Publicado en
diciembre 11, 2021
En estos 10 años, en estas páginas han aparecido las increíbles historias de mi familia... Por eso organicé una cena a la que invité a todas mis tías, a sus maridos y a sus amantes, a la flaca de la esquina y, por supuesto, a la Domitila.
Por Elizabeth Subercaseaux.
En este mes de diciembre se cumplen 10 años desde que comenzó nuestra sección. Vale decir que hace 10 años, todos los días, me siento frente a la computadora y como por arte de magia se van hilvanando las historias de mi familia. La línea divisoria entre realidad y ficción suele ser tan tenue, que muchas veces se confunden, y a veces ni yo misma sé dónde empieza la ficción y dónde termina.
En todo caso quise celebrar este aniversario y me pareció que la mejor forma de hacerlo era organizando una cena para agazajar a mis personajes. Después de todo, estoy en deuda con ellos, pues si no fuera por sus aventuras, esta columna no existiría. Invité a mi tía Eulogia con Roberto, naturalmente; a la flaca, porque sin ella la fiesta no habría tenido sentido; a la Domi, claro está, aunque se encontraba en Madrid; pero hoy en día viajar no cuesta nada; a todas mis tías; al mexicano poeta con el que se casó la Domi una vez; a Eustaquio Miranda, el ex marido de la flaca; y a la monja del convento porque, mal que mal, varias de mis tías han pasado por sus claustros para ver si logran encontrarse con Dios, la Virgen, un jardinero que les haga temblar el alma o, por último, con ellas mismas. "Más vale encontrarse con una misma en la vida, que andar como bola huacha", decía mi abuela, a quien no invité pues, como todos saben, está muerta, pero ¡oh, sorpresa! —la dulce vieja nunca deja de sorprenderme— apareció en medio de la fiesta.
Mi marido, que es un hombre sensato y precavido, me anunció que se marcharía a San Francisco para dejarme la casa libre. "Regreso el lunes por la noche". Y se fue. Sabio, él, porque la cena fue bastante movida, los ánimos se acaloraron y hubo un momento en que temí por la vida de mi columna.
A las ocho comenzaron a llegar los invitados. Mi tía Eulogia fue la primera. Roberto, su marido, estaba en una reunión de trabajo y tardaría un poco en llegar, me explicó, lanzando un larguísimo suspiro. Después apareció la Domi, trayendo un paquete de churros y un abanico de regalo para mí.
Para las nueve de la noche habían llegado todos, menos la flaca, que llamó para decir que estaba en una reunión de trabajo, que la disculparan, pero que vendría de todas formas, aunque fuera un poco tarde. Entre mis tías, sus maridos, sus amantes y la monja se juntaron alrededor de 50 personas.
Nos sentamos ante las cinco mesas que instalé en el jardín y... no sé a qué hora se me ocurrió tocar una campanilla, pedir silencio y hacer un brindis por todos y por la columna de VANIDADES, que hoy cumple 10 años. Se armó un "guirigay" fuera de serie. Comenzaron a reclamar en voz alta, como si aquello fuese el Congreso, en lugar del jardín de mi casa. Que yo era una salvaje, una inconsciente, una mentirosa, que siempre dejaba mal a todos los miembros varones de la familia. Que defendía a las mujeres, aunque las pintaba como unas sueltas de cascos, calentuchas, pecadoras, que se andaban enamorando de medio mundo, hasta de los jardineros en los conventos. Federico, el marido de una de mis tías, tomó la palabra para decir que en la vida real las mujeres decentes no tenían amantes, ¿qué me había imaginado?, eso era algo masculino, no de católicas bien nacidas. ¡Mucho menos de católicas bien nacidas en nuestra querida y respetable familia! Que el flaco de la moto, seguramente e andaba con mujeres, pero no con mujeres de nuestra familia, ¿no me había dado cuenta de que estaban todas casadas? Y entonces, el propio flaco de la moto se levantó de su asiento y enrostrando a Federico, le dijo que estaba muy equivocado; él había sido amante de varias mujeres de esa familia, casadísimas, y dirigió la mirada hacia la mesa donde estaban mi tía Alicia, mi tía Josefina y mi tía Clema, quienes empezaron a sudar y a desmayarse una por una.
Otro invitado agarró la palabra para decir que "por fin" podían hablar ellos, pues yo siempre les daba la pasada a las mujeres, sobre todo a esa vieja patuleca de mi abuela, "que en paz descanse", que era una feminista zarrapastrosa y añeja... Y dicho esto cae un rayo en medio del jardín, y desde el centro del mismo rayo aflora mi abuela, venida del más allá, y enfrenta a su yerno, con su nueva voz de fantasma:
—¿Qué dijiste? Repítelo.
El pobre hombre, así como el resto de la concurrencia, quedó con la respiración en cero, mirando a mi vieja abuela reaparecida.
—¿Qué decías de mí?
—Nada, señora Virginia, por Dios. ¿Qué hace usted aquí en vez de estar en su tumba? —balbuceó el pobre hombre, más muerto que vivo.
—Vine a defender mis derechos —dijo mi abuela, saliendo del rayo.
En eso llegaron la flaca y Roberto, y mi tía Eulogia saltó de su silla como una leona.
—¡Sabía que andaban juntos! —gritó.
Cuando la cosa estaba que ardía, la Domitila se paró sobre una mesa y desde allí intentó poner orden a gritos. Que eran unos malagradecidos, les dijo, si no fuera por esta sección, nadie los conocería. La flaca era famosa en toda Sudamérica, y la señora Eulogia también. Ella misma, cuando aterrizó en Barajas, el oficial de la aduana la reconoció.
"¡Pero zi e la Domitila, Virgen de la Candela, zi e la propia Domitila que ha llegao a Madrí!", gritaba desenfrenado el hombre quien, obviamente, era de Andalucía. "Ahoritita mimo te hago el papeleo, mujé, que tú no tiene que esperá nada, porque ere la Domitila tan famosa, mujé de mi arma!"...
Así le había dicho el aduanero. La conocía perfectamente bien. No cabía duda de que los miembros de esta familia se estaban haciendo famosos.
—¿Yo también? —preguntó Roberto, que siempre ha tenido un ego desmesuradamente grande. La Domi lo tranquilizó:
—Usted también, don Rober...
Mi tía Eulogia tomó la palabra para decir que estaba de acuerdo. Nadie podía negar que la familia se había hecho famosa gracias a esta sección de VANIDADES, pero... ¡miren qué clase de fama! ella era una cornuda sin remedio, su madre una "vieja sabia por naturaleza" —lo dijo imitando mi voz— que aparecía convertida en fantasma, su Roberto un sinvergüenza de la peor especie, su padre un pellizcador de trastes duros, y varias de sus hermanas unas pánfilas que se iban al convento y se enamoraban del jardinero.
—¡Pero si eso es la pura verdad, hijita! —gritó desde un rincón del jardín la Madre Superiora, a quien nadie había tomado en cuenta—. Esa es la pura y santa verdad. Yo me acuerdo muy bien cuando la niña Jacinta llegó a mi convento y se enamoró del jardinero. Yo misma los encontré acurrucados bajo la pila bautismal. Yo me acuerdo muy bien que la niña Jacinta llegó pálida como un muerto y abandonó el convento sonrosada como una holandesa.
Se produjo un silencio.
Eustaquio Miranda, el ex marido de la flaca, preguntó, tímidamente, si podía decir algo. Con una voz cascada por los años y la espera contó que cada 14 días compraba la VANIDADES para ver si aparecía la flaca; cada vez lo hacía con la esperanza de que la flaca hubiera decidido, de una vez y para siempre, casarse como toda la gente y tener una familia normal. Casarse con él, claro, por segunda vez, porque más valía pájaro en mano que 100 volando. Pero cada 14 días recibía una nueva estocada de muerte. La flaca no tenía remedio. Nunca abandonaría a Roberto y ahora, para colmo, se había hecho amiga de la familia; hasta Eulogia la adoraba, la Domitila era su consejera, ¿y qué podía hacer él? Estaba cansado de esperarla.
—Todavía te amo, flaca de la esquina —dijo, mirando hacia la mesa donde estaba la flaca, muy enlatada entre Roberto y mi tía Eulogia—. A pesar de todo, te amo todavía.
La flaca, entonces, se puso de pie y pronunció el siguiente discurso que sólo sirvió para empeorar las cosas:
—Señores y señoras de esta familia: a mí sólo me queda agradecer la acogida tan buena que he tenido entre ustedes. Es cierto que de vez en cuando he producido algunos sinsabores a las esposas que se sienten traicionadas, pero no es menos verdad que he contribuido a su felicidad. ¿Alguna de ustedes ha perdido a su marido por mi causa? No. ¿Alguna de ustedes ha abandonado al marido por mi causa? Tampoco. O sea que yo, en definitiva, he sido la salvadora de sus matrimonios un poquitín gastados y aburridos. En cuanto a ti, Eustaquio querido, ya te expliqué que yo tengo vocación de amante y nunca, nunca en toda mi vida voy a volver a casarme... Muchas gracias a todos.
Otro silencio. Mi abuela tomó la palabra:
—Creo que ser mujer en el siglo XXI es un poco mejor que en el siglo XX, mucho mejor que en el siglo XIX y bastante peor que en el siglo XXII. Creo que ser hombre en el siglo XXI sigue siendo algo cómodo; haber sido hombre en el siglo XX fue menos engorroso y ser hombre en el siglo XXII será atroz. El matrimonio no es la tumba del amor, pero tampoco es la panacea universal. En todo caso, estoy muy contenta con lo que veo...
—¿A qué se refiere, mamá? —preguntaron mis 20 tías al unísono.
—A que esta niñita —eso lo dijo mirándome fijo a los ojos— tiene tema para muchos años en la revista.
La Domi sugirió hacer un brindis por esta sección y fue lo que hicimos.
—¡Salud!
A las cuatro de la madrugada mis invitados partieron rumbo a sus vidas... y yo rumbo a mi computadora.
ILUSTRACIÓN: MARCY GROSSO
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, NOVIEMBRE 13 DEL 2001