FABULOSOS TEMPLOS DE CHICHÉN ITZÁ
Publicado en
diciembre 16, 2021
"Un formidable monumento levantado a un oscuro enigma": la gran pirámide erigida en honor de Kukulcán, el hombre-dios.
Donde los enigmas de una espléndida cultura atraen por millares a eruditos y curiosos.
Por Harland Manchester.
ENTRE la achaparrada vegetación de las soleadas selvas de la península mexicana de Yucatán se halla una de las maraviHas más grandes del mundo occidental: Chichén Itzá, que fue importante capital del antiguo pueblo maya. Sus majestuosas pirámides y templos ricamente labrados, sus pozos y sus canchas para el juego de pelota, sus escalinatas y columnas (todo lo cual se extiende sobre una superficie desmontada y llana de algo más de 10 kilómetros cuadrados), han atraído desde hace mucho tiempo a aventureros, arqueólogos y turistas, que son presa de admiración ante la espléndida destreza y el afán creador de unos arquitectos cuyos huesos hace siglos quedaron convertidos en polvo.
Chichén Itzá constituye un formidable monumento levantado a un oscuro enigma. Incalculables generaciones antes del nacimiento de Jesucristo los industriosos mayas labraban ya sus campos, adoraban a sus dioses y perfeccionaban lentamente en la piedra, en la cerámica y en los tejidos, un arte decorativo llamado a convertirse en uno de los grandes triunfos estéticos del género humano. Sin contactos (que se sepa) con .el viejo mundo, sus astrónomos y matemáticos crearon un calendario y un sistema numeral tan valiosos como los de los griegos o romanos. Sus artistas pintaron expresivos murales que representan al hombre entregado al trabajo, al culto de los dioses y a la guerra.
Sus sabios llenaron libros con escritura glíptica ilustrada, probablemente para consignar la historia, las tradiciones religiosas y las reglas de gobierno de su pueblo. Sin contar con ruedas ni herramientas de metal, sin tornos, grúas, ni bestias de carga, sus ingenieros erigieron en todo el reino cientos de ciudades con piedras ciclópeas. Los arqueólogos creen que la civilización maya alcanzó su máximo esplendor unos 600 años antes de que Colón se hiciera a la mar.
A juzgar por los testimonios descubiertos, los mayas formaban una nación de millones de hombres que vivían una vida reglamentada y ordenada, con pocas guerras o discordias y gran dedicación a las artes. Pero sobrevino el desastre. La gente, huyendo a las junglas circundantes, abandonó ciudades enteras. La edad de oro se convirtió en polvo. Las raíces de los árboles derribaron los muros de piedra; creció la hierba sobre las pirámides; iguanas y murciélagos dormían en los palacios de los príncipes desaparecidos.
Templo de los guerreros, donde están algunos de los relieves que más atraen al visitante de Chichén Itzá.
En los últimos años se ha manifestado un gran interés por aquellos primeros americanos. El arte de los mayas, su astronomía, su historia y su religión, han sido tema de eruditos estudios. Las expediciones organizadas por instituciones y universidades han venido investigando activamente varias ruinas mayas y, restaurando con gran cuidado algunas de ellas, han logrado remedar su antigua grandeza. Una de las más cautivadoras y accesibles entre esas restauraciones es Chichén Itzá.
Sería arriesgado hablar de un "descubridor" de Chichén, porque siempre hubo allí alguien que le precedió como tal. Uno de sus más famosos redescubridores fue John Lloyd Stephens, joven abogado neoyorquino que en 1839 se asoció con el artista y dibujante inglés Frederick Catherwood para explorar la jungla en busca de las perdidas ciudades mayas, de cuya existencia había leído. Al cabo de un viaje agotador, en marzo de 1842, llegaron los dos hombres, a lomo de mula, hasta una hacienda cercana a las ruinas de Chichén. Subieron al monumento que los indios lugareños llamaban la gran pirámide de Kukulcán y quedaron maravillados de lo que vieron. De regreso en Nueva York, Stephens publicó uno de los libros de viajes más interesantes del siglo, profusamente ilustrado por su compañero, que había hecho docenas de detallados dibujos durante la expedición. El libro tuvo éxito resonante e inspiró en muchos jóvenes entusiastas el deseo de seguir los pasos del autor.
Uno de ellos era Edward Herbert Thompson, que de muchacho coleccionaba puntas de flechas indias en una granja de Massachusetts y leía cuanta literatura de temas mayas caía en sus manos. Sus sueños de aventuras se hicieron realidad en 1885, pues ciertos afiliados a la Sociedad de Anticuarios de los Estados Unidos y al museo Peabody, del Harvard College, de Cambridge (Massachusetts), lo enviaron a Yucatán para que explorara las ruinas. Al mismo tiempo convencieron al presidente Grover Cleveland de que lo nombrara cónsul en México, encargado de las regiones de Yucatán y Campeche, para que pudiera gozar de más autoridad. Cuando partió hacia su destino tenía Thompson 25 años y consagraría más de 40 a sus pesquisas.
Lo mismo que miles de investigadores que llegaron después, Thompson quedó prendado de las leyendas (que los conquistadores españoles fueron los primeros en conocer) del pozo sagrado de los sacrificios humanos de Chichén Itzá. Al final de una larga calzada, totalmente pavimentada en otro tiempo, que se extiende hacia el norte a partir de la plaza, cubierta de siglos atrás por el herbaje, había un hondo pozo natural, o cenote, de unos 55 metros de diámetro y cuyas escarpadas paredes descendían 18 metros hasta unas aguas tranquilas y verdosas. Al lado se alzaban los muros de un templo en ruinas. Incluso en la actualidad, los indígenas, sabios en las tradiciones de sus antepasados, miran el cenote con respeto.
Figura sedente del templo de los guerreros, custodiada por dos serpientes de piedra.
El maíz constituía la vida misma de los mayas, como de muchos de sus descendientes. Cuando amenazaba la sequía había que tomar enérgicas medidas para aplacar a los dioses que moraban en el fondo del pozo. Existía, al decir de la leyenda, una jerarquía de tributos. Primero se ofrecían alimentos sobre los altares y quizá se sacrificaban animales. Arrojaban después al pozo figurillas de jade, cuchillos de obsidiana y otros objetos preciosos, mientras los sacerdotes escrutaban los cielos con ansiedad. Si las deidades seguían obstinadas, asegura la leyenda, los sabios examinaban una lista de ciertas jóvenes elegidas según la fecha de su nacimiento y reservadas para aquellas ocasiones. Después de consultar los astros y los agüeros, designaban una hermosa doncella para conferirle el honor de salvar a su pueblo.
En el alba del día señalado para el sacrificio, una solemne procesión, vistosamente ataviada, marchaba por la calzada que iba hasta el altar levantado a la orilla del pozo. Fastuosamente vestida y engalanada, adornada con joyas y ungida con una pintura azul, la víctima debía tomar una droga que ofuscaba sus sentidos. Después, con los encantamientos tradicionales, la arrojaban a los dioses que la esperaban en el fondo. Llevaba órdenes de rogar por que llegaran las lluvias. A mediodía regresaban los sacerdotes. Si la doncella flotaba aún sobre las aguas, la sacaban para que transmitiera la respuesta de la divinidad. En todo caso el mensaje había sido enviado. Algunas sobrevivientes contaban que habían visto el rostro de los dioses y oído sus palabras.
Thompson sondeó el pozo y halló en su fondo una densa capa de cieno. Supuso que, si las leyendas eran ciertas, habría allí tesoros y esqueletos. Fue a Boston de nuevo y tomó lecciones de buceo en la bahía: después, gracias a la ayuda renuente de algunos patrocinadores, volvió provisto de trajes de buzo, escafandras y equipo para dragar. Comprobó entonces, de modo concluyente, que aquel cenote, habitado por los espíritus malignos, era ciertamente un pozo de sacrificios. Un día salieron en el balde de su draga unas bolas de copal, el incienso de las ceremonias (que todavía hoy los indios queman en sus altares particulares en la selva). Después encontró vasos, incensarios, pendientes, cuentas y diversos objetos de jade. Por fin sacó los esqueletos de varias jóvenes, de hombres y de niños.
Sobre todas las demás maravillas arquitectónicas de Chichén Itzá domina el gran templo de Kukulcán. Es una enorme pirámide con anchas escalinatas de piedra que por sus cuatro costados llevan hasta la cima, donde está el templo. Situados abajo, nos imaginamos en seguida las grandes asambleas religiosas que se celebraban allí hace siglos, según la leyenda. Miremos hacia arriba y nos parecerá ver las solemnes procesiones de sacerdotes que, tocada su cabeza con vistosas plumas, subían por los estrechos escalones hasta el templo para rendir culto al gran Kukulcán (hombre-dios de los mayas, fuente de la divina sabiduría), en tanto llenaban la plaza, al pie de la pirámide, las enormes masas de los fieles que, allí convocados al son de tambores y por voz de mensajeros especiales, habían dejado las chozas techadas de paja de las aldeas circunvecinas. Desde la base de la pirámide el visitante puede entrar hoy en un estrecho túnel y subir por una escalera empinada hasta lo más alto del oscuro espacio interior. En una cámara situada en la cima está uno de los más grandes tesoros de Chichén Itzá: el trono del jaguar rojo. Esculpido en la piedra con pavoroso realismo se ve el jaguar de Yucatán, pintado de rojo, con discos de jade incrustados para remedar las pintas del animal, y centelleantes ojos y colmillos de madreperla.
Incensario usado en los ritos propiciatorios de los dioses mayas.
Si trepamos, alumbrándonos con una linterna, más arriba de la cámara del jaguar, encontraremos cincelado en la pared algo que recuerda a la flor de lis de Francia. Hay otros motivos decorativos mayas que hablan de influencias griegas, egipcias y orientales, e inclusive no falta quien pretende haber descubierto la escuadra y el compás masónicos en forma rudimentaria. De tales semejanzas se ha deducido la teoría de que los primeros mayas llegaron por el Atlántico. Sin embargo, la mayoría de los especialistas opinan que los primitivos americanos descienden todos de emigrantes llegados de Asia a través del estrecho de Bering. La explicación más sencilla de similitudes tan sorprendentes es que, dondequiera que viva el hombre, su ilimitada imaginación y su inagotable adaptabilidad tienden a menudo a crear símbolos semejantes.
El templo de los guerreros es acaso el más notable monumento levantado en Chichén Itzá al bárbaro esplendor de las tribus que habitaron la ciudad hace mil años. La construcción, como otras ruinas de Yucatán, está erizada de grotescas máscaras de Chac, el poderoso dios de la lluvia. (La lluvia, por supuesto, era la vida misma para aquel pueblo dedicado al cultivo del maíz). Flanquean su pórtico monstruosas columnas gemelas, labradas en figura de serpiente emplumada. Sus cabezas gigantescas y malévolas reposan en el suelo, y los cuerpos se alzan para terminar en forma de colas con plumas, que en otro tiempo sostuvieron el techo.
En 1925 el templo estaba cubierto por un montón de tierra, y entonces la Institución Carnegie y el Instituto Nacional de Antropología e Historia de México, iniciaron la larga empresa de excavar y reconstruir la edificación para devolverle lo más posible de su grandeza original. Los excavadores encontraron muros esculpidos con serpientes, buitres y jaguares, y guerreros que se gozan en la contemplación de enemigos moribundos. Pero aquellos mayas, singularmente dotados, también eran capaces de la más delicada expresión artística: bajo el suelo hallaron los arqueólogos un primoroso mosaico de unas 3000 piezas de turquesa pulida.
Los mayas tenían un gran juego nacional, una especie de combinación del fútbol y el baloncesto. Se han descubierto en todo su imperio muchas canchas (o patios), grandes y pequeñas. La mayor de todas (más grande que un campo de fútbol) constituye hoy uno de los principales atractivos de Chichén Itzá. La cancha de juego está flanqueada por altos muros con tribunas para los notables; en el centro de cada una de las paredes laterales hay un anillo de piedra labrada, por el cual los contendientes debían meter una maciza pelota de caucho. Tan difícil era lograrlo que, según se dice, hubo partido que duró varios días sin que los jugadores hicieran un solo tanto. No les estaba permitido lanzar la pelota con la mano, sino que debían impulsarla con los codos, las rodillas o las caderas, que llevaban protegidos con almohadillas de cuero.
Puñal de piedra empleado por los sacerdotes en la consumación de sacrificios.
Se cree que en ese campo se celebraba una gran competición anual, para la cual seleccionaban con mucha anticipación a los mejores jugadores de todo el país. Primeramente desfilaban los dos equipos, cada uno de siete hombres encabezados por su capitán y vestidos de gala, según se puede ver en los bajorrelieves esculpidos en el muro; después se ponían los uniformes. Tenían un fuerte incentivo para luchar por la victoria, pues al terminar el partido quedaban en poder del capitán ganador todos los trajes de ceremonia, y por otra parte, los relieves representan también al capitán derrotado, caído de rodillas, mientras el vencedor sostiene en alto la cabeza de aquel, cortada y chorreante.
El observatorio astronómico circular, instalado en una torre, es testimonio del genio científico de los sabios mayas. Siglos antes de la llegada de Cortés y de los españoles, aquellos perfeccionaron un notable calendario en que solamente había un error de un día en un período de algo más de 6000 años. Su exactitud, pues, casi duplica la que tiene el calendario gregoriano actualmente en uso. Subiendo a la torre por una escalera espiral se pueden ver varias ranuras abiertas en los gruesos muros, practicadas (se supone) de forma que mostraran los movimientos de los cuerpos celestes y la entrada de los equinoccios de primavera y otoño. En el año 800 de nuestra era los astrónomos mayas habían logrado ya un método para predecir los eclipses solares.
Esta asombrosa civilización, caracterizada por el orden, la dignidad, la laboriosidad y la expresión creadora, se desintegró misteriosamente entre el año 1000 y la llegada de los españoles en 1519. Las causas determinantes de su decadencia son un enigma cuya explicación se ha buscado en los terremotos, en las variaciones climáticas, en el agotamiento del suelo, en las epidemias, en la sobrepoblación o en la insurrección contra la clase sacerdotal gobernante.
Los mayas se esforzaron mucho en transmitir su historia a la posteridad, pero nadie puede leerla. Son por lo menos un millar los monumentos mayas con jeroglíficos que se han descubierto: sus inscripciones encierran mensajes que constituyen el tormento de los eruditos. Basándose en un código de rayas y puntos han logrado descifrar las fechas hasta el grado de poder determinar el día mismo que se tallaron estas; lo demás es en gran parte un misterio.
No lejos de Chichén Itzá están las obras maestras arquitectónicas de Uxmal, Labná y otra multitud de centros religiosos, muchos de los cuales son más antiguos que Chichén Itzá. En su mayor parte el legado de los mayas yace aún bajo los escombros de los siglos. Las brechas abiertas en la selva para dar paso a los jeeps atraen al hombre amante de las aventuras. Entre el chaparral asoman, agazapados, rostros de piedra. Los neumáticos chocan contra fragmentos de plazas y calzadas, y mil montículos coronados de árboles aguardan el golpe del pico y la pala. Quizá uno de ellos oculte la nueva Piedra de Rosetta que descifrará el enigma. Si se descubre, las voces de los mayas, tan largo tiempo enmudecidas, hablarán de nuevo.