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diciembre 11, 2020
Sección de libros.
En su último libro, "Centennial", el escritor James Michener traza con mano maestra, a modo de un grandioso tapiz, la historia de Colorado desde el principio de los tiempos hasta nuestros días. En el fragmento que aquí presentamos condensado vuelve a crear la era de los dinosaurios: un mundo áspero y sin embargo extrañamente hermoso, dominado por criaturas de inmensidad casi inverosímil.
Por James Michener
HACIA el anochecer de un día primaveral, hace 136 millones de años, un animalito con hirsuto pelaje, de unos 10 centímetros de longitud, se asomaba cautelosamente entre los juncos ribereños, en la laguna tropical que cubría gran parte de lo que sería mucho después el Estado norteamericano de Colorado. Escudriñaba el agua como esperando que algo saliera de las profundidades, pero todo estaba en completa quietud.
El pequeño observador era un pantoterio, mamífero primigenio del cual evolucionaron tipos como la zarigüeya. Tras un momento la bestezuela peluda avistó lo que había estado esperando.
En la superficie del agua, a unos 30 metros de la orilla, emergió una protuberancia de unos 15 centímetros de diámetro, apenas algo mayor que el animalito al acecho. Parecía flotar como un objeto aislado, pero en realidad era la extraña nariz de un animal que tenía las fosas nasales en la parte más alta de la cabeza. La bestia estaba de pie en el fondo y aquella era su ingeniosa manera de respirar.
La protuberancia flotante empezó a salir poco a poco de las aguas. La cabeza a la que pertenecía seguía elevándose de la laguna, subiendo cada vez más y describiendo un hermoso arco hasta que alcanzó siete metros y medio de altura sobre el agua; estaba suspendida en el extremo de un largo y grácil pescuezo. Era como una pelota que se extendiera interminablemente hacia arriba unida a un frágil alambre; cuando estuvo erguida al máximo, sin cuerpo visible que la sostuviera, la cabeza se volvió a uno y otro lado con delicados movimientos, balanceándose en hermosos arcos de exploración. Al parecer los ojillos situados a cada lado de la nariz, en lo alto del cráneo, se tranquilizaron con lo que vieron, pues entonces el animal hizo movimientos de muy otra índole.
Empezó a salir de la laguna, centímetro a centímetro, una enorme mole que chorreaba agua cenagosa a medida que avanzaba. Lenta, muy lentamente, aquella cosa lacustre fue surgiendo hasta revelar su forma de monstruoso prisma de carne oscura a la que estaba adherido el pescuezo flexible. Mientras el animalito vigilaba desde la orilla, el colosal cuerpo empezó a avanzar en el agua con movimientos lentos y rítmicos.
Parecía que el reptil estuviese nadando, cuando en realidad pisaba el fondo con sus enormes patas cubiertas por el agua. Luego, al acercarse más a la orilla y entrar en una zona menos profunda, hubo un súbito y bello espectáculo: de la estela que iba dejando tras de sí el animal surgió una enorme cola, más larga que el pescuezo y con líneas más delicadas, que se bamboleaba ligeramente sobre la superficie de la laguna. Desde la cabeza hasta la punta de la cola, aquel reptil medía 26 metros.
Hasta ese momento había tenido el aspecto de una larga serpiente, pero al avanzar aparecieron las cuatro gruesas patas que lo sostenían. Más que patas eran enormes pilares macizos, unidos al torso por articulaciones de tan rudimentaria estructura que, aunque la bestia era anfibia, no podía sostenerse con facilidad en tierra, donde le faltaba el apoyo del agua.
Con pasos lentos y torpes se dirigió hacia un río cristalino que desembocaba en el pantano, y entonces fue visible su forma en toda su magnitud. La cabeza se elevaba a 10 metros; los hombros alcanzaban cuatro; la cola medía unos 15 metros, y el animal entero pesaba cerca de 30 toneladas.
ENCUENTRO FEROZ
ERA UN diplodoco, no el mayor de los dinosaurios y ciertamente no el más temible. El ejemplar que estaba a la vista era una hembra de 70 años de edad, y por consiguiente en plena juventud. Se alimentaba sólo de vegetales que en ese momento buscaba en las aguas del pantano. Moviendo intencionalmente la pequeña cabeza de una planta a otra, iba tascando el alimento que encontraba. La tarea no le resultaba fácil, porque tenía la boca diminuta y provista de pequeñísimos incisivos, a modo de espigas, pero carecía de molares. Y era este problema de la masticación lo que la había impulsado a acercarse a la playa. Este y otro extraño ímpetu aún indefinido. Se ocupó primero de la masticación.
En cuanto engulló las plantas que encontró a su alcance, se metió en el canal, y se alejó de la laguna y del medroso observador, que había previsto la posibilidad de que una de aquellas inmensas patas le desbaratara su nido, como ya lo había hecho antes otro dinosaurio. El gigantesco reptil, al desplazarse, era una de las más bellas criaturas que se hubieran visto hasta entonces sobre la Tierra. Iba posando cada pata con cautela y sin prisa, procurando que por lo menos dos siguieran en todo momento sólidamente plantadas en el fondo, y avanzaba como una montaña animada. Con la cabeza baja escudriñaba el lecho del río en busca de una piedra. Se detuvo de pronto, volteó una con la achatada nariz, pero la desechó: tenía demasiados filos cortantes.
Al no encontrar lo que buscaba, la hembra de diplodoco se irritó y no advirtió que se le acercaba un dinosaurio que vivía en tierra y andaba en dos patas. Éste era muy inferior en tamaño al diplodoco, pero en cambio tenía movimientos mucho más ágiles, amén de una cabeza más grande y una bocaza de aspecto feroz, provista de dientes puntiagudos. Era carnívoro, aunque no lo bastante grande para atacar a una bestia inmensa como el diplodoco mientras estuviera en su propio elemento; pero acechaba constantemente a los gigantescos dinosaurios acuáticos que se acercaban demasiado a tierra.
Se fue aproximando al diplodoco por un costado, avanzando cautelosamente sobre sus dos potentes patas traseras, con las dos delanteras, pequeñas, dispuestas a agarrar a su víctima. Tuvo buen cuidado de no ponerse al alcance de la cola de su presa, la única arma que acaso podría vencerlo.
La hembra no advirtió la presencia amenazante y siguió buscando su piedra en el lecho del río. El dinosaurio carnívoro interpretó como signo de debilidad que llevara agachada la cabeza y se abalanzó a morderla donde su vulnerable pescuezo se unía al torso, pero pronto comprobó que no estaba incapacitada, porque, en cuanto lo vio venir, se volvió ágilmente y presentó al atacante el ancho y pesado flanco. Esto lo rechazó y lo obligó a retroceder. Pero en ese momento el diplodoco avanzó, enarcó poderosamente la cola y le asestó con ella un golpe tan fuerte que le hizo perder el equilibrio y lo arrojó violentamente a la maleza.
El golpe fracturó una de las patas delanteras al carnívoro, que, lanzando chillidos de dolor, escurrió el bulto, mientras el diplodoco volvía a buscar la piedra que le hacía falta.
Diplodoco
MARAVILLA DE INGENIERÍA
POR FIN el diplodoco encontró lo que buscaba: una roca de un kilo y medio de peso, algo aplanada en los extremos y al mismo tiempo lisa y redondeada. La movió un par de veces con el hocico para estar segura de que era la que necesitaba, y luego la levantó, irguió la cabeza a toda su majestuosa altura y se tragó la piedra, que resbaló fácilmente por el largo pescuezo hasta el tragadero, y de allí a la molleja, donde, junto con otras seis piedras más pequeñas, al rozar unas con otras incesantemente durante el movimiento de la bestia, molían los alimentos ingeridos; así masticaba el diplodoco; las sieté piedras hacían el oficio de muelas.
Caía la noche y ya debía de haber regresado a la seguridad de la laguna, donde otros 14 reptiles formaban una manada protectora. Pero la retenía en el río un vago deseo; como todos los integrantes de la familia de los diplodocos, tenía el cerebro demasiado pequeño e indiferenciado para razonar o recordar. Sólo el hábito arraigado la prevenía de los peligros. En cuanto a explicarse la inquietud que en ese momento sentía, y que había sido la razón principal para que se alejara de la seguridad de la manada, era algo que rebasaba la capacidad de su diminuto cerebro.
Se dirigió hacia un blanco acantilado de yeso que ya conocía, situado a alguna distancia de la laguna y casi 20 metros más alto que el río que corría en su base. Allí las negras contracorrientes habían formado una ciénaga, y al acercarse a esa zona protegida, la hembra se sintió segura y a gusto. Avanzó lentamente; se fue hundiendo cada vez más en las oscuras aguas, hasta quedar casi totalmente sumergida, excepto la protuberante cima de la cabeza, que dejó fuera del agua para poder respirar.
No se quedó dormida, como en otras ocasiones. La insatisfacción la mantuvo despierta; deseaba algo que no podía identificar ni localizar. Varias horas después regresó al canal principal, y allí pasó la larga noche tropical.
Este reptil podía funcionar con tal eficiencia por tres razones: cuando estaba en la ciénaga al pie del acantilado, en un paraje que habría significado la muerte para casi cualquier otro animal, podía salir de él fácilmente porque sus grandes pies tenían una curiosa propiedad: aunque dejaban una huella de muchos centímetros de diámetro al aplanarse en el cieno, cuando quería retirarlos, los contraía hasta el mismo diámetro de la pata, de manera que sacar el enorme pie del barro era una operación tan sencilla como arrancar juncos de la orilla de la ciénaga; no había nada a que pudiera adherirse el lodo, y la pata salía libre, dejando un vacío que el agua llenaba con característico gorgoteo.
El diplodoco ("doble estilete") recibió este nombre porque 16 vértebras de la cola (las números 12 a 27 inclusive detrás de la pelvis) estaban provistas de apófisis dispuestas en pares para proteger la gran arteria que corría a lo largo de la cara inferior de la cola. Sin embargo, las vértebras tenían un segundo canal en la cara superior, que recorría desde la base de la cabeza hasta el segmento más fuerte de la cola. Este canal encerraba un potente y grueso tendón, anclado al hombro y a la cadera, que podía mover desde cualquiera de esas dos articulaciones. Por tanto, el largo pescuezo y la cola móvil fueron los precursores de los elementos principales de la grúa mecánica, que milenios después levantaría objetos sumamente pesados gracias a la ingeniosa invención de pasar un cable por una polea y contrapesar lá carga.
La polea del diplodoco era el canal formado por las apófisis pareadas de las vértebras; su cable, el poderoso tendón que iba del pescuezo a la cola; su contrapeso, la masa del torso, y todo funcionaba con una sencillez casi divina. Sin este avanzado sistema de cable y polea, el diplodoco no habría podido mover el pescuezo ni la cola; con él, se convertía en una máquina perfecta, tan bien adaptada a su modo de vida como cualquiera de los animales que habrían de sucederlo en las generaciones futuras.
La tercera ventaja con que contaba también era extraordinaria. Los poderosos huesos de las patas, sumergidas casi siempre en el agua, tenían una estructura muy pesada y le proporcionaban el lastre necesario; pero los huesos de la parte superior del cuerpo iban siendo sucesivamente más ligeros, no sólo en cuanto a peso, sino también en su estructura ósea, esta bien equilibrada armazón sostenía el cuerpo en el agua y le permitía casi flotar.
Y eso no era todo. Las múltiples fenestraciones (espacios abiertos como ventanas) localizadas en las vértebras del pescuezo y de la cola, reducían mucho el peso total. Estos intrincados huesos, con sus canales superior e inferior, estaban diseñados en forma tan precisa que sólo se pueden comparar con los arcos y ventanas de una catedral gótica. Únicamente había hueso macizo donde era necesario para soportar los esfuerzos.
Esta maravilla de ingeniería, esta máquina prodigiosamente perfeccionada, que se había desarrollado hacía relativamente poco y que florecería durante otros 70 millones de años, era la bestia que flotaba aquella noche frente a la orilla de la laguna. Cuando el pequeño mamífero salió de su madriguera al amanecer, la vio arquear el cuello y dirigirse, primero, hacia la laguna, y luego a tierra firme, rumbo al acantilado de yeso.
NACER Y MORIR
POR FIN el diplodoco volvió grupas y nadó hacia la ciénaga, al pie del acantilado. Al llegar allí olfateó el aire en todas direcciones. Uno de los olores le pareció conocido, pues se dirigió resueltamente hacia los gigantescos helechos que crecían al final de la ciénaga. Entre ellos apareció el diplodoco macho, al que ella había estado buscando. Se acercaron el uno al otro lentamente, empujándose por el fondo de la ciénaga, y cuando estuvieron juntos se frotaron los pescuezos.
La hembra se acercó más al macho, y el pequeño mamífero observó cómo los dos gigantes se acoplaban en el agua, al unir sus cuerpos inmensos en un abrazo de complejidad pasmosa. Terminaron su apareamiento al cabo de siete segundos y permanecieron entrelazados la mayor parte de la mañana. Luego se separaron, y cada uno tomó su propio camino para nadar hasta donde estaba la manada, compuesta de tres grandes machos, siete hembras y cinco crías.
Mucho tiempo después la hembra sintió otro impulso abrumador, irresistible. Se dirigió por la ribera hasta una playa situada no muy lejos del acantilado. Allí barrió varias veces la arena con la cola hasta aclarar un buen trecho, en medio del cual escarbó con el hocico y con las cortas patas delanteras. Cuando formó una hondonada en declive se sentó en ella, y allí, en el lapso de nueve días, puso 37 grandes huevos, cada uno encerrado en un resistente cascarón coriáceo.
Terminada su misión en tierra, se dedicó mucho tiempo a echar arena con la cola sobre el nido y a llevar en la boca trozos de madera y hojas para cubrir el sitio y proteger los huevos de la rapacidad de otros animales. Después regresó a la laguna, y no tardó en olvidar hasta el lugar donde había puesto los huevos. Su trabajo había concluido. Si los huevos daban nuevos reptiles, magnífico; si no, ella ni siquiera lo sabría.
Aquel era el momento que el animalito de hirsuto pelaje había estado esperando. Tan pronto como el diplodoco hembra se sumergió en la laguna, él dio un salto, inspeccionó el nido y encontró un huevo que no había quedado bien enterrado. Era más grande que él, y sabía que contenía suficiente alimento para mucho tiempo. La experiencia le había enseñado que su festín sería aun más sabroso si esperaba unos días hasta que el contenido se endureciera. Por tanto, se contentó con inspeccionar su futuro banquete, y con las patas, le echó un poco más de tierra para taparlo de manera que sólo él supiera dónde había quedado.
Al cabo de cuatro días, durante los cuales los 37 huevos se incubaron en la arena caliente, el pantoterio regresó con otros tres congéneres, y entre todos empezaron a atacar el huevo de encima, tratando de roer el resistente cascarón, pero no lograron su propósito. Lo único que hicieron fue sacarlo de la arena un poco más.
En eso vio el huevo un dinosaurio menor que todos los que habían aparecido antes. Rompió el cascarón y sorbió el contenido. Los pantoteríos no se irritaron, pues bien sabían que todavía quedaba mucho alimento en los residuos, de manera que, en cuanto se alejó el pequeño dinosaurio, ellos se abalanzaron sobre el cascarón partido que, en efecto, les proporcionó un suculento banquete.
A su debido tiempo reventaron los demás huevos, incubados exclusivamente por el calor del sol; de ellos salieron 36 pequeños reptiles, que ventearon el aire, supieron por instinto en qué dirección estaba el agua protectora y hacia ella se dirigieron uno tras otro.
Apenas habían avanzado unos cuantos metros, cuando un reptil volador descubrió la columna, planeó diestramente sobre ella, atrapó a uno de los animalitos y se lo llevó en el pico para ofrecerlo a sus hambrientas crías. Hizo otros tres viajes, y cada vez se llevó a un diplodoco recién nacido.
El pequeño dinosaurio que había abierto el huevo también vio la fila de reptiles y se apresuró a devorar a seis. Ante este ataque, los otros se dispersaron, aunque con un seguro instinto que los llevaba cada vez más cerca de la laguna. Quedaban ya sólo 26 de aquella nidada, y éstos eran atacados continuamente por el rapaz volador y por el dinosaurio carnívoro. Doce reptiles pudieron llegar al agua, pero, al meterse en ella, un pez descomunal con cabeza ósea y varias filas de dientes aserrados se comió a otros siete. Otro pez los vio nadando sobre su cabeza y se comió uno, de modo que de los 37 huevos sólo hubo cuatro posibles sobrevivientes. estos, guiados por un instinto infalible, nadaron hasta reunirse con la familia de 15 adultos.
Alosaurio
EL REY DE LOS CARNÍVOROS
CONFORME iban creciendo, la madre no podía saber si aquellos eran sus hijos o no, pero compartía con otros individuos de la manada la tarea de enseñarles los secretos de la vida. Cuando estuvieron crecidos, con los cuerpos inmensos como de culebra, la hembra pensó que ya era tiempo de mostrarles el río, y acompañada de uno de los machos adultos se encaminó hacia allá seguida de los cuatro jóvenes.
Hacía poco que estaban en el río cuando el macho resopló fuertemente y empezó a moverse lo más rápidamente que podía en dirección a la laguna. La hembra levantó la cabeza a tiempo para ver lo más aterrador que puede presentarse en la selva tropical. Hacia ellos venía una monstruosa criatura que andaba erguida en dos patas, de más de cinco metros de altura, con inmensa cabeza, corto pescuezo y varias filas de dientes brillantes.
Era el alosaurio, rey de los carnívoros, con mandíbulas capaces de partir en dos, de una sola dentellada, el pescuezo de un diplodoco. Cuando el monstruo se metió en el agua para atacar, la hembra del diplodoco le asestó un coletazo y lo desvió un poco, pero no tanto que las inmensas garras de 15 centímetros que él tenía en las patas prensiles delanteras no alcanzaran a desgarrarle el flanco.
El alosaurio tropezó, se enderezó otra vez y se preparó para una segunda embestida. Nuevamente la hembra lo azotó con su fuerte cola y lo apartó a un lado. Durante un momento pareció que iba a caer, pero se recuperó, abandonó el río y corrió hacia el diplodoco macho. Aunque este último avanzaba hacia la laguna lo más rápidamente que podía, el impulso del alosaurio fue tal que logró agarrarlo precisamente de la base del pescuezo. Con poderosa dentellada, el alosaurio mordió allí a su enemigo, atravesando vértebras y todo, y lo obligó a caer de rodillas. La larga cola azotó el aire, pero en vano. El cuerpo se retorció en un desesperado esfuerzo para librarse de los dientes de su atacante, afilados como puñales, pero todo fue inútil.
Con una presión irresistible, el alosaurio derribó al reptil gigantesco, y en seguida, sin soltar su sangrante presa, empezó a sacudirse y a forcejear hasta que los potentes dientes arrancaron un gran trozo de carne. Sólo entonces el alosaurio se alejó del cuerpo. Levantando la cara al cielo, dislocó la quijada en forma tal que el gran trozo de carne que había arrancado pudo resbalar por el tragadero y de allí pasar al estómago, donde sería digerido más tarde. Dos veces más arrancó del cadáver de su víctima inmensos trozos de carne, que se tragó rápidamente, y luego permaneció largo tiempo al lado del cuerpo, como si meditara qué hacer con él. Los cocodrilos se acercaban con ánimo de compartir el banquete, pero el alosaurio los mantenía lejos. Llegaron volando varios reptiles que vivían de la carroña, atraídos por el fuerte olor de la sangre, pero el vencedor también los alejó.
El alosaurio, que seguía desafiando a la laguna y a la selva, presentaba un desarrollo sorprendente, tan complejo como el del diplodoco. Sus enormes quijadas estaban unidas por los extremos posteriores mediante músculos de 15 centímetros de espesor, tan poderosos que, cuando se contraían, ejercían una fuerza capaz de talar árboles. Los bordes de los dientes eran como sierras para cortar, aserrar o desgarrar.
El reptil agitó la corta cola y emitió gruñidos de protesta. Aparecieron otros animales de rapiña, entre ellos dos dinosaurios más pequeños. Todos se mantuvieron a prudente distancia. El carnívoro dio otro formidable mordisco al cuerpo muerto, pero no lo pudo tragar. Escupió el bocado, miró en torno y volvió a ensayar. El trozo de carne, cubierto de arena, se le quedó varios minutos en el hocico abierto, y al fin resbaló por el pescuezo extendido. Con un sordo rugido gutural, el alosaurio se abalanzó, aunque inútilmente, sobre los curiosos, y luego se retiró con actitud insolente.
En cuanto se marchó, avanzaron todos los animales que se alimentaban de carroña: reptiles voladores, cocodrilos de la laguna, dos géneros de dinosaurios de tierra y varios pantoterios. Al caer la noche, el diplodoco muerto (con sus 33 toneladas de carne) había desaparecido; sólo quedaba tendida en la playa la mole de su esqueleto.
LA CAPTURA FINAL
LA HEMBRA herida y los cuatro diplodocos pequeños que habían presenciado la carnicería volvieron a la laguna. En los días siguientes ella empezó a sentir la última vaga urgencia que tendría en su vida. Fuertes dolores irradiaban lentamente del sitio donde el alosaurio la había desgarrado. No encontraba placer en la compañía de los integrantes de la manada; se sentía arrastrada por alguna fuerza inexplicable hacia la ciénaga, al pie del acantilado de yeso, no para aumentar la familia, sino por otro impulso desconocido.
Durante nueve días postergó el regreso a la ciénaga, contentándose con dormir a medias en la laguna, impulsarse sin propósito fijo y semisumergida en varios sitios cálidos, pero el dolor no disminuía. Por fin, al décimo día, entró en el río por última vez; se detenía ocasionalmente a mordiscar las hojas de algún árbol, levantando la cabeza en un arco glorioso sobre el cual brillaba el sol del atardecer.
¡Qué hermosa parecía en aquel último tránsito doloroso! ¡Qué graciosamente coordinados sus movimientos cuando nadaba hacia el acantilado! Era la gran suma final de millones de años de evolución. Lentamente, bamboleándose con majestuosa sutileza, se dirigió a la ciénaga al pie del acantilado.
Allí vaciló; retorció su gran pescuezo por última vez, como si quisiera observar todos sus dominios. A nueve metros sobre tierra, su cabecita se enseñoreó de ella por última vez. Luego la agachó paulatinamente; el gracioso arco zozobró lentamente. La cola se arrastró por el cieno y las grandes rodillas empezaron a doblarse. Con un último esfuerzo, el reptil se hundió en un remolino profundo.
Las oscuras aguas arremolinadas empezaron a subirle por las patas, que ya nunca saldrían como juncos; aquella era la captura final. El flanco desgarrado se hundió; la cola se sumergió por última vez; finalmente, hasta el hermoso arco del cuello desapareció. La pequeña protuberancia que contenía la nariz flotó unos minutos, como si ansiara llenarse los pulmones una vez más con aquel aire tropical; pero en seguida desapareció también. La gran bestia había muerto y su poderoso cuerpo quedaba aprisionado en el cieno que la abrazaría estrechamente durante 136 millones de años.
Resultaba una ironía que el único testigo de la muerte del diplodoco fuera el insignificante pantoterio que había estado al acecho desde la seguridad de un árbol cicadáceo, pues, de todas las criaturas que habían aparecido en la playa, solamente él no era reptil. Los dinosaurios estaban destinados a desaparecer de la faz de la Tierra, mientras que ese animalito sobreviviría, y sus descendientes y ramas colaterales poblarían el mundo entero, primero con mamíferos prehistóricos, también destinados a extinguirse (el titanoterio, el mastodonte, el eohipo) y posteriormente con animales que conocería el hombre, tales como el mamut, el león, el elefante, el bisonte y el caballo.
Dibujo a escala: diplodoco, alosaurio, hombre.
EL TESTIMONIO DE LAS ROCAS
POR SUPUESTO algunos reptiles más pequeños, como el cocodrilo, la tortuga y la serpiente, sobrevivirían. Pero, ¿por qué éstos y el pequeño mamífero pudieron sobrevivir cuando los grandes reptiles desaparecieron? He ahí uno de los misterios supremos de nuestro mundo. Hace unos 65 millones de años, cuando surgían las nuevas montañas Rocosas, perecieron los dinosaurios. La extinción fue total, y los científicos todavía no se ponen de acuerdo para darnos una explicación satisfactoria de este fenómeno. El triceratopo con su gorguera, el tiranosaurio de aterradores dientes, el anquilosaurio, que parecía un carro blindado ambulante, el tracodonte, pacífico monstruo de pico de pato... Todos se extinguieron.
Se han propuesto hipótesis ingeniosas, algunas muy interesantes e imaginativas. Lo más que se puede decir es que ocurrió una intrincada serie de cambios estrechamente ligados entre sí, que afectaron a varios aspectos de la vida y a los cuales no pudieron adaptarse los grandes reptiles. Sólo sabemos a ciencia cierta que en las rocas de algunas partes del mundo hay un estrato inferior que data de 70 millones de años, en el cual se encuentra una copiosa colección de huesos de dinosaurios. Encima de ella hay otro estrato profundo en que se encuentran muy pocos huesos, y todavía encima de éste encontramos un nuevo estrato, a menudo repleto de huesos de mamíferos antecesores del elefante, el camello, el bisonte y el caballo. El tramo muerto de roca relativamente estéril que representa la muerte de los dinosaurios, es un misterio.
Mucho después de su desaparición y de que el hombre evolucionó hasta el punto de poder buscar los esqueletos fosilizados de los dinosaurios, se pondría de moda burlarse de los grandes reptiles que se extinguieron por tontos. Las pesadas bestias serían ridiculizadas como fracasos, como invenciones estériles, como prueba de que un cerebro pequeño en un cuerpo grande imposibilita la supervivencia.
Los hechos prueban todo lo contrario. Los reptiles gigantescos dominaron la Tierra durante 135 millones de años; el hombre sólo ha sobrevivido dos millones, y la mayor parte de ese tiempo en condiciones precarias. Los dinosaurios siguen siendo una de las más felices invenciones animales de la naturaleza. Se adaptaron a su mundo en formas maravillosas y perfeccionaron todos los mecanismos que necesitaba su propio tipo de vida. Debemos honrarlos como una de las especies de mayor longevidad en el mundo; reinaron en su largo período así como el hombre domina en el suyo, relativamente breve.
CONDENSADO DE "CENTENNIAL" © 1974 DE JAMES A. MICHENER