APASIONADO DEL BEAUJOLAIS
Publicado en
septiembre 07, 2021
Para Georges Duboeuf, la clave del éxito es toda una vida de trabajo arduo.
Por Rudolph Chelminski.
JEAN-PAUL PEILLON había estado esperando ese momento desde el mes de febrero. Mientras la bruma otoñal se alzaba sobre las colinas cubiertas de vides de la región francesa de Beaujolais, le llegó la hora de la verdad. Un hombre alto y delgado de cabello oscuro y pantalones negros cruzó la habitación a grandes zancadas y, con rostro inexpresivo, indicó a Peillon que empezar.
Con sumo cuidado, este último vertió vino en un bocal. El visitante dio vueltas al líquido rojo violáceo, tomó un sorbo, "masticó" el vino durante algunos segundos para extraer la esencia de su sabor, y luego escupió en un cubo lleno de aserrín.
En total cató diez muestras, cada una de las cuales procedía de una tinaja de 10,000 litros de vino joven. Cada litro, a su vez, era producto del sudor de la frente de Peillon, quien tuvo que podar las vides en invierno, desyerbarlas en primavera y rociarlas con agua bajo el inclemente sol del verano. Por fin, en septiembre, Peillon había cosechado las uvas, las había prensado y había vigilado el mágico proceso que transforma un jugo de frutas en los vinos que son el orgullo de Francia.
—Muy bien —dijo Georges Duboeuf—. Me llevo todo.
Peillon dejó escapar un suspiro de alivio: su cosecha sería un éxito. Los dos hombres se dieron la mano y cerraron el trato.
"El rey del beaujolais" es como los franceses llaman a Georges Duboeuf. Este hombre afable de 62 años no es sólo un acaudalado e influyente representante de su gremio; gracias al renombre internacional de las botellas que llevan su firma, ha pasado a ser tal vez el vinatero más famoso de la historia. De hecho, los vinos de Georges Duboeuf —casi 25 millones de botellas al año— son la norma de excelencia por la que se juzgan todos los vinos de la región de Beaujolais.
En muchos de los mejores restaurantes del mundo, el único beaujolais que se sirve es el suyo. Vinos Georges Duboeuf, la empresa mayorista que él fundó en 1964, exporta hoy a más de 100 países, y sus ventas totales por año ascienden a casi 500 millones de francos. Y el beaujolais nouveau, el vino joven cuya aparición, cada mes de noviembre, es motivo de celebración en todo el mundo, debe gran parte de su esplendor a Duboeuf.
Hoy en día, la palabra beaujolais se conoce en todo el mundo gracias, en parte, a un hombre que comenzó casi sin nada y llegó a la cima impulsado por su pasión por la calidad, un talento poco común para "olfatearla" y su prodigiosa capacidad de trabajo. "La primera luz que se enciende en el pueblo es siempre la suya", dice Michel Brun, asistente de Duboeuf desde hace muchos años. "Esa luz es como un faro para toda la región de Beaujolais".
EN 1951 Georges Duboeuf montó en su bicicleta, salió de la aldea de Chaintré y se dirigió a la vecina ciudad de Thoissey. En el maletín del asiento llevaba dos botellas de vino... y su futuro.
Los antepasados de Georges habían sido vinicultores desde hacía varios siglos, pero las 14 hectáreas de vid que poseía la familia Duboeuf apenas producían lo suficiente para vivir. El padre de Georges había muerto cuando este era muy pequeño, y el joven había dejado la escuela a los 16 años. Toda su vida había trabajado en los viñedos.
En esos días, cultivar la vid y elaborar vino en Beaujolais era negocio de miles de empresas pequeñas, atendidas por vinicultores individuales. El vino de Beaujolais era barato y no se comparaba con las valiosas botellas de un borgoña y un burdeos. Las magras ganancias que redituaba compensaban apenas el trabajo de los viñadores.
Todos los lunes por la mañana los vinicultores, vignerons, se daban cita en la ciudad de Villefranche y entregaban sus muestras a los mayoristas. Al cabo de una semana volvían a Villefranche, donde les informaban si sus vinos se habían aceptado... y a qué precio. A los vignerons no les quedaba sino encogerse de hombros y adaptarse al sistema.
El joven Georges no estaba conforme. La familia Duboeuf se esmeraba mucho más que la mayoría de los demás vinicultores, y sus vinos blancos se contaban entre los mejores de la región. De tal suerte, les enojaba que los grandes comerciantes compraran el vino a granel y luego lo embotellaran y lo vendieran con su nombre. Eso estaba mal, pero así era el negocio y había que aceptarlo o dejarlo.
Finalmente Georges decidió no aceptarlo. Él mismo vendería su vino, botella por botella; así, llenó un par de ellas con su mejor pouilly-fuissé y partió en su bicicleta.
Al cabo de una hora llegó al patio de uno de los restaurantes de más renombre en Francia, en el preciso instante en que el chef Paul Blanc se preparaba para el servicio de la comida. Después de recargar su bicicleta contra un árbol, Duboeuf avanzó, botellas en mano, hasta donde estaba Blanc, y le preguntó:
—¿Tendría monsieur la amabilidad de probarlos?
El brusco hombrón asintió con la cabeza y tomó un sorbo.
—Hijo —dijo al cabo de unos instantes—, te compro tu pouilly.
Poco tiempo después le pidió a Georges que le llevara también un beaujolais tinto que fuera igualmente bueno.
Corrió la voz y, uno tras otro, los demás restaurantes imitaron a Blanc y empezaron a comprar las selecciones de Duboeuf. No pasó mucho tiempo antes de que el flaco y resuelto muchacho de la bicicleta pasara a ser parte permanente del paisaje de la campiña de Beaujolais. Amable pero insistente, Georges estaba creando el sistema de reconocimiento sistemático que después llegó a convertirse en el sello Duboeuf. El joven sabía que no hay dos lotes de vino iguales, y que la única forma de dar con el mejor es probarlos todos. Así, pedaleó incansablemente de cava en cava, aprendiendo de los vinos tintos de su región tanto como ya sabía de los blancos.
Los vignerons estaban encantados. El hecho de que Georges Duboeuf se tomara la molestia de ir hasta sus viñedos constituía un gran honor para sus productos; y a menudo, cuando ya se había marchado, un estímulo para mejorar la calidad de ellos.
Duboeuf ya había cambiado su bicicleta por un viejo Citroén cuando se le ocurrió la idea que lo hizo distinguirse de los demás comerciantes: embotellar él mismo los vinos, en el lugar de su producción. La etiqueta llevaría el nombre del vinicultor y del tipo de vino. Para la mayoría de los vignerons, era la primera vez que sus vinos iban a venderse así.
Georges Duboeuf
La fortuna sonrió a la empresa embotelladora durante algunos años, hasta que una mala idea estuvo a punto de llevar a Duboeuf a la ruina. Con el argumento de que conocía los mejores vinos de la región de Beaujolais, convenció a 45 vinicultores de que se asociaran con él para crear una empresa llamada L'Ecrin (el estuche). Duboeuf embotellaría lotes selectos de cada viñedo, les pondría etiquetas con el nombre del vinicultor y él mismo las vendería.
En teoría, el plan parecía perfecto. Pero en la práctica resultó ser un desastre. Duboeuf se dio cuenta de que cada uno de los 45 vinicultores estaba enamorado de su propio producto, y esperaba que se vendiera primero y en mayor cantidad que los otros. Por fin, al cabo de tres extenuantes años, la empresa se vino a pique.
Había llegado la hora de que Duboeuf reconsiderara seriamente su trayectoria. Al cumplir los 27 años estaba casado con Rolande, era padre de una nenita, y no tenía empleo. Pero no perdió tiempo lamiéndose las heridas. Si bien L'Ecrin fue un fracaso, Duboeuf aprendió algunas cosas. Decidió que la próxima vez vendería sus vinos como "selecciones Georges Duboeuf", y sería su propio jefe. Así, atraería a los clientes con su garantía de calidad.
Los magnates de la industria vinícola habían empezado a tomar en serio a este advenedizo. Cierto mayorista advirtió a los vignerons que no trataran con Duboeuf. Otros consiguieron despojarlo de algunos viñedos de gran calidad pagando más. Pero estos poderosos personajes no pudieron atraer a su causa a todos los miles de vinicultores en cuyos territorios Georges había llevado a cabo su labor de reconocimiento a lo largo de tantos años, ni minar la confianza y el respeto que el hombre se había ganado.
En el lapso de unos años fundó la empresa Vinos Georges Duboeuf, y se convirtió en un comerciante hecho y derecho, así como en embotellador por encargo. Al poco tiempo, un amplio complejo de edificios blancos ocupaba toda la orilla sur-occidental de Romanéche, su finca. Definitivamente, Georges Duboeuf había triunfado.
Hoy, el célebre vinatero vive aún frente a su planta embotelladora, no posee ni yate ni automóviles caros, y sigue trabajando al mismo ritmo. De hecho, el recorrido de los viñedos se ha vuelto más extenuante que nunca, pues el hombre se niega a comprar un vino que no haya catado él mismo.
Michel Brun recuerda con toda claridad el día en que conoció los hábitos de trabajo de Duboeuf. "En mi primer día de labores tenía que presentarme a las 8 de la mañana. Para causar buena impresión, llegué a las 7:30. La cava ya estaba abierta: el patrón había llegado antes que yo. Así que al día siguiente llegué a las 7, pero Duboeuf ya estaba ahí. Al otro día me presenté a las 6:30... y lo mismo. Entonces me di por vencido. ¡Uno tiene que dormir!"
Pude hacerme una idea de la jornada de trabajo de Duboeuf cuando lo acompañé en una expedición de cata de vinos. Me recogió en su lodoso Citroén a las 8:30 de una fría mañana de octubre, y partimos en dirección de los viñedos. A esa hora ya se había reunido con sus técnicos de laboratorio, y antes de eso había estado ocupado ante su escritorio. Visitamos 12 cavas; y en todas sucedió lo mismo. Duboeuf recorrió una por una las hileras de tinajas numeradas mientras el encargado le escanciaba el vino; en cada copa metió la nariz a fin de aspirar el buqué. El apéndice nasal de Duboeuf es famoso en la región de Beaujolais, y su paladar no se queda atrás. En cierta ocasión le pregunté a Michel Brun si su jefe podría distinguir, con los ojos vendados, todas las distintas producciones de Beaujolais.
—¡Eso es un juego de niños para él! —dijo, riendo—. Yo lo he visto identificar 11 viñedos que quedan a un tiro de piedra uno de otro.
Aquel día de nuestra expedición, Georges cató casi 300 vinos. La mayoría de los catadores profesionales pueden probar 100 muestras sin cometer demasiados errores; 200 se considera un número extraordinario... y 300, sólo Duboeuf.
Catando y escupiendo a velocidad metronómica, esa mañana Georges recorrió cava tras cava, hizo una breve pausa para comer, y luego volvió a la batalla. Su rostro inexpresivo sólo cambiaba cuando se encontraba un vino que merecía su elogio supremo. "Ese estaba tan bueno que casi cedo a la tentación de pasármelo".
Ese día, Duboeuf iba en pos de la primicia: el beaujolais nouveau. Más que nadie, fue él quien intuyó el enorme atractivo potencial de este vino joven y delicado; quien lo buscó incansablemente; quien diseñó las etiquetas florales que hoy adornan todos los vinos de Duboeuf; quien lo promovió patrocinando una enorme fiesta en Romanéche el tercer miércoles de noviembre, día en que sale a la venta el beaujolais nouveau.
Aunque Georges Duboeuf está preparando a su hijo Franck para que tome su lugar, no da señales de estar aflojando el paso. En 1993, cuando parecía que ya poco podía hacer para honrar el vino y a los vinicultores a quienes tanto quiere, Duboeuf mandó remodelar los edificios que quedan junto a su planta embotelladora para crear un museo del vino y de la vinicultura.
"Supongo que me he perdido de muchas cosas que hubiera podido disfrutar de haberle dedicado menos tiempo a mi trabajo, pero no lo lamento", dice Duboeuf. "Hoy sigo pensando de la misma manera que cuando fui a ver a monsieur Blanc por primera vez: creo en mi producto, de modo que no me avergüenza salir a llamar a las puertas".
Pero, hoy, es el mundo el que llama a la puerta de Georges Duboeuf.