EL ARTE DE PINTAR COCODRILOS
Publicado en
agosto 14, 2021
Thompson Yulidjirri traza la figura de un kinga, el cocodrilo de agua salada.
Desde los lugares más recónditos de Australia, un arte excepcional nos habla del amanecer de los tiempos.
Por Paul Raffaele.
HABÍA ESTADO yo admirando las obras de los postimpresionistas franceses Gauguin y Bonnard en la Galería de Arte de Nueva Gales del Sur, en Sydney, Australia. En un momento dado me aparté de la exhibición principal y entré en otro mundo. Me encontré frente a una gruesa hoja de corteza de árbol, de la altura de una persona, que tenía pintada una serpiente con cabeza de cocodrilo y ojos que brillaban malévolamente, como si fueran brasas. La imagen irradiaba una fuerza bruta, muy distinta a la de las pinturas europeas con marcos dorados que se exponían en la otra sala.
Los aborígenes australianos concibieron esta excepcional forma de expresión pictórica hace miles de años, y aún la conservan hoy en los lugares más recónditos de la Tierra de Arnhem, en el norte de Australia. "Estas pinturas tienen una fuerza sorprendente", dice Edmund Capon, director de la galería. "Dan la impresión de que provienen del amanecer de los tiempos".
Pero aun cuando este arte ha ido cosechando el reconocimiento internacional —los comerciantes se llevan las pinturas para exhibirlas o revenderlas en Nueva York, Londres y París—, la venerable tradición está en peligro de desaparecer. "Casi somos sólo los viejos los que seguimos pintando sobre corteza a la manera auténtica", dice Thompson Yulidjirri, uno de los mejores pintores de corteza que aún viven. "Nuestras costumbres están en peligro de perderse para siempre".
A UNA ALTURA de 600 metros sobre las selvas de la Tierra de Arnhem, donde algunos cientos de aborígenes de la tribu de los kunwinjku ocupan miles de kilómetros cuadrados de tierras vírgenes, nuestra avioneta Cessna de seis plazas se acerca a Mamadawerre, un pequeño poblado que se ubica unos 300 kilómetros al este de la ciudad de Darwin. Abajo se extiende el panorama de exuberantes selvas, cerros de arenisca y valles rebosantes de vegetación.
Al final de la polvorienta pista de aterrizaje, un hombre menudo y de barba cana me recibe con una amplia y generosa sonrisa; viste sólo un pantalón corto, y en el pecho de ébano ostenta un círculo de cicatrices ceremoniales.
—Bienvenido —me dice—. Soy Yulidjirri.
Las leyes australianas prohíben la entrada a la Tierra de Arnhem a personas no invitadas por sus habitantes, pero Thompson Yulidjirri me ha permitido formar parte del pequeño grupo de forasteros que vinieron a verlo crear, de principio a fin, una pintura en corteza de árbol. Esa noche, tendido en una litera bajo una lluvia pertinaz que tamborilea contra el techo, sueño con kinga, el cocodrilo de agua salada.
Al amanecer me despierta el alboroto que hacen unos martines pescadores en las ramas de un eucalipto, junto a mi ventana.
—Vayamos a buscar la corteza ahora, antes de que empiece a hacer calor —me dice Yulidjirri.
Afuera, una espiral de humo se eleva de una fogata mientras emprendemos la marcha y nos adentramos en la selva monzónica. El ambiente está tan cargado de humedad que parece sudar.
—¿Por qué no descortezamos uno de estos árboles? —pregunto al pasar por un bosquecillo de eucaliptos woollybutt.
—Los Creadores dijeron que la corteza sólo puede tomarse del eucalipto de corteza fibrosa —me explica.
Los aborígenes creen que cuando los Espíritus Creadores vagaban por estas tierras al principio de los tiempos, establecieron un estricto código de conducta. La mayoría de los australianos lo conocen como Tiempo del Ensueño, pero los indígenas lo llaman Djang, o La Ley, y sus mandamientos son tan rígidos como los preceptos bíblicos.
Al cabo de tres horas nos vemos rodeados de gigantescos eucaliptos de corteza fibrosa, que no permiten el paso de la luz solar y crean una penumbra que recuerda el interior de una catedral.
—Acostumbro venir a este lugar desde que mi padre me lo mostró, cuando yo era niño —me confía Yulidjirri—. Hace ya miles de años que cada generación sucesiva lo visita. —El viejo observa árbol por árbol con atención—: Este no sirve. Tiene termitas.
Otro está lleno de nudos del tamaño de un puño, y el anciano vuelve a menear la cabeza. Por fin se detiene ante un ejemplar perfectamente erguido, hace una incisión en el tronco y frota la savia entre sus dedos.
—Este me servirá —murmura.
Yulidjirri saca un trozo de tronco de uno por dos metros y luego separa la corteza, de tres centímetros de espesor, como si estuviera pelando una naranja.
—Esto fue lo más fácil —me dice—. Lo que sigue tarda semanas.
De izquierda a derecha: Yulidjirri arranca la corteza de un eucalipto para usarla como lienzo. Después de aplanar la corteza, desbasta y lija la superficie interna. Luego pinta la superficie de color rojo sangre, usando polvo de ocre mezclado con agua.
La obra terminada.
De regreso en su casa, Yulidjirri se sienta en la hietba y comienza a recortar los bordes de la hoja con un cuchillo curvo; se pasa el resto de la tarde desbastando con paciencia el húmedo y amarillo interior de la corteza. Por último, frota vigorosamente la superficie con hojas de higuera, cuya rugosa textura las vuelve tan eficaces como el papel de lija. Cuando el sol comienza a ponerse, el anciano coloca una piedra sobre cada esquina de la corteza para que no se combe al secarse.
Al otro día vadeamos un arroyo y luego remontamos trabajosamente una ladera hasta llegar a una cueva sagrada. Cuando mis ojos se acostumbran a la oscuridad, un escalofrío me recorre el cuerpo: en un nicho de la pared del fondo, envuelto en una delgada hoja de corteza, hay un cráneo humano cuya blancura reluce en la penumbra.
—Es el cementerio de mis antepasados —dice Yulidjirri.
Como los temas de sus pinturas tienen un profundo significado espiritual —escenas que representan las proezas de los Héroes Creadores, desde el origen de los tiempos—, Yulidjirri ha venido a este lugar en busca de inspiración.
En una enorme roca cerca de la entrada hay una pintura de cuatro metros de largo que representa un cocodrilo de agua salada, motivo muy frecuente en el arte aborigen. El saurio está plasmado en el estilo "radiográfico" característico de la región occidental de la Tierra de Arnhem; en él se ven con entera claridad el corazón, el hígado, el estómago y la espina dorsal. Yulidjirri se sienta con las piernas cruzadas, cierra los ojos y, por espacio de media hora, recita en voz baja la letra de un cántico de su tribu. Por fin abre los ojos y anuncia:
—Pintaré un kinga como el de la roca.
Entre tanto, la corteza ya se ha secado y endurecido como un hueso. Yulidjirri puede empezar a pintar. Primero, para fabricar el pincel, corta con habilidad un trozo de corteza sobrante del tamaño de su mano, y luego trabaja con el cuchillo en uno de sus extremos para deshilacharlo hasta formar las "cerdas". Como todos los pintores kunwinjku, Yulidjirri emplea cuatro pigmentos naturales: ocres rojo y amarillo, arcilla blanca y carbón de leña. Tritura un terrón de ocre rojo sobre una piedra lisa, y mezcla el polvillo con agua y un fijador. En seguida pinta con rápidas pinceladas toda la corteza de rojo, que representa la sangre, fuente de vida del pintor.
Yulidjirri comienza luego a delinear la figura del cocodrilo con el pigmento negro. Al cabo de unas horas el sol cae a plomo, pero el anciano está absorto en su obra; sólo a ratos deja a un lado el pincel para visualizar la composición.
Al caer la noche, un cocodrilo negro de más de un metro de altura ha cobrado vida en la corteza. Sobre su cabeza hay un lagarto, y a su alrededor flotan canoas y aves acuáticas. La obra recrea un importante mito de la creación, que Yulidjirri ha heredado de sus antepasados.
—Nadie puede pintar esta historia sin mi autorización —asegura el anciano—. Cuando yo era niño, quien reproducía una historia ajena era ejecutado.
Yulidjirri tiene más de 15 leyendas acerca de la creación y, por lo tanto, el derecho de pintar numerosas plantas y animales.
El relato es sobre dos hermanos que quieren cruzar el océano para ir a una isla, pero cuando se disponen a hacerlo descubren que les han robado las canoas. Enfurecidos, se zambullen y vuelcan las embarcaciones en las que navegan los ladrones; estos se transforman en las primeras aves acuáticas, y los hermanos se convierten en el primer cocodrilo y el primer lagarto de agua salada.
Luego de impregnar el pincel con pigmento blanco, Yulidjirri pinta cuidadosamente los dientes y los ojos del cocodrilo, después le graba los órganos internos y, por último, un enorme estómago vacío.
—Este kinga tiene hambre —dice, sonriendo.
AL DÍA SIGUIENTE el anciano no trabaja. Acaba de llegar una avioneta con víveres que los aldeanos han pedido por la radio comunal. A bordo viene un comprador de la Asociación de Artes y Oficios Injalak, quien le entrega a Yulidjirri 400 dólares, producto de la venta de su trabajo más reciente, aunque en Sydney y Nueva York sus pinturas llegan a cotizarse hasta en varios miles de dólares. Un hombre de negocios estadounidense pagó 250,000 dólares por una colección de pinturas en corteza provenientes de otra región de la Tierra de Arnhem.
Por la mañana del otro día, Yulidjirri se prepara para la difícil tarea de rayar la pintura; las rayas, llamadas rack por los aborígenes, representan las marcas rituales de los Espíritus Creadores. Yulidjirri va al arroyo y arranca de raíz un tallo de hierba.
Humedeciéndolo en una mezcla de arcilla blanca y agua, traza con mano firme una línea perfectamente recta a lo largo del cuerpo del cocodrilo. Luego pinta cientos de líneas más, paralelas y separadas entre sí por un espacio del grosor de un cabello. "Cuanto más rectas son las rayas, más poderosa es la pintura", dice.
Al cabo de dos horas, un quejido apenas audible escapa de los labios de Yulidjirri, quien interrumpe la labor para darse masaje en la región lumbar y en los músculos del brazo con el que pinta. "Llevo 50 años haciendo esto, y siempre acabo dolorido", dice. Y aún le faltan muchas líneas por trazar.
La pasión con que Yulidjirri se dedica a su arte fue algo que adquirió durante su estricto aprendizaje bajo la tutela de su tío. Desde niño observó al maestro preparar cortezas y mezclar pigmentos, pero tuvieron que pasar muchos años para que se le permitiera pintar por su cuenta. "El arte de pintar en corteza es un viaje que dura toda la vida", afirma.
La mayoría de las pinturas en corteza que se hacen hoy le parecen salidas de una línea de montaje y hechas especialmente para los turistas que acuden en gran número a Darwin y al Parque Nacional Kakadu, unos 75 kilómetros al suroeste de Mamadawerre. Con el auge del turismo en el norte de Australia, cada vez más pintores nativos están abandonando los métodos y materiales tradicionales en favor de los modernos. "En estos días los pintores jóvenes utilizan la corteza de cualquier árbol. Pero si no obedecen La Ley, nuestra forma de vida desaparecerá", advierte Yulidjirri. Se lamenta de que los jóvenes prefieran ver películas o encuentros de futbol americano en la televisión a escuchar y aprender de los mayores los relatos del Tiempo del Ensueño.
El anciano ha ofrecido obsequiarme la pintura, pero aún le faltan varios días de trabajo arduo para terminarla, y yo ya tengo que partir. Cuando la avioneta se inclina al sobrevolar Mamadawerre, miro hacia abajo y alcanzo a distinguir la diminuta figura de mi nuevo amigo junto a la selva, agitando la mano en señal de despedida.
AL CABO de unas semanas recibo un paquete por correo. Me lo envía Yulidjirri. Mientras corto la cuerda y quito la envoltura de papel de estraza, me pregunto si la pintura perderá su fuerza en un entorno urbano. Pero he subestimado la habilidad del artista; al sacarla de su envoltorio, la imagen me impresiona por su intensidad. La corteza es ahora de un vivo marrón rojizo, el color de la sangre seca. Un kinga enroscado, radiante de vida, se apresta a abalanzarse sobre su desprevenida presa.
Esta obra maestra es un recordatorio permanente de que, para Yulidjirri, la pintura no sólo es un arte, sino un deber sagrado: perpetuar las leyes del Tiempo del Ensueño, infundiendo nueva vida a la tierra y a las criaturas que la habitan.
Fotos: Paul Raffaele.