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noviembre 20, 2021
Historia de un aviador derribado en el Pacífico Sur, y de un acto de bondad cuyo recuerdo no borraron los años.
Por John Reddy (Condensado de "The Saturday Evening Post" Material adicional proporcionado por el autor).
Extraña y llena de colorido fue la escena que se desarrolló hace poco en la costa setentrional de Nueva Bretaña, salvaje isla del Pacífico Sur. Un hombre de negocios norteamericano, Fred Hargesheimer, hablaba en el inglés chapurrado que se usa en Asia a una multitud de más de mil indígenas congregados en un claro del bosque, algunos con lanzas y cuchillos. Eran seres de los más primitivos que se encuentran en la Tierra, de un nivel de vida muy cercano al de la edad de piedra. Para ellos Hargesheimer inauguraba una escuela, cuyos antecedentes constituyen una de las historias más notables de la guerra en el Pacífico.
UN DÍA nublado de junio de 1943, el teniente Fred Hargesheimer, de 27 años, piloto de la fuerza aérea de los Estados Unidos, volaba en su bimotor P-38 sobre la dentada costa de Nueva Bretaña. Llevaba la misión de fotografiar las instalaciones enemigas, con el fin de preparar un ataque norteamericano contra la gran base japonesa de Rabaul. Vio un claro en la selva, donde había un aeródromo enemigo, e inclinó la proa para acercarse. Oyó ruido de disparos y vio que su motor derecho estallaba en llamas. Pocos segundos después, otra andanada, disparada desde el avión japonés que lo acometía por la espalda, le inutilizó el otro motor. Con la cara bañada en sangre, tiró de la cuerda de emergencia y se puso de pie. Sintió que un ventarrón de 300 kilómetros por hora lo arrebataba y lo hacía girar en el espacio; pero el paracaídas se abrió y el aviador quedó suspendido en el aire balanceándose como un péndulo.
Algunos minutos después caía con rudo golpe en el cieno de la selva. Fuera de una cortadura en la frente, estaba ileso. Se vendó la herida lo mejor que pudo con jirones de la tela del paracaídas y trató de formularse un plan de acción.
Trabajos en la selva. Nueva Bretaña, isla en forma de bumerang, un poco mayor que El Salvador, estaba entonces ocupada por los japoneses, que tenían en el puerto de Rabaul una de sus más fuertes bases en el Pacífico. Además de los japoneses, 150 kilómetros de tupida selva y 300 kilómetros de mar abierto separaban a Hargesheimer de su base en Nueva Guinea. En su equipo de emergencia sólo llevaba brújula, cuchillo, fósforos, tres barras de chocolate, medicinas, cordel de pesca y anzuelos, y una cantimplora de lona. Por en medio del bosque, casi impenetrable, emprendió camino en dirección hacia Nueva Guinea.
A los diez días, había acabado con la provisión de chocolate y tenía toda la ropa despedazada. Durante 31 días vagó por la selva, enredándose en los bejucos y cayendo en el cieno resbaladizo. Al atardecer del trigésimo primer día, mientras recogía retoños de bambú a la orilla de un río, lo sorprendió un grupo de indígenas que navegaban en una canoa, y que lanzaron grandes exclamaciones cuando lo vieron.
El aviador, excesivamente debilitado para huir, se quedó clavado donde estaba. ¿Lo entregarían a los japoneses?
—Señor, señor —dijo uno de ellos—, tú número uno.
—Tú también número uno —contestó Hargesheimer.
El jefe de los recién llegados, hombre fornido, de piel muy oscura y cabello corto ensortijado, mostró una nota muy manoseada en que se decía que era Lauo, cacique leal a los Aliados. Estaba firmada por John Stokie, un vigía australiano. Al leerla Hargesheimer, se le humedecieron los ojos de emoción. En seguida los indígenas obsequiaron al desfallecido piloto con bananas, piñas, pescado ahumado y un trozo de carne, y al día siguiente lo llevaron en su canoa a su pueblo, un caserío de chozas de hierba a la orilla de una laguna. Los naturales salieron presurosos a su encuentro y estrecharon cordialmente la flaca y pálida mano del extranjero. Aquel caserío, llamado Nantambu, iba a ser el refugio de Hargesheimer durante muchos meses. Lauo, cuya autoridad era absoluta, llamó a su gente y le impartió órdenes de proteger al aviador.
"¡Palomas japonesas!" Cuando pasaban por encima los aviones japoneses, los naturales gritaban "¡Palomas japonesas!" para que se escondiera. A veces aparecían patrullas niponas en la playa, y entonces tocaban una caracola a modo de trompa, y al oírla él corría a un escondite en un pantano próximo. Cuando andaba con botas, dos niños iban detrás de él borrando sus huellas.
Por la noche "el señor Freddy" se sentaba a charlar con los indígenas en torno a una hoguera. Se entendían en el inglés chapurrado que se usa en Asia. Aquellos hombres melanesios de piel oscura y pelo crespo eran primitivos y sencillos, generosos y fieles. Al ofrecer asilo al blanco se limitaban a practicar los rudimentos de cristianismo aprendidos de los misioneros antes de la guerra. Así lo comprendió él a medida que los fue conociendo, y comprendió también que esa fe sencilla y esa lealtad era lo único que se interponía entre él y los japoneses. Aunque en varias ocasiones el caserío fue registrado por patrullas, nadie lo traicionó jamás. A Lauo lo llamaban periódicamente para interrogarlo sobre el "hombre-pájaro" derribado, pero nunca reveló nada, a pesar de que lo amenazaban con la punta de una espada.
Hargesheimer sufrió un ataque de paludismo y se fue debilitando hasta el punto de que ya no se podía mover ni toleraba ningún alimento. Un misionero indígena llamado Apelis le llevó una Biblia y los naturales se congregaban en torno a su lecho para cantar himnos y rezar. Hargesheimer le dijo a Apelis que pronto moriría, a menos que comiera algo que pudiera digerir. Apelis se marchó y regresó poco después con su mujer, Ida, y su hijito recién nacido; le dio a la mujer una taza y ella se retiró detrás de la cabaña. A los pocos minutos devolvió a su marido la taza, llena de leche materna. Durante los diez días siguientes, Ida se presentó en la choza llevando siempre una taza de leche. Gracias a este tratamiento, Hargesheimer pudo volver a comer un poco de fruta, a sentarse durante algunos minutos, y al fin se recuperó lo suficiente para dar unos pasos.
Una noche llegó un indígena desconocido y dijo que tres australianos estaban escondidos en las colinas con un inalámbrico. Eran vigías de la costa que habían desembarcado en la isla para espiar al enemigo. Pocos días después, Hargesheimer, que todavía estaba muy débil, emprendió camino con un grupo de naturales en busca del escondite de los australianos: tres chozas ocultas entre los árboles en una elevada colina desde donde se dominaba una amplia vista de la selva circundante y del lejano mar. Los aviones enemigos que se elevaban en Rabaul para ir a atacar las bases aliadas de Nueva Guinea pasaban directamente por encima de aquel lugar, lo que permitía a los vigías enviar por radio la correspondiente alarma. Meses después, estando Hargesheimer de servicio en el inalámbrico, captó un mensaje de una estación de Nueva Guinea, que comenzaba: "Los aviadores pueden ser evacuados..."
A la mañana siguiente, Hargesheimer y dos aviadores australianos que habían sido derribados sobre cl mar y habían logrado llegar al mismo lugar, se encaminaron acompañados por algunos naturales al punto de la costa a donde se les había ordenado acudir. Llegaron después de varios días de marcha y uno de los naturales señaló un gran objeto negro que sobresalía del agua.
—Una isla —dijo Hargesheimer.
—No, no, señor —murmuró el indígena— ¡Es buque de cañones!
—Un submarino —exclamó uno de los australianos.
Poco después atracaba en la arena de la playa un bote de caucho del submarino y un marinero les gritaba: "¿Dónde han estado ustedes? Vienen con un día de retraso".
La obsesión de los recuerdos. Después de la guerra, Fred Hargesheimer se casó con una linda muchacha norteamericana, tuvieron dos hijos y una hija y compraron una casa cerca de St. Paul (Minnesota), donde Fred trabajaba con la Remington Rand. Su vida era muy grata y llena de ocupaciones, pese a lo cual pensaba cada vez más en los indígenas que lo habían protegido con riesgo de sus propias vidas. Empezó a enviarles por Navidad pequeñas sumas de dinero por intermedio de la Misión Metodista de Rabaul; pero inexplicablemente esto no le satisfacía, y cuando jugaba con sus hijitos en su casa, lo asaltaba el recuerdo de los tímidos niños melanesios que le seguían por las playas de Nueva Bretaña para borrar las huellas de sus pisadas. A veces despertaba sobresaltado en medio de la noche creyendo haber oído el toque de la caracola poniéndolo en guardia. ¿Qué habría sido de Lauo y los demás?
El deseo de regresar se le hizo irresistible. "La mayoría de los norteamericanos que se batieron en el Pacífico, afirman que jamás volverán a esos lugares. Yo, por el contrario, sentía la necesidad de regresar", dice Hargesheimer.
Como la falta de dinero era un problema, la familia renunció con gusto a sus acostumbradas vacaciones, y así, en el verano de 1960, Fred voló a Nueva Guinea, donde se le unió Matt Foley, uno de los vigías que habían contribuido a su salvamento; para ir a Nantambu, consiguieron en Rabaul una vieja embarcación pesquera.
Vuelve "el señor Freddy". Era ya noche cuando el pesquero llegó frente al caserío ribereño. Hargesheimer, presa de extraña emoción, permanecía a proa escudriñando la oscuridad a medida que se acercaban a la playa. ¿Recordarían los indígenas al aviador a quien habían salvado 17 años atrás? De pronto salió de las sombras una canoa grande que venía a su encuentro, pues los naturales habían sido avisados de su visita por un oficial australiano de patrulla. "¿ Tú, señor Freddy ?" gritó una voz desde la canoa. Era Lauo, ya viejo, y cuando Hargesheimer se pasó a la canoa, los dos amigos se abrazaron con lágrimas en los ojos.
A la mañana siguiente se hicieron los festejos en grande. Los hombres de Nantambu, que se habían puesto las medallas ganadas por su lealtad durante la guerra, y las mujeres, que vestían blusas blancas, entonaron con entusiasmo el himno nacional británico. Fred les contó, en el inglés chapurrado que se habla en la región y que apenas recordaba ya, que había regresado para expresarles su gratitud por haberlo salvado y les entregó los regalos que llevaba para ellos. Lauo, a su vez, le regaló la caracola que había servido para dar la alarma cuando se acercaban los japoneses. A la hora de la despedida, cuando los habitantes formaron en fila para estrecharle la mano, Hargesheimer notó la ausencia de Ida y Apelis. Lauo le dijo que Apelis había muerto de pulmonía y que Ida se había ido a vivir a otra isla.
Al regresar a Rabaul le esperaba otra gran emoción. Un misionero le dijo que Ida había atravesado 40 kilómetros de mar abierto en una canoa de cinco metros solo para saludarlo. Fred tuvo el gusto de conocer a seis de sus siete hijos. El mayor, Robert, era un muchacho de 17 años, el mismo a quien la madre amamantaba cuando su leche salvó la vida del aviador.
Un milagro por otro. Horas después, en el avión de regreso a los Estados Unidos, todo aquello le parecía un sueño. Con el placer de haber vuelto a ver a los indígenas se mezclaba la pena de encontrarlos en tan triste estado; su condición era tan dura como cuando los conoció: seguían ganándose miserablemente el sustento con unos pocos cultivos y con el producto de la pesca y eran todavía víctimas de la desnutrición y las enfermedades. Comprendió que lo que más falta les hacía era educación. ¿Pero cómo podría él ayudarlos? Concibió el proyecto de recaudar fondos para construirles una escuela, por más que semejante idea tuviera visos de irrealizable fantasía. Más tarde comentaba: "Pensé que se necesitaría un milagro para llevarla a cabo, pero también mi salvación había sido un milagro".
De regreso en St. Paul, los misioneros lo aconsejaron y lo estimularon a seguir adelante con su plan, y un arquitecto le hizo los planos de la escuela sin cobrarle nada. Basándose en presupuestos que le prepararon algunos contratistas de Rabaul, Fred llegó a la conclusión de que con la ayuda de trabajadores voluntarios, por 15.000 dólares se podría construir una escuela, sencilla pero práctica. Era sin duda una suma muy considerable, pero empezó a recibir invitaciones para exponer su idea ante diversos clubes e iglesias, y encontró un apoyo generoso. Una vez, viajando en un avión, le habló de su proyecto a una señora que iba a su lado, y ella le dio allí mismo un cheque de 500 dólares. Por fin, después de dos años y medio, logró reunir los 15.000 dólares.
Se levanta la escuela. En junio de 1963, Hargesheimer y su hijo de 17 años, Dick, llegaron a Rabaul. Cargaron 400 sacos de cemento y otros materiales a bordo de un viejo barco de motor y se dirigieron a Nantambu.
Los naturales, que ya habían tenido noticia de su visita, acudieron a recibirlos y a la mañana siguiente todos se pusieron a trabajar para limpiar un terreno de más de una hectárea cerca del pueblo de Ewasse, y a las seis semanas, cuando Hargesheimer regresó, el trabajo estaba muy adelantado. La escuela, que consta de tres secciones llenas de luz y aire, se abrió en febrero de 1964, con un maestro australiano y dos nativos, bajo la administración del gobierno de Australia. Asisten unos 130 niños que van a pie o en canoas desde varios pueblos vecinos y desde el corazón de la selva.
La inauguración oficial se hizo el 11 de julio de 1964, y con ese motivo Hargesheimer voló otra vez a Nueva Bretaña. Ahí estaban también el comodoro del aire Townsend, uno de los aviadores australianos salvados junto con él, y el antiguo vigía Matt Foley. Fred explicó a los circunstantes que la escuela era un regalo del pueblo norteamericano, no de su gobierno, y que el dinero lo habían suministrado, en pequeñas sumas, individuos que vivían agradecidos a los hombres, mujeres y niños de Nueva Bretaña por la ayuda prestada a los aviadores norteamericanos durante la guerra. Terminó diciendo que por tanto el nombre que mejor le cuadraba era el que los naturales le habían dado ya: "La Escuela de la Amistad".