Publicado en
mayo 21, 2021
En el ocaso de la vida de mi madre, intentamos reconciliarnos y olvidarnos del pasado.
Por Edie Clark.
SEIS DÍAS DESPUÉS del entierro de mi padre, mi madre vino a vivir a mi casa. No era una decisión de ella ni mía, sino una circunstancia obligada: había enviudado en forma repentina, y estaba condenada a vivir en una silla de ruedas a causa del cáncer. Así pues, o pasaba el resto de los pocos días que le quedaban en una casa de asistencia para enfermos, sin familiares cerca de ella, o se mudaba conmigo.
Muchas veces, a lo largo de mis 45 años de vida, mi madre y yo nos distanciamos. De niña y adolescente, nada de lo que yo hiciera la complacía, y nada de lo que ella decía tenía sentido para mí. Ya de adulta, hubo largos periodos en que no nos hablamos. Entre nosotras había mucho resentimiento, que desconcertaba a quienes nos conocían.
Mi madre era una mujer menuda que no parecía convencerse de que su juventud ya había pasado. Llevaba corto el cabello, de un tono rojizo, y usaba un flequillo que le sombreaba sus ojos azules. Vestía como una colegiala, con faldas escocesas y blusas de cuello redondo. A muchas personas les caía en gracia su aspecto, pero cuando yo era niña me avergonzaba de ella. Me habría gustado que fuera más refinada, como las madres de mis amigas.
Ella era de corta estatura, y yo, más bien alta. Antes de cumplir diez años ya la rebasaba, pues ella medía apenas un metro y medio. Creo que esto fue una afrenta para ella, ya que empezó a escatimarme la comida. Quizá pensaba que, si comía yo menos, no crecería con tanta velocidad.
Todas las mañanas me pesaba en una báscula azul que tenía junto a su cama, y hasta por un aumento de 200 gramos perdía los estribos. Me racionaba los alimentos, así que siempre tenía yo hambre. Para satisfacerla, hurtaba comida y la escondía debajo de la cama. A veces ella la descubría y se enfurecía. Hubo entre nosotras días de silencio, y después días de reconciliación.
Todos sufríamos en las comidas. Mi padre, discreto y reservado, se mantenía al margen de las disputas; sólo me pedía que mostrara respeto por mi madre, cosa que no me resultaba fácil. Cuando me marché de casa para ir a la universidad, no visité a mis padres salvo en breves y contadas ocasiones. Estoy segura de que esto le dolió mucho a ella.
En 1973 me fui a vivir a otra ciudad, en parte para estar lejos de mi madre. Nos llamábamos de cuando en cuando, pero casi no nos veíamos.
Sin embargo, ella tenía la casa llena de fotos mías. Se henchía de orgullo cada vez que veía publicado uno de mis artículos, pero no podíamos estar juntas mucho tiempo sin que surgieran los reproches y las ofensas.
Con todo, ella encontraba la manera de expresarme su enorme cariño, principalmente a través de sus cartas y llamadas telefónicas. Si discutíamos, restaba importancia al asunto hasta que por fin quedaba en el olvido. Con los años, empecé a ver que mi madre tenía mucho que enseñarme acerca del perdón. Mientras hacía los preparativos para su llegada, me prometí poner todo de mi parte para llevarme mejor con ella.
EN TANTO arreglaba la casa para recibir a mi madre, aquel día de marzo de 1994, mi hermana Chris, venía en camino con ella por carretera. Aguardé en la entrada para darles la bienvenida. Al verme, mamá alzó los brazos con alegría, pero en seguida me apartó de su camino.
—Mírame —me dijo, y entró caminando con paso cauteloso a mi casa, sin bastón ni silla de ruedas.
Su increíble recuperación duró poco, pero así era ella: resuelta, obstinada, traviesa y misteriosa.
Antes de que llegara mi madre, unas voluntarias de una casa de asistencia habían venido a hablar conmigo. Para que la conocieran, les mostré una foto de una bella y menuda mujer con uniforme; tenía una sonrisa radiante y llevaba galones de cabo en la manga. Se la había tomado en 1944, cuando formaba parte de la infantería de marina de Estados Unidos.
—¿Su madre fue infante de marina? —me preguntaron todas en tono incrédulo.
Después, cuando hablaron con ella, no reprimieron su curiosidad.
—Cuéntenos sobre la infantería de marina —le pedían, y ella, gustosa, las complacía.
Sentada en la cama, narraba anécdotas que yo no había vuelto a oír en años. Les contó de los oficiales que le gritaban y la aterrorizaban; y de sus 99 compañeras de dormitorio que se ponían pijama para dormir, mientras que ella prefería los camisones de encaje.
En todos aquellos años, yo nunca había reflexionado sobre esa faceta de la vida de mi madre.
NUESTRO PASATIEMPO favorito era pasear en auto. A ella le encantaban los caminos secundarios que llevan a las granjas, y las fascinantes vistas de una montaña de las cercanías. Cada vez salíamos con rumbo distinto, y mamá se arrellanaba feliz en el asiento a contemplar el panorama, con una manta sobre el regazo.
—Mira eso —decía, señalándome alegremente una mata de narcisos amarillos a la vera del camino.
En ocasiones veíamos la puesta del sol que se reflejaba en el lago.
Las dos éramos viudas, y eso nos acercaba. Ella quería saber cómo había yo soportado mi soledad tanto tiempo, y me confesó su preocupación por mí.
También le dolía la ausencia de papá, su compañero de toda la vida. Se conocieron de niños y pocas veces estuvieron separados. Cuando se acordaba de él, lloraba, pero esto no ocurría con mucha frecuencia.
Casi siempre se veía satisfecha, incluso dichosa. Muchas veces me comentaron las voluntarias que, cuando yo no estaba, mamá se acercaba a ellas y en un susurro de complicidad les decía:
—Creo que a Edie le agrada tenerme aquí.
Y era cierto.
La mayor parte del tiempo estábamos las dos solas. Yo llegaba a casa a las 5 de la tarde a relevar a su acompañante. En el silencio de la casa, servía una copa de jerez para cada una, y luego, con la mano en alto, mamá hacía un brindis:
—Por nosotras —decía, y chocábamos las copas.
Luego me ocupaba de la cena. Habíamos hecho una lista de sus platillos preferidos —pollo con bolitas de masa o carne mechada— y yo la complacía.
MI MADRE no tardó en dejar de caminar. Empezó a caerse, por lo que tuvo que volver a la silla de ruedas, y más tarde a la cama. Se le debilitaron las manos, y ya no pudo escribir ni sostener un tenedor.
Transitó con dignidad de una fase a la otra. Cuando empezó a quedarse en la cama todo el día, siguió viniendo a la mesa del comedor en su silla de ruedas, pero pronto también dejó de hacer eso.
—Me gustaría comer aquí —me dijo un día, sentada en la cama.
Así que le até un babero al cuello y le di de comer.
—Se ha cerrado el ciclo —dijo, sonriendo, la primera vez que acerqué a sus labios una natilla.
Ya no podíamos dar nuestros paseos en coche, pero la sacaba en su silla de ruedas. Para alzarla de la cama, me inclinaba y la abrazaba, y entonces ella me rodeaba el cuello con los brazos, fruncía los labios y mandaba besos al aire. Era un adorable gesto que me recordaba los besos de buenas noches que recibí de niña. Una vez acomodada en la silla, la envolvía en cobijas y la llevaba al jardín; allí nos quedábamos hasta que le daba frío. Después volvia a refugiarse en su cama, agotada pero muy contenta.
En muchos de esos ratos de soledad compartida traté de hacer acopio de valor para hablar del pasado. Por fin, una tarde de domingo, me atreví a decirle:
—Mamá, lamento que hayamos tenido tantas dificultades.
Ella extendió la mano, estrechó la mía y me dijo:
—La estamos pasando muy bien ahora, cariño. Eso es lo que nos debe importar.
En aquellos días descubrí no sólo a la mujer jovial y un poco excéntrica que era mi madre, sino también a la dama dulce y amable que se preocupaba genuinamente por los demás. Un día mi amiga Sandy vino a visitarnos. Mamá no se sentía bien, pero cuando vio a mi amiga se irguió y le lanzó un piropo:
—Sandy, ¡qué hermoso se te ve el cabello!
Me conmovió mucho que al final de sus días aún tratara de establecer contacto con los demás. En cierto sentido, me enamoré de ella. ¿Acaso este nuevo sentimiento anulaba nuestro tormentoso pasado? ¿Hacía de mí una embustera; de mí, que siempre había estado tan enojada con ella por su afán de dominarme? No lo creo.
Quizá todos debamos caminar cierto trecho antes de aprender lo que necesitamos aprender. Cuando la primavera aún no llegaba a su fin, pensé en lo irónico que era que mi madre y yo volviéramos a sufrir a causa de la comida.
Mamá ya no podía beber agua sin riesgo de que se le fuera a los pulmones. Pero sí líquidos espesos, así que le preparé una sopa de coliflor y queso.
—Déjame a mí —me pidió, a la vez que guiaba mi mano hasta su boca con una cucharada más llena de lo que hubiera sido aconsejable.
No me opuse a su intento de comer sola, pero debí hacerlo. En cuanto pasó la sopa, comenzó a ahogarse: se le enrojeció la cara y las lágrimas rodaron por sus mejillas. También a mí se me arrasaron los ojos.
Las enfermeras de la casa de asistencia me habían aconsejado que, en caso de un acceso de asfixia como ese, no llamara una ambulancia, pues los médicos podrían someter a mi madre a una traqueotomía e internarla en un hospital, donde la alimentarían con sondas. Eso era algo que queríamos evitar. Mamá deseaba morir en casa.
Por fin dejó de jadear y volvió a respirar normalmente. La tomé de la mano y le dije que me había asustado mucho. Movió la cabeza en señal de comprensión, pero yo seguí preocupada, pues, si aquello se repetía, no quería verla morir frente a mí.
Más tarde llamé a la casa de asistencia y les confié mis temores.
—Ya no le dé alimentos sólidos ni agua —me dijeron.
Mi madre había perdido la capacidad de deglutir.
NO DARLE DE COMER me dolía en el alma. Pensé que era hora de llamar a mi hermana y a mis tíos para que se quedaran con nosotras. Nos sentábamos a su lado, la tomábamos de las manos y le acariciábamos la frente. Mojábamos una esponja, la exprimíamos y con ella le humedecíamos los labios. A veces mamá sacaba la lengua para sentir la frescura de la esponja. En otras ocasiones apartaba la cabeza.
Durante seis días no nos separamos de ella. Con cada hora que pasaba se alejaba más de nosotros. Cuando entrábamos a su cuarto pronunciaba nuestros nombres; luego se limitaba a lanzarnos besos; al final sólo nos miraba con ojos muy abiertos y enrojecidos. Por fin cerró los párpados, y su respiración rápida y superficial era la única señal de que seguía viva.
El último día me senté a su lado y evoqué la imagen de un pájaro que dejaba su jaula y alzaba el vuelo hacia un cielo azul sobre un campo de flores. Le susurré a mi madre:
—Vuela, mamá. Vuela confiada hacia la libertad.
Su respiración se fue haciendo lenta. Se le movieron los párpados y, muy despacio, como si despertara de un sueño profundo, abrió los ojos y me miró fijamente. Murmuró algo, pero no entendí sus palabras. Quizá un minuto después, volvió a cerrar los ojos y, como un reloj al que se le termina la cuerda, expiró.
Llevamos sillas a la habitación y nos sentamos al pie de la cama. Nos tomamos de las manos y lloramos. Mi madre, esa mujer pequeña con aspecto de niña, al fin estaba descansando en paz, lejos ya de su terrible enfermedad.
Supongo que nunca lograré desentrañar el misterio de mi madre. No tengo manera de saber por qué fue como fue cuando yo era niña, por qué chocábamos tanto. Tampoco entiendo por qué nuestras almas se reencontraron por un breve lapso al final de su existencia, pero doy gracias a Dios de que haya sido así. Mi madre, era cierto, tenía mucho que enseñarme acerca del perdón. Creo que no nos es dado conocer sino breves vislumbres de la verdad, como el que yo vi aquella tarde de mayo de 1994, cuando el sol se estaba poniendo y mamá estaba a punto de dejarme.
CONDENSADO DE "YANKEE" (MAYO DE 1995). © 1995 POR YANKEE PUBLISHING INC., DE DUBLIN, NUEVA HAMPSHIRE.