Publicado en
mayo 25, 2021
¿Qué debe hacer un médico ante la orden de matar?
Por la Doctora Yin Wong (la autora pidió que se cambiara su nombre para evitar represalias contra su familia).
LA MADRUGADA del 24 de diciembre de 1989 reinaba una intensa actividad en el hospital donde trabajaba yo, en el sur de China. Tenía entonces 24 años y, en mi calidad de ginecóloga y obstetra, ya había practicado un par de cesáreas y atendido un parto difícil que exigió el uso de un fórceps. Por instrucciones de mi supervisora, la jefa de obstetricia, me había quedado al frente del turno de la noche, responsabilidad que hasta entonces no conocía, y que me aterraba. Estaba rendida y no había probado bocado en ocho horas. Aun así, cuando me retiré al dormitorio de médicos, a la una de la madrugada, me sentía demasiado inquieta para comer o dormir.
Me quedé despierta en la cama, maravillada por las tres criaturas a las que había ayudado a venir al mundo. Luego me puse a pensar en mi padre, quien había elegido una profesión que en China se remuneraba con poco más del doble del salario de un barrendero: la medicina. A menudo decía: "Lo más noble que uno puede hacer es dedicarse a salvar vidas".
Mi padre era un personaje muy querido en nuestra provincia, y célebre por su humildad. Se vestía con ropa de obrero y llevaba su instrumental en un maletín de vinilo con la cremallera estropeada. Su martillo para probar los reflejos era antiguo y tenía el mango de madera, pero él se negaba a desecharlo. "Los instrumentos no hacen al médico", me decía. "El conocimiento y la compasión, sí".
Cuando por fin me dio sueño, recordé que era el día de Nochebuena. Como millones de chinos, mis padres eran cristianos. Evoqué las ocasiones en que habíamos celebrado la fiesta juntos: adornábamos un árbol diminuto, cantábamos Noche de paz en voz baja para que los vecinos no nos denunciaran, y luego escuchábamos a mi padre contar en un susurro la historia del Niño Jesús. Lo llamaré por teléfono mañana para desearle feliz Navidad, pensé poco antes de quedarme dormida.
Me despertaron unos golpes en la puerta. Era la partera que atendía los partos normales.
—¡Venga! —exclamó—. ¡Necesitamos que se ocupe de algo!
Salí tras ella y oí el llanto de un recién nacido. Cuando llegamos a la sala de partos, una mujer con la ropa toda manchada se esforzaba por incorporarse en la cama.
—¡No lo hagan! ¡No! —gritaba en un dialecto de otra región.
La partera, una joven de 20 años con el cutis cubierto de acné y el pelo recogido en una cola de caballo, tomó una jeringa grande y extrajo tintura de yodo de una botella. Según me explicó, al ver que la mujer tenía ocho meses de embarazo y ya era madre de un hijo —tener dos estaba estrictamente prohibido por la ley de control demográfico vigente en China—, la delegación local de la Oficina de Planificación Familiar la había detenido y llevado por la fuerza al hospital para que le provocaran un aborto. Le inyectaron un abortivo llamado rivanol.
—Pero el niño nació vivo —añadió la partera.
El llanto provenía de un baño sin calefacción que estaba al otro lado del pasillo.
—Le pedí al ayudante que lo enterrara, pero se negó porque estaba lloviendo —continuó.
Una colina que había cerca de allí hacía las veces de cementerio en tales casos.
Sólo entonces comprendí cabalmente el apuro en que estaba metida. Como obstetra de turno, me correspondía deshacerme de cualquier criatura que lograra sobrevivir a un aborto. Para ello tenía que inyectarle 20 mililitros de alcohol o tintura de yodo en la mollera, procedimiento que causa la muerte en cuestión de minutos.
La partera me ofreció la jeringa, y me quedé helada. Yo no tenía el menor reparo en practicar abortos a mujeres con tres meses o menos de embarazo, pero este caso era muy distinto. Durante el año transcurrido desde mi llegada al hospital, me las había ingeniado para que otros médicos, de más antigüedad, cumplieran la tarea.
En la cama, a mi lado, la madre me miraba con ojos suplicantes. Sabía lo que la jeringa implicaba. Todas las mujeres lo sabían.
—¡Tenga piedad! —me gritó.
Mientras ella seguía dando voces destempladas, yo crucé el pasillo y entré en el baño. Estaba tan frío que mi aliento se hizo visible. Junto a un cubo de basura en cuya tapa estaba escrito "Niños muertos" había una bolsa de plástico negro. Estaba moviéndose, y el llanto provenía de allí. Me puse de rodillas y pedí a la partera que abriera la bolsa.
Creía que me encontraría con un feto al borde de la muerte, pero en su lugar había un varón de dos kilos en perfecto estado de salud, pataleando y agitando los diminutos puños. Tenía los labios amoratados por falta de oxígeno.
Le sostuve cuidadosamente la cabeza con una mano, y con la otra le toqué la mollera. La piel estaba deliciosamente tibia, y palpitaba con cada sollozo. Se me encogió el corazón. Está vivo, pensé. Se trata de un ser humano, y morirá si lo dejo en este piso frío.
—¡Doctora! —gritó la madre desde la sala de partos—. ¡No lo haga!
La partera me puso la jeringa en la mano. La sentí extrañamente pesada. No es más que un procedimiento ordinario, me dije para convencerme. No tiene nada de malo. Así lo manda la ley.
De pronto la criatura pataleó y, al golpear la jeringa con el pie, se la acercó peligrosamente al vientre. La retiré al instante. ¡Es el día de Nochebuena!, pensé. ¡Cómo hacer algo así en esta fecha!
Toqué al niño en los labios, y él volvió la cabeza y comenzó a chuparme el dedo.
—Mire, tiene hambre —dije—. Quiere vivir.
Me puse de pie y sentí que la cabeza me daba vueltas. La jeringa se me escapó de las manos, se hizo añicos en el suelo y me salpicó los zapatos de líquido color café.
Indiqué a la partera que llevara al bebé a la sala de partos y lo preparara para bajarlo después a la sala de terapia intensiva.
—Mientras —agregué—, yo iré a pedirle permiso a la supervisora para tratarlo.
Estaba segura de que ella, una mujer de casi 60 años y madre de dos hijos, no permitiría que se le hiciera daño al niño.
Eran casi las 2 de la madrugada cuando llamé a la puerta de su oficina. Oí que decía algo con voz soñolienta, abrí la puerta y le expliqué a toda prisa:
—Tenemos un pequeño que nació vivo en un aborto provocado con rivanol. ¿Puedo mandarlo a terapia intensiva?
—¡De ninguna manera! —exclamó desde la cama—. ¡Es el segundo hijo de esa mujer!
—Pero está sano. ¡Por favor, venga a verlo!
Guardó silencio un momento, y luego dijo, molesta:
—¡No me pida eso! ¡Ya conoce el reglamento!
Su tono me asustó.
—Lo siento —dije, y cerré la puerta.
En las reuniones del personal, la supervisora a menudo nos recordaba la importancia de acatar el reglamento de control natal. En varias ocasiones nos contó de empleados de un hospital próximo que habían ido a parar a la cárcel por permitir nacimientos ilegales sin autorización del gobierno. Y no hacía mucho que nuestro ayudante había ocasionado un desagradable incidente.
El ayudante era un hombre taciturno y desaliñado, de cincuenta y tantos años, cuya única responsabilidad era enterrar recién nacidos. Le pagaban 30 yuanes por cada uno. Como hacía cuatro entierros al día, en promedio, ganaba más del doble que un médico.
—¿Por qué le pagan tanto? —le pregunté una vez a una colega.
—Porque nadie más está dispuesto a hacer su trabajo.
Le pedí detalles, y me explicó que, cuando el aborto salía mal, el hombre a veces tenía que enterrar fetos vivos.
—Cueste lo que cueste, hay que acatar el reglamento de control natal —concluyó mi colega.
Unas semanas después de enterarme yo de eso, una partera envió al ayudante un feto recién abortado, que el hombre metió temporalmente debajo de una escalera. Mientras él estaba ausente, la criatura se reanimó y empezó a llorar, y un policía que estaba de visita la encontró y exigió una explicación a la supervisora. Ella le dijo que se trataba de un niño ilegal en espera de ser enterrado. Finalmente, el agente se disculpó por haber interferido en los asuntos del hospital.
En la siguiente reunión del personal nos advirtieron: "No envíen al ayudante fetos que puedan estar vivos. Asegúrense de aplicarles la inyección a todos".
De la oficina de la supervisora me encaminé a la sala de partos llena de ansiedad. Allí, un hombre con la tez curtida, como de campesino, me tomó del brazo y me suplicó:
—Doctora, ¡no sabe cuánto hemos deseado este hijo! ¡Por favor, no lo mate!
Seguí mi camino por el pasillo y entré en el baño. La criatura estaba todavía en el piso.
—¿Por qué no hizo lo que le indiqué? —le pregunté a la partera.
—Porque sería una locura proteger a un niño de esos—replicó.
Se refería a que era un niño sin permiso para vivir.
Ante la mirada estupefacta de aquella mujer, tomé al pequeño en brazos, corrí a la sala de partos y lo acosté en una cuna.
Al calor de una lámpara de luz ultravioleta y con ayuda de unos tubos de oxigenación que le fijé en la nariz, no tardó en ponerse sonrosado. Luego lo arropé cuidadosamente con una manta suave.
La partera preparó otra inyección, esta vez de alcohol, y la colocó en una bandeja junto a la cuna del recién nacido.
—¡No lo haga! —volvió a exclamar la madre.
Se agarró al barandal de la cama y comenzó a arrastrarse hacia la orilla. De inmediato fui a su lado.
—Tranquilícese —le dije, recostándola en la almohada, y añadí en voz baja—: No le haré daño a su hijo. Quiero salvarlo.
—¡Querida doctora! —dijo sollozando—. ¡Le estaré eternamente agradecida!
En eso, la partera regresó con una carpeta.
—¿Qué debo escribir en el informe? —inquirió.
En la última anotación se leía: "1:30. — Nació vivo". Era deber de la partera actualizar el informe antes de irse a casa.
—No escriba nada —le respondí en tono tajante.
Ella dio un respingo y se marchó.
Me puse a mirar al niño. Tenía una cara de querubín rodeada de un halo de pelo negro. La vida de este pequeño es un don de Dios, me dije. Nadie tiene derecho a quitársela. Tuve este pensamiento tantas veces, que llegó a parecerme como si una voz me lo repitiera en los oídos, y me pregunté: ¿Así le hablará Dios a la gente?
Pasé dos horas al lado del niño. Poco a poco dejó de lloriquear y se quedó dormido.
Entonces fui otra vez a ver a la supervisora.
—Lo siento —le dije—, pero no puedo hacerlo. Creo que sería un asesinato, y no quiero ser una asesina.
—Pero, ¿qué clase de obstetra es usted? —replicó, enfurecida—. ¡Resuelva el problema ahora mismo, y ya no venga a importunarme!
Con el corazón desbocado, regresé a la sala de partos. El niño seguía dormido, pero se puso a chupar de nuevo cuando le toqué los labios.
—¿Todavía tienes hambre, pequeño? —musité, con los ojos arrasados en lágrimas.
De pronto me sentí muy sola, y pensé en mi padre. ¿Me apoyaría? Aunque era muy temprano, fui al teléfono del vestíbulo y marqué su número. Mi madre y él me escucharon en el mismo aparato.
—Dios no deja de hablarme. "Es una vida", me dice. "No tomes parte en un asesinato".
Se hizo un largo silencio, al cabo del cual mi padre dijo:
—Estoy orgulloso de ti.
—Yo también —terció mi madre entre sollozos—. ¡Pero ten cuidado! No dejes ningún registro. El partido puede tomar represalias.
No hacía falta que me lo dijera. En la época de la Revolución Cultural, cuando yo tenía ocho años, detuvieron a mi padre por haberle salvado la vida a un funcionario a quien consideraban contrarrevolucionario. A mi padre lo desterraron al campo, y a mi madre la recluyeron en un campo de trabajos forzados. Unos vecinos se hicieron cargo de mí y de mi hermano, entonces de cuatro años. Fueron tiempos muy difíciles. Recordé los relatos de tortura y hambre que nos narraba mi madre, y mi determinación flaqueó. Entonces mi padre volvió a hablar:
—Eres hija de Dios, y ese niño también. Matarlo sería como matar a tu hermano.
Una vez que colgamos, regresé a mis labores a toda prisa. En el pabellón de maternidad reinaba el desorden. Habían cerrado con llave la sala de partos, y el padre del recién nacido aporreaba la puerta y gritaba:
—¡No maten a mi hijo!
Entré corriendo en la sala por una puerta accesoria. La supervisora estaba junto al niño, palpándole la mollera y empuñando una jeringa. Lo había despojado de la manta y los tubos de oxigenación, y él lanzaba fuertes berridos.
—¡Déjelo en paz! —grité, arrebatándole la jeringa.
—¿Pero qué hace? —exclamó ella—. ¡Está violando la ley!
Lejos de asustarme, sentí una profunda serenidad.
—Este niño es inocente —repliqué—. ¿Cómo se atreve a matarlo?
La supervisora se quedó mirándome boquiabierta.
—Si persiste en su desacato, no volverá a ejercer la medicina —me amenazó con voz opaca.
—Prefiero eso a cometer un asesinato. Renuncio a mi derecho de tener un hijo con tal de salvar a este niño. —Entonces se me ocurrió una idea—: ¿Y si lo adopto?
—¡Está usted loca de atar! —repuso ella.
Cuando se fue, volví a abrigar al pequeño y le puse los tubos de oxigenación. El se calmó y recuperó el color.
A las 8 de la mañana llegó el administrador del hospital y, una vez que lo pusieron al tanto de lo ocurrido, me llamó a su despacho.
—¿Por qué se niega a cumplir con su deber? —me preguntó—. ¿Acaso es amiga de la pareja? ¿Le han dado dinero?
—¡Ni siquiera entiendo el dialecto que hablan! —repuse, indignada—. En cuanto al dinero, regístreme si quiere.
Al cabo de unos minutos se presentó un funcionario de alto rango de la Oficina de Planificación Familiar, sacó una carpeta de un costoso portafolio y se puso a leer en voz alta una disposición de control natal que regía en la localidad:
—Todo el que estorbe a los funcionarios de la oficina en el cumplimiento de su deber se hará acreedor a un castigo...
Al terminar de leer, me miró y dijo en tono grave:
—¿Se da usted cuenta de que la vida de ese niño contraviene la ley?
—Ni usted ni yo somos quién para decidir sobre una vida —repliqué.
—Se trata de una disposición oficial. ¡Usted ha infringido la ley!
—A mí no me lo parece.
—Entonces venga conmigo a aplicar esa inyección.
—¡No!
—¿Admite, pues, que está infringiendo la ley? Porque, en ese caso, tengo facultades para aprehenderla ahora mismo.
Desesperada, me devané los sesos para que se me ocurriera una salida. Llevaba más de 24 horas sin dormir, tenía náuseas y no podía pensar con claridad.
—Ya no estoy de servicio —dije débilmente—. Terminó mi turno.
—Se equivoca. Todavía no cumple con sus obligaciones.
—¡Por favor!—exclamé, con lágrimas en los ojos.
Se me doblaron las piernas, caí al suelo, y vi como si un velo negro se desplegara ante mis ojos.
Cuando recobré la conciencia, estaba acostada a la puerta del dormitorio de médicos. Era casi mediodía. ¡El niño!, pensé con sobresalto. Me levanté y fui corriendo a la sala de partos.
La cuna estaba vacía.
—¿Dónde...?
Sin mirarme a los ojos, la partera se adelantó a mi pregunta:
—El funcionario de la Oficina de Planificación Familiar nos mandó aplicarle la inyección.
De nada habían servido mis esfuerzos. Finalmente, habían asesinado al pequeño.
En los diez últimos años, diversas publicaciones, como el Post de Washington, el Wall Street Journal y Amnesty International, han sacado a la luz testimonios sobre los infanticidios que se cometen sistemáticamente en los hospitales chinos. Al decir de John Aird, ex director de la división china de la Oficina de Censos de Estados Unidos: "Son tantos los informes, y tan explícitos, que no se puede dudar de su veracidad". Sin embargo, no se les ha prestado la atención que merecen, como ocurrió con los primeros relatos del exterminio de judíos que trascendieron a los medios de comunicación durante la Segunda Guerra Mundial. La narración de Yin Wong es quizá la más detallada que se ha publicado hasta la fecha.
"He aquí el lado oscuro de la política demográfica china de un solo hijo por familia", señala Steven Mosher, director del Centro de Estudios Asiáticos del Instituto Claremont, en la localidad californiana homónima. "El gobierno no ordena directamente los infanticidios, pero impone restricciones tan severas a los funcionarios de planificación familiar, que los empuja a cometer actos indecibles".
En septiembre pasado, Pekín fue sede de la Cuarta Conferencia Mundial sobre la Mujer, organizada por la ONU, a la cual asistieron centenares de expertos en control demográfico de todo el mundo. Es irónico que la ONU haya elegido para ello un país donde el fanatismo por el control natal ha llegado a un extremo que sólo puede calificarse de genocidio.
POR HABER CONTRAVENIDO las disposiciones de planificación familiar, la doctora Yin Wong fue desterrada a una remota región montañosa. Más tarde escapó a Estados Unidos, donde ha solicitado asilo político. Su caso está por resolverse.
"Hoy tengo la suerte de vivir en un país donde no se me obliga a traicionar mis principios", dice. "Mis colegas en China no son tan afortunados. La ley los obliga a corromper su alma".