NO HAY SERPIENTES EN IRLANDA (Frederick Forsyth)
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diciembre 19, 2021
Por encima de la mesa, McQueen miró con cierto escepticismo al nuevo aspirante. Nunca había dado trabajo a hombres como aquél. Pero McQueen no carecía de sentimientos, y si el aspirante necesitaba dinero y estaba dispuesto a trabajar, no sería él quien se negase a darle una oportunidad.
—¿Sabe que es un trabajo muy duro? — inquirió, con su rudo acento de Belfast.
—Sí, señor —contestó el aspirante.
—Es un empleo temporal, ya sabe. Nada de preguntas, nada de reducciones. Trabajará en el montón. ¿Sabe lo que eso significa?
—No, Mr. McQueen.
—Bueno, significa que le pagaré bien, pero en dinero efectivo. Sin que conste en parte alguna. ¿Comprendido?
Quería decir que no habría impuesto sobre la renta, ni contribuciones a deducir del salario. Habría podido añadir que tampoco habría seguros sociales, y que las normas de Higiene y Seguridad se ignorarían por completo. Un rápido provecho para todos era la consigna, con una buena tajada para él mismo, como contratista. El aspirante asintió con la cabeza para indicar que había «comprendido», aunque, en realidad, no había entendido nada. McQueen le miró, reflexivamente:
—¿Dice usted que es estudiante de Medicina del último curso, en Royal Victoria? — Otro asentimiento de cabeza—. ¿En vacaciones de verano?
Otro ademán de asentimiento. Saltaba a la vista que el aspirante era uno de esos estudiantes que necesitaba dinero, aparte y por encima de su asignación, para completar los estudios de Medicina. McQueen, sentado en su destartalada oficina de Bangor, al frente de un negocio más o menos clandestino como contratista de demoliciones, sin más activo que un maltrecho camión y una tonelada de martillos de segunda mano, se consideraba un self—made man y era acérrimo partidario de la ética de trabajo del Ulster protestante. Y no iba a dejar en la estacada a otro de los suyos, fuese cual fuere su aspecto.
—Está bien —dijo—, será mejor que se aloje aquí, en Bangor. No podría venir de Belfast y volver allí todos los días, sin retrasarse. Trabajamos desde las siete de la mañana hasta la puesta del sol. El pago es a destajo, pero bueno. Ahora bien, diga una palabra a las autoridades y perderá el empleo como dos y dos son cuatro. ¿De acuerdo?
—Sí, señor. Por favor, ¿cuándo y dónde debo empezar?
—El camión recoge a la brigada en el patio de la estación principal a las seis y media, cada mañana. Esté allí el lunes. El capataz es Big Billie Cameron. Le avisaré de que estará usted allí.
—Sí, Mr. McQueen.
—Una última pregunta —dijo McQueen, sosteniendo el lápiz—. ¿Cómo se llama?
—Harkishan Ram Lal —respondió el estudiante. McQueen miró su lápiz, la lista de nombres que tenía delante, y al estudiante.
—Le llamaremos Ram —dijo, y éste fue el nombre que anotó en la lista.
El estudiante salió al brillante sol de junio de Bangor, en la costa norte de County Down, Irlanda del Norte.
Aquella misma tarde de sábado encontró alojamiento barato en una destartalada pensión de la Railway View Street, corazón del barrio de pensiones de Bangor. Al menos, estaba cerca de la estación principal, de la que salía el camión de la empresa todas las mañanas después de salir el sol. Desde la triste ventana de su habitación podía ver el lado del apuntalado terraplén por el que entraban los trenes de Belfast en la estación.
Había tenido que hacer varios intentos para conseguir una habitación. La mayoría de las casas con el rótulo de «Habitaciones» sobre el portal parecían estar al completo cuando él llamaba a la puerta. Pero era cierto que una gran cantidad de trabajadores temporeros acudían a la ciudad en pleno verano. Y también era verdad que Mrs. McGurk era católica y por esto tenía aún habitaciones libres.
Pasó la mañana del domingo trayendo sus cosas de Belfast; sobre todo, libros de texto de Medicina. Por la tarde, se tumbó en la cama y pensó en la luz brillante y dura que caía sobre los pardos montes de su Punjab natal. Dentro de un año, obtendría su título de médico, y, después de otro año trabajando como interno, volvería a su país para combatir las enfermedades de su propio pueblo. Tal era su sueño. Calculaba que este verano podría ganar el dinero suficiente para llegar a los exámenes finales y que, después, gozaría de un salario apropiado.
El lunes por la mañana, se levantó al sonar el despertador a las seis menos cuarto, se layó con agua fría y llegó al patio de la estación momentos después de las seis. Tenía tiempo de sobra. Encontró un café que abría temprano y tomó dos tazas de té negro. Su único tentempié. El destartalado camión, conducido por uno de los de la brigada de demoliciones, llegó a las seis y cuarto, y una docena de hombres se agruparon a su alrededor. Harkishan Ram Lal no sabía si debía acercarse a ellos y presentarse, o esperar a distancia. Esperó.
A las seis y veinticinco, llegó el capataz en su propio coche, aparcó éste en una calle lateral y se acercó al camión. Llevaba en la mano la lista de McQueen. Miró a los doce hombres, les reconoció y asintió con la cabeza. El indio se aproximó. El capataz le miró fijamente.
—¿Eres el morenito contratado por Mr. McQueen? — preguntó.
Ram Lal se detuvo en seco.
—Harkishan Ram Lal —dijo—. Sí.
No hacía falta preguntar a qué debía su apodo Big Billie Cameron. Medía casi uno noventa, descalzo; pero ahora calzaba unas enormes botas claveteadas y de puntera reforzada con acero. Unos brazos como troncos de árboles pendían de sus enormes hombros, y una mata de cabellos castaños oscuros coronaba su cabeza. Dos ojos pequeños y malévolos observaron, entre unas pálidas pestañas, al delgado y nervudo indio. Saltaba a la vista que no le complacía su presencia. Escupió en el suelo.
—Bueno, sube al maldito camión —dijo. Para el trayecto hasta el lugar del trabajo, Cameron se sentó en la cabina, que no estaba separada de la caja del camión, donde los doce obreros ocuparon los bancos de madera de ambos lados. Ram Lal se sentó junto a la tabla del fondo, al lado de un hombre menudo e impasible, de brillantes ojos azules, que resultó llamarse Tommy Burns. Parecía simpático.
—¿De dónde eres? — preguntó con genuina curiosidad.
—De la India —respondió Ram Lal—. Punjab.
—¿Qué?
Ram Lal sonrió.
—El Punjab es una parte de la India —indicó. Burns reflexionó durante un rato. Al fin preguntó:
—¿Eres protestante o católico?
—Ninguna de ambas cosas —respondió Ram Lal, pacientemente—. Soy hindú.
—¿Quieres decir que no eres cristiano? — preguntó Burns, muy sorprendido.
—No. Yo profeso la religión hindú.
—¡Eh! — dijo Burns a los demás—. Este hombre no es cristiano.
Pero no pareció escandalizado; sólo curioso, como un niño que hubiese tropezado con un nuevo e intrigante juguete. Cameron volvió la cabeza.
—Sí —gruñó—. Es un pagano.
La sonrisa se desvaneció en el semblante de Ram Lal. Éste se quedó mirando fijamente la lona del costado del camión. Ahora estaban ya bastante al sur de Bangor, rodando por la carretera en dirección a Newtownards. Al cabo de un rato, Burns empezó a presentarle a los otros. Había un Craig, un Munroe. un Patterson, un Boyd y dos Brown. Ram Lal había estado en Belfast el tiempo suficiente para saber que aquellos apellidos eran de origen escocés, marbete de los duros presbiterianos que constituían la espina dorsal de la mayoría protestante en los Seis Condados. Aquellos hombres parecían amables y le saludaron con la cabeza.
—¿No traes la cesta del almuerzo, chico? — preguntó el viejo llamado Patterson.
—No —dijo Ram Lal—. Era demasiado temprano para pedirle a mi patrona que me preparase una.
—Tienes que almorzar —dijo Burns—, y también desayunar. El trabajo es duro.
—Compraré una cesta y mañana traeré comida —repuso Ram Lal.
Burns miró las botas ligeras y con suela de goma del indio.
—¿No habías hecho nunca esta clase de trabajo? — le preguntó.
Ram Lal meneó la cabeza.
—Necesitarás un par de botas pesadas. Para no estropearte los pies, ¿sabes?
Ram Lal prometió comprar también un par de botas pesadas, si encontraba un almacén abierto por la noche. Cruzaron Newtownards y siguieron hacia el Sur por la A21, en dirección a la pequeña población de Comber. Craig miró a Ram Lal.
—¿Cuál es tu verdadero oficio? — preguntó.
—Estudio Medicina en la Royal Victoria de Belfast —explicó Ram Lal—. Espero terminar el año próximo.
Tommy Burns estaba entusiasmado.
—Entonces, eres casi un médico de verdad —dijo—. ¡Eh, Big Billie! Si uno de nosotros sufre un accidente, el joven Ram podrá curarle. Big Billie lanzó un gruñido.
—Lo que es a mí, no me pondrá un dedo encima —dijo.
Esto impidió que siguiese la conversación hasta llegar a la obra. El conductor se había desviado al noroeste de Comber y, después de rodar dos millas por la carretera de Dundonaid, torció por un camino a la derecha hasta detenerse donde terminaban los árboles y podía verse el edificio a demoler.
Era una grande y vieja destilería de whisky, una ruina larga y desigual. Había sido una de las dos destilerías de aquellos parajes que habían producido antaño buen whisky irlandés; pero hacía años que la habían cerrado. Se alzaba junto al río Comber, que había alimentado su rueda hidráulica al fluir de Dundonaid hacia Comber, para verter sus aguas en Strangford Lough. La malta llegaba en carretas tiradas por caballos y los barriles de whisky salían por el mismo camino. El agua dulce que impulsaba las máquinas servía también para las tinas. Pero ahora hacia años que la destilería estaba abandonada y vacía.
Desde luego, los niños del lugar habían irrumpido en ella y encontrado un sitio ideal para jugar. Hasta que uno había resbalado y se había fracturado una pierna. Entonces, el concejo del Condado la había inspeccionado y declarado su estado ruinoso, y el dueño había recibido una orden tajante de demolición.
El hombre, vástago de una antigua familia de hacendados que había conocido tiempos mejores, quería gastar lo menos posible en la obra. Entonces había intervenido McQueen. La demolición podía hacerse más de prisa, pero a mayor coste, con maquinaria pesada; Big Billie y su equipo lo harían con mazas y palancas de hierro. McQueen había incluso cerrado un trato para vender las mejores vigas y los cientos de toneladas de ladrillos viejos a un constructor aprovechado. A fin de cuentas, los ricos actuales querían que sus nuevas casas tuviesen «estilo», o sea, que pareciesen viejas. Por esto preferían los ladrillos blanqueados por el sol y las vigas antiguas auténticas para adornar las nuevas—viejas casas «solariegas» de los ejecutivos importantes. McQueen haría su agosto.
—Bueno, chicos —dijo Big Billie, mientras el camión emprendía la vuelta a Bangor—. Ya hemos llegado. Empezaremos con las tejas. Ya sabéis cómo hay que hacerlo.
El grupo de hombres se plantó al lado del montón de herramientas. Había grandes mazas con cabezas de 3 kilos; palancas de hierro de 2 m. de longitud y más de 2,5 cm. de grueso; barras de hierro de un metro de largo, con la punta encorvada y hendida, para arrancar clavos; martillos de mango corto y pesada cabeza, y varias clases de sierras. Las únicas medidas de seguridad eran los cinturones con ganchos y las largas cuerdas. Ram Lal contempló el edificio y tragó saliva. Tenía una altura de cuatro pisos, y él odiaba las alturas. Pero los andamiajes eran caros.
Uno de los hombres se dirigió al edificio sin que nadie se lo ordenase, agarró una puerta de tablas, la arrancó como si fuese un naipe y encendió una fogata. Otro trajo agua del río en una olla y la puso a hervir para hacer té. Todos tenían tazas esmaltadas, a excepción de Ram Lal. Éste tomó también nota de que tenía que comprar una taza. Iba a ser un trabajo entre polvo, que daría mucha sed. Tommy Burns apuró su taza, volvió a llenarla y la ofreció a Ram Lal.
—¿Tenéis té en la India? — preguntó. Ram Lal tomó la taza. El té.estaba previamente mezclado, era dulce y grisáceo. Lo aborreció.
Aquella primera mañana, trabajaron encaramados en el tejado. No había que conservar las tejas; por consiguiente, las arrancaban a mano y las arrojaban al suelo, lejos del río. Había una ordenanza que prohibía arrojar cascotes al río. Por esto tenían que hacerlo hacia el otro lado del edificio, sobre las altas hierbas, los matorrales, las retamas y las aulagas que cubrían la zona alrededor de la destilería. Los hombres estaban atados con cuerdas los unos a los otros, a fin de que, si uno se soltaba y empezaba a resbalar por el tejado, el más próximo a él pudiese sostenerle. A medida que quitaban las tejas, aparecían grandes boquetes entre las vigas. Debajo estaba el suelo de la planta superior, que había sido almacén de malta.
A las diez, bajaron por la desvencijada escalera interior para desayunar sobre la hierba con otra olla de té. Ram Lal no desayunó. A las dos, interrumpieron el trabajo para almorzar. Los hombres echaron mano a sus gordos bocadillos. Ram Lal se miró las manos. Tenían varios cortes y sangraban. Los músculos le dolían y tenía un hambre atroz. Tomó nota, mentalmente, de que debía comprar unos guantes gruesos de trabajo.
Tommy Burns sacó un bocadillo de su cesta.
—¿No tienes hambre, Ram? — preguntó—. Toma esto, a mí me sobra.
—¿Qué diablos vas a hacer? — preguntó Big Billie, sentado en el círculo, al otro lado de la fogata. Burns adoptó una actitud defensiva.
—Sólo le ofrecía un bocadillo al muchacho —dijo.
—Deja que el morenito traiga sus malditos bocadillos —replicó Cameron—. Cada cual a lo suyo.
Los hombres miraron sus cestas y siguieron comiendo en silencio. Era evidente que nadie se atrevía a discutir con Big Billie.
—Gracias, no tengo hambre —dijo Ram Lal a Burns.
Después se alejó y fue a sentarse junto al río, donde remojó sus inflamadas manos.
Al ponerse el sol, cuando llegó el camión para recogerles, la mitad de las tejas del extenso tejado habían desaparecido. Un día más, y empezarían con la armadura, aserrando y arrancando clavos.
El trabajo prosiguió durante toda la semana, y el antaño orgulloso edificio quedó despojado de sus cabrios, tablas y vigas, hasta que quedó vacío y abierto, con sus ventanas desnudas como ojos abiertos ante la perspectiva de la muerte inminente. Ram Lal no estaba acostumbrado a trabajos tan arduos. Le dolían continuamente los músculos y tenía las manos llenas de ampollas, pero seguía trabajando, porque necesitaba el dinero.
Había comprado una fiambrera, una taza esmaltada, unas botas fuertes y un par de guantes gruesos, cosa, esta última, que nadie más utilizaba. Sus manos estaban curtidas, después de años de trabajar con ellas. Durante toda la semana, Big Billie Cameron le estuvo incordiando sin cesar, encargándole los trabajos más pesados y situándole, cuando se enteró de que temía las alturas, en los puntos más elevados. El punjabí se tragaba su ira, porque necesitaba el dinero. La crisis se produjo el sábado.
Todo el maderaje había desaparecido y estaban trabajando en la obra de albañilería. La manera más sencilla de derribar el edificio lejos del río habría sido colocar cargas explosivas en las esquinas de la pared lateral que daba al claro despejado. Pero no se podía pensar en la dinamita. Su empleo requería una licencia especial, sobre todo en Irlanda del Norte, y esto habría puesto sobre aviso al inspector fiscal. McQueen y toda su brigada habrían tenido que entregar una parte sustancial de sus ingresos, y McQueen, los seguros sociales. Por consiguiente, derribaban las paredes a pedazos de un metro cuadrado, manteniéndose peligrosamente en suelos inseguros, mientras las paredes que los sustentaban se agrietaban y crujían bajo los martillazos.
Durante el almuerzo, Cameron dio un par de vueltas alrededor del edificio y volvió al círculo de hombres sentados cerca del fuego. Empezó a explicar cómo derribarían un trozo considerable de la pared exterior, al nivel del tercer piso. Se volvió a Ram Lal.
—Quiero que subas allí arriba —dijo—. Cuando empiece a ceder, empújala hacia fuera con los pies.
Ram Lal contempló el trozo de pared en cuestión. Una grieta muy grande se abría hasta la base.
—Esa pared va a derrumbarse en el momento menos pensado —dijo, con voz pausada—. Cualquiera que se siente allá arriba, caerá con ella.
Cameron le miró fijamente, congestionado el semblante, rojo por la ira el blanco de los ojos.
—No quieras enseñarme mi oficio; limítate a cumplir mis órdenes, ¡negro estúpido!
Dio media vuelta y se alejó. Ram Lal se puso en pie. Cuando habló, el tono de su voz era cortante como el filo de una navaja.
—Míster Camerún...
Cameron se volvió, asombrado. Los hombres se quedaron boquiabiertos. Ram Lal se acercó despacio al enorme capataz.
—Pongamos una cosa en claro —dijo Ram Lal, y todos los que estaban en el claro pudieron oír claramente sus palabras—. Yo soy del Punjab, en el norte de la India. Además, soy kshatria, miembro de la casta de los guerreros. No tengo bastante dinero para pagar mis estudios de Medicina, pero mis antepasados eran soldados y príncipes, gobernantes y eruditos, hace dos mil años, cuando los suyos andaban a cuatro patas y envueltos en pieles. Por consiguiente, le ruego que deje de insultarme.
Big Billie Cameron miró con ceño al estudiante indio. El blanco de sus ojos era ahora de un rojo aún más intenso. Los otros obreros estaban pasmados.
—¿Ah, sí? — dijo Cameron, en voz muy baja—. ¿Conque éstas tenemos? Bueno, las cosas han cambiado un poco, negro bastardo. Y ahora, ¿qué me dices de esto?
Al pronunciar la última palabra, describió un arco con un brazo, abierta la mano, y la palma cayó sobre un lado de la cara de Ram Lal. El joven rodó por el suelo. Le zumbaron los oídos. Pero oyó a Tommy Bums que le decía:
—Estáte quieto, muchacho. Si te levantas, Big Billie te matará.
Ram Lal miró hacia arriba, bajo la luz del sol. El gigante se erguía sobre él, con los puños cerrados. Comprendió que no tenía posibilidad de luchar contra aquel hombrón del Ulster. Se sintió invadido por un sentimiento de vergUenza y de humillación. Sus antepasados habían cabalgado, lanza en ristre, espada en alto, sobre llanuras cien veces más extensas que los Seis Condados, y las habían conquistado.
Ram Lal cerró los ojos y yació inmóvil. Al cabo de unos segundos, oyó que el hombrón se alejaba. Los otros empezaron a hablar en voz baja. Apretó más los párpados, para contener lágrimas de vergUenza. En la oscuridad, vio las calcinadas llanuras del Punjab y hombres que cabalgaban sobre ellas; hombres orgullosos, fieros, de nariz aguileña, barbudos, ojinegros, tocados con turbantes; los guerreros del País de los Cinco Ríos.
Una vez, hacía de esto mucho tiempo, en los albores del mundo, Iskander de Macedonia había cabalgado sobre aquellos llanos, con sus ojos ardientes y voraces; Alejandro, el joven dios al que llamaban Magno y que, a los veinticinco años, había llorado porque ya no había más mundos que conquistar. Y estos jinetes eran descendientes de sus capitanes, y antepasados de Harkishan Ram Lal.
Éste yacía en el polvo mientras ellos pasaban por su lado y le miraban. Y, al pasar, cada uno de ellos le murmuraba una sola palabra: «Venganza.»
Ram Lal se incorporó en silencio. La suerte estaba echada. Había que hacer lo que había que hacer. Así pensaba su pueblo. Pasó el resto del día trabajando en silencio absoluto. No habló con nadie, y nadie le habló.
Aquella tarde, en su habitación, empezó los preparativos antes de que fuese noche cerrada. Quitó el cepillo y el peine del maltrecho tocador; quitó también el sucio mantelito y descolgó el espejo. Después tomó su libro hinduista y arrancó de él una página con la imagen de la gran diosa Shakti, la diosa del poder y la justicia. La clavó en la pared, sobre el tocador, convirtiendo éste en un altar.
Había comprado un ramo a una florista, delante de la estación, y había tejido una guirnalda con las flores. Colocó una taza medio llena de arena a un lado de la imagen, plantó en ella una vela y la encendió. Después sacó de su maleta un paño enrollado y extrajo de él media docena de pajuelas perfumadas. Tomó un jarrito barato y de cuello estrecho del estante de los libros, introdujo en él las pajuelas y las encendió también. El dulce y mareante olor del incienso empezó a llenar la habitación. Fuera, grandes nubes de tormenta llegaban del mar.
Una vez preparado el altar, se plantó delante de él, con la cabeza inclinada y la guirnalda entre los dedos, y empezó a rezar pidiendo inspiración. El primer trueno retumbó sobre Bangor. Ram Lal no rezó en moderno punjabí, sino en sánscrito antiguo.
—Devi Shakti... Moa... (Diosa Shakti... madre suprema...)
Retumbó de nuevo el trueno y cayeron los primeros goterones. Él arrancó una flor y la depositó delante de la imagen de Shakti.
—He sido gravemente ofendido. Pido venganza contra el malhechor...
Tomó una segunda flor y la colocó al lado de la primera.
Rezó durante una hora, mientras caía la lluvia. Ésta tamborileaba en el tejado, sobre su cabeza, y chorreaba en la ventana, detrás de él. Acabó de rezar cuando amainaba la tormenta. Necesitaba saber la forma que había de tomar el castigo. Necesitaba que la diosa le enviase una señal.
Las pajuelas se habían agotado y su aroma flotaba espeso en la estancia. La vela se estaba acabando. Todas las flores yacían ahora sobre la superficie lacada del tocador, delante de la imagen. Shakti le miraba, impertérrita.
Ram Lal se volvió y se acercó a la ventana, para mirar al exterior. La lluvia había cesado, pero todo goteaba detrás del cristal. Mientras observaba, un chorrito de agua cayó del canalón de encima de la ventana y se deslizó sobre el sucio cristal, marcando un surco en la mugre. Debido a la suciedad, no corrió en línea recta, sino en ondulaciones y hacia un lado, y él lo siguió con la mirada hasta el rincón de la ventana. Cuando se detuvo, Ram Lal se volvió a mirar el rincón de su habitación donde su bata colgaba de un clavo.
Entonces advirtió que, durante la tormenta, el cordón de la bata se había deslizado y caído al suelo. Yacía enrollado, con uno de sus extremos oculto a la vista y el otro bien visible sobre la alfombra. De las doce borlitas, sólo dos estaban descubiertas y parecían una lengua bífida. El cordón de la bata tenía todo el aspecto de una serpiente enrollada en el rincón. Ram Lal comprendió. Al día siguiente, tomó el tren de Belfast para ir a ver al Sikh.
Ranjit Singh era también estudiante de Medicina, pero más afortunado que Ram Lal. Sus padres eran ricos y le enviaban una espléndida pensión. Recibió a Ram Lal en la bien amueblada habitación de su pensión.
—He tenido noticias de mi casa —dijo Ram Lal—. Mi padre se está muriendo.
—Lo siento —dijo Ranjit Singh—. Acepta mi condolencia.
—Él quiere verme. Soy su primogénito. Tendría que ir allá.
—Desde luego —afirmó Singh. El primogénito debía estar siempre junto al lecho de muerte de su padre.
—Se trata del pasaje en avión —explicó Ram Lal—. Estoy trabajando y gano un buen sueldo. Pero no tengo bastante dinero. Si quieres prestarme lo que me falta, seguiré trabajando cuando regrese y te lo devolveré.
Los sikhs no son reacios a prestar dinero si el interés es justo y la devolución segura. Ranjit Singh prometió sacar el dinero del Banco el lunes por la mañana.
El domingo por la tarde, Ram Lal visitó a Mr. McQueen en su casa de Groomsport. El contratista estaba delante de su televisor, con una lata de cerveza al alcance de la mano. Era su manera predilecta de pasar la tarde del domingo. Pero redujo el volumen del aparato al anunciarle su esposa la visita de Ram Lal.
—Se trata de mi padre —dijo Ram Lal—. Se está muriendo.
—¡Oh! Lo siento mucho, chico —dijo McQueen.
—Quisiera ir a su lado. El primogénito debe estar con su padre en momentos como éste. Es costumbre en nuestro país.
Mr. McQueen tenía un hijo en Canadá, al que no había visto desde hacía siete años.
—Sí —dijo—, me parece lo adecuado.
—Me han prestado el dinero para el viaje en avión —dijo Ram Lal—. Si salgo mañana, podría estar de regreso a finales de la semana. Pero la cuestión es, Mr. McQueen, que necesito mi empleo más que nunca; para devolver el préstamo y para pagar mis estudios el próximo año. Si regreso antes de que termine la semana, ¿podrá reservarme mi empleo?
—Está bien —dijo el contratista—. No puedo pagarte los días que estés ausente. Ni reservarte el empleo otra semana. Pero, si estás de vuelta antes de que termine la próxima, podrás volver al trabajo. En las mismas condiciones, no lo olvides.
—Gracias —dijo Ram Lal—. Es usted muy amable.
Retuvo su habitación en Railway View Street, pero pasó la noche en su pensión de Belfast. El lunes por la mañana acompañó a Ranjit Singh al Banco, donde el sikh retiró el dinero necesario y lo entregó al hindú. Ram tomó un taxi hasta el aeropuerto de Aldergrove y, de allí, un avión del puente aéreo a Londres, donde adquirió un billete de clase económica para el primer vuelo a la India. Veinticuatro horas más tarde, aterrizaba bajo el calor sofocante de Bombay.
El miércoles encontró lo que buscaba en el atestado bazar de Grant Road Bridge. El Emporio de Peces Tropicales y Reptiles de Mr. Chatterjee estaba casi desierto cuando el joven estudiante, con su libro de texto de reptiles bajo el brazo, entró en el establecimiento. Encontró al viejo propietario sentado en el fondo de su tienda, en penumbra, rodeado de peceras y de jaulas de cristal donde dormitaban sus serpientes y lagartos.
Mr. Chatterjee estaba familiarizado con el mundo académico. Suministraba a varios centros médicos ejemplares destinados al estudio y la disección, y, en ocasiones, recibía lucrativos pedidos del extranjero. Asintió con la cabeza y su barba blanca, como buen conocedor, al explicarle el estudiante lo que buscaba.
—¡Oh, si! — dijo el viejo comerciante gujerati—. Conozco esta serpiente. Y está usted de suerte. Tengo una, llegada hace pocos días de Rajputana.
Condujo a Ram Lal a su santuario privado, y los dos hombres contemplaron en silencio a la serpiente, a través del cristal de su nueva casa.
Echis carinatus, decía el libro de texto; pero, naturalmente, el libro había sido escrito por un inglés que empleaba la nomenclatura latina. Era la víbora escamosa, la más pequeña y mortífera de su especie.
Muy difundida, decía el libro de texto, podía encontrarse desde el África occidental, hacia el este y el noroeste, hasta el Irán, la India y el Pakistán. Muy adaptable, podía aclimatarse a casi todos los medios, desde las húmedas espesuras del oeste africano hasta los fríos montes del Irán en invierno, o hasta las tórridas colinas de la India.
Algo se agitó debajo de unas hojas que había en la jaula.
Según el libro de texto, su longitud variaba entre 25 y 35 cm., y era muy delgada. De color aceitunado, un poco más pálido en algunos puntos, a veces difíciles de distinguir, y con una raya ondulada ligeramente más oscura en el lado del cuerpo. Animal nocturno en tiempo seco y cálido, se ocultaba durante el día para protegerse del calor.
Las hojas de la jaula se movieron de nuevo y apareció una cabeza diminuta.
Sumamente peligrosa de manejar, decía el libro de texto, había causado más muertes que la famosa cobra, debido principalmente a que su tamaño hacía que se la tocase fácilmente, sin querer, con la mano o con el pie. El autor del libro añadía una nota explicando que la pequeña pero mortal serpiente mencionada por Kipling en su maravilloso cuento Rikki—Tikki—Tavy era, casi con toda seguridad, no la Krait, que tiene casi 60 cm. de longitud, sino la víbora escamosa. Evidentemente, el autor estaba muy satisfecho de haber descubierto una inexactitud en el gran Kipling.
En la jaula, una pequeña lengua bífida y negra vibró, apuntando a los dos indios que estaban detrás del cristal.
El naturalista inglés, desaparecido hacía tiempo, terminaba su capítulo sobre la Echis carinatus diciendo que era muy despierta e irritable. Atacaba rápidamente y sin previo aviso. Los dientes eran tan pequeños que casi no dejaban señal; como dos punzadas de aguja. No causaba dolor, pero la muerte era casi inevitable y se producía entre dos y cuatro horas después, según la corpulencia de la víctima o el nivel de su estado físico en el momento de la mordedura y después de ésta. La causa de la muerte era invariablemente una hemorragia cerebral.
—¿Cuánto pide por ella? — murmuró Ram Lal.
El viejo gujerati extendió las manos en ademán deprecatorio.
—Es un ejemplar muy raro —dijo, compungido—, y difícil de obtener. Quinientas rupias.
Ram Lal cerró el trato en 350 rupias, y se llevó la serpiente en un tarro.
Para el viaje de vuelta a Londres, Ram Lal compró una caja de cigarros, la vació de su contenido y practicó veinte pequeños agujeros en la tapa, para la entrada de aire. Sabía que la pequeña víbora no necesitaría comida durante una semana y podía pasar dos o tres días sin agua. Podría respirar con poquísima cantidad de aire; por consiguiente, cerró la caja, con la víbora y sus hojas dentro de ella, y la envolvió en varias toallas que, gracias a su estructura esponjosa, contendrían aire suficiente incluso dentro de una maleta.
Había llegado con una bolsa de mano, pero compró una maleta barata de fibra y la llenó de ropa adquirida de segunda mano, colocando la caja de cigarros en medio de aquélla. Minutos antes de salir del «Hotel Bombay» en dirección al aeropuerto, cerró la maleta, la cual facturó en el «Boeing» que le llevaría a Londres. Su equipaje de mano fue registrado, pero no contenía nada de interés.
El jet de «Air India» aterrizó en Heartrow el viernes por la mañana, y Ram Lal se puso en la larga cola de indios que trataban de entrar en Gran Bretaña. Pudo demostrar que no era inmigrante, sino estudiante de, Medicina, y le dejaron pasar rápidamente. Llegó al lugar de recogida de equipajes al salir las primeras maletas en la cinta, y vio que la suya estaba entre las dos primeras docenas. Se dirigió con ella al lavabo y allí sacó la caja de cigarros y la guardó en su bolsa de mano.
En la Aduana, se dirigió al sector de «Nada que Declarar», donde le detuvieron a pesar de todo; sin embargo, sólo registraron su maleta. El funcionario miró la bolsa que llevaba colgada del hombro y le dejó pasar. Ram Lal cruzó Heathrow en autobús, hasta el Edificio Número Uno, y tomó el avión del mediodía del puente aéreo a Belfast. Llegó a Bangor a la hora del té y, por fin, pudo examinar su mercancía.
Tomó la hoja de vidrio de encima de la mesita de noche, la deslizó cuidadosamente entre la tapa de la caja de cigarros y su letal contenido, y abrió aquélla. A través del cristal, vio la víbora que daba vueltas en el interior. Después, ésta se detuvo y le miró fijamente con sus negros e irritados ojillos. Ram Lal volvió a cerrar la caja, extrayendo rápidamente el cristal al dejar caer la tapa.
—Duerme, amiguita —dijo—, si es que vosotras dormís alguna vez. Por la mañana, tendrás que cumplir la orden de Shakti.
Antes de anochecer, compró un pequeño tarro de café, de esos que llevan la tapadera enroscada, y vació su contenido en un jarrito de porcelana de su habitación. Por la mañana, se puso sus gruesos guantes y trasladó la víbora de la caja al tarro. La enfurecida serpiente mordió una vez el guante, pero esto no preocupó a Ram Lal; al mediodía, habría recobrado todo su veneno. Observó unos instantes a la serpiente, enroscada dentro del tarro de café, antes de apretar con fuerza la tapa e introducir el bote en su cesta del almuerzo. Después, se dirigió al camión que había de llevarle a la obra.
Big Billie Cameron tenía la costumbre de quitarse la chaqueta al llegar al lugar del trabajo y colgarla de un clavo o de una varilla. Ram Lal había observado que, durante el descanso para almorzar, el gigantesco capataz no dejaba nunca de acercarse a su chaqueta después de comer, para sacar la pipa y la bolsa del tabaco del bolsillo de la derecha. La rutina no variaba nunca. Después de fumar su pipa, el hombre vaciaba la cazoleta, se levantaba, decía «Bueno, muchachos, volvamos al trabajo», y metía de nuevo la pipa en el bolsillo de la chaqueta. Cuando se volvía, todo el mundo tenía que estar en pie.
El plan de Ram Lal era sencillo pero infalible. Durante la mañana, introduciría la serpiente en el bolsillo de la derecha de la chaqueta colgada. Después de comer, el iracundo Cameron se levantaría, iría en busca de su chaqueta y metería la mano en el bolsillo. Y la serpiente que él había traído desde el otro lado del mundo cumpliría la misión encomendada por Shakti. Sería la víbora, no Ram Lal, el verdugo del hombre del Ulster.
Cameron lanzaría un juramento y sacaría la mano del bolsillo, con la víbora colgando de su dedo, profundamente hincados los colmillos en la carne. Ram Lal daría un salto, arrancaría la serpiente, la echaría al suelo y le aplastaría la cabeza con la bota. El animal sería ya inofensivo, al haber descargado su veneno. Por último, Ram Lal, con un gesto de asco, arrojaría la víbora muerta al río Comber, que arrastraría la única prueba hasta el mar. Podrían sospechar de él, pero esto sería todo.
Poco después de las once, con la excusa de ir a buscar otra maza, Harkishan Ram Lal abrió la cesta del almuerzo, sacó el tarro de café, desenroscó la tapa y vertió el contenido en el bolsillo de la derecha de la chaqueta colgada. Antes de un minuto, volvía a estar en su puesto de trabajo; nadie había advertido nada.
Durante el almuerzo, tuvo que esforzarse para comer. Los hombres charlaban y bromeaban como siempre, mientras Big Billie despachaba el montón de enormes bocadillos que su mujer le había preparado. Ram Lal había cuidado de colocarse en un lugar del círculo próximo a la chaqueta. Comía sin ganas. El corazón palpitaba en su pecho, y su tensión crecía a cada instante.
Por fin, Bill Billie arrugó el papel que había envuelto su comida, lo arrojó al fuego y eructó. Se levantó con un gruñido y se acercó a su chaqueta. Ram Lal contuvo el aliento. Cameron hurgó en el bolsillo y sacó la pipa y la bolsa de tabaco. Empezó a llenar la cazoleta. Mientras lo hacía, advirtió que Ram Lal le estaba mirando.
—¿Qué miras? — preguntó, en tono agresivo.
—Nada —dijo Ram Lal y se volvió de cara al fuego.
Pero no podía estarse quieto. Se levantó y se estiró, volviéndose a medias. Por el rabillo del ojo, vio que Cameron dejaba de nuevo el tabaco en el bolsillo de la chaqueta y sacaba la mano con una caja de cerillas. El capataz encendió la pipa y chupó con satisfacción. Volvió junto al fuego.
Ram Lal se sentó de nuevo y contempló las llamas con incredulidad. «¿Por qué —se preguntó— le había hecho esto la gran Shakti?» La serpiente era su instrumento, traído por él en cumplimiento de su mandato. Pero ella lo había retenido, negándose a emplear el arma de su venganza. Se volvió y echó otra mirada a la chaqueta. En la parte baja del forro, sobre el dobladillo del lado izquierdo, algo se agitó y quedó inmóvil. Ram Lal cerró los ojos, impresionado. Un agujero, un pequeño agujero en el forro del bolsillo, había hecho fracasar su plan. Trabajó el resto de la tarde en un vértigo de indecisión y de angustia.
En el trayecto de regreso a Bangor, Bill Billie Cameron ocupó, como de costumbre, el asiento delantero del camión; pero, a causa del calor, se quitó su chaqueta, la dobló y la colocó encima de sus rodillas. Delante de la estación, Ram Lal vio que arrojaba la chaqueta plegada sobre el asiento posterior de su automóvil y se alejaba en él. Ram Lal alcanzó a Tommy Burns, que estaba esperando el autobús.
—Dime —le preguntó—, ¿tiene familia Mr. Cameron?
—Claro —contestó cándidamente el hombrecillo—. Tiene esposa y dos hijos.
—¿Vive lejos de aquí? — preguntó Ram Lal—. Como veo que va en automóvil...
—No muy lejos —respondió Burn—. En el barrio de Kilcooley. Creo que en Ganaway Gardens. ¿Vas a ir a visitarle?
—No, no —dijo Ram Lal—. Bueno, hasta el lunes. En su habitación, Ram Lal contempló fijamente la imagen de la diosa de la justicia.
—Yo no quise llevar la muerte a su esposa y sus hijos —le dijo—. Ellos no me han hecho absolutamente nada.
La diosa le miró desde lejos y no le respondió.
Harkisham Ram Lal pasó el resto del fin de semana en un mar de angustia. Aquella tarde se dirigió al barrio de viviendas de Kilcooley, junto a la carretera de circunvalación, y encontró Ganaway Gardens. Estaba a poca distancia de Owenroe Gardens y enfrente de Woburn Walk. En la esquina de Woburn Walk había una cabina telefónica, y allí esperó una hora, fingiendo telefonear, mientras observaba 'la corta calle al otro lado de la avenida. Le pareció ver a Big Billie Cameron en una de las ventanas, y tomó nota de la casa.
Vio que una adolescente salía de ella y se alejaba, para reunirse con unas amigas. Por un instante, sintió la tentación de acercarse a ella e informarla del demonio que dormía en la chaqueta de su padre; pero no se atrevió a hacerlo.
Poco antes del anochecer, salió de la casa una mujer que llevaba una cesta de la compra. La siguió hasta el centro comercial de Clandeboye, que estaba abierto hasta muy tarde, en consideración a los que cobraban sus pagas en sábado. La mujer que él pensaba que era Mrs. Cameron entró en el supermercado «Stewarts», y el estudiante indio la siguió alrededor de las estanterías, tratando de armarse de valor y revelarle el peligro que acechaba en su casa. Pero tampoco se atrevió. A fin de cuentas, podía ser otra mujer, e incluso podía él haberse equivocado de casa. De ser así, le encerrarían, tomándole por loco.
Aquella noche durmió mal, hostigada su mente por visiones de la víbora escamosa saliendo de su escondite en el forro de la chaqueta para deslizarse, silenciosa y mortífera, entre los que dormían en la casa.
El domingo, volvió a rondar por Kilcooley e identificó sin lugar a dudas la casa de la familia Cameron. Vio claramente a Big Billie en el jardín de atrás. A media tarde, se dio cuenta de que estaba llamando la atención y comprendió que no tenía más alternativa que entrar en la casa y confesar lo que había hecho, o marcharse y dejarlo todo en manos de la diosa. La idea de enfrentarse con el terrible Cameron e informarle del peligro mortal en que había puesto a sus hijos era algo superior a sus fuerzas. Volvió a Railway View Street.
El lunes por la mañana, la familia Cameron se levantó a las seis menos cuarto. Era una mañana de agosto brillante y soleada. A las seis, los cuatro estaban desayunando en la pequeña cocina, en la parte de atrás de la casa; el hijo, la hija y la esposa, envueltos en sus batas, y Big Billie, con su ropa de trabajo. La chaqueta seguía colgada donde había estado todo el fin de semana, en un armario del pasillo.
Momentos después de las seis, Jenny, la hija, se levantó y se metió en la boca una tostada con mermelada.
—Voy a lavarme —dijo.
—Antes de esto, chica, trae mi chaqueta del armario —dijo su padre, que estaba comiendo un plato de cereales.
La muchacha reapareció a los pocos segundos con la chaqueta, sosteniéndola del cuello. La alargó a su padre. Éste casi no la miró.
—Cuélgala en la puerta —dijo,
La muchacha hizo lo que él le ordenaba, pero la chaqueta no tenía la tirilla para colgarla y el tirador de la puerta no estaba enmohecido, sino que era niquelado y liso. El padre levantó la cabeza cuando la chica iba a salir.
—iJenny! — gritó—. Recoge esa maldita chaqueta. Ninguno de los Cameron discutía con el cabeza de familia. Jenny volvió atrás, recogió la chaqueta y la colgó mejor. Al hacerlo, una cosa delgada y oscura se escurrió de los pliegues y se deslizó hasta el rincón, con un susurro seco sobre el linóleo. La chica la miró, horrorizada.
—Papá, ¿qué llevabas en la chaqueta? Big Billie Cameron detuvo la cuchara a medio camino de su boca. Mrs. Cameron se apartó del hornillo. Bobby, el hijo de catorce años, interrumpió la operación de untar una tostada con mantequilla y se quedó mirando. La pequeña criatura yacía enroscada junto a la hilera de armarios, tensa, en actitud defensiva, respondiendo a las miradas y agitando velozmente la lengua.
—¡Que Dios nos ampare! ¡Es una serpiente! — exclamó Mrs. Cameron.
—No seas estúpida, mujer. ¿No sabes que en Irlanda no hay serpientes? — dijo su marido—. Esto lo sabe todo el mundo. ¿Qué es, Bobby?
Aunque tirano, dentro y fuera de su casa, Big Billie sentía un envidioso respeto por los conocimientos de su hijo menor, que era buen estudiante y había aprendido muchas cosas extrañas. El chico miró fijamente la serpiente a través de sus gafas de lechuza.
—Debe ser un gusano ciego, papá —dijo—. El curso pasado había varios en el colegio, para la clase de Biología. Los trajeron para disecarlos. Del otro lado del mar.
—No me parece un gusano —dijo su padre.
—En realidad, no es un gusano —dijo Bobby—. Es un lagarto sin patas.
—Entonces, ¿por qué le llaman gusano?
—No lo sé —dijo Bobby.
—Entonces, ¿para qué vas al colegio?
—¿Muerde? — preguntó, temerosa, Mrs. Cameron.
—No —dijo Bobby—. Es inofensivo.
—Mátalo —dijo Cameron, padre— y échalo al cubo de la basura.
Su hijo se levantó de la mesa, se quitó una zapatilla y la enarboló como un matamoscas. Avanzaba descalzo hacia el rincón, cuando su padre cambió de idea. Big Billie levantó la vista del plato y sonrió maliciosamente.
—Espera un momento; no te muevas, Bobby —dijo—. Tengo una idea. Tráeme un tarro, mujer.
—¿Qué clase de tarro? — preguntó Mrs. Cameron.
—¿Cómo quieres que lo sepa? Un tarro que tenga tapa.
Mrs. Cameron suspiró, se apartó de la serpiente al pasar y abrió un armario. Examinó sus cacharros.
—Aquí hay un tarro de jalea, que uso para guardar guisantes secos —dijo.
—Pon los guisantes en otro sitio y dame el tarro —ordenó Cameron.
Ella le entregó el recipiente.
—¿Qué vas a hacer, papá? — preguntó Bobby.
—Hay un morenito en la obra. Es pagano. Viene de un país donde abundan las serpientes. Voy a divertirme un poco con él. Le gastaré una pequeña broma. Dame aquel guante del horno, Jenny.
—No hace falta que te pongas un guante —dijo Bobby—. No muerde.
—No quiero tocar esa porquería —dijo Cameron.
—No es una porquería —replicó Bobby—. Son animales muy limpios.
—Eres un tonto, chico, a pesar de todos tus estudios. ¿No dice el Libro Sagrado «Te arrastrarás sobre tu vientre y comerás el polvo...»? Sí, y más que polvo, digo yo. No quiero tocarlo con la mano.
Jenny pasó a su padre el guante del horno. Con el tarro destapado en la mano izquierda y protegida la derecha con el guante, Big Billie Cameron se acercó a la víbora. Poco a poco, bajó la mano derecha. Después, la dejó caer de prisa; pero la pequeña serpiente fue aún más rápida. Sus menudos colmillos se clavaron inofensivamente en el guante almohadillado, en el centro de la palma. Cameron no lo advirtió, porque sus propias manos se interponían en su campo visual. Un instante después, la serpiente estaba en el bote, y la tapa, cerrada. Observaron, a través del vidrio, sus furiosas contorsiones.
—No me gusta nada, aunque sea inofensivo —dijo Mrs. Cameron—. Te agradeceré que te lo lleves de casa.
—Lo haré inmediatamente —dijo su marido—, porque voy ya con retraso.
Metió el tarro en la bolsa, donde llevaba ya la fiambrera, introdujo la pipa y el tabaco en el bolsillo de la derecha de su chaqueta, y se dirigió a su coche. Llegó al patio de la estación con cinco minutos de retraso, y se sorprendió al ver que el estudiante indio le miraba fijamente.
«Confío en que no tendrá dotes de adivino», pensó Big Billie, mientras rodaban en dirección a Newtownards y Comber.
A media mañana, toda la brigada estaba enterada de la broma preparada por Big Billie, el cual había amenazado con una paliza al que se atreviese a darle el soplo al «morenito». No era probable que lo hiciesen; sabiendo que aquel gusano era absolutamente inofensivo, incluso ellos pensaban que la cosa tendría gracia. Sólo Ram Lal trabajaba en la ignorancia, consumido por sus propios pensamientos y preocupaciones.
A la hora del almuerzo, hubiese debido sospechar algo. La tensión se palpaba en el ambiente. Los hombres estaban sentados en círculo alrededor del fuego, como de costumbre, pero la conversación era forzada, y, si no hubiese estado tan preocupado, habría advertido las sonrisas disimuladas y las miradas que echaban en su dirección. Pero no advirtió nada. Colocó su propia cesta del almuerzo entre las rodillas y la abrió. Enroscada entre los bocadillos y una manzana, con la cabeza echada atrás para morder, estaba la víbora.
El chillido del indio resonó en el claro, un momento antes que las carcajadas de los obreros. Inmediatamente, la cesta del almuerzo voló por el aire, lanzada por Ram Lal con toda su fuerza. Su contenido se desparramó en todas direcciones y aterrizó entre las altas hierbas, las retamas y las aulagas.
Ram Lal se había puesto en pie y no paraba de gritar. Los obreros se desternillaban de risa, y Big Billie más que nadie. No había reído tanto desde hacía meses.
—Es una serpiente —gritó Ram Lal—, una serpiente venenosa. Apartaos todos. Su mordedura es mortal.
Redoblaron las risas; los hombres no podían contenerse. La reacción de la víctima de la chanza sobrepasaba todo lo que habían esperado.
—Creedme, por favor. Es una serpiente, una serpiente mortal.
Big Billie tenía la cara congestionada. Enjugó las lágrimas que brotaban de sus ojos, sentado en el claro frente a Ram Lal, que seguía en pie mirando como un loco a su alrededor.
—Morenito ignorante —jadeó—, ¿acaso no lo sabes? No hay serpientes en Irlanda. ¿Lo comprendes? No hay ninguna.
Le dolían los costados de tanto reír, y se echó atrás sobre la hierba, apoyándose en las manos. No advirtió los dos colmillos, afilados como agujas, que se clavaron en una vena de la cara interna de su muñeca derecha.
La broma había terminado y los hombres hambrientos volvieron a su almuerzo. Harkishan Ram Lal se sentó de mala gana, mirando constantemente a su alrededor, con la taza de té al alcance de su mano, comiendo sólo con la izquierda, manteniéndose alejado de las altas hierbas. Después de almorzar, volvieron todos al trabajo. La vieja destilería estaba casi derruida, y la madera recuperable yacía, polvorienta, bajo el sol de agostó.
A las tres y media, Big Billie Cameron interrumpió su trabajo, se apoyó en el pico y se pasó una mano por la frente. Humedeció con saliva una ligera hinchazón en la muñeca y volvió a su trabajo. Cinco minutos después, se irguió de nuevo.
—No me siento bien —dijo a Patterson, que estaba junto a él—. Voy a descansar un poco a la sombra.
Se sentó al pie de un árbol y, al cabo de un rato, apoyó la cabeza entre las manos. A las cuatro y cuarto, sin dejar de sujetarse la dolorida cabeza, sufrió una convulsión y cayó de costado. Pasaron varios minutos antes de que Tommy Burns lo advirtiese. Se acercó al capataz y llamó a Patterson.
—Big Billie está enfermo —gritó—. No me contesta.
Los otros interrumpieron su trabajo y se acercaron al árbol a cuya sombra yacía el capataz. Sus ojos ciegos estaban fijos en la hierba, a pocos centímetros de su cara. Patterson se inclinó sobre él. Durante sus largos años de trabajo había visto más de un muerto.
—Ram —dijo—, tú sabes, algo de Medicina. ¿Qué te parece?
Ram Lal no necesitaba examinar al capataz, pero lo hizo.
Cuando se levantó de nuevo, no dijo nada; pero Patterson comprendió.
—Quedaos todos aquí —dijo, asumiendo el mando—. Voy a telefonear para que venga una ambulancia y para avisar a McQueen.
Echó a andar por el camino, en dirección a la carretera principal. La ambulancia fue la primera en llegar, al cabo de media hora. Dio media vuelta en el camino, y dos hombres colocaron a Cameron en una camilla. Le llevaron a Newtownards General Hospital, que era el más cercano para casos de urgencia, pero ingresó cadáver. El preocupadísimo McQueen llegó treinta minutos después.
Como se ignoraban las causas de la muerte, había que practicar la autopsia, y así lo hizo el patólogo de la zona de North Down, en el depósito de cadáveres de Newtownards, donde había sido trasladado el cuerpo. Esto ocurría el martes. Por la noche, el informe del patólogo fue enviado a la oficina del instructor de North Down, en Belfast. Dicho informe no era nada extraordinario. El interfecto era un hombre de cuarenta y un años, de complexión robusta y sumamente vigoroso. Se observaban en el cadáver varios pequeños cortes y contusiones en las manos y en las muñecas, todos ellos propios de su oficio, y que nada tenían que ver con la causa de la muerte. Ésta había sido, sin lugar a dudas, una fuerte hemorragia cerebral, debida probablemente a un esfuerzo excesivo en un tiempo sumamente caluroso.
En vista de este informe, el instructor no habría celebrado normalmente una encuesta formal, dado que podía inscribirse la defunción por causas naturales en el Registro Civil de Bangor. Pero había algo que Harkishan Ram Lal no sabía.
Big Billie Cameron había sido miembro destacado de la junta de la ilegal Fuerza de Voluntarios del Ulster en Bangor, la más furiosa de las organizaciones paramilitares protestantes. La computadora de Lurgan, por la que pasaban todas las defunciones de la provincia del Ulster, por inocentes que fuesen, sacó a relucir este dato, y alguien de Lurgan cogió el teléfono y llamó a la Royal Ulster Constabulary de Castiereagh.
Desde allí, alguien llamó a la oficina del instructor en Belfast, y se ordenó una encuesta formal. En el Ulster, no basta con que la muerte sea accidental; hay que demostrar que es accidental. Al menos, así lo creen algunos. La encuesta se celebró, el miércoles, en el Ayuntamiento de Bangor. Esto significó un grave quebranto para McQueen, pues asistieron los inspectores del fisco. Y también lo hicieron dos hombres silenciosos de la tendencia más extrema del consejo de la Fuerza de Voluntarios del Ulster. Éstos se sentaron en el fondo de la sala. La mayoría de los trabajadores del difunto lo hicieron en los primeros bancos, cerca de Mrs. Cameron.
Sólo Patterson fue llamado para prestar declaración. A preguntas del instructor, relató los sucesos del lunes, y, como nadie le contradijo, no se llamó a ningún otro obrero, ni siquiera a Ram Lal. El instructor leyó en voz alta el dictamen del patólogo, que era bastante claro. Cuando hubo terminado, resumió el caso, antes de pronunciar su veredicto.
—El dictamen del patólogo es inequívoco. Mr. Patterson nos ha explicado lo acaecido durante la hora del almuerzo, la broma, quizás excesiva, gastada por el interfecto al estudiante indio. Parece ser que a Mr. Cameron le dio tal acceso de risa que llegó al borde de la apoplejía. El subsiguiente y arduo trabajo, con el pico y la pala, bajo un sol abrasador, hizo lo demás, provocando la ruptura de un vaso importante del cerebro o, como observa el patólogo en un lenguaje más científico, una hemorragia cerebral. Este tribunal expresa su condolencia a la viuda y a los hijos, y declara que Mr. William Cameron falleció por causa accidental. En el prado que se extendía delante del Ayuntamiento de Bangor, McQueen habló a sus braceros.
—Voy a seros francos, muchachos —dijo—. Mantengo vuestros puestos de trabajo, pero tendré que deduciros los impuestos y todo lo demás, ya que los del fisco andarán detrás de mí. Mañana se celebrará el entierro; tendréis el día libre. Los que quieran seguir en el trabajo, pueden presentarse el viernes.
Harkishan Ram Lal no asistió al entierro. Mientras se celebraba éste en el cementerio de Bangor, tomó un taxi hacia Comber y pidió al conductor que le esperase en la carretera, mientras él emprendía a pie el camino. El chófer era de Bangor y había oído hablar de la muerte de Cameron.
—Quiere usted presentarle sus respetos en el lugar del accidente, ¿verdad? — dijo.
—En cierto modo, sí —respondió Ram Lal.
—¿Es una costumbre de su pueblo? — preguntó el conductor.
—Llámelo así, si quiere —contestó Ram Lal.
—Bueno, no diré que sea mejor o peor que lo que hacemos nosotros, que acompañarnos al muerto a su tumba —dijo el chófer, disponiéndose a leer el periódico mientras esperaba.
Harkishan Ram Lal echó a andar por el camino hasta llegar al claro y se plantó en el lugar donde había ardido la fogata. Miró a su alrededor: las altas hierbas, las retamas y las aulagas, sobre el suelo arenoso.
—Sisha serp —dijo, llamando a la oculta víbora—. ¡Oh, serpiente venenosa! ¿Puedes oírme? Has hecho ya lo que debías; por esto te traje de los montes de Rajputana. Pero estaba previsto que también tú tenías que morir. Yo mismo te habría matado, si todo se hubiese desarrollado según el plan trazado, y habría arrojado tu cuerpo muerto al río.
»¿Me escuchas, mortífero animal? Entonces, óyeme. Podrás vivir un poco más, pero después morirás, como mueren todas las cosas. Y morirás a solas, sin una hembra con la que aparearte, porque no hay serpientes en Irlanda.
La víbora escamosa no le oyó, o, si le oyó, no dio señales de haberle comprendido. En lo más hondo de su agujero en la cálida arena, bajo los pies de Ram Lal, estaba muy ocupada, completamente absorta en la realización del trabajo que le había encargado la Naturaleza.
En la base de la cola de las serpientes, hay dos placas superpuestas que cierran la cloaca. La víbora tenía la cola erecta y sacudía el cuerpo siguiendo un ritmo primitivo. Las placas se habían separado y, uno a uno, envueltos en su bolsa transparente, de unos milímetros de longitud, pero tan venenosos como sus antepasados, la serpiente, que era una hembra, echó doce hijitos al mundo.
Fin