ENCIMA DE LAS NUBES (Domingo Santos)
Publicado en
diciembre 13, 2021
Contempló los estratorreactores allá en la pista, e Inmediatamente sintió un ligero cosquilleo en la nuca. Desde pequeño sus oídos se habían llenado de muchas historias acerca de los estratoreactores y de las cosas que hay encima de las nubes. Se contaban maravillas de las Plataformas. Alzó la vista al cielo gris sucio que colgaba como una especie de techo sobre su cabeza, muy bajo, de horizonte a horizonte. A veces la ausencia de comentes de aire hacía que la «capa de mierda» descendiera tanto que formaba, a nivel del suelo, un auténtico puré de guisantes, de tal modo que uno no veía nada a más de veinte centímetros de su nariz. Era entonces cuando se producía el mayor número de muertes, y no todas por accidentes de circulación. Afortunadamente, decían las autoridades, no era algo que se produjera muy a menudo, y además las oficinas meteorológicas se preocupaban mucho de prevenir con la suficiente antelación.
Tosió. Instintivamente, graduó el botón del inhalador. Una bocanada de aire demasiado fresco le hizo darse cuenta enseguida de que se había excedido con la regulación. Prestó más cuidado al ajuste. Por suerte, no siempre era necesario llevar las mascarillas para salir al exterior. Según la Oficina de Bienestar, casi un veinte por ciento de los días del año eran «limpios».
Una azafata se le acercó andando grácilmente.
—¿El señor Álvarez? —preguntó—. Todo está listo: puede subir a bordo. Despegaremos dentro de siete minutos. Por aquí, por favor.
Tragó saliva, y su nuez hizo un doloroso movimiento dentro del ajustado anillo del cuello de su suéter. Siguió a la muchacha, que se movía por la pista con la eficiencia de quien ha realizado miles de veces la misma operación. El aparato, cuando pudo verlo de cerca, no era muy grande: un simple trirreactor con capacidad para cincuenta personas. En sus costados lucía el barroco emblema de la compañía propietaria, la gigantesca «B» de las Industrias Químicas Baller. Pensó que allá arriba, encima de las nubes, el propietario de la compañía, el señor Baller en persona, le estaba esperando. A él.
Encima de las nubes. El sueño de toda una vida.
Entró en el aparato. Se acomodó en el asiento, notando la blandura de la espuma y la suavidad del terciopelo, gozando con el tacto de cosas que estaban más allá de su mundo. Miró a través de la ventanilla: una uniformidad gris sucio, el color que lo presidía todo en el mundo desde hacía años. Pero, soñó, allá arriba...
—Abróchese el cinturón, por favor. No fume durante el despegue. Si necesita algo, no dude en llamarme.
La blanca sonrisa le ayudó a abrocharse el cinturón y luego desapareció en la cabina de pilotaje. Miró a su alrededor: iba solo en el avión. Apretó fuertemente sobre sus piernas el maletín de ejecutivo que contenía los documentos. La cabina del pasaje era un amplio salón ricamente amueblado, donde cada elemento estaba diseñado para el lujo y el confort. Allí al fondo había un enorme mueble bar. Se pasó la lengua por sus resecos labios. Dios, cómo necesitaba algo fuerte y alcohólico. Se lo pediría a la azafata apenas estuvieran en el aire.
El creciente sonido de los reactores le indicó que estaban a punto de despegar. Al otro lado de la ventanilla, la bruma gris empezó a deslizarse hacia atrás, cada vez a mayor velocidad. Luego, de repente, el brusco tirón, la sensación en la boca del estómago del empuje hacia abajo, como cuando uno sube en un ascensor ultrarrápido. Pero no era como en los vuelos normales, se dijo, esto era mucho más intenso. El ángulo de inclinación era más pronunciado, la velocidad mayor. El aparato subía casi en vertical, y esto creaba una náusea extraña en todo su cuerpo. No podía ver nada a través de la ventanilla, sólo remolineantes formas imprecisas. Luego, el aparato se hundió en una algodonosa capa grisácea. Finas gotitas empezaron a resbalar por la parte exterior del doble cristal, como huyendo despavoridas. Observó que el manto algodonoso que parecía envolver al aparato se iba haciendo más blanco, hasta que llegó a parecer algodón hidrófilo. Sujetó con más fuerza el maletín. Entonces, de pronto, el sol estalló a su alrededor.
—Señor Baller, el señor Álvarez ha llegado. Le espera en la sala de juntas.
Augusto Baller se apartó ligeramente de la barandilla y miró al comunicador de pulsera. Era un gesto tan instintivo como inútil: su secretario se hallaba cinco pisos más abajo. Conectó el fono en la posición tres.
—Está bien, Penn. Dígale que espere un momento. Voy en seguida.
Se apoyó de nuevo en la barandilla y miró hacia abajo, hacia el mar de nubes que flotaba a más de mil metros de profundidad. No se veía absolutamente nada. Cambió el fono a posición uno.
—Katy, Oliver, tengo que irme. Subid solos.
Hubo un carraspeo, luego un clic a través de la onda personal. Una voz aguda canturreó:
—Está bien, papá, no sufras. Vamos en seguida. Sólo otro chapuzón.
Agitó la cabeza con reprobadora condescendencia. No esperó a que allá abajo, en la lejanía, surgieran las dos motitas negras, como moscas revoloteando en la distancia. Dio media vuelta y se dirigió a la batería de ascensores. Pulsó el botón de su oficina.
Cinco plantas más abajo, en la sala de juntas, estrechó la húmeda blandura de la mano de su empleado. El color blanquecino del rostro de Álvarez, propio de quienes vivían debajo de las nubes, contrastaba fuertemente con el intenso bronceado del rostro y los brazos de Baller. No pronunció ningún saludo. Fue directamente al grano.
—¿Trae el informe?
Álvarez extrajo un grueso dossier de su portadocumentos y se lo tendió.
—Aquí está todo, señor Baller. Los informes, las estadísticas, los documentos complementarios y el resumen final.
Baller hojeó rápidamente las páginas. Se detuvo hacia el final, en un encabezamiento que decía: Informe resumen de la situación. Lo leyó con detenimiento. Dejó escapar una palabra poco elegante.
—Todo esto es absurdo —dijo—. ¿Se dan cuenta de lo que pretenden? ¡Eso es tanto como inmovilizar el progreso!
—Han dicho que piensan mantenerse firmes en su postura, señor Baller. Pretenden acudir al Gobierno si es preciso...
Baller dio un fuerte puñetazo sobre la mesa de juntas.
—¡Pretenden! —gritó—, ¿Quién pretende? ¡Cuatro estúpidos alarmistas, los mismos de siempre! ¡Alegando las sempiternas mojigaterías de sus abuelos! ¡Que si el equilibrio ecológico, que si la degradación del medio ambiente...! ¡Claro que ningún avance tecnológico se consigue sin algunas concesiones, pero ya se están lomando todas las medidas! ¡Y hemos llegado a un punto en el que es necesario actuar drásticamente, y el itziol es la única salida! ¿O es que acaso ellos tienen alguna idea mejor? ¿Por qué no proponen otra solución, en lugar de torpedear los intentos de quienes sólo nos preocupamos por el bienestar de la humanidad? Álvarez hizo un gesto que no comprometía a nada.
—Son extremistas, señor Baller. Dicen que están dispuestos a llegar hasta donde sea necesario. En este preciso momento están redactando un manifiesto...
—Un manifiesto —bufó Baller. Rumió las palabras, agitando apesadumbrado la cabeza. Sopesó el dossier, como si evaluara su trascendencia. Lo dejó sobre la mesa de juntas.
Luego pareció cambiar de opinión. Su rostro se dulcificó.
—Está bien, señor Álvarez —dijo—. Veo que ha cumplido usted de forma excelente con el trabajo que le fue encomendado. Pero el consejo necesita estudiar a fondo este informe. Puesto que ya está usted aquí, creo que lo mejor que puede hacer es disfrutar todo lo que pueda de la Plataforma y de sus alicientes, mientras nosotros analizamos el asunto. Cuando hayamos tomado una decisión ya le avisaré. Hasta entonces mi secretario se encargará de usted: dígale que le busque un buen alojamiento y le abra una cuenta de gastos. Y no se preocupe por nada: tiene crédito ilimitado.
«Ahora déjeme solo, por favor.
La Plataforma. Cien kilómetros cuadrados de superficie flotando muy por encima del suelo, una isla aérea que albergaba medio millón de almas. Una ciudad: una más entre las innumerables ciudades suspendidas en el aire, por encima de las nubes, allá donde los miasmas de una corrompida civilización industrial no llegaban aún a polucionar por completo el aire. Cientos de plataformas alrededor de todo el mundo, ascendiendo o descendiendo de acuerdo con los informes de la meteorología, subiendo a doce kilómetros o bajando a mil quinientos metros según fuera necesario, flotando ingrávidas, reteniendo a su alrededor una presión atmosférica siempre constante, siempre adecuada gracias a sus poderosos campos de fuerza, disfrutando de un sol perenne y de un aire eternamente puro.
—Ciudades para ricos —decían los de abajo—. Sucias ciudades para ricos. —Pero en el tono de sus voces había la eterna envidia de quienes estaban condenados a vivir pegados a la inmunda superficie de la Tierra.
Sin embargo, se daba cuenta ahora Álvarez, las cosas no eran nunca tan sencillas. Paseando lentamente por las amplias avenidas repletas de árboles de la Plataforma, cruzando los jardines y las fuentes, comprendía que no podía reducirse todo a un mero asunto de poder adquisitivo. Era también cuestión de status. Lo veía muy claro mientras sentía las miradas curiosas de la gente que se cruzaba con él y veía reflejados en ella su rostro demasiado pálido y su pecho excesivamente hundido y sus ojos turbios y sus músculos débiles, en claro contraste con la lozanía y la vitalidad y la belleza de aquellos otros cuerpos y rostros que pasaban por su lado, y se daba cuenta de que era desagradablemente distinto de ellos. Comprendía ahora que un viejo sueño se había hecho pedazos en su interior, el anhelo de todos los que vivían por debajo de las nubes y que no era más que eso, un estúpido anhelo inalcanzable: la posibilidad de acceder un día a las Plataformas, el alquilar o comprar un apartamento en una de ellas, con todos los gastos extra que ello comportaba: nivel de vida, impuestos, transportes, mantenimiento y tantos otros; el alcanzar un status superior, el prosperar, el demostrar que se era más..., el anhelo irrealizado e irrealizable de millones de seres que trabajaban entre el polvo y los miasmas. Un sueño imposible, se daba cuenta, porque no por vivir en una Plataforma sería distinto de como era ahora, con su pecho hundido y su mirada pálida y el sentimiento de inferioridad que todo ello comportaba; era una hermosa locura el pensar en tener éxito en la vida y dirigir los negocios desde una Plataforma, con comunicadores que le enlazaran a uno directamente con cualquier sitio y gente que trabajase por él y para él desde abajo, haciendo las tareas sucias y desagradables, como él mismo había hecho y estaba haciendo para Baller...
Se detuvo frente a un enorme edificio que se erguía como una flecha hacia el cielo, con un aparato, pequeño en la distancia, posándose en aquel momento en la pista de aterrizaje particular del techo, siendo inmovilizado por las potentes amarras magnéticas. Se sabía utilizado, se daba cuenta de que no era más que un insignificante peón dentro de la inmensa organización de las Industrias Químicas Baller, cuyo dueño podía permitirse tener en propiedad todo un edificio periférico de la Plataforma, uno de aquellos que daban directamente al abismo de las nubes, con su trampolín de buceo propio. Y por un momento pensó en su iluso entusiasmo cuando después de recibir confidencialmente el encargo de informar y redactar el «Informe Clasificado sobre las reacciones mundíales acerca del itziol», el propio Baller le había ordenado que se lo entregara en persona en la Plataforma, y él se habia sentido orgulloso e importante porque iba a subir por primera vez en su vida a una de aquellas míticas manchas que flotaban invisibles por encima de las nubes, causando la envidia de todos sus compañeros y amigos, la mayoría de los cuales sabían que morirían sin haber tenido la oportunidad de ver aquellas maravillas más que a través del cine o la televisión. Pobre y estúpido iluso, que ahora se paseaba incómodo, sintiéndose inútil y marginado, por las calles y los parques de la hermosa ciudad artificial concebida exclusivamente para los ricos, una ciudad de lujo, y dándose cuenta de que estar allí no significaba absolutamente nada, no representaba nada salvo una marginación más.
—Hola —dijo una voz a, sus espaldas.
Se sorprendió tanto que por un momento quedó como petrificado. Luego se volvió. Ante él, una chica le sonreía. Sus ojos eran azules, su tez bronceada, su cabello rubio muy pálido. Era condenadamente hermosa, y aunque su rostro le era vagamente conocído, sabía que nunca podía haber habido nadie como ella dentro del círculo de sus amistades. Esbozó una sonrisa entre tímida e incierta, y se dio cuenta inmediatamente de que aquello era lo más idiota que podía hacer. No acertó a decir nada.
—¿No me recuerda? —siguió ella—. Sí, es probable que no se fijara usted en mí. Salía del despacho de mi padre cuando llegamos Oliver y yo. Estuvimos a punto de tropezar, y usted se excusó de la forma más divertida —se rió al evocarlo, con una risa contagiosa;
Álvarez enrojeció. Por supuesto que lo recordaba: él saliendo , de la sala de juntas, aturdido aún por la situación y las palabras de Augusto Baller, y tropezando casi con una belleza enfundada en un ajustado mono rojo y con un casco en la mano.
—Subíamos de bucear, ¿sabe? —dijo la chica—. Oliver y yo. Papá nos había dicho que tenía una visita de abajo..., bueno —se apresuró a rectificar, dándose cuenta del sentido peyorativo de la palabra—, un enlace de la factoría europea, que le traía algo muy importante. —Le miró, medio guiñándole un ojo—. ¿Era realmente algo tan importante, señor...?
Dejó la frase en el aire, como esperando que él la completara diciéndole su nombre. Álvarez dudó. Ignoraba hasta qué punto estaba la hija de Baller al corriente de los asuntos de la compañía, y pensó que podía ser un grave error el cometer una indiscreción, Ella pareció comprender su vacilación y rió más abiertamente.
—Bueno, no importa, no me lo diga. Imaginaremos que se trata, de un secreto de Estado. ¿Piensa quedarse muchos días en la Plataforma? Toda mi vida, hubiera deseado decir Álvarez. Pero no sabía cuánto tiempo iba a permanecer allí, no dependía de él. Baller le había dicho que subiera, y Baller le diría también cuándo debería bajar.
—No lo sé —admitió—. Unos días, supongo. Hasta que su padre., —tuvo un leve asomo de fanfarronería—, hasta que resolvamos el problema que me ha traído aquí.
—¿Qué problema? —ella se dio cuenta de que estaba insistiendo sobre el tema, y se rió otra vez. Agitó una mano—. Oh, es igual, olvídelo. No me gusta saber nada de los asuntos profesionales de papá, y a él tampoco le complace demasiado contárnoslos. Yo comprendo que sea así, pero Oliver siempre se enfada por ello. Oliver no aceptará nunca el carácter de papá.
—¿Oliver? —Álvarez se dio cuenta de que su pregunta sonaba impertinente, pero ya estaba hecha. Se sintió repentinamente ridículo por haberla formulado.
—Sí, mi marido —dijo ella—, ¿No lo recuerda? Iba conmigo cuando casi tropezamos..., cuando nos conocimos. Lleva los asuntos de la administración contable de la compañía. Por eso se irrita cuando papá no quiere contarle los detalles de alguna operación que lleva entre manos. Dice que eso no es ético, y que además una persona no puede llevar ella sola las riendas de una empresa como la Baller sin confiar en nadie, puesto que, el día que él falte... —se rió incongruentemente—, Qué absurdo, ¿verdad? Pero Oliver es así de absurdo. Total, mi padre sólo tiene cincuenta y seis años, y además está fuerte como una roca.
Repentinamente Álvarez se sintió incómodo allí. No sabía lo que esperaba de aquello, ni siquiera si esperaba algo, pero por un momento, cuando ella le habló con aquella familiaridad, se había sentido un poco más integrado en aquel mundo en el que hasta entonces, y desde que había llegado, se había sentido espantosamente marginado. Ignoraba si la muchacha le había abordado por el simple y fútil chauvinismo que para los habitantes de las Plataformas representaba trabar conocimiento con un representante del mundo de abajo, pero tampoco le importaba: representaba una lalación, un acercamiento a aquel universo tan anhelado y tan lejano. Y ahora, al hablarle de su marido, ella se había alejado de nuevo, se había levantado otra vez la barrera. En lo profundo de su cerebro, sin embargo, una vocecilla le decía que de todos modos, para las élites de las Plataformas, el matrimonio no representaba absolutamente nada excepto un convencionalismo social, aunque esto no impedía que se sintiera de nuevo sumergido en su discretisima condición de infrahombre social. Su complejo de inferioridad incendió vertiginosamente.
—Bien, yo... —aventuró.
Ella parecía dispuesta a no dejarle tomar la iniciativa.
Escuche —le cortó imperativamente—. Usted va a estar algún tiempo aquí, ¿no? ¿Tiene algún plan concreto? ¿Ha encontrado alguna chica? ¿Tiene amigos? —Él negó con la cabeza, azarado—. Estupendo entonces. Me autoproclamo su guía y su ángel guardián aquí. Voy a enseñarle la Plataforma. Luego iremos a bucear un poco, y después podremos visitar los centros de diversión... algunos al menos. ¿Le apetece el programa?
Álvarez tragó dificultosamente saliva. Se sentía aturdido.
—¿Y... su marido? —se dio cuenta de que su pregunta, en aquel contexto, además de inoportuna y estúpida, acentuaba aún más su condición infra de no sofisticado, pero no pudo evitar el formularla. —¡Oh, Oliver! —ella agitó la mano de aquel modo tan peculiar suyo que quería dar a entender que la cosa no tenía la menor importancia— Está reunido con papá, tratando de esos asuntos tan importantes que usted le ha subido. Estoy tan sola y abandonada como usted, así que, ¿por qué no unimos nuestras soledades? Le advierto que soy una guia expertísima.
Y sin, darle tiempo a responder, sujetó su brazo y tiró irresistiblemente de él.
El mal humor de Augusto Baller se fue formando, creciendo y ; concentrándose a lo lago de toda una noche de insomnio. Una atenta lectura del informe que había redactado y subido Álvarez le había proporcionado una visión realista del asunto con el que debía enfrentarse y toda su confusa problemática. Esta vez la cosa iba en serio. No se trataba, como había ocurrido ya otras veces, de acallar a tres o cuatro exaltados que habían iniciado una estúpida! campaña sensacionalista de prensa contra alguno de sus productos, sino que debía hacer frente a toda una organización internacional de amplio consenso, el Comité pro Defensa del Planeta, que se había pronunciado rotundamente en contra del más ambicioso, caro y lucrativo proyecto de la Baller: la fabricación y comercialización del itziol, «el primer combustible realmente barato», «la auténtica solución a todas las crisis de la energía», «el combustible cuyas reservas no se agotarán nunca», según las frases publicitarias preparadas por la Baller... puesto que se trataba de un producto de síntesis elaborado químicamente sobre complejos del macromoléculas.
Un producto que, según los análisis que se apresuró a airear a los cuatro vientos el Comité pro Defensa del Planeta, creaba en su proceso de sintetización unos residuos no asimilables del orden de un trescientos a un cuatrocientos por cien con respecto a la cantidad resultante producida... Una residuos sólidos tipo escoria que no tenían la menor aplicación, y cuya eliminación parecía, según los propios técnicos de la Baller, más bien problemática..., por usar una palabra suave.
El Comité pro Defensa del Planeta había amenazado con llevar el asunto al terreno político y conseguir una prohibición formal de todos los gobiernos del mundo del producto, si no se garantizaba una eliminación completa de los residuos... lo cual, si bien era factible, resultaba desastrosamente antieconómico. Naturalmente, el que consiguieran que todos los gobiernos (muchos de ellos involucrados indirectamente en el negocio de la multinacional, y todos ellos, por supuesto, interesados) dictaran una prohibición pública y formal del producto, siquiera un veto de principio a su comercialización, era en el mejor de los casos discutible, pero el daño general que podían ocasionar a la Compañía era grande. Y la Baller llevaba gastados ya más de cien millones de dólares en la investigación y puesta a punto del producto y otros tantos en la construcción de las primeras plantas de síntesis.
Se apelaba como siempre a la ecología. El equilibrio ecológico del planeta, ya bastante alterado de por sí, estaba una vez más en peligro. Como si alguna vez hubiera estado realmente equilibrado, rezongó.
Cuando entró en la sala de juntas, a las once de la mañana, los veintiséis componentes del Consejo de Administración estaban ya allí, charlando. Se produjo un silencio absoluto. Baller miró a los reunidos uno por uno, observando que cada uno de ellos tenía sobre la mesa una copia del informe, que había hecho sacar apresuradamente aquella misma mañana a primera hora. Al menos teóricamente, todos estaban al corriente del asunto.
Se sentó.
—Bien —dijo—, ya conocen la situación. O por lo menos deberían conocerla. Así que no voy a andarme por las ramas. Tenemos dos caminos ante nosotros. Podemos abandonar la producción del itziol, perder todo lo que hemos invertido y la posibilidad de una expansión sin precedentes para la Compañía, privando al mismo tiempo al mundo de una fuente de energía manejable, sencilla y barata..., o podemos continuar, arrostrando todas las consecuencias.
Hubo un murmullo alterado. Uno de los consejeros levantó una mano armada con un bolígrafo.
—Creo que el primer camino no debe ser ni mencionado. La misión de una empresa comercial es producir, por encima de todas las dificultades que puedan presentarse.
—Yo estoy con Orvy —dijo otro consejero—, Y creo que todos los demás piensan lo mismo. Pero, ¿cuáles son las consecuencias que deberemos arrostrar si seguimos adelante?
Baller se reclinó en su sillón.
—Sabía que podía contar con todos ustedes —dijo, dando por sentado el consenso general—. Esto es precisamente lo que vamos a tener que discutir ahora...
Álvarez estaba maravillado ante la fastuosa grandiosidad de la Plataforma. Aquella mañana, cuando había iniciado su desorientado paseo a solas, no había sabido ver más que un extraño monstruo formado por bloques, cúpulas, calles que parecían zanjas, jardines, gente yendo y viniendo por las aceras rodantes... Un extraño caos del que él se sentía terriblemente marginado.
Luego, Katy le había hecho ver que existía un orden en todo aquello. Las Plataformas eran en sí mismas unas entidades autónomas. Su base, de doscientos metros de grosor, constituía los cimientos de la ciudad, sus almacenes y sus entrañas. Su interior era un inextricable amasijo de tuberías, calderas, controles... En el centro geométrico, el gran edificio cilindrico y alto que dominaba toda la ciudad era el Eje de la Plataforma, el sustentador del equilibrio. En su interior albergaba los sistemas de energía, los controles de mantenimiento de las pantallas de regulación de la presión atmosférica, y en su parte más alta el control general de la ciudad. Luego, a todo su alrededor, en una descuidada e irregular armonía, en un equilibrio perfecto, se hallaban las zonas habitables. Todo era limpio, pulcro y aséptico, porque así se había deseado que fuera. No existían basuras en las Plataformas; diariamente, un enorme estratorreactor de carga acudía a recoger todos los residuos de la vida cotidiana e iba a arrojarlos una vez triturados a una de las profundas fosas marinas del planeta.
—Nosotros somos limpios —dijo Katy—. No como ustedes, los de abajo, que siempre están ensuciándolo todo —y se había reído una vez más; se sentía orgullosa de aquel mundo en que vivía, y notaba un imperioso deseo de comunicar, de compartir ese orgullo con alguien que pudiera maravillarse ante él.
Álvarez era el oyente perfecto: hacía preguntas asombradas, lanzaba exclamaciones, se entusiasmaba como un chiquillo. Lo llevó hasta la torre de control y le hizo contemplar desde el gran mirador de observación la vista panorámica de toda la Plataforma desde aquella altura dominante. Era algo soberbio, insólito. Le señaló el lugar donde se hallaba el bloque periférico donde vivían ellos, en el mismo borde, «con trampolín de buceo particular», insistía una y otra vez. Era un edificio de cinco plantas: en una vivían Oliver y ella, en otra sus padres, otras dos estaban dedicadas a oficinas directivas de la Compañía, y la última se empleaba para recepciones y para albergar a los huéspedes distinguidos que acudian de visita. A Álvarez no se le ocurrió pensar que él había sido alojado en un hotel cercano a la torre de control central, destinado al personal subalterno de paso. Era lógico que así fuera.
Miraba a Katy, escuchaba sus tumultuosas explicaciones, y cada vez la encontraba más adorable.
—Seamos francos, tanto con nosotros mismos como con el resto del mundo —dijo Baller, mirando fijamente a todos los reunidos—. Durante decenios el mundo no ha hecho más que hablar del inminente agotamiento de las fuentes naturales de energía. Primero fúe el carbón, luego el petróleo, luego de nuevo el carbón. La energía hidroeléctrica ha llegado a un previsible punto de saturación, la termoeléctrica convencional ha debido ser desestimada con el agotamiento de sus combustibles, y la nuclear presenta abundantes problemas marginales de los que el menor es su costo de instalación y mantenimiento. Y he aquí que llegamos nosotros, y ofrecemos al mundo una solución práctica, barata e inagotable: el Iztiol. Un producto de síntesis inocuo, sin el menor peligro contaminante, que tan sólo requiere ser introducido en un conversor para proporcionar abundante energía eléctrica. El mundo ha podido estudiar las cifras: el costo de un conversor es ridículo, un televisor de color vale más. La energía que proporciona el iztiol resulta, para una potencia dada, a un tercio del costo de la energía convencional, y puede administrársela uno mismo según sus necesidades. eliminan así el tendido de redes, los problemas de límites de potencia..., todos los inconvenientes de la energía eléctrica convencional. Sólo podemos cantar ventajas del iztiol.
—Al diablo con toda esa retórica —gruñó un hombre gordo que masticaba nerviosamente un cigarro—. Baller, todos sabemos exactamente cuál es el meollo de la cuestión. No nos engañemos a nosotros mismos. Se nos acusa que, en su proceso de sintetización, el iztiol produce cuatro veces su volumen en residuos, aunque luego el producto resultante se consuma totalmente al transformarse en energía, lo cual tampoco es cierto, pues siempre quedan residuos que van a parar a la atmósfera, aunque sean insignificantes. Se nos ataca porque estos residuos del proceso de obtención no son asimilables de ninguna forma: no son degradables, no son combustibles, no son transformables en nada útil. No pongamos vendas en nuestros ojos: éste es nuestro problema.
Eso es lo que proclama el Comité de Defensa del Planeta.
Un hombre alto, delgado y de tez blanca y macilenta carraspeó. Luego dijo:
—Y todos sabemos que es cierto.
—Muy bien, pero ¿qué quieren que hagamos? —gruñó Baller—, Por supuesto, estamos en condiciones de crear una serie de procesos secundarios que se encarguen de ir eliminando esos residuos dentro del proceso mismo de sintetización del producto... Es un problema que evidentemente tiene solución. Pero, ¿cuál será su costo? Todos ustedes han podido leer en el informe que les ha sido entregado los presupuestos de los distintos proyectos de eliminación de residuos estudiados. Tenemos tres procesos posibles, con tres grados diferentes de eliminación. El más barato de los tres encarece el precio del iztiol en casi un doscientos por ciento, y su efectividad es algo más que discutible. El más caro lo encarece en un quinientos por ciento aproximadamente, y nadie se atreve a garantizar su efectividad completa. Miren, la energía atómica tam—bién sería barata si no llevara consigo los insolubles problemas de los controles de seguridad y la eliminación de los residuos. Nosotros poseemos una gran ventaja sobre la energía atómica: nuestros residuos pueden resultar engorrosos, pero nunca serán peligrosos.
—No de inmediato —dijo el hombre delgado—. Pero, ¿y a largo plazo?
Hubo un dilatado silencio. Los reunidos se miraron entre sí, indecisos, esperando a que alguien dijera algo, diera de pronto con la solución maravillosa. Finalmente, un hombre de aspecto cetrino gruñó:
—Baller, estamos actuando como unos estúpidos. Si nos has reunido aquí no creo que haya sido para llorar con nosotros la estupidez de las masas y nuestra mala fortuna. Tienes algo dentro de esa redonda cabezota tuya, ¿no? Bueno, pues suéltalo y no perdamos más tiempo. Todos sabemos muy bien por dónde nos están hurgando.
Baller lanzó un profundo suspiro.
—Está bien, Hetzel. Como siempre, has puesto tu manaza en la llaga con tu habitual discreción. Así que vamos al grano. En pocas palabras y de un modo claro, nuestra alternativa ante la situación puede resumirse de este modo: si decidimos seguir adelante y lanzar pese a todo el itziol al mercado, cosa en la que creo que estamos todos de acuerdo, podemos tomar dos caminos, y lo que deseo conseguir aquí es que decidamos de una forma definitiva cuál es el que vamos a seguir. Uno de ellos es aceptar las exigencias del Comité pro Defensa del Planeta...
—El Comité pro Defensa del Planeta exige que el iztiol sea declarado producto nocivo y ni siquiera se inicie su producción —observó el hombre gordo.
Baller barrió la observación con un enégico gesto de la mano.
—Hemos decidido que esto quedaba fuera de lugar —indicó. Nadie hizo notar que en ningún momento se había procedido a votación alguna al respecto—. Uno de ellos, repito, es aceptar las exigencias del Comité pro Defensa del Planeta y someter el proceso de fabricación del iztiol a un enérgico sistema secundario de depuración y eliminación de residuos. Como todos ustedes saben ya por el informe que han tenido oportunidad de leer, esto encarecerá nuestro producto entre un doscientos y un quinientos por ciento, lo cual eliminará de un plumazo nuestra competitividad. Hasta ahora hemos estado trabajando experimentalmente con el iztiol, mientras preparábamos las campañas de lanzamiento. Hemos basado toda nuestra promoción en una característica fundamental del producto: el iztiol, además de limpio, es una fuente de energía barata, la más barata del mercado. Todos ustedes saben muy bien lo que ocurrirá si ahora decimos que el precio de nuestro producto barato debe multiplicarse por cinco. ¿Es razonable que corramos este riesgo?
—Bueno, podemos plantearle el problema al público consumidor dijo un hombre joven, cuyo único mérito para estar allí era el haberse casado con la hija del dueño del ochenta y siete por ciento de las acciones de la Compañía.
Baller miró ceñudo a su yerno.
—La gente es demasiado emotiva —gruñó—. No se puede razonar con ella si un grupo de estúpidos sentimentaloides les hincha al mismo tiempo la cabeza hablándoles de la muerte de los pájaros y de las plantas, de la extinción de los peces del mar y de la producción de más y más montañas de basura, pintándoles un hipotético futuro de desolación y hediondez.
—Creo que precisamente en esta característica de emotividad del público puede hallarse nuestra solución —dijo otro hombre joven de escaso cabello ralo, cuyos ojos brillaban intensamente tras míos gruesos cristales enmarcados en una redonda montura metalíca. Baller sonrió suavemente. Se sentía orgulloso de su jefe de promoción, y desde hacía un rato estaba esperando aquella internación. En realidad, él mismo había tenido buen cuidado de ir llevando poco a poco la conversación hasta aquel terreno para darle pie y permitirle decir lo que esperaba que dijese.
—¿Sí, Bill? —le animó—. Parece que tiene usted una idea.
El joven carraspeó.
Bueno, señor Baller, quizá no sea exactamente una idea, pero... Ilion —hizo una pausa—. Creo..., creo que estamos enfocando el asunto desde un ángulo equivocado. Mejor dicho —se apresuró a añadir—, partimos de la base de aceptar el punto de vista que ellos nos presentan, cuando en realidad son ellos los que están equivocados. Bueno —rió suavemente—, ustedes ya saben quiénes son ellos. Lo que quiero decir es que ellos nos acusan de crear un producto que a lo largo de los años puede llevar la polución del mundo a grados inaceptables —se rió de nuevo—, pretendiendo ignorar que no hace falta el iztiol para que el mundo ya esté suficientemente polucionado. Es lo que sucede siempre: nunca se actúa a tiempo sobre nada, las cosas se van deteriorando, e inevitablemente llega un momento en el que aparece una cabeza de turco sobre la que cargar el lastre de todo lo anterior. Nuestro enfoque erróneo creo que es precisamente éste: les hacemos demasiado caso a ellos..., cuando en realidad lo que tendríamos que hacer sería atacarles enérgicamente y desmontar todo su tinglado.
—Pero el hecho básico subsiste —dijo el hombre delgado de tez blanca—. Las estadísticas no mienten: una producción de iztiol capaz de suministrar energía solamente a un tercio de la población mundial producirá una cantidad tal de residuos que en tres años puede eliminar la vida de todas las aguas del planeta.
El hombre sonrió con su convincente sonrisa suave y se ajustó con gesto deliberado las gafas sobre el puente de su nariz.
—Bueno, creo que todo esto es puro alarmismo —dijo suavemente—. En la actualidad las aguas de todos nuestros mares se hallan ya tan polucionadas que, aunque nosotros no produzcamos ni un miligramo de iztiol, no creo que sobrevivan más allá de tres años... —mostró sus blancos dientes en una amplia sonrisa—. Creo que no nos costará encontrar estadísticas que demuestren también esto.
—Nos estamos apartando del asunto que nos ha reunido aquí —observó uno de los más antiguos accionistas de la Compañía, cuya principal cualidad era no hablar casi nunca en los consejos,
—Oh, no, no lo creo —dijo el jefe de promoción. Solía utilizar muy a menudo la palabra creer, dándole un sentido enfático que sonaba discordantemente taxativo—. Creo más bien que, por el contrario, nos estamos acercando cada vez más a él. Verán, lo que quiero decir es que cualquier cosa que se plantee es válida si resulta convincente. Lo único necesario es planear una buena campaña da promoción y apoyo. Esto es lo que ha hecho precisamente el Comité pro Defensa del Planeta, utilizándonos a nosotros como cebo Pero sus argumentos son reaccionarios y fácilmente invalidables No se puede detener el progreso simplemente aireando sus aspectos negativos. No olvidemos a quienes se llevaron las manos a la cabeza horrorizados ante las «tremendas velocidades» de los primeros ferrocarriles, argumentando que iban a matar a todos los pasajeros. De acuerdo, de acuerdo, tenemos que admitir que todo nuevo paso hacia adelante exige también su precio. Pero siempre ha sido así, y eso nunca nos ha detenido. ¿Por qué? Porque las ventajas que nos ofrecía ese progreso eran siempre mayores que el precio que teníamos que pagar por ellas. Y eso sigue siendo válido. Seria una estupidez que lo desaprovecháramos.
Hizo una pausa. Todos los asistentes se miraron en silencio. Aunque todos pensaban lo mismo, la forma en que el hombre estaba enfocando la situación era digna de ser meditada.
—Prosiga, Bill —dijo Baller, con íntima satisfacción—. Creo que tiene algo en la cabeza, ¿no es así? Suéltelo.
—Exactamente, señor, lo tengo —sonrió Bill, olvidándose por una vez del creo—. Verán: todos estamos de acuerdo en que nuestro producto, una vez comercializado, es altamente vendible. Posee numerosas cualidades: es económico, seguro, su empleo es sencillo, resulta cómodo, potente..., y sobre todo, una vez puesto en el mercado, es limpio. Y eso es algo que nadie nos puede discutir.
—Pero su proceso de fabricación... —dijo el hombre de la tez pálida.
—¡Oh, por favor, no seamos tan puristas! El proceso de fabricación de un producto es algo que siempre queda de puertas adentro. Nosotros ofrecemos al público algo ya hecho. El consumidor desconoce casi siempre los procesos que llevan hasta la obtención del artículo que compra. ¿Le preguntamos al señor que enciende un cigarrillo con un mechero de gas si conoce el largo proceso que ha hecho que ese gas tan limpio y tan cómodo haya ido a parar al depósito de su encendedor? Si lo hiciéramos, el noventa y nueve por ciento de ellos nos respondería que no, y que además le importa un comino. ¿Para qué pues preocuparnos por ello?
—¿Pretende que ocultemos deliberadamente al público toda la parte negativa del proceso? —preguntó el hombre gordo.
—¡Oh, no, en absoluto! Creo que usted entiende lo que quiero lucir, ¿verdad, señor Baller? —buscó el apoyo del presidente, que mintió enérgicamente con la cabeza—. No pretendo ocultar nada a nadie: simplemente, lo que no debemos hacer es seguirles el juego a ellos. No nos defendamos: ataquemos. Tenemos ante nosotros a mi grupo de idealistas reaccionarios que intentan frenar el progreso basándose en unos ciertos aspectos negativos de ese mismo progreso. Ataquémosles mostrando claramente su condición de reaccionarios, y enfaticemos los aspectos positivos del asunto. El mundo lo mueven las mayorías, y el Comité pro Defensa del Planeta no es más que una minoría vocinglera. Puede ser acallada fácilmente, con tal de llevarla a nuestro terreno en vez de seguirles el luego e ir nosotros al suyo. El iztiol será un producto necesario si el público lo pide, lo reclama, lo exige. Hagamos que el público se ponga de nuestro lado, y ¿qué podrán hacer entonces esos... esos...?
—Todo eso está muy bien —gruñó el hombre gordo—, pero ¿cómo les hacemos callar?
—De una manera muy sencilla: concienciando al público consumidor de la absoluta necesidad del iztiol. Metiendo en sus cabezas la noción de que nuestro producto es imprescindible en nuestro mundo actual de agotadas reservas de energía, y que sus probables condiciones negativas son mucho menos importantes que sus seguras cualidades positivas.
—¿Y cómo...? —empezó a decir Oliver, y se calló al darse cuenta de que estaba saliéndose de tono.
—Muy sencillo —dijo el hombre joven, como adivinando todo el alcance de la pregunta—. Utilizando, inteligentemente la publicidad. Un producto de la magnitud del iztiol permite organizar una campaña publicitaria a muy gran escala, digamos... ¿Mil millones de dólares? Los beneficios cubrirán el costo de la campaña en menos de un año, y no creo que necesitemos más dinero para convencer a todo un planeta. Precisamente tengo aquí unos estudios...
Alvarez se subió hasta el cuello la cremallera del apretado mono y tomó el casco de manos del hombre que se lo tendía. Temblaba ligeramente, pero era debido a la excitación. Miraba de reojo a Katy, a su esbelto cuerpo prietamente enfundado en la elástica tela térmica, a su rostro al que el rubio cabello hacía aparecer más bronceado. Sentía un deseo incontenible: no hacia ella, sino hacia todo lo que ella representaba: su esbelta figura, sus ojos azules, su bronceado rostro, su sonrisa, su pasiva felicidad. Era la imagen de un mundo, de un modo de vivir, de un deseo que allá abajo, en la superficie de la Tierra, era conocido sencillamente por una expresión: encima de las nubes. Una meta en la que soñar, un anhelo que sólo era alcanzado por unos pocos elegidos, aunque todos soñaran con ello a lo largo de una vida entera de fustraciones.
Ayudado por el hombre, encajó el casco en el aro de ajuste. Él también había soñado siempre con ser uno de esos elegidos.
—¿No ha practicado nunca el buceo? —preguntó ella; pero inmediatamente se dio cuenta de lo estúpido de su pregunta y se echó a reír—. No, claro que no. Es algo emocionante, ya lo verá. Venga, déme la mano.
Se situaron en el trampolín, y ella le sujetó firmemente la mano derecha. Alvarez sintió como si una sacudida eléctrica le recorriera en forma ascendente el brazo. Soy un estúpido, pensó, dejándome llevar por locos sentimentalismos. Ella reguló atentamente la entrada de aire de su propio traje y le indicó por señas que conectara la radio e hiciera lo mismo.
—Cuando saltemos notará un bang al cruzar el campo de fuerza que mantiene la presión atmosférica en la ciudad. Observará que el traje se le hincha un poco, y tal vez le silben los oídos. No se asuste; los controles del traje se ajustarán automáticamente a las nuevas condiciones en unos momentos.
Alvarez, con mano torpe y desmañada, hizo nerviosamente lo que ella le indicaba. Empezaba a preguntarse si la constante risa de ella sería una peculiaridad de su carácter o se estaría riendo de él. Pero era una risa contagiosa.
La mano de la mujer que sujetaba la suya le dio un apretón.
—Ahora —rió ella—. ¡Saltemos!
Notó el tirón, y le invadió una insoportable oleada de terror ante el abismo que se abría a sus pies. No saltó, sino que fue arrastrado al vacío. Cayó incontroladamente, y la repentina impresión en la boca del estómago cuando atravesaron el campo de fuerza de la ciudad y sus oídos estallaron le hizo dar una loca boqueada. Necesitó unos segundos para poder controlar sus reacciones. Entonces observó que no estaba cayendo sino que flotaba en el aire..., o al menos eso parecía. Se dio cuenta de que la mano de Katy ya no sujetaba la suya, y miró aterrado a su alrededor. Colgaba como ingrávido en el aire, girando suavemente sobre sí mismo, derivando un poco hacia la derecha, con los brazos y las piernas instintivamente abiertos. ¿Y Katy, dónde estaba Katy? La soledad le abrumó durante un incontrolable segundo. Luego la vio allí cerca, apenas a un par de metros de distancia, flotando como él y riendo como siempre. Ella hizo una leve contorsión con su cuerpo y se le acercó con una asombrosa facilidad. Le indicó lo que debía hacer para dejar de dar vueltas sobre sí mismo. Siguió sus instrucciones, y a la tercera tentativa la ciudad se inmovilizó sobre su cabeza. Entonces se dio cuenta de que sí caían, puesto que la Plataforma parecía alejarse de ellos.
—Los reguladores g actúan automáticamente con la presión de la caída, controlándola —le informó ella a través de la pequeña emisora personal del traje—, Pero aún caemos deprisa, ya que de otro modo tardaríamos mucho en bajar. Cuando yo se lo indique, actúe sobre el botón manual para detener la caída y frenar. Recuerde lo que le enseñé arriba, en el trampolín.
Asintió con la cabeza, aunque recordaba todo lo que ella le había explicado acerca del «buceo» como a través de una especie de neblina. Tragó saliva con un esfuerzo.
—S...sí —dijo con voz ahogada, pensando en que tal vez ella no pudiera ver su gesto con la cabeza a través del casco.
Miró hacia abajo. De horizonte a horizonte todo era un inmenso mar de nubes, congelado en pleno movimiento, olas, volutas y corrientes. Parecía como si estuvieran flotando encima de ellas, inmóviles ante otra inmovilidad. Pero mirándolas fijamente se dio cuenta de que sí se movían, caían hacia ellas y derivaban ligeramente hacia un lado, o tal vez fueran las propias nubes las que se movían. Estaban cayendo a una velocidad uniforme, y se dio cuenta de que de nuevo estaba empezando a girar sobre sí mismo. Intentó contrarrestar el movimiento tal como le había indicado Katy, pero esta vez lo único que consiguió fue aumentar sus giros. Pensó en las escenas que había visto muchas veces en las películas de la televisión, con grupos de hombres efectuando al unísono auténticos cuadros de ballet mientras caían, y se maldijo por su torpeza. Intentó mantener la calma, no enervarse.
Finalmente consiguió controlar de nuevo su caída.
—¿Le gusta? —preguntó Katy.
Asintió, tragando saliva. Luego pensó que ella seguramente no habría visto el gesto de su cabeza a través del casco.
—Es... maravilloso —musitó.
Y sintió de nuevo la envidia de siempre, la mordiente envidia que corroía su echazón desde aquella primera y lejana vez, cuando tenía ocho años y el maestro les explicó a todos los alumnos de la clase lo que eran las Plataformas, y supo por primera vez con toda consciencia que había en el mundo unos seres más afortunados que otros, unas clases más privilegiadas, y que los derechos adquiridos inherentes a unos no se hallaban al alcance de otros que habían tenido menos fortuna al nacer.
—Las Plataformas —había dicho el profesor, recitando su lección tantas veces impartida— no son más que un nuevo paso dentro de la lógica evolución de la división de clases en la sociedad. Han sido algo no ya solamente necesario, sino también inevitable.
—¡Pero no es justo! —había protestado uno de los alumnos—, ¡Es de ellos precisamente de quienes hemos heredado este sucio mundo que tenemos, no tienen derecho a marcharse ahora de éll
—Oh, sí, sí lo tienen; siempre han tenido este derecho —se había reído el profesor, y aquella risa le había hecho mucho daño a Álvarez— Desde siempre, los ricos y los poderosos han ido muy por delante de los pobres en comodidad y seguridad. Primero construyeron castillos, se encerraron en ellos con su gente, y dejaron a los desheredados fuera. Luego, cuando empezaron a nacer las grandes ciudades, ellos se reservaron sus barrios residenciales, donde — no dejaban entrar a quienes no poseyeran su propia clase y condición. Cuando las ciudades empezaron a convertirse en megápolis y a hacerse inhabitables, ellos fueron los primeros que regresaron al campo, huyendo de un medio ambiente que ya no les era cómodo. Hemos sido los demás, los menos afortunados, quienes siempre liemos ido en pos de su mundo, persiguiéndoles, buscando también para nosotros aquello que ellos ya habían conseguido. Y siempre que ellos nos lo han dejado finalmente ha sido porque han encontrado algo mejor. Por eso, cuando las masas iniciaron su gran éxodo de vuelta al campo, ellos se lo permitieron porque ya tenían un nuevo lugar de residencia exclusivo para los de su clase: habían construido las Plataformas.
—¡Pues nosotros también iremos a ellas! —había gritado él, desafiante—. ¡Tenemos derecho a ir!
—¡Por supuesto, muchacho, claro que iremos, nadie te lo discute! (como tuvimos derecho a entrar en sus castillos y recintos amurallados y convertirlos en ciudades, y luego a perseguirlos al campo, a ir siempre en pos del camino que ellos habían abierto... Pero será siempre porque ellos habrán subido ya un nuevo peldaño, y si nos dejan las Plataformas a nosotros será porque ellos habrán encontrado algo mejor..., porque su actual lugar de vida ya habrá dejado de satisfacerles. ¿Sabes, muchacho? Algún día me darás la razón. Verás cómo, cuando la polución alcance los hoy inaccesibles castillos de sus Plataformas, ellos nos permitirán de buen grado que las ocupemos como hordas de ansiosos saqueadores, y se irán a fundar nuevos imperios a otros mundos...
Sí, se acordaba de todo aquello, y ahora no podía hacer otra cosa más que darle la razón a aquel oscuro y lúcidamente amargado maestro de su infancia. Porque se estaba hablando ya de enviar naves tripuladas a Marte y Venus con la misión de fundar colonias permanentes, y no eran los gobiernos quienes financiaban esas expediciones, sino los grandes trusts de las compañías multinacionales que gobernaban la vida económica e incluso política del globo...
Estaban llegando a las nubes. Álvarez contuvo el aliento cuando se hundió suavemente en una impalpable masa de algodón. De pronto todo desapareció a su alrededor, y sólo pudo ver en torno suyo miríadas de hilachas blancas que le ocultaban toda la visión. Sufrió un sobresalto cuando la voz resonó en su casco:
—¡El gravitador, póngalo a cero! —y una divertida risa ahogada.
Lo hizo, mirando a su alrededor, buscando algo identificable, sintiéndose aturdido y furioso. Por unos instantes el visor de su casco se llenó de gotitas que, en vez de caer, ascendían velozmente, como succionadas por un desconocido viento vertical. Luego dejaron de subir y se inmovilizaron en forma de pequeñas perlas.
Miró a su alrededor sin ver nada, desconcertado.
—Katy —llamó—. ¿Katy?
—No se mueva —dijo ella—. Voy a buscarle.
Hubo un intervalo, y luego una forma imprecisa surgió de entre el algodón, a su derecha. Por un momento se asustó. Luego se tranquilizó al ver el agraciado rostro de la mujer.
—Vamos, venga conmigo —le dijo ella—. Iremos hasta el fondo —y dijo esta última palabra con una entonación sugestivamente especial.
Tiró de él hacia abajo. Maniobraba con una asombrosa destreza los botones del cinturón de él. Álvarez se dejó llevar mansamente: estaba demasiado maravillado por todo aquello para decir nada, aunque en el fondo deseaba preguntar miles de cosas. El blanco algodón iba ensombreciéndose imperceptiblemente a su alrededor, oscureciéndose, adquiriendo una tonalidad gris sucia.
—Son los cambios del viento —dijo ella, sin que él le hubiera preguntado nada—. Nunca sabemos a qué profundidad va a cambiar el color, y a veces incluso hacemos apuestas. ¿Se ha dado cuenta de que en los últimós años llueve mucho más a menudo ahí abajo? Son las mismas partículas en suspensión que quedan atrapadas por las nubes, y que' forman como una especie de catalizador del vapor de agua. Además, la capa sucia es cada vez más opaca, y al tiempo que deja pasar menos los rayos del sol calienta más la capa superior, haciendo que el agua se precipite con mayor facilidad. ¿Sabe?, aquí arriba tenemos una meteorología muy especial. Hay que observar muy bien las nubes para saber si tenemos que subir o bajar la Plataforma, o bien hacerla derivar para que no se vea metida en el centro de una tormenta. Los meteorólogos de las Plataformas tienen un oficio condenadamente complicado. Claro que también les pagamos muy bien por ello.
Hizo un viraje, contorneando una zona de nubes especialmente oscuras y como algo grasientas. Álvarez se dejó llevar.
—Algunas veces —prosiguió ella—, situamos la Plataforma en el borde mismo de una zona de tormentas, y observamos cómo se desencadenan los elementos. Es algo fascinante, créame: sobrecoge. Lina se siente empequeñecida viéndolo. Y a veces también buceamos dentro de una zona de tormentas. Claro que para eso se necesita una gran experiencia y mucho valor: es bastante peligroso. Pero mire, ya estamos tocando fondo.
Las nubes eran de un denso gris sucio. No se veía absolutamente nada, ni siquiera las propias manos de uno. Y, de repente, las nubes desaparecieron. Fue algo tan inesperado que le trastornó. Álvarez se encontró de pronto flotando de nuevo en el vacío, con un techo gris sucio inmediatamente por encima de su cabeza y jirones aislados de algodón grisáceo flotando a su alrededor. Allá al fondo, muy abajo, entre una bruma reverberante, se veía un paisaje impreciso, difuminado... El suelo. Inspiró profundamente, conteniendo la respiración, con la desesperada sensación de que en cualquier momento iba a precipitarse hacia abajo a una terrible velocidad. Katy se rió fuertemente, como si captara todos sus terrores, y aquello le hizo sentirse tan ridículo que sintió deseos de echarse a llorar de rabia.
—A todos nos ocurre lo mismo la primera vez —dijo ella, como animándole—. Cuando me metí a fondo la primera vez, estuve más de diez minutos chillando horrorizada. Tuve un auténtico ataque de histeria. Oliver dijo que nunca había visto a nadie tan descontrolado: tuvo que propinarme unos cuantos golpes para que me callara, y con esos trajes no crea que es fácil. —Su voz adquirió un tono confidencial—, ¿Sabe?, creo que eso es algo que nunca le he perdonado...
Era una sensación extraña estar allí, con el techo de grisáceas nubes inmediatamente encima de su cabeza, pudiendo ver, a través de una extraña niebla reverberante, distorsionada, submarina, la Tierra allá abajo, infinitamente lejos. Sus ojos se posaron instintivamente en el altímetro: tres mil metros. Katy se dio cuenta de su gesto.
—Podemos bajar hasta los mil metros —dijo—. Nuestros aparatos son seguros hasta esa altitud. Pero le confieso que, una vez tocado fondo y visto el paisaje de abajo, la cosa ya no tiene mayor emoción. No vale la pena bajar más.
Álvarez no respondió. Miraba aquel mundo triste, sucio, como viejo, que tenía ante sus ojos allá abajo, y sintió una enorme congoja. Las palabras de la mujer definían claramente una situación de hecho. Para ella, el fondo era el final de las nubes, allí terminaba su mundo. Lo que había más abajo era otro universo, algo que ya no le concernía. Y aquel despreciable mundo sucio y gris era el suyo, su mundo, allá donde le había tocado vivir. Cuando todo esto se vuelva inhabitable, decía la gente, con el eterno pesimismo sabio de los impotentes, también nosotros tendremos que ir allá arriba, a las Plataformas. No quedará otro remedio. Pero pensaba en las palabras de su profesor, hacía tantos años, y se decía que cuando esto sucediera ellos, los otros, la élite, los que desde un principio jugaban con ventaja, se marcharían también; irían aún más lejos, buscando otros horizontes más puros, dejándoles los restos marchitos de algo que en un tiempo fue hermoso pero que ahora era inservible. Porque, cuando la superficie del planeta fuera totalmente inhabitable, las Plataformas no serían más que una segunda versión de lo que era ahora aquel lejano mundo submarino. Y la barrera entre los dos mundos seguiría existiendo, y habría siempre un fondo para separarles.
—Volvamos —musitó, sintiendo un nudo en la boca del estómago—. Por favor.
—Así pues, ésta será nuestra política inmediata en este asunto —dijo Baller, y su voz tenía un cierto tono dictatorial—. Hay que demostrar a la gente que el iztiol es un producto no ya necesario, sino vital para la supervivencia de la civilización. Para ello montaremos una gigantesca campaña de concienciación. En primer lugar, y esto se lo encargo directamente a usted, Bill —hizo un leve gesto con la cabeza en dirección al jefe de promoción—, adoptaremos una actitud un tanto alarmista, demostrando que nuestro mundo actual, falto de energías alternativas que suplan a las clásicas agonizantes, se nos muere. Contrataremos una hora semanal en cada uno de los veintitrés canales de Mundovisión. La United Artists puede hacer la planificación de las series, hablaré con Oscar de ello, no puede decirme que no. Deberemos elegir bien los títulos: «Un mundo sin energía», «Entropía», algo así. No, «Entropía» no..., la gente no sabrá lo que quiere decir. En fin, series de carácter premonitorio, muy distintas en estilo y contenido, pero a través de las cuales podamos mostrarle claramente al mundo lo que va a ocurrirle inevitablemente a nuestra sociedad en el término de... digamos diez años, si se agotan las actuales fuentes de energía: Dejo en sus manos, Bill, el enfoque de toda la campaña: programas—encuesta, informativos, dramáticos..., en fin, lo que crea oportuno. Tengo plena confianza en usted. Necesitamos crear un cierto pánico en las masas...
—¿Pánico? —el hombre gordo, que parecía haberse ido adormilan— do poco a poco, sufrió un repentino sobresalto—, ¿No será contraproducente?
—Oh, no, en absoluto —dijo Bill en un impulso—. Un pánico controlado, si sabemos dosificarlo correctamente... —Por un momento pareció arrepentirse de haberle pisado el terreno a Baller, pero tras una ligera vacilación siguió hablando—. Cuando hayamos metido en la cabeza de la gente la idea de que sin energía vamos a morirnos todos de inanición: fábricas paralizadas, carencia de luz, ausencia de medios de comunicación... Bien, cuando les hayamos concienciado de que la energía es algo vital para nuestra supervivencia como civilización, aceptarán el iztiol como una auténtica tabla de salvación. Entonces podremos lanzar nuestro producto sin preocuparnos del Comité pro Defensa del Planeta.
—Exacto —remachó Baller— Mediremos bien nuestros pasos. Tras haber creado el clima oportuno, nos presentaremos a la gente como los salvadores de la civilización. «El iztiol hará que el temor de un agotamiento de la energía huya lejos, lejos, lejos...» Vendrán a besarnos y a abrazarnos como si les hubiéramos salvado la vida. —Rió discretamente—, ¿Saben?, creo que como un acto más de la campaña, deberíamos proponer al señor Hernbauch para el Premio Nobel de Química, ¿no creen? —el aludido, un hombre de alborotado cabello y rostro cetrino que habia permanecido en silencio durante toda la reunión, se removió inquieto en su silla—. No se inventa cada día algo como el iztiol.
—De todos modos, hay algo que no me gusta —dijo Oliver, tabaleando suavemente sobre la mesa con la punta de su lápiz—. ¿Cómo puede la Baller patrocinar una serie de programas de Mundovisión tan francamente publicitarios? Creo que nuestras intenciones quedarán en seguida al descubierto...
Baller sonrió irritadamente.
—Por favor, querido Oliver —dijo con voz melosa—. Si no fuera porque la idea surgió de mí, me preguntaría quién fue el imbécil que te metió en el Consejo de Administración de la Compañía. ¿Quién ha dicho en algún momento que la Baller vaya a patrocinar públicamente campaña alguna de este tipo? —Agitó tristemente la cabeza— Tengo plena confianza en usted, Bill. Le ruego que haga un estudio detallado de toda la campaña, e inicie ya desde hoy los primeros pasos. Como siempre, me pasará un informe semanal de los progresos, ¿no?
—Pero todo esto no resuelve nuestro principal problema, señor Haller —dijo el hombre de rostro pálido—. Yo estoy a cargo de las plantas de producción. Sé muy bien lo que argumentan los del Comité pro Defensa del Planeta, y debo decir que tienen razón. No Podemos permitirnos demasiado optimismo: los residuos de nuestra producción nos van a ahogar, pese a todas nuestras campañas publicitarias, en muy poco tiempo.
—Al diablo —gruñó Baller—, Escuche, Koll, no podemos permitirnos el lujo de incrementar el precio del iztiol hasta que esté completamente arraigado entre el público consumidor, y menos de la forma prohibitiva que exigiría cualquier intento de eliminación de los residuos. Por supuesto, queda usted autorizado a crear un equipo permanente de investigación que busque una solución efectiva al problema de los residuos, dentro de un nivel razonable de costos, por supuesto, y a instalar todos los filtros, depuradores y..., bueno, todo lo que crea necesario. Recibirá inmediatamente un presupuesto de gastos autorizados para cada uno de esos conceptos, y no se preocupe: podrá moverse dentro de una cierta holgura económica. Y si más adelante, pese a todos nuestros esfuerzos, que procuraremos divulgar ampliamente, los del Comité pro Defensa del Planeta siguen hostigándonos... Bueno, una vez tengamos bien introducido el producto en el mercado, siempre podemos hacer algunas concesiones y decirle al público consumidor que, por culpa de unos cuantos vocingleros hijos de puta, vamos a ver— nos obligados a...
En la pista, bajo los focos, una pareja y un doberman representaban el habitual número erótico. Álvarez lo había visto, en su infinidad de variaciones, infinidad de veces allá abajo, y nunca le había gustado, pero ahora, aquí, le hallaba una sutil diferencia. No sabía lo que era: tal vez un leve matiz en las actitudes, en los gestos, en las posiciones, una distinta elegancia en la provocación, la diferencia que separa lo atrevido de lo grosero. Sintió que la mano de Katy se apoyaba sobre la suya, con un gesto casual. Volvió la suya y apretó suavemente. Tal vez fuera la excitación de todos los acontecimientos del día, o quizás el alcohol, o el espectáculo que estaban presenciando, pero se sentía anormalmente atrevido. Ella no retiró la mano.
—¿Qué haces abajo? —preguntó de pronto ella—. Trabajas en la empresa, ¿verdad?
Desde que habían vuelto del buceo le tuteaba; lo había iniciado de una forma indiferente, como sin darle ninguna importancia, y a él eso le había llenado de una profunda satisfacción personal. Pensó en la respuesta que debía darle. ¿Debía decirle que abajo era simplemente un ejecutivo de segunda fila, y que si su padre le había encargado precisamente a él la preparación y entrega del informe era simplemente porque no confiaba demasiado en su coordinador Gerente, mientras que él, hacía apenas un año y con motivo de otro asunto, le había dado una clarísima prueba de absoluta fidelidad a la empresa? ¿Cuál sería la reacción de ella ante aquello?
Vaciló
—Bueno, yo... —empezó, y se detuvo. De pronto se echó a reír. ¿Y por qué no decírselo todo, simple y llanamente? Se daba cuenta de que entre ellos se había ido estableciendo una cierta relación de intimidad. ¿Por qué no tenia que ser franco y contarle todos sus anhelos y miserias, todo lo absurdo que rondaba por su cabeza, al igual que ella le habla dado a entender en vahas ocasiones lo poco que le importaban sus relaciones con su esposo?
Se lo dijo. Habló como si lo hiciera para sí mismo, en voz muy baja, procurando no mirarla, con los ojos fijos en la mano que estaba oprimiendo suavemente entre las suyas, apenas acariciándola con las yemas de los dedos. Se lo dijo como quien hace examen de conciencia, sintiéndose miserablemente ridículo por lo que estaba diciendo, pero notando en lo más profundo de sí mismo un inmenso alivio al hacerlo. Para su sorpresa, ella, tan dada a reírse, no se rió esta vez. Él alzó la vista y se dio cuenta de que ella le estaba mirando fijamente, y de que en sus ojos había una clara luz de comprensión. Puso su otra mano sobre las de él, en un gesto íntimamente cálido.
Sonaron aplausos y las luces se encendieron. Álvarez se dio cuenta con cierto nerviosismo de que no estaban solos allí. Apareció otra atracción, un dúo sadomasoquista. Álvarez encendió nerviosamente un cigarrillo. Empezaba a arrepentirse de haber liberado de aquel modo todos sus deseos y fustraciones, que seguramente para ella no serian más que una sarta de tonterías.
—No es tan difícil llegar a las Plataformas —dijo de pronto ella, y Álvarez se dio cuenta de que entre los dos se había producido un silencio excesivamente largo—, ¿Sabes?, sólo es cuestión de dinero. Un cargo importante en una empresa como la de mi padre, un sueldo lucrativo, un cierto éxito en los negocios. Asunto crematístico. A veces hasta resulta divertido pensarlo. Allí abajo, la gente imagina que vivir en las Plataformas es sinónimo de un gran éxito en la vida. No es tanto como eso. Tan sólo indica que uno gana el dinero suficiente. Mira a tu alrededor. Si analizáramos a toda la gente que tenemos reunida aquí, verías que la mayoría de nosotros valemos mucho menos que tú. Pero hemos tenido más suerte. Yo, por ejemplo, la suerte de ser la hija de un importante hombre de empresa. Oliver, haber tenido la fortuna de haber sabido seducirme cuando yo aún era una estúpida niña tonta de papá rico con unos códigos morales demasiado estrictos. Y otros muchos tienen un mérito aún mucho menor. Tú dices que tu mayor deseo es acceder a las Plataformas. Bien, el primer paso ya lo has dado. Ahora estás en una de ellas. No creas que el resto es tan difícil. Estoy convencida de que lo lograrás. Y no vas a tardar mucho.
Álvarez miró hacia la pista, incapaz de fijar sus ojos en ella. Al compás de una sugerente música, la mujer se retorcía en el suelo y lanzaba entrecortados gemidos de dolor y placer, mientras el hombre hacía chasquear su látigo. Los maquillados cuerpos desnudos brillaban como si estuvieran salpicados de pequeñísimas lentejuelas.
Sintió que la mano de Katy oprimía fuertemente las suyas. La miró.
—En el fondo, las diversiones de la Plataforma son tan aburridas como las de abajo, ¿no? Anda, vamos. Sé de un lugar donde podremos tomar unas copas y charlar en la más estricta intimidad.
Media hora más tarde, en el apartamento de ella, sintiendo a Katy gemir y jadear bajo su cuerpo, mientras él besaba y acariciaba y estrujaba, poseído de una violencia inusitada, aquella piel morena y perfumada que era casi un ideal, Álvarez empezó a pensar que tal vez sí que su sueño no estuviera tan lejos como siempre había imaginado. Y cuando la penetró, con toda la fuerza de sus múltiples deseos durante largos años insatisfechos, no era un retorciente y ansioso cuerpo de mujer lo que estaba poseyendo, sino todo un estilo de vida, un mundo, un sistema. Estaba poseyendo a las Plataformas. Y aquello reforzó su virilidad.
Álvarez tomó el portadocumentos que le tendía Baller y lo sopesó ligeramente, aparentando no sentir un excesivo interés hacia él. Vio que llevaba dos cerraduras, y supuso que estarían cerradas con llave. Sintió un cierto desencanto.
—Usted es un hombre leal y eficiente, Álvarez —dijo Baller, palmeándole suavemente la espalda—. Lo ha demostrado ya en varias ocasiones, y sobre todo ahora, preparando ese Informe Clasificado. La Compañía está muy orgullosa de usted, y creo que debemos recompénsale como se merece. Bueno..., el cargo que ha ocupado hasta ahora en la Compañía..., no creo que esté en consonancia con sus méritos. ¿Sabe?, ayer propuse al Consejo que fuera nombrado usted Director Ejecutivo de Mercados, con categoría de Coordinador Gerente... Y, bien, mi sugerencia fue aceptada por unanimidad. El nombramiento oficial le llegará dentro de unos días, pero he querido ser yo personalmente quien le diera la buena noticia...
Sacó un cigarrillo de su pitillera de oro y lo encendió. Iba a guardársela de nuevo en el bolsillo cuando se dio cuenta de su falta de tacto; abrió de nuevo la pitillera y se la ofreció a Álvarez, quien declinó con un suave gesto de la mano, sintiéndose flotar.
—Su lealtad y dedicación a la Compañía nos ha satisfecho a todos —prosiguió Baller, como si se creyera en la obligación de hacer un discurso. . Su actuación en este asunto ha sido desde un principio magnífica, digna de todos los elogios. Por supuesto, esperamos poder seguir contando con usted en asuntos de discreción y responsabilidad. Los problemas, ya sabe, apenas han hecho más que empezar, y necesitamos gente capacitada y con ímpetu a nuestro lado. Por supuesto, no estamos en absoluto preocupados por todo este asunto, pero debemos actuar con una cierta cautela, ya sabe: las distensiones internacionales, los grupos de presión... Bien, aquí está el maletín, con un dossier con todas las conclusiones a las que ha llegado el Consejo y las líneas a seguir. Por supuesto, se trata de Información Clasificada: tenga, aquí tiene las llaves. —Álvarez apenas vio las dos llavecitas doradas que tintineaban al extremo de un llavero en la mano del hombre—. Por supuesto, no hace falta que le diga que usted, como... ehm..., Director Ejecutivo de Mercado, debe conocer imprescindiblemente su contenido. Bueno, creo que puede hacerlo perfectamente mientras regresa abajo: en el avión nadie le molestará. Confío..., confiamos en su capacidad y en su buen criterio. Estamos seguros de que va a llegar usted muy lejos. —Pareció rumiar sus palabras—. Sí, muy lejos.
Le acompañó hasta la pista, charlando de cosas intrascendentes. Álvarez se sentía como si flotara entre nubes de algodón, como cuando había buceado en compañía de Katy, sintiendo aquella maravillosa ingravidez en todas sus células, antes de penetrar en la fealdad y el grisor. Anduvo, con Baller a su lado, hacia el aparato.
—¿Lo ha pasado bien aquí? —preguntó de pronto Baller, dando un brusco giro a la conversación—. Tengo entendido que durante estos tres días mi hija se ha convertido en su cicerone. Me alegro. Katy es una chica estupenda. Lástima que se casara con ese pasmarote de Oliver. Las muchachas como Katy necesitan hombres como usted. Claro que todo puede arreglarse en la vida...
Le acompañó hasta la misma escalerilla del avión, y allí le estrechó calurosamente la mano. Antes de entrar en el aparato, Álvarez dirigió una breve ojeada a su alrededor. Le hubiera gustado ver a Katy, pero por supuesto ella no estaba allí. Se volvió por última vez hacia Baller.
—Ha sido estupendo permanecer estos tres días aquí, señor Baller —dijo—. Y le estoy muy agradecido por...
Baller barrió sus palabras con un gesto de la mano.
—Oh, olvídelo. Necesitamos hombres de valía, y cuando los encontramos no los dejamos escapar: éste es el secreto del éxito de las empresas. Encárguese personalmente del asunto con el resto del personal, y comuníqueme, a través de Bill (conoce a Bill, ¿no?) o personalmente, cualquier novedad que se produzca. ¿De acuerdo?
—Por supuesto, señor Baller. Completamente de acuerdo.
La portezuela se cerró tras él. Mientras el piloto ponía en marcha los motores, Álvarez vio por la ventanilla cómo Baller se dirigía hacia la salida de la pista. Por un momento frunció el ceño. Sabía que había sido utilizado, que pretendían que fuera su hombre de paja. Baller lo había utilizado sin el menor escrúpulo, y también Katy, cada cual por sus motivos particulares. Pero no le importaba. Todo el mundo era constantemente utilizado, manipulado, a lo largo y ancho de todo el planeta, y lo único que variaba en cada caso en particular era lo que uno podía obtener a cambio. En cierto modo, pensó fríamente, él también los había utilizado, los estaba utilizando, a ellos. Utilizaba a Baller para promocionarse, y a Katy...
Detuvo sus pensamientos. No, Katy era algo distinto. Sabía que para ella había sido tan sólo un pasatiempo, una distracción, un derivativo pasajero para su aburrida vida de niña rica y ociosa, una liberación momentánea de aquel aburrido círculo social que a veces la oprimía. Lo más probable era que ahora ya no se acordara de él. Pero de todos modos, se dijo, era diferente.
Por primera vez se dio cuenta de que poseía otro tipo de seguridad en sí mismo.
El aparato despegó, y por un momento pareció mantenerse flotando en el vacío cuando rebasó el borde de la Plataforma. La inmensa ciudad en el aire, se fue alejando con creciente rapidez mientras el estratorreactor describía un amplio círculo para fijar su rumbo. Luego inclinó el morro hacia abajo.
Miró a la Plataforma, que ahora quedaba por encima de él, mostrando su lisa superficie inferior. Cientos como aquélla, flotando a lo largo y a lo ancho de todo el mundo, se dijo. Y se estaban construyendo más. Y seguirían construyéndose, hasta que se cambiaran por naves interplanetarias
Se reclinó en su asiento. Pensó en las últimas palabras de Baller: Las muchachas como Katy necesitan hombres como usted. Y luego: Claro que todo puede arreglarse en la vida. Era un sueño estúpido, se dijo, pero, ¿por qué no? Quizá aquellos tres días hubieran sido para ella una simple aventura, pero para él habían quedado grabados al fuego en su corazón. Y también había sido una loca aventura para él, hacía apenas unos años, soñar con subir alguna vez a una Plataforma, y sin embargo la había visto realizada. Se sentía muy distinto del hombre inseguro y acomplejado que había subido a la Plataforma en aquel mismo aparato. Ahora era otra persona.
—Encima de las nubes... —murmuró en voz alta para sí mismo. Pensó en el planeta que yacía agonizando a sus pies, y decidió que podía irse al infierno. Hizo una seña a la azafata—. Tráigame un whisky. Con mucho hielo.
Sacó las llaves y abrió el portadocumentos. Antes de tomar los papeles de su Interior, dirigió una última mirada a la Plataforma, ahora apenas una irregular mancha oscura allá arriba, en el cielo.
Entonces el aparato se sumergió en la capa de nubes, y la luz del sol fue sustituida por el triste grisor del mundo de abajo..., aquel que ya no sería nunca más su mundo.
Tomó el vaso de manos de la azafata, abrió el dossier, y empezó a leer.
Fin