Publicado en
diciembre 05, 2021
Al ver que mi tía Eulogia no lo llamaba ni regresaba a la casa, como había hecho otras veces, Roberto la invitó a tomar un café, para preguntarle si tenía un amante que la estuviera manteniendo...
Por Elizabeth Subercaseaux.
Al principio, Roberto pensó que esta partida de Eulogia sería como todas sus partidas anteriores: un enojo, un par de semanas en un apartamentito alquilado (que él tenía que pagar después), una llamada por teléfono, una salida a un restaurante romántico, cena con dos velas y champán, un beso furtivo, la mano, ¡y ya!, eso era todo lo que se necesitaba para que las cosas volvieran a la normalidad. Después, Eulogia hacía su maletín, entregaba el piso alquilado (con la consiguiente furia del dueño) y regresaba a su casa (es decir, a la casa de Roberto).
—¿Y tú me juras, Roberto, que nunca más en toda tu vida vas a mentirme? —le preguntaba la primera noche de vuelta en su cama de los últimos 20 años.
—Te lo juro —contestaba Roberto, muy seguro de sí mismo, como si estuviera jurando en serio.
Pero esta vez no hubo llamada por teléfono. No se produjo la salida al restaurante romántico. Ni la cena con velas. Y lo que era incluso más grave (a juicio de Roberto), Eulogia no alquiló un piso amueblado, sino uno vacío al que le fue colocando los muebles que fue comprando con el sueldo (¡su sueldo!, Roberto no podía creerlo) que le pagaba Tina Fernández por su trabajo en la empresa de cosméticos.
—Tiene que tener otro hombre, viejo, te lo garantizo —le decía su amigo Pancho Piedrabuena, un malacatoso, tan perejiliento como él, a quien su esposa casi siempre quería descuartizar—. Las mujeres no ganan plata como para mantenerse solas, ¿y en un apartamento bien puesto, como me has descrito el de tu mujer? ¡Olvídalo, viejo! Aquí hay gato encerrado, es decir, "hombre encerrado", te lo garantizo.
Y así le fue metiendo la duda hasta que Roberto no aguantó más y llamó a Eulogia por teléfono.
—Me gustaría verte un rato —le dijo.
Eulogia estaba ocupada en ese momento, no tenía demasiado tiempo para conversar por teléfono.
—¿Para qué?
—Bueno, para que hablemos —respondió Roberto, molesto.
—¿De qué?
—De lo que nos pasa —dijo él. armándose de paciencia.
—Pero si no nos pasa nada, al menos que yo sepa —dijo Eulogia, anotando mal un número en la columna de la izquierda—. Estoy terriblemente ocupada, Roberto. ¿Podrías ser más explícito, por favor?
—Quiero verte para hacerte unas preguntas.
—¿No las puedes hacer por teléfono?
Silencio.
—Está bien, te veré en el café Don Kike a las seis y media de la tarde. Hasta luego.
Antes de partir a la cita, Eulogia habló con Tina. Esta era intuitiva por naturaleza. Sabía más de los hombres, las mujeres y los niños que si hubiera estado casada tres veces y hubiera tenido cinco chiquillos.
—Voy a ver a Roberto —le confesó Eulogia.
—Me parece excelente. Lo único bueno de una separación es la posibilidad de quedar bien con el marido, de ser su amiga, pero, mira, hija (la llamaba hija aunque era 12 años menor), aprovecha que vas a verlo para que aclares muy bien tu situación.
—¿Cuál situación? —preguntó Eulogia, sorprendida.
—Tu situación económica —dijo Tina, seria, y luego le dio una clase magistral acerca de sus derechos como ex cónyuge.
Eulogia la miraba con la boca abierta. La verdad es que nunca se le había ocurrido pedirle un peso a Roberto, mucho menos que la mitad de su dinero y de la casa fueran suyos; pero Tina sabía muchísimo de estas cosas.
Cuando Eulogia llegó, Roberto la estaba esperando. Había llegado al café cinco minutos adelantado.
—Creí que no vendrías.
—Yo siempre cumplo lo que prometo —dijo mi tía refiriéndose a quién sabe cuál rencor escondido—. ¿Y bien? Dime qué es lo que querías decirme con tanta urgencia, Roberto...
Roberto la miró con amor. Mal que mal había sido su compañera la mitad de su vida y tal vez fuera tarde, pero él se había dado cuenta de que podría olvidar todo lo que pasara en su existencia, hasta su nombre, pero jamás olvidaría los pies tibios de Eulogia al final de la cama, ni su pelo desordenado al despertar, ni sus ojos de loca cuando él llegaba tarde con quién sabe qué disculpa tonta, ni su sonrisa cuando a él se le iluminaba la cabeza y salvaba la situación con solo Dios sabe qué invento que ella siempre terminaba creyendo. Ahora la tenía al frente 10 años más joven, más bonita, sin arrugas, observándolo como quien mira a una persona a la cual acaba de conocer.
—Hay algo que me tiene muy preocupado. Te lo voy a decir directamente, sin rodeos, Eulogia. Me tiene preocupado esto de que no me pidas dinero para nada, que tengas plata sacada de no sé dónde para tus gastos, que te las puedas arreglar sin mi ayuda. Por eso he pensado, bueno, más que he pensado, durante el último mes me ha estado dando vueltas por la cabeza la idea de que... bueno, la idea de que tienes un amante que te está manteniendo. ¡Ya! Ya lo dije. ¿Tienes un amante?
Eulogia lo miró con esa mezcla de compasión, risa y rabia que se pinta en la cara de las mujeres cuando no saben si darle al ex marido un beso o un puñetazo.
—¿Un amante que me mantiene? ¿Y de dónde sacaste esa idea tan peregrina? Me fui de tu lado precisamente porque estaba hasta la coronilla de tu filosofía basada en que el que paga la música escoge la melodía. Ya no podía más con mi condición de mantenida por ti, sin independencia ni autonomía de ninguna especie, marcando la hora para hacerme vieja y luego llegara la muerte y me llevara, y al otro lado del Universo me encontrara con San Pedro o con quien fuera, y no supiera qué responderle cuando me preguntara "qué has hecho con tu vida". Estaba aburrida de vivir así, con miedo a la vida, miedo a la muerte y miedo a la flaca de la esquina. ¿No te das cuenta? ¿Crees, de verdad, que después de librarme de todo esto voy a dejar que otro hombre me mantenga? ¿Un Robe'rto número dos? ¿Me has visto cara de idiota?
Roberto no sabía qué decir. Nunca había entendido a las mujeres, a la suya menos que a ninguna, a veces creía seriamente que eran extraterrestres que habían llegado a este planeta con la clara y última intención de acabar con los hombres. Para siempre. Eran muy raras. Y Eulogia constituía para él un ejemplar rarísimo, al que jamás entendería.
—Soy yo quien tiene algo que decirte —continuó Eulogia—. Quiero que hablemos con un abogado para que arreglemos oficialmente nuestra situación.
—¿A qué te refieres? —preguntó Roberto, sintiendo que el alma se le estremecía y una culebra se paseaba por su espalda. El tono de Eulogia no le estaba gustando nada. Ni su mirada. Ni esa manera de torcer un poco la boca.
—Me refiero a que vamos a empezar los trámites de nuestra separación —le dijo.
La voz de Roberto descendió hasta convertirse en un susurro.
—¿Divorcio? ¿Estás hablando de un divorcio?
—No es necesario que nos divorciemos, si tú no quieres, Roberto, pero vamos a dividirnos las cosas como debe ser.
—¿Qué cosas?
—Todo. La casa. Los ahorros, los muebles. La mitad de todo eso es mío. Me corresponde como tu ex esposa —le dijo con firmeza.
—¡Pero si me abandonaste! —le dijo, mirándola alarmado.
—Eso no existe, amigo mío, no existe tal cosa como que uno abandone al otro, así no más. Los dos nos abandonamos. Tú me fuiste abandonando poco a poco y yo amanecí iluminada una mañana y me fui del todo; aquí no hay víctimas, sino responsables.
Roberto seguía sin entender. ¿Cómo que no lo había abandonado? ¿Cómo se llamaba a una mujer que se va de la casa, alquila un piso sin muebles y se queda a vivir allí para siempre?
—Te vas de la casa y ahora quieres la mitad de la casa que dejaste. ¿Por qué no vuelves? Es mucho más sencillo. Ahí tendrás la mitad de manera automática —dijo, e inmediatamente sintió que estaba diciendo una estupidez.
—Ni tú ni yo podemos resolver esto. Vamos a entregárselo todo a un abogado —dijo Eulogia, levantándose para irse.
—¿Un abogado?
La sola palabra "abogado" le producía a Roberto escalofríos. ¿No podían entenderse como seres civilizados?
—¡Un abogado, no! Eso sí que no —le dijo a Eulogia, quien se quedó mirándolo con una expresión entre alegre y confundida.
—Está bien. Sin abogado. ¿Tienes lápiz y papel?
Roberto pasó esa noche en vela. La había invitado a tomarse un café para preguntarle por un supuesto amante y decirle, de paso, que jamás olvidaría sus pies tibios al fondo de la cama, y había salido con la mitad de su casa, de su auto, de todos sus ahorros y de su vida. ¡Las mujeres son peores que los extraterrestres!
ILUSTRACION: MARCY GROSSO
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, AGOSTO 16 DEL 2005