendiendo las nevadas lomas de Breakheart Hill, que empezó a evocar adrede y sin cesar aquel acontecimiento único que tanto marcó su juventud, a enfrentarse a las dudas que seguían persiguiéndolo; utilizó la fiesta en Turtle Grove como punto de embarque de su travesía hacia el pasado.
Kelli nos esperaba cuando acudimos a su casa aquella noche de diciembre, pero nada me había preparado para la visión que me aguardaba, una hermosa joven en un largo abrigo rojo, bajando regiamente un corto tramo de escalones y corriendo a través de la profunda oscuridad para llegar, sin aliento, a mi lado.
—Creí que me habíais olvidado —exclamó.
Sonreí y, sin saberlo, pronuncié una promesa que nunca he roto:
—Eso, nunca.
Hay un Turtle Grove en cada pueblo y ciudad, siempre en las afueras, más allá del alcance de sirenas y silbatos de fábricas. Los céspedes son más verdes y mejor cuidados; los árboles, más grandes, más frondosos y, en verano, arrojan una sombra más fresca y profunda. Siempre, por encima de todo, hay mucho espacio para lo que sea.
Luke y Betty Ann viven en Turtle Grove, y, aunque yo sigo dentro de los límites de Choctaw, hace tiempo que soy miembro del Club de Campo de Turtle Grove, cosa en la que insistió tenazmente, por razones profesionales, el doctor McCoy, cuya consulta es mía ahora.
—Vas a necesitar clientes de pago, Ben —me explicó con firmeza—, igual que si tuvieras un colmado.
A veces, en otoño, cuando el primer frío desciende sobre el valle, Luke y yo jugamos una partida de golf en el suave y ondulado campo del club. Hace varios años, nos encontramos con Todd Jeffries, tumbado boca abajo, con todo el aspecto de una nutria varada en la arena, inconsciente y con la entrepierna del pantalón verde lima empapado con su propia orina.
—Ay, Señor, ¿qué va a ser de él? — exclamó Luke y agitó la cabeza, desesperado.
Ciertamente, no era algo que habríamos anticipado aquella clara noche de diciembre, cuando nos abrió de par en par las anchas puertas del club:
—Sheila me ha dado el papel de mayordomo —comentó con su habitual sonrisa de bienvenida.
Mary Diehl iba de su brazo, más hermosa que nunca; su mirada resplandecía, su largo cabello oscuro le caía por la espalda, casi como si fluyera.
—Hola a todos —nos dijo alegremente.
Todos saludamos y nos encaminamos a la sala que Sheila y sus compañeras de Turtle Grove habían convertido en esplendoroso palacio. Había luces de colores por todas partes: colgadas de cuadros, formando espirales ascendentes en las altas columnas, pendientes de las barandillas de la curvada escalera central.
Hasta Kelli, que, según suponía yo, había visto una gran cantidad de interiores grandiosos, pareció impresionada.
—Hermoso —susurró, casi para sí, y se volvió hacia mí—. Es preciosa, ¿no te parece, Ben?
Asentí en silencio, renuente a dar crédito a la pandilla de Turtle Grove, aunque dándoselo de mala gana.
—De verdad saben cómo hacer estas cosas.
Kelli avanzó majestuosamente, tirando de mi americana, mientras yo fingía reticencia, como si fuera un tipo mundano que se aburre fácilmente y esas cosas ya no me maravillaran.
Pero sí que estaba maravillado. Estaba maravillado por el club en sí, por lo suntuoso de su decoración, por los centenares de luces y decenas de coronas de acebo y tiestos de flores de Navidad que había convertido el regio interior de aquella mansión de estilo preguerra civil en lo más cercano al país de las maravillas que hubiese visto en mi vida. Pero lo que más me maravilló fue cómo los trajes oscuros y los elegantes vestidos de media gala transportaban a los torpes y casi inocentes adolescentes que veía cada día en los pasillos del instituto, al borde de una grave mayoría de edad. Reunidos en pequeños grupos, aquellos jóvenes, chicos y chicas, hablaban en voz baja y bebían ponche con la misma reserva con que posteriormente beberían bourbon. Vi a la siguiente generación de líderes de Choctaw hacer su reverencia de introducción, sus futuros abogados y banqueros y hombres de negocios, sus próximos alcaldes y consejeros, los rostros que vigilarían la Cámara de Comercio y encabezarían el Departamento de Educación a través de una época de incalculables cambios y turbulencias. No se les ocurriría nunca, según manifesté más tarde a Kelli, hacer algo para lo que no habían nacido, o sea, gobernar una pequeña ciudad en el valle con lo que ellos consideraban gracia y sabiduría principescas.
Su respuesta me sorprendió.
—¿Y eso está mal? — Acababa de bailar con Luke y una última vuelta le había arrojado un rizo sobre la frente. Se lo arregló al hablar y sacudió la cabeza ligeramente, antes de añadir—: Parece que crees que eso es malo.
—Pues con todo el dinero que tienen, lo normal sería que quisieran ver un poco de mundo —respondí, malhumorado—, en lugar de asentarse en Choctaw, que es lo que harán todos.
Los ojos de Kelli brillaban.
—Puede que no les interese mucho el resto del mundo.
Agité la cabeza.
—Es que tú has vivido en una gran ciudad, Kelli. Por eso crees que esta gente es tan fantástica.
—No creo que sean fantásticos.
—Agradables, pues. Pintorescos.
—¿Por qué los odias tanto, Ben? ¿Qué te han hecho?
—A mí, personalmente, nada. Pero odio lo que se hacen a sí mismos, lo fácilmente que se contentan.
Me dio la espalda y clavó la vista en la pista de baile. Me di cuenta de que no estaba de acuerdo conmigo pero que había decidido no discutir.
—Mira a Luke —dijo, al cabo de un rato.
Después de unas cuantas baladas, la banda había cambiado de súbito a un ritmo puramente de rock—and—roll, y Luke y Betty Ann, con casi todos los demás, daban vueltas alocadamente por toda la pista.
—Estoy más acostumbrada a esto —declaró Kelli—. Así bailamos en Baltimore. No me has pedido que baile contigo.
Me encogí de hombros.
—¿Nunca bailas?
Sonreí y me permití un momento de autoburla.
—Claro que no —exclamé, como si su pregunta me ofendiera ¿No te has fijado? Soy demasiado serio.
Me cogió de la mano.
—No es cierto —se mofó y me hizo ponerme en pie.
Bailamos varias veces, y creo que a Kelli la sorprendió los ostentosos pasitos que Luke me había enseñado unos días antes, pero que en esa pista atestada y tenuemente iluminada debían parecer espontáneos e improvisados.
No obstante, no fui el único chico con el que bailó esa noche. Eddie Smathers la sacó a bailar, y Cuck Wheelwright, que más tarde sería senador del estado, y Wilkie Billings, al que he curado de una buena cantidad de enfermedades y que ahora parece estar bien, y Randy Wilcox, que murió en la guerra de Vietnam, en Khe Sanh.
Sin embargo, y citando el título de la canción con que terminó la fiesta, Kelli guardó el último baile para mí.
Ambos nos sentíamos bastante cansados cuando tocaron la lenta y desoladora balada, como lo eran todas las últimas canciones en las fiestas de la época, y durante la cual, por unos cuantos deliciosos minutos, la sostuve muy cerca de mi cuerpo y sentí su aliento en la oreja.
Camino del coche, me acerqué a Luke.
—Déjanos a Kelli y a mí en mi casa —le susurré—. Quiero llevarla yo a la suya.
—Parece que te ha ido bien —dijo con sonrisa maliciosa.
—Sólo quiero estar a solas con ella —expliqué.
Luke hizo lo que le pedí, so pretexto de que Betty Ann tenía que llegar a casa a una hora fija, de modo que, poco después del último baile, Kelli y yo nos encontramos en mi viejo Chevy, rumbo a Collier.
Nunca la había visto tan feliz y, justo antes de apearse y encaminarse a la puerta de su casa, me enteré del porqué.
—¿Sabes? Por primera vez no me siento como la chica nueva.
—Me alegro.
Me miró con aire dubitativo, como si estuviese decidiendo si debía continuar.
—Al principio tenía miedo de que no me gustase, ya sabes, viniendo de una ciudad grande a una pequeña.
Le ofrecí mi mejor sonrisa irónica.
—Supongo que Choctaw tiene su encanto.
—Me ha enseñado algo.
No me imaginaba que la vida en Choctaw pudiera enseñar nada a nadie.
—Me ha enseñado que, en el fondo, todos los lugares contienen el mundo entero. Todo lo que ocurre, ocurre en todas partes. — Reflexionó un momento y agregó—: Pero quizás en una ciudad pequeña, más lenta, se nota más.
De repente, Choctaw era un sitio más romántico de lo que nunca antes fue y de lo que nunca más sería, y supe con toda seguridad que era gracias a Kelli. Me embargó un tremendo anhelo, se abalanzó sobre mí como una enorme cascada, y supe que Luke tenía razón, que aquello era estar enamorado.
Kelli me dio un rápido y cariñoso apretón de manos.
—Nos vemos en el insti —dijo, e hizo ademán de apearse, pero se detuvo, abrió su bolso, extrajo un papel y me lo dio.
—Es para el próximo número, si te parece bueno.
Lo cogí y la observé cruzar la corta distancia que separaba el coche de la casa y desaparecer en el interior. Por mi parte, permanecí en el camino de entrada, incapaz de marcharme. Deseaba encontrarme en la misma oscuridad que ella, experimentar el mismo frío vigorizante, oír la misma brisa pasar por los campos detrás de su casa. A solas en el coche, mientras contemplaba su hogar, antes de abandonar el camino de entrada, sentí el terrible tormento tanto de su cercanía como de su lejanía, y ahora, después de treinta años, puedo decir que fue el tormento más delicioso que he sentido nunca, el instante preciso y abrasador en que más vivo he estado.
Las luces continuaban encendidas en su casa cuando me obligué a regresar a la mía. Se me antojó un trayecto larguísimo, como si me moviera a través de una oscuridad que se hacía cada vez más profunda, sugerente, pero también aterradora, porque me di cuenta de que Kelli era la única persona por quien había sentido algo semejante, la única persona que no podía dejar atrás.
Ya en casa leí el papel que me había dado:
Soy la que alega perdidas causas.
Pasan los años y, tras las pausas,
lo que queda de
voces y amigos tras los confines,
iguales medios para iguales fines.
Lugar que te hospeda sin dispendios
hoy ya ha hecho mañana sin remiendos.
Soy un monumento a los caídos,
soy terreno de
juego, de amantes senderillo,
simple colina, techo de escuela,
de oro el día, y de oro la regla,
un acre legado por el padre
para plantar flores,
y para nuestro nicho madre.
Soy una ciudad.
Cuando pienso en ello, me parece raro que el poema no me hiciese comprender la actitud de Kelli hacia Choctaw, lo a gusto que había llegado a sentirse en lo que para mí había sido siempre un mundo estirado y árido. Y, sin embargo, no lo entendí y no me alarmé. No sentí que pudiese perderla, que «se estaba pasando al otro bando», ni siquiera que se sintiera inconscientemente seducida por la vida en una pequeña ciudad. Al contrario. Por primera vez empecé a pensar en vivir con ella en Choctaw, casado con ella en Choctaw, tener hijos y envejecer con ella en Choctaw..., que esa era la vida que yo quería de verdad. De todos modos iría a la Escuela de Medicina, pero podría regresar a Choctaw, abrir una consulta y convertirme en el querido médico del pueblo. Fui capaz de imaginar el tranquilo honor que acompañaría semejante existencia, sus placeres y sus compensaciones cotidianas, con Kelli siempre a mi lado.
Supongo que fue a partir de ese momento cuando comencé a encauzar todos mis esfuerzos hacia ganarme el amor de Kelli Troy, casarme con ella y vivir con ella en Choctaw. No sé qué métodos contemplé para alcanzar mi objetivo, pero recuerdo que en el curso de los siguientes meses la idea de casarme con Kelli fue adquiriendo cada vez mayor importancia en mi cabeza, que en un momento dado se convirtió en una suerte de conspiración y, después de eso, podría decirse que hizo metástasis y se trocó en complot en toda regla.
Y no he dejado de considerarlo un complot en todo el tiempo que ha transcurrido desde entonces.
Hace unos años, cuando Amy era jovencita todavía, compré una pequeña casita en la ladera de la montaña. Por la tarde, ella solía jugar en el césped mientras yo me estiraba en la hamaca que había colgado en el porche. Tumbado boca arriba, una de esas tardes, observé una araña tejer su tela en un rincón del porche. Con gracia, sus finas y largas patas tejieron una perfecta y casi invisible conspiración de espacio y fibra. Se me ocurrió que era una criatura que vivía casi exclusivamente gracias a las trampas, que gran parte de la naturaleza seguía el mismo tenebroso pero irreducible principio y, que, quizás en el fondo, igual sucedía con el hombre.
Se lo dije a Luke una semana después, una tarde en que estábamos sentados mientras nuestros hijos jugaban en el césped. Luke dirigió la vista al otro lado del valle e hizo un gesto negativo.
—Eso excluye los accidentes. Excluye el hecho de que a veces las cosas ocurren porque sí, de repente.
—Puede que no ocurran tan de repente y tan porque sí como creemos —contraataqué.
Los ojos azules de Luke se posaron en la empinada pendiente que se había vuelto casi púrpura a la sombra de la tarde. Me di cuenta de que algo lo había puesto de mal humor y que se esforzaba por expresarlo con palabras.
Sin saber hacia dónde se había dirigido su mente, traté de ayudarlo con otro rápido comentario:—Puede que los accidentes no tengan un papel tan importante en la vida.
De súbito, sus ojos se dirigieron hacia mí, ardientes en su intensidad, como si alguien hubiese encendido una mecha en su cabeza.
—Entonces, ¿qué hay de Kelli Troy? — preguntó con una voz inesperadamente exigente—. ¿Y qué hay de Lyle Gates? Quiero decir, eso de que los dos se encontraban, por azar, en Breakheart Hill ese día.
Al instante recordé a Lyle en el banquillo de los acusados, el último día del juicio; recordé que alegó haber visto a Kelli pasar en el camión de Luke y, unos minutos más tarde, haber oído un suave gemido al llegar a la cuesta superior de Breakheart Hill, pero que no la había seguido ni le había hecho daño.
—Tenía pruebas —añadió Luke—. Le habían quitado el coche la semana anterior, como dijo en el juicio. Así que probablemente fuera un accidente que subiera a pie.
—Es posible.
—Y si Lyle no hubiese caminado montaña arriba, no habría visto a Kelli ese día. Y si no la hubiera visto, pues... —Se interrumpió, meditó un momento y continuó—: Eso siempre me ha molestado, que el señor Bailey tuviese que reconocer que Lyle no lo había planeado.
»Y el aspecto de Lyle en el banquillo —prosiguió cuando no contesté, con el tono más apremiante que le hubiese oído en mi vida, como si la memoria fuera la punta de un cuchillo que lo impulsara implacablemente hacia delante—. ¿Te acuerdas de eso, Ben? ¿Te acuerdas de su aspecto?
Sí que me acordaba, y muy bien. Parecía extrañamente pequeño, como un niño con traje de adulto, con expresión perpleja, como si de golpe se hallara en un mundo cuyos colores y dimensiones le resultaran absolutamente ajenos. Hasta su voz sonaba suave e infantil según describía lo que ocurrió ese día, cómo encontró a Kelli tumbada boca abajo entre las enredaderas. Trataba de decir algo, explicó Lyle al tribunal, repetía una y otra vez la misma frase, como un mantra. Se agachó y lo escuchó más atentamente, se agachó para oír sus últimas palabras: «Tú, no.»
—No le encontré sentido —manifestó Luke, como si regresara a un punto sin retorno, pero sus ojos seguían inmóviles, clavados en los míos—. ¿Y tú, Ben?
Oí su pregunta con toda claridad, pero en ese momento no podía contestarla.
Ahora sí que puedo.
SEGUNDA PARTE
9
Los inviernos en el sur suelen ser desapacibles y fríos. Poco después de la fiesta navideña de Sheila Cameron, el invierno se asentó en Choctaw con una inflexible crudeza. Durante esa temporada, el pueblo parecía más bien un bote en reposo, renuente, en su puerto invernal, quieto, aletargado, meciéndose a veces con el vaivén de las olas o empujado por alguna ventisca.
Como de costumbre, hubo lluvias gélidas que con frecuencia se convertían en aguanieve, aunque rara vez en nieve. Diminutos riachuelos goteaban de los toldos de las mercerías, joyerías y otras tiendas que flanqueaban la calle principal, y los carteles políticos y los anuncios grapados a los postes telefónicos de madera se empaparon y fueron cayendo a pedazos.
A excepción de los pinos, los árboles estaban desnudos, y los arroyos y estanques, a menudo congelados y cuyas orillas habían adquirido la dureza del granito, parecían encerrados en la misma helada quietud que se había apoderado del pueblo. Diríase que alguien había borrado del paisaje los brillantes colores que daban vida al verano y al otoño, creando un mundo de tonos marrones y grises.
No sorprendía que la vida se volviera igualmente apagada: la mayoría de los habitantes se refugiaba en casa y en el trabajo. Las calles y los parques se encontraban desiertos, y los céspedes de las zonas residenciales, vacíos; el juzgado semejaba una gigantesca lápida de piedra, gris y helada.
A principios de enero, mi padre empezó a ponerse un grueso jersey de lana, aun cuando el fuego ardiera en la chimenea a pocos metros de su sillón; sentado allí, con los pies hundidos en sus viejas zapatillas, leía y agitaba la cabeza, si bien casi nunca mencionaba la naturaleza del artículo que estaba leyendo. En una ocasión, sin embargo, alzó la vista, tras menear la cabeza largo rato, y me dijo que si los Freedom Riders —personas que se trasladaban al Sur en autocar con el fin de luchar contra la segregación racial— acudían a Choctaw, yo debía mantenerme alejado de la estación de autobuses y no debía, por nada del mundo, unirme a «esa pandilla» que con seguridad iba a congregarse con el fin de intimidar a los Freedom Riders.
—La gente tiene derecho a ir en autobús —concluyó, y fue el único comentario que hizo justo antes de que el Sur se acercara al terrible verano de 1962.
En cuanto a los acontecimientos en Choctaw, estaban fijados en la misma quietud invernal que el resto del pueblo. La temporada de fútbol había llegado a su fin, y aunque la de baloncesto estaba en pleno apogeo, el público era escaso y las reuniones del viernes para animar al equipo de fútbol habían dado paso a aburridas asambleas en que el señor Avery enumeraba sus habituales quejas acerca de mascar chicle y fumar en los servicios.
Bajo la presión de esta monotonía, las relaciones que habían florecido en los meses anteriores empezaron a resquebrajarse. Eddie Smathers rompió con Debbie McNair, y Sheila Cameron rompió con Loyal Rhodes, su universitario, si bien volvió con él apenas tres meses después.
Pero lo que más suscitó los chismorreos en el instituto ese invierno, fue la ruptura de Todd Jeffries y Mary Diehl. Daba la impresión de que se había venido abajo un ideal, con lo cual las parejas que permanecían juntas se sentían más vulnerables. Recuerdo haber visto a Mary andar como alelada por los ruidosos pasillos, apretándose los libros contra el pecho como si constituyeran un pequeño escudo, el rostro congelado en una expresión de atónita incredulidad. En cuanto a Todd, a veces lo veía recorrer cansadamente el aparcamiento, con la cabeza gacha para protegerse del cortante viento. Sin embargo, sus amigos hacían piña y lo amparaban; sobre todo Eddie Smathers, que tenía sus propios problemas en el terreno sentimental.
Hasta Luke y Betty Ann tuvieron problemas ese invierno, aunque nunca llegaron a romper. En cambio, se quejaban el uno del otro: Luke, de que Betty Ann coqueteaba a veces con otros chicos, y Betty Ann, de que Luke le prestaba muy poca atención. Pero incluso en plena batalla, me parecían curiosamente cómodos juntos, como si hubiesen dibujado desde un principio una línea que ninguno de los dos cruzaría nunca. Quizá habían hallado una suerte de amor juvenil que, por muy juvenil que fuese, resultaba extrañamente maduro, más asentado y duradero. O tal vez Betty Ann nunca sintió por Luke lo que sentía Mary Diehl por Todd Jeffries, nunca pensó que, si lo perdía, lo perdería todo, por lo que nunca tuvo que enfrentarse a la terrible sensación de disminución a que se enfrentaba Mary cada vez que surgía la posibilidad de perder a Todd. ¿Por qué, si no, habría luchado tan fieramente por él, por qué se habría aferrado tan desesperadamente, si no creyese que sin él no era nada?
—Mary parecía un fantasma ese invierno —me dijo Noreen en una ocasión.
Y tenía razón, si bien no era Mary la que ocupaba mis pensamientos en esos tiempos, sino Kelli, aunque acaso con la misma sensación de miedo que sentiría Mary cada vez que creía que estaba perdiendo a Todd.
Sabía que en una situación tan volátil, en que tantas parejas rompían, era inevitable que algunos varones liberados abordaran a Kelli. Y lo hicieron. Eddie la invitó a salir la segunda semana de enero, pero Kelli se negó. La semana siguiente, Malcolm McCoy, el hijo despilfarrador del doctor McCoy, lo intentó también, y también fue rechazado. Unos cuantos más dieron pasos vacilantes en la misma dirección, pero tuvieron que dar marcha atrás ante un rechazo que parecía inamovible.
Todo enero y febrero los vi ir y venir, y las oleadas de pavor iban creciendo cada vez que alguien la abordaba. Aun así, yo mismo no me atreví a hacerlo, no sólo por el miedo a que me rechazara igualmente, sino también porque me sentiría más expuesto que los otros a ser objeto del ridículo y de las bromas, ya que amar a alguien que no te ama es la única tragedia que provoca la mofa y el desprecio.
Me encontraba, pues, atascado; incapaz, a diferencia de Eddie y los otros, de abordar a Kelli y, por ello, obligado a encontrar un camino distinto, menos directo. Me la imaginaba con una enfermedad terminal, salvada por una cura que yo descubría justo a tiempo, tras lo cual se enamoraría de mí. Me imaginaba que me otorgaban premios y becas, me volvía instantáneamente famoso, tras lo cual, suponía, se enamoraría de mí. Aun a sabiendas lo de ridículo e infantil de dichas quimeras, se me presentaban y me daban vueltas en la cabeza durante horas mientras yacía acostado en la cama con la vista clavada en el techo.
Hubo un momento, no sé cuándo, en que esta variedad de ridículas fantasías convergieron en una idea obsesiva, la de que llegaría el «momento adecuado» y de que en ese instante, gracias a mi actuación, me ganaría el amor eterno de Kelli. Me lo imaginaba como una escena de electrizante dramatismo. Así, por ejemplo, en un acto de valor y autosacrificio, evitaría que se ahogara, la sacaría del camino de un coche que circulaba con exceso de velocidad, o la rescataría de las garras de un matón cuyo rostro era siempre el de Cárter Dillbeck. Después de esto, las cosas cambiarían entre nosotros. Kelli me miraría con otros ojos. Se encendería una mecha, como la que ardía en los ojos de Mary Diehl cuando contemplaba a Todd Jeffries. Lo único que hacía falta era una situación en la que pudiese exhibirme, demostrar mi valentía, demostrar que yo era el único que nunca le fallaría. Hecho esto, sería mía.
Fui de una de estas fantasías a otra bastante tiempo, antes de que se apoderara de mí otra idea, completamente distinta, mucho más agresiva, fruto probablemente de la creciente frustración que experimentaba al encontrarme siempre cerca de Kelli pero incapaz de tocarla ni de decirle lo que sentía. De modo que me decanté por un camino más directo: en lugar de aguardar pasivamente a que se presentara el «momento adecuado», buscaría activamente el modo de exponerla a un peligro, la guiaría adrede hacia el peligro y la rescataría.
Así pues, imité a mi padre y busqué calamidades, y luego, so pretexto de «cubrirlas» para el Wildcat, insistí en que Kelli y yo las investigáramos. Siempre estaba dispuesta, por lo que, varias veces durante esos largos meses de vientos invernales, anduvimos por las ruinas ardientes de granjas y de establos incendiados, nos atrevimos a cruzar estanques y arroyos congelados a medias, y una noche hasta nos sentamos en una alcantarilla, vigilando la casa de un conocido contrabandista con la esperanza de distinguir a su clientela a fin de desenmascararlos en un artículo que nunca llegamos a redactar. Cada vez que oía el hielo crujir bajo sus pies o un madero quemado gruñir bajo su peso, experimentaba un cosquilleo de emoción y anticipación, como si hacer que corriera riesgos fuese mi única fuente de exaltación.
El caso es que hubo una única ocasión en que casi alcancé el objetivo de rescatarla. Una tormenta de cellisca asolaba la zona, convirtiendo la montaña en una centelleante maravilla de hielo, y decidí que debíamos ir a sacarle fotos para el siguiente número. En cuanto limpiaron la carretera de la montaña, subimos en coche a una superficie de granito que yo conocía y desde la cual se oteaba el valle entero.
El paisaje no me defraudó: era una vista espectacular, y recuerdo que Kelli fijó largo rato la mirada en el valle, silenciosa y sobrecogida frente a tan extraña y magnífica escena.
—Es precioso —dijo—. Es como si todo se hubiese vuelto de cristal.
—Ocurre cada pocos años.
Tras mirar un poco más, sacó las fotografías y echó a andar hacia el auto. Yo iba a su lado; subíamos una ligera pendiente cubierta de varios centímetros de hielo, con un precipicio de unos cincuenta metros a nuestras espaldas.
De repente, más rápido de lo imaginable, Kelli desapareció. Miré alrededor y la vi deslizándose, impotente, hacia el serrado borde del precipicio. Hacía años que habían erigido una barandilla, pero en ese preciso instante su aspecto era tan frágil como lo era en realidad.
Para mi gran asombro, Kelli reía al deslizarse; su voz se alejaba en tanto descendía a una velocidad espeluznante hacia la barandilla. La golpeó con un sonido apagado, y vi cómo la madera temblaba un momento, oí cómo los maderos crujían sin llegar a romperse.
Kelli seguía riendo, pegada la espalda a la crujiente madera, y me percaté en ese momento de que conservaba la fe yanqui en que dichas estructuras se habían construido según las normas estatales y en que las autoridades las revisaban a menudo. Pero, siendo del Sur, yo sabía que las había construido cualquiera que hubiese estado disponible en el momento necesario, sin seguir ninguna norma y que, probablemente no las habían revisado ni una sola vez desde que las levantaran.
—No te muevas, Kelli —le grité, y empecé a descender hacia ella.
Me observó con expresión perpleja.
—¿Qué?
—No te muevas —la apremié—. Quédate allí, ya voy.
Se rió y agitó la mano.
—No hace falta.
Y en un único movimiento fluido se inclinó, presionó los pies contra la barandilla que no cesaba de estremecerse y empujó, poniéndose de pie.
Me quedé petrificado, impotente, observándola ascender con toda tranquilidad pendiente arriba, riendo suavemente y quitándose trozos de hielo de las mangas del abrigo.
—Seguro que eso es lo que se siente al esquiar —comentó al llegar a mi altura.
—Supongo que sí —fue lo único que pude contestar.
Regresamos a mi coche; Kelli seguía exaltada por su descenso y yo, deprimidísimo porque se había salvado sola antes de que yo pudiera rescatarla.
Camino de regreso, Kelli habló alegremente de su caída pendiente abajo, pero yo sólo podía pensar en el grave riesgo a que estuvo expuesta. Me imaginé la vieja madera romperse, el cuerpo de Kelli dar un salto al vacío, caer a través del largo precipicio de aire puro y luego a través de una crujiente red de ramas desnudas, y finalmente al suelo congelado, con un espantoso ruido sordo, ya sin vida. La vi muerta en el suelo, vi su cuerpo enfriarse en el gélido aire, con los ojos abiertos y mirándome desde cincuenta metros más abajo, y me costó lo mío no estremecerme visiblemente. Sabía que la había expuesto al peligro, y las terribles consecuencias que podría haber acarreado me dejaron atónito y aterrorizado. ¿Y si se hubiese caído? ¿Y si hubiese muerto? La sola idea me provocó una sacudida, un profundo vacío, y juré que nunca volvería a hacerlo, que para ganármela tendría que encontrar otros medios.
Al llegar a su casa en Collier, unos minutos después, Kelli abrió la portezuela a toda prisa.
—Hasta mañana —dijo, alegremente, al apearse—. Y gracias por la aventura.
Se dio media vuelta y corrió hacia su hogar, dejando atrás pequeñas huellas grises en la nieve. Al verla desaparecer en el interior experimenté una tremenda sensación de alivio: la había traído a casa sana y salva. Aún ahora recuerdo la sincera calidez del momento, el placer que me proporcionó saber que se encontraba en casa, fuera de peligro, fuera del alcance de mis peregrinas fantasías. Y cuando pienso en cómo me sentí en el coche segundos antes de arrancar, sentado en silencio, contemplando su casa como si me hubiesen enviado para salvarla de un peligro exterior, me veo en la etapa final de mi propia inocencia romántica, la última vez en que pensé en el amor como algo absolutamente desprendido, una luz estimulante. Y sé que fue una sensación tan pura, tan de sacrificio total, que la percibí, no como algo nuevo, sino como algo muy antiguo, instintivo, que no se aprende, que nos traspasa a través de los siglos, y que empezó con la primera criatura que se situó entre el peligro y otra criatura para la cual experimentó un sentimiento poderoso aunque inexplicable; una sensación indiscutiblemente profunda y apremiante, aunque todavía sin nombre.
Transcurrieron las semanas y más parejas rompieron. También hubo algunos emparejamientos. Eddie Smathers se hizo novio de Wanda Flynn, con la que se casaría seis años más tarde; Sheila Cameron volvió a juntarse con Cameron Rhodes, con el que acabaría por casarse y del que se divorciaría poco después de la muerte de Rosie, embargada por un resentimiento tan hondo que recuperó su apellido de soltera.
Unos cuantos chicos más abordaron a Kelli. Lee Douglas le pidió que saliera con él, pero lo rechazó. Steve Whitfield hizo otro tanto, con el mismo resultado.
O sea, que, durante un tiempo, la suerte siguió estando de mi lado.
Finalmente, a finales de febrero, Tony Lancaster, un chico guapo de segundo de bachillerato, presidente del club de oratoria, la invitó a salir, y, para mi desesperación, ella aceptó.
—Te lo dije —me advirtió Luke cuando se enteró.
Resté importancia a mi pánico.
—Kelli y yo sólo somos amigos —insistí, fingiendo que no estaba conteniendo el aliento para ver qué ocurría.
No sucedió nada. Ni con Tony, ni con los dos o tres chicos con los que Kelli salió ese invierno. Por lo tanto, al cabo de un tiempo, me sentí seguro de nuevo.
Sólo me preocupé en serio cuando, a principios de marzo, Todd Jeffries, todavía separado de Mary Diehl, se presentó un día a la mesa de la cafetería donde Kelli y yo solíamos comer.
Llevaba su chaqueta de fútbol, negra y dorada, los colores del instituto, y tejanos corrientes; no obstante, tenía un aspecto espléndido, el de un chico que, en un lugar mucho más grande, habría podido pensar en ser actor o modelo, haber elegido uno de los muchos caminos que conducen a una vida aventurera.
Pareció acercarse con cierta timidez, y recuerdo que nos miró de reojo desde su lugar al fin de la cola, con la bandeja en la mano, y vaciló un momento antes de dirigirse hacia nuestra mesa.
—¿Os molesta si me siento con vosotros? — preguntó educadamente.
Me encogí de hombros para ocultar el asombro.
—Claro que no. Siéntate.
Se acomodó a mi lado, frente a Kelli, pero yo sabía que venía a hablar con ella, no conmigo, y sin ninguna prueba de ello, supe que llevaba tiempo pensando hacerlo, tramándolo, esperando el momento más oportuno, igual que yo. Sentí un ramalazo de miedo, una premonición de que Kelli ya se me había escapado de las manos y pronto se acurrucaría en brazos de Todd, se casarían poco después de graduarse, tendrían hijos y residirían en Turtle Grove, famosos entre la aristocracia local.
—Hola, Kelli —dijo Todd al abrir su tetrabrick de leche e insertar la pajita.
Kelli asintió.
Los ojos de Todd permanecieron clavados en ella.
—Hay una chica nueva en la escuela —continuó—. El señor Avery me pidió que le enseñara las instalaciones. — Sonrió—. Debió pedírtelo a ti.
—¿Por qué? — quiso saber Kelli.
—Porque probablemente sabes mucho mejor que yo lo que se siente... al ser nueva. — Mantuvo la mirada en su rostro un momento, antes de posarse rápidamente en la bandeja.
—¿Cómo se llama la chica nueva? — pregunté, para que mi presencia constara.
—Noreen algo. Donovan. Noreen Donovan. Es de Gadsden.
Miré a Kelli. Ella observaba atentamente a Todd, como si estuviese valorando, quizá pensando ya, o al menos eso me imaginé, cómo sería la vida a su lado.
—Está en primero de bachillerato —añadió Todd—. Parece agradable.
—¿Por qué ha venido a vivir a Choctaw? — inquirí.
—Por lo que está pasando en Gadsden. Su padre ya no quiere vivir allí. — La vista de Todd se deslizó hacia Kelli—. Ya sabes, por lo que están haciendo los de color. Las manifestaciones.
—No sabía que hubiera tanto revuelo en Gadsen —comenté—. No ha salido en el periódico.
—No lo publican, según Noreen. Pero es constante.
Kelli se inclinó hacia él.
—¿Qué pasa? ¿Qué es exactamente lo que están haciendo?
—Piquetes, más que nada. En un pequeño centro comercial camino del pueblo. ¿Has estado en Gadsden?
Kelli hizo un gesto negativo.
—Pues tienen un pequeño centro comercial en las afueras, cerca de la panadería Merita. Conoces el lugar, ¿no, Ben? Donde puedes comprar pan recién sacado del horno, sin que lo hayan rebanado todavía.
Asentí.
—Pues, según Noreen, celebran manifestaciones allí casi cada noche. — Todd dio un primer mordisco a la comida y masticó poco a poco—. Por eso el papá de Noreen decidió trasladarse aquí. Para alejarse. — Se encogió de hombros—. Vivían cerca del centro comercial y me imagino que tenían miedo de lo que pueda pasar.
—Pero has dicho que no ha habido problemas —insistí.
—Todavía no. Pero nunca se sabe lo que puede suceder en situaciones como esa. — Tomó un sorbo de leche—. Puede que un día también nosotros tengamos problemas —y bajó la voz—. A los de color no los han tratado bien, ¿sabes? — Echó un vistazo a Kelli—. Si a mí me hubiesen tratado como a ellos, también estaría participando en manifestaciones.
Kelli no dijo nada, pero mantuvo la mirada de Todd con una intensidad que me espantó y alarmó.
Eddie Smathers se presentó unos segundos más tarde, le dio una palmada en la espalda a Todd y se sentó a su lado. Para entonces se había convertido en la sombra de Todd y su actitud era típicamente la de un adorador; sus preguntas eran siempre vacilantes, como si buscara la respuesta de Todd para poder convenir con ella.
—¿Vas a ir al cine este fin de semana?
Todd apartó la mirada de Kelli y se encogió de hombros.
—¿Qué ponen?
—En una isla tranquila, al sur, con Sandra Dee y Troy Donahue. Me han dicho que es bastante caliente.
Todd soltó una carcajada.
—¿Caliente? ¿Con Sandra Dee? Lo dudo.
Eddie se rió con él.
—Sí, ¿cómo podría ser caliente con Sandra Dee? — Me señaló con la cabeza y le dio un codazo a Todd—. Claro que Ben esta coladito por Troy Donahue, ¿verdad, Ben?
No dije nada, pero lo miré con expresión gélida. Estaba sucediendo algo que no se me habría ocurrido posible unos minutos antes: mi mundo se estaba desmoronando. Maldije mentalmente a Mary Diehl por no ser suficientemente adecuada, por no hacer o ser lo que tenía que hacer o ser para satisfacer a Todd.
Sonó la campana, señal de que se acababa la hora de la comida, y todos nos levantamos a fin de llevar las bandejas a su sitio e ir a clase.
—Nos vemos luego, Ben —declaró Todd al ponerse en pie, con Eddie pisándole los talones. Miró a Kelli—. Ha sido un placer hablar contigo —comentó, justo antes de alejarse, y le tocó el hombro: las puntas de sus largos y finos dedos desaparecieron en el negro cabello de Kelli.
Kelli y yo dejamos nuestras bandejas, salimos del comedor y nos encaminamos hacia el aula de la señorita Carver; en torno a nosotros un montón de alumnos se dirigían en todas direcciones.
—Todd te va a pedir que salgas con él —manifesté con tanta ligereza como pude—. Me di cuenta por cómo te miraba.
—No es cierto —respondió Kelli, descartando la idea.
Fingí bromear.
—Claro que sí —insistí—. Probablemente te pida que vayas a ver Una isla tranquila con él, porque se supone que es una peli tan caliente, ya sabes.
Kelli se rió.
—Pues aunque me lo pidiera, no iría con él.
La contemplé, atónito.
—¿No? ¿No saldrías con Todd Jeffries? ¿Por qué no?
Kelli se volvió hacia mí, con tanta seriedad que supe que lo que me iba a decir se debía a algo de su experiencia en el pasado, algo que perduraba, como una advertencia.
—Porque ahora parece perfecto, y sería sólo cuestión de tiempo que me desilusionara.
Se detuvo ante su taquilla, la abrió y sacó Una dama perdida, de Willa Cather, otro de los relatos de amores funestos sugeridos por la señorita Carver, el penúltimo que leeríamos ese año, el que sería el preferido de Kelli.
—¿De verdad que no saldrías con él? — inquirí, dubitativo.
Kelli se sorprendió.
—¿Por qué insistes en preguntármelo?
—Porque cuesta creerlo. Todas las chicas quieren salir con Todd Jeffries.
Se encogió de hombros.
—Es que creo que es mejor empezar con alguien que no sea tan fantástico —explicó en tono práctico—, pero que cuanto más lo conoces, más fantástico te parece.
En ese momento, la vanidad me hizo creer que era una fórmula ideada pensando en mí.
—¿Eso es lo que sientes de veras?
Asintió, cerró la taquilla y echó a andar corredor abajo.
Caminé a su lado, silencioso, pero indescriptiblemente animado. Diríase que de súbito había crecido en estatura, me había vuelto más guapo, me había deshecho de las gafas, me había puesto al mismo nivel que Todd Jeffries, un ser importante por derecho propio, pero, al que, a diferencia de Todd, aguardaban otras glorias.
Ese aire triunfante debió quedárseme todo el día, pues después de clases, cuando Luke y yo nos encontramos en el aparcamiento, lo advirtió de inmediato.
—Te veo, no sé... contento.
Asentí.
—¿Qué ha pasado? ¿Por fin te ha puesto un sobresaliente el señor Arlington?
—No, nada de eso.
—Entonces, ¿qué?
Me encogí de hombros.
—No es nada, Luke. Es sólo que me siento bien.
No me creyó.
—Tiene que haber un motivo —y me dio un empujoncito juguetón—. Venga, puedes contármelo. ¿Qué pasa, Ben?
No podía contestar exactamente, igual que no puedo contestarle ahora cuando, después de encerrarme en un largo silencio, se saca la vieja pipa de la boca y me observa, preocupado, porque percibe en mí cierta desazón que no logra captar, y sus ojos contienen la misma pregunta petrificante: «¿Qué pasa, Ben?»
10
A veces echo una ojeada al aparador de una joyería, y todos los anillos, en sus pequeños estuches de terciopelo, son el de Kelli, viejo y, por insistencia suya, deslustrado. O coloco la delicada membrana de mi estetoscopio justo debajo del pecho de una mujer, alzo la mirada, y lo que veo es el rostro de Kelli y es su corazón el que tamborilea en mi oído. Y a veces, al final de una noche de insomnio, Noreen se acerca aún más a mí, la acurruco bajo el brazo, sonrío en silencio y finjo que no pienso en nadie más, que Breakheart Hill ya no arroja su sombra sobre la vida que hemos construido juntos.
Sin embargo, Noreen sabe que no es cierto, siempre lo ha sabido. Percibe la presencia de Kelli en mil recovecos y, de cuando en cuando, la afronta directamente. La tarde después del entierro de Todd Jeffries, por ejemplo, se sentó en el sofá de la sala y miró por la ventana hacia la oscura línea de agujas que atraviesan el horizonte, o sea, el único perfil que ofrece Choctaw.
—¿Sabes? — dijo—, creo que Todd nunca olvidó a Kelli Troy.
Me acomodé en el sillón frente al suyo.
—Supongo que no —contesté, intentando fingir un desinterés absoluto.
Ella continuó con la mirada cuidadosamente desviada de la mía, fija aún en la distancia.
—¿Y tú? — inquirió por fin, abiertamente, y sus ojos se desplazaron poco a poco hacia mí mientras esperaba mi respuesta.
—Lo que había entre Kelli y yo no era lo mismo.
—¿Lo mismo que qué?
—Lo mismo que había entre Todd y Kelli.
Noreen no cesó de escudriñarme, y, cuando habló, lo hizo con un deje de crueldad.
—Quieres decir que nunca te quiso.
Incluso en aquel momento, treinta años después del suceso de Breakheart Hill, me costó reconocer una verdad tan insoportable; como si mi incapacidad para ganarme el amor de Kelli constituyese el peor fracaso de mi vida.
Noreen se percató de mi desazón.
—Quiero decir que no te quería en el mismo sentido que quería a Todd.
Asentí, sin pronunciar palabra.
Noreen volvió a posar su mirada en mí.
—El hijo de Todd tenía un aire amargado en el entierro —comentó.
—Raymond siempre parece amargado.
—Creo que acabará mal.
—Ya ha acabado mal.
Lo evoqué de pequeñín, contemplándome desde la camilla, con el ojo izquierdo a la funerala, y a su madre que, a mi lado, me susurraba, suplicándome casi frenéticamente: «Por favor, no lo cuentes, Ben.»
—Todd no fue un buen padre —añadí, al recordar el día en que me enfrenté a él con respecto a Raymond, la expresión desolada de su rostro mientras se disculpaba: «Mi mano salió disparada sin que me diera cuenta, Ben. Lo siento, lo siento.»
—¿Por qué trataba tan mal a Raymond? Y a Mary. ¿Era la bebida la que le hacía hacer esas cosas?
Todd me preguntó lo mismo en una ocasión; estudié los estragos en su rostro ajado, recordé la adoración con que miraba a Kelli, y pensé: «No, Todd, es el amor perdido.»
—Siendo Todd como era —agregó Noreen—, me imagino que no podía esperarse mucho de Raymond. — Noreen, al parecer, volvía a pensar en el entierro, en Raymond sentado junto a la tumba de su padre sin ningún decoro, hosco, con su monstruosa gordura enfundada en un arrugado traje negro, y, al lado de él, su esposa, un ser silencioso, encogido, y sus dos melancólicos hijos—. Me figuro que Todd deseaba otro tipo de hijo —concluyó Noreen.
No repliqué, sabía cuál era el «otro tipo de hijo» que deseaba Todd: un varón de cabello negro rizado y ojos chispeantes. Con talento. Apasionado. El que habría podido tener con Kelli Troy.
Noreen agitó la cabeza frente al misterio que representan los padres y los hijos, los maridos y las esposas, las devastaciones que producen los unos sobre los otros.
—Nunca se sabe por qué las relaciones se agrian —declaró.
Tenía razón, desde luego. Sin embargo, podría haberle señalado que, visto desde un punto de vista muy estrecho, concentrándose únicamente en una pequeña pieza de una gigantesca trituradora, sería posible llegar a la conclusión de que al menos una parte empezó con la mismísima Noreen, o al menos de que el accidente que supuso su llegada a Choctaw a finales de marzo de 1962 proporcionó la bisagra que abrió una enorme puerta.
Aunque en los días que siguieron, después de que Todd la mencionara, vi a Noreen varias veces en los pasillos del instituto, nunca se me ocurrió abordarla.
Sin embargo, sí que se le ocurrió a Kelli.
—Creo que deberíamos hablar con la chica de Gadsden —me sugirió una tarde, mientras preparábamos la maqueta de la revista.
—¿De qué?
—De lo que ocurre en Gadsden. Probablemente sabe mucho al respecto.
—¿Y para qué íbamos a hablar de eso con ella?
—Para un artículo.
Hice un gesto negativo.
—Gadsden está a más de cincuenta kilómetros de aquí. Demasiado lejos para el Wildcat.
—Pero lo que sucede allí está sucediendo en todo el Sur —insistió—. Y hasta podría pasar aquí, en Choctaw.
—No lo creo.
—¿Por qué no?
—Porque los provocadores son forasteros. Además, en Choctaw a las gentes de color les va bastante bien.
Por primera vez desde que la conocía, Kelli parecía desilusionada conmigo.
—¿Crees que están satisfechos con las cosas tal y como están aquí? — preguntó cortante, con los ojos despidiendo llamas—. ¿Crees que en Choctaw las cosas son distintas para ellos?
Me encogí de hombros.
—Bueno, no exactamente satisfechos —contesté con cautela.
—Entonces, ¿qué? ¿Están satisfechos o no lo están?
Busqué ávidamente una respuesta que calmara su irritación, a todas luces creciente.
—Lo que quiero decir es que les va mejor en Choctaw que en muchos otros lugares de alrededor. Mejor que en el Black Belt, por ejemplo —aludí, refiriéndome a una franja del sur de Estados Unidos, cuyo suelo es muy apto para el cultivo del algodón y donde hubo una mayor concentración de esclavos negros—, o que en Misisipí.
—¿Eso crees, Ben? ¿En serio? — indagó, con mirada afilada. Pero, sin darme tiempo a responder, se levantó de un salto—. Vamos a dar una vuelta —propuso.
—¿Adonde?
—Al otro lado del pueblo —soltó a bocajarro, cuando ya casi había cruzado el umbral de la puerta—. Quiero enseñarte algo.
Con Kelli apretando cada vez más el paso, fuimos directamente a mi coche.
—De acuerdo, ¿adonde vamos?
—Al cementerio.
—¿Al cementerio?
—Al cementerio del pueblo.
Las calles estaban casi vacías. Apenas eran las cinco de la tarde. El invernal crepúsculo empezaba a descender sobre nosotros, aunque cuando llegamos al campo santo quedaba suficiente luz para distinguir con claridad sus ondulantes lomas. Un único camino serpenteaba entre las lápidas grises y blancas, y lo recorrí despacio, con la vista clavada en el corto césped marrón que las rodeaba.
—¿Qué es, exactamente, lo que estoy buscando? — pregunté al aproximarnos a una rotonda que nos obligaba a volver a la carretera principal.
—Puedes parar aquí.
Pisé el freno y el viejo Chevy se detuvo.
—Dejaré el motor encendido para que no se enfríe —declaré, anticipando otro relato, semejante, quizá, al que me había contado unas semanas antes cerca de Lewis Creek.
—Vamos a salir —afirmó.
Se encaminaba hacia el rincón oriental del cementerio cuando la alcancé. Andaba con presteza, metidas las manos hasta el fondo de los bolsillos de su abrigo, y su bufanda a cuadros le golpeaba el hombro por efecto del viento gélido.
—¿Buscamos una tumba concreta?
—No —replicó, en tono brusco.
Siguió andando; pasó frente a filas y filas de lápidas, de vidas que, a pesar de tener su nombre grabado en la piedra, resultaban anónimas e incognocibles.
Tras caminar unos centenares de metros, llegamos al límite del campo santo, donde las nítidas filas de césped cortado desaparecían y daban paso al campo inculto, repleto de malas hierbas y zarzas.
Kelli se quedó quieta, fija la mirada en el terreno lleno de basura que se extendía frente a sus ojos, desordenado, desolado; nada, salvo unas cuantas piedras planas y marrones, lo diferenciaba de un campo de maleza.
—Este es el cementerio de los negros. Supongo que ya lo habías visto.
—Sí, lo he visto —reconocí.
Y era cierto, si bien sólo lo había visto desde muy lejos, como una rala superficie de malas hierbas en el fondo del impecablemente cuidado cementerio de los blancos; nunca de cerca, y, en el contexto de aquella tarde, nunca después de haber declarado con tanta contundencia y certeza que los negros de Choctaw vivían «mejor que en otros lugares».
Los ojos de Kelli me retaron.
—Esto no es justo. Y los negros no van a aguantarlo eternamente. Ni siquiera aquí, en Choctaw. Por eso creo que deberíamos hablar con Noreen Donovan.
Asentí.
—Sí, creo que tienes razón.
Barrí con la mirada la extensión del cementerio de los negros y experimenté un repentino y extrañamente apremiante descontento hacia las cosas tal y como eran desde siempre.
Noreen apareció al fondo del pasillo, la tarde del día siguiente: alta, de largo y fino cuello, con ropa cuidada pero no muy a la moda, escogida más por su comodidad que por su estilo; un modo de vestir que no ha cambiado con el transcurso de los años. El pelo le llegaba muy por debajo de los hombros, no corto y con mechones platino como ahora. Poseía una tez clara y casi inmaculada, y con los ojos más abiertos que ahora, que parecen velados, como si ocultaran pensamientos no expresables en voz alta.
—Soy Noreen Donovan.
—Hola, yo soy Kelli Troy —contestó Kelli, y le tendió la mano.
Noreen bregó con los libros de texto que sostenía y logró liberar una mano.
—Hola.
—Yo me llamo Ben Wade. Me alegro de que la señorita Carver te diera nuestro mensaje.
Noreen asintió, con la misma energía que aún conserva después de treinta años y que parece decir: «Vamos al grano.»
—Kelli y yo trabajamos en el Wildcat —le expliqué.
Otro asentimiento rápido y práctico.
—¿Qué es eso?
—Es el periódico del instituto —dijo Kelli.
—Oh.
—Nos han dicho que os mudasteis desde Gadsden —indiqué—. De eso queríamos hablar contigo.
Noreen puso una expresión perpleja.
—¿Queréis hablar conmigo de Gadsden? — y dejó escapar una risita poco divertida.
—No, no es exactamente de Gadsden —aclaró Kelli—, sino de lo que está ocurriendo allí.
Noreen la miró como si no la entendiera.
—Las manifestaciones —apuntó Kelli.
—Oh, yo no sé nada de eso.
—Pero las manifestaciones tienen lugar cerca de donde vivías, ¿verdad? — pregunté—. En el centro comercial, en las afueras del pueblo.
—Sí, pero desde que comenzaron dejé de ir al centro comercial.
—¿Por qué? — Kelli se había inclinado y la estudiaba atentamente.
—Porque mi papá me dijo que no lo hiciera. Dijo que podría haber problemas. Pero, hasta donde yo vi, los negros sólo marchaban de un lado a otro. — Reflexionó y añadió—: Algunos blancos se acercaban por ahí y se quedaban... mirándolos.
—¿Cuándo se manifiestan? — indagó Kelli.
—Yo diría que casi todo el tiempo. Van de arriba para abajo hasta la hora del cierre del centro.
—¿A qué hora cierran?
—A las nueve, creo. — Noreen entornó los ojos—. ¿Vais a escribir sobre eso?
—Nos lo estamos pensando —dije.
—¿Por qué?
—Porque creemos que deberíamos hacerlo —declaró abiertamente Kelli.
Esto pareció satisfacer a Noreen.
—Si queréis iré con vosotros, pero de todos modos no os hagáis muchas ilusiones.
Noreen se había arrebujado en un abrigo verde oscuro cuando pasé a recogerla aquella noche. No era bonita, pero poseía, indudablemente, cierto atractivo, una firmeza de carácter que dotaba a su rostro de una indudable fortaleza, tanto que hasta Luke le echaba alguna que otra ojeada; a menudo he pensado que, de no haberse encontrado ya tan compenetrado con Betty Ann cuando Noreen se trasladó a Choctaw, sería esta última la que ahora, en la mediana edad, pasearía con él por las tardes, dando vueltas al lago de Turtle Grove.
Noreen tembló.
—Puede que no hagan nada esta noche; puede que haga demasiado frío.
Kelli nos esperaba dentro, frente a la ventana, y distinguí su cuerpo recortado por la luz interior, como enmarcado, muy quieto, observando cómo nos adentrábamos en el camino que conducía a su casa.
Salió a toda prisa y corrió escalones abajo hasta el coche. Noreen se movió para dejarle sitio en el asiento delantero.
—Hace muchísimo frío —comentó Kelli, mientras se frotaba las manos.
—Noreen cree que podrían cancelar la marcha por el frío.
—Aunque tal vez no —argüyó la aludida—. Quién sabe.
Su hombro se apoyaba en el mío y me sorprendió que no se apartara un poco, como hacían la mayoría de las chicas.
Era las siete, más o menos, y la estrecha carretera a Gadsden se hallaba casi vacía. La oscuridad había caído una hora antes aproximadamente, y una espesa capa de nubes la hacía aún más negra que de costumbre. Con todo, se veían a ambos lados las luces de los escasos pueblos rurales que salpicaban el valle entre Choctaw y Gadsden, y, en la lejanía, alguna que otra granja.
Cuanto más nos acercábamos a Gadsden, más se aferraban mis dedos al volante. Sabía que nos dirigíamos hacia algo indefinido e impredecible. Kelli y Noreen lo percibían también, aunque, en lugar de mencionarlo, Noreen nos explicó sus impresiones sobre Choctaw, mientras Kelli escuchaba en silencio, con la vista clavada en el pueblo al que nos aproximábamos.
Al llegar a las afueras de Gadsden apenas pasaban de las ocho; era una «gran ciudad», casi seis veces mayor que Choctaw, que contaba con grandes fábricas, una iglesia católica y una población de treinta mil almas, un pequeño porcentaje de la cual no era originaria de allí, incluyendo algunas personas con apellidos que no eran ni celtas ni anglosajones.
El reducido centro comercial se ubicaba a unos ochocientos metros del centro de la ciudad y, al acercarnos, Noreen se inclinó y oteó la plana fila de edificios de ladrillo que parecían dirigirse hacia nosotros.
Había pocos coches en el aparcamiento, casi todos enfrente de Penney's, el único gran almacén, ya que el resto lo copaban pequeñas tiendas que vendían de todo, desde zapatos hasta ropa y objetos de deporte.
El mundo pareció callarse al arrimarnos al exiguo muro que unía los edificios, cuyas luces interiores penetraban con dificultad la espesa e invernal oscuridad. Rodeé un grupo de coches aparcados, doblé a la derecha y, de repente, apareció frente a mí, como salida de la nada, una fila de negros, marchando de arriba abajo por la acera de Penney's, con sus débiles pancartas de cartón agitadas por la gélida brisa.
Aparqué en el primer espacio libre. Nadie habló, pero percibí la tremenda subida de tensión en torno a nosotros.
Finalmente me incliné por encima de Noreen y miré a Kelli.
—¿Ahora, qué?
En lugar de contestarme, mantuvo la mirada clavada en la fila de manifestantes. Nunca la había visto tan concentrada, como si estuviese tocando la textura de la escena que se desarrollaba frente a sus ojos, como si usara estos a modo de dedos.
Aunque Kelli pareciera absolutamente galvanizada por lo que veía, yo me sentí defraudado por la falta total de dramatismo. No había ni discursos ni multitudes vocingleras. Los manifestantes formaban un monótono círculo, hasta daban la impresión de no estar a la altura de la situación; su lucha misma adquiría un aspecto aún más lamentable por su modo de andar, pesado y cansino, en medio del en—tumecedor frío; con sus burdas pancartas, escritas y pintadas a mano, agitadas por la cruel brisa.
—No me parece que haya mucho de lo que escribir —comenté.
Kelli siguió observando a los manifestantes.
—Claro que sí.
—Sólo van dando vueltas. No es nada. — Hice ademán de girar la llave del encendido—. Mejor regresamos a Choctaw.
La mirada de Kelli se desplazó como un disparo hacia mí.
—¿Regresar? — espetó.
—No hay nada que hacer, Kelli. No hay más que un montón de gentes que caminan de arriba abajo.
Kelli agitó la cabeza con aire resuelto.
—Voy a salir.
No me dio tiempo a discutir. En un instante estuvo fuera, encaminándose hacia la fila de manifestantes, con la bufanda a cuadros volando detrás de ella.
Noreen me echó una ojeada.
—¿Vas a salir también?
—Creo que tengo que hacerlo —fue mi respuesta un tanto irritada.
Kelli había recorrido la mitad del camino cuando la alcancé.
—¿Qué vas a hacer? — pregunté, trotando a su lado.
—No lo sé. Hablar con ellos.
La así del brazo y la volví hacia mí.
—No puedes.
—¿Por qué no?
—Porque no deberías involucrarte en algo así.
Me contestó con una pregunta y un tono de absoluta firmeza.
—Entonces, ¿en qué debería involucrarme?
No supe contestar, de modo que se apartó y siguió andando hacia el grupo de las pancartas.
—Kelli —la llamé—. Espérame.
Acortó el paso al acercarse a los manifestantes y se detuvo justo antes de alcanzarlos; los dos permanecimos quietos, helados, con el aparcamiento casi vacío a la espalda y nada enfrente, a excepción de la fila de personas que caminaban lentamente en círculo.
Miré el coche por encima del hombro. Noreen seguía sentada en el asiento delantero, pero se había inclinado para vigilarnos, y me fijé en que nos observaba con fijeza, como si pudiésemos desaparecer en un abrir y cerrar de ojos.
—Alguien tiene que estar a cargo de esto —declaró Kelli, obviamente a punto de improvisar un plan de acción—. Con esa persona hablaremos primero. — Me miró con expresión firme—. ¿Vienes conmigo?
Ni siquiera ahora estoy seguro de lo que le habría contestado, porque no tuve tiempo de pensármelo.
Reparé en el coche cuando entró en el aparcamiento, bastante lejos de nosotros; los haces amarillos de sus faros barrían el oscuro pavimento como dos linternas.
Seis meses más tarde describí ese momento al señor Bailey, cuando en la atestada sala del tribunal, presidida por el juez Thompson, me hizo la pregunta directamente:
Y dices que viste un coche entrar en el centro comercial, ¿es así, Ben?
Sí, señor.
¿El coche se dirigió hacia ti y la señorita Troy?
Sí.
¿Viste quién conducía?
Cuando se acercó más, sí.
¿Quién conducía ese coche, Ben? —
Lyle Gates.
Vi su rostro antes aun de que el coche se parara a unos metros de distancia y, cuando pienso en ello ahora, lo veo como un rostro incorpóreo, pálido, fantasmal, manteniendo el equilibrio sobre el borde de un volante verde oscuro, con los ojos extrañamente muertos y carentes de luz, como dos canicas azules.
—Joder —exclamé.
Kelli me echó una ojeada y volvió a concentrarse en los manifestantes.
—¿Quién es?
—Lyle Gates. Probablemente haya venido a causar problemas.
—¿Cómo lo sabes?
—Se refiere a ellos despectivamente como «negratas». Lo oí el otro día en el Cuffy's.
Sin embargo, Lyle no venía solo: lo acompañaba Eddie Smathers, sentado en el asiento del pasajero; mordía firmemente lo que quedaba de un cigarro puro y abrió los ojos como platos, sorprendido al vernos a Kelli y a mí.
—¿Qué crees que van a hacer?
—No lo sé.
De modo que nos quedamos donde estábamos y los observamos apearse y echar a andar hacia nosotros.
Eddie iba con las manos vacías, pero Lyle llevaba un bate de béisbol en la mano derecha.
Kelli me miró en silencio, asustada, y durante un instante sentí sus dedos aferrarse a mi mano con inconfundible apremio. A unos metros de nosotros los manifestantes continuaban con sus heladas vueltas, aunque en ese momento desaparecieron de mi mente. Sólo veía a Lyle, y de súbito se me antojó inmensamente alto y amenazador, un ser capaz de desatar una destrucción de dimensiones inimaginables.
—No digas nada de por qué estamos aquí —le susurré, frenético, a Kelli.
Ella asintió fríamente, como si nada, a la vez que me soltaba la mano, pero sé que tenía miedo y que todo en Eddie y Lyle profundizaba esa sensación: su contoneo fanfarrón, la estela de humo detrás de Eddie, el poder físico cubierto por sus pantalones y chaquetas, ambos téjanos, la inaudita y solapada violencia detrás de sus sonrisas juveniles.
La oí susurrar:
—¿Ben?
No tuve tiempo de contestar, pues Lyle y Eddie ya nos habían alcanzado.
—Eh, chicos, ¿cómo os va? — preguntó Eddie y, sonriéndole a Kelli, arrojó el cabo del puro al suelo—. Sé que apesta. ¿Verdad que sí, Lyle?
Este no contestó, sino que miró a Kelli de hito en hito un buen rato y se volvió hacia mí.
—¿Qué os trae por aquí?
Le eché una mirada de advertencia a Kelli.
—Es que decidimos dar una vuelta.
La mirada de Lyle se posó de nuevo en Kelli y sus ojos permanecieron inmóviles.
—¿Eres de Choctaw? — le preguntó.
Eddie sonrió y respondió por ella.
—Joder, no, Lyle. Es la chica nueva de la que te hablé. La del Norte.
Lyle soltó una risita breve y extrañamente frágil.
—En ese caso, retiro lo dicho.
Lo que había dicho, por supuesto, era que él «no follaría a una yanqui», comentario que tuve que repetir en la atestada sala del tribunal, seis meses después.
¿Esas son sus palabras exactas, Ben?
Sí, señor.
Y lo dijo unas semanas antes, cuando lo viste en el aparcamiento del instituto de Choctaw, ¿no es así?
Sí.
Así que podría decirse que la noche en que os encontrasteis con él en el centro comercial... que en ese momento concreto indicó que había cambiado de opinión, que estaba dispuesto a tener una relación sexual con la señorita Troy, ¿no es así?
Así es.
Pero Lyle no hizo nada más, y durante los siguientes minutos contempló a Kelli con expresión casi dulce y desde la enorme distancia que, como él sabía, los separaba.
—Hola —le dijo, en un tono suave y respetuoso que en nada semejaba el que más tarde sugerirían al jurado las preguntas del señor Bailey.
Su voz no resultaba amenazadora. Su expresión no era ni siquiera sugerente, no contenía, ni mucho menos, ese brillo lascivo y levemente asesino que el señor Bailey quería dar a entender al jurado. No: se limitó a contemplarla, silencioso, educado, como si se esforzara por asegurarle que no era un burdo paleto, sino un joven que había aprendido buenos modales, que sabía comportarse bien con una adolescente.
—Hola —contestó Kelli, algo cortada.
De repente, los manifestantes se pusieron a cantar, en voz queda y firme, y a dar palmas al ritmo de un antiguo himno.
Eddie se rió.
—Igualito que Ray Charles.
Diríase que Lyle no lo oía, pues su mirada seguía fijamente clavada en Kelli.
—Me llamo Lyle... —informó—. Lyle Gates.
Kelli asintió.
—Y yo, Kelli Troy.
—¿De veras eres del Norte, como dice Eddie?
—Sí.
—¿De dónde?
—De Baltimore.
Lyle sonrió.
—Baltimore, ¿eh?
Y sin más, levantó el bate y, con un gesto brusco que la hizo encogerse, se lo enseñó.
—Mira esto. ¿Ves lo que dice justo por arriba del mango? Dice «Baltimore Orioles». — Se echó a reír—. Lo compré para mi hijo ayer y se rompió a la primera. — Apartó el brazo y lo dejó caer a un costado, con el bate colgado de la mano—. Así que he venido a por otro.
Detrás de nosotros, las voces de los manifestantes continuaban cantando, llegándome como un zumbido, y con el rabillo del ojo los veía como un borrón que se movía despacio, recortado contra el aparador encendido del gran almacén.
Lyle casi ni parecía verlos, concentrado como estaba todavía en Kelli.
—¿Has ido a un partido de los Orioles?
Ella negó con la cabeza.
—Bueno, es cierto que a las chicas no les gusta mucho el béisbol —repuso Lyle en voz queda, y luego se estremeció—. Me figuro que, como eres del Norte, estás más acostumbrada al frío que nosotros.
—Puede que sí, un poquito.
Lyle la observó un momento más, con torpeza. Por primera vez pareció fijarse en los manifestantes, concentrarse brevemente en ellos, antes de dirigirse de nuevo a Kelli.
—Me figuro que nuestras costumbres, aquí en el Sur, son muy extrañas. — Esperó su respuesta y, al no obtenerla, se encogió de hombros—. Bien, tengo que cambiar este bate y comprar otras cosas para mi hijo.
Y avanzó unos pasos, señalándole a Eddie que lo siguiera, y los dos pasaron frente a nosotros, a través del círculo de manifestantes y hacia el interior del gran almacén.
Ni Kelli ni yo nos movimos.
—Creo que más vale que nos olvidemos de hablar con los manifestantes de momento —opiné—. Lo haremos cuando Lyle no ande por aquí.
Kelli echó un vistazo al interior del gran almacén, donde se veía a Lyle ir lentamente de un perchero a otro y de una estantería a otra, escogiendo prendas para su hijo. La mirada de Kelli se demoró en él, y luego se posó en mí.
—Llevaba el bate sólo porque...
—Lo sé —me apresuré a interrumpirla—. Pero nunca se sabe lo que puede hacer. Por eso deberíamos regresar en otro momento.
Pese a su anterior determinación de hablar con los manifestantes, no discutió; se limitó a asentir y a regresar al coche, sin hablar y a mi lado.
No obstante, unos minutos más tarde, conduciendo de vuelta a Choctaw, la noté desazonada.
—No hemos hecho nada —afirmó con voz queda.
—¿Qué querías hacer?
—No estoy segura. Supongo que aprender algo.
La dejé en su casa, llevé a Noreen a la suya, y regresé a la mía.
Y eso fue todo, según expliqué al jurado en la sala del tribunal del juez Thompson, seis meses más tarde. El señor Bailey se hallaba muy cerca del estrado de los testigos. Se quitó las gafas de montura de metal y me miró, achicando los ojos.
Y, que tú sepas, ese fue el momento en que la señorita Troy conoció a Lyle Gates, ¿no es así, Ben?
Sí.
¿Y cuándo se encontraron por segunda vez?
Sentí el frío filo de esta pregunta como no lo había sentido con ninguna otra mientras estuve atestiguando. En ese preciso momento recordé la sensación de triunfo que me había embargado aquella tarde, a la vez que se me doblaban las piernas y me había dejado caer de rodillas. Pero más que nada, recordé la sensación que me produjo, la sensación de estar envuelto en los brazos de Kelli, y, con ese abrazo, la certeza de que por fin lo había logrado, de que era mía.
11
Tres semanas después de nuestra expedición a Gadsden, mi padre concertó una cita para mí con el doctor Walter McCoy, el mayor y más respetado médico de Choctaw. El doctor McCoy no era una persona cálida, y sin duda una de las razones que lo habían impulsado a practicar la medicina era el dinero que le aportaba; no obstante, era un profesional minucioso, y su carencia de dulzura la compensaba con eficacia.
Me recibió con mucha formalidad y un poco de escepticismo.
—Bien, tu padre me dice que quieres ser médico.
Se sentó lentamente en el viejo sillón giratorio situado detrás del escritorio y se tapó la oronda panza con la bata, sin dejar de juguetear con los botones de plástico blanco.
—Hoy en día mucha gente quiere ser médico. Probablemente porque ven muchos programas de médicos en la tele.
Experimenté la apremiante necesidad de distanciarme de la gente a la que el doctor McCoy obviamente consideraba caprichosa en su deseo de hacer carrera en la medicina.
—Yo no veo mucho la tele.
—¿Así que estás demasiado ocupado estudiando?
Asentí.
—Bien. Tendrás que acostumbrarte a estudiar mucho si quieres ser médico.
—Sí, señor —contesté en tono reverente.
El doctor McCoy pareció tomarme en serio un momento, hasta el punto de dar por sentado que me convertiría en médico.
—Y cuando tengas tu certificado, ¿dónde vas a abrir tu consulta?
Pensé en Kelli, en el futuro que para entonces ya había imaginado para nosotros.
—Aquí, en Choctaw.
Me miró con fingida seriedad.
—Así que vas a competir conmigo, ¿eh?
No supe qué respuesta sería la correcta.
—Supongo que sí.
Pero nunca competí con él. Años más tarde, cuando me licencié y regresé a Choctaw, me pidió que nos reuniéramos.
—Me estoy haciendo viejo, doctor Wade —me dijo—, y a mi hijo no le ha interesado nunca la medicina, por lo que tengo que pensar en traspasar mi clínica.
Aunque me fijé en que le había desilusionado la calidad malgastada de su hijo, guardé silencio.
—Quisiera que mi clínica continuase abierta —añadió, y esbozó un sonrisita—, cuando yo fallezca; quiero decir, que la regente otra persona.
Había decidido que esa «otra persona» era yo. No tardé mucho en formar parte de su clínica, situada a menos de cien metros del juzgado del condado de Choctaw, el mismo edificio gris donde habían juzgado a Lyle Gates hacía más de diez años.
Desde la ventana de mi propio despacho veo el viejo edificio en toda su majestuosidad de granito, si bien casi nunca miro en esa dirección. A lo largo de los años me he concentrado en el futuro, en ser estimado por mi carácter compasivo y mi generosidad, así como por mis capacidades y mis conocimientos. Es un objetivo que alcancé hace años y, cuando me muera, sé que el pueblo me recordará con cariño, que hablarán calurosamente de mí e incluso colgarán, en la elegante y moderna entrada del nuevo hospital, un retrato de mi persona bajo el cual una placa mencionará la nobleza de mi existencia, lo humanitario que fui, cuánto contribuí al bienestar de la comunidad. A menudo me he imaginado esta placa, con una mujer mirándola. De mediana edad, anda con la espalda recta aún, es delgada y de cabello moreno rizado. Se abraza a sí misma, como si quisiera evitar que algo se le escapara del interior, y sé que esta figura fantasmal es Kelli Troy y que revisa en silencio la lista de mis obras: que fui el primer médico en construir una clínica en el barrio negro de Choctaw; el primero en construir una clínica rural en la montaña; el primero en hacer visitas semanales en la cárcel del ayuntamiento. Luego, habiendo leído todo esto, me mira a mí. Y me doy cuenta de que su belleza no ha disminuido, que todas sus pérdidas y sufrimientos no han hecho sino dotarle de mayor gracia. Por un instante me escudriña en silencio. Un terrible juicio se levanta tras sus ojos. Por fin habla, y lo que dice me asombra y me destroza, pues lo hace con una voz que no ha envejecido en treinta años, ni ha perdido una pizca de la intensa pasión que contenía hace tanto tiempo: «Ay, Ben, estoy tan orgullosa de ti.»
Pero no siempre estuvo orgullosa de mí, ni de sí misma.
En los días que siguieron a nuestra expedición a Gadsden, Kelli se volvió extrañamente distante. Se volvió más reservada, se sumía en largos silencios, y yo me sentía renuente a interrumpirlos. Pese a que seguimos trabajando en el Wildcat con la misma asiduidad de siempre, percibí que parte de su anterior dedicación había desaparecido. Bajó su ritmo de trabajo y no ofreció nuevas ideas para el número siguiente. Cuando me atreví a proponerle un par de temas, se limitó a asentir a modo de aprobación, pero siempre en silencio. Diríase que había decidido existir únicamente en la periferia, preparando las maquetas o corrigiendo rutinariamente los artículos de otros, en lugar de indagar por su propia cuenta.
Interponía la misma distancia fuera del despacho del periódico. En clase parecía estar como en suspenso, más o menos atenta a lo que ocurría, pero sin dejar que la afectara. Las pequeñas discusiones que se daban de vez en cuando en la clase de historia del señor Arlington daban vueltas alrededor de ella como ventiscas en torno a una gran roca, incapaces de absorberla, La misma apatía la seguía pasillo abajo hacia la clase siguiente, y a la siguiente, hasta que tocaban la campana del final del día; entonces se reunía conmigo en el sótano o se dirigía, sin pronunciar una sola palabra, al autobús escolar, se sentaba y esperaba a que la llevaran a casa.
Ahora, cuando pienso en su actitud aquellos últimos días de invierno, la veo absorta por su propia desazón, obligada a callar por la mismísima profundidad de dicho sentimiento; una adolescente que de pronto tuvo que enfrentarse a algo que no le agradaba, pero a lo cual no podía sustraerse.
Daba la impresión de que todos tenían una teoría acerca de lo que le sucedía. Sheila Cameron me preguntó si tenía algún problema «femenino», y hasta sugirió que fuera a ver al doctor McCoy.
—Las chicas se ponen así cuando les llega, ¿sabes? — me confió en un susurro.
Luke también tenía una teoría.
—Yo creo que por fin la ha pillado.
—¿El qué?
—La añoranza.
Nos encontrábamos en Cuffy's, por supuesto. Fuera, una fría lluvia invernal azotaba la ventana. Luke tomó una cucharada de su tarta de fritos y añadió:
—Probablemente lleva bastante tiempo luchando en contra.
—Pero antes parecía que le gustaba Choctaw —protesté—. ¿Te acuerdas de lo que dijo en el baile navideño de Sheila?
—Puede que le guste, pero de todos modos puede pensar en cómo eran las cosas en el Norte, en la gente que dejó atrás.
Esa misma tarde, sentado junto al fuego, mientras a unos centímetros mi padre leía el periódico envuelto en su desgastado jersey de lana, pensé en las misteriosas «personas» que Kelli había dejado en Baltimore. Tal vez un novio que la echaba de menos todavía, una amiga desconsolada, un pariente. En ese momento recordé la repentina pasión con que Kelli había declarado que no tenía padre. «Pero todos tenemos padre», me dije con vehemencia. Quizá la desazón de Kelli tuviera algo que ver con él.
Al día siguiente puse a prueba la teoría con Luke.
—Puede que tenga que ver con su padre. Puede que se haya presentado o le haya escrito, o algo por el estilo.
—¿Quién es?
—No lo sé —admití.
No me apetecía decir más y todavía menos repetir la extravagante afirmación de Kelli de que no tenía padre.
—Es posible que esté muerto.
—Es posible.
Luke hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Pues yo sigo creyendo que siente añoranza. — Me dio un amistoso puñetazo—. No te preocupes, Ben, ya se le pasará.
Pero no se le pasó. Y a medida que transcurrían los días, sentí la pérdida de Kelli. El ambiente se me tornaba cada vez más tenebroso, y un doloroso abatimiento que pareció embargarnos, a mí tanto como a ella, le robó la mirada radiante, asfixiando esa parte de su ser que ardía con una energía misteriosa.
—A lo mejor deberías preguntárselo abiertamente —sugirió Luke.
—Sheila lo ha intentado, pero Kelli no le dijo gran cosa.
—Pues seguro que habla con alguien —replicó Luke, enfáticamente.
Entonces se me ocurrió que había al menos otra persona a quien podía consultar. En los últimos días la había visto hablar brevemente con Noreen en el pasillo o bajando las escaleras en busca del autobús. En esos momentos Kelli parecía menos agobiada, y en una ocasión hasta vislumbré un atisbo de sonrisa.
Al final de un día escolar, un viernes, distinguí a Noreen dirigiéndose por la acera hacia el lugar donde su madre solía recogerla. Me había fijado en que esta última casi nunca llegaba antes que ella, por lo que se veía obligada a esperarla con frecuencia bastante tiempo junto a las cortas columnas de ladrillo al final de la calle, a veces apoyada en ellas y visiblemente enfadada.
Hacía mucho frío ese día y tenía todo el aspecto de estar helada: la cara roja y los ojos tan fuertemente apretados que apenas si se les distinguía el color.
Correspondió con cierta hosquedad a mi saludo y miró calle arriba, irritada.
—Está helando.
—¿Estás esperando a tu madre?
—Como siempre.
—Yo puedo llevarte a casa.
Me miró, a todas luces sorprendida por el ofrecimiento.
—Más vale que espere a mi madre —contestó.
Sonreí.
—¿Por qué? Ella no te espera a ti.
Fue una respuesta astuta y a Noreen le gustó la posibilidad subyacente de desquitarse.
—Por supuesto, vámonos —exclamó con repentino deleite—. A ver si aprende a no retrasarse con este tiempo.
Camino de su casa hablamos de temas triviales hasta que por fin me atreví a mencionar a Kelli Troy.
—Kelli ha estado actuando de manera extraña —dije, como quien no quiere la cosa.
Noreen asintió, mas no hizo ningún comentario.
—¿Qué crees que le pasa?
Noreen se encogió de hombros.
Esperé un momento y añadí:
—Ya casi no me habla.
Los ojos de Noreen me lanzaron dagas.
—Por eso te has ofrecido a traerme, ¿verdad? Sólo querías que te contara cosas de Kelli.
La miré con expresión impotente, pero no dije nada. Había tratado de utilizarla y ella era demasiado lista para no darse cuenta. No tenía sentido fingir que mi motivo era otro.
—Debiste decirme abiertamente que eso era lo que querías —declaró en tono todavía afilado—. Si quieres hablar de Kelli, hablaremos de ella. No soy tan estúpida como crees, Ben, sé que estás enamorado de ella.
¿Esperaba que lo negara? Como no lo hice, vi una extraña desilusión aparecer en sus ojos y desaparecer de inmediato.
—¿Qué quieres saber? — inquirió, cautelosa, como si aceptara un papel que no deseaba pero que estaba dispuesta a interpretar.
—Es sólo que ha estado actuando de modo extraño y me pregunté si tú sabías lo que la preocupa.
Noreen negó con la cabeza.
—No. Nuestra amistad no es de esas, no somos amigas íntimas.
—Pero os veo hablar a veces.
—No son conversaciones de verdad. No son serias, son cosas sin importancia.
Hice un débil gesto de asentimiento.
—Bien. Sólo se me ocurrió preguntártelo.
Continuamos en silencio, pero, según nos acercábamos a su casa, sentí su mano tocar la mía.
—Ben, lamento haberme enojado. Sé por lo que estás pasando. Sé que es duro.
Descarté los últimos restos de mi disfraz.
—Sí, lo es —declaré, y sentí que una admisión de calibre tan profundo me dejaría expuesto y vulnerable.
Ella sonrió con tristeza, una sonrisa conocedora, llena de aceptación y vislumbré a la mujer en que pronto se convertiría, la que ya sería siempre.
—No sé qué hacer —reconocí.
Asintió lentamente e hizo la declaración más lúgubre y trágica que hubiese oído en mi vida.
—Querer a alguien no hace que el otro te quiera también.
Lo dijo una sola vez, y en todos los años que han transcurrido desde entonces no lo ha repetido nunca.
Pero ha dicho otras cosas, y muchas de ellas conllevan una lobreguez semejante. Hace varios años, mientras yo asistía a una convención de médicos, en Atlanta, fuimos a ver una película extranjera, de las que nunca llegan a los cines de Choctaw. Era sobre Camille Claudel, la mujer que se desvivió por Rodin, y cuyo amor tan apasionado y desenfrenado la empujó a la más atroz de las locuras.
Después, ya de vuelta en el hotel, Noreen y yo nos acostamos, con un brazo mío sobre sus hombros y su cabeza apoyada sobre mi pecho.
—Todo el mundo se merece que lo amen tanto como a Rodin —dije, sin pensar, con la única intención de entablar una conversación antes de dormirnos.
Ella lo negó.
—No. Todo el mundo quiere que lo amen así, pero no todo el mundo se lo merece.
Me pareció que se le humedecían los ojos y en ese instante percibí toda la carga que para ella suponía Breakheart Hill, los largos años vividos bajo la sombra de un amor que nunca recibiría de mí, a sabiendas de que se lo había dado —e incomprensiblemente, aún se lo daba— a otra mujer. Había vivido valerosamente sin ese amor, pero esa noche, con mi esposa acostada en silencio a mi lado, supe que no había desaparecido aún el punzante dolor de este conocimiento, que no había habido un solo día de los últimos treinta años en que no experimentara su brutal persistencia.
Sin embargo, al enfilar el camino de entrada de la casa de Noreen aquella fría tarde, ni ella ni yo podíamos saber que, al hablar de Kelli Troy, estábamos hablando de nuestro destino, tanto conjunto como separado.
Noreen permaneció un momento en el coche. Me dio la sensación de que intentaba decidir qué hacer.
—Trataré de hablar con Kelli, si quieres.
Hice un gesto negativo.
—No, mejor no. Creo que si no quiere hablar de ello, deberíamos dejarla.
Sostuve su mirada.
—Eres un chico agradable, Ben —dijo, y resultó evidente que le costó pronunciar las siguientes palabras—. Me gustas.
Por toda respuesta, hice un gesto rápido con la cabeza.
—Gracias, Noreen. Por todo.
Una sombra le cruzó el rostro. Como si la hubiese despedido formalmente, se dio la vuelta, abrió y se apeó, casi en un solo movimiento. Una fría ráfaga bajaba de la montaña y, cuando llegó hasta su puerta, se había levantado el cuello del abrigo para protegerse.
Después de esto no volví a mencionarle a nadie el comportamiento de Kelli, de modo que cuando el tema volvió a surgir, fue en labios de la señorita Carver, una mañana a finales de marzo, y el mismo viento helado azotaba Choctaw. Me dirigía rápidamente de mi coche a la puerta del instituto. Poco antes de alcanzar lo alto de la escalinata oí que me llamaban. Me di la vuelta y vi a la señorita Carver subir detrás de mí, con el enorme portafolios marrón colgado de su mano enguantada, como si fuese una gigantesca pesa.
—Ben, ¿tienes un minuto? — preguntó, al llegar a mi altura.
Le dije que sí y la seguí al interior. Subió rápidamente hasta su aula, colocó el portafolios junto al escritorio y me miró directamente y, mientras se quitaba los guantes, inquirió:
—¿Kelli sigue trabajando contigo en el Wildcat?
—Sí.
—¿Has notado algún cambio en su actitud últimamente?
Hablar de esta clase de cosas con alguien del personal docente me incomodaba, de modo que le ofrecí muy poco.
—Parece más silenciosa.
—¿Te ha dicho algo sobre algún problema que pueda tener?
—No.
Ahora, al pensar en esa mañana, me asombra la inocencia de las indagaciones de la señorita Carver, su tono inquisitivo pero sin el menor deje acusatorio, y, por tanto, muy distintas de las que me plantearía tres meses más tarde, con voz tensa, cautelosa, profundamente escéptica, la voz de una mujer que sabía reconocer a un mentiroso.
—¿Así que no tienes ni idea de lo que le está pasando?
Mi respuesta me abochornó.
—No, no me ha hablado de nada.
La señorita Carver asintió, claramente desilusionada por la falta de información.
—Pues si se te ocurre algo sobre qué le preocupa, espero que me lo digas. Una chica como Kelli puede meterse en problemas a su edad.
Podría haber interpretado el término «problemas» de muchas maneras, pero ya la conocía lo bastante bien como para saber la clase de problemas a que se refería. No tenía nada que ver con el embarazo y aún menos con los «problemas» que asolan a la juventud de nuestros días, las drogas y la violencia y las enfermedades graves. Puesto que los peligros del mundo de la señorita Carver eran todos románticos, quería decir que Kelli era una de esas damas perdidas sobre las que llevábamos todo el año leyendo, apasionadas y llenas de talento, terreno abonado para la destrucción que se cierne en los confines del amor.
Si bien sabía perfectamente lo que quería decir, me hice el loco.
—Pues no creo que tenga problemas.
La señorita Carver guardó silencio y clavó en mí una mirada escrutadora, como si, ya entonces, intentara penetrar las numerosas capas de mi engaño. Una mirada que nunca perdió; que continuaba en sus ojos cuando la vi por última vez. Su rostro había envejecido prematuramente, amarillento y arrugado, y vi sus dedos tocar los radios de su silla de ruedas, como si fuesen las cuerdas de un arpa. Sus ojos resultaban profundamente inquisitivos al observarme a través de los gruesos cristales de sus gafas, y, cuando habló por fin, su voz contenía un deje de escalofriante suspicacia. «Usted no es el doctor Winn.»
Treinta años antes fue menos contundente al manifestar sus dudas acerca de mi carácter:
—Seguro que me lo dirías si supieras que Kelli necesita algo, ¿verdad?
—Sí.
La expresión dubitativa no desapareció.
—Espero que sí.
Salí del aula, raudo y veloz, como si un torno estuviese a punto de apretarme con sus ruedas. Las preguntas de la señorita Carver me hacían sentirme vulnerable, porque mis respuestas daban a entender que Kelli y yo no éramos sino dos personas que trabajaban juntas en el Wildcat, que no había nada entre nosotros, y mucho menos intimidad. Hasta llegué a enojarme con la propia Kelli, ofendido porque no me respetaba lo suficiente como para confiar en mí. Mi único consuelo radicaba en la impresión de que tampoco había confiado en nadie más.
Pero sí que había confiado en otra persona, y cuando me enteré de quién era, me quedé atónito.
Fue —¡increíble!— en la sala del tribunal del juez Thompson que lo supe, sentado al lado de mi padre; traté de controlar el tremendo terror que me embargó en el momento de descubrirlo, la sensación de que los errores, acumulados uno sobre otro, habían erigido una tenebrosa torre que se cerniría para siempre jamás sobre Choctaw.
Así que Kelli Troy fue a hablar contigo al respecto, ¿es así? —preguntó el señor Bailey a su testigo.
La voz que le contestó era más firme de lo que me esperaba.
Sí.
¿Y dirías que lo que te dijo era de naturaleza confidencial?
Supongo que sí. Me dijo que no quería que se lo mencionara a nadie.
De acuerdo, ahora, ¿podrías decirle al tribunal cómo tuvo lugar esa conversación?
Pues Kelli se acercó a mí una tarde, al salir de la escuela, y me dijo: «Eddie, ¿puedo hablar contigo un minuto?».
Así que, en los días siguientes a aquel en que conoció a Lyle Gates, fue, de entre todas las personas, Eddie Smathers con quien Kelli habló, embargada por la aprensión y las dudas sobre sí misma. Y Eddie Smathers era el único que conocía los motivos del distanciamiento que tanto preocupaba a la señorita Carver; esta creía que se trataba de un gran amor funesto, pero no tenía nada que ver con eso, como evidenció el testimonio de Eddie.
¿Qué te dijo la señorita Troy, Eddie?
Habló de la noche en que nos encontramos en el centro comercial en Gadsden.
Esa es la noche que Ben Wade ya ha descrito al jurado, ¿es así?
Sí, señor.
¿Y qué dijo la señorita Troy acerca de esa noche?
Dijo que la había espantado.
¿Espantado? ¿En qué sentido?
Pues, al principio creí que era por cómo los neg... los de color... por cómo se manifestaban allí esa noche. Creí que la habían asustado un poco o algo así.
Pero eso no fue lo que asustó a la señorita Troy, ¿verdad?
No, señor.
¿Qué fue lo que la asustó, señor Smathers?
Lyle. Al menos es lo que ella dijo.
¿Qué fue lo que dijo, exactamente?
Dijo que había ido a Gadsden a ver lo que hacían los de color, pero que cuando Lyle se presentó le dio miedo hablar con ellos.
¿Dijo algo más?
Sí. Dijo que se había desilusionado a sí misma por dejarse asustar por Lyle y que nunca más iba a apartarse de algo por miedo.
¿Por qué crees que te lo dijo?
Bueno, creo que estaba, pues, digamos que estaba enviándole un mensaje a Lyle.
¿Le diste el mensaje a Lyle?
No, señor. No soy tan buen amigo de Lyle.
El señor Bailey continuó con otras preguntas, la mayoría de ellas insignificantes, antes de pasar el turno al señor Wylie, el abogado de Lyle.
Ahora bien, señor Smathers, ¿puede decirnos cuánto tiempo pasó entre el encuentro en Gadsden y la conversación que tuvo usted con la señorita Troy?
Unas tres semanas, más o menos, me imagino.
¿La señorita Troy le dijo que Lyle Gates se había puesto en contacto con ella desde esa noche?
No.
¿O que lo había visto?
No.
Señor Smathers, esa noche en Gadsden, ¿vio usted, en el comportamiento de Lyle Gates hacia la señorita Troy... vio usted algo que pudiera causarle miedo?
No, señor.
De hecho, se mostró perfectamente amistoso, ¿verdad?
Me figuro que sí.
¿En algún momento indicó Lyle Gates que le desagradaba la señorita Troy?
No.
¿Alguna vez la amenazó en su presencia, señor Smathers?
No.
Entonces, ¿por qué cree usted que está sentado aquí, acusado de haberle hecho cosas tan horribles?
Eddie dio la única respuesta posible.
No lo sé.
Ni lo supo nunca.
En la actualidad, cuando lo veo por ahí en Choctaw, haciendo tratos o estrechando las manos de los miembros de la iglesia baptista, de entre todas las personas que cayeron en el torbellino de lo sucedido en Breakheart Hill, Eddie me parece todavía la única persona que nunca se sintió tocada por la crueldad. Cuando nos vemos, sonríe alegremente con expresión infantil, pregunta por Amy y Noreen, me sacude la mano y se marcha, feliz e inconsciente, sin que lo envilezca ni un poquito la oscuridad moral que lo rodeó por un breve período. Es como si su propia e intratable estrechez mental le hiciera las veces de armadura, lo protegiera de las penetrantes vinculaciones de un crimen en el que, aunque sin saberlo, tuvo un papel principal.
En ocasiones me lo imagino enfrentándose a todo lo que no sabe. He repetido incesantemente la escena en mi cabeza. Nos encontramos fortuitamente. Se para a charlar conmigo, como siempre; habla de deportes, del tiempo, de lo mal mantenida que está la carretera de la montaña; finalmente se le acaban los temas, hace ademán de marcharse y me coge la mano.
En ese preciso instante, le doy un repentino y angustioso tirón. Trata instintivamente de apartarse; sus ojos denotan perplejidad, cierto miedo por la violencia con que lo tengo asido. Pero no lo suelto, sino que me lo acerco aún más. Mis dedos le aprietan la muñeca como si fuesen el nudo de una soga, tiran de él cada vez más, hasta que mis labios le tocan la oreja. Entonces, aferrado todavía a él, le susurro:
—¿Nunca te has preguntado por qué?
Estoy seguro de que no.
Otros, no obstante, sí que se lo preguntan.
Los oigo todo el tiempo hacer la pregunta. A veces la oigo surgir de la tumba, la de mi padre y la de Shirley Troy, y hasta la del sheriff Stone. A veces la oigo entre los vivos, silenciosa, pero con una fuerza atormentadora, como ocurrió cuando, hace años, los ojitos amoratados del pequeño Raymond Jeffries me miraron suplicantes desde las sábanas blancas de mi mesa de reconocimiento. La he oído susurrada desde detrás de los cristales oscuros de las gafas de Sheila Cameron, así como desde la diminuta lápida gris que marca la tumba de su hija Rosie.
Incluso ha habido ocasiones en que me he levantado de la cama, he salido al porche, he contemplado las farolas y las luces de Choctaw y no he oído más que un coro de preguntas, hechas en voz baja y apesadumbrada. «¿Por qué nunca me quiso mi marido? ¿Por qué me odiaba mi padre? ¿Por qué tuvo que morir mi hija?»
Y yo escucho, enmudecido, sus confusos y melancólicos susurros. Y sé que, a menos que se lo explique, no lo sabrán nunca.
TERCERA PARTE
12
Una tarde de primavera, más o menos un mes antes de la muerte de la señorita Troy, Luke y yo nos encontrábamos sentados en el césped de la casa de este en Turtle Grove. Golpeó la pipa contra un costado de la silla, tosió ligeramente y declaró:
—Nuestros Padres Fundadores creían que lo más importante era el orden.
Llevaba unos años estudiando historia estadounidense, con especial énfasis en los puritanos, los primeros colonos británicos, por los que había adquirido un interés y un cariño especiales. Hasta se acostumbró a llamarlos, con gran reverencia, «nuestros Padres Fundadores». Su biblioteca estaba salpicada de volúmenes que detallaban su lucha física por construir un nuevo mundo en lo que ahora es Massachussets; sin embargo, lo que más le intrigaba era la dedicación de estas personas a un ideal moral, y no cesaba de referirse a él.
Aquella tarde me limité a asentir sin hablar, pues tenía otras cosas en la cabeza, un anciano al que había tratado ese mismo día. Un tractor lo había arrollado; le aplastó la pierna izquierda, y me impresionó la valentía con que aguantó lo que sin duda era un reconocimiento sumamente doloroso.
—¿Sabes por qué era tan importante para ellos el orden, Ben?
Casi sin hacerle caso hice un gesto negativo.
—Porque nuestro Padres Fundadores creían que cuando alguien hacía algo malo, o sea, «escandaloso», según su definición, la cosa no paraba allí; ni siquiera paraba con la gente que habría podido salir herida o perjudicada... —volvió a meterse la pipa en la boca—, sino que las repercusiones del acto perduraban a través del tiempo.
Si bien Luke no tenía por qué saberlo, su comentario me golpeó con la contundencia de un martillo.
—Entonces, ¿cuándo acaban? — pregunté con un deje mordaz.
Luke agitó la cabeza al percatarse de la espeluznante y asombrosa veracidad de dicha declaración.
—Nunca. No tienen fin.
Aparté la vista y la posé en una casa a unas manzanas de allí, la que fuera de Sheila Cameron. La distinguí claramente: la regia fachada blanca, el amplio césped verde que se extendía desde la escalinata hasta la acera baja que se alzaba al borde de la lisa y pavimentada calle. Imaginé a Rosie echar una mirada a la izquierda y abrir los ojos de par en par en lo que debió ser un momento de terror supremo, de absoluta irrealidad, mientras el coche se abalanzaba sobre ella a través de la cortina de lluvia.
—Podría decirse, pues, que un acto es en sí como un arroyo —prosiguió Luke—. Surge del suelo y después discurre eternamente.
Yo seguía concentrado en el cuerpo destrozado de Rosie, tal y como lo sentí cuando lo levanté de la camilla.
—Al levantarla —comenté—, me dio la impresión de tener en brazos un fardo de palos rotos.
—¿Qué? — La voz de Luke adquirió de pronto una profunda tensión—. ¿A quién levantaste, Ben?
Me volví hacia él, incapaz de contestar.
—¿Qué pasa, Ben? — Parecía angustiado, como si hubiese alcanzado el borde de una terrible revelación. Me di cuenta de que creía que estaba hablando de Kelli, que era su cuerpo el que se me había antojado un fardo de palos, cosa que no podría saber a menos que...
—Rosie Cameron —me apresuré a contestar.
El rostro de Luke recuperó el color.
—Oh.
Con la cabeza señalé el lugar donde sucedió el accidente.
—Yo la traje al mundo, ¿sabes? La puse en brazos de Sheila.
Recordé la gran satisfacción que experimenté al entregarle a su hija recién nacida, la expresión radiante de Sheila al darle el pecho, tan distinta de la figura rígida de ahora, la que se oculta detrás de las gafas oscuras. Junto a la cama, su marido, Loyal, contemplaba a madre e hija con una sonrisa de oreja a oreja. Al cabo de un momento, Sheila levantó a la pequeña y se la dio, y él la cogió cuidadosamente mientras Sheila los contemplaba. Parecían haber alcanzado un momento de dicha suprema, tan sencilla y completa, que desprendía un aire fijo y eterno.
Luke agitó la cabeza.
—Terrible, ese accidente. Y luego todo lo que ocurrió después... —mordisqueó el mango de la pipa, antes de repetir—: un terrible accidente.
Pero yo, desde luego, conocía la fuente del arroyo negro, el arroyo del que Luke acababa de hablar, el arroyo venenoso que surge burbujeante en un único e impetuoso momento y luego fluye de generación en generación.
—Tenemos que ser tan cuidadosos —susurré.
Luke me echó una ojeada penetrante.
—¿Cuidadosos con qué, Ben?
Le di la única respuesta que conocía:
—Con todo.
Y pensé en Kelli Troy, en lo pronto que su intuición debió captar la presencia de aquel flujo incesante de «mal» que «nuestros Padres Fundadores» supieron ver con mayor claridad que nosotros. Si no, ¿por qué se había arriesgado tanto para hacer lo correcto?
Resulta que lo correcto consistía en ir contra su propio miedo. Pero no lo supe hasta que ella misma me lo explicó.
Corría la primera semana de abril, y la encontré sentada en el despacho del Wildcat, leyendo las últimas páginas de Una mujer perdida, de Willa Cather. No alzó la mirada al cerrar el libro.
—¿Qué te pareció? — pregunté, algo envarado, al sentarme a mi escritorio. En las últimas semanas su distanciamiento era tal que no me esperaba más que una respuesta corta y cortante.
—Hermoso —contestó, con voz menos remota—. Y a ti, ¿qué te pareció?
Era la primera pregunta seria que me planteaba desde la noche en Gadsden. Interrumpí lo que estaba haciendo y me volví hacia ella, incapaz ya de contener mis sentimientos.
—¿De verdad te importa lo que pienso? — espeté.
No pareció sorprendida, ni por la pregunta ni por el tono malhumorado y acusatorio.
—No he sido muy agradable contigo últimamente, lo sé.
En la extrañamente íntima iluminación del despacho del sótano, sus ojos oscuros adquirieron un color y un tono tan ricos como la tierra. Ahora me doy cuenta de que en ese preciso instante, revivió poderosamente en mí la esperanza de casarme con ella. Pero también, y de repente, se me presentó una fugaz e intensa visión..., yo la llevaba a la cima de Breakheart Hill, la acostaba sobre una mullida manta roja... y todo lo demás.
—Lamento mi actitud últimamente, Ben.
Apenas si la oí. Me encontraba en Breakheart Hill, extático, con todo el pueblo abajo y Kelli debajo de mí, mirándome intensamente a los ojos mientras sus dedos jugueteaban con mi cabello. Durante un breve y alucinado instante lo tuve todo, y cada detalle resultaba tan real y tan intenso que se me antojó más un recuerdo que una fantasía.
—No he sido agradable con nadie en estas últimas semanas —continuó—. Me figuro que mucha gente se habrá dado cuenta.
La visión quedó hecha añicos y me encontré de nuevo en el anodino despacho del sótano, con Kelli sentada a un par de metros de mí. Sus dedos no se acercaban ni remotamente a mi cabello, sino que sostenían amorosamente un pequeño libro de bolsillo.
—Sí. La señorita Carver cree que tienes un problema.
—Y es que lo tenía.
La súbita admisión me dejó atónito. Y seguir indagando me pareció un buen modo de hacer que, por fin, confiara en mí.
—¿Ah, sí?
—Aquella noche en Gadsden me dejó descolocada—
—¿En qué sentido?
—Me dio miedo, Ben. Ese chico, el que iba con Eddie.
—Lyle Gates. Ya no es un chico.
—Lo parecía..., pero lo que me dijiste de él me espantó... Y he oído otras cosas desde entonces. Que apaleó a un chico durante un partido y que lo expulsaron de la escuela. Que trató de raptar a su hija y llevaba pistola cuando lo intentó. — Me miró intensamente—. ¿Es cierto todo eso?
—Supongo que sí. Pero no importa. No te conoce ni sabe lo que hacías en Gadsden esa noche.
Kelli acercó un poco su silla a la mía y se inclinó con expresión intensa.
—Lo sé, pero de todos modos me dio miedo hacer lo que pretendía hacer esa noche.
—Así que eso es lo que te ha estado preocupando... ¿Lyle Gates?
—No, él, personalmente, no, sino lo que me hizo sentir.
—¿Qué te hizo sentir?
—Hizo que me sintiera como una cobarde. — Y, como había hecho ya tantas veces antes, sacó de su mochila una papel doblado y me lo dio—. Pero no quiero ser una cobarde. No quiero pasar la vida desilusionándome a mí misma y a los demás por miedo.
Empecé a guardar el papel, con la intención de leerlo en casa, como de costumbre, pero Kelli se opuso.
—¿Te molestaría leerlo ahora?
—Creí que no te gustaba que leyera tus cosas delante de ti.
Su rostro poseía en ese momento una calma espeluznante, casi estática, pero yo sabía que esto le exigía un gran control.
—Esta vez sí quiero —fue lo único que dijo, y lo dijo en voz queda, sin el menor atisbo de lo mucho que significaba para ella, de lo que se estaba jugando.
Eran sólo dos páginas, escritas con su minúscula letra, pero ese limitado marco captaba mucho de lo que a mí se me había escapado. Había visto las duras pancartas agitarse en el frío, los oscuros rostros debajo de ellas, sombríos y resueltos, los aparadores encendidos que hacían las veces de trasfondo, dejando que las sombras engulleran a los manifestantes. Se había fijado en las tristes prendas que vestían, en lo poco que los protegían del frío, y, más aún, en que lo inadecuado de estas ropas no hacía sino recalcar la «naturaleza de la existencia que tienen que soportar, la de una vida de segunda mano».
Su descripción de dicha existencia ofendió mi orgullo. Las palabras, sencillas y directas, no eran exactamente de su estilo, aunque las adoptó para hablar de lo que percibía como el gran problema a que debía enfrentarse nuestra juventud:
Ahora somos jóvenes, todos los que asistimos al instituto de Choctaw, y, porque somos jóvenes, no se espera de nosotros que pensemos mucho acerca de lo que sucede a lo largo y ancho del Sur. Pero aquella noche en Gadsden, vi a personas de nuestra edad que habían reflexionado sobre su vida y que deseaban cambiarla. Habían decidido que ya no podían darse el lujo de ser jóvenes, y sus ojos contenían una madurez que no existe en los nuestros. Son tan jóvenes como nosotros, sin embargo su pasado, lo que han vivido, los ha obligado a descartar la juventud antes de tiempo, antes de que les tocara. Por esto parecen más maduros y más serios que nosotros. Y esto los ha hecho hermosos.
Recuerdo que la contemplé tras leer esta última frase. Estaba sentada, con las manos en el regazo, la mirada firme y el rostro infinitamente quieto.
—¿Vas a publicarlo, Ben?
Vacilé.
—Supongo que sabes que podría acarrearte problemas...
—Sí.
Esperé a que añadiera algo más, porque distinguí una extraña inquietud en sus ojos; mas guardó silencio.
—¿Estás segura de estar preparada para eso? Porque puede que los problemas te vengan no sólo de gentes como Lyle Gates, sino también de otras, de personas que consideras amigas.
Por toda respuesta me hizo una pregunta a la que probablemente llevaba dando vueltas desde hacía tiempo.
—¿Por qué no escribiste nada de lo que vimos en Gadsden, Ben?
—Supongo que esperaba a que tú lo escribieras conmigo.
—¿Tenías miedo?
Reparé, y lo sentí como un golpe, en que su primera pregunta no era una mera acusación, sino más bien un desafío para que viviera según un elevado principio, para que me enfrentara directa, valerosamente a la vida, acaso heroicamente, de vez en cuando.
—Es posible —reconocí, con la vista clavada en la suya, asimilando su valor, convirtiéndolo en mío—. Pero ya no.
En su rostro apareció una expresión de alivio y yo sentí lo que, supongo, siente todo hombre en el momento de su vida en que sueña con ganarse un corazón inalcanzable, a saber: la necesidad apremiante de ser bueno, de ser útil, servicial y valiente, de que confíen en uno y lo envíen a matar dragones. Acaso sea el único instante de auténtico romance que podamos realmente alcanzar, un instante en que, por muy breve que sea, la caballerosidad no sea sólo una ficción antigua, sino toda la fuerza y la pasión que conforman nuestra vida.
—Nunca más tendremos miedo —le prometí.
Pese a la infantil fanfarronería de dicha declaración, se la creyó.
—Trataré de recordarlo —contestó con voz suave.
Algo en mí se soltó y tuve que esforzarme para que no se me humedecieran los ojos de tan profunda que era mi necesidad de servirla, de estar siempre a la altura de las ocasiones que se presentaran, a la altura de lo que veía en todo, desde las películas antiguas hasta los poemas épicos. Así fue que por única vez le declaré lo que sentía con toda la audacia y firmeza de que me sentí capaz en aquel trance.
—Nunca dejaría que te hicieran daño, Kelli.
Ella se limitó a mirarme unos segundos, en silencio, diríase que tratando de llegar a una conclusión. Luego metió la mano en el bolso de nuevo y sacó una caja estrecha que había envuelto en papel metálico rojo.
—No he sido muy agradable contigo últimamente, Ben, y quería darte algo para compensarte, y, tal vez, también para pedirte perdón.
Cogí el paquete.
—¿Lo abro ahora?
—Si quieres.
Dada la forma, pensé que sería una corbata, pero cuando lo abrí y separé cuidadosamente el papel tisú, advertí que me había comprado algo mucho más personal e importante.
—Un estetoscopio —exclamé.
Sonrió.
—Quería darte algo muy especial, algo que apreciaras de verdad. Es auténtico —añadió, a todas luces orgullosa de su elección—, aunque supongo que lo sabes.
—Sí, lo sé.
Me pasé la rama de los auriculares por el cuello y acaricié con un dedo el largo tubo negro que acababa en el receptor de sonido.
—Es maravilloso, Kelli.
—Vamos a probarlo —sugirió; su voz rebosaba felicidad. Cogió el receptor de sonido y se lo colocó en el pecho.
—¿Lo oyes?
Me metí los auriculares en las orejas y escuché; percibí el regular y amortiguado latido de su corazón, suave, rítmico; todo mi cuerpo latió con ese mismo compás, delicado pero excitante. Nunca había alcanzado tal nivel de intimidad; en cierto sentido podría decirse que nunca más, en todos los años transcurridos desde entonces, lo he alcanzado.
Mi respiración se aceleró. Mis dedos se cerraron con mayor fuerza sobre el tubo negro, y por primera vez experimenté el deseo físico como una entidad aparte, un ser atado debajo de mi piel, contenido y explosivo, casi fuera de mi control.
Aparté el estetoscopio y le di la espalda a Kelli.
—Me parece que tu corazón late con fuerza —manifesté en tono pragmático, imitando cuidadosamente el de un médico, científico y profesional, desesperado por ocultar la marea de deseo que tanto me había trastornado, la marea en cuyo tormentoso vaivén me encontraba perdido aún—. Con mucha fuerza —reiteré al quitarme los auriculares.
Y era, en verdad, un corazón fuerte, fiero e inagotable, pero otra parte de su cuerpo era más vulnerable al asalto.
Lo descubrí muchos años más tarde. El doctor McCoy había muerto unas semanas antes; al revisar los historiales que había almacenado al jubilarse, me encontré con una carpeta muy antigua, y, aunque desteñidas por el paso del tiempo, las letras de la pestaña resultaban aún legibles: TROY, ELIZABETH KELLI.
Al principio no me sentí capaz de abrirla, pero al cabo de un rato me controlé, la llevé a la sala de al lado y estudié las radiografías contra la caja de luz. Y, en los diseños grises y negros, observé la curva que contenía su cerebro, la columna de espinosas vértebras, las huesudas cuencas desde las que solían brillar sus ojos, el cartílago que le daba a la nariz su forma única. Vi también lo que le habían hecho: el oscuro flujo de sangre provocado por una hemorragia, el paisaje lunar que constituían las lesiones, fracturas y contusiones en el cráneo, una esquirla empotrada, como una aguja blanca, en los dobleces grises del cerebro. Permanecí petrificado, transfigurado, frente a ese imperturbable registro de su destrucción. Y, durante aquel torbellino que duró unos segundos, reviví el tormento, día tras día, paso a paso, hasta llegar al final, y la oí susurrar: «Tú, no.»
13
Nos lo imaginamos oculto detrás de una puerta. Lo vemos en el brillo del filo de una navaja o en la frialdad azul del cañón de una pistola. Se supone que se abalanzará sobre nosotros desde el otro lado de una esquina o que surgirá de una espesa niebla al anochecer, y a menudo se nos antoja un ser que nos acecha, tenebroso y amenazador, avanzando hacia nosotros desde el fondo de un callejón, observándonos con sus ojillos malévolos.
Así se lo imaginó el señor Bailey y así trató de que los miembros del jurado se lo imaginaran, y cada uno de ellos lo vio una y otra vez, cuando, sentados en la sala del jurado, meditaban acerca del destino de Lyle Gates y recordaban las últimas palabras del señor Bailey: «Sólo el odio puede hacer algo así.»
Pero el señor Bailey había dicho más cosas y, mientras lo escuchaba aquel último día del juicio, todas y cada una de sus palabras me cayeron encima como una terrible carga.
—Tienen que ver lo que Kelli Troy vio aquella tarde —dijo al jurado con esa voz alta y resonante que solía usar en el tribunal—. Tienen que ver algo surgiendo de entre los arbustos y avanzar hacia ustedes. Tienen que ver a un hombre, más corpulento y más fuerte que ustedes. Tienen que percibir el terrible odio que siente por ustedes y el daño que ha venido a hacerles. Tienen que verlo todo a través de sus ojos.
Hizo una pausa; bajó a ese tono más suave e íntimo que solía utilizar con igual eficacia:
—Y, damas y caballeros del jurado, aunque estemos en otoño y una fría lluvia caiga sobre Breakheart Hill, tienen que imaginar lo preciosa que estaba la loma en aquel soleado y caluroso día, hace cinco meses. Tienen que decirse, igual que debió hacerlo Kelli Troy: «No volveré a ver nunca más tanta belleza ni oiré los pájaros ni sentiré el calor del sol». Ustedes, los miembros del jurado, que han sido escogidos para hacer justicia en este caso, todos y cada uno de ustedes tienen que hacerlo para entender qué le ocurrió a esa jovencita aquel soleado día. Tienen que ver lo que ella vio, y sentir lo que ella sintió, y entender lo que perdió y nunca más verá ni sentirá ni poseerá.
Estoy convencido de que al reflexionar sobre los acontecimientos en Breakheart Hill, esos doce hombres y mujeres vieron los ojos de Kelli saltar hacia un ruido inesperado, abrirse de par en par al ver a Lyle Gates emerger de la verde espesura que la rodeaba, y que sintieron también su mirada inflamada de odio; aquella mirada que el señor Bailey les había descrito como «bestial y vengativa y probablemente lasciva».
Mas el peligro, el peligro mortal, no siempre aparece como quiso el señor Bailey que se lo imaginaran los miembros del jurado ese último día del juicio a Lyle Gates. No siempre es un ser que te persigue con ojos iracundos y rojos, ni siquiera un ser fríamente malévolo que aguarda con paciencia entre sombras. Puede ser otra cosa, alguien que te llama con gentileza, que te abraza calurosamente, que te acaricia y te engatusa con dulzura hasta destruirte.
Hace unos años, una soleada mañana, se lo dije a Noreen mientras desayunábamos y leíamos el periódico dominical.
—De quien tienes que cuidarte es de los que te quieren —comenté, con desenfado, refiriéndome a un artículo que acababa de leer acerca de un padre que había envenenado a sus dos hijos. Sin embargo, Noreen alzó rápidamente los ojos y me clavó una mirada mortífera.
—¿De qué hablas? — inquirió con voz tensa.
Me desconcertó el nerviosismo que denotaba su rostro.
—De un hombre en el periódico. Mató a sus propios hijos para que se fueran al cielo.
Asintió, aunque con los ojos clavados aún en los míos con una espeluznante concentración.
—¿Qué pasa, Noreen?
Vaciló, intentando contener el tumulto que bullía en ella y bregaba por salir a la superficie.
—Nada —contestó por fin, y sus ojos huyeron de los míos para centrarse de nuevo en el periódico.
«Nada.» Pero supe que no era cierto, lo vi en sus ojos, y me di cuenta de que oyó mi comentario en el contexto de aquella noche tan remota. Evoqué su aspecto aquella noche, inmóvil en la húmeda oscuridad del verano, con el dulce aroma a violetas aún pegado a su vestido, la voz baja y extrañamente consoladora gracias a su susurro conspirador: «¿Y ahora, qué vamos a hacer?»
Mandé al despacho del señor Avery el ensayo de Kelli acerca de lo que a la sazón todos denominábamos «el problema racial». En aquella época las autoridades escolares debían aprobar todo lo que escribían los alumnos. Recuerdo que no creía demasiado probable que el señor Avery nos permitiera publicarlo en el Wildcat. No obstante, lo aprobó y hasta nos lo devolvió en persona.
—No podemos dar la espalda a nuestros problemas —nos dijo, en el pasillo frente al despacho del sótano, con aquella anticuada caballerosidad que formaba parte integrante de los modales de su generación, y se marchó.
—Me figuro qué es lo que vosotros, los sureños, llamaríais «un caballero» —dijo Kelli cuando lo perdimos de vista.
Asentí.
—Absolutamente.
Dejamos juntos el despacho unos minutos más tarde. Recuerdo que al salir a la calle percibí el primer deshielo de aquel largo invierno, los primeros indicios de la inminente primavera.
Kelli se desabrochó el abrigo, se quitó la larga bufanda a rayas y se la metió bajo las axilas.
—Hace calor —declaró.
Eché un vistazo hacia el cielo azul celeste; el sol brillaba con todo su esplendor.
—Deberíamos dar un paseo antes de que te lleve a casa.
—¿Por dónde?
—Podríamos ir al centro y regresar luego a por el coche.
Bajamos la escalinata y enfilamos la calle que llevaba casi directamente al centro.
—¿Crees que todo el mundo pensará como el señor Avery? — preguntó, al cabo de un rato.
—Creo que la mayoría, sí.
—Lo único que me molesta es que aquellos a quienes no les guste dirán que sólo soy otra «agitadora forastera».
Me eché a reír.
—Otra yanqui que quiere decirnos cómo tratar a nuestros negros.
—Eso.
—Pues probablemente haya gentes que lo digan, Kelli, pero si no pudieran decir eso dirían otra cosa. — Me encogí de hombros—. De todos modos, tenemos muchas personas buenas aquí en Choctaw. En el fondo es un buen pueblo.
Me miró evidentemente sorprendida.
—Creí que odiabas Choctaw.
—No tanto como antes.
—¿Por qué no?
Como no me atreví a contestar con la verdad, mentí.
—A lo mejor es que he madurado un poco en los últimos meses.
—Pero aún quieres marcharte en cuanto te gradúes.
—Sí, pero no necesariamente para siempre. Tal vez sólo los años que dure la universidad.
—¿Y luego regresarás?
—Sí.
Pareció complacida, y me convencí de que la perspectiva le agradaba por las mismas razones que a mí, que significaba la posibilidad de que formaríamos una pareja para siempre, que poco a poco, cada vez más, me iba convirtiendo en el gran hombre que ella deseaba con tanta intensidad.
Continuamos andando y llegamos al parque. El césped estaba todavía mustio y los árboles casi todos desnudos, pero nos rodeaba la sensación de que estaban a punto de revivir, de que la tierra se preparaba para dar la bienvenida a la primavera.
—¿Quieres sentarte? — sugerí.
—Bueno. — Me siguió hasta el corto banco situado al borde de la pista de tenis, el mismo donde estaba sentada cuando la vi aquel primer día. Y, cosa típica del amor adolescente, el lugar se me antojó sagrado.
Me sentía tan a gusto que revelé un resquicio de las emociones que llevaban tanto tiempo creciendo en mí.
—Te vi aquí una vez.
—¿Aquí? ¿Cuándo?
—Justo antes del inicio del curso. Estabas leyendo.
De repente lo recordó.
—Estabas jugando al tenis. Con... con Luke, ¿no?
—Sí.
El recuerdo dio la impresión de divertirla.
—Se me hace extraño pensar que hubo un tiempo en que no te conocía.
Aunque muy lejos de ser una declaración de amor, me regodeé.
—Sí, es raro —y añadí con cautela—, sobre todo porque nuestra amistad es tan... íntima.
Asintió, sin agregar nada, por lo que me apresuré a hablar de un tema menos susceptible de acarrearme una desilusión.
—¿Sobre qué quieres escribir para el próximo número?
Su respuesta fue tan pronta que supe que había pensado mucho en ello.
—La historia —declaró, más alerta ya, como si alguien hubiese disparado un pistoletazo de salida—. Quiero averiguar cómo era Choctaw en diferentes épocas. — La embargó una energía invisible—. He estado investigando... —hasta hablaba más deprisa—. ¿Sabías que hubo un mercado de esclavos aquí?
La miré con aire dubitativo.
—Es cierto. Era el único en esta parte del estado.
—¿Un mercado de esclavos? ¿Aquí, en Choctaw?
—Los grandes mercados se encontraban más al sur, donde estaban las plantaciones algodoneras, pero durante un tiempo, el norte de Alabama tuvo un único mercado de esclavos y estuvo aquí mismo, en Choctaw.
Me costaba muchísimo creerla.
—Pero no había tanta esclavitud tan al norte. No había plantaciones de verdad. El terreno es demasiado montañoso. Las granjas eran pequeñas.
—Por eso el mercado no se celebraba todo el año —replicó, obviamente encantada con los conocimientos recién adquiridos—. Empezaba a principios de verano y terminaba en otoño.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo leí. La biblioteca municipal tiene toda una sección dedicada a la zona. Puedo enseñártelo cuando quieras.
Se la notaba muy emocionada, tanto que, sin pensárselo, quiso sellar el acuerdo.
—¿Qué te parece este sábado? — inquirió con ese tono coquetón típico de las adolescentes, como si se tratara de una cita.
—De acuerdo.
Sonrió y su rostro adquirió un aspecto radiante, jubiloso, luminoso.
—Estupendo, Ben. Ven a buscarme a eso de las diez.
Así pues, dos días después aparqué frente a su casa.
Salió enseguida, pero en esta ocasión su madre la acompañó.
—Qué gusto verte de nuevo, Ben —manifestó al aproximarse al coche.
Llevaba un largo abrigo de lana y su cabello parecía haberse vuelto más claro durante el largo invierno, aunque todavía le faltaba mucho para adquirir el resplandeciente tono plateado que poseería en sus últimos años de vida, tono que, según me imagino a menudo, habría coronado también la cabeza de Kelli, prestando a su vejez la belleza deslumbrante que proporciona una vida plena.
—¿Cómo está tu padre?
—Bien.
—Salúdalo de mi parte.
—Lo haré.
Kelli ya se había sentado a mi lado, arrebujada en su abrigo, como de costumbre, y con el cuello bien envuelto en la bufanda a cuadros de toda la vida. Sin embargo, a mí me pareció muy distinta a como estaba unos días antes, más encauzada, resuelta e impertérrita. Diríase que una fuerza invisible la envolvía e impulsaba, electrizaba sus ojos, prestaba a su sonrisa un resplandor de otro mundo. Desaparecidas las dudas que habían ensombrecido las últimas semanas, cedían el paso a una chica intensa y magníficamente viva.
La biblioteca de Choctaw se hallaba en el sótano del ayuntamiento; un espacio oscuro y reducido presidido por una de las matronas del pueblo, la señora Phillips. Promotora incansable de la cultura local, trabajaba sin sueldo y sin título, y, según descubrí aquella mañana, se había encariñado muchísimo con Kelli.
—Vaya, hola, Kelli —saludó con alegría cuando entramos.
—Hola, señora Phillips.
Los ojos de esta se posaron en mí.
—¿A ti también te gusta leer?
—Supongo que sí.
—Kelli es una lectora ávida. — Con un gesto de aprobación se volvió hacia la aludida—. He encontrado la referencia que buscabas.
Dicho lo cual, echó a andar. Kelli y yo la seguimos, adentrándonos cada vez más en el laberinto de estanterías de metal, de antiguos y polvorientos volúmenes, hasta la pared del fondo.
—Sentaos allí. — Con la cabeza indicó una pequeña mesa de madera y unas sillas—. Os lo voy a traer.
—Me ha ayudado mucho —me susurró Kelli—. Conoce cada libro de esta biblioteca. — Su mirada se paseó por la estantería frente a nosotros—. Todos esos tienen que ver con Choctaw.
Sorprendido por su cuantía, seguí con la vista la larga fila de volúmenes.
—Casi todos los escribieron personas de por aquí y los publicaron con su propio dinero.
—¿Por qué?
—Porque querían que los recordaran, me imagino. O querían dejar constancia de algo.
No pudo continuar, pues la señora Phillips se nos acercó por detrás y dejó caer un enorme volumen sobre la mesa.
—Aquí figura la primera referencia que encontré al respecto.
Pasó un dedo por las líneas de un largo párrafo y lo detuvo casi al final de la página.
—Aquí. Es la primera referencia.
Me incliné y eché una ojeada a las palabras sobre las cuales se había parado la punta del dedo de la señora Phillips.
—Breakheart Hill —susurré.
Kelli me miró con expresión intensa, penetrante.
—¿Nunca te has preguntado por qué se llama Breakheart Hill? — o sea, el monte de los corazones rotos.
Hice un gesto negativo con la cabeza.
—Nunca me he parado a pensar en ello.
Kelli levantó el libro. Con una voz suave y susurrante, aunque cargada de una extraña y casi apasionada devoción, como si debiera parte de su vida a cada una de las que la habían precedido, leyó en voz alta:
Fuimos todos juntos desde el lugar donde habían situado el parque. Había muchos caballos y carros y hombres trabajando por todas partes. Había mucho ruido debido a todo el trabajo, y había mucho polvo porque estaban cavando mucho. Así que fuimos hacia la montaña para alejarnos. Mamá había metido maíz asado en un saco, y papá nos dijo que encontráramos un sitio sombreado para comerlo. Así que caminamos hacia donde antes estaba el patio de los esclavos y encontramos sombra cerca de la montaña, y es allí donde nos detuvimos a comer. Cuando acabamos, papá tocó el ukelele que el tío Newt le había regalado, y mi hermana Doris y yo bailamos sobre la hierba. Cuando acabamos de bailar, un viejo negrito que pasaba por allí aplaudió y nos saludó. Lo saludamos también y mamá le ofreció un poco de maíz que nos sobraba, pero el viejo negrito dijo «no, gracias», y siguió montaña arriba pasando por Breakheart Hill.
Nada más terminar de leer, Kelli me observó. Su mirada resultaba tierna pese a su intensidad, y me percaté de que el corto pasaje la había emocionado, aunque no entendí por qué.
—El 7 de abril de 1886 —dijo en voz queda—. En esa época ya lo llamaban Breakheart Hill.
—Puede que siempre lo llamaran así —sugerí.
—Pero ¿por qué? Es un nombre muy extraño.
—Probablemente se deba a una antigua leyenda. Muchos lugares de por aquí las tienen. Suelen ser leyendas indias. Hay una para la cascada Noccalula en Gadsden, y otra para el Montesano, en Hunstville.
—¿Sobre qué son?
—Sobre el amor. Son versiones indias de Romeo y Julieta —sonreí socarronamente—. Suelen ser sobre amores desdichados, como los llamaría la señorita Carver.
Kelli me contempló con una extraña concentración.
—¿Crees que la leyenda de Breakheart Hill es acerca de un amor desdichado?
—Probablemente.
No obstante, no lo era, según pronto descubriría. Si bien, después de ella, Breakheart Hill tendría su propia leyenda, una que, tres decenios más tarde, el pueblo de Choctaw registraría con la segura e inconfundible marca de la historia, evocando nuevamente a Kelli del único modo en que podía hacerlo, con una lápida de piedra gris.
La erigieron en el verano de 1993, cuando estaba a punto de cumplirse el trigésimo aniversario de ciertos acontecimientos tumultuosos del movimiento en pro de los derechos civiles. Unos meses antes, Rayford Winters, uno de los dos regidores negros de Choctaw, propuso que el pueblo conmemorara lo que denominó «el martirio de Kelli Troy». Los habitantes respondieron con considerable entusiasmo, y al poco tiempo, en la cima de Breakheart Hill, colocaron un pequeño monumento que rezaba simplemente: En Memoria De Kelli Troy, Mártir De Los Derechos Civiles, 27 De Mayo De 1962.
Hubo una ceremonia para desvelar el monumento y, aunque me pidieron que pronunciara unas palabras, no me sentí capaz de hacerlo y encomendé la tarea a Luke Duchamp.
Era un día soleado de verano, no muy distinto a aquel día, treinta años antes, y estoy seguro de que este hecho no se le escapó a Luke. De pie, frente a la multitud reunida en el monte, con voz mayor y más cansada, pero capaz todavía de llevar la carga del recuerdo, dijo:
—Era una chica preciosa, pero no sólo eso. Era una chica inteligente, pero tampoco sólo eso. — Su mirada se dirigió hacia donde me hallaba con las manos hechas un puño metidas hasta el fondo de los bolsillos—. Nuestros Padres Fundadores dijeron que una persona con nobleza podía hacer que otras miles desearan vivir con igual nobleza. — Se detuvo de nuevo; vi a Betty Ann y Noreen juntas, con sus veraniegos vestidos sin mangas de tonos pálidos. Mi hija se hallaba justo delante de Noreen y, a su lado, Kip, el hijo menor de Betty Ann. Ambas escuchaban atentamente los comentarios de Luke, aunque sin duda no captaban la profundidad de lo que decía. Detrás de ellas, sola, se encontraba Sheila Cameron; aún más atrás, Shirley Troy, con un vestido azul marino y las manos entrelazadas, lo observaba todo en silencio.
»Kelli Troy hizo que las gentes que la conocían vivieran tan noble y valientemente como ella —continuó Luke—, y por eso Choctaw ha decidido rendirle homenaje y recordarla.
Habló de los recientes esfuerzos hechos por el pueblo a fin de recaudar fondos para el monumento y agradeció a varias personas su ayuda. Mencionó que muchos de los asistentes conocían a Kelli. Lo que no mencionó fueron los fantasmas que también se habían reunido allí. Todd Jeffries. El sheriff Stone. El señor Bailey. Mary Diehl. Todos ellos difuntos, lejos ya del alcance del daño que podría haberles hecho la verdad.
Al concluir, regresó a Kelli:
—Kelli Troy hizo que nos diéramos cuenta de que teníamos un problema racial en Choctaw y que siempre lo habíamos tenido. Aunque no fuera más que por esto, aunque no le hubiese ocurrido nada aquí en Breakheart Hill, nunca debemos olvidarla.
Se apartó, y Eddie Smathers habló brevemente, presentó a Rayford Winters, que describió a Kelli como una suerte de santa. Rayford dijo otras cosas, pero mi atención se había desviado y mis ojos oteaban el espeso bosque verde, como debieron hacerlo los de Kelli en ese lejano día veraniego. La imaginé con su vestido blanco sin mangas, apartando con los largos brazos bronceados las ramas bajas, según se internaba en el bosque cada vez más tupido. En algún momento debió oír el crujido de la grava al alejarse el camión de Luke, pero nunca sabré si miró por encima del hombro. Sólo sé que continuó loma abajo, calzando sandalias, y que sin duda el vestido blanco se le quedó atrapado en algún que otro arbusto o zarza, que avanzó, oteando el filamento verde del bosque, no hacia el martirio, como Rayford Winters quería que creyéramos cuando habló aquel día en Breakheart Hill, sino hacia el mismísimo núcleo —así es como pienso en ello— del embrollo de la vida.
Apenas unas semanas antes de que sucediera, se me habría antojado imposible que Kelli avanzara hacia algo que no fuera un futuro brillante. Nunca antes había parecido tan segura de sí misma, tan en control de su propia vida.
En ese intervalo se afanó en descubrir el origen de Breakheart Hill; pasaba cada vez más tiempo en la biblioteca pública, hojeando libros antiguos y montones de cartas, buscando las pistas paso a paso, bajo la mirada aprobadora de la señora Phillips.
Fue también durante este lapso cuando se publicó su artículo acerca de la manifestación en Gadsden a favor de los derechos civiles, y recuerdo la tensión que experimentamos los dos cuando se repartió aquel número del Wildcat entre nuestros compañeros.
Era un artículo duro para el Choctaw de la época, y hasta Luke, probablemente uno de los pocos «liberales» auténticos del pueblo, lo leyó con fría resignación.
—Bueno —me comentó con un encogimiento de hombros—, alguien tenía que decirlo en un momento u otro.
Otras personas del instituto, sin embargo, no se mostraron tan generosas, y en el transcurso de los días siguientes, Kelli estuvo agobiada. Las discusiones estallaban generalmente en clase del señor Arlington, que no hacía nada por contenerlas: no le agradaba el artículo de Kelli y riñó abiertamente con ella al respecto, acusándola de interpretar de forma errónea la situación social del Sur, de lo que denominó «su larga y mutuamente beneficiosa tradición de separación racial».
Al principio, Kelli se limitó a escuchar en silencio, pero, a medida que pasaban los días y al ver que el señor Arlington seguía atacándola, alentando descaradamente a los alumnos de mente estrecha a apoyarlo, empezó a enojarse y a contraatacar. En una ocasión, por ejemplo, dejó escapar airadamente:
—Los blancos sólo usan a los negros para hacer lo que ellos no quieren hacer.
Se la veía tan tensa y encolerizada que el señor Arlington dio un paso atrás, como si temiera que fuera a golpearlo.
Eddie Smathers la miró boquiabierto.
—Hablas como si todavía fuesen esclavos, Kelli.
Ella le devolvió una mirada fría.
—¿Y no lo son?
Unos cuantos compañeros gruñeron frente a tal herejía, pero ella no se amilanó.
—Cuando no puedes votar ni mandar a tus hijos a una escuela decente, ¿no eres esclavo? — exclamó, y sus ojos llamearon—. ¿Cómo te sentirías si fueses un adulto y tuvieras que decir «señor» y «señorita» a todas las personas, aunque fuesen chiquillos?
Todos la contemplaron en atónito silencio.
—¿Habéis visto un solo policía negro en Choctaw? — Las palabras de Kelli resonaban como balazos, duras y ensordecedoras—. Aquí ni siquiera pueden repartir el correo, así que tienen que aceptar los empleos más bajos del pueblo..., empleos que los blancos no quieren. — Se detuvo con aire desafiante—. Eso es esclavitud y todos vosotros lo sabéis.
Esto desató una gran cantidad de discusiones en las cuales empecé a participar, apoyando siempre a Kelli; tanto que, al recrudecerse la batalla en la clase del señor Arlington, se me tildó de tan defensor de los negros como la propia Kelli.
El papel me encantaba y, a medida que avanzaba la primavera, me fui sintiendo cada vez más orgulloso; creía que lo que decía, aquello por lo que abogaba era producto de mis propias y profundas convicciones. Percibí la hostilidad de varios compañeros de clase y hasta de algunos maestros, pero no me amilané. De hecho, su actitud me alentó, me dio la sensación de ser el compañero de armas de Kelli, de estar unido a ella en una batalla épica contra las fuerzas del mal.
Ahora bien, aunque hubo una fiera hostilidad contra lo que Kelli había escrito, también hubo quienes la respaldaron. Sobre todo otras chicas, como Sheila Cameron, que insistió en andar cogida del brazo con ella por los pasillos con aire desafiante. Betty Ann redactó una mordaz «carta abierta» a todos los alumnos y se atrevió a ponerla en el tablón de anuncios del vestíbulo. Noreen le deseó buena suerte, como lo hicieron otras chicas. Incluso la pequeña y tímida Edith Sparks la apoyó, de manera indirecta, cierto, al prepararle una docena de galletas «por lo que dijiste acerca de los de color».
En cuanto a los chicos, la mayoría de ellos se mantuvieron al margen de la reyerta y restaron importancia al artículo por ser una tontería que sólo haría una chica, sobre todo una yanqui, tras lo cual se centraron en asuntos que significaban más para ellos, o sea, los deportes, el sexo y los coches de carreras. Sólo uno de ellos se acercó para felicitarla.
Fue, por supuesto, Todd Jeffries el que nos abordó, aunque no venía solo, sino acompañado por Mary Diehl, con quien recién había hecho las paces y que iba colgada de su brazo.
Sin apenas mirarme, dedicó toda su atención a Kelli.
—Sólo quería decirte que tu artículo me pareció estupendo.
Mary sonrió amablemente.
—A mí también, Kelli. Me alegro de que lo escribieras. Todos estamos orgullosos de ti —lanzó a Todd una mirada casi de adoración—. ¿Verdad que todos estamos orgullosos de ella, Todd?
Este asintió con una mirada extrañamente concentrada en Kelli.
—Muy orgullosos.
—¿Alguien te ha dicho algo al respecto? — preguntó Mary, en un tono alegre que, según recuerdo, no encajaba con la seriedad de la pregunta—. Quiero decir algo malo.
—Creo que hay algunas personas a las que no les gustó —respondió Kelli—, pero nadie me ha dicho nada malo.
Mary siguió sonriendo alegremente.
—Pues es que la mayoría de los habitantes de Choctaw son agradables.
Su voz rezumaba el encanto empalagoso que a la sazón solían adoptar las chicas de clase alta, y si su vida hubiese transcurrido según sus deseos, Mary habría madurado, sin duda, con la dulzura inocente que ostentan ahora tantas chicas de Turtle Grove, una dulzura auténtica en algunas, y una máscara en otras. Como ellas, habría luchado por conservar la belleza, luchado por llenar su hogar de calidez y amor, luchado por complacer y complacer y complacer, y a fin de cuentas hasta podría haberlo logrado, más o menos. De hecho, desde un principio quiso complacer a Todd, ser su esposa, la madre de su hijo, y se convirtió en ambas cosas, pero en condiciones muy distintas de las que podría haber imaginado aquel día en el pasillo, tan tenazmente aferrada al brazo de su novio.
—Todd está de acuerdo contigo —le explicó a Kelli—. Cree que los de color han sido maltratados aquí, en el Sur.
Vi los ojos de Kelli saltar hacia Todd y volver a Mary.
—Sí, lo han sido.
Mary estrechó aún más el brazo de Todd.
—Si alguien te causa problemas, lo más probable es que Todd te proteja, ¿verdad, Todd?
La voz de Todd resultó muy seria al contestar.
—Sí, lo haré. — Sonrió—. De verdad que sí, Kelli.
La mirada de Kelli se deslizó lentamente hacia él, como renuente a posarse en él, temerosa, según me he dado cuenta desde entonces, de lo que podría revelar.
—Gracias, Todd.
Todd y Mary se alejaron, y me fijé en que la vista de Kelli se demoraba un momento en Todd antes de volverse hacia mí.
—Ha sido muy amable.
Experimenté un estremecimiento de celos, pero lo empujé hasta el fondo de mi ser, de modo que Kelli no habría podido vislumbrarlo.
—Sí, lo ha sido.
Bajamos juntos y sentí que me embargaba de nuevo el viejo miedo, el viejo vacío, la melancólica sensación de que la perdería inevitablemente. Pero ya antes la había experimentado, y supongo que hasta cierto punto me había acostumbrado a ella. Así pues, lo tomé por algo que pasaría pronto, como siempre había ocurrido antes, y al final de la jornada, cuando llevé a Kelli a su casa y los dos hablamos tranquilamente del último número del Wildcat, volví a sentirme seguro.
***
A las dos semanas de su publicación, toda la controversia suscitada por el artículo de Kelli se había desvanecido.
Podría decirse, en general, que por muy acalorada que fuese a veces la reacción en el instituto de Choctaw, no resultó exageradamente dura o amenazadora, hecho que el señor Bailey señaló unos meses más tarde en el juicio de Lyle Gates: sus preguntas dejaban claro que, si bien hubo discusiones entre Kelli y otros alumnos, la única respuesta realmente ominosa vino de fuera de la institución, probablemente de algún miembro desequilibrado de la gentuza que todos temíamos más o menos en esa época, los rústicos granjeros, los rudos trabajadores de fábrica, que, llevados por los caprichos de la borrachera, habían matado y tullido a otras personas en otros pueblos en otros momentos.
Ahora, Ben, después de que se publicara el artículo, ¿viste que alguien del instituto de Choctaw se comportara de manera realmente odiosa con Kelli Troy?
No.
¿Nadie le tiró nada ni le dijo groserías?
No, señor.
Y, pese a esto, tenías un poco de miedo por ella, ¿no es así?
Sí.
¿Por qué, Ben?
Por la llamada telefónica.
La llamada llegó dos días después de su conversación con Todd y Mary en el pasillo del instituto. Fue una repentina intromisión, bastante áspera, que debió recordarle que existía un mundo fuera del instituto, un mundo mucho menos contenido en cuanto a la voluntad de invadir su intimidad.
Me lo contó a la mañana siguiente y, aunque no parecía que se hubiese dejado llevar por el pánico, sin duda se la notaba bastante alterada. La recibió a eso de las nueve de la noche: una voz rasposa, rabiosa exigió saber si era la «zorra yanqui» que había escrito acerca de «esos manifestantes negratas en Gadsden». Ella trató de responder con calma, me comentó, y se obligó a llamar «señor» a la persona al otro lado del hilo cada vez que contestaba. La conversación duró cinco minutos, y la voz del hombre resultaba cada vez más incomprensible, como si avanzara hacia el estupor, mientras que la de ella permanecía tensa y asustada, aunque cuidadosamente controlada.
En la sala del tribunal, el señor Bailey me preguntó si Kelli sabía quién la había llamado aquella noche. Le dije la verdad, que no tenía la más mínima idea. A partir de esta respuesta, continuó con otras consideraciones más inmediatas.
¿Te preocupó la llamada, Ben?
Sí, señor.
Quiero decir que te preocupaste un poco más por la seguridad de Kelli después de esa llamada, ¿no es así?
Sí.
Y supongo que, después de eso, sentiste que tenías que permanecer muy cerca de ella.
Sí.
Porque tu principal objetivo consistía en protegerla, ¿no es así?
Si el señor Bailey se dio cuenta de que no llegué a contestarle, no lo hizo notar, sino que se apresuró a plantear la siguiente pregunta:
Así que estabas con ella en Cuffy's en la noche del siete de abril, ¿no es así, Ben?
Sí.
Era una noche cálida, la primera de aquella primavera, sin nubes, y las estrellas parecían atestar el cielo, un remolino de luces. Kelli y yo acabábamos de corregir las galeradas de unos artículos que íbamos a incluir en el Wildcat y nos sentíamos cansados. Emocionados, también, con la sensación de tener un propósito en la vida, probablemente agudizada por la llamada telefónica que recibiera la semana anterior. Hasta cierto punto nos había impulsado a esforzarnos más. Lo que sí es cierto es que me hizo sentirme como una suerte de director de periódico local con espíritu de cruzado. En cuanto a Kelli, diríase que había profundizado su compromiso con Choctaw, aumentando su afán de explorar sus aspectos más sutiles, de descubrir su pasado oculto.
Lo que la consumía ahora eran los orígenes de Breakheart Hill, y aquella noche sofocante y estrellada Breakheart Hill fue el tema de nuestra conversación camino de Cuffy's.
—He encontrado más pruebas —declaró.
—¿De qué?
—De que algo extraño ocurrió en Breakheart Hill. Algo que los negros no podían olvidar.
—¿Qué quieres decir con que no podían olvidar?
—Antes celebraban allí una especie de conmemoración. Los periódicos locales la llamaban «fiesta negra». Se celebraba siempre el diecisiete de abril, y creo que tenía algo que ver con el viejo mercado de esclavos.
—¿Qué te hace creer eso?
—Para empezar, es allí donde tenía lugar el viejo mercado de esclavos. En la base misma de Breakheart Hill. Además, el diecisiete de abril, la fecha en que celebraban su conmemoración, fue la fecha en que se cerró el mercado.
—Entonces, puede que sea eso. Puede que celebraran el hecho de que se cerró.
Hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No. — Su rostro ya daba a entender lo raro de lo que había descubierto—. No se trataba de una celebración, sino de una carrera.
—¿Una carrera?
—Pues no exactamente una carrera, sino una conmemoración de las carreras que se celebraban en Breakheart Hill. — Kelli cogió su bolso, lo abrió y sacó un papel—. Lo he copiado de las memorias de una mujer que presenció la primera conmemoración, la que se celebró el 17 de abril de 1875. — Se volvió hacia la luz interior del auto, desdobló el papel y leyó el texto:
Los negros formaban dos columnas frente a frente, con unos cinco metros entre ellas, a lo largo de la loma, desde la base de la montaña hasta donde la coronaba la carretera de la montaña. Varios negros formaban un grupo en la base. Se mostraban muy callados, sólo murmuraban entre sí, sin crear ningún escándalo. Luego hubo un disparo en la base y los jóvenes negros echaron a correr loma arriba. Nadie los vitoreó y, cuando el primero llegó a la cima, atravesó un lazo rojo. Era el ganador, y como premio le dieron un pequeño bulto de tela.
Kelli habló en voz muy baja.
—A mí no me suena a celebración.
—No.
—Y también he encontrado esto. Es de una carta que había en una de las cajas de cartas que la señora Phillips guarda en la biblioteca:
¿Te acuerdas, Sarah Ann, que papá solía decir: «no importa, hija», cuando queríamos saber cosas que él no quería decirnos? Me hace reír tanto cuando pienso en ello, en lo perplejo que se ponía, con cara de circunstancias, cada vez que trataba de evitar un tema. Decía «no importa, hija» cuando se trataba de hombres y mujeres, o de lo que pasaba con las personas después de muertas, e incluso cuando le preguntábamos por qué los de color hacían esa carrera en Breakheart Hill.
Los ojos de Kelli se habían oscurecido, totalmente concentrados, cuando me miró.
—¿Qué pudo haber sucedido en Breakheart Hill para que un padre no quisiera explicárselo a su hija?
—Puede que un linchamiento o algo así. — Me encogí de hombros—. O un asesinato, o incluso una violación.
Recuerdo perfectamente que la palabra «violación» arrojó un oscuro velo sobre la cara de Kelli, una melancolía, un pavor que me llevó a sumergirme en su poema acerca de un oscuro y aterrador callejón. Se me presentó de inmediato la respuesta: la habían violado, y en el mismo callejón oscuro sobre el que había escrito unos meses antes.
Me lo imaginé vividamente: avanzaba sola entre dos estrechas paredes de ladrillo y alguien la seguía acelerando el paso. Vi su rostro tensarse, sus ojos presa del pánico. El perseguidor la alcanzaba y se abalanzaba sobre ella. Vi las enormes manos tirando de su vestido, rasgándole la ropa. Ella se retorcía debajo de él, le arañaba los ojos, en vano, porque de repente se rendía y permanecía tendida boca arriba y lo dejaba acabar, rezando para que no la matara también. Fue, naturalmente, una evocación melodramática, evocada por escenas de antiguas películas; no obstante, y sin saber por qué, estaba seguro de que había ocurrido exactamente como me lo imaginaba, y, cuanto más pensaba en ello, más parecía explicar ciertas actitudes de Kelli, su reticencia a hablar de su vida en el Norte, su desinterés general por los chicos, y acaso hasta la distancia física que mantenía conmigo. Una ridiculez, claro, y que, según resultó, no se acercaba en nada a la verdad. Sin embargo, me obsesionó mientras íbamos a Cuffy's aquella noche; la vi repetidamente en mi cabeza, aunque en ningún momento se me ocurrió que, al recrear semejante escena, podría estar interpretando inconscientemente mi propio impulso secreto de poseerla físicamente, aunque fuese, a la postre, contra su voluntad y a la fuerza.
Obviamente, nada de esto salió a relucir en el juicio y, cuando me senté en el banco de los testigos y describí lo que ocurrió después, apenas si recordaba haber inventado tal «solución» al enigma que presentaba Kelli Troy. De todos modos, no le habría interesado al señor Bailey. Buscaba algo mucho más ominoso que las febriles fantasías de un chico acerca del pasado misterioso de una adolescente, y todavía oigo su voz tensarse según avanzaba hacia el meollo de su alegato:
Ahora bien, tú y Kelli llegasteis a Cuffy's a eso de las seis y media de aquella tarde, ¿no es así?
Sí, señor.
¿Y entrasteis y os sentasteis?
Sí, señor.
Mientras atestiguaba aquel día, y pese a las distracciones que había en la sala del juzgado, o sea, la gente que me observaba, la mirada extrañamente vacía de la señorita Carver, la cabeza gacha de Shirley Troy, veía con nitidez lo sucedido unos meses atrás.
Nos dirigimos a un apartado en un rincón del fondo. Kelli seguía hablando de Breakheart Hill, probablemente de diversas formas de averiguar más al respecto. La señora Phillips le había sugerido que hablara con un tal Taylor Prewett, que, según decía, había coleccionado muchísimo material sobre el pasado de Choctaw.
—Ya lo he llamado por teléfono —comentó, entusiasmada—. Se mostró muy amable. Dijo que puede hablar conmigo mañana por la mañana. — Tras una pausa, añadió—: La señora Philipps cree que es posible que él sepa toda la historia.
—Eso sería estupendo —contesté.
Ambos pedimos una Coca—Cola, y aún la estábamos bebiendo cuando unos trabajadores de la carretera entraron con paso lento, agotados tras una larga jornada. Uno era Lyle Gates.
Al principio no nos vio. Iba cabizbajo y la visera de su gorra de béisbol le ocultaba el rostro. Se sentó con los otros hombres y, desde nuestra mesa, Kelli y yo los oíamos hablar en voz baja, haciendo chistecillos, riéndose.
Kelli, sentada frente a mí, daba la espalda a la entrada; por lo tanto Lyle, que, sentado al frente de la sala, me daba la cara a mí, no habría podido reconocerla. Sólo le vería la espalda, con el brillante cabello negro que le caía sobre los hombros; aunque, cuando por fin miró en mi dirección, creo que se dio cuenta de que la chica que me acompañaba era la misma que conoció en Gadsden una noche gélida.
En todo caso, primero me saludó con la cabeza, luego se levantó y se dirigió poco a poco hacia mí, con ese andar suyo, torpe y todavía casi infantil. Recuerdo que su sombra cayó sobre Kelli cuando se acercó, pero luego se alejó, como temeroso de acercarse demasiado.
—¿Qué tal? — preguntó al detenerse junto a nuestra mesa.
Nos hablaba a los dos, pero tenía la vista fija en Kelli.
Yo contesté.
—Vamos tirando. ¿Y tú, Lyle?
Sus ojos permanecieron clavados en Kelli.
—Me acuerdo de ti, en Gadsden.
Kelli esbozó una sonrisa indecisa.
—Hola.
—Kelli Troy, ¿verdad? De Baltimore.
Ella asintió.
Lyle le dedicó una sonrisa, también infantil, aunque algo torpe, tal vez intimidado por la belleza que veía y la inteligencia que debió de percibir. Parecía que no sabía qué decir, y he llegado a la conclusión de que por eso dejó escapar lo que él pretendía fuese una broma zafia.
—Eso explica por qué escribiste el artículo sobre los negratas.
Sonreía abiertamente al decirlo, pero la cara de Kelli se tensó y su expresión se tornó gélida.
Se miraron un momento. Los ojos de Kelli destilaban un helado desdén, y los de Lyle, cierta perplejidad, como si no entendiera por qué lo miraba así, con semejante rechazo, desde lo que él debió ver como la altura de su belleza, de su inteligencia, del amplio alcance de su grandioso futuro. Kelli lo observó, y él creyó que lo que veía era un pequeño e insignificante palurdo que no había ido a la universidad, que ni siquiera había acabado el bachillerato, que había perdido a su esposa y a su hija, que había acabado encarcelado, y que ahora trabajaba con un montón de peones, lerdos, sin futuro y despreciables.
Todo esto, ahora lo sé, debió de dar vueltas por la cabeza de Lyle, mas no se lo dije ni al señor Bailey ni a los doce miembros del jurado que me escuchaban detrás de la sencilla barandilla de madera que los separaba del resto de los asistentes. Más bien me ceñí cuanto pude a los hechos en sí.
Así que Lyle Gates sabía que Kelli Troy era la chica que había escrito acerca de los «negratas» y se lo dijo, ¿no es así?
Sí, señor.
¿Y cómo reaccionó la señorita Troy?
Creo que se escandalizó.
¿Qué hizo?
Sólo lo miró un segundo y luego se levantó.
Se puso en pie con un movimiento fluido, giró a la izquierda y se encaminó hacia la puerta. Permanecí sentado un momento, no menos escandalizado por lo que dijo Lyle que por la fiera inflexibilidad de la reacción de Kelli. Esperaba que discutiera un poco, o que se defendiera, sin perder la calma y hasta con respeto, como sucedió cuando la persona anónima la llamó zorra yanqui por teléfono. En cambio hizo algo totalmente distinto, algo que un caballero sureño de la época habría considerado una brutal muestra de desdén.
La mirada de Lyle se desvió prestamente hacia mí, desconcertado, tan asombrado como si Kelli le hubiese plantado una bofetada.
—¡Qué coño! — espetó.
Me puse en pie.
—Olvídalo, Lyle —le dije a toda prisa y pasé frente a él para seguir a Kelli.
—Olvídalo tú —contestó Lyle, aunque sin estridencia y sin enojo, un comentario hecho como despedida.
Vi a los peones volverse hacia Lyle, que se quedó quieto junto a la ya vacía mesa. Lyle debió de percibir la mirada de los otros, y ante esa mirada fija y retadora debió de sentirse impulsado a hacer otro gesto para reafirmarse y defenderse frente al arrogante rechazo de una jovencita. Así pues, fatalmente, gritó:
—Corre, zorra amante de los negratas —aunque lo hizo casi cómicamente, acompañado por una risita despectiva.
Era el típico insulto de la época y, sin embargo, el que se lo dirigiera a Kelli prendió en mí una llama casi apagada. Ahí estaba mi oportunidad, la que había soñado tanto, el «momento oportuno» en que podía blandir la espada y matar a los dragones con su ardiente furia.
Me volví hacia Lyle con un ademán lento y mortífero, y sentí que en mí nacía el mismo tembloroso valor que había surgido dos años antes al enfrentarme a Cárter Dillbeck en el campo de softball. Pero ahora me jugaba muchísimo más. Esta era mi oportunidad de probar para siempre jamás mi hombría.
—¿Qué le has dicho?
No parecía tener muchas ganas de repetirlo, pero con los ojos de los otros hombres sobre él no tuvo más remedio que hacerlo.
—Le he dicho que era una zorra amante de los negratas.
Como un malhumorado chiquillo de tercer curso de primaria, le exigí:
—Retíralo.
Lyle hizo una mueca socarrona y despectiva.
—Vosotros los del jodido insti de Choctaw, os creéis todos tan maravillosos.
—Retíralo—insistí.
—Me echaron de esa jodida escuela y ahora se preparan para meter a los negratas.
En ese momento me importaban un bledo las consecuencias trascendentales de la supresión de la segregación racial, centrado como estaba en otro asunto.
—Retira lo que le has dicho a Kelli.
Iba a decir algo más, pero sentí una mano en mi brazo.
—Vámonos, Ben —me pidió Kelli.
Sus ojos oscuros reflejaban una tremenda tensión y vislumbré el miedo que contenían, la sensación de que las cosas se estaban saliendo muy rápidamente de madre.
No contesté.
Tiró de mí con mayor fuerza.
—Por favor, Ben, vámonos.
La miré, miré a Lyle. Él no avanzó hacia mí ni dijo nada más, ni a Kelli ni a mí, y no creo que pretendiera hacerlo. Me habría dejado ir. No habría insistido. El que tenía que insistir era yo, aunque por razones que él nunca podría haber adivinado.
De modo que en un único y escandaloso gesto de autosacrificio, sin una verdadera provocación por su parte, me abalancé violentamente sobre él.
Sus ojos se abrieron de par en par. Dio un paso atrás, levantó un puño, pero, como no lo usó, fui el primero en golpearlo.
Fue un simple roce, apenas si le tocó un lado de la cara y él respondió instintivamente con un puñetazo a mi estómago. Traté de golpearlo de nuevo, no acerté y dio unos pasos adelante. Sentí el chasquido del puñetazo que aterrizó en mi frente, a la derecha, otro en el ojo derecho, y finalmente un tercero, en la mandíbula; puñetazos vacilantes, extrañamente cautelosos, ahora lo sé, que no eran sino una advertencia.
Todos fueron rápidos, cegadores y, aunque no me hirieron de gravedad, me tambaleé, mareado, impotente, hice caer una mesa y fui rodando hasta que mi cabeza se detuvo a un palmo de la punta de un polvoriento zapato de Lyle.
Empecé a levantarme, anticipando una patada en la cara, pero el zapato se alejó y otros polvorientos zapatos lo rodearon: los peones rodearon a Lyle, lo fueron apartando más de mí y finalmente lo sacaron del local.
Me incorporé ligeramente con las palmas pegadas al suelo embaldosado de Cuffy's. Un fino hilo de sangre colgaba de mi boca, y sentí un dolor constante extenderse, partiendo desde la mandíbula. Aun así, no me sentía mareado y podría haberme puesto en pie con toda facilidad. No obstante, de súbito percibí la presencia de Kelli a mi lado, me abrazó y me volví a deslizar hacia el suelo, acurrucándome en sus brazos.
—¿Estás bien, Ben? — preguntó, sin aliento.
Asentí.
Estrechó el abrazo.
—Siento haberte metido en esto —susurró.
Meneé la cabeza, medio atontado.
—Estoy bien —afirmé, con la esperanza de que no me creyera y me apretara aún más.
Y supongo que eso hizo. Así, durante unos deliciosos momentos, permanecí tumbado, silencioso, en los brazos de Kelli, respirando lentamente, si bien mi enfebrecida cabeza daba vueltas a la certeza de que por fin lo había logrado; inesperada y milagrosamente, había conseguido que Kelli fuera mía.
15
Aunque al día siguiente amanecí con la cara toda magullada y un ojo a la funerala, experimenté un júbilo terrible. Permanecí acostado un rato, reviviendo el breve momento de heroísmo que me llevó a los brazos de Kelli. Lo revisé todo, desde que Lyle entró en Cuffy's hasta que sus compañeros peones lo sacaron, y cada segundo se me antojó una reluciente gema.
Durante el desayuno me senté orgullosamente frente a mi padre y, pese a haber sido siempre pacífico, no se opuso a lo que hice.
—Ese chico no debió decirle semejantes cosas a Kelli, y supongo que no te quedó más remedio que enfrentarte a él. — Me lanzó una sonrisa de hombre a hombre y volvió a leer el periódico.
Después salí al césped delantero. Los primeros centímetros de los primeros brotes empezaban a surgir en el diminuto jardín que mi padre había plantado a ambos lados del camino de entrada, y su determinación de aguantar un largo invierno de aislamiento para rebrotar de repente me pareció una metáfora de mi situación con respecto a Kelli. Yo había esperado y aguantado y ahora resurgía victorioso.
Seguía regodeándome en esa gloriosa posibilidad cuando el teléfono sonó en el interior. Entré corriendo.
—Hola Ben—dijo Kelli.
—Hola.
—¿Cómo te sientes?
—Bien.
—¿En serio?
—Sí —dije, restando, heroicamente, importancia a mis heridas—. Y tú, ¿cómo estás?
—Yo, bien, pero a mí no me pegaron.
—Mi padre me puso hielo en el ojo cuando te marchaste, pero todavía está hinchado. Aparte de eso, estoy bien.
—Lo siento, Ben, no pretendía...
—No, no —la interrumpí—. No es nada. El lunes ya nadie lo notará.
Tras una corta pausa, Kelli añadió:
—En todo caso, quería que supieras que he ido a ver al señor Prewett esta mañana.
—¿A quién?
—El hombre del que te hablé cuando íbamos ayer a Cuffy's. El que se suponía que sabía mucho sobre Choctaw.
—Ah, sí, ahora lo recuerdo.
—Pues la señora Phillips tenía razón: sabe mucho.
—Qué bien.
—De hecho, he averiguado por qué lo llaman Breakheart Hill.
—¿Ah, sí?
—Y pensé que podrías ir allí esta tarde. Me sería más fácil explicártelo si estamos allí y puedo enseñarte unas cosas.
—Muy bien. ¿A qué horas quieres que te recoja?
—Pues pensé que podrías comer con mamá y conmigo y después podríamos subir.
—De acuerdo.
—Entonces, ¿puedes venir a eso de las doce?
Sabiendo que no deseaba contarme nada más acerca de su descubrimiento, no la presioné.
—Nos vemos a esa hora.
—A las doce —repitió—. Hasta luego.
Me despedí y regresé al césped. El aire matutino me aliviaba el rostro y me tiré en una vieja tumbona de loneta, cerré los ojos y dejé que la luz del sol me calentara. Cuando volví a abrirlos, se centraron en la montaña y, al cabo de un rato, se desplazaron hacia la derecha y se clavaron en Breakheart Hill. Para entonces los árboles habían reverdecido, sus ramas dejaban entrever el oscuro suelo del bosque, una profunda y rica marga que pronto nutriría el silvestre verdor del verano. El nombre de Breakheart Hill dio vueltas en mi cabeza, como lo había hecho durante semanas en la de Kelli, si bien pronto se encauzó hacia una pesquisa de diferente índole, y me imaginé en la loma, tumbado boca arriba en la cálida tierra calentada por el sol, con Kelli encima de mí, y su pelo negro como el ébano cayéndome alrededor, formando una tienda en torno a mi rostro. Sabía que estábamos desnudos, que hacíamos el amor, pero como no tenía experiencia sexual, lo que sentí no fue un rápido y concentrado momento de excitación, sino una plenitud profundamente sensual, una plenitud en la cual era tocado y tocaba, de todas las maneras posibles, en todos los sitios posibles, todos a la vez. Sentí todo su cuerpo simultáneamente, en una imposible totalidad sin límites; la sentí toda ella en cada una de sus partes: sus dedos, en sus labios; su pulso, en su aliento; toda la vida, en cada roce de su vitalidad.
Me figuro que, al llegar a casa de Kelli unas horas más tarde, parte de mí continuaba dando tumbos en los remolinos de esta sensual contracorriente. Cuando pienso en ello ahora, me veo como en un desmayo, y hay ocasiones incluso, pese a todo lo que ha ocurrido desde entonces, en que no soy capaz de pensar en aquellos momentos sin una sonrisa vacilante y apenas esbozada. No cabe duda de que no existe nada más cómico que el amor adolescente. Sin embargo, no dura más de un instante y se desvanece con el reconocimiento de la odiosa certeza de que tampoco existe nada más mortalmente ardiente y sincero.
Lo que sí sé es que me sentía mortalmente ardiente aquel día al reunirme con Kelli, y que durante la comida tuve la sensación de que en mi interior estallaban continuamente pequeñas explosiones. Era como si los golpes de Lyle hubiesen alterado algo en mí, una parte vital que siempre estuvo encorsetada, que ahora, al soltar las ballenas de aquel corsé, hacía estragos en todo mi ser y azotaba mis muros internos.
Pese a tanto alboroto interior, presenté una fachada que difícilmente parecería más calmada. Hice bromas sobre mis «heridas de guerra» y descarté la idea de que pelearme con Lyle Gates fuese algo excepcional. No sólo eso, sino que aseguré tranquilamente a la madre de Kelli que Lyle nunca más se buscaría problemas, que no tenía por qué temer que viniera a llamar a su puerta.
—Lyle es, en el fondo, una persona buena —añadí, magnánimo—. Ya no le causará más problemas a Kelli.
Tanto Kelli como su madre parecían aliviadas cuando acabamos de comer, y la señorita Troy hasta me agradeció lo que había hecho por Kelli.
Después, Kelli se echó sobre los hombros una rebeca ligera, en uno de cuyos amplios bolsillos metió, según me di cuenta, una pequeña cámara negra.
—Se me ocurrió que podría sacar unas fotos en el monte —explicó encaminándose a la puerta.
Eran ya casi las dos de la tarde, pero todavía hacía un calor anormal para la temporada, un calor que continuaría, a partir de entonces, todo el verano. La señorita Troy la siguió fuera, con los brazos desnudos por primera vez en muchos meses.
—Saluda a tu padre de mi parte —dijo.
—Lo haré.
Sonrió.
—Es tan bueno tu padre.
Treinta años más tarde diría lo mismo, a mi lado en el cementerio, otro día de primavera casi tan cálido como aquel, pero con los brazos cubiertos por las mangas de un sencillo vestido negro. Había bajado de Collier para asistir al entierro de mi padre y la noté más vieja y considerablemente más cansada.
—Tan buen hombre, tu padre —comentó en voz baja al término del servicio. Me cogió de la mano, la estrechó y en ese momento pareció ocurrírsele algo. Me penetró con la mirada un momento y añadió—: Ben, me pregunto si podría hablar contigo un día de estos.
—Claro que sí, señorita Troy —asentí.
Tres semanas después se presentaría una mañana en mi consultorio cerca del juzgado para plantearme una segunda pregunta, una que, aunque suave y nada amenazadora, me sacudiría hasta los tuétanos.
Sin embargo, treinta años antes de que ocurriera esto último, mientras me subía al polvoriento Chevy gris, nunca se me habría ocurrido que Shirley Troy estaría en condiciones de hacerme una pregunta que me llenaría de helado pavor. Aquel día, después de comer, la veía únicamente como la madre de Kelli, una mujer que había hecho bien el trabajo de criar a una hija en circunstancias difíciles, manteniendo siempre un férreo control sobre su dignidad. Que luego pudiera obsesionarme con su amabilidad, o presentarme el único momento espeluznante de mi vida..., nada de esto me habría parecido posible aquella tarde tan lejana en que se paró junto a mi auto.
—Hasta luego —nos gritó cuando partimos.
Hacía el calor justo para que dejáramos las ventanillas abiertas rumbo a Choctaw. Al mirar a Kelli de reojo me fijé en que no sólo no se había abrochado la rebeca, sino que se la había dejado colgando de los hombros.
—Seguro que crees que aquí ya ha llegado el verano —comenté.
Asintió ligeramente.
—¿Piensas tener hijos, Ben? — preguntó de repente.
—Espero que sí —sin dar la más mínima pista de que esperaba que fueran suyos también.
—Según mi madre, no hay amor como el que sienten los padres por sus hijos. Dice que es distinto al que los hijos sienten por sus padres, o al de los casados por su pareja.
—¿En qué sentido?
—Dice que es más intenso.
—Por lo que veo, tú y tu madre habláis de verdad.
—¿Y tú? ¿Hablas con tu padre?
—En realidad, no.
Me miró con atención.
—¿Con quién hablas?
La miré con mayor sinceridad que nunca y pronuncié la última verdad que oiría de mis labios:
—Contigo. Sólo contigo.
Siempre recordaré la sonrisa que apareció en su rostro, cuan dulce y sencilla. Fue el último momento auténticamente grato que tendríamos juntos, el instante en que más cerca estuve de sentir su amor.
***
Unos minutos más tarde llegamos a Breakheart Hill. Kelli se apeó, sacó la cámara del bolsillo de la rebeca, se quitó esta última y la extendió cuidadosamente sobre el asiento del coche.
Vestía un vestido blanco sin mangas, el mismo que llevaría varios meses más tarde, hecho que el sheriff Stone advirtió al ver la fotografía que le saqué ese día y que luego pegué a la pared del despachíto del sótano. Para entonces había encontrado las huellas del coche en la base de Breakheart Hill, por lo que dedujo que aquel fatídico día había otra persona en el monte, aparte de Lyle Gates; recuerdo todavía la acusación muda en lo que dijo al observar la foto: «Mismo vestido, mismo lugar», tras lo cual me miró con suma seriedad y me hizo la primera de varias preguntas de un penetrante interrogatorio: «¿La habías llevado allí a menudo, Ben?»
Nunca la había «llevado» allí, le expliqué, y me apresuré a añadir que aquel día fue ella quien me llevó a mí.
Y era cierto, por descontado. Sin embargo, cada vez que pienso en aquella tarde, en el calor tan atípico de la estación y en la espectacular cantidad de capullos que nos rodeaban, sé que con «la habías llevado allí», el sheriff Stone quería dar a entender que lo que yo sentía por Kelli Troy iba mucho más allá de la «amistad» que le describí con tanto pragmatismo aquel día en el sótano, y en la cual, de eso estoy seguro, nunca creyó en absoluto.
Ahora sé que mientras Kelli se alejaba de mí, descendiendo cuidadosamente y penetrando en un torbellino de diminutas hojas recién nacidas, que parecían dar vueltas en torno a ella como una ligera nevada verde, entraba inconscientemente en el escenario de una obra cuyos diálogos yo había escrito, un cuento inventado, un terreno sembrado de amor que, lejos de ser funesto, resultaba triunfante. Al seguirla, con la hambrienta mirada fija en el contoneo de su cuerpo moviéndose sin esfuerzo entre ramas que se le pegaban, la vi penetrar en mi propia fantasía siniestra.
Kelli recorrió la mitad del camino antes de detenerse y volverse hacia mí.
—Todo empezó allá abajo —declaró, y se volvió hacia la pendiente, con el brazo tendido y un solo dedo señalando el lugar donde caía en picado hacia la base de la montaña—. La carrera, quiero decir.
—¿Corrían monte arriba? — exclamé.
—Sí. Desde abajo hasta este punto.
Eché un vistazo loma abajo.
—¿Tan empinado?
—Muy empinado —convino—. ¿Qué distancia crees que hay de aquí a la base?
—¿Quieres decir hasta ese sendero? — pregunté, refiriéndome a la vieja y abandonada pista minera que sorteaba el pueblo por la base de la montaña y en cuyos polvorientos e infrecuentados surcos el sheriff Stone encontraría las huellas frescas de un vehículo.
—Sí.
—Quién sabe. Tal vez poco más de cuatrocientos metros.
Ella asintió.
—Esa es la distancia que corrían. Cuatrocientos cincuenta metros, desde la pista hasta aquí.
Me apoyé en un árbol y la contemplé.
—¿Quiénes corrían?
Parecía que ni ella se creía su propia respuesta.
—Los padres —manifestó quedamente.
Y entonces, Kelli me contó la historia de Breakheart Hill. Fue la última cosa que me reveló.
—La primera carrera tuvo lugar el 4 de julio de 1844. La organizó el mercado de esclavos. Podría decirse que formaba parte de una promoción.
—¿Qué clase de promoción?
—Para promocionar el mercado. Lo abrieron un mes antes, y me figuro que los propietarios querían que muchas gentes vinieran a Choctaw a participar en la subasta.
Y entonces se les ocurrió lo de la carrera, una carrera que, según esperaban, demostraría la fortaleza de los jóvenes varones negros que pretendían vender esa misma tarde.
—Pero tenían que darles un incentivo para que corrieran hasta lo alto —agregó—. No podían dejar que anduvieran tranquilamente loma arriba, porque eso no haría que quisieran comprarlos.
Sonreí, creyendo que había adivinado la respuesta.
—¿Así que ofrecieron su libertad al que ganara?
Kelli negó y una sombra cruzó su rostro.
—Acuérdate que querían venderlos. — Giró sobre los talones y escaló rápidamente hasta la cima—. Los blancos formaban dos filas desde la base hasta la cima de la loma, frente a frente, y con unos tres metros de distancia entre cada fila. A los negros los llevaban como ganado a la base, con los tobillos encadenados, pero las manos libres, de modo que podían agarrarse los unos a los otros, o trepar arañando el suelo si ya no podían sostenerse en pie. — Kelli sonrió ante la ironía de lo que estaba a punto de decir—. Una banda mantenía a la gente entretenida y, justo antes de que empezara la carrera, un sacerdote de la zona pronunciaba una oración.
Sus palabras dispararon mi imaginación: el frondoso verdor de la ladera, la multitud abajo, las dos filas que discurrían de modo discontinuo hacia la cresta, y en medio de los ruidos festivos y el colorido, un pequeño grupo de esclavos, apiñados bajo el asfixiante calor, tal vez murmurando entre ellos, o acaso completamente silenciosos, mirando hacia la loma que debía antojárseles imposible de trepar y el lazo rojo que se agitaba en la meta.
—La carrera tenía lugar siempre al mediodía —prosiguió Kelli—, y siempre comenzaba cuando el propietario del mercado disparaba su pistola de duelista.
Nada más oír la detonación, la multitud soltaba un rugido y los esclavos iniciaban su larga lucha para escalar la montaña, subiendo a trompicones, con los tobillos sujetos por las cortas cadenas que no dejaban de entrechocar, pero libres de arañar, asir y caerse los unos sobre los otros.
En los primeros cien metros iban bastante rápidos, cada hombre concentrado en el afán de dejar atrás a los demás; pero al cabo de unos minutos, el calor y el brutal desnivel del monte podían con ellos y los frenaban, de modo que al llegar a la mitad del camino, la carrera se convertía en poco más que «una riña lenta y tambaleante, en la que los hombres luchaban desesperadamente, unos contra otros, mientras, palmo a palmo, trepaban con dificultad por la tortuosa loma».
—Desde ambos lados, los blancos los alentaban —me dijo Kelli en voz muy baja—. Algunos incluso hacían apuestas.
Trabajosamente, minuto a minuto, la enorme y agitada maraña de brazos y piernas continuaba arrastrándose, atormentada, por la pendiente cada vez más inclinada de la loma. Algunos abandonaban, vencidos por el calor y el agotamiento, y se quedaban tendidos en la hierba, silenciosos e inmóviles. Pero la mayoría se esforzaba por llegar, a veces a gatas; las cadenas les dejaban los tobillos en carne viva mientras subían, aferrados a lo que fuera, rumbo al tremolante lazo escarlata que los esperaba en la cima.
Según se aproximaban a la meta, la batalla se recrudecía, se volvía más desesperada, el movimiento ascendente casi se paralizaba y los hombres empezaban a pelear por mantener atrás a los otros; tiraban de las piernas del que iba delante o daban salvajes puntapiés al que los seguía. El rugido de los espectadores bajaba su volumen y se convertía en un extraño y susurrante asombro frente a la ferocidad de la lucha. En los últimos veinte metros la batalla mortal se libraba en un silencio casi absoluto, con los gruñidos de los esclavos como única música de fondo.
Entonces, por fin, la carrera finalizaba.
—Alguien sobrepasaba el lazo escarlata y era el ganador. — Kelli hizo una pausa—. Y el ganador conseguía el premio.
—¿Qué premio?
—Ganaba la libertad. Y se la garantizaba el propietario del mercado.
La miré, perplejo.
—Pero, creí que habías dicho que...
—No para él... —se apresuró a declarar, y a todas luces le costaba mucho explicármelo—, sino para su primer hijo.
Me quedé boquiabierto.
—¿Estás segura?
La mirada de Kelli permaneció clavada en la empinada pendiente. Nunca la había visto tan furiosa.
—El propietario del mercado tenía un acuerdo con una sociedad abolicionista del Norte, que se hacía cargo del hijo. Pero al propietario sólo le permitieron celebrar dos veces la carrera, porque el congreso del estado la prohibió, tildándola de «exhibición despreciable y contra natura».
—Lo era.
—Hasta propusieron arrestarlo, pero como hizo los arreglos para transportar al niño fuera de Alabama antes de liberarlo, no había contravenido ninguna ley.
El relato era tan espeluznante que permanecí quieto y callado, mientras en mi cabeza daban vueltas las imágenes que conjuraba la descripción de Kelli, la carrera agotadora, una docena de hombres escalando sin parar, implacablemente, la mortífera loma, luchando entre ellos, bregando por avanzar, arañando la tierra, desgarrándose unos a otros con la mente fija, sin duda, en el inalcanzable premio que lograrían si ganaban.
—Por eso llamaron así a esta loma —afirmó Kelli—, porque te rompe el corazón. Y, después de la guerra, los negros empezaron a reunirse aquí una vez al año.
—Sólo que el ganador recibía un fardo de tela que representaba a su hijo.
Kelli asintió lentamente.
—Devolviéndoselo.
Eché otro vistazo monte abajo y experimenté una terrible indignación por lo que allí había acaecido, por el cruel genio que lo había tramado, por las multitudes que lo vieron, por la paradoja: festividad, por una parte, sufrimiento, por otra, en que debió de sumirse el monte aquellos lejanos veranos. Se apoderó de mí una fuerte sensación, no por ingenua menos auténtica, de querer dar un propósito a mi vida: corregir esa antigua injusticia, rectificar el agravio todavía existente, conducir Choctaw hacia el futuro. Volví a pensar en el viejo cementerio de los negros, paupérrimo, abandonado, desolado, y pensé en la fila de helados manifestantes que aquella noche en Gadsden se me antojaron tan insignificantes pero que ahora parecían formar parte de un gran renacimiento, un poder transformador fieramente unido. En ese mismo instante, a pesar de su brevedad, creo que atravesé el muro exterior de la grandeza moral a la que se había referido Kelli meses antes; creo que fui, por primera vez en mi vida, algo más de lo que yo parecía ser.
—Hablaremos de esto en el Wildcat —anuncié, resuelto—. Que todo el mundo en Choctaw se entere de lo que ocurrió aquí.
Kelli subió hasta la cima y permaneció allí, mirando el valle.
Iba a decir algo más, pero la quietud de su rostro me lo impidió.
Siguió mirando unos segundos y se volvió hacia mí, y supe que nunca más sería tan hermosa como en ese momento, que su cabello no estaría nunca más tan bellamente despeinado, ni su tez más radiante, ni la gravedad moral de sus ojos, más profunda y emocionante.
Había dejado la cámara sobre una piedra no muy lejos de donde nos encontrábamos. Me incliné impulsivamente y la cogí.
—¿Quieres sacar unas fotos? — inquirí.
Hizo un silencioso gesto negativo.
—A mí me gustaría hacer sólo una —insistí—. ¿Te importa?
—No —contestó y aguardó mientras levantaba la cámara, enfocaba cuidadosamente y sacaba la foto que vi por última vez en la enorme mano del sheriff Stone.
Nos quedamos un buen rato en la loma después de que le sacara la foto. Kelli permaneció melancólica, hablando en voz baja de cómo pensaba escribir el artículo para el último número del periódico, y de lo que esperaba conseguir con ello. Habló, asimismo, de Lyle Gates y hasta se disculpó por su actitud en Cuffy's.
—Debí hablar con él, pero cuando empezó a hablar de los negratas perdí los papeles.
—Olvídate de lo que sucedió con Lyle —le pedí, aunque, naturalmente era lo último que deseaba que olvidara, puesto que me había otorgado la inesperada ocasión de hacerme el héroe, un papel que quería que recordara siempre.
A eso de las cuatro de la tarde empezó a refrescar y decidimos irnos.
—¿Tienes que ir a casa ahora? — pregunté mientras descendíamos hacia Choctaw—. Porque, si no, podríamos ir a mi casa y sentarnos en el porche un rato.
Kelli sonrió.
—No, no tengo que ir a casa enseguida.
Así pues, fuimos a mi casa. Preparé un par de bocadillos y dimos cuenta de ellos en la cocina, para luego salir al porche delantero y sentarnos en la hamaca.
Kelli se puso la rebeca, aunque sólo a modo de capa.
—Se está bien aquí —comentó al apoyarse en el respaldo—. ¿Te sientas aquí a menudo?
—En el verano, sí.
—¿Con tu padre?
—Casi siempre solo.
Levantó la mano y se echó para atrás un rizo suelto, y su anillo resplandeció bajo la luz del porche.
—Es bonito —dije.
—Era de mi abuela.
—Una herencia de familia —sonreí.
—Cuando mi abuela me lo dio, dijo que debía guardarlo puesto hasta que «me entregara» a alguien. — Se rió ante lo pintoresco y anticuado de la expresión—. Supongo que se refería a mi marido. — Se encogió de hombros—. Supongo que eso haré.
—¿Por qué no se lo dio a tu madre?
La pregunta no hizo sino aumentar su melancolía.
—Me figuro que creyó que mi madre no lo necesitaría. Claro que no estoy segura de que ni yo misma lo necesite —añadió con una risita.
—Claro que lo vas a necesitar, Kelli.
—Puede que sí —murmuró.
Tembló un poco y volvió la cara hacia el otro lado. Cuando me miró de nuevo, me di cuenta de que el frío empezaba a calarla.
—Cuando tienes frío, tus labios se ponen morados. — Dicho esto, hice ademán de tocarlos con un dedo.
Su respuesta fue un gesto sutil, casi imperceptible, excepto para mí, y a excepción, también, de que fue una reacción ante mí. Consistió en encogerse ligeramente por el posible roce, y lo clasifiqué enseguida por lo que era, un alejamiento absolutamente físico, un rechazo tan espontáneo y absoluto que aparté con rapidez la mano y me la puse sobre el regazo.
Diríase que no se había percatado de lo que hacía, pero yo lo reviví una y otra vez en los siguientes minutos que permanecimos allí sentados, ella hablando de esto y lo otro, y yo sumiéndome en una oscuridad inconcebible. Nunca en mi vida había tendido así la mano, ni a ella ni a nadie. El que me rechazara con semejante contundencia un ademán tan vacilante me llenó de un indecible odio hacia mí mismo. Me observé las manos y odié los cortos y regordetes dedos. Odié mis gafas y el castaño soso de mi cabello. Odié las pecas en mis brazos y el fangoso color verdigris de mis ojos. Odié cada olor, cada tono, cada textura de mi cuerpo. En todos los aspectos me sentí feo e indigno e inconcebiblemente repulsivo, un grotesco sapito que ningún beso podría convertir en príncipe.
Sentada a mi lado, Kelli no se percató de nada de esto. Se había retirado ligeramente de un dedo que no deseaba que le tocara los labios. Fue un acto reflejo e inofensivo, en medio de una frase que continuó sin interrupción. Su voz caía encima de mí mientras yo apartaba la mano y me repantigaba en la hamaca, mudo, y ella seguía hablando de algo que he olvidado desde hace mucho tiempo.
Habló mucho aquella noche; sin duda le pareció que yo sabía escuchar, aunque en realidad ya no la escuchaba. Oía su voz como un murmullo de trasfondo, veía su rostro entre la neblina vaga de algo infinitamente distante. En cierto sentido, ya no era una jovencita, sino sólo un símbolo doloroso de mi propia y devastadora insuficiencia.
No obstante, pese a estos tumultuosos sentimientos, logré controlarme. Hice gala de toda mi fuerza de voluntad y charlé con ella en la hamaca, y luego la llevé a su casa y esperé a que desapareciera en el interior de esta. A diferencia de otras noches, sin embargo, no me quedé en el camino de entrada con la esperanza de verla pasar tras una ventana iluminada. Hacerlo habría significado aferrarme a algo que, ahora lo sabía, se me había escapado. De modo que me marché en cuanto pude, conduje a través de la oscuridad circundante y recordé, con el corazón vacío, los movimientos de un amor que se me antojaba tan perdido como yo mismo. Me sentía como si me hubiesen arrancado las tripas, las hubiesen empaquetado y arrojado a un vertedero; más tarde, durante la noche, en un extraño y amenazante sueño, vi a Kelli cerniéndose sobre mí en la oscuridad mal ventilada de mi habitación; sus ojos carecían de pupilas, su cabello era una oscura maraña de hierbas trepadoras y zarzas, el objeto de un sueño romántico que se había transformado en romántica pesadilla.
16
A veces, me vuelve con palabras que son, de por sí, ominosas: «¿Te has enterado de lo que le ha pasado a Lyle Gates?» En otras ocasiones, en cambio, son palabras corrientes, inconsecuentes, y expresadas fuera del contexto de mis recuerdos posteriores, carentes de todo deje portentoso, como sucede cuando oigo la voz de la señorita Carver surgir de la nada: «Ahora avanzamos hacia el final.»
Estábamos a finales de la primavera cuando las pronunció, y gran parte del resplandor del inminente verano ya cubría las montañas. Abrió la ventana del aula, y recuerdo que esta crujió al levantarse, como si pretendiera aferrarse a la sensación que nos había envuelto durante todo el largo y frío invierno, la sensación de que el tiempo se había detenido.
Se volvió hacia nosotros, se frotó las manos, sonrió e hizo un anuncio:
—Bien, la primavera ha llegado oficialmente al instituto de Choctaw. — Algunos alumnos respondieron a su sonrisa y, al ver la expectación en sus rostros, agregó—: Así que, en lo que a la escuela se refiere, avanzamos hacia el final.
Avanzábamos hacia él, cierto, pero todavía no lo habíamos alcanzado, y eso lo dejaron claro mucho maestros ese mismo día. El señor Arlington nos recordó con severidad que teníamos que acabar un ensayo de investigación antes del final del semestre. Otros maestros señalaron realidades igual de desagradables. En cuanto a la señorita Carver, anunció que la obra que representaríamos sería Romeo y Julieta y nos asignó la última lectura del año, Ethan Frome, de Edith Wharton. Había un ejemplar de dicho libro en su habitación la última vez que la visité. Su médico habitual estaba de vacaciones, y la acompañante que trabajaba para ella me llamó a mí.
—Me enteré de que le dio clases en el instituto de Choctaw —me dijo a modo de explicación cuando acudí.
Asentí, y me precedió por el pasillo hacia el dormitorio trasero donde la señorita Carver se encontraba acostada en su cama. Tenía el cabello largo y blanco, tan ralo que le vi la piel rosada del cuero cabelludo cuando me incliné para tomarle el pulso.
—Ha tenido una mala noche —me dijo la acompañante—. Me dio miedo de que tuviera otro infarto.
—¿Lleva mucho tiempo dormida?
—Unas tres horas. Estuvo delirando un poco, decía cosas locas, como hace a veces.
Me di por enterado y me dispuse a tomarle la presión sanguínea.
La acompañante meneó la cabeza.
—Pobre viejita. Casi nadie viene a verla.
En ese instante recordé el aspecto de la señorita Carver aquel día de primavera de 1962, sonriendo a un grupo de alumnos a los que por fin se había ganado, inspirando el limpio y cálido aire, hablándole a Kelli de la obra de teatro al salir del aula al final de la clase. «Serías perfecta como Julieta.»
Se había formado un fuerte lazo afectivo entre ellas, y años más tarde, arrodillado junto a la cama de la señorita Carver, se me ocurrió que Kelli la habría visitado a menudo durante su larga enfermedad, habría aliviado su soledad, le habría preparado sopa y se la habría dado lentamente, por la tarde le habría leído pasajes de algún relato de amores funestos y, por tanto, habría alegrado unos días que no tuvo ocasión de alegrar. Y al pensarlo, se me ocurrió también que algunas personas no constituyen únicamente breves puntos en la vida» sino que forman texturas en el tejido mismo de esta, y que cuando hacemos desaparecer a una de esas personas, no sólo la hacemos desaparecer a ella, sino también a una pequeña parte de cuantas gentes conocía o podría haber conocido. Y sé que hace años, de haber sido capaz de apreciar al menos esa única y frágil certeza, de percibir ese único haz de luz redentora entre la humeante oscuridad que empezaba a rodearme, Kelli estaría con nosotros ahora.
***
No obstante, no era capaz de captar nada aparte de mi propio dolor corrosivo y, con cada día que transcurría me volvía más y más remoto y hasta hosco. Kelli se percató de ello, desde luego, e hizo gentiles intentos por averiguar qué me sucedía. Mi respuesta era siempre la misma: un rápido encogimiento de hombros, seguido de la coletilla:
—Estoy bien.
Pero no lo estaba. Me hallaba sumido en un tormento sentimental. Cada pensamiento sobre Kelli me inflamaba y, a la vez, me congelaba. No podía sentarme en la misma aula que ella sin experimentar la más sobrecogedora sensación de indignidad. Pensaba en ella constantemente, y me sentía constantemente herido. En ocasiones, cuando trabajábamos juntos en el sótano, sentía que el aire se espesaba, que se hacía denso, sofocante. La mía era una agitación que me electrificaba cada vez que la veía, que sobrecargaba cada sonido suyo. Todo era ya absolutamente vacío, inenarrablemente profundo. No soportaba su voz, ni siquiera verla en los pasillos, pero, al mismo tiempo, mi anhelo por contemplarla crecía. En su presencia y, sobre todo, cuando la llevaba a su casa en el coche, me sentía como si me sangrara cada poro. Hubo momentos en que, cuando me miraba y me sonreía silenciosamente, como alentándome a explicarle qué me sucedía, hubo momentos, digo, en que deseaba detenerme en el arcén y echar a andar por el campo, trastabillando y chillando como un animal herido. Me encontraba en una situación más allá de toda descripción, más allá de todo consuelo, más allá de toda esperanza.
Una situación casi directamente opuesta a la que Kelli vivió durante lo que Luke ha insistido siempre en llamar «sus últimos días». Porque, mientras yo me volvía cada vez más hosco, más cerrado, mascando mi dolor, ella se volvía más vivaz, más segura de sí misma y expansiva, librándose de los últimos vestigios de su condición de «chica nueva». Hablaba entusiasmada con cualquier alumno que la abordaba, sus comentarios en clase se tornaron más agresivos, y hasta se burlaba del grupito de «chicos duros» que fumaban en el aparcamiento después de clases. Escribió la historia de Breakheart Hill, y el señor Arlington le dijo, con gran renuencia, que cumplía con los requisitos de la redacción de investigación. Escribió también dos poemas nuevos, un poco menos ominosos que los anteriores, menos cautelosos e inseguros.
—Estaba floreciendo —me dijo Luke años más tarde—, como la primavera.
Recuerdo muy bien el momento en que lo dijo. Regresábamos del funeral de la señorita Troy y la melancolía se reflejaba todavía en sus ojos.
—Una cosa que siempre me ha molestado... es que Kelli no llevaba nada cuando se bajó de mi camión.
Asentí y no dije nada.
—Sabes que siempre llevaba algo —añadió—... un libro, quiero decir. Siempre.
—Sí.
—Pero ese día no, Ben. Y eso me hace pensar que tenía algo en mente cuando subió a la colina ese día.
Mientras él hablaba yo me imaginaba las ruedas negras del vehículo al ascender por la antigua pista minera, cortando enredaderas y aplastando ramitas y dejando una estela de hojas revoloteando hasta detenerse, polvorientas, en la base de Breakheart Hill.
—Pero ¿para qué iba allá? — masculló Luke.
Vi la portezuela abrirse, dos pies bajar al polvoriento surco, hacer una pausa y avanzar con determinación, paso a paso, angustiados.
—Claro que el sheriff Stone siempre creyó que iba a encontrarse con alguien —agregó Luke—. Alguien que tenía motivos para hacerle daño, me figuro.
Los pies desaparecieron en el verdor, pero continué oyéndolos moverse entre los espesos matorrales, moverse más lentamente al trepar la pendiente superior de Breakheart Hill.
—¿Con quién creía que iba a encontrarse? — pregunté fríamente.
Los ojos de Luke se desviaron de mi mirada tranquila.
—¿Quién, Luke? — repetí, con mayor insistencia—. ¿Dijo con quién creía que se iba a encontrar aquella tarde?
Luke se negó a volverse hacia mí, y durante un demoledor instante creí que se iba a girar de repente y decírmelo a la cara: «Contigo, Ben. Creía que iba a encontrarse contigo.»
Pero no lo hizo, sino que dejó que su mirada se enfrentara de nuevo, casi vacilante, a la mía.
—No lo sé —replicó. Meneó la cabeza, como si tratara de desechar el misterio—. Estaba floreciendo, como la primavera. Se le notaba en los ojos.
Esos ojos se me aparecieron, y vislumbré tan nítidamente la luminosa energía a que Luke se acababa de referir, que en ese momento no pude imaginármelos de ningún otro modo, y ciertamente no sin vida e insondables, flotando sin dirección, vacíos y desapegados, como la última vez que me miraron.
Más impresionantes que la inmensa energía que emanaba esa primavera eran los varios usos en que la aplicaba. Ayudó a Sheila Cameron a preparar el baile de fin de año, dio clases de álgebra a Noreen, y hasta entregó varios dibujos para el último número del Wildcat.
—Es sólo algo que pensé que podría probar —explicó, al dármelos.
Lo más sorprendente, sin embargo, es que Kelli decidió aceptar la solicitud de la señorita Carver de que se presentara para el papel de Julieta en la obra de teatro.
El casting tuvo lugar en el auditorio, y varias chicas, entre ellas Mary Diehl y Sheila Cameron, se presentaron para obtener el papel. Antes, esa mañana, Kelli me pidió intencionadamente que fuera con ella.
—Quiero que me digas qué tal lo hago.
No me apetecía, pero no supe cómo escurrir el bulto sin acabar con una frenética y, con toda seguridad, sollozante confesión de amor herido, así que me senté cerca del centro del auditorio y observé malhumorado a cada chica recitar varios parlamentos de la obra.
Mary fue la primera; su largo cabello oscuro se le derramaba sobre los hombros mientras recitaba, sin perder un ápice de su acento sureño, las palabras pronunciadas desde el balcón. La señorita Carver había hecho arreglos para que un estrecho foco iluminara a cada una de las concursantes, y recuerdo que Mary parecía extrañamente prisionera en el aro de luz amarilla que la envolvía delicadamente en un círculo, a la vez que la cercaba; de haber sido omnisciente, habría podido vislumbrar su futuro, haber presagiado en un instante su terrible destino.
La siguió Sheila Cameron. Mientras recitaba la escena de la muerte de Julieta, el foco, que había estrangulado a Mary como una soga, parecía abrazarla cálidamente. Con el cabello rubio brillando bajo la luz, abrió los brazos y los tendió hacia su imaginario Romeo, llamándolo con voz suave, pero con una suerte de fuerza interior que sugería lo profundo de su personalidad y la resistencia de que más tarde haría gala.
Por fin llegó el turno de Kelli. Me fijé en que cuando atravesaba el escenario, la señorita Carver se inclinaba un poco y la contemplaba intensamente, con una expresión expectante que no había mostrado con las otras chicas.
Kelli se detuvo en el centro del escenario, se volvió y miró hacia las butacas casi vacías. La luz del foco se abrió a su alrededor, y por un momento guardó silencio e hizo una dramática pausa, antes de empezar.
De hecho, no eligió uno de los parlamentos más conocidos, sino uno relativamente desconocido, en el que Julieta habla con un fraile y que acaba con unas palabras que he leído mil veces desde entonces:
Entiérrame en una fosa recién cavada,
o haz que me amortaje con un cadáver,
cosas todas ellas que al oírlas me atemorizaban...
Cuando acabó, me puse en pie y me deslicé hacia el pasillo central. El auditorio se hallaba casi vacío, pero, al mirar hacia la puerta trasera, vi a alguien atípicamente encorvado en el último asiento de la última fila a la derecha; su zamarra de fútbol estaba colgada en el asiento delante de él. Lo saludé con la cabeza, pero no me vio. Su atención se centraba exclusivamente en otra persona. Al principio di por sentado que Todd venía a ver a Mary recitar, pero ya no estuve tan seguro de ello al observar que sus ojos seguían a Kelli, que en ese momento salía del escenario, y luego subían por el pasillo hacia donde yo la esperaba con la misma paciencia de siempre.
Se levantó cuando Kelli llegó más o menos a su altura.
—Estuviste estupenda, Kelli.
—Yo creo que todas lo estuvimos.
Todd se encogió de hombros.
—No sé. Quiero decir que Mary hizo que Julieta sonara como si estuviera en Lo que el viento se llevó.
Kelli se echó a reír.
—Una Julieta sureña podría ser interesante.
Todd meneó lentamente la cabeza.
—No, eres tú, Kelli —afirmó con la absoluta certeza que sólo poseían quienes habían vivido como él—, tú eres la que debe interpretar a Julieta.
Me percaté de que algo emocionó a Kelli en el discreto respeto que percibió en la voz de Todd, pero no habría podido anticipar que la impulsaría a ofrecerle lo que le ofreció casi de inmediato.
—Pues, si interpreto a Julieta, ¿por qué no interpretas tú a Romeo?
A juzgar por su expresión, resultaba obvio que a él nunca se le había ocurrido. Hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No, yo no soy actor —respondió con timidez.
—Pero eres perfecto para el papel, Todd. — Kelli lo contempló un momento y agregó—: Eres el único chico del instituto que lo es.
Todd hizo un ademán con la mano, descartando la posibilidad.
—No, no soy actor —repitió. Podría haber dicho más, pero Mary llegó casi corriendo y se colgó de su brazo—. Vamos a Cuffy's —nos informó a Kelli y a mí—. ¿Queréis venir con nosotros?
Negué con la cabeza.
—No, tengo que ir a casa.
Todd miró a Kelli.
—¿Y tú?
Ella vaciló, me echó una ojeada.
—¿No puedes ir, ni siquiera un ratito?
—No —y añadí una mentira a modo de pretexto—. Tengo que ayudar a mi padre.
Kelli se volvió hacia Todd.
—¿Podrías llevarme a casa cuando salgamos de Cuffy's?
—Claro.
Kelli me miró de nuevo.
—Entonces, que Todd me lleve hoy.
Asentí con presteza, sin dejar traslucir mis sentimientos.
—Muy bien.
Salimos todos juntos del auditorio. Todd y Mary, delante, y Kelli y yo detrás.
—¿En qué tienes que ayudar a tu padre?
—Algo en la tienda.
En el aparcamiento nos separamos y Kelli se dirigió hacia el coche de Todd en el fondo.
—Adiós, Ben —fue lo único que dijo.
Permanecí unos segundos contemplándola alejarse y avanzar alegremente hacia el vehículo de Todd. Cuando llegó, Todd la rodeó, abrió la portezuela y dejó que Mary y Kelli se deslizaran en el asiento delantero y luego fue a acomodarse detrás del volante.
Al cabo de un momento desaparecieron y me quedé a solas en el Chevrolet gris que nunca se me había antojado tan soso y polvoriento, tan vacío.
Rumbo a casa, pasé delante de Cuffy's. El auto de Todd estaba aparcado enfrente; en el interior distinguí a Todd y Mary sentados juntos en un reservado, a Kelli delante de ellos y, a su lado, a Eddie Smathers. Alguien debió decir algo chistoso cuando pasé, pues vi a Eddie echar la cabeza para atrás y soltar una enorme carcajada. Aunque no la vi, supe que Kelli reía también.
Al llegar a casa me la encontré vacía, porque mi padre no había llegado aún del colmado. Me senté un rato en la sala de estar y clavé la vista en el apagado ojo verde del televisor. Luego fui a mi dormitorio y me dejé caer en la cama, boca arriba, de cara al techo liso. Experimenté un estremecimiento en las piernas, un temblor que ascendió y se fortaleció hasta que sentí el estómago convulso, una presión en el pecho, y la garganta que se me cerraba, totalmente presa de aquello que tan desesperadamente deseaba todavía reprimir. De pronto, la tensión estalló y, para mi inmensa sorpresa, rompí a llorar.
Ni siquiera ahora soy capaz de nombrar todas las cosas que me hicieron llorar aquella tarde. Sé que no fue únicamente por haber perdido a Kelli, sino también por haber perdido todo lo que ella representaba para mí, por la promesa que durante tanto tiempo me hizo esperar y tan repentinamente me retiró. Lloré por una vida fuera de mi alcance, por un amor que no conocería nunca, por una visión de dicha, de madurar y envejecer en el firme abrazo de algo firme y verdadero. Lloré por autocompasión, por mi terrible inadecuación, por el hecho de que me encontraba encerrado en un yermo sensual del que no podía huir. Lloré porque era bajo y físicamente poco atractivo, porque llevaba gafas, porque las experiencias más temerarias de la hombría parecían escurrírseme siempre entre los dedos. Lloré porque era patético y ridículo.
La historia podría haber acabado así, con un adolescente inexperto llorando en un melodramático momento de pena sentimental, pero con la promesa de que pronto se levantaría de la cama, se secaría las lágrimas, avanzaría firmemente hacia la madurez, encontraría una vida que le cuadrara y, a partir de allí, el amor de una mujer que todavía era incapaz de imaginar, criaría hijos que todavía no era capaz de imaginar, alcanzaría la serena dignidad de una vida buena y placentera y, finalmente, tal vez recordaría de vez en cuando la tarde en que había llorado tan amargamente, y sonreiría con la consoladora sabiduría que había adquirido desde entonces.
Y así podría haber acabado aquello.
Pero no.
CUARTA PARTE
17
No hace mucho, Noreen, Amy y yo fuimos a ver a uno de los hijos de Luke que interpretaba un papel en la obra del último curso de bachillerato. Nos sentamos juntos en una de las primeras filas del nuevo y elegante teatro recién añadido al instituto. Un vasto surtido de focos colgaba encima de nosotros, y desde nuestros asientos veíamos un hermoso telón rojo.
—No se parece en nada al viejo auditorio que usábamos nosotros en el antiguo edificio —comentó Noreen, alegremente.
—No.
Noreen y Amy estaban sentadas a mi lado. A Noreen ya le hacían falta gafas para estas ocasiones. Justo a la derecha distinguí a Betty Ann removiéndose, inquieta, en un asiento que se había vuelto demasiado estrecho para sus maduras redondeces. Luke, todavía alto y delgado, parecía no haber cambiado mucho desde nuestra juventud, aunque su rostro había ganado en atractivo y carácter. Su pelo era más ralo, desde luego, y casi enteramente gris, pero sus ojos conservaban el penetrante tono azul, y su tez, el bronceado y la lozanía.
La obra era de corte moderno, fracturada y remota, y cuando acabó estábamos todos hartos. Era una nebulosa noche de primavera, y después fuimos a dar un paseo por la carretera de la montaña, pasando por las desiertas ruinas del antiguo instituto, cuya desmoronada fachada de ladrillo amortajaba una fantasmagórica neblina. Distinguí el viejo aparcamiento, ahora repleto de malas hierbas y desatendido; los anchos y agrietados escalones que llevaban a la puerta de la fachada; el silencioso gimnasio sin iluminar, y, más allá, el auditorio, que hacía también las veces de teatro, desde una de cuyas filas de asientos de madera observé a Kelli Troy hacer la prueba para el papel de Julieta.
—Eso es lo que teníamos que usar como teatro —explicó Luke a mi hija, y señaló el auditorio—. No tenía la iluminación profesional y el equipo de sonido que tenéis ahora. — Se rió ante lo primitivo que resultaba—. Y los viejos asientos cojos de madera contrachapada, ¿te acuerdas, Ben?
Eché otra ojeada al viejo auditorio. Estaba casi oscuro: sólo una bombilla brillaba vagamente, colgada de la puerta lateral, e iluminaba una pequeña franja de suelo. Y pensé: «Allí fue donde ocurrió, no fue en Breakheart Hill.»
El último número del Wildcat se envió a imprenta unos días antes de que Kelli se presentara al casting. Le dieron el papel, por supuesto, cosa que no me sorprendió. Lo que sí me sorprendió fue que Todd se presentase para interpretar a Romeo, y obtuviese el papel casi con la misma facilidad que Kelli el de Julieta. Eddie Smathers, que todavía seguía pegado a Todd, también se presentó, y acabó interpretando a fray Lorenzo. Sheila Cameron consiguió ser lady Capuleto, y Noreen fue la nodriza. A Mary Diehl le ofrecieron encarnar a lady Montesco, pero lo rechazó y optó por diseñar el vestuario de la producción.
—Deberías presentarte al casting, Ben —me sugirió Kelli la tarde que acabamos de preparar el último numero del Wildcat.
Meneé la cabeza y seguí revisando las galeradas del artículo final antes de enviarlo a la imprenta.
—Paris, podrías ser Paris. La señorita Carver sigue buscando alguien que lo interprete.
—No lo creo —contesté, taciturno.
Kelli volvió a su trabajo, con la cabeza inclinada sobre el pequeño escritorio pegado a la pared del fondo. No dijo nada más, sin duda confundida por el ambiente de mutismo y resentimiento que me envolvía.
Terminamos tarde y salimos juntos del despacho en la que sería la última vez.
—Bien, supongo que se acabó lo del Wildcat —comenté, con un rápido encogimiento de hombros, mientras cerraba con llave.
Ella asintió, mas no dijo nada.
—Gracias por todo el trabajo que has hecho este año —añadí, aunque sin mucho ánimo.
Sonrió serenamente.
—Creo que trataremos de hacerlo mejor el año que viene —declaró en tono incierto, como buscando una confirmación.
Asentí sin entusiasmo y eché a andar.
Kelli me cogió del brazo y me dio la vuelta.
—Ben, ¿he hecho algo?
Hice un gesto negativo, fingiendo sorpresa frente a la pregunta.
—¿Estás enojado conmigo?
—No. ¿Por qué iba a estar enojado contigo?
—Pues tu actitud últimamente me ha hecho preguntarme si había hecho algo. Si es así, yo...
—No, no has hecho nada.
Esperó a que le ofreciera una explicación por el innegable aire remoto que se había apoderado de mí.
Sin embargo, como no existía ninguna explicación que me obligara a manifestarme, me limité a añadir:
—Es que tenemos problemas en casa.
No pareció creerme, pero advertí que le incomodaba la idea de presionarme.
—Bien. Me voy. Nos vamos a reunir en casa de la señorita Carver. Los del reparto. Para hablar de la obra y preparar un programa de ensayos y cosas por el estilo.
—Sí, claro. Adiós.
—Adiós, Ben. — Se dio la vuelta y se alejó.
Cuando recuerdo ese instante, sé, con absoluta certeza, que no hay nada que Kelli hubiese podido decir o hacer para cambiar lo que sentía por ella, el doloroso resentimiento que me superaba. En semejante estado, habría rechazado cualquier intento que hubiese hecho por acercarse, cualquier gesto amable. Me estaba endureciendo con respecto a ella, y no había nada que ella pudiera hacer para evitarlo. Su voz me hacía rechinar los dientes y su belleza era como un bofetón. Odiaba tener que verla cada día, y esperaba con ansiedad, con furiosa anticipación, el fin del año escolar. Quería estar lejos de ella de todas las maneras posibles, deseaba que desapareciera, y, aun así, y pese a tan tumultuosos sentimientos, no percibía el veneno que me devoraba lentamente, que corroía el fino forro moral que nos impide dejarnos llevar por las salvajes y crudas emociones que experimentamos.
Así pues, cuando cerré la puerta del despacho aquella tarde, sentí un extraño alivio. De verdad creí que llegaba a su fin esa parte de mi obligada relación con Kelli, las tardes en que nos encontrábamos sentados, tan cerca, en aquel sombrío despachito, donde me llegaba el olor de su cabello y casi percibía el calor de su cuerpo...; creí que todo eso había llegado a su fin y que, una vez cerrado, no me vería nunca más en la tesitura de tener que volver a abrirlo.
No obstante, tuve que hacerlo, al menos físicamente, aunque no con Kelli a mi lado, sino con la imponente presencia del sheriff Stone.
Sucedió tres días después de que encontraran a Kelli espatarrada en la pendiente superior de Breakheart Hill; la investigación se encontraba todavía en la primera etapa. Para entonces, el sheriff Stone había venido ya varias veces al instituto. Lo había visto en el aparcamiento, andando despacio, con la vista clavada en el suelo y a veces inclinándose muy ligeramente, como si buscara algo en él. Lo había visto hablando con Todd y Sheila, y hasta con Edith Sparks, los dos muy juntos en un oscuro rincón cerca de la parte trasera del edificio. Apenas el día anterior, lo había visto con la señorita Carver, ambos en su aula, por lo demás vacía, ella como un pajarito junto a la ventana, y él, apoyado en el escritorio, observándola intensamente. La expresión de la señorita Carver era tensa, apremiante, como si le impartiera información importante, y siempre he creído que fue ella quien le dijo que hablara conmigo.
Recuerdo con suma claridad la expresión del sheriff cuando se adentró en el reducido espacio que constituía el despacho del sótano; casi lo llenó con su enorme corpulencia; su sombrero gris rozó la única bombilla que colgaba del techo.
—Esto es como una cueva —exclamó.
Le indiqué el escritorio de Kelli.
—Trabajaba allí.
—¿Y tú, dónde trabajabas?
—En el otro escritorio.
Su mirada se desplazó hacia este último, se clavó en la foto de Kelli que saqué en Breakheart Hill y que luego clavé en la pared detrás de su escritorio. La arrancó con cuidado y la estudió minuciosamente.
—¿Quién la sacó?
—Yo.
—¿Cuándo?
—Hace unas semanas.
Siguió escudriñándola en silencio, y luego sus ojos se alzaron lentamente y me miró fijamente.
—Mismo vestido. Mismo lugar.
Asentí.
—¿La habías llevado a allí a menudo?
—Ella me llevó, pero sólo aquella vez.
Siguió examinándome en silencio, desde las profundidades del ambiente meditabundo que lo rodeaba, y dijo:
—Una chica muy bonita.
—Sí.
—Es un lugar extraño, allá arriba en Breakheart Hill.
Asentí.
—¿Tienes idea de por qué estaba allí a solas?
—No, señor.
Meneó lentamente la enorme cabeza.
—Es una pena lo que le ocurrió. — Sus ojos volvieron a la foto, se demoraron en ella un momento y saltaron hacia mí con impresionante velocidad.
—¿Tienes idea de quién pudo haberlo hecho, Ben?
—No, señor.
—¿Crees que pudo ser Lyle Gates?
Era la primera vez que oía el nombre de Lyle relacionado con lo que le había sucedido a Kelli, y experimenté el primer aire del oscuro torbellino que iba creciendo, expandiéndose desde el centro del ojo giratorio que partía de Breakheart Hill.
—¿Lyle Gates? — repetí, y mi mente evocó de golpe la primera de las miles de imágenes de maldad imprevista que a partir de entonces se sucederían.
—Sabemos que se encontraba en los alrededores de Breakheart Hill al mismo tiempo que Kelli. — Se encogió de hombros—. Claro que eso, en sí, no significa mucho, pero tengo entendido que hace un tiempo le escupió unas palabras muy duras en Cuffy's.
Asentí con renuencia.
—Y tú y Lyle Gates tuvisteis una pequeña reyerta por eso, según me han dicho.
—Sí.
—¿Has tenido más problemas con Gates?
—No.
—¿Y ella?
—No, que yo sepa.
Guardó silencio y me estudió; sus ancianos y resabiados ojos lo evaluaron todo: mi voz, mi postura, percibieron secretos, cosas que me callaba, pero sin estar seguro de lo que me guardaba para mí.
—¿Tienes coche, Ben?
—Sí, señor.
—¿Has ido al viejo sendero en la base de Breakheart Hill?
Hice un gesto negativo con la cabeza.
—¿Sabes a qué sendero me refiero?
—Sí, señor.
—Pues encontré huellas de neumáticos allí. Y resulta que Gates iba a pie. Le habían quitado el coche unos días antes del suceso. Lo que quiero decir es que no pudo ser el suyo el que dejó esas huellas.
No contesté.
El sheriff Stone se quitó el sombrero y le dio vueltas entre sus rudas manos.
—Lo que me pregunto, entonces, es si se te ocurre alguien que quisiera hacerle daño a Kelli.
—No, señor.
—Aparte de Gates.
—No, señor, no se me ocurre nadie más —respondí con tono de firmeza.
—No te apresures tanto en decir que no, chico. Piénsatelo un minuto. Cualquiera que pudiera albergar sentimientos negativos por ella.
—No se me ocurre nadie.
—¿Y en el instituto? ¿La molestaba alguno de los chicos?
—No lo creo —contesté con un gesto negativo de la cabeza.
—¿Y su novio... cómo se llama?
Sentí que el corazón se me encogía al pronunciar el nombre.
—Todd Jeffries.
—Eso. ¿Tenía problemas con él?
Vi el rostro de Kelli apretarse suavemente contra el pecho de Todd, vi los brazos de Todd envolverla con gentileza.
—No, señor. No tenían problemas.
—Así que, que tú sepas, ¿nadie más tenía problemas con ella? — insistió el sheriff Stone—. ¿Nadie aparte de Lyle Gates?
No pude contestar.
En mi mente la vi volverse hacia mí en el pasillo fuera del despacho, y la oí: «Ben, ¿he hecho algo? ¿Estás enojado conmigo?».
El sheriff Stone advirtió mi silencio y repitió la pregunta con mayor énfasis.
—¿Sólo Lyle Gates? ¿Es el único tipo que pudo tener algo en contra de Kelli?
—Sí, sólo Lyle Gates.
Me observó un momento y preguntó algo que me dejó completamente asombrado.
—¿Y una chica?
—¿Una chica?
—Una chica que pudiera tener motivos para hacerle daño. Las chicas sienten emociones negativas entre ellas, ¿no?
—Sí.
—Y como no hubo violación ni nada que se le pareciera, tenemos que estudiar esa posibilidad.
No dije nada.
—A decir verdad, Ben, no sabemos muy bien lo que ocurrió allá arriba. Me refiero a los detalles. Encontramos una roca, ¿sabes?, con un poco de sangre, pero estaba muy abajo, cerca de la vieja pista minera, bastante lejos de donde encontramos a la propia Kelli. Además, era demasiado grande para que alguien la levantara y le pegara con ella. — Dejó escapar un suspiro quedo—. Así que creemos que se cayó contra la piedra y trató de huir, loma arriba..., algo así. — Me escudriñó, tratando de calibrar el efecto que causaban sus palabras—. Estaba ciega para entonces, ¿sabes?
Sentí que se me vaciaba el alma.
—¿Ciega?
—Eso cree el doctor McCoy. En la última etapa, ya sabes, cuando todavía podía correr. Iba perdiendo fuerza, claro, pero todavía podía correr. Arrastrándose al final. — Su mirada se deslizó hacia la fotografía—. Al menos eso creemos, a juzgar por el aspecto de su vestido. — Levantó la vista—. Una cosa es segura, y es que la golpearon muy fuerte en la cara.
Me quedé mudo.
El sheriff Stone se puso los pulgares bajo el cinturón.
—¿Y bien, Ben? ¿Se te ocurre alguien que quisiera hacerle daño a Kelli?
—No se me ocurre nadie.
No pareció fiarse de mi respuesta.
—¿No?
—No.
—¿Estuviste en los ensayos de la obra de teatro?
—Sí.
—¿No te fijaste en nada especial?
—No.
Me estudió atentamente con los ojos entrecerrados.
—¿Y qué hay de Mary Diehl?
Entonces supe que la señorita Carver se lo había contado todo, todo lo que había visto y oído en las últimas cuatro semanas, mientras Kelli ensayaba su papel de Julieta y Todd el de Romeo, mientras Mary Diehl se sentaba en el oscuro rincón trasero del auditorio, mordiéndose las uñas y observando, impotente, cómo perdía irrevocablemente al único amor que conocía. Recuerdo haberla visto allí, una silueta inmóvil bajo la lóbrega iluminación, silenciosa, observándolo todo, extrañamente solemne; la dulzura se le iba escapando del rostro como si fuese cera derretida.
—Tengo entendido que hubo mucho resentimiento entre la chica Diehl y Kelli —comentó el sheriff Stone—. ¿Lo sabías?
Asentí, mudo, y volví a sentir el tacto de los tenebrosos dedos y pensé: «¿Mary, también? ¿Hasta dónde va a llegar esto? ¿Cómo acabará?».
—¿De qué iba? — preguntó el sheriff Stone—. ¿La mala sangre entre Kelli y Mary Diehl?
En mi mente oí la voz de Kelli hablar suavemente y contesté lo que ella me había contestado dos semanas antes; mis labios formaron las únicas palabras que podían describir la verdad:
—El amor.
18
Nació frente a mis narices. El amor. Y lo vi nacer con la misma impotencia que Mary, aunque, tal vez, desde más cerca.
Tras el primer ensayo la señorita Carver me pidió, casi me exigió, que participara en la obra, aunque no como actor. Debía encargarme de las tareas, mucho menos atractivas, de apuntador, ayudar con el decorado, y subir y bajar el telón en los momentos indicados. No deseaba hacerlo, pero sabía que era el único modo de estar cerca de Kelli, y ahora sé que, pese a todo, una parte de mí todavía no estaba dispuesta a liberarla. Había anhelado borrar la horrible sensación de fealdad e inadecuación en que me sumía estando cerca de ella, razón por la cual me había alegrado tanto al cerrar la puerta del despacho apenas una semana antes. Sin embargo, al mismo tiempo me di cuenta de que no podía enterrar, por muy angustiosa que se hubiese vuelto, la esperanza de romper sus barreras, de ganármela, de hacer una vida con ella, de llegar a ser el médico del pueblo con ella como esposa.
Con esa sensación encima, pocos días después de cerrar el despachito, acepté ayudar. La tarde siguiente a mi incorporación a la obra, desde mi posición a un lado del telón, vi a Kelli y Todd ensayar sus parlamentos por primera vez: Kelli en el escenario desnudo, subida sobre una silla de metal, y Todd debajo de ella, levantando los brazos:
¡No sé cómo expresarte con un nombre quién soy!
Y, no obstante, en aquella primera ocasión, cuando empezó a leerle sus parlamentos, sin duda sintiéndose terriblemente torpe y cohibido, creo que Todd empezó a decirle también quién era y quién no era, dejando a un lado sus hazañas atléticas, su fama en el pueblo, y ofreciéndole algo más, una extraña soledad y vulnerabilidad que parecían alzarse hacia ella igual que sus brazos, vacíos y suplicantes, dirigidos únicamente a la propia Kelli.
El manto de la noche me oculta a sus miradas;
pero si no me quieres, déjalos que me hallen aquí.
A unos palmos de ellos, con las manos cerradas en torno al cordón que usaba para subir y levantar el telón, observé esa primera escena entre ellos con el mismo miedo creciente que debió experimentar Mary Diehl, sentada en el oscuro rincón del auditorio a pocos metros del escenario. Era la sensación de que me había golpeado la peor de todas las calamidades, un maremoto de atracción mutua, tan misteriosa y elemental que no había nada que pudiera hacer para evitarla, que ni mi bondad, ni mi labor, ni todo mi amor y toda mi devoción servirían para cambiarlo; porque, al fin y al cabo, la pasión que Mary yo vimos llamear entre Todd y Kelli surgió como suelen representarlo las tarjetas del día de San Valentín, un corazón atravesado por una flecha, repentino y predestinado.
Había oscurecido ya cuando acabamos el primer ensayo, pero los miembros del reparto se quedaron remoloneando un rato en los escalones del auditorio. Mary se sentó junto a Todd, y el resto nos desperdigamos alrededor de ellos. Kelli, junto a Eddie Smathers; Noreen y Sheila un escalón debajo de ellos, y yo, repantigado contra la pared, contemplándolos con gesto adusto.
—Ha ido muy bien —comentó Mary, sin perder el tono alegre, aunque su actitud contenía una inconfundible aprensión—. ¿No te parece, Todd?
Este asintió.
—Pero los parlamentos son difíciles.
—Y estúpidos —añadió Eddie con una breve carcajada—. No entiendo la mitad de lo que digo.
—Deberías pedirle a la señorita Carver que te lo explique —le sugirió Noreen.
Eddie sacó un ejemplar de la obra del bolsillo trasero de su pantalón y lo abrió:
—A ver, ¿qué demonios significa esto? — preguntó—. «La tierra, que es madre de la naturaleza, es también su tumba. Lo que es su fosa sepulcral, es su materno seno.» —Miró el libro, absolutamente desconcertado.
Kelli le contestó enseguida.
—Quiere decir que la Tierra lo es todo. Da vida y la quita. Es donde nacemos y donde morimos, nuestra matriz y nuestra tumba. — Echó un vistazo a Todd—. Y que, para la naturaleza, todo es igual, la vida y la muerte.
Todd asintió.
—Eso —le contestó quedamente—, y creo que es cierto.
Luego, con un gesto espontáneo, le acomodó suavemente un rizo que se le había caído sobre un ojo.
Encima de ellos, de pie, hoscamente apoyado en la pared de ladrillo del auditorio, me fijé con terrible claridad que Kelli no se apartaba del tacto de Todd Jeffries como lo había hecho del mío, sino que se inclinaba hacia él, como ofreciéndole más.
Continuaron hablando de la obra, y unos minutos más tarde los dejé y me encaminé pesadamente hacia mi coche. Entré, lo puse en marcha y enfilé el camino a casa. Sin embargo, resultó que no me sentía capaz de ir a casa. Algo me atraía continuamente hacia el instituto, hacia los oscuros escalones donde Kelli se hallaba sentada todavía, a los pies de Todd Jeffries.
Ya había recorrido medio camino, cuando di la vuelta en el aparcamiento vacío de un colmado y regresé a la escuela. No sabía muy bien lo que pretendía hacer al llegar, pero al aproximarme vislumbré un callejón que discurría entre el gimnasio y la parte trasera de una fila de casitas de madera; desde esa distancia, entre sombras, contemplé a los chicos que seguían agrupados en los escalones de hormigón.
Transcurrió casi una hora antes de que se separaran, y al cabo de unos minutos, vi el coche de Todd pasar de largo ante el callejón. Lo dejé distanciarse una manzana y, como un merodeador de baja estofa, lo seguí.
Me mantuve a una distancia prudente, aminorando la marcha cuando él lo hacía. Había tres personas en el auto, Todd, al volante; Mary a su lado, y Kelli al costado de esta, apretada contra la portezuela del pasajero. En la calle principal dobló a la derecha, pasó ante la larga fila de tienditas que llevaban a las afueras, y de allí a Turtle Grove. Se detuvo en el 417 de Maple Way, salió y acompañó a Mary a la puerta de su casa. A media manzana de ellos, lo vi darle un besito en la boca, girar sobre los talones y regresar a Kelli, que lo esperaba en el vehículo.
Durante varios minutos los seguí de regreso a Choctaw, cada vez más al sur y, finalmente, por la desierta carretera comarcal que llevaba al hogar de Kelli. Todd conducía despacio y volvía constantemente la cabeza hacia ella, mientras charlaban.
Eran casi las nueve cuando enfiló el camino de entrada de la casa de Kelli. Aparqué en el arcén, medio oculto por unos frondosos helechos estivales, y aguardé. Veía el coche y esperaba que Kelli se bajara de inmediato; no fue así.
Se quedó con él un rato, como solía hacerlo conmigo de vez en cuando, aunque supe que el ambiente entre ellos era del todo distinto, espeso y sensual, cargado de tensa y dulce electricidad.
Me bajé del coche y me acerqué a ellos, andando por la hondonada que bordeaba la carretera, hasta que me paré y me agaché detrás de una maraña de enredaderas y malas yerbas, lo bastante cerca para poder observarlos. Kelli se había girado hacia Todd, en una postura que reconocí de las numerosas veladas y tardes en que nosotros nos sentábamos juntos, hablando en voz baja antes de que ella entrara en la casa. Sabía que se había sentado sobre las piernas, que probablemente se había quitado los zapatos, dejándolos tranquilamente en el suelo, que sus brazos desnudos descansaban lánguidamente en el respaldo del asiento y sus largos dedos morenos casi tocaban el hombro derecho de Todd, y supe que, al contemplarlo, sus ojos brillaban, oscuros y radiantes, como si algo en su interior los iluminara.
Quería marcharme, darles la espalda, pero no pude; una fuerza inenarrablemente dolorosa me tenía arraigado y me obligaba a mantener la vista clavada en las dos siluetas que se iban aproximando por momentos, aunque no llegaron a tocarse.
Finalmente, Kelli se apeó y, por primera vez en todo aquel rato, me sentí capaz de respirar de nuevo. A través de un velo de enredaderas, la vi ir frente al coche y esperar a que Todd saliera también. Caminaron juntos a la casa, dos figuras que, bañadas por la luz amarillenta de las ventanas de la fachada, andaban poco a poco, se paraban, hablaban un poco, volvían a avanzar, a detenerse, sin ganas, según me di cuenta, de separarse.
Por fin, subieron juntos y desaparecieron en la oscuridad del porche. Esperé a que la puerta se abriera, a que un haz de luz los bañara, pero la oscuridad no cedió con el transcurso de los minutos, una oscuridad negra, densa, impenetrable.
Permanecí al acecho aún un rato más en mi escondrijo al lado de la carretera, una figura agachada oculta tras un remolino de enredaderas. Recuerdo que en un momento dado cerré los ojos ligeramente, tratando de imaginarme a mí mismo en esa oscuridad con Kelli, como lo estaba Todd.
Cuando los abrí, Todd bajaba los escalones y Kelli se despedía de él desde la ventana, como nunca se había despedido de mí.
Corrí hacia mi coche, con la respiración entrecortada y conduje a casa con una velocidad de bólido. Más tarde, ya en mi habitación, contemplé el techo encima de mi cama, casi hasta el amanecer, cuando, finalmente, pude conciliar un sueño inquieto y agitado.
Al día siguiente muy temprano, Luke vino a casa. Teníamos pensado jugar al tenis y llevaba sendas raquetas. Cuando le abrí, dijo:
—Coño, Ben, parece que te hubieran metido en el rodillo y te tendieron mojado.
—No dormí bien anoche.
Sonrió.
—Pues un partido de tenis te sentará bien.
Asentí, malhumorado.
—Sí, vamos.
Me vestí y nos subimos a su camión y nos dirigimos al parque.
—¿Qué tal la obra? — preguntó cuando pasamos frente a Cuffy's.
—Bien, supongo.
—He oído que Kelli es muy buena.
—Sí.
—He oído que Todd también lo es.
La mención de sus nombres me recordó la noche anterior y en mi mente los vi de nuevo desaparecer en la envolvente oscuridad en lo alto de los escalones de la casa de Kelli.
Llegamos al parque, nos bajamos del camión y fuimos a las pistas de tenis. Aunque no volvimos a hablar de Kelli aquella mañana, la tuve presente en todo momento, tan intensamente presente que durante más de una hora devolví las pelotas con una fuerza y un talante demoledores que le extrañaron a Luke. Una y otra vez pensé en Kelli, me la imaginé en la húmeda oscuridad con Todd, sin duda tan cerca de ella que sentía su aliento en el cabello. Golpeé la pelota con creciente furia. Recuerdo el mango de la raqueta mientras la aferraba con el puño fuertemente cerrado, el siseo eléctrico del aire cuando la dirigía hacia la pelota y, luego, el sordo, duro y amenazador ruido cuando pelota y raqueta hacían contacto. Una y otra vez, Luke me devolvía la pelota, y yo a él, con mayor brutalidad cada vez, imaginándome siempre a Todd y Kelli en la oscuridad del porche de la casa de ella, imaginando que se tocaban los dedos y los entrelazaban, aproximándose cada vez más el uno al otro, hasta que se apretaban sumidos en la envolvente excitación que provoca el primer beso profundo; todo ello orquestado por el zumbido de la raqueta en el abrasador aire veraniego, por el inexorable ruido sordo de mi asalto, el vuelo siseante de la pelota de un lado a otro de la red.
—La verdad es que has aprendido a manejar la raqueta —comentó Luke mientras nos dirigíamos a Cuffy's. Era un cumplido, pero se notaba que lo inquietaba mi modo de jugar y que se sentía incapaz de entender por qué había golpeado la pelota con semejante furia.
Me miró unos segundos con expresión tensa e inquisitiva. La misma expresión con que me miraría al llegar corriendo al césped de mi casa aquella tarde, atragantándose con sus propias palabras, bregando por informarme que «algo malo» le había sucedido a Kelli Troy. Una mirada que vería con frecuencia a partir de entonces.
—¿Estás bien, Ben?
Asentí enérgicamente sin soltar prenda. Tenía la mente mortalmente concentrada en Kelli; fue en ese momento cuando debí haberme dado cuenta de cuan fieramente continuaba deseándola, cuánto se había mezclado ese anhelo con cierto grado de violencia, hasta qué punto deseaba, si no podía tener a Kelli para mí, destruirla.
19
Pero no fui el único, según descubrió posteriormente el sheriff Stone, pues en las dos semanas siguientes Mary Diehl acabó por ver, y al final afrontar, lo que yo vi la noche que Todd llevó a Kelli a casa. Quizá lo percibiera antes, pero decidió no hacer caso con la esperanza de que fuese algo pasajero, hasta que se percató, no sólo de que no era pasajero, sino que se hacía más profundo por momentos.
Cuando recuerdo a Mary durante esos días, la veo extrañamente frágil, e indudablemente confusa. Un herido desconcierto, como una delicada neblina, la embargaba; desconcierto que ya jamás la abandonaría. Aún era visible en su semblante el día que trajo a Raymond a la consulta, y, más tarde, cuando Raymond, hecho ya un hombre, la guió lentamente hacia mi coche mientras la azotaba una lluvia que se me antojaba tan implacable como la que azotó a Lyle Gates cuando, casi treinta años antes, era conducido escaleras abajo por la escalinata del juzgado.
Tenía motivos para su desconcierto, tanto para el que mantuvo como mujer de mediana edad como para el que la sorprendió mucho antes, cuando era una jovencita. Después de todo, era preciosa, y no podía ser la belleza de Kelli la que marcase la diferencia entre ambas. A su manera, Mary era lista y ciertamente bondadosa y servicial. Hizo lo que su madre le enseñó cuidadosamente: encontrar alguien a quien amar, honrar y obedecer, alguien con quien compartir su vida y a quien ofrecer obediencia y fidelidad absolutas, con el descorazonador resultado de no recibir ninguna de ellas a cambio.
—Mary se merecía alguien mejor que Todd —me dijo Luke en tono irónico el día que me la llevé.
Aquel día llovía a mares, una lluvia fría, casi de aguanieve. Mary vestía un abrigo marrón oscuro. Raymond la ayudó a bajar por el camino de entrada de la casa de Turtle Grove. Unos días antes Mary había intentado cortarse el pelo, y ahora le caía en feas capas, cortas aquí, largas allí, una desordenada amalgama de ángulos desiguales, sin nada que les proporcionara unidad, excepto el tono gris acero. Asiéndola del brazo, Raymond caminaba a su lado, mudo y hosco, con ojos semejantes a los de un reptil, rasgados, con apenas una pequeña rendija que dejase ver sus pupilas.
—Él le ha hecho esto —espetó al traérmela, se volvió y señaló la casa—. Él.
Miré la casa y vi a Todd mirando desde el ventanal que daba al césped. Desaseado y con exceso de peso, de fino cabello rubio echado hacia atrás y los hombros caídos, derrotados, bajo una chaqueta de un descolorido verde lima; tenía las manos metidas hasta el fondo de los bolsillos del pantalón. Su rostro reflejaba un terrible vacío, la sensación de haber observado con impotencia cómo su vida, tanto la matrimonial como la de su paternidad, se desmoronaban.
—Ella no tuvo la culpa —insistió Raymond al acercar a Mary a la portezuela trasera del auto. Hablaba con Sheila Cameron, la más antigua de las amigas de Mary—. No lo hizo adrede. Estaba huyendo de él cuando sucedió. Sólo trataba de huir.
Me imaginé cómo debió verlo el propio Raymond: su madre huyendo desesperada de la casa, tratando de escapar de la insondable rabia y la violencia de su marido, corriendo bajo la lluvia hacia su coche, entrando en él, arrancando y conduciendo a toda velocidad por la calle azotada por la lluvia, en una neblina producida por el miedo y la desolación, mirando la calle con ojos hinchados y zambulléndose hacia la acera, donde la pequeña Rosie Cameron esperaba, impaciente, el autobús escolar, arrebujadita en un impermeable de plástico amarillo canario.
—Mi madre quería mucho a Rosie —continuó Raymond—. Nunca habría...
—Lo sé, Raymond —contestó Sheila en voz baja. Y entonces, teniendo en cuenta todo lo que había sufrido, teniendo en cuenta su terrible pérdida y quién se la había causado, hizo lo más bondadoso que he visto hacer a ningún ser humano. Abrazó a Mary y le dio un beso en la húmeda mejilla—. Te quiero, Mary —le dijo, dio un paso atrás y dejó que Raymond acomodara a su madre en el asiento trasero de mi auto—. Conduce con cuidado, Ben —me pidió cuando cerré la portezuela.
—Descuida, lo haré.
El recorrido hasta Tuscaloosa era largo, y de vez en cuando miraba a Mary, sentada, con las manos inmóviles sobre el regazo, con expresión de sentirse perseguida, pese a que la gama de emociones que pudiera experimentar se había reducido ya horriblemente. Estaba sumamente delgada, casi raquítica, con las mejillas enjutas y los ojos tan hundidos que parecían mirar desde la tenebrosa profundidad de una caverna sin luz. Sólo el blanco inmaculado de su tez daba fe de la belleza que antaño poseía.
—He visto fotos de mi madre cuando estaba en el instituto —manifestó Raymond, como si me leyera la mente—. Parecía feliz.
—Lo era, Raymond.
Meneó la cabeza.
—Pues no lo fue después de casarse con mi padre. Nunca, ni un solo día.
Clavé la vista en la carretera.
—Nunca la quiso, como usted sabe. No sé por qué se casó con ella. — El tormentoso curso del matrimonio de sus padres pareció pasar por su cabeza—. Era como si estuviese resentido con ella. — Observó la lluvia—. Creo que hubo otra mujer.
No dije nada.
—Y no me estoy refiriendo a una simple aventura —prosiguió Raymond—. No quiero decir que fuera una chica en su oficina, o algo así. Me refiero a una mujer a la que quiso de verdad.
Por el espejo retrovisor vi sus ojos desplazarse hacia su madre.
—La oí decírselo abiertamente una noche. «Todavía la quieres», eso fue lo que le dijo. — Me miró de nuevo—. Mi madre sabía quién era... la otra mujer. — Calló un momento, diríase que para plantearse qué pregunta hacer y cómo formularla y, casi dolorosamente, como si la identidad de la otra mujer pudiese resolver el enigma de la rabia de su padre, inquirió—: ¿Sabe usted quién era, doctor Wade?
—No, Raymond, no lo sé.
Pero sí que lo sabía, y en ese momento sentí que mi cabeza volvía disparada hacia el único incidente que la señorita Carver mencionó al sheriff Stone, el momento brutal en que Mary se enfrentó a Kelli Troy.
Sucedió tan de repente que siempre creí que Mary se desmoronó frente a la palpitante tensión que se generó desde el primer ensayo, los parlamentos que oía a Todd y Kelli intercambiar con tanta pasión en el escenario del auditorio, las miraditas que los veía cruzar, los largos viajes en coche hasta la casa de Kelli después de dejarla a ella en Turtle Grove, y otras cosas que probablemente imaginaba con tanta claridad como yo, intimidades susurradas y besos febriles.
Fue un viernes por la noche. El calor del inminente verano ya había llegado y el ensayo acababa de terminar. Ya que Todd no pudo asistir esa noche, la señorita Carver se concentró en trabajar las escenas con otros actores: Eddie, Sheila y Noreen. El ensayó no salió bien, por lo que nos despidió pronto con un ademán de frustración.
La mayoría de los alumnos se marchó enseguida, pero Kelli se quedó a hablar con la señorita Carver. Yo permanecí en el escenario, trajinando con los escasos decorados que habíamos conseguido. Después, bajé el telón y apagué las luces.
Kelli y la señorita Carver ya se dirigían hacia el aparcamiento del personal docente cuando cerré con llave la puerta del auditorio. Las vi dirigirse hacia el viejo Buick de la maestra, hablando, tal vez, de la obra; la señorita Carver señalaba de un lado a otro, como si la estuviera dirigiendo.
De pronto, una tercera persona surgió desde detrás de un alto seto. Al principio permaneció entre sombras, pero al cabo de un momento dio un paso adelante y la única farola del aparcamiento la iluminó y comprobé que se trataba de Mary Diehl.
—Necesito hablar contigo, Kelli —dijo.
—Pero tengo que ir con la señorita Carver —contestó Kelli—. Me va a llevar a casa. — Su voz sonaba tensa, como si Mary la hubiese pillado por sorpresa.
—No —dijo Mary con un tono innegablemente duro—. No, tienes que hablar conmigo. Tienes que hacerlo. Ahora mismo.
Cuando Kelli habló de nuevo percibí la tirantez en su voz.
—Puede que mañana, Mary. Podríamos hablar mañana.
Vi la larga cabellera de Mary agitarse de derecha a izquierda con gesto negativo.
La señorita Carver comprendió lo que sucedía e intervino en un tono muy suave y persuasivo.
—Mary, me parece que deberías dejar que Kelli se vaya a casa ahora. Es muy tarde y yo...
—No —espetó Mary. Se cruzó de brazos y clavó la vista en la señorita Carver—. Quiero hablar con Kelli ahora mismo. — Sus palabras salían a borbotones, casi frenéticas—. No quiero esperar. Tengo que saber lo que pasa. — Su cabeza dio un brusco giro hacia la izquierda y supe que miraba directamente a Kelli—. Entre tú y Todd —añadió, abiertamente.
Kelli echó una ojeada nerviosa a la señorita Carver y otra a Mary.
—¿Qué quieres saber? — preguntó, ahora ya calmada y resuelta, preparada para lo que pudieran echarle, con el temple de alguien que hubiera decidido tiempo atrás no ser cobarde.
Mary se quedó momentáneamente sin habla, incapaz de pronunciar alguna respuesta.
—Pues, quiero decir que... sólo quiero... —balbuceó—. Sólo quiero saber lo que... lo que hay entre tú y Todd.
Kelli no vaciló y, aunque yo ya había adivinado lo que «había entre» ella y Todd, la franqueza de su respuesta, la pura sinceridad con que lo reconoció, me dejó más vacío de lo que nunca antes me había dejado o volvería a dejarme.
—Hay amor —declaró.
La palabra me penetró como una bala en la cabeza. Al oírla me desmoroné, me dejé caer al suelo. Mary debió experimentar algo semejante, porque su cuerpo se tensó y no dijo, escupió, palabras tirantes y amargas:
—Ojalá estuvieses muerta.
Sin quererlo conscientemente, incapaz de controlarla, oí que mi cabeza respondía con un vehemente siseo: «Ojalá.».
***
Eso es lo que vio la señorita Carver y eso es lo que le dijo al sheriff Stone cuando fue a hablarle en el instituto de Choctaw. Pero estoy seguro de que vio algo más, que percibió no sólo la naturaleza violenta de lo que sentía Mary por Kelli, sino también el humor ponzoñoso que me embargó las dos últimas semanas de ensayo, y acaso también mi expresión al mirar a Kelli a veces, como si deseara estrangularla con los ojos. Sé que hubo ocasiones en que, tras bambalinas, mientras miraba a Kelli ensayar, sin duda lo hacía con expresión asesina, apuntándola con la vista como si fuera una pistola. Sé que ocurrió a menudo, y sé que desde el otro lado del escenario la señorita Carver debió de percatarse de ello. Dos semanas después de que encontraran a Kelli en Breakheart Hill, habló conmigo, cuando estábamos solos en su aula, con el sonido metálico de la cálida brisa estival colándose por entre las persianas que cubrían las ventanas abiertas.
Ya habían detenido a Lyle Gates y el pueblo entero se había enterado del incidente en Cuffy's, de la palabrota que le lanzó, y de que Luke lo vio en la carretera de la montaña minutos después de dejar a Kelli en la cima de Breakheart Hill, y que, más tarde aún, Edith Sparks lo vio salir del bosque en dicha cima, limpiándose sangre de la mano derecha y, finalmente, que el sheriff Stone encontró algunos arañazos en esa misma mano cuando fue a hablar con él unos días después de descubrir el cadáver de Kelli; arañazos que, según el propio Lyle, se había hecho al golpear la pared de un viejo cobertizo de madera tras discutir por teléfono con su esposa, aunque no tenía testigos que lo confirmaran.
Al final de aquel día celebramos una asamblea en el instituto y el señor Avery habló de lo que le había sucedido a Kelli, de cuan terrible era, del «futuro prometedor» que la esperaba, y hasta de lo peligroso que resultaba para las jovencitas andar a solas por el bosque.
Una vez acabada la asamblea, salí del auditorio con los demás alumnos, pero antes de llegar al final de la escalinata, oí a la señorita Carver llamarme.
Se hallaba en la puerta lateral; me miraba con expresión pétrea, como si hubiese decidido hacer algo que llevaba días considerando.
—Quiero hablar contigo un par de minutos, Ben.
Me acerqué a ella.
—Sí, señora.
—En mi aula. — Dicho esto, giró enérgicamente sobre los talones y me precedió escaleras arriba.
Ya era tarde avanzada y las pesadas sombras de las sillas y los pupitres vacíos se extendían como una oscura mancha sobre el viejo suelo de madera.
Fui a mirar por la ventana de enfrente. Muy abajo, distinguí a Todd Jeffries apoyado, como un saco, sobre su coche. Temblaba ligeramente, agitando la cabeza de izquierda a derecha. A su lado, Mary Diehl trataba valientemente de calmarlo: llevaba varios días haciéndolo.
Oí que la puerta del aula se cerraba quedamente y me volví hacia la señorita Carver, que parecía resuelta a evitar que huyera. Lucía colores oscuros, el cabello sujeto atrás en un estrecho moño. Por primera vez vislumbré en ella a la solitaria matrona en que se convertiría.
—Supongo que sabes que han detenido al tipo ese, Lyle Gates —dijo.
—Sí, señora.
—Según me ha dicho el sheriff Stone, lo ha negado todo.
Asentí.
—Dice que oyó a alguien gemir en el bosque, fue a ver quién era y descubrió a Kelli.
—Sí, señora.
La señorita Carver me contempló con aire adusto y me di cuenta de que vacilaba, insegura, no tanto por lo que deseaba decir como por el modo de decirlo.
—Creo que el sheriff Stone tiene algunas dudas... sobre si es realmente el señor Gates quien lo hizo.
Guardé silencio y la señorita Carver me dejó meditar un momento.
—No encuentra un motivo muy sólido, excepto el incidente en Cuffy's. Pero eso ya había acabado, ¿verdad, Ben?
—Eso parecía.
—¿Qué pudo hacer que volviera a surgir? — inquirió en tono enfático—. ¿Qué pudo hacer que fuera a por Kelli después de tanto tiempo?
Sentí que mis dedos se doblaban, como para coger el cordón gris que Kelli me había dado aquella última vez.
—No lo sé —contesté.
La señorita Carver no pareció oírme.
—El sheriff Stone cree que Kelli iba a encontrarse con alguien ese día. Alguien que condujo por la pista minera en la base de Breakheart Hill.
Guardé silencio.
—Alguien a quien conocía —añadió ella, significativamente—. Alguien que tenía más motivos para hacerle daño que Lyle Gates. — Sus ojos saltaron hacia la ventana, como para impedirme que advirtiera la terrible sospecha que no podía ocultar—. Si supieras algo que le hubiese ocurrido a Kelli, se lo dirías al sheriff Stone, ¿verdad?
En mi mente vi a Kelli volverse hacia mí, darle la espalda al telón verde oscuro, mirando por encima de mi hombro, centrada en otra persona, y me vi invisible para ella. En un instante desapareció de mi cabeza, y quien me observaba era Eddie Smathers; su rostro flotaba, incorpóreo, como una pálida hoja en un charco de agua negra, con la voz cargada con el mismo asombro que le hacía abrir los ojos como platos. «¿Te lo ha dicho ella, Ben?».
—¿Verdad, Ben? — repitió la señorita, con mayor insistencia, con un deje de suspicacia que nunca, en todos los años que siguieron, perdió. — Si supieras algo sobre quién pudo haberlo hecho, se lo dirías al sheriff Stone, ¿verdad?
No pude contestar, de modo que permanecí sin hacer ningún movimiento, buscando frenéticamente una escapatoria. Volví a sentir el cordón en la mano, el que Kelli me había echado, «Ten, coge esto», y supe que una parte de mí deseaba desesperadamente contárselo todo a la señorita Carver, en una única y angustiada confesión.
Pero no pude.
—Se lo contarías todo al sheriff Stone, ¿verdad, Ben? — reiteró la señorita Carver.
Sabía que tenía que contestar, que no me dejaría salir del aula si no lo hacía.
—Sí, señora, se lo contaría.
No me creyó, y no hizo nada por ocultarlo. Sus ojos me taladraron, y vi la comisura izquierda de su boca bajar ligeramente, dándole un aspecto de repudio, de desprecio absoluto y total.
—El señor Gates dice que reconoció a Kelli y que, como tuvo el problema contigo y con Kelli en Cuffy's, tenía miedo de que lo acusaran.
No dije nada.
—Así que la dejó allí —añadió la señorita Carver. Esperó a que yo respondiera algo y, al ver que no lo hacía, agregó, en el tono cargado de la gélida formalidad con que me trataría a partir de ese momento—: Bien, de acuerdo. Puedes irte.
Salí de la sala, bajé la escalera y abandoné el edificio. En el aparcamiento vi que Todd seguía apoyado en su coche, y Mary estaba a su lado con la cara preocupada apoyada en su brazo. Ella miraba el suelo, pero él miraba hacia el norte, hacia la montaña, con los ojos fijos con terrible precisión en la ladera superior de Breakheart Hill. Jamás había visto una cara tan atormentada, ni la he vuelto a ver desde entonces.
Pasado un rato, Mary lo instó a subir al coche, en el asiento del pasajero, y después subió ella, al volante, y puso en marcha el coche. Cuando pasó a mi lado, con el coche a marcha lenta, a paso fúnebre, no me hizo ningún gesto de saludo con la mano.
Lo normal era que me hubiera ido a casa, pero la idea de estar sentado en la sala de estar contemplando a mi padre agitar la cabeza, desconcertado por la crueldad humana, me pareció más de lo que podía soportar. Entonces me quedé sentado en el coche observando la creciente oscuridad de la tarde.
Cuando por fin volví a casa ya era de noche. Al avanzar con el coche por el camino de entrada vi luz en la sala de estar y a mi padre bajo la lámpara, dormitando con el diario abierto en el regazo. Jamás lo había visto tan inocente, ni jamás una inocencia me había parecido más amenazadora.
Bajé del coche y caminé hasta la puerta, pero no la abrí. Di media vuelta y me dirigí al patio, y allí me quedé solo en la oscuridad.
Así estuve un largo rato hasta que vi pasar un coche por la calle y acercarse por el camino de entrada. Las luces de los faros me iluminaron fugazmente antes de apagarse.
Era Noreen la que se bajó del coche. Se acercó a mí lentamente, su vestido rojo como una mancha en la oscuridad.
—Te llamé antes —me dijo al llegar junto a mí—. Tu padre me dijo que aún no habías llegado a casa.
—Me quedé un rato en la escuela.
Ella se me acercó más, observándome con una expresión de rara concentración en los ojos.
—Necesitaba hablar contigo —dijo con una vocecita débil, aunque intensa, impregnada de la misma urgencia que yo veía en sus ojos. Se quedó callada un instante, como si no supiera cómo empezar, y luego continuó—: Me llamó, Ben.
—¿Quién te llamó?
—Kelli.
Tuve la impresión de que un millón de diminutas agujitas se me enterraban en la piel.
—El mismo día en que ocurrió —continuó Noreen—. Me llamó ese día.
—¿Qué quería?
Pareció renuente a contestar.
—A ti, Ben —dijo finalmente—. Te buscaba a ti.
Sentí el aire atascado en la garganta.
—No me dijo para qué te buscaba —se apresuró a decir ella.
Una oleada de alivio me recorrió todo entero.
—Bueno, tal vez quería que la llevara en coche hasta Breakheart Hill —dije con voz débil—. Siempre me llamaba para que la llevara.
Noreen me miró francamente.
—¿Entonces por qué no me pidió que la llevara yo?
Yo no tenía respuesta a eso y se lo dije.
Noreen estuvo en silencio un momento y en ese breve intervalo comprendí que había algo más.
—Cuando me llamó, su voz sonaba como si hubiera estado llorando.
Al instante vi la cara de Kelli, vi sus ojos, el miedo que debió de haber en ellos y el velo negro que descendía sobre ellos.
—¿Por qué crees que habrá estado tan dolida, Ben? — me preguntó Noreen.
Por primera vez en mi vida pensé que la verdad no era esa luz brillante tan valiosa, tan buscada, sino un cuchillo en mi cuello. Y, por lo tanto, mentí.
—No lo sé, Noreen —repuse.
Me miró atentamente, como un médico al examinar un cuerpo en busca de la causa de su enfermedad maligna.
—¿Estás seguro?
—Sí.
Me observó en silencio, como tomando una decisión para siempre, una opción con la que tendría que vivir eternamente.
—De acuerdo —dijo al fin. Entonces me tocó la mano con un dedo estirado—. El sheriff Stone estuvo hablando conmigo. Parece que ha hablado con todo el mundo de la escuela, ¿sabes?
Yo asentí.
—Pero no le dije lo de la llamada de Kelli —añadió—. Ni que te andaba buscando ese día, ni nada de eso.
Yo no dije nada.
Ella me miró con una expresión seria, como si estuviera haciendo un juramento ante una tumba.
—Y nunca lo diré —dijo.
Durante un momento nos miramos en silencio. Después ella me tendió los brazos y me abrazó fuertemente. Cuando habló, su voz sonó ronca, su tono era inequívocamente de confabulación:
—¿Qué hacemos ahora?
Sentí apretarse sus brazos a mi alrededor y comprendí que jamás nadie me amaría con tanta fuerza como ella. Y se me ocurrió que con el tiempo yo podría ofrecerle mi lealtad a cambio, mi dedicación a lo largo de los años, y tal vez llegar a sentir algún tipo de pasión.
20
En los últimos días, más que nunca, se me ha presentado en la forma del siseo del filo de un hacha al hendir el aire, y de la voz de Luke, justo después de aquello. «¿Has oído lo que le ha pasado a Lyle Gates?»
Incluso mientras pronunciaba estas palabras, en tono muy pragmático, escuché, como un coro en mi cabeza, todas las otras preguntas que ha ido planteando a lo largo de los años, todas las dudas que no ha expresado en voz alta. Luke cree que faltó algo en el caso de la fiscalía contra Lyle Gates, que algo faltó en el momento que el señor Bailey se ofreció a explicar al jurado lo que sucedió en Breakheart Hill.
Por ello, no ha olvidado a Lyle, ni su propio testimonio en el juicio, ni el mío, ni siquiera el histrionismo con que, en el ambiente cargado de la sala del juez Thompson, Edith Sparks señaló con dedo tembloroso a Lyle como el hombre al que vio salir del bosque aquel día, ni la voz que apenas alcanzaban a oír los miembros del jurado, hecho que la obligó a repetir la respuesta en voz alta y dura, cargada de indignación: «Él.»
Pero lo que menos ha olvidado Luke es mi semblante mientras bregaba por explicarme lo que vio en Breakheart Hill. No ha olvidado los ojos muertos con que lo recibí, la boca fuertemente cerrada, mi absoluta quietud, que daban a entender que mientras él trataba de contármelo, yo ya lo sabía. Sé que aquella expresión mía ha surgido numerosas veces en su mente, como el cadáver de un ahogado que es violentamente expulsado por las aguas de un río.
De modo que su manera de plantear aquella pregunta contenía algo sugerente y oscuro; las palabras salían poco a poco, lastradas, como cargadas de pesas. «¿Has oído lo que le ha pasado a Lyle Gates?»
Hice un gesto negativo, casi desenfadado, sin revelar la menor señal del impacto que recibí al oír el nombre.
—No, no he oído nada acerca de Lyle.
Era una tarde de otoño, ya avanzada, y Luke había ido a mi despacho, cosa que hacía con frecuencia, si bien en esta ocasión lo impulsaba lo que acababa de averiguar.
—Sabías que lo habían traído a la cárcel—granja, ¿verdad?
Dos años antes, el periódico del pueblo había publicado que, tras veinte años en la penitenciaria del estado, a Lyle lo habían trasladado a una cárcel—granja cercana a Choctaw, para pasar allí lo que le quedaba de condena. Su madre estaba enferma, según el periódico, y había pedido a la Dirección de Prisiones que lo trasladaran a un lugar más cercano para seguir visitándolo sin tener que sufrir los avatares de un largo viaje. La dirección lo autorizó y a Lyle lo trajeron a una cárcel—granja en el norte del condado. Desde entonces, yo no había oído ni leído nada sobre él. Por tanto, la pregunta de Luke me azotó con la misma fuerza que una ráfaga de viento.
—Sí, sabía que estaba allí, pero no he sabido nada más.
—Pues lo mataron ayer, Ben.
Sentí que mis labios se abrían en un susurro atónito, aunque de ellos no salió ningún sonido.
Luke se sentó en la silla frente a mi escritorio y me clavó incisivamente la mirada.
—Lo han matado —repitió—. Le han disparado.
—¿Quién?
—Pues, a decir verdad, por lo que parece Lyle buscó su propia muerte.
Me puse en pie y fui a mirar por la ventana. A la derecha vi el viejo juzgado que se alzaba con su grave severidad encima de un tramo de escalones de hormigón. Recordé haber estado en esos mismos escalones años antes, bajo el azote de la lluvia, con mi padre al lado, mirando a Lyle pasar, tan pequeñito, según nos pareció, pegado al enorme monolito gris que era el sheriff Stone.
—Suicidio, diría yo —prosiguió Luke—. Quiero decir que no les dio muchas opciones a los guardias. — Se sacó el periódico de debajo de las axilas y lo dejó caer en mi escritorio—. Está todo aquí. Puedes leerlo, cuando tengas un momento.
Asentí con los ojos fijos aún en el viejo juzgado, en el aspecto severamente acusador de sus altos muros de piedra.
—¿Sabes, Ben? Nunca entendí por qué Lyle pudo haber hecho algo así.
Oí la voz del señor Bailey retumbar a través de los años: «Sólo el odio puede hacer algo así.»
No le ofrecí nada, no dije nada.
—Claro que es posible que estuviera exaltado por lo que Kelli escribía en el Wildcat —dijo Luke y guardó silencio. Supe que estaba analizándolo todo de nuevo, revisando los viejos detalles, dando vueltas a las preguntas que seguían acosándolo—. Pero ¿atacar a una jovencita como lo hizo él? No lo sé, Ben. A mí Lyle nunca me pareció tan malo como para cometer esa atrocidad. De acuerdo, el modo que Kelli lo trató en Cuffy's lo habría hecho rabiar, pero no tanto.
No despegué la vista de la lejana sierra, cuyas sombreadas pendientes se iban oscureciendo a medida que caía la noche. En mi mente vi a Lyle persiguiendo a Kelli a través de los densos matorrales, buscando a la chica que había visto en el camión de Luke, la que lo había insultado frente a las narices de los peones con los que trabajaba, una afrenta cuya profundidad ni siquiera él se imaginaba mientras permanecía atónito, como herido por un rayo, en Cuffy's aquel día. Al menos eso pensaba yo.
—Supongo que siempre habrá algunas cosas de la vida que no sabremos —resumió Luke.
Regresé a mi sillón y me acomodé en él.
—Supongo que sí —contesté en voz queda, cansina, como si me hubiesen caído encima todos los años que tengo, depositando en mis hombros todo su enorme peso de una sola vez.
Luke me observó con cierta ternura.
—Nunca lo has superado, ¿verdad, Ben?
Hice un gesto negativo con la cabeza.
—No.
—En realidad, yo tampoco. Ni otros cuantos, probablemente.
Sin decir nada, dejé que mi mirada se deslizara hacia el periódico, y en mi cabeza repetí los nombres de todos los que no lo habían superado: Todd, Mary, Raymond, Sheila y Rosie, Noreen. Y tal vez otra cantidad incontable de personas a través del tiempo.
Luke se encogió de hombros.
—Bueno, tengo que irme. Los chicos vienen de la universidad esta noche y vamos a hacer una barbacoa familiar. — Se levantó, se encaminó hacia la puerta y se volvió hacia mí—. ¿Queréis pasaros, tú y Noreen, a comeros unas chuletitas?
—No, gracias.
—Bien, pues que te sea leve.
Me lanzó una ligera sonrisa antes de salir del despacho y cerrar cuidadosamente la puerta.
Eché un vistazo al periódico, sin ganas de leerlo, por miedo a la oscuridad que me iba a envolver.
Esperé mucho rato antes de decidirme a coger el diario y extenderlo sobre el escritorio. Había una foto de Lyle en la parte baja de la primera plana. Era una figura tumbada, con ropa de presidiario, sobre un camastro de metal pegado a una pared de hormigón. Su cabello se había oscurecido y unas profundas arrugas partían de sus ojos; lo que más me impresionó, sin embargo, fue su expresión perpleja. Parecía un niño pidiéndole al maestro que le explique un punto confuso de matemáticas o de ciencias, incapaz de seguir adelante sin una respuesta.
El artículo debajo de la foto contenía pocos párrafos y relataba exactamente lo que le había sucedido.
Ocurrió a mediados de la tarde anterior. Lyle trabajaba con una cuadrilla enviada por la cárcel a cortar la hierba alta que flanqueaba la carretera estatal en dirección al norte. Cavando con una piqueta, se esforzaba por arrancar un terco arbusto de kudzu; de pronto, se detuvo y se puso a dar vueltas a la herramienta por encima de la cabeza. Los guardias lo rodearon rápidamente, pero no sólo se negó a soltar la piqueta, sino que la hizo girar con mayor violencia, haciendo que trozos de hierba y de barro saltaran en todas direcciones, segados por los cortantes filos de la piocha, tras lo cual se abalanzó sobre los vigilantes, tan súbitamente, que «actuaron en defensa propia», según el periódico, y le dispararon.
Al leerlo, lo visualicé todo como si fuese una película: Lyle arrancando la gruesa y resistente enredadera, el sudor que le corría a mugrientos chorros por los brazos y la espalda, oscureciendo lo que quedaba de su cabello rubio. De pronto, achica los ojos, frunce los labios, aprieta los dedos en torno al mango de la piqueta, y sé que lo ha recordado todo de golpe, terriblemente: las duras palabras que pronunció tan impulsivamente en Cuffy's, el camión de Luke pasándolo a toda pastilla mientras subía a pie por la carretera de la montaña, el dedo acusador de Edith Sparks, el veredicto del jurado y, luego, el largo camino, escalinata del juzgado abajo, y la lluvia azotándolo como diminutas piedras grises.
Y supe que sin duda decidió poner fin a todo el asunto mientras se dejaba llevar, impotente, por las vueltas de su memoria, mareado por un caleidoscopio de imágenes.
Escucho el zumbido de la hoja que empieza a girar en el asfixiante aire, luego los disparos de pistola que lo hacen trastabillar. Pequeños geiseres surgen de su pecho. Las piernas se le doblan. El lado izquierdo de su rostro se estampa en el barro a un lado de la carretera y un ojo verde se clava, sin vida, en el bosque estival.
Lo veo todo y pienso: «¿Es que nunca acabará todo esto?»
A Lyle lo enterraron tres días más tarde, en el cementerio del pueblo. Unos cuantos familiares se reunieron en torno a su tumba, todos con aire ligeramente avergonzado, y quizá hasta resentidos por el estigma que recaía en el apellido. Una anciana se hallaba sentada en una silla de metal y, por mucho que el tiempo y una larga enfermedad la hubiesen cambiado, la reconocí como la madre de Lyle.
No la abordé, pero, una vez terminada la ceremonia, la vi agitar el brazo, indicándome que fuera hacia ella.
Me acerqué donde se refugiaba bajo la sombra de un enorme roble, con una de sus hijas al lado.
—Usted es el doctor Wade, ¿verdad?
—Sí, señora.
—Quiero que sepa que no le guardo rencor por lo que dijo de Lyle en el juzgado.
—Se lo agradezco, señora Gates.
—Sólo dijo la verdad, nada más. — Esbozó una suave sonrisa—. Todos dicen que es usted un hombre muy bueno.
Asentí.
—Gracias, señora —contesté con calma, aunque al decirlo sentí que me encogía y me quedaba seco, una sensación que ya antes había experimentado. La primera vez fue cuando descubrí las magulladuras en las piernitas y los bracitos de Raymond Jeffries, y luego, cuando levanté a Rosie Cameron de la acera, un ingrávido saco de huesos fracturados, y me di cuenta de que estaba muerta. La sentí de nuevo, unos años después, al mirar por encima del hombro y ver a Mary Diehl desaparecer en la habitación blanca donde sigue sentada todavía, con expresión vacía. Y aún más tarde, volví a sentirla cuando Luke y yo nos topamos con Todd Jeffries, espatarrado en el campo de golf de Turtle Grove. Era una sensación de estar completamente marchito, con huesos como ramitas bajo una piel seca y agrietada. Y estaba destinado a sentirla otra vez.
La señora Gates sonrió suavemente, aunque percibí que algo se alzaba en su mente.
—Me figuro que tengo que aceptar que Lyle hizo lo que todo el mundo dice que hizo —dijo en voz muy baja—. Pero es duro, eso, para una madre.
—Sí, señora.
Meneó lentamente la cabeza.
—Creí conocer a mi hijo, pero todavía ahora no entiendo por qué le hizo daño a esa chica.
Hizo una pausa relativamente larga; acaso meditaba al respecto, trataba de imaginar al chiquillo que había criado echándose violentamente sobre una jovencita en la espesura del bosque.
—No logro entender por qué haría una cosa así —repitió.
Con esas palabras recordé a Lyle bajar por los escalones del juzgado aquel último día del juicio; una de las enormes manos del sheriff Stone lo asía casi tiernamente del brazo; la lluvia caía, implacable, golpeándolo, de modo que no pudo oír las palabras de mi padre: «Algo le falta a ese chico». Y recordé que salí disparado, me mezclé con la multitud, desaparecí de Choctaw, desaparecí durante horas, hasta que cayó la noche y mi padre fue a buscarme, fue a Cuffy's y fue a casa de Luke y finalmente, montaña arriba, donde me encontró sentado en la cima de Breakheart Hill, empapado y sollozando; bajo la feroz lluvia me envolvió en sus brazos y me consoló, me apremió para que me levantara y regresara a la carretera y me ofreció las únicas palabras que podía ofrecerme: «Sé cuánto la querías, hijo», creyendo que era el pesar, únicamente el pesar, lo que me había impulsado a huir del juzgado, sin imaginarse siquiera que podía ser algo más.
Sin embargo, no fueron las palabras de mi padre las que oía en aquel momento, sino las de la señora Gates, quebradas por la edad, pero apasionadas.
—Lyle no era un chico malvado —meneó la cabeza lentamente—, así que no entiendo qué pudo ponerlo tan en contra de esa chica.
Oí mi propia mente pronunciar las palabras que aún no era capaz de expresar en voz alta: «Yo sí».
21
Pero no podía, y ahora sé que ni siquiera yo habría conocido toda la verdad, si la señorita Troy no hubiera pasado por mi consulta una mañana. Fue varios años después de la muerte de Lyle, y para entonces otros yacían ya en la tumba: Todd, por ejemplo, y el señor Bailey, la señorita Carver, mi padre y el sheriff Stone.
Fue una mañana de otoño, temprano. Llegué a la clínica antes que nadie, y me encontraba solo cuando oí la puerta abrirse y luego el suave y apagado golpeteo de un bastón.
Salí de la sala de reconocimiento, eché un vistazo al pasillo que llevaba a la reducida sala de espera y vi a la señorita Troy, de pie, con la espalda tan recta como siempre, observando atentamente la estancia. Era ya muy anciana, con el cabello de un blanco níveo; pero a pesar de la edad y la distancia que nos separaba, advertí que su mirada resultaba aún clara y penetrante.
—Buenos días, señorita Troy.
Se volvió hacia mí y una expresión de alivio se asomó a su rostro.
—Ah, Ben, qué alegría verte.
Asentí y me acerqué a ella.
Me abrazó. Su cuerpo, bajo el abrigo de otoño, se me antojó diminuto.
—¿Se siente bien? — inquirí al apartarme de sus brazos.
—Oh, sí. Estoy muy bien.
Había tantas cosas que deseaba decirle..., pero me sentía incapaz de expresarlas, de modo que me limité a preguntar:
—¿Puedo hacer algo por usted?
Pareció vacilar un momento.
—Cualquier cosa —insistí.
Titubeó un momento más y luego dijo:
—Bueno... ¿Te acuerdas que hace unos meses, en el entierro de tu padre, te dije que quizá te pediría un favor?
—Sí, señora.
—Pues esta mañana he tenido que venir al juzgado para poner algunas cosas en orden y decidí pasarme por aquí y... y...
—¿Y qué, señorita Troy?
—Y pedirte... ¿Puedes venir a mi casa esta noche?
No supe qué contestar, y en ese breve intervalo debió de ver alguna expresión de inquietud cruzar mi semblante, porque se apresuró a retirar la solicitud.
—No puedo... —expliqué—. Aunque... no... no puedo.
—Lo siento, Ben. No debí pedírtelo. Sé lo que sentías por Kelli. Sé que por eso nunca volviste a mi casa después de lo que le ocurrió.
Me esforcé por recuperar la compostura, por eludir la asfixiante oscuridad que se me echaba encima y me envolvía, por hacer lo correcto.
—No, no. Iré. — Hice una honda y resuelta inspiración—. ¿Necesita ayuda para algo?
Asintió.
—Soy demasiado vieja para valerme sola a veces. Dejo de hacer cosas. — Me miró tímidamente, avergonzada—. Soy tan vieja ya que dejo las cosas para después.
Le sonreí serenamente.
—Claro que sí, señorita Troy.
—Pero no está bien eso de dejar pasar las cosas.
—Lo entiendo.
—Sé que no te corresponde ayudarme, Ben, pero pensé en la relación que teníais tú y Kelli, y pensé que serías la persona que...
—Iré esta tarde —le aseguré—. Dígame a qué hora quiere que vaya.
Asintió despacio y me asió del brazo.
—Cuando acabes aquí. Y, Ben..., ¡muchas gracias! — Luego se dio la vuelta, y salió de la consulta con paso inseguro, aferrada al bastón. Sus hombros, antaño tan orgullosos, ahora se hundían bajo el peso de una carga cuya intrincada y densa masa aún no había logrado descifrar.
Trabajé el resto de aquel largo día: traté a mis pacientes en la consulta, luego hice mis rondas en el hospital. Los rostros iban y venían, rostros jóvenes y viejos, blancos y negros, de hombre y de mujer, personas que padecían distintas enfermedades, sufrían diferentes grados de dolor, miedo, impotencia. Y, no obstante, aquel día todos se me antojaron igual de espantados y confundidos, perdidos en nubes de ignorancia, preguntándome lo mismo con el mismo tono desconcertado e implorante: «¿En qué momento se estropeó mi vida? ¿Por qué me ha pasado esto a mí? ¿Cuándo acabará?»
—No lo sé —dije por teléfono al final de la jornada de trabajo— no sé cuando llegaré a casa.
Percibí la tensión de Noreen al otro lado de la línea.
—No creo que debas ir, Ben —dijo, preocupada—. Hace tanto tiempo..., hace...
—Más de treinta años.
—... desde que fuiste allí —continuó Noreen, cada vez más agitada—. No sabes lo que...
—No, es cierto, pero la señorita Troy es demasiado vieja para hacer las cosas sola, Noreen. No puede valerse por sí misma. Ya no le queda familia. Es frágil. Apenas si puede andar, incluso con el bastón. Necesita ayuda y soy el único...
—Pero puede que tengas que ir más de una vez, puede que tengas que...
—No lo creo —interrumpí con contundencia y, aunque era consciente que ella sabía lo que quería decir con ello, lo expresé en voz alta—. La señorita Troy sabe que le está llegando el fin, Noreen. Por eso me ha pedido que la ayude, porque sabe que será una única vez.
La oí soltar un suspiro resignado.
—Bueno, supongo que conoces lo que tienes que hacer —contestó con voz apagada.
Colgué el auricular y me dejé caer pesadamente en el sillón detrás del escritorio. El despacho estaba vacío, sumido en un silencio roto tan sólo por el viento otoñal que se estampaba suavemente contra el cristal de la ventana. Era un día gris, y del norte nos llegaban espesas nubes; llevaban todo el día juntándose, y con el ocaso descendieron sobre el cuarto superior de la montaña, cubriéndola de neblina; mientras me encaminaba hacia el coche, las laderas inferiores, desde la pista minera hasta la cresta de Breakheart Hill, parecían peladas, desnudas, quemadas, desprotegidas.
A medio camino de la casa de la señorita Troy, empezó a llover; comenzó con un chispeo de finas gotas, para convertirse, casi de inmediato, en un aguacero en toda regla con espesas cortinas de agua que el viento lanzaba sobre el techo del coche, o empujaba directamente sobre el parabrisas, en repentinas y furiosas ráfagas.
Cuando enfilé el camino de entrada de la casa de la señorita Troy, pequeños riachuelos formaban diminutos torrentes fangosos que descendían serpenteando por las hondonadas que lo flanqueaban, y enormes charcos marrones moteaban los campos colindantes.
La espesa cubierta de nubes había traído una oscuridad prematura al valle y tuve que encender los faros, cuya luz se posó por fin en la casa y reveló el deterioro en que había caído: las láminas de madera sin pintar; los postes que sostenían el porche, ladeados; los escalones pandeados y las vigas transversales astilladas y melladas; el césped, rasgado por profundos surcos y repleto de escombros, a pesar de la desnudez vegetal de finales de otoño, daba la impresión de una jungla espesa, cubierta de malas yerbas, demasiado frondosas.
Apagué las luces y el motor, y me quedé sentado en el coche mientras la lluvia caía por todos lados en un tenaz e inquietante asalto. Iba a salir cuando oí la voz de Kelli: «¿Estás enojado conmigo?», y sentí que me sumergía en un torbellino, como debió de hacerlo Lyle el día que murió, que todo giraba a mi alrededor en una espumosa, única y asfixiante ola de recuerdos, tan intensos y abrasadores, que me dieron la impresión de dejar rojos verdugones en mi alma.
Aunque el interior del auto estaba a oscuras y el aire mantenía su frialdad otoñal, tuve la sensación de que poco a poco todo empezaba a brillar en torno, que el aire alcanzaba la temperatura que tuvo las primeras semanas de aquel lejano verano; supe que regresaba a un tiempo remoto, sin poder evitar ser zarandeado como un objeto pequeño, arrastrado por la fuerza del agua, sumidero abajo. Miré por el parabrisas y el invierno se esfumó; el verano floreció como un capullo, la hierba marrón creció, verde y tupida, y el aire se impregnó con el aroma que desprendían las violetas.
De repente, como si lo mirase desde muy arriba, vi el viejo camión de Luke subir con dificultad por la carretera de la montaña y detenerse con un chirrido. Entonces, una chica vestida de blanco se apeó, se volvió y agitó un largo brazo moreno, lo levantó, recortado contra el ondulante muro de verdor estival que se alzaba a sus espaldas. Sentí como yo descendía hacia ella con dedos que semejaban espolones, como un águila que emerge del límpido cielo azul. De súbito, la chica desapareció; era de noche otra vez, una noche cálida y clara, y en la lejanía, un tenebroso e inmóvil cuadro compuesto por tres personas petrificadas bajo una luz gris, una de ellas con los brazos cruzados sobre el pecho, y las otras dos, mirándola, aguardando, como si esperaran que un gato saltara de los matorrales.
Sin embargo, Mary Diehl no saltó sobre nadie aquella noche en el aparcamiento. Se limitó a girar sobre los talones y alejarse con grandes zancadas, dejando a Kelli y a la señorita Carver sin habla.
Desde mi escondite junto a la pared de ladrillo del auditorio, con la palabra «amor» resonando dolorosamente en mis oídos, vi a Mary marcharse disparada, con la cabeza en alto y los brazos tensos a los lados. Andaba a buen paso, como si de un momento a otro fuese a echarse a trotar, por lo que, cuando pasó bajo la farola, la vislumbré como un borrón fantasmagórico; su tez pálida adquirió una extraña luminosidad durante un instante, justo antes de desvanecerse en la oscuridad.
Cuando volví la vista hacia el aparcamiento, vi encenderse las luces delanteras del coche de la señorita Carver, brillantes y cegadoras, y venir hacia mí.
Recuerdo que me encogí, como temeroso de que me descubrieran, y huí a la otra esquina del auditorio. Allí, cubierto por la oscuridad y con la espalda fuertemente pegada a la pared de ladrillo, oí el carraspeo del auto al salir del aparcamiento y enfilar la carretera principal, doblar a la izquierda y encaminarse hacia el pueblo.
Después de esto, sólo me quedaron el silencio y el eco de la palabra pronunciada tan francamente por Kelli unos minutos antes: amor.
Así pues, afronté exactamente lo mismo que había afrontado Mary, aunque no de forma tan abierta como ella, que lo hizo mirándola directamente a los ojos y disparándole la pregunta como si fuera una bala apuntada directamente entre los ojos; lo hice desde lejos, oculto por la noche, cobarde, hosco, y más desolado que nunca. Porque al oírlo en boca de la propia Kelli, cualquiera de las dudas que me había permitido como coartada hasta entonces voló instantáneamente. No sólo Kelli no era mía, sino que era clara e irrecuperablemente de él.
Corrí hacia mi coche, enfilé la carretera principal, con la intención de ir a casa. Pero al detenerme al borde de la carretera de la montaña me di cuenta de que no podía ir a casa: me superaba la perspectiva de acostarme en mi cama mientras me embargaba una oleada tras otra de desesperación. De modo que doblé a la derecha y ascendí montaña arriba, a toda velocidad, llegué a la cumbre y luego descendí y volví a subir, y, finalmente, aparqué en un mirador y contemplé las luces desperdigadas por Choctaw, hasta que, con el transcurso de las horas, empezaron a atenuarse bajo la neblina del amanecer, y, finalmente, como estrellas, se apagaron una a una, por separado.
En aquel momento, sentado en el camino de entrada de la ruinosa casa de la señorita Troy, con la mirada fija en sus pequeñas ventanas iluminadas, con la lluvia azotando el oxidado tejado de hojalata, recordé con absoluta claridad esa desdichada y dolorosa noche. Pero recordé también la mañana siguiente, y todos los días que la siguieron, avanzando de hora en hora hacia el momento en que Kelli se apeó del viejo camión azul de Luke y se encaminó pendiente abajo «a encontrarse con alguien», según siempre ha creído Luke, si bien siempre ha dado por sentado que la persona con quien pretendía encontrarse nunca se presentó.
Cuesta imaginar lo rápido que transcurrieron aquellos días, aunque a mí se me antojan atrozmente lentos. El instituto parecía avanzar con dificultad, y los maestros estaban cansados del largo año escolar y del calor prematuro. Ya no ponían deberes, y lo único en que podíamos centrarnos era en la obra de teatro y, con ella, en Kelli y Todd y, tal vez, en Mary Diehl, que para entonces la había abandonado, incapaz de soportar lo que yo tenía que aguantar cada tarde; o sea, el terrible espectáculo de Kelli y Todd juntos en el escenario. Kelli montada en un balcón de madera contrachapada y Todd debajo de ella, con los brazos alzados, suplicantes, bajo una ráfaga de hojas de cartón piedra; sus miradas siempre intensamente concentradas la una en la otra.
Todo el mundo sabía que estaban perdidos en las estrellas, dando tumbos por el espacio. Desprendían chispas cuando andaban juntos, y noche tras noche, después del ensayo, el resto de nosotros nos juntábamos alrededor de ellos en la escalinata del auditorio, como si la fuerza primordial que sentíamos en su presencia nos atrajera hacia ellos. Recuerdo cómo los miraban los demás: Noreen, Sheila, Luke, Betty Ann, hasta Eddie Smathers; sé que ninguno de ellos había visto semejante clase de amor, salvo en el cine, o, en todo caso, en las canciones románticas. Y sé que les parecía absolutamente perfecto, aunque a mí me pareciera absolutamente horroroso. Una y otra vez revisé el arduo proceso de tratar de superar a Todd, de reducirlo en algo, de exponerlo a las humillantes llamas de la desilusión de Kelli. No dejaba de toparme, sin embargo, con el inefable misterio de lo que él significaba para ella, con el indescifrable enigma del amor que tan evidentemente sentía por él.
Sólo una cosa resultaba clara, y Luke la expresó a la perfección:
—Pues la has perdido, Ben —me dijo una tarde cuando nos dirigíamos al aparcamiento.
Por encima de su hombro vi a Todd y Kelli bajar juntos por los escalones del auditorio. Iban cogidos de la mano, y vi a Kelli detenerse al pie de la escalinata, volverse hacia él y apretar la cara contra su pecho. Todd la envolvió con los brazos y vi sus dedos juguetear con el fino cinturón de piel que le rodeaba la cintura.
—Una chica como Kelli... hay que atraparla rápido.
Me encogí de hombros.
—Hay un montón de chicas.
Luke meneó la cabeza.
—No como ella.
Tenía razón, y yo lo sabía. La había perdido y, para colmo, era una rara gema, preciosa e irreemplazable.
Esa sensación sobre el valor de Kelli, tanto para mí como para otros, no la he perdido, y volví a sentirla sentado en mi coche frente a la casa de la señorita Troy, escuchando caer la lluvia, con la vista enfocada en el cuadrado de luz amarillenta que se me acercaba desde la misma ventana frontal que Kelli usaba para despedirse de Todd Jef—fries.
Hice ademán de abrir la portezuela, pero me amilané y me puse la mano sobre el regazo. Sabía que la señorita Troy me esperaba, me esperaba con paciencia, como había hecho tan a menudo con Kelli, sentada en la vieja mecedora de madera que heredó de su madre.
Aparté los ojos de la casa y los dejé saltar por el interior oscuro del coche; con el oído escuchaba atentamente el fuerte tamborileo de la lluvia, como si con ello pudiera ahogar los demás ruidos, el ruido de una bofetada a un niñito, el ruido sordo de un coche al saltar sobre la acera, el zumbido de una piqueta en el aire veraniego y, finalmente, el ruido de pies corriendo por el bosque, un cuerpo que huye entre los matorrales, mi propia voz que susurra débilmente el espantoso tema secreto del que surgían todos los demás ruidos. «No lo estaría, si lo supiera.»
De repente me encontré allí, sí, allí. No ya en mi auto, frente a la casa de la señorita Troy; no ya un hombre de mediana edad, el venerado médico del pueblo, sino un desolado adolescente tras las bambalinas del escenario de un auditorio de instituto en la última noche de ensayos, un sábado increíblemente caliente y húmedo, con Kelli a unos palmos de distancia, dándome la espalda y observando a Todd ensayar la escena de su propia muerte.
Me acerco lentamente a ella, por detrás, poco a poco, palmo a palmo, hasta que casi percibo el calor de su cuerpo, el olor de los largos rizos negros que le caen sobre los hombros. Lleva un vestido sin mangas, muy escotado en la espalda, y vislumbro una fina línea de sudor que desciende por el largo y moreno plano de su espalda. No me oye. Está concentrada en Todd y este está tumbado junto a París, también en el suelo, y el veneno va subiendo hacia sus labios. Me detengo justo detrás de ella, levanto un dedo y lo voy aproximando a su piel, llego tan cerca que siento el calor de su piel, la humedad de su sudor.
A lo lejos, oigo el último parlamento de Todd:
Así muero... ¡con un beso!
Oigo a Kelli suspirar y al resto del reparto aplaudir, aparto rápidamente la mano y me la meto en el bolsillo, hasta el fondo.
Todd deja escapar un suspiro de muerte, permanece inmóvil un momento y se levanta de un salto. Los demás siguen aplaudiendo y él lo agradece con un tímido gesto de la cabeza, antes de salir del escenario, rumbo a Kelli, con los pies enfundados en las zapatillas marrón oscuro que forman parte del vestuario.
Se acerca a toda prisa, abraza a Kelli y la levanta. Les doy la espalda, fingiendo afanarme con las copas de vino que se encuentran sobre la mesa del decorado. Cuando vuelvo a mirar el escenario, Todd ha desaparecido y Kelli se halla sola de nuevo, de cara al escenario, dándome la espalda y la mano aferrada al grueso cordón gris que sube y baja el telón.
Inspiro hondo.
—Todd es bueno —digo en voz queda; son las primeras palabras que le he dirigido en varios días.
Kelli se vuelve hacia mí y sus ojos centellean bajo las luces del escenario.
—Sí, lo es.
Estoy a punto de decir algo más, pero sus ojos se apartan de mí, se fijan en algo por encima de mi hombro, a lo lejos. Su semblante posee una extraña concentración, una pasión que parece casi incapaz de controlar.
—Tengo que ver a Todd un segundo —dice—. ¿Puedes tomar mi lugar?
No me da tiempo a contestar, echa a correr, se da cuenta de que todavía tiene el cordón en la mano y me lo arroja.
—Ten, coge esto.
Lo dice como si nada, con descuido, sin pensar, sin darse cuenta de que con ese gesto y esas palabras atropelladas me ha reducido al papel de actor de poca monta, absolutamente insignificante, más diminuto de lo que nunca se me habría ocurrido que pudiera llegar a ser.
Siento mis dedos cerrarse en torno al cordón mientras mis ojos la siguen. Echa a correr y sale por la puerta abierta. Un poco más allá, Todd se encuentra solo y ella aminora el paso al aproximársele.
Les doy la espalda y me centro en el escenario, en los pocos actores desperdigados en él, y escucho el último parlamento de Capuleto:
Tan rica como la suya tendrá otra Romeo, junto a su esposa. ¡Pobre víctima de nuestra enemistad!
Echo otra ojeada a la puerta. Kelli y Todd se encuentran frente a frente, silenciosos. Durante un momento se me antojan tan inmortales como los personajes que interpretan. Entonces Kelli junta las manos y la veo quitarse lentamente el anillo de su abuela, coger la mano de Todd y ponerle la joya en el dedo.
Cierro los ojos. Mis propios dedos siguen aferrados al cordón. Cuando los abro otra vez, la veo abrazar a Todd, besarlo profundamente, largamente, y dar un paso atrás. Les doy la espalda de nuevo y miro al escenario. El príncipe habla:
Unos obtendrán perdón y otros castigo.
Oigo a Kelli caminar hacia mí, pero ya no pienso en ella, sino en ella y Todd juntos, fuertemente abrazados; pienso en la electrizante intimidad que sé que ya han compartido y con la cual he soñado miles de veces, sin conocerla, sin llegar a conocerla nunca; pienso en el esplendor del momento en que el amor se funde absolutamente con el deseo, y en que por un único y resplandeciente instante nuestro anhelo más profundo se convierte en pasado.
Kelli coge el cordón y lo suelto.
—Ya me encargo yo ahora. Gracias, Ben.
Asiento, me doy la vuelta y salgo por la puerta lateral justo en el momento en que Todd entra, casi rozándome, tan cerca que distingo el destello del anillo en su dedo.
Me quedo en la oscuridad un buen rato. Oigo a la señorita Carver juntar a varios miembros del reparto y despedir a otros, pero todo me suena hueco y remoto, y así me suena durante bastante tiempo.
De súbito me doy cuenta de que no estoy solo: Eddie Smathers está repantigado contra la pared de ladrillo, con la camisa de manga corta desabrochada hasta la cintura. Saca un cigarrillo del bolsillo de la camisa y lo enciende. En la oscuridad, la pequeña llama roja semeja un ojo enloquecido.
—Hola, Ben.
Meneo la cabeza con desgana, incapaz de hablar.
Se separa de la pared y viene hacia mí.
—¿Qué haces aquí?
—Nada.
—La señorita Carver ha dicho que todos, menos Todd y Kelli, pueden marcharse. — Sonríe—. Pero yo quería echarme una fumadita primero. — Se saca la cajetilla del bolsillo y me la ofrece—. ¿Quieres uno?
Hago un gesto negativo con la cabeza.
Se guarda la cajetilla y echa un vistazo al auditorio.
—Hay que reconocerlo: Todd y Kelli de veras se están esforzando para que esto salga bien.
Yo también echo una ojeada a la puerta. Distingo a Todd y Kelli, juntos, y a la señorita Carver, frente a ellos.
—Probablemente quiera darles instrucciones de última hora —sugiere Eddie. Da una profunda calada al pitillo, con un dedazo arroja un poco de ceniza y sonríe—. Romeo, Romeo —añade, socarrón—. ¡Qué mierda! — Se echa a reír y vuelve a mirar por la puerta hacia el escenario, donde se encuentran todavía Todd y Kelli. Menea la cabeza—.Todas las chicas se quedan colgadas con Todd —exclama, admirado—, pero esta es la primera vez que él se ha colado por alguien. — Entre risitas añade—: Hombre, de verdad que está colado por Kelli.
Mi respuesta me llega con una repentina y malévola percepción, surge de mí instantáneamente, como si fuese una serpiente que lleva mucho tiempo enroscada en mi interior, babosa, vil, una criatura de mis entrañas. En un breve y cegador instante de iluminación, veo todo converger, como la cruceta de la mira del rifle de un asesino: el pasado misterioso de Kelli, el padre ausente cuya mismísima existencia niega tan enfáticamente, la tez morena y el cabello negro y rizado, el artículo sobre Gadsden, la obsesión que siente por Breakheart Hill, y hasta las palabras que Lyle Gates le gritó desde el fondo de Cuffy's: «Zorra amante de los negratas»; todo se endurece y se convierte en una siniestra posibilidad. Y sé que no hace falta que sea verdad, que nadie pedirá ninguna prueba, que en el ambiente cargado y lleno de odio que la rodea, sólo tengo que plantar la semilla fatal. En un instante, veo que se diluyen todas mis convicciones, el superficial barniz de mi solidaridad con ella, el sentido de justicia que proclamé tan temerariamente, todo lo que sentí de forma tan profunda mientras estuve en el límite del cementerio de los negros, luego esa helada noche en Gadsden, y, finalmente, con Kelli en Breakheart Hill, todo ello queda hecho polvo bajo la apisonadora de mi resentimiento.
Mi mirada salta hacia Eddie y siento que las palabras se deslizan de mi boca, como trocitos de carne apestosa. «No lo estaría, si lo supiera.»
La mirada de Eddie se desplaza hacia la mía.
—¿El qué?
—Nada —contesto con un rápido encogimiento de hombros.
Eddie me presiona, como había previsto.
—¿Si quién supiera qué?
Durante un brevísimo instante me aferró al borde del Cielo, pero lo suelto y caigo fuera del Paraíso.
—Si Todd supiera lo del padre de Kelli.
—¿El padre de Kelli? ¿Qué hay con el padre de Kelli?
Agitó una mano, como restando importancia al hecho.
—A lo mejor no es cierto.
Eddie me escudriña.
—¿Qué es lo que puede que no sea cierto?
—Ya sabes, lo que se rumorea.
—¿De qué me estás hablando, Ben?
—Ya sabes..., que el padre de Kelli es un... —me interrumpo y un último hilo de fuerza de carácter se mantiene, antes de romperse, tras lo cual las palabras caen como un cuerpo por la soga de la horca—: que su padre es un... negrata.
La incredulidad casi infantil hace que Eddie abra los ojos como platos.
—Y una mierda —espeta—. Me estás tomando el pelo.
No digo nada, sino que lo miro con tranquilidad, retándolo a no creerme.
Se inclina hacia mí y su susurro contiene un deje nervioso, conspirador.
—¿Qué me estás diciendo, Ben? ¿Te lo ha dicho Kelli?
Sigo sin decir nada; dejo que la idea penetre cada vez más, como una mancha, en la cabeza de Eddie. Sé que recuerda todas las veces que nos ha visto a Kelli y a mí juntos, solos, los largos viajes en coche hasta su casa por la tarde, la intimidad que se imagina debió crecer entre nosotros, la clase de amistad que no da cabida a los secretos, y, por fin, el momento del clímax, cuando me revela el único y más indecible secreto de su vida.
Sus ojos se abren de par en par, asombrados, pero ya no incrédulos.
—¿Te lo ha dicho ella, Ben? ¿Kelli te dijo que su padre era un negrata?
Aún no contesto.
Lo veo todo juntarse en su mente, todas las dudas disolverse en una neblina y convertirse en hecho.
—Pero no se lo digas a Todd —le advierto, sabiendo perfectamente que lo hará, y que no pasará de allí, que Todd no mencionará lo que le han dicho, nunca la enfrentará con el asunto, sino que se limitará a alejarse de un amor que se ha vuelto imposible—. Lo digo en serio, Eddie. No se lo digas a Todd.
Se lo pido en tono grave, sincero, aunque ya me imagino el momento en que Eddie apartará a Todd y le susurrará las fatales palabras al oído. Me imagino lo que sucederá inevitablemente: la actitud de súbito remota de Todd, el desconcierto de Kelli, el momento angustioso en que la abandonará y en que regresará, como ha hecho tantas veces, con Mary Diehl. Me lo imagino todo, menos la posibilidad de que Eddie haga caso de mi advertencia, que no le cuente lo que acabo de revelarle a Todd... sino a Lyle Gates.
Oigo el fragor de un trueno, y de golpe me encuentro de nuevo en mi coche, con los ojos vacíos, mirando fijamente a través de la lluvia, los escalones pandeados que llevan a la puerta de la casa de la señorita Troy.
Y permanezco mucho tiempo en el coche, clavada la vista en la oscura fachada de la casa. Poco a poco voy recuperando las fuerzas. Oigo la voz de mi padre: «Anda, baja». Y me apeo.
La señorita Troy me dirigió una sonrisa de agradecimento al abrir la puerta.
—Ah, Ben, que amable eres al venir. — Dio un paso atrás y me franqueó la entrada—. Es una noche horrible —añadió, mientras yo pasaba a su lado.
Durante un momento pareció avergonzarse por el estado del interior, el polvo y el desorden.
—Este lugar está... pues... —Se interrumpió, y agregó—: Bueno, ya lo ves.
Fui al centro de la sala, sorprendido por la escasez de mobiliario: las paredes desnudas, el suelo de madera sin alfombra; sólo un par de sillas de madera y la vieja mecedora sugerían que alguien seguía viviendo allí.
—Siéntate, Ben. ¿Te traigo algo? Es un día horrible. ¿Y si te caliento una taza de café?
—No, gracias.
Asintió y se acomodó cuidadosamente en la mecedora.
—Por favor, Ben, siéntate —pidió, removiéndose ligeramente, tratando de buscar una posición más cómoda—. Dios sabe que has trabajado duro todo el día.
Me senté en una silla, me puse las manos en el regazo y miré por la ventana salpicada de lluvia.
—De verdad te agradezco que vinieras —esbozó una sonrisa delicada—. Sé que he hecho que tu jornada sea aún más larga.
La miré directamente a los ojos.
—No se preocupe por eso, señorita Troy.
Sus ancianos ojos se achicaron.
—Lamento que no hayas venido a verme nunca, pero entiendo lo que sentías.
Guardé silencio.
—La relación que tenías con Kelli. Sé que te habría resultado demasiado duro venir.
—Sí, señora.
—Por eso te agradezco tanto que vengas hoy. Porque sé que no es fácil para ti. — Se miró el regazo y luego volvió a mirarme—. Me figuro que te enteraste de lo de Lyle Gates, de que lo mataron a disparos hace unos meses.
—Sí, me enteré.
—Supongo que debería ser capaz de perdonarlo, pero no puedo. No, después de lo que le hizo a Kelli. No dejo de ver lo que vio la otra chica. ¿Cómo se llamaba?
—Edith Sparks.
—La sangre de Kelli en sus manos. Y ni siquiera cuando supe que había muerto, ni siquiera entonces pude perdonarlo. ¿Y tú, Ben, podrías perdonarlo?
Le ofrecía la única respuesta que se me antojaba posible.
—Me imagino que no, señorita Troy.
Meneó la cabeza.
—Ese odio está en mí. Podría decirse que soy dura de corazón.
Mis ojos huyeron de nuevo hacia la ventana, hacia el consuelo de su oscuridad enmascaradora.
La señorita Troy inspiró hondo, soltó el aliento lentamente y dijo:
—Te aseguro que Kelli estaría muy orgullosa de ti. Te hiciste médico, como siempre dijiste que harías.
Seguí observando la noche.
—Le habría sorprendido que regresaras a Choctaw, eso sí. No lo esperaba. Siempre creyó que acabarías en una gran ciudad. Atlanta, tal vez, o una ciudad del norte. ¿Por qué regresaste a Choctaw, Ben?
Por mi mente pasó todo lo que había acarreado un único acto despiadado, todo lo que llevaba treinta años tratando de rectificar.
—Me pareció que se lo debía al pueblo.
La señorita Troy me dirigió una gentil sonrisa.
—Que manera tan bonita de expresarlo.
—Es el único modo que se me ocurre.
Ahora fue ella la que miró por la ventana.
—Vaya, de verdad que escogí una mala noche para pedirte que vinieras. Pero no podría habérselo pedido a nadie más.
—Lo entiendo.
—Con eso de que no tengo familia, ni marido... —Su mirada se paseó por la estancia y volvió a posarse en mí—. ¿Alguna vez te habló Kelli de él? ¿De su padre?
—No, señora.
—No era un hombre malo, ¿sabes? Y quería mucho a Kelli, al menos mientras ella se lo permitió.
Asentí, mas no dije nada.
—Pero se lió con otra mujer. Son cosas que pasan.
—Sí, señora.
—Kelli no quiso tener nada que ver con él después de eso. Él trató de venir a verla, pero ella no quería tener nada que ver con él. Cinco añitos, y ya sabía lo que quería. — Agitó la cabeza—. La había decepcionado tanto. Ese era uno de los problemas de Kelli, que si la gente la desilusionaba, la sacaba de su vida. Es lo que hizo con su padre. — Sus ojos se desplazaron hacia la única foto de Kelli que había en la estancia, tomada cuando era una chiquilla—. Pero ¿sabes, Ben?, hay una cosa que me alegra.
—¿Qué?
—Que antes de que Lyle Gates le pusiera las manos encima, Kelli pudo probar lo que era el amor.
Vi a Kelli aquella última noche con Todd, tan apasionada, tan dispuesta a entregarse, quitándose el anillo que su abuela le había dado y poniéndoselo en el dedo, con el rostro delicadamente alzado hacia él.
—Porque sé que te quería, Ben —añadió la señorita Troy—. Me lo dijo.
—Éramos amigos —dije en voz baja, y por primera vez se me ocurrió que bastaba, que era un estado de cariño desprendido y duradero que, cuando el misterio del amor ya no ofrece nada, debería bastar para sostenernos y satisfacernos.
La señorita Troy tomó aliento, un aliento largo y suave.
—Hay algo que quiero darte, Ben. — Se puso en pie, caminó lentamente hacia la repisa de la chimenea y abrió una cajita de madera—. Algo que te la recuerde. El anillo de su abuela.
Clavé la vista en el anillo y mi cabeza regresó volando a aquella noche remota, a la imagen de Kelli poniéndoselo a Todd Jeffries.
—El sheriff Stone lo encontró en Breakheart Hill —explicó al volver a sentarse—. Y estoy segura de que Kelli querría que lo tuvieras tú.
La contemplé, atónito.
—¿Dónde lo encontró? —
—En Breakheart Hill —repitió—. Al pie de la montaña, cerca de la vieja pista minera. Supongo que algo o alguien se lo arrancó del dedo.
En un atormentador momento vi todo el oscuro tejido cambiar de forma. Todo lo que creía desde hacía treinta años se quebró de repente y adquirió una faz aún más tenebrosa, más irónica e injusta. Vi todo lo que tenía que haber ocurrido para que el sheriff Stone encontrara el anillo de Kelli al pie de Breakheart Hill. Vi a Eddie susurrar, apremiante, al oído de Todd, decirle lo que había averiguado acerca de Kelli Troy. Vi el rostro de Todd, herido y asombrado, insistiendo en que se encontraran en un lugar aislado, vi a Kelli sugerir Breakheart Hill. Y, tras eso, los arreglos tortuosos: Todd negándose a recogerla, presa ya de una angustiosa negación, su coche ascendiendo por la vieja pista minera, a salvo en su absoluto aislamiento. Luego el encuentro y la furia creciente, las preguntas atormentadas de Todd, el resentimiento que provocaban en Kelli, la furia creciente de esta última que, de repente, lo consideraba un ser tan despreciable como Lyle Gates, que en ese preciso momento trepaba por la vieja carretera de la montaña y que, unos minutos después, oiría un suave gemido y se adentraría en el oscuro bosque. De súbito escuché la voz de Todd en mi consulta, hacía tantos años: «Mi mano salió disparada. Lo siento, lo siento tanto», una quejumbrosa disculpa que parecía ofrecer a su esposa y a su hijo, pero que, lo supe en ese momento, estaba dirigida a Kelli Troy.
Pues fue Todd el que se acercó a Kelli entre espesos matorrales, Todd el que empezó a hacerle preguntas indecibles, cada una de las cuales alimentaba la furia de Kelli mientras veía cómo su grandeza de espíritu se hundía en un charco de hipocresía y traición y amor destrozado. Vi el semblante de Kelli tensarse al mirarlo airadamente; luego la vi enfurecerse, llena de amargura por la desilusión que le había causado, exigiéndole que le devolviera el anillo, oí las palabras salir disparadas de sus labios como pequeñas piedras ardientes, golpeándolo una tras otra, hasta que, en un instante de incontrolable furia, él le propinó un violento e inesperado puñetazo y la observó, lleno de horrorizado asombro, caer de espaldas y su cabeza golpear la enraizada roca, vio sus ojos apagarse mientras se levantaba trabajosamente y ascendía trastabillando, ciega, loma arriba, dejándolo atrás; luego la siguió sin saber qué hacer, sumido en su propio terror, hasta que la vio caer por última vez y con el cuerpo flojo, vio cómo se inmovilizaba y oyó un gemido salir de sus labios, bajo y quejumbroso, pidiendo el auxilio que por fin llegó en forma de Lyle Gates.
Sentí que mi cuerpo temblaba al levantar los ojos del anillo.
—Señorita Troy, yo...
—Por favor, cógelo, Ben —insistió—. Por favor.
Lo sentí caer en mi mano, sentí mis dedos cerrarse en torno a él.
—Gracias —fue lo único que supe contestar.
—El sheriff Stone nunca entendió cómo se le pudo salir del dedo. — Meneó la cabeza—. Me figuro que siempre será un misterio, ¿verdad?
Dije que sí.
Dudó un momento y prosiguió:
—Bueno, no tiene sentido pensar en ello. Tenemos que aceptar las cosas como son. — Echó un vistazo a la parte trasera de la casa—. Bien, más vale que pongamos manos a la obra.
Sentí que se me tensaban los huesos, se me cerraba la garganta, fuerte, mortalmente, como si una mano invisible tratara de quitarme hasta el último aliento.
—No hay mucho que hacer —comentó la señorita Troy. Cogió el bastón y se puso en pie, gruñendo un poco.
Tardé un momento en levantarme; la contemplé, como arraigado, dirigirse hacia el estrecho pasillo que llevaba a la parte trasera de la casa.
Al llegar, se volvió hacia mí.
—Por aquí, Ben —dijo.
Me aferré a los brazos de la silla, me puse en pie y la seguí por un largo corredor, mientras las viejas tablas de madera chirriaban bajo mis pies. Ella me precedía con paso desequilibrado, con su bastón golpeando el suelo, hasta que alcanzó una sencilla puerta de madera. Se detuvo un momento, la abrió y me indicó que entrara.
La habitación estaba muy oscura y despedía un seco olor a cerrado. Apenas si distinguí el vago perfil de una silla, cubierta de ropa de cama y prendas sin lavar, sobre todo camisones andrajosos, sucios y arrugados.
Oí a la señorita Troy entrar, oí su voz a mis espaldas, queda, según su mano avanzaba hacia el interruptor.
—Gracias, Ben, por hacer esto.
La luz se encendió y la vi tumbada sobre una montaña de sábanas arrugadas, flaca y quieta, con la tez cetrina, casi ictérica, y una maraña de rizos color gris acero.
—Kelli —susurré.
La señorita Troy fue a un lado de la cama, se inclinó y posó una mano en el rostro de su hija. El rostro se echó ligeramente a un lado y oí un suave gemido.
—Venga, venga —dijo con suavidad la señorita Troy—. No hay nada que temer.
—Kelli —repetí.
La señorita Troy me miró.
—Sé que esto es duro para ti, Ben.
Me sentí incapaz de moverme y me limité a mirar, sin habla, a la señorita Troy quitarle la sábana al largo y delgado cuerpo de su hija, revelando la piel morena, los finos brazos, las manos todavía delicadas.
—Necesita un baño —explicó.
Escudriñé la cama. Me quedé de piedra, y toda sensación se redujo al estado de Kelli, de oscuridad, silencio y quietud.
—Soy demasiado vieja para hacerlo sin ayuda —añadió la señorita Troy.
Volví en mí, como una criatura que emerge de un profundo pozo y rompe la lóbrega superficie tras una larga zambullida.
—Yo la ayudaré —contesté.
Fui hacia la cama, me agaché y, por fin, tuve a Kelli Troy entre los brazos. Cuando la levanté, su cabeza se ladeó a la izquierda y se pegó a mi brazo; sus ojos se alzaron hacia mí, flotando, inconexos, más allá del más tierno alcance de la memoria.
Al otro lado de la cama, los ojos de la señorita Troy se humedecieron. Contempló en silencio a su hija y levantó lentamente los ojos para posarlos en mí, buscando aún una respuesta, después de tantos años.
—¿Por qué, Ben? — susurró—. ¿Por qué?
Desvié la mirada hacia Kelli y vi a todos los demás como si también ellos estuviesen acurrucados en mis brazos. Lyle y Sheila y Rosie. Mary y Raymond. Y hasta Todd. Todos sus rostros, diminutos y aniñados, con los ojos extrañamente brillantes, como iluminados por su juventud, sus esperanzas, los futuros que habían planeado, sin imaginarse siquiera que el camino que los esperaba estaría colmado de trampas invisibles. Y pensé que todo Choctaw, el mundo entero, según la descripción de la propia Kelli, estaría encerrado en este mismo desconocimiento, con todo lo que es o puede llegar a ser. Y, entretejido en todo ello, una herida aunada a otra, creando una larga, oscura veta de daño no intencionado.
***
Kelli murió tres meses más tarde, poco después de su madre. Unas cuantas personas presenciaron el entierro, y casi nadie se acercó a la tumba de la señorita Troy. Quizá fue la sobriedad de la ceremonia la que nos hizo, a Luke y a mí, regresar a mi casa, lo que le hizo comentar:
—¿Sabes, Ben?, nunca acepté lo que nos hicieron creer como la verdad —una frase que me devolvió a Lutton, a las ardientes ruinas de una iglesia y de vuelta, montaña abajo, a mi casa en Choctaw.
Al llegar a casa, entré en mi reducido despacho, abrí un cajón de mi escritorio y saqué las pocas cosas que guardaba allí: unos cuantos escritos, mi anuario del instituto, el de 1962, el año en que Kelli regresó a Choctaw, encuadernado en negro y oro, los colores del instituto, en cuya primera página lucía la cara de un lince rojo gruñendo. Lo hojeé lentamente y me demoré en los rostros de las personas que más habían significado para mí.
Llegué a mi propia foto y la estudié. En ella miraba directamente a la cámara; la barbilla alzada me daba un aire valiente, de estar seguro de saber exactamente quién era. Sin embargo, estaba mucho más vacío de lo que podría dar a entender la foto y, por ello, mucho más despiadado.
Clavé la vista en la foto, distinguí todas las mentiras que contenía y oí a mi mente pronunciar el terrible juicio que había rehuido toda la vida: «A ese chico le falta algo».
Y supe qué era lo que tenía que hacer.
Era casi medianoche cuando negué al vivero, que estaba a oscuras. Pero, como Luke había dejado el camión aparcado allí, supe que lo encontraría. Atravesé el umbral de la alta valla protectora y me adentré en un pequeño bosque de arbustos de hojas perennes, filas y filas de arbustos en tiestos, tan cuidadosamente podados que crecían frondosos, revivían con el aire estival.
Luke se hallaba al fondo; vestido con un mono de franela gris, se inclinaba sobre una caja de plantones. Se enderezó al verme y me sonrió y se secó la frente con la manga.
—Has salido muy tarde hoy.
Asentí.
La sonrisa de Luke pareció disolverse en una envolvente quietud. Su semblante se ensombreció al estudiar el mío.
—¿Qué pasa, Ben?
Me esforcé por encajarlo todo, por encontrar el lugar adecuado para cada detalle.
Luke se acercó a mí.
—¿Qué te trae por aquí tan tarde?
Vi a Kelli tumbada entre las enredaderas, oí al señor Bailey declarar que sólo el odio podía hacer algo como lo que le habían hecho a ella, y supe que se había equivocado.
Luke me observaba, desconcertado.
—¿De qué se trata?
—Del amor —respondí.
Y con esa palabra empecé a contar la historia más tenebrosa que he oído en toda mi vida.
Fin