Publicado en
enero 14, 2021
Ya sé que parece un poco extraño, pero lo que sucede es que...
Por Cornelia Otis Skinner.
ROBERT BENCHLEY decía que hay dos clases de personas: las que creen que hay dos clases de personas y las que no lo creen. Yo pertenezco a la primera; estoy segura de que hay dos clases de personas: las que actúan... y las que explican. Entre estas últimas me cuento yo. Soy de aquellas que se sienten obligadas a dar prolijas explicaciones de todo lo que hacen, tanto si les importa a los demás como si les trae sin cuidado.
Si los rasgos del carácter son hereditarios, este que digo seguramente lo heredé de mi madre, porque mi padre era un hombre impetuoso y aparatosamente brusco que no explicaba nada. Mi madre, por el contrario, era una dulce y adorable explicadora. Cuando viajaba la familia (y viajábamos muchísimo), mi padre dirigía nuestras giras a la manera de un benévolo héroe conquistador y trataba a todo portero, chofer o camarero como un vasallo cuyo deber era servir, no confraternar. En su estela magnífica se movía discretamente mi madre sonriendo y dando explicaciones a los desconcertados siervos de su consorte. Yo, que era una niña pequeña, los seguía sombríamente a distancia, adorándolos a los dos, pero un poco avergonzada de ambos.
Durante la primera guerra mundial se estableció una especie de racionamiento voluntario del pan y, si uno quería que se lo sirvieran en un restaurante, había que pedirlo como "extra". Recuerdo un episodio muy mortificante en un hotel de Chicago. El mayordomo, muy emocionado por el honor de servir a mi famoso progenitor, nos preguntó obsequioso si deseábamos pan. Mi padre, que en esa época ardía en espléndido patriotismo, exclamó indignado:
—¡Claro está que no!
Yo ya me iba a meter debajo de la mesa cuando mi madre salvó la situación dirigiendo al maestresala su más encantadora sonrisa y diciéndole:
—Verá usted, es que nuestra familia no es panívora...
El ejemplo que de ella recibí sin duda se me convirtió en hábito, pues hasta el día de hoy no sólo explico cualquier acto desacostumbrado de mi parte, sino también los más obvios. Si una mañana, envuelta en una bata vieja y con la cabeza llena de rizadores, salgo al pasillo para echar una carta al buzón y me encuentro de manos a boca con el apuesto caballero que vive en el apartamento de enfrente, le digo con una sonrisilla nerviosa mientras meto el sobre en la ranura:
—¡Ay! Sólo salí a echar una carta al correo.
Si regreso a casa tarde por la noche y me encuentro con que no he traído la llave, y tengo que mandar al ascensorista a buscar la llave maestra del edificio, en lugar de aceptar el servicio diciendo sencillamente "muchas gracias", le endilgo un cuento interminable de cómo saqué el contenido de mi bolso diurno para meterlo en el que me proponía usar por la noche, aunque luego resolví llevar este que traigo, porque el primero no iba bien con mi traje, y cómo yo, por lo general, no olvido nunca las llaves...
Doy explicaciones hasta a aquellas impenetrables y bien adiestradas expertas de la brevedad que son las telefonistas. Hace poco tuve necesidad de llamar a larga distancia a unos amigos. El jefe de familia es un médico que ya no ejerce la profesión. Como sólo conocía las señas de la casa, pedí a la señorita que me comunicara con la oficina de información de la ciudad donde residen mis amigos, para averiguar el número del teléfono del doctor X. La señorita me preguntó si quería el número de la casa o el del consultorio del doctor. "No debe tener teléfono en el consultorio, porque ya no ejerce", le contesté yo, y, como la muchacha guardara silencio, agregué: "Está jubilado". La operadora persistió en su silencio, lo cual me impulsó a añadir: "Se marchó a vivir a ese lugar por motivos de salud", y la telefonista por fortuna cortó la comunicación antes de que yo pudiera seguir explicando: "Es que sufre de asma". Algunas veces la explicación puede resultar penosamente equívoca. Cuando viajo de noche en un tren que debe dejarme en mi estación a la mañana siguiente muy temprano, yo no pierdo preciosas horas de sueño madrugando para hacer mis abluciones matinales en un lavamanos, sino que me espero hasta llegar al hotel y entonces me doy un buen baño en una tina de agua caliente.
Todo esto se lo explico en detalle al camarero del coche-cama, para disipar su incredulidad cuando le digo que sólo necesito que me despierte con 15 minutos de anticipación. La expresión de uno de estos camareros cambió de incredulidad a clara repugnancia cuando empecé mis explicaciones diciéndole: "Verá usted, yo nunca me baño..." Dio media vuelta y se salió espantado sin darme tiempo de terminar la oración "...hasta que llego al hotel".
Hay cosas que es mejor no explicarlas. Una amiga mía y yo, con un espíritu humorístico quizá un poco extravagante, tenemos desde hace años la costumbre de hacernos regalos que llamamos "de horror", es decir, objetos de adorno del peor gusto posible, como por ejemplo una estatuilla de una Venus de bronce con un reloj en el vientre. Es un pasatiempo infantil e inocente.
Para mí, lo único desagradable es la compra del regalo. Si en una tienda de antigüedades veo en el escaparate un paisaje nocturno del lago Como, enmarcado y pintado a mano sobre terciopelo, con una luna de auténtica madreperla, no puedo entrar sencillamente y comprarlo. Tengo que explicarle al anticuario que mi gusto artístico no se manifiesta normalmente en esta forma, sino que quiero enviarle esta monstruosidad a una amiga por simple broma. El vendedor, que probablemente considera el paisaje una verdadera obra maestra, se ofende... con sobrada razón.
Lo malo de las explicaciones es que se convierten en una reiteración de trivialidades en que no puede tener ni el más mínimo interés quien las escucha. Me sonrojo de pensar cuántas veces he retenido a una anfitriona que ya se cae de sueño, en la puerta de su casa, aguantando una helada corriente de aire, mientras me excuso por tener que retirarme tan temprano porque tengo que ir a tomar un tren y, como el ferrocarril acaba de modificar sus horarios, el tren que salía a tal y tal hora sale ahora 40 minutos más temprano; y cuántas veces, en lugar de rehusar una invitación a cenar diciendo simplemente: "Lo siento, pero ese día tengo otro compromiso", me encuentro aburriendo a la persona que está al otro extremo del hilo telefónico con un desesperante informe sobre los motivos precisos que me impiden aceptar.
Los hombres casi nunca explican; las mujeres, casi siempre. Sin embargo, la más eficaz no-explicadora que conozco es una mujer. No hace mucho la llamó por teléfono su hija para contarle que la persona a quien ella y su marido habían comprometido para que fuera a ayudarlos a servir un coctel, les había notificado a última hora que no podía ir. Mi amiga le dijo que no se preocupara, que ella misma tendría mucho gusto en sacarlos del apuro. Además, tuvo la humorada de presentarse vestida de doncella, y con ese fin se dirigió inmediatamente a una tienda para comprarse un uniforme.
Mi amiga tiene la suerte de estar dotada de abundantes bienes de fortuna, y ese día vestía una chaqueta de marta cebellina, llevaba un collar de legítimas perlas y lucía además en la pechera del vestido un par de magníficos broches de diamantes. Así ataviada, se dirigió al punto a la sección de uniformes para domésticas en una gran tienda. La vendedora le sacó varios de la talla que pidió. Mi amiga escogió un uniforme, un delantal de organdí y ese accesorio que casi está desapareciendo en nuestros días: una cofia de blonda. La vendedora le preguntó si quería que le cargara las compras en su cuenta y se las enviara a su domicilio, a lo que repuso mi amiga que pagaría al contado, pero que antes quería probarse las prendas. Sorprendida e incrédula, la empleada la condujo al probador de la tienda, donde la compradora se quitó su chaqueta de marta y su traje modelo Dior con sus broches de diamantes, se puso el uniforme de doncella, se ató a la cintura el delantal de organdí y observó ante el espejo el efecto de la delicada cofiezuela de blondas sobre su cabello. Satisfecha con este examen, volvió a vestir sus habituales prendas lujosas, pagó y salió de la tienda con la caja de sus compras bajo el brazo, sin una sola palabra de explicación. Sin duda todas las vendedoras de la sección se quedarían comentando que deben estar por las nubes los sueldos de las sirvientas modernas.
Y yo, poniéndome en su caso, tiemblo de pensar en el montón de explicaciones idiotas que habría tratado de darles.