¡SOY UNA BOMBA DE TIEMPO!
Publicado en
marzo 10, 2021
Drama de la vida real.
Víctima de una nueva clase cruel de secuestro, el joven médico español fue liberado para que obtuviera su propio rescate y llevaba atado al pecho un perfecto explosivo.
Por Raúl Vázquez de Parga.
CUANDO el Dr. Manuel Cabaleiro caminaba hacia su casa por las calles de Orense, en el noroeste de España, aparentaba ser uno de los 90.000 habitantes de la ciudad, un hombre que se dirigía tranquilamente a atender sus propios asuntos. Nadie sospechaba el terrible secreto que llevaba consigo ese siquiatra de 34 años: atado a su pecho había una bomba de tiempo, que no podía desprender.
Era el 5 de junio de 1978. Unas dos horas y media antes, Cabaleiro había ido a ver a un desconocido que dijo llamarse Julián Rodríguez. Ese individuo había telefoneado al médico para decirle que le interesaba comprar una casa de campo de 30 habitaciones, anunciada en venta, de la que era copropietaria la madre de Cabaleiro, que era viuda. Se concertó una cita en el hotel en que se alojaba Rodríguez.
El hombre que abrió la puerta de la habitación 202 vestía bien. En seguida se empezó a hablar de la propiedad, con valor equivalente a 850.000 dólares. Tras mostrar interés en las condiciones de la venta, Rodríguez se levantó de su asiento.
—Le haré una oferta —dijo, y entró en la alcoba.
Volvió poco después, entregó al siquiatra un pliego de papel doblado y se colocó, sin decir palabra, detrás de él.
Cabaleiro abrió el pliego y leyó estas palabras, escritas en máquina: "Este es un atraco. Haga lo que yo le diga y nada le ocurrirá". Una broma, sin duda, pensó Cabaleiro. El médico, casi sonriente, dio la media vuelta y lo que vio fue el cañón de un revólver a menos de un metro de él.
—¡De rodillas! —ordenó Rodríguez—. Ponga la cabeza en la mesa y las manos en la espalda.
Las muñecas de Manuel fueron rápidamente atadas con lazadas de cuerda de nailon. A continuación, Rodríguez le ordenó que entrara en la alcoba, donde le ató los tobillos, le cubrió los ojos con esparadrapo y le desabrochó la camisa. Cabaleiro sintió un objeto cuadrado, duro, sujeto al pecho.
De repente comprendió lo que ocurría. Se había convertido en otra víctima de una nueva clase de secuestro practicado en España, en el cual la víctima es liberada para que obtenga su propio rescate luego que una bomba de tiempo ha sido adherida a su cuerpo. Dos víctimas anteriores —José María Bultó, acaudalado industrial de Barcelona, y Joaquín Viola, ex alcalde de la misma ciudad— habían muerto destrozados al estallar sendas bombas atadas al pecho.
Ninguna escapatoria. Rodríguez hizo pasar un alambre en torno del cuello del siquiatra, mientras este se dolía de su suerte; otro alambre rodeó el torso y ambos fueron conectados a la bomba. Enseguida, el secuestrador envolvió estrechamente el pecho de la víctima con varias vueltas de tela adhesiva médica, cubriendo la bomba y el alambre del torso.
Descubrió los ojos de Cabaleiro y puso frente al médico una hoja de papel escrita en máquina: "Le hemos colocado una bomba", empezaba diciendo. Se demandaba la entrega de diez millones de pesetas (140.000 dólares) antes de las 4 de la tarde del día siguiente. De 75 a 90 horas después de haber sido adherida al cuerpo de Cabaleiro, la bomba estallaría por sí sola. "Somos los únicos que podemos desconectarla sin que estalle", continuaba el mensaje. Si se notificaba a la policía o si el dinero no era entregado, la familia de Cabaleiro sufriría represalias.
—¿Es segura esta cosa ? —pre guntó la víctima con voz que no ocultaba su angustia.
Rodríguez se acercó y dio con los nudillos dos golpes rápidos a la bomba.
—Sólo un golpe extremadamente violento la hará estallar antes de tiempo —explicó.
Pero añadió que, por tener unos sensores especiales, la bomba estallaría si se le humedecía, si dejaba de hacer contacto con el cuerpo o si se tiraba del alambre con lazada en el cuello.
—Mañana a las 3 de la tarde le hablaré por teléfono para decirle dónde debe entregar el dinero —anunció Rodríguez—. Permanezca aquí hasta las 8. Y pague mi cuenta del hotel.
Eran las 6:30 cuando Rodríguez abandonó la habitación.
Recapacitación. En cinco minutos, Cabaleiro se libró de sus ataduras flojas y empezó a examinarse. El bulto cubierto por tela adhesiva era un poco más grande que una cajetilla de cigarrillos. Sobresalía de la tela adhesiva, en medio del pecho, una conexión de clavija que asoció con un micrófono. Se preguntó: ¿Es esto algún dispositivo para escuchar? ¿Me oyen para saber si trato de ser más listo que ellos?
A las 7:40, con la mente turbada y próximo al pánico, salió del hotel. Llegó a su casa en cinco minutos. Al abrir la puerta de su apartamento hería su cerebro un tropel desbocado de pensamientos conflictivos: ¡Soy una bomba detiempo! ¿Debo acercarme a la gente? Tal vez deba ir a la montaña y esperar allí a que esto estalle. No, eso es una locura. Esto podría ser un engaño.
No estaban en casa Sesé, como Cabaleiro llamaba con afecto a su esposa, ni sus cuatro hijos. Necesitaba hablar con alguien, de modo que fue al apartamento contiguo, donde vivían Félix y Lourdes, sus mejores amigos. Empezaba apenas a explicar lo que le había ocurrido cuando llegó Sesé, como solía hacerlo con frecuencia, y alegremente preguntó a su marido cuál había sido el resultado de su entrevista con el posible comprador.
—Fue pésimo —respondió este con mucha calma—. Sesé: ¡me ataron una bomba!
La mujer sintió que se desmayaba, pero se hizo fuerte y pensó: Mi esposo necesita ayuda.
Sin aspavientos, narró Cabaleiro lo ocurrido. Indicó que todo comentario acerca de Rodríguez y cómo hacerle frente debía hacerse por escrito. Explicó lo del micrófono. "Quizá no sea eso", escribió, "pero debemos suponer que lo es'`.
Durante el siguiente intercambio de frases escritas, los cuatro concluyeron que tratarían de obtener el dinero del rescate. Con ayuda de otro amigo del médico, que se puso en contacto con algunas personas adineradas de Orense, hicieron los arreglos necesarios para retirar de los bancos de la ciudad diez millones de pesetas en la mañana del día siguiente. Entre tanto, Félix y Lourdes insistieron en pasar la noche en compañía de los Cabaleiro.
Cuenta regresiva. Al mediodía siguiente, Félix había vuelto ya al apartamento de sus amigos con el dinero del rescate en billetes de mil pesetas. A las 3:35 de la tarde sonó el teléfono. Era Rodríguez, que daba instrucciones: Manuel iría en automóvil 77 kilómetros al oeste, por la carretera de Orense a Vigo, hasta Puenteareas. Ocho kilómetros más adelante, detrás de una fuente de piedra, encontraría una lata vacía de cerveza con instrucciones adicionales. Cabaleiro debería esperar una segunda llamada telefónica antes de partir y debía hacerlo solo. Esa llamada llegó a las 5.
Una hora después, en la fuente, el siquiatra encontró la nota. Le ordenaban depositar el dinero en la base de un cúmulo de rocas, tres kilómetros distante del otro lado de un terreno desigual y pedregoso. A pie y jadeante por llevar una valija que pesaba 15 kilos, la víctima sudaba copiosamente y recordó entonces la advertencia de Rodríguez: la bomba estallaría si se humedecía. Después de proseguir su penoso andar unos 600 metros más, sintió que no podía ni debía continuar. Con cautela volvió a su auto.
Llegó a casa a las 8:30, casi exhausto. Tres horas desplés sonó el teléfono.
—¡Hable! —ordenó la voz. El tono se suavizó cuando escuchó la explicación de Cabaleiro—. Trataré de hallar un lugar más accesible —dijo—. Espere otra llamada.
A las 3:30 de la madrugada volvió a llamar Rodríguez. Se encontrarían nuevas instrucciones en una lata de sardinas, al lado de un poste de dirección, a tres kilómetros de Vigo. Tras buscar ansiosamente en esos contornos durante media hora en la semioscuridad que precede al alba, Cabaleiro encontró al fin el poste. En la nota que allí estaba se le ordenaba que siguiera una vereda que llevaba a un campo de.hierba alta, y que dejara el rescate en un maletín negro de lona, que encontraría en esa senda. Luego debería volver al auto, esperar seis minutos y regresar por el maletín. Añadía la nota que a continuación Cabaleiro llevaría el maletín lleno de dinero a un punto en donde lo dejaría definitivamente, cerca de Orense. Allí encontraría instrucciones, envueltas en lámina de aluminio, para desactivar la bomba.
El siquiatra hizo lo que se le ordenaba e introdujo el dinero en el maletín. Cuando volvió, seis minutos después, encontró la cremallera del maletín sujeta con alambre. El maletín le pareció demasiado liviano cuando lo llevó de nuevo al auto.
¡Me han engañado! Rodríguez tiene ya los diez millones. ¿Pero qué hay en el maletín? ¡Podría ser otra bomba que puede estallar inmediatamente!
Con el corazón dándole vuelcos, abandonó el auto y el maletín (que, según se descubrió luego, estaba lleno de periódicos). Cansado en extremo por falta de sueño y casi desesperado, llamó por teléfono a su mujer. Esta le explicó que sus amigos la habían persuadido a que informara a la policía. La única condición que ella había puesto era que no se hiciera nada capaz de agravar el peligro en que se hallaba su esposo. Un grupo de especialistas en desactivar bombas lo esperaba en Orense.
Anillo de muerte. Cabaleiro llegó a Orense a las 9:40 de la mañana. Allí encontró a Andrés y a Carlos,* integrantes del equipo desactivador de bombas. Con trajes de mecánico resistentes al fuego, protectores del torso, hechos de fibra de vidrio y cascos de plástico con protectores faciales transparentes, los dos policías examinaron el vendaje en torno del pecho del médico y tomaron radiografías. Entonces esperaron a que la policía les llevara las instrucciones para desactivar la bomba que Rodríguez había prometido. Pronto se les informó que no se habían encontrado esas instrucciones.
Los tres pasaron a un estudio fotográfico en un sótano, escogido por sus múltiples reflectores. Para tener libertad de movimiento, los policías decidieron maniobrar en mangas de camisa, por lo que prescindieron de su ropa protectora.
Andrés, hombre fornido de 36 años, se frotó la barba y dijo:
—Muy bien, doctor. ¿Empezamos a trabajar én esto?
—¿Ha desactivado usted anteriormente una bomba semejante a esta? —preguntó Cabaleiro muy inquieto.
—No. Si estalla, volaremos al otro mundo.
A las 10:30, valiéndose de un bisturí, Andrés empezó a separar delicadamente las muchas capas de esparadrapo pegajoso que cubrían el bulto en el pecho del siquiatra.
—Aquí hay algo —anunció con tranquilidad tras casi una hora de hacer menudos cortes.
Su bisturí había tocado lo que parecía un botón, que también podría ser una espoleta. Si se arrancaba el esparadrapo, se desprendería el botón, lo que quizá haría detonar la carga explosiva.
Por si había otra espoleta en la parte de atrás del artefacto, Carlos introdujo una tira de plástico delgado y duro entre el pecho de Cabaleiro y la bomba.
—Sosténgala con firmeza —dijo a este— y mueva todo con lentitud lejos de su cuerpo.
El siquiatra obedeció. En ese momento de tensión suprema le invadió una sensación de completo alivio, pues en una forma u otra estaba próximo el fin de su tormento. Rápidamente, Carlos volvió a adherir con tela adhesiva la tira de plástico a la bomba y dijo a Cabaleiro:
—Ahora puede usted aflojar las manos.
Andrés repitió esa petición tres veces, pero el Dr. Cabaleiro permaneció tan rígido como una estatua, sin .responder. Con suavidad, Andrés tuvo que pinchar con la punta del bisturí la mano del siquiatra, a fin de que este recuperara la conciencia.
Ya habían retirado todo el esparadrapo. Los dos policías, luego de examinar las conexiones expuestas, decidieron que el alambre en torno del cuello de Cabaleiro no era en realidad un disparador.
—Vamos a quitar esto —informó Andrés.
Cabaleiro se paralizó otra vez mientras Andrés desconectaba el cable de sus enchufes a cada lado de la bomba.
—Como se ve, seguimos vivos —anunció Andrés con una amplia sonrisa.
Los policías deslizaron la cuerda atada al cuerpo, que aún estaba conectada a cada lado de la bomba, hasta ponerla en el suelo. A las 12:30, casi tres horas después de haber entrado en la inspección de policía, Cabaleiro salió del anillo explosivo de la muerte. Se había salvado.
Más tarde, ese mismo día, colocaron el artefacto en un campo solitario de las afueras de Orense, y los especialistas en manejo de bombas lo hicieron estallar a control remoto. Una manta de fibra de vidrio que pesaba 10 kilos, puesta encima del artefacto para "amortiguar" la explosión, voló a una altura de 20 metros.
AHORA, Manuel Cabaleiro intenta olvidar el horror de esas 43 horas. Sin embargo, el incidente le ha dejado profundas huellas.
—Desconfío de los desconocidos —reconoce. Y añade tristemente—: Y también tengo que pagar una deuda de tres millones de pesetas.
El hombre que dijo llamarse Rodríguez no ha sido aprehendido aún. Pero lo que ocurrió tiene su lado positivo: la estrujante aventura de Cabaleiro ha permitido a la policía española demostrar que puede hacer frente a esta nueva forma mortal de crimen.
Quizá la mayor lección la exprese mejor el propio Cabaleiro: "Hay gente en este mundo siempre dispuesta a prestar ayuda en momentos de crisis. Y algunos, como Andrés y Carlos, ofrecen más que una mano amiga: exponen su propia vida".
*Sus verdaderos nombres se mantienen en riguroso secreto.