CÓMO LOGRAMOS DOMINAR LA PENICILINA
Publicado en
diciembre 04, 2021
Por el Dr. Ernst Chain. Redacción de J.D. Ratcliff (La histórica labor que se describe en este artículo le valió al Dr. Ernst Chain, actualmente profesor de bioquímica de la Universidad de Londres, compartir el Premio Nobel de Fisiología y Medicina, en 1945, con sir Alexander Fleming y sir Howard Florey).
ERA UN ratoncito ordinario, salvo por una cosa: le habíamos inyectado un medicamento en cuya elaboración tardamos largos meses. Temíamos que nuestro medicamento, que era un enemigo mortal de los microbios cultivados en el laboratorio, fuera igualmente mortífero para los ratones y para el hombre, y resultara así una interesante curiosidad de laboratorio, pero inútil en la medicina humana. Por eso observábamos atentamente al ratoncito, temerosos de que cayera muerto patas arriba.
Pero no murió.
El hecho, aunque insignificante en sí, podría ser de gran trascendencia: quizá teníamos en nuestras manos el supremo exterminador de microbios tanto tiempo buscado, el posible vencedor de enfermedades que han venido torturando a la humanidad desde el principio de los tiempos.
Microbios buenos y microbios malos. Nuestra investigación se inició una tarde en el otoño de 1938, en el despacho del Dr. Howard Florey, director de la Escuela de Patología Sir William Dunn, de la Universidad de Oxford. Florey, de 40 años de edad, era un australiano vigoroso que había venido a Inglaterra gracias a una beca Rhodes. Yo había vivido en Berlín hasta 1933, pero el 31 de enero de ese año subió Hitler al poder y mi porvenir, por ser yo judío, se me revelaba claramente, así que me marché al día siguiente. Durante algún tiempo trabajé en la Universidad de Cambridge; en eso Florey, que estaba formando un nuevo grupo de investigadores, necesitó un bioquímico y me uní a su grupo. Acordamos que el estudio de los antagonismos microbianos podría resultar fructífero.
Los microbios son partículas vivas siempre fascinantes. Sin cesar y sin piedad se combaten entre sí, frecuentemente hasta la aniquilación total. En 1877, el gran Pasteur observó este fenómeno cuando unos microbios no identificados destruyeron una colonia de virulentos bacilos del carbunco. ¿No se podrían encontrar microbios buenos para combatir a los malos? El mismo Pasteur especuló sobre esta posibilidad.
En 1928, un patólogo que trabajaba en el hospital St. Mary's de Londres, dio con otro ejemplo del mismo fenómeno. Una espora de moho cayó accidentalmente en una placa de Petri, que contenía una próspera colonia de mortales estafilococos, y la repentina detención del desarrollo de los estafilococos que de ello resultó fue sorprendente. Posteriormente se le daría al moho el nombre de Penicillium notatum. El investigador se llamaba Alexander Fleming.
Se sabía de muchos otros ejemplos de tales antagonismos: en la biblioteca encontré más de 100 referencias sobre ello. Ahora bien, ¿conseguiríamos establecer cómo lesiona o destruye un microbio a otro y extraer la sustancia que produce ese efecto? Florey convino conmigo en que esto sería sumamente interesante y tal vez de gran valor. Pero, ¿quién nos financiaría? Los fondos del laboratorio estaban agotados. Recurrimos a la Fundación Rockefeller... ¡y con gran asombro de nuestra parte, llegó una subvención de 5000 dólares anuales por cinco años!
Aunque en nuestra solicitud de subvención manifestaba optimismo, yo estaba íntimamente convencido de que, como medicamento para seres humanos, la penicilina no tenía porvenir alguno. Fleming había comprobado que el caldo viscoso en que se cultivaba el moho era tan poderoso que, aun diluido 800 veces, detenía el desarrollo de microbios mortales. Algo tan enérgico, pensaba yo, podría resultar peligroso para el hombre. El organismo humano tolera a veces una dosis de alguna sustancia extraña, pero luego se vuelve sensible a ella; así pues, una segunda dosis podría ser mortal. ¿De qué serviría un medicamento que a la segunda aplicación resultara mortal? Sin embargo...
A la sazón se había unido a nosotros Norman Heatley, hombre tímido pero extraordinariamente talentoso. Él se encargaría de aprender a cultivar el moho productor de la misteriosa sustancia, yo trataría de extraer penicilina del cultivo y Florey la probaría luego en cultivos de bacterias y en animales infectados... si es que alguna vez llegábamos a reunir la suficiente para realizar esas pruebas.
Así dio comienzo aquella empresa. Y si bien es imposible citar aquí a cuantos en ella intervinieron, sí diré que hubo muchas personas que desempeñaron importante papel, entre otras: Gardner, Abraham, la finada señorita Orr-Ewing, Jennings y las "chicas de la penicilina".
Extremadamente veleidoso. El moho crece con facilidad donde nadie lo quisiera: en el pan o en el calzado que se guarda en un armario durante un húmedo verano. En una mezcla de glucosa, levadura y sales minerales que pusimos en pequeños frascos de Roux sembramos el Penicillium notatum. Tras diez días de incubación, se formó un arrugado y gomoso cultivo de moho verde azulenco. Debajo, en un caldo oscuro, estaba a veces la penicilina que buscábamos.
Pronto advertimos que el moho era extremadamente veleidoso. Por motivos que no alcanzábamos a comprender, había veces que no producía penicilina alguna. Además todo tenía que estar perfectamente esterilizado, pues aunque la penicilina destruía microbios, también había microbios que la destruían.
Por añadidura, la tarea de aislar el principio activo del caldo de cultivo nos causaba muchos quebraderos de cabeza. Ya otros lo habían intentado pero se habían dado por vencidos, descorazonados. "Se desvanece casi en el momento mismo de mirarlo", había observado un investigador. Sin embargo, uno por uno fuimos resolviendo los problemas. Si no podíamos calentar la penicilina para concentrarla (pues el calor la destruye), podíamos desecarla por congelación, y así, del cultivo fluido, ácido y frío la extraíamos por medio de un disolvente orgánico... y la recuperábamos del disolvente añadiendo álcali para neutralizar el ácido.
Después de varios meses de trabajo contábamos con una pizca de un polvo de barroso color pardo. Era un extraordinario represor de microbios: aun en soluciones de una parte en 50 millones, detenía el desarrollo de algunas bacterias. ¡Y además el ratón que inyectamos con ella sobrevivió no sólo a la primera inyección, sino a una segunda y a una tercera!
Creíamos que nuestro lodoso polvillo era penicilina pura. Pero más adelante, conforme fuimos refinando el extracto y este fue cambiando de pardo a amarillo y luego a blanco, comprobamos que nuestra sustancia original apenas contenía de uno a dos por ciento de penicilina. Las impurezas que constituían el 98 o 99 por ciento restante habrían podido matar a nuestro ratoncillo, lo cual nos habría hecho creer que la penicilina era mortal. Afortunadamente, no sucedió así.
Condena de muerte. Sabíamos, pues, que la penicilina no mataba a los ratones. Pero ¿sobreviviría en su organismo y lo protegería contra microbios mortales? Las luces permanecían encendidas en nuestros laboratorios hasta bien entrada la noche.
El laboratorio de Heatley, en el segundo piso, se convirtió en un manicomio maloliente; el moho se cultivaba allí en cualquier cosa que estuviera a la mano: en latas de galletas, ollas de cocina, recipientes de cristal para laboratorio y en 16 orinales. Empleando cualquier objeto disponible, construimos un aparato de extracción continua para obtener penicilina de los cultivos de moho. Nuestro minúsculo tesoro comenzó a aumentar. Finalmente reunimos suficiente penicilina para la segunda etapa de pruebas.
Sir Alexander Fleming, Sir Howard Florey y Dr. Ernst Chain.
Poco antes del mediodía del 26 de mayo de 1940, inyectamos estreptococos a ocho ratones. A cuatro de ellos se les administró penicilina; para los otros los estreptococos representaban una irrevocable sentencia de muerte. Esa noche, Heatley mantuvo una solitaria vigilia junto a las jaulas de los ratones. A las 3:30 de la mañana murió el último de los ratones que no recibieron protección. Todos los inyectados con penicilina estaban vivos.
De los ratones a los hombres. Hacia julio, ya estábamos salvando vidas de ratones en proporción cercana al 100 por ciento. Ahora, la tarea consistía en reunir penicilina en dosis suficientes para el ser humano (después de todo, un hombre es 3000 veces más grande que un ratón).
Según los cálculos de Florey se necesitarían unos 475 litros de caldo de moho por semana, lo cual nos parecía una cantidad fantástica (los aparatos de fermentación empleados en la actualidad producen casi 53.000 litros de una sola vez). Ahora sabemos que 475 litros dan menos de 200.000 unidades de penicilina: ¡la cantidad que contiene una sola de las pastillas de hoy!
Mas para nosotros era una cifra aterradora.
De nada necesitábamos con tanta urgencia como de grandes tanques de fermentación. Encontramos una batidora de leche de 760 litros de capacidad. También nos hacían falta recipientes de cristal fabricados especialmente, poco profundos, planos y fáciles de apilar. Afortunadamente, Florey se acordó de un amigo que trabajaba en una fábrica de loza en Staffordshire. El 23 de diciembre de 1940 estuvo lista la primera hornada de 172 recipientes. Heatley recorrió 170 kilómetros bajo una tormenta de nieve, en un camión prestado, para ir a recogerlos, y al día siguiente se dedicó a limpiarlos y esterilizarlos. La mañana del día de Navidad, mientras la mayoría de la gente estaba con sus familias, Heatley la pasó sembrando Penicillium notatum en los recipientes.
En la revista médica The Lancet publicamos los resultados de nuestros primeros trabajos con animales. Se presentó en el laboratorio un hombre pequeño de cabello blanco que observaba mucho y hablaba poco. "He sabido que están trabajando con mi vieja penicilina", dijo. Era Alexander Fleming. Aunque había leído sus trabajos, nunca lo había conocido; lo creía muerto.
Nos acercábamos a la etapa de experimentación en seres humanos. Florey, enfermo de amigdalitis, llegó a hacer gargarismos con el caldo de moho, que tenía un sabor horrible, y creía que le había hecho algún bien. Sin embargo, aún quedaba mucho por resolver. ¿Tolerarían los seres humanos inyecciones de nuestro medicamento? En un hospital cercano había una mujer con cáncer en el pecho, que moriría a las pocas semanas. No le dijimos que la penicilina fuera a influir favorablemente en su enfermedad, pero sí que si se dejaba inyectar, tal vez contribuyera modestamente al progreso de la medicina. Después de la inyección la enferma tuvo ligeros escalofríos y algo de fiebre. Evidentemente, la penicilina no era aún lo bastante pura para hacer pruebas con seres humanos, por lo que la seguimos refinando en el laboratorio. Finalmente, estuvimos listos.
El destino de un policía. Como ninguno de nuestro grupo era médico, conseguimos la ayuda del Dr. Charles Fletcher, joven médico graduado en la Universidad de Oxford. En la sala de enfermos infecciosos del hospital Radcliffe el Dr. Fletcher tenía un paciente idóneo para nuestras pruebas, en quien habían fracasado todos los tratamientos. Era Albert Alexander, un policía de Oxford de 43 años de edad, que cinco meses antes, podando rosales, había sufrido un leve rasguño en la comisura de los labios. La herida se le infectó con estreptococos y estafilococos; la mayor parte de su cuerpo estaba cubierta de úlceras rezumantes; los microbios también habían atacado huesos, pulmones y ojos (uno de estos tan gravemente afectado que se lo tuvieron que sacar). A Alexander le quedaban muy pocos días de vida... y lo sabía.
El 12 de febrero de 1941, el Dr. Fletcher inyectó penicilina en una vena del brazo del extenuado cuerpo de Alexander. Se le aplicaron inyecciones cada tres horas. Se recogió hasta la última gota de su orina, y de ella recuperamos en el laboratorio la preciosa penicilina que contenía. A las 24 horas comenzó a secarse la secreción de una de las peores úlceras que el enfermo tenía en el cuero cabelludo y a limpiarse el ojo derecho que estaba lleno de pus. ¡La penicilina estaba ganando el primer encuentro contra las huestes microbianas!
Durante cinco días la mejoría fue constante. El enfermo incluso se sentaba en la cama y comía. Entonces le inyectamos la última dosis de nuestra penicilina. No había más, en ninguna parte del mundo. Si bien había muerto la mayoría de los microbios que pululaban en el organismo de Alexander, los pocos pero vigorosos sobrevivientes cobraban gran vitalidad ahora que faltaba penicilina para combatirlos. El enfermo decayó rápidamente.
Florey, igual que todos nosotros, se sintió profundamente conmovido por la muerte del policía y declaró que jamás intentaríamos curar a un enfermo hasta no estar seguros de contar con penicilina suficiente. En adelante, sólo nos ocuparíamos de niños, que requerirían menores cantidades del medicamento.
Se vuelven las tornas. Encontramos a un enfermo de cuatro años de edad, un niño muy simpático, cuyo rostro era una pequeña máscara, hinchada y triste. Los estafilococos habían invadido los tejidos, los vasos sanguíneos y las cavidades de la cara.
Esta vez tuvimos suficiente penicilina. Desapareció la hinchazón de los ojos; se eliminaron de la sangre, casi por completo, los mortales estafilococos. Fue aquella una hermosa victoria. El niño, sentado en la cama, charlaba y se divertía con sus juguetes. Sin embargo, cinco días más tarde murió porque un vaso sanguíneo del cerebro, debilitado por la enfermedad, se le rompió.
No obstante que habíamos averiguado mucho, nos sentíamos desalentados. Fue entonces cuando se volvieron las tornas. La penicilina comenzó a vencer con regularidad alentadora. Hacia junio habíamos tratado otros ocho casos y todos reaccionaron maravillosamente.
Los albores de una era. Un hecho resultaba claro: debíamos considerar las cosas conforme a nuevas dimensiones. Para que nuestra penicilina llegase a cerrar permanentemente las horrendas salas de infecciosos, para que lograse salvar la vida a millones de personas, que de otra manera estarían condenadas a muerte, tendría que fabricarse no por miligramos sino por toneladas. ¿A dónde o a quién recurrir?
En cerca de dos años de trabajo apenas habíamos logrado producir cuatro millones de unidades de penicilina: ¡cantidad que hoy se emplea frecuentemente para curar una simple amigdalitis! La industria farmacéutica británica, abrumada por el esfuerzo bélico y la escasez de equipo, no estaba en condiciones de acometer tarea semejante. Los Estados Unidos eran nuestra única esperanza. En julio de 1941, Florey y Heatly abordaron el avión y partieron con destino a ese país.
El éxito que como viajantes alcanzaron esos hombres de ciencia pertenece a la historia. Al poco tiempo el cultivo se producía ya por carretadas. La penicilina comenzó a salir en billones de unidades. La era de los antibióticos, la era que mantendría a raya a las más de las principales enfermedades infecciosas del hombre, alboreaba.