LA PALIZA DE LOS CINCUENTA
Publicado en
diciembre 29, 2021
¡Hay que cuidar lo que queda!
Por Elizabeth Subercaseaux.
Hasta los cuarenta todo parecía continuar como sobre ruedas. Andábamos por la vida canturreando, sabiendo poco de dolores físicos, casi nada de cuidarse la salud. El cuerpo seguía siendo un compañero fiel, una buena persona, amigo incondicional, de lealtad a toda prueba, siempre listo para recibir de buena gana cualquier cosa que una quisiera darle. Hasta entonces nada parecía tener demasiada importancia. Acostarse a las tres de la madrugada, conversarse un par de botellas de vino, comerse unos buenos asados o fumarse unos buenos cigarrillos. Todo lo aceptaba el cuerpo y a la mañana siguiente amanecía una como esponjada, como si algún duende de la noche le hubiese practicado masajes en la frente, en las piernas y en el alma. Sin arrugas de ninguna especie, sin nada que afeara el rostro en aquella primera mirada al espejo.
Hasta los cuarenta una era joven desde siempre y para siempre, por derecho propio y porque así tenía que ser. Rara vez hacía una dieta para adelgazar, porque no engordaba nunca, comiera lo que comiera. Jamás se echaba una crema en la cara. ¿Para qué echarse ungüentos extraños si la piel era tersa por naturaleza y siempre fue así, desde el día en que nacimos hasta la eternidad? La gimnasia era la gimnasia de la vida misma. Nada de andar levantando pesas o pedaleando en bicicletas que no eran bicicletas ni haciendo flexiones torturantes, con un reloj en una mano y la angustia de estarse moliendo los músculos en la otra. Ni hablar de salir a trotar por la cuadra, vestida de astronauta en el invierno y de ciclista en el verano. ¡Esas son cosas de las americanas!, exclamábamos, felices de no ser norteamericanas, convencidas de que las americanas hacían esas "cosas" por quererse martirizar y nada más.
Cuando una andaba en esos años maravillosos en que la juventud y la inconsciencia se juntaban en un abrazo, las palabras colesterol, infarto y sobrepeso no existían en el lenguaje. La vejez era algo que estaba por allá, tan lejos que lo probable parecía ser que nunca la íbamos a alcanzar. Algo que sucedía siempre, de ello estábamos casi seguras, pero algo estrictamente reservado a los demás. Recuerdo ahora la teoría de mi prima Adriana. Cuando era niña, mi prima intentó convencerme de que ser viejo era un castigo que sólo les llegaba a las malas personas. Tenían que haber robado un banco, asaltado un tren o, por lo menos (decía mi prima), haberle pegado a la esposa. Dios los castigaba en esta misma vida, enviándoles la vejez. A los otros, cuyo comportamiento era satisfactorio para las exigencias de Dios, no les acontecía nunca semejante tragedia. Yo miraba a mi prima no muy convencida de su teoría, porque mi mamá, que era la mejor persona del mundo, me parecía vieja, y mi abuela, que era santa, me parecía eterna. Sin embargo, no me pasaba por la mente pensar que alguna vez yo misma iba a ser como era entonces mi mamá. Y llegar a ser como mi abuela, que en ese tiempo no tenía más de cincuenta años, me parecía ridículo, por no decir imposible. Porque yo era joven y eso, precisamente eso, es lo más bello de la juventud; hay un momento en la vida en que una cree que es para siempre.
A los cuarenta, recién ahí, una comienza a darse cuenta de que la historia tenía sus bemoles. Empiezan a pasar cosas diferentes, inesperadas, sin ninguna razón atendible. La primera de ellas tiene que ver con lo que comemos. Una sigue comiendo lo mismo, pero ahora lo mismo engorda. Una sigue tomando vino, pero ahora el vino cae mal. Ya no se despierta con esa cara lozana, ya no amanece con las mejillas coloradas, respirando hondo el aire de la mañana. Ahora despierta con el pecho apretado, el rostro más blanco y el estómago pesado. Entonces y muchas veces por primera vez en la existencia, se encuentra una buscando remedios para la situación. Y vienen las dietas para adelgazar, los consejos de las otras amigas cuarentonas, las revistas con los miles de secretos, esas cremas carísimas y la gimnasia. Y en menos que canta un gallo se encuentra una levantando pesas a las ocho de la mañana, comiendo casi nada al desayuno, saltándose el almuerzo, untándose la cara con una crema en la mañana, otra en la media tarde y una distinta en la noche, preguntándose cómo fue que le vino a suceder esto. "No como casi nada y sigo gorda, apenas me río y nunca frunzo el ceño, pero igual me arrugo; los cigarrillos, que antes me caían bien, ahora me producen tos y me congestionan el pecho". Frases de los cuarenta.
Poco a poco se va tomando el peso a la nueva realidad. Ya no es posible llevar la misma vida de antes. Hay que cuidar un poco la comida, hacer algo de ejercicio, dejar de fumar y ser lo más benevolente posible cada vez que se mira en el espejo. Y los cuarenta van pasando más o menos bien, sobre todo si se toma en cuenta que se trata de la llamada "edad de oro" de la mujer. Puede ser que no sea tan dorada la edad, en lo que al cuerpo se refiere, pero se está en la cúspide de la carrera, en lo mejor del amor, en la parte más entretenida de la vida.
Todo eso dura lo mismo que un suspiro. Hasta los cuarenta y nueve, porque ahí, bien de repente y con mucha más fuerza que antes, cambia todo. Y ahora sí, el cambio es radical... Es la paliza de los cincuenta.
Mi amiga Joyce, quien se encuentra en lo más hondo de ese cambio, me ha contado que la paliza de los cincuenta se parece mucho a estar dormida como ángel y ser despertada en medio de la noche y llevada a empujones a darse una ducha fría. Dice Joyce que ella andaba de lo más contenta con la vida, acostumbrada a su gimnasia, a sus masajes quincenales, a seguir una dieta regular, ni piernas de cordero asadas con salsas de ciruelas ni vasos de agua en lugar de las comidas. Pero de pronto, sin que ella hubiese hecho nada distinto con su vida diaria, comenzaron a pasarle cosas que nunca antes le habían sucedido. Dolores en algunas partes del cuerpo, en la espalda, en las piernas, como de cansancio. Unas cosas se le iban para arriba y otras se le iban para abajo. Para arriba las encías, los pechos para abajo. Los ojos ya no estaban respondiendo y no era (como Joyce creía) que cada año achicaban más las letras de la guía de teléfonos porque más gente tenía teléfono, era que su vista se acortaba y estaba necesitando anteojos. Las canas, que le habían salido hacía mucho tiempo y que hasta entonces le daban hasta gracia a su pelo medio azulado, ahora y aunque usaba el mismo shampoo, parecían canas de paja. En medio de todo aquello le llegó la menopausia. Fue al doctor para el dolor de espalda y porque se le estaban durmiendo los pies y salió de su consulta acongojada. El médico le dijo que ya no podía comer huevos, porque tenía el colesterol un poco alto, ya no podía tomar café, porque se le iban a descalcificar los huesos, tenía que reemplazar el vino por jugo de zanahorias, debía aumentar su gimnasia a tres veces por semana, porque con los años, dijo el doctor, sirve de poco hacer dieta si no se hace ejercicio. El dolor de espalda era culpa de los cincuenta, pero debía hacerse una radiografía por si ya estaba fallando la columna. El dolor de las piernas eran várices internas y el doctor vería si valía la pena operarlas. Se le dormían los pies por la mala circulación de la sangre. Nada de cigarrillos, nada de grasas, Joyce estaba amargada. Y por más esfuerzos que hacía, intentando convencerse de que los cincuenta tienen sus gracias, no se resignaba. Ahí fue cuando leyó de nuevo "Las Memorias de Adriano", ese libro maravilloso que escribió Marguerite Yourcenar, y se le quitó la tristeza.
"He ido esta mañana a ver a mi médico". Así comienza el libro. Está hablando el emperador Adriano. "Esta mañana pensé por primera vez que mi cuerpo, ese compañero fiel, ese amigo más seguro y mejor conocido que mi alma, no es más que un monstruo solapado que acabará por devorar a su amo" . Le escribe Adriano a su amigo Marco y luego le dice: "Mis piernas hinchadas ya no me sostienen durante las largas ceremonias romanas; y tengo setenta años". Eso fue lo único que consoló a Joyce, lo de los "setenta años". Dijo que los cincuenta todavía están lejos de los setenta y que a la hora de los setenta aún faltará mucho para los noventa. Y entonces tomó la determinación de no preocuparse antes de tiempo.
Una amiga de mi abuela inventó una receta más sabia. Desde joven, en vez de quitarse la edad, se echaba más años de los que tenía. A los treinta, decía que tenía cuarenta, y la gente le decía: " ¡Pero, qué joven se ve!". A los cincuenta dijo que tenía setenta y la felicitaban por lo bien que se conservaba. . A los noventa, y como decía que tenía ciento veinte, llegaron cinco periodistas a entrevistarla... Murió feliz. Había sido joven la vida entera.
ILUSTRACIÓN: MARCY RIONDA
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, MAYO 26 DE 1992