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junio 07, 2021
La luna había salido en el coto de caza del difunto Barón Ashton. El abre camino del grupo de arqueología, iba con linterna en mano y un machete en la otra. Los arbustos impedían que viera a lo lejos, su objetivo era llegar a una carretera y ser llevado a la civilización en el mejor de los casos. El piso bajo sus pies resbalaba por la mezcla de barro fresco, hojarasca y musgo entre las rocas. A menudo se topaba con huellas de animales como jabalíes u osos. Consciente de que la noche era traicionera y el terreno escarpado, se detuvo en un pequeño claro en pendiente para orientarse y establecer su posición.
Primero descargó su mochila con víveres, útiles de excavación y las reliquias que había ido encontrando, fragmentos de trampas de caza, cuchillos y flechas utilizadas. En lo alto de la colina en la que se encontraba, el castillo presidía el lugar como un vigilante silencioso. El especialista suspiró mirando a las alturas, una visita a aquella fortaleza no era una buena idea. Las cámaras de vigilancia del ayuntamiento lo detectarían como intruso y tendría problemas legales, su única solución era regresar al camino que tenía en mente.
Tomó un trago de agua de su cantimplora, era el último que le quedaba, por suerte. El río no quedaba lejos de allí. Tranquilo y con una sonrisa, contempló las estrellas mientras metía la mano en su bolsa y retiraba un último bocadillo. Fue entonces cuando escuchó los gruñidos de un animal salvaje, se volvió a levantar sin haber descansado. Sacó uno de los cuchillos de caza de la mochila, era la única arma de la que disponía para defenderse de un ataque.
Paso a paso descendió por una pequeña pendiente, todavía cuando sus testículos le hacían la función de corbata a la altura del cuello. Era necesario que se armase de valor y de paciencia para poder llegar a su destino. Los árboles se iban separando a medida que avanzaba metros en cuestión de segundos, no pocas veces resbaló y descendió sentado. Sentía su cuerpo estremecerse por el frío, sus ropas se habían rasgado por los zarzales, pero ¿cómo podía ser que le hubieran dejado heridas propias de cuchillos? No daba crédito a lo que veía, a pesar de que sus heridas leves estaban abiertas, no le escocían en absoluto.
El aire empezó a enfriarse, se formó una neblina fina y grisácea que convirtió el lugar en una trampa para humanos. Las expresiones sonoras cazadoras de animales le ponían en guardia, destrozaban sus esperanzas con el mismo fervor que un perro a un peluche. Tomó aire y cerró los ojos para agudizar sus sentidos, escuchó que los ruidos venían del este y del oeste. Cuando se decidió a avanzar nuevamente, rompió una rama en el suelo, entonces uno de sus pies cayó a través de lo que parecía un hoyo cavado en el suelo. Su mandíbula inferior se golpeó bruscamente contra el compuesto orgánico, a pesar de que paró torpemente la caída cayendo de lado. Algo dentado hacía presión para llevarlo bajo tierra, por lo que él se resistió tanto como pudo, hasta terminar pateando lo que le pareció un rostro humano.
Impulsado por su instinto de supervivencia, sintiendo el corazón presionado para vivir, bombeando sangre a gran velocidad, salió disparado de la trampa mortal y continuó descendiendo. La niebla le impidió ver que la bajante se había vuelto rocosa, resultando especialmente agresiva con él. Guiándose únicamente por su instinto y por lo que recordaba de la orografía de ese coto de caza, empezó a caminar a oscuras, la luz de la luna no era un faro lo bastante bueno como para orientarle, menos para hacerle ver que metros más abajo había una jauría canina avanzando hacia él.
Un olor a muerto y a antiguo se apoderó de sus fosas nasales, sintiéndose a medio camino entre el terror y la excitación de haber realizado un descubrimiento interesante en aquellas tierras abruptas. Un silbato de caza sonó y las criaturas avanzaron hacia él, despacio y con los ojos brillantes como dos rubíes. Podía sentir la presencia de la muerte, empezaba a recordar todo lo que había vivido hasta el momento, pero no llegó al instante en el que decidió dedicarse a explorar los caminos del coto de caza.
Dispuesto a emplear el cuchillo para defenderse, descubrió tarde que lo había perdido a lo largo de una de las caídas de tanto desnivel. Lejos, podía oír el cauce del río. Era un agradable susurro, si seguía la corriente llegaría a un puerto fluvial donde seguro podrían atenderle. Su única posibilidad era correr, no podía ver a las criaturas que se escondían tras el velo natural, pero podía olerlas, con ello era suficiente para esquivarlas, también hacían ruido con sus pisadas, volviéndose este detalle otro indicio sobre el que basarse para establecer su huida.
Gordon Willington lamentaba haber llevado una dieta basada en comer carne, cafés solos con un chorro de güisqui y tener como única actividad deportiva el senderismo. Podía sentirse en la piel del mismo profesor Jones, quien destruía un lugar sagrado para recuperar una reliquia. Cuando la niebla ya se disipaba, sintió a escasos metros el cauce del agua, aquello le hizo sentir aliviado. Aceleró el ritmo en un sprint que casi le costó un vuelco en el corazón, debido al colesterol que acumulaban sus venas. Pero cuando estuvo a escasos pasos de la corriente, una raíz inesperada lo hizo caer de bruces nuevamente. Parecía que el mismo paisaje luchaba contra él en aquella pesadilla nocturna. Gruñendo y lanzando maldiciones verbales contra todo, se metió en el agua con la esperanza de que la corriente lo arrastrase hasta un puerto fluvial. Y efectivamente, fue así, su cuerpo apareció la mañana siguiente cerca de una choza de pescadores.
Uno de los habitantes de la casa, con el rostro descarnado y más muerto que vivo, a pesar de que su corazón latía, le dio la vuelta y estudió el rostro desfigurado del arqueólogo.
–Cara desfigurada, he ganado la apuesta Tony. –Celebró con un desganado aplauso el vencedor.
Tony apuntó en la agenda un nuevo empate referente al estado en que las pirañas reanimadas dejarían al intruso del coto de caza maldito.
–La curiosidad mató al arqueólogo. –Dijo Erik, un ermitaño que controlaba la naturaleza muerta del lugar, poco antes de soltar una sonora carcajada.
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