SOMBRAS DE UN IMPERIO (Lester del Rey)
Publicado en
noviembre 12, 2020
Nos deslizamos fuera del campamento mientras el cielo de Marte se hallaba aún cubierto y oscuro. Amanecía en medio de un intenso frío. A nuestros pies, resonaba el siseo de las orugas al arrastrarse sobre las erosionadas arenas, y de los camiones llegaban los murmullos y rezongos de los hombres, todavía reponiéndose de sus resacas. El destacamento ya había desaparecido detrás de las brumas, y el pueblo iniciaba su actividad cuando cruzamos a través de él. Era mejor que sucediera de esa forma. El Quinto había recibido órdenes de volver a la Tierra, después de diez generaciones fuera de ella, y el general no quería que los civiles se preocuparan por nuestra partida.
Ya había sido suficiente escuchar el golpe de la gran puerta y ver que las escasas personas que deambulaban por las calles contemplaban nuestro paso con rostro mohíno y asustado. La mayoría de nosotros habíamos permanecido allí bastante más de diez años, y resulta imposible mantener a los hombres apartados de la gente que habita los pueblos cercanos a los destacamentos. Bueno, habían tenido Ubre la noche anterior y ahora estábamos en camino. Cuanto menos tiempo empleasen pensando en la partida, menos posibilidades de que madurasen ideas de deserción. Dos de nuestros hombres se habían fugado ya hacia el desierto, llevándose un auto-oruga y un camión. Me hubiese gustado encontrarles. Después de veinte años en el Servicio, los vehículos se convierten en algo propio. Ahora bien, ni pensar en dedicar una semana a buscarles cuando el sello del emperador figuraba en la orden recibida.
Una curva del camino nos permitió ver el pueblo bajo la tenue luz del amanecer, y al alcalde, que llegaba con retraso y tropezaba en sus prisas con el jirón de una bandera. El viejo Jake, el tabernero, continuaba entre las cajas que habían quedado vacías después de que arrojara a nuestro paso cartones de cigarrillos. El Señor sabe cuánto le debíamos todavía. También él había pertenecido al Servicio alguna vez, y no creo que retuviera esas deudas en su memoria. Sí, aquél era un buen pueblo y nunca lo olvidaríamos. No obstante, me alegré cuando el camino torció de nuevo y las casas desaparecieron tras las dunas. Yo también soy una persona perteneciente al pueblo, no uno de esos fríos e insensibles nobles, como el general.
A eso se debía que no hubiera pasado aún de sargento mayor, aunque, durante aquellos días, tendría que cumplir las funciones de segundo comandante. Por supuesto, en los viejos tiempos ese puesto hubiese sido cubierto por jóvenes nobles, con títulos adecuados, pero imagino que ahora preferían estar en la Tierra. En ese sentido, en mi época disponíamos de muy pocos reemplazantes, excepto aquellos que nosotros mismos reclutábamos entre la gente del pueblo y los campesinos de los alrededores. Buenos, ¡qué diablos...! Nos las arreglábamos muy bien. El Quinto terna algunos hombres de menos y carecía de una decorativa banda de música, pero jamás he oído decir que ninguno de los merodeadores torrakh se riera de nosotros, ni siquiera cuando nuestro último helicóptero se estrelló por usar combustible inapropiado.
El pequeño sol rojo llegaba a un punto donde ya no sería necesario mantener encendidos los calentadores de nuestros aspiradores. Pasábamos a través de una campiña bastante agradable, con pequeñas granjas y huertos de bayas. Sin duda los granjeros imaginaron que salíamos para, una nueva incursión, ya que se limitaron a saludarnos con los brazos y volvieron a su trabajo. En cuanto a las ovejas de gruesa lana, continuaron con sus balidos, sin interesarse por nosotros. Detrás de mí, alguien empezó a tocar sin excesivo ardor una marcha militar en una antigua cítara eléctrica, y el resto de los hombres la coreó con sus voces.
Las cosas mejoraban. Suspiré, descubrí que se me había dormido una pierna y la froté para que cesaran los pinchazos. Los kilómetros iban quedando atrás, y los caseríos y las granjas comenzaban a escasear. Pronto alcanzamos los bordes del desierto septentrional, y los auto-orugas disminuyeron el paso, dejando oír ese palmoteo regular que suena como música en los oídos del hombre. Despachamos el almuerzo incluido en nuestra impedimenta mientras las rojas dunas se extendían interminables ante nosotros.
Un par de horas después, el coche del general se colocó a mi lado y su autodenominado ayudante saltó por encima de mi asiento. Su habitualmente melancólico rostro estaba contraído por una mueca irónica. La radio zumbó, y él la sostuvo en alto, cerca de mi oído, apoyándose un dedo en los labios.
La voz del general sonó precisa y cortante.
—Estrechen las distancias, sargento. Hemos localizado una banda torrakh desplazándose en dirección al pueblo. Probablemente han oído que nos marchábamos y han decidido avanzar. De todas formas, les encantaría hacer un alto si encontrasen algún rezagado, así que manténganse unidos.
—De acuerdo, señor —contesté de manera desusada, agregando las palabras escritas en la tira del papel que Stanislaus agitaba bajo mis narices—. ¿No podríamos darles primero un buen golpe?
—No hay tiempo. Al parecer, se trata de la retaguardia. El cuerpo principal ya se está infiltrando a través del desierto. El pueblo tendrá que arreglárselas por sus propios medios.
—De acuerdo, señor —repetí.
Se cortó la transmisión. El eslavo seguía riéndose para sus adentros. En mi conocimiento no había un solo torrakh en varios kilómetros a la redonda. Ahora bien, el general solía saber lo que se hacía, y yo no era tan tonto como para no adivinar sus propósitos.
Stanislaus estiró su delgado cuerpo sobre el asiento y meneó la cabeza.
—Sí, mayor, él también está loco... Por eso es buen general. Si hubiese algunos más como él ocupando puestos importantes, nos quedaríamos en Marte por lo menos durante otra generación. Aunque a la larga no habría mucha diferencia... ¡Vanidad de vanidades! No hay memoria de lo que precedió ni de lo que sucederá habrá memoria en los que serán después...
Lo dice el Eclesiastés y tiene mucho más valor que todo el Libro de las Revelaciones.
—O que una docena de eslavos melancólicos. Cuando todavía era soldado raso, ya se hablaba de reemplazar al Quinto. Debería ser usted predicador.
—Lo he sido en cierto modo, mayor, ... antes de que vengan los días malos y lleguen los años en que dirás: «No tengo ya contento». Un profeta a quien no se ha honrado. Y como usted dice, un eslavo melancólico, cuando pienso que casi nunca nos envían los reemplazos antes de retirarnos del Servicio. Bueno, ataque usted, MacDuff. ¡Para mayor gloria del Imperio!
No iba a admitir que me había vencido, pero no se me ocurría ningún argumento contra sus palabras, de modo que me callé. Probablemente los pájaros de la tristeza revoloteaban ya antes de que todo eso hubiera sido escrito, pero la civilización continuaba su camino, aunque había rumores acerca de lo que sucedía en la Tierra. No obstante, Stanislaus se las arreglaba siempre para recordarme el olor de viejas buhardillas repletas de basura en putrefacción. Giré la cabeza hacia el otro lado. En ese momento, empezaban a aparecer los bordes de un viejo canal.
Al menos, aquí se les seguía llamando canales, a pesar de que, incluso antes de que nadie hubiese llegado a Marte, los antiguos astrónomos sabían que no lo eran. Debieron de suponer algo extraordinario, diez o quince mil años atrás, cuando los vnothi construyeron, a través de miles de kilómetros, las gigantescas tuberías de arcilla empleadas para separar y disolver las arenas movedizas que estaban destruyendo el planeta. Las enormes bombas que trabajaban por ósmosis todavía funcionaban hasta cierto punto. Un reguero de humedad fluía y se escurría por los conductos de salida, manteniendo vivos los deformados arbustos que se extendían en hileras de ochenta kilómetros alrededor de ellas.
Los vnothi se habían extinguido antes de que se levantaran las Pirámides, dejando en las ruinas dibujos que los mostraban como corpulentos y afables vikingos, coronados por macizos y alados yelmos. Sus mujeres debieron de ser sin duda estupendas, aunque aparecían cubiertas de pieles de pies a cabeza. Los arqueólogos juraban aún cada vez que contemplaban esas figuras, preguntándose qué hacían en Marte aquellos hombres montados a caballo y por qué jamás se habían encontrado sus huesos. Algunos de ellos imaginaban incluso que los vnothi procedían de la Tierra, tal vez supervivientes de una temprana avanzadilla de la civilización cuyo recuerdo nos ha transmitido el mito de la Atlántida. Aunque lo fueran, les rodeaba el suficiente misterio para volver loco a un hombre sin necesidad de preocuparse por sus orígenes. Por si mi opinión les interesa, pienso que se trataba de simples animales domesticados por alguna otra raza. Ahora bien, quienquiera que dominase Marte, éste debió de constituir un mundo notable para su tiempo.
Ni siquiera los árboles del canal eran naturales. En Marte no había otras plantas con fuelles surgiendo de ellas para captar el aire, el ozono y partículas de vapor de agua. Aun por encima del zumbido de los auto-orugas, se percibía el difuso murmullo de su respiración. Y a la caída del sol, cuando todas se unían en un largo y salvaje gruñido... Bueno, la primera vez que lo oí me asaltaron los sueños sobre esa raza superior, a pesar de que no soy precisamente imaginativo. Ahora, más viejo, sigo sin saberlo... Ni me importa demasiado.
Aquí, donde las plantas lo desecaban, el aire resultaba más tenue. Stanislaus respiraba con una especie de rectitud moral y movía la cabeza como si gozara con ello.
—La decadencia de Babilonia, ¿no, mayor? Por algún tiempo, llegaron muy lejos. En algunos aspectos, más allá de lo que nosotros hemos alcanzado hasta ahora. En mil años, acaso menos, consiguieron dominar nuestras ciencias, las abandonaron y comenzaron a trabajar con lo que nosotros llamaríamos magia pura. A veces, me asusta el simple pensamiento de las alusiones que contienen sus crónicas. Construyeron una civilización que conquistó el paraíso, antes de que la maldición de la mama dé grandezas les asestara un golpe aniquilador. Y dado su carácter extremista, no significó sólo un retroceso, sino el descalabro final.
—¿Quiere decir que nos aguarda el mismo destino, Stanislaus? .
—No, mayor, no somos como ellos... Nosotros retrocedemos. Nínive, Troya, Roma... Todas desaparecieron, pero sus perímetros supieron conservar una vida latente, para resurgir con una nueva primavera. Un imperio decae, pero tarda mucho tiempo en morir y, hasta ahora, una cierta cantidad de elementos fueron siempre transmitidos a la exultante juventud que vino después. Hemos desarrollado un complejo racial de fénix... Por supuesto, usted no cree en las quejas de un eslavo melancólico amargado porque considera su viejo imperio como uno de los últimos vestigios de la decadencia.
—No —le contesté—. No creo en ellas.
Se levantó, sacudiendo la ceniza de su traje de esquimal con sus largos y temblorosos dedos. En su voz resonó una irritante risa ahogada.
—¡Decidido camarada, orgullo del Imperio y todo lo demás! Le felicito, mayor. ¡Y le envidio, maldita sea!
Y se fue corriendo por las rodadas, como un gran y esbelto gato, hacia el punto en que se había detenido el auto del general. De no poseer su diabólica gracia, ya haría años que le habrían ensartado la lengua con un florete.
No me detuve en esos placenteros pensamientos. Los hombres habían dejado de cantar, tras llegar al término de la primera reacción de forzada alegría. Buenos soldados, a fin de cuentas, aunque, después de tantos años en el destacamento y en contacto con la gente del pueblo, no podían evitar seguir siendo humanos. De manera que me desplacé al final de la caravana y mantuve mis ojos alerta, por si a alguno se le ocurría provocar un desperfecto en su motor y quedarse rezagado. El primer día y la primera noche son siempre los más difíciles.
Sus protestas sonaban tranquilizadoramente normales cuando, bastante después de la puesta del sol, nos detuvimos en un lugar apartado de los murmullos de las plantas. Me sentí aliviado. Es cuando dejan de quejarse cuando se precisa vigilarlos. De todos modos, les obligué a cavar mucho más de lo necesario. Y aunque por la noche la temperatura desciende lo bastante para congelar a un hombre, transpiraban y aumentaban de modo gradual la potencia de sus aspiradores. Por fin, me declaré satisfecho de su labor. Las tiendas de berilita apenas asomaban sobre la arena.
Eso les proporcionaría una trivial ocasión de fanfarronear tras dejar sus músculos en buenas condiciones de dormir. Una buena comida y una doble ración de aguardiente completarían el truco de manera satisfactoria. Y ya había dado las instrucciones para eso, lo que me dejaba sin otra cosa que hacer que ir a reunirme con Stanislaus. Le encontré tumbado en un catre, concentrado en su comida y moviendo la cabeza al ritmo de las variaciones del aspirador de la tienda.
—Bonito aparato. Tan..., tan eficiente —comentó, y la mueca de ironía reapareció en su rostro—. El aire es lo bastante denso para respirar. Cuando no se trabaja, claro está. Aun así, me parece un lindo objeto.
Yo sabía a qué se refería, desde luego. En sus tiempos, los veteranos habían cometido un buen montón de tonterías, como producir el oxígeno necesario para mantener la presión del aire a un nivel similar al de la Tierra, por un sistema antieconómico. Nosotros éramos lo bastante modernos para no cometer tamaño disparate. Así se lo dije mientras comíamos, dándole además algunos buenos consejos sobre cómo llevarse bien con los emperadores. Y añadí que el aspirador sobrepasaba en mucho al existente en la época de los pioneros.
Pude muy bien ahorrarme las palabras. Esperó hasta que me cansé de hablar y movió la cabeza en gesto amistoso.
—De acuerdo; de acuerdo. Y muy bien expresado, mayor. Como decían los romanos cuando recibían órdenes de los bárbaros de Teodorico, somos modernos y estamos al día. Perteneciendo a la época que pertenecemos, somos automáticamente modernos. En cuanto al emperador, no se me ocurriría culparle por lo inevitable, aunque de no sentir un cierto aprecio por mi garganta, me gustaría tener la oportunidad de discutir ese punto con él. Mientras tanto, Marte reacondiciona los cerrojos de sus puertas e instala pequeños ventiladores. Y vi que todo era vanidad y apacentarse de viento. Créame, mayor, debería leer el Eclesiastès. Bueno, que descanse.
Se envolvió en una manta y, en menos de cinco minutos, estaba roncando. Nunca he logrado dormir a gusto en una tienda de hojalata junto a un hombre que ronca y, en cierto modo, aquella vez fue todavía peor. Por fin, me venció el sueño.
A la mañana siguiente, ya habíamos rellenado las excavaciones y nos preparábamos para marcharnos, cuando la estratagema del general dio sus frutos. Nuestros desertores aparecieron sobre las dunas, apresurándose en nuestra dirección. Debían de haber localizado mi auto-oruga, ya que no perdieron tiempo en presentarse ante mí. ¡Malditos necios! Traían consigo alas dos mujeres, en lugar de haberlas dejado cerca del pueblo. Seguro que estaban completamente borrachos cuando emprendieron el regreso, aunque el viaje durante toda la noche les había devuelto la cordura... El viaje, más el haberse casi congelado, amén de imaginarse a un torrakh detrás de cada arbusto.
A pesar de eso, nunca vi a dos pajarracos saludar con tanto empeño en cuanto saltaron de los vehículos. El resoplido de divertida sorpresa de Stanislaus expresó lo mismo que yo sentía. El más corpulento de los dos soldados echó a rodar la bola, no sin antes dirigir una mala mirada al eslavo.
—Señor, no pudimos evitar ausentarnos sin previo aviso. Nosotros...
—Fueron atrapados por los torrakh, por supuesto. —La voz del general completó la frase a mis espaldas. Me aparté para dejar lugar a la fantasmal aparición—. ¡Muy astuto por su parte haberse escapado con el auto-oruga y el camión! Por desgracia para ustedes, no había ningún torrakh. El mensaje que captaron en su receptor era una trampa basada en la hipótesis de que preferirían correr el riesgo de volver con nosotros antes que caer en manos de una banda de salteadores nómadas que se infiltraban a su alrededor. Supongo que debería fusilarles. Y si oigo algún lloriqueo en su boca, lo haré. G bien, llevarles a la Tierra esposados. —Sus labios se contrajeron en una apretada y pálida línea, mientras sus ojos parpadeaban en dirección a Stanislaus durante una fracción de segundo—. No iba a gustarles nada. Hay un nuevo emperador, y no tan apacible como el que temamos antes. Serví bajos sus órdenes en cierta ocasión... y sospecho que me otorgaría una recompensa por llevarles de vuelta con nosotros, de acuerdo con el moderno estilo imperial de gratitud. Sin embargo, en beneficio del Quinto, les hemos registrado en la lista de bajas. Sargento, ¿conoce usted a estas mujeres?
—Sus nombres figuran en nuestras listas, señor.
—Muy bien. Ya sabían en qué embrollo se metían. Deje a esos hombres sus bayonetas, llene el auto-oruga y el camión que han traído de vuelta con algunos de sus soldados y prepárese para levantar el campo. ¡Ah! Y olvídese inmediatamente de todo esto. ¡Y lo que digo es válido para todo el mundo!
Giró sobre sus talones y montó en su auto-oruga, sin otra mirada para los desertores. Éstos comenzaban a darse cuenta del sentido de sus palabras.
Stanislaus decidió viajar conmigo. Dimos la vuelta hacia el canal y fijamos los ojos en los cuatro abandonados, hasta que las dunas los ocultaron a la vista. Mi acompañante se encogió de hombros y encendió un cigarrillo.
—Tal vez no sea ortodoxo, mayor, pero sí efectivo. Ya no tendrá que preocuparse más por las posibles deserciones. Y créame, supone la mejor solución. Sucede que sé, en realidad, lo sé muy bien, por qué nuestro preciso y correcto jefe juzgó inteligente falsificar las listas. ¡Bah! No le aburriré con eso. Con respecto a esos cuatro... Bueno, algunos dé los pioneros se enfrentaron con situaciones más difíciles. Pero de mortuis nil nisi bonum. Bonita mañana, ¿no le parece?
Lo era, en efecto, y estábamos consiguiendo un buen promedio de marcha. El camino hacía un viraje. Ahora nos dirigíamos hacia el sur, alejándonos del canal. Las arenas ya no aparecían desordenadas con los curiosos pozos que siempre se hallaban alrededor de las plantas del canal. Hacia el mediodía, habríamos dejado atrás otros ciento cincuenta kilómetros, y los hombres iban familiarizándose con el curso que tomaban los acontecimientos, aunque todavía no entonaban las canciones que tanto me gustaba escuchar durante la marcha..., esas joviales e ingeniosas obscenidades que, en cierto modo, constituyen la columna vertebral que sostiene la moral del Servicio. Envié un par de autos a explorar, sólo por romper la monotonía, aunque nada podrían ver tan cerca ya el final del desierto.
Para mi sorpresa, diez minutos más tarde volvían con un informe. ¡Había un grupo de torrakh en el flanco izquierdo! Un instante después, nos agrupábamos en estrecha falange y ascendíamos a un promontorio que nos permitiría la observación. En seguida comprendimos que no corríamos ningún peligro. Formaban una pequeña banda, a ochocientos metros de distancia, traqueteando sobre los lomos de sus llamas a un lento galope. Cuando nos vieron, se replegaron a toda prisa detrás de las dunas, fuera del alcance de nuestra vista. Sin duda se trataba de un pequeño grupo de merodeadores que regresaban hacia el norte, después de haber saqueado alguna granja cuyo dueño no vivía en ella. No obstante, no solían llegar tan al sur. Jamás logramos eliminarlos por completo, como tampoco lo habían logrado los vnothi antes que nosotros, pero habíamos mantenido a raya en un grado bastante satisfactorio a aquellos bárbaros semihumanos.
Volvimos, pues, al camino, dejándoles libres para que prosiguieran sus audaces incursiones. No nos quedaba otro recurso, puesto que no nos habían atacado y obedecíamos órdenes con el sello imperial. Bueno, quizás el Segundo Comando los atraparía algún día en nombre nuestro. Al menos, asilo esperaba.
Stanislaus podía decir lo que quisiera, pero todavía pertenecía al Servicio y también él se sentía afectado.
—¿Se ha fijado en que llevaban un rifle largo? ¿De dónde cree usted que procederá?
—Sospecharía que perteneció a alguno de los piratas renegados de Calisto. Sólo que los desterrados no pueden haber burlado la Flota Exterior para negociar con los torrakh...
Stanislaus arrojó su cigarrillo y se volvió para mirarme muy serio y con absoluta serenidad.
—La Flota Exterior no es más que un mito de la propaganda, mayor. La retiraron antes de que yo... Bueno, antes de que dejase la Tierra.
En teoría, él no tenía por qué saber eso. Además a mí no me interesaba creerlo. Sin embargo, me dio la impresión de decir la verdad. Podía ser cualquier cosa, pero no un mentiroso. Ahora bien, eso significaría que el convenio Tierra-Marte...
—Exactamente —dijo, como si hubiese leído mis pensamientos—. Y he oído que regresamos para ayudar a sofocar un levantamiento de poca importancia en el Imperio. Saque sus propias conclusiones.
Bien, aunque fuese cierto, eso no probaba nada. Claro que la situación se presentaba mal, pero he aprendido a no juzgar a partir de un conocimiento parcial. En muchas ocasiones en que había salido en misión lo había hecho irritado por las instrucciones recibidas. Y había vuelto con vida gracias a que éstas no coincidían con las que yo hubiese dado. ¡Diablos! Aunque el rifle de mesotrones viniera de Calisto, no había forma de conocer su antigüedad. Quizá la Flota Exterior había sido retirada por la sólida razón de que no la necesitaban. Pero llamaba la atención el hecho de que simularan su presencia.
Aquella noche acampamos en un antiguo fuerte abandonado, que databa de la época de los pioneros. Por la mañana reemprendimos la marcha, cruzando pequeños caseríos y los primeros campos sembrados. Los pobladores parecían rudos y trabajadores. La escena resultaba agradable después de tanto desierto, y los soldados se mostraban más alegres. En aquella zona, la superficie del camino se mantenía lisa, por lo cual los motores desarrollaban toda su potencia. Un poco más tarde, las quejas de los hombres se habían acallado. Después de pernoctar una vez más, nos encontramos desplazándonos a través de tierra firme. A partir de ese momento, la marcha fue apacible, y los kilómetros quedaron atrás con una regularidad cronométrica, aunque eché de menos al crujido de la arena bajo las orugas.
A medida que avanzábamos, el paisaje y los pobladores se tornaban más risueños. En éstos se observaba esa expresión que se echaba de menos en las comarcas donde los torrakh significaban algo más que leyendas con las que asustar a los niños. Y las granjas eran mayores y mejor conservadas. No vi ni un solo granjero que trabajara con el rifle a su lado. Se lo debían al Servicio.
Cuando llegamos a Marte por primera vez, en la época de los pioneros, no existía en el planeta un solo lugar donde un hombre se permitiese dormir con ambos ojos cerrados. Ahora, hasta los niños corrían solos por las calles. Por supuesto, algunas casas de campo señoriales quedaron abandonadas, pero no creo que la gente añorase mucho a los nobles.
Eso significaba progreso y civilización, a pesar de lo que pensara Stanislaus. No importaba que retiraran la Flota Exterior, que hicieran volver al Quinto. En tanto Marte tuviese zonas como ésta, el futuro del Imperio no parecía demasiado malo. Deseé restregárselo por las narices al eslavo, pero comprendí que no daría buenos resultados. Siempre encontraba una respuesta. Más valía no provocarle.
Por otro lado, volvía a acompañar al general, y ocupaba sus noches en escribir un enorme libro. No prestaba atención a nada más. En cierta forma, lo prefería así, aunque no estoy muy seguro en realidad. Al menos, mientras recitaba su dogma, me daba la oportunidad de elaborar una respuesta a mis propios interrogantes. En cuanto a la expresión de su rostro, poco podía hacer yo por mejorarla.
Había observado que acampábamos siempre cuando ya nos habíamos alejado de los pueblos, y eso, junto con las tonterías que empezaban a circular entre los hombres, me daba mucho que pensar. Cosa extraña, terna la impresión de que el general quería mantenernos a distancia de los rumores que corrían entre los civiles. Normalmente, las ideas que éstos se hacen acerca de lo que ocurre en el Servicio no nos preocupan en absoluto.
Y ahora que la novedad de encontrarse en la campiña se había desvanecido, me daba cuenta de que había algo raro en el número de granjas abandonadas, siendo evidente que llevaban así largo tiempo. En algunos de los villorrios, vimos pequeñas tiendas con las puertas atrancadas con tablas. Una vez, pasamos junto a una gigantesca planta de subproductos atómicos, inactiva y descuidada. Y los rostros de la gente comenzaban a parecer menos plácidos. Una banda de torrakh, aun sin los rifles de mesotrones de Calisto, podrían perturbar toda una región.
La única vez que hablé con un nativo no fue porque me lo hubiese propuesto. Llevábamos un buen rato avanzando y, en cierto momento, cuando yo marchaba al final de la caravana, advertí que un chiquillo de aspecto muy agradable, de unos doce años, caminaba a un lado de la ruta. Lo que me atrajo fue la canción que cantaba y la forma en que, al vernos, hizo el saludo del Servicio. Bueno, el general no estaba a la vista, así que disminuí la velocidad, cosa que el chaval tomó como una invitación para subirse a la parte trasera del vehículo.
—Ustedes son el Quinto, ¿verdad, señor?
—Sí. ¿Dónde diablos aprendiste esa canción y la forma apropiada de dirigirse a un suboficial?
Sonrió con el sano estilo propio de los muchachos de hoy, antes de crecer lo suficiente para olvidarlo.
—Mi abuelo pertenecía al Quinto cuando levantaron el sitio de Bharene, señor. Y antes de morir, me lo contó todo. ¡Caray, esta unidad debió de ser algo fabuloso en su juventud!
—¿Y ahora?
—Bueno, ahora todos dicen que vuelven ustedes a la Tierra. Eso no le hubiese gustado al abuelo. Él era marciano, como yo... Mire, ahí arriba está mi casa, así que tengo que irme. ¡Gracias por el viaje, sargento!
¿De modo que hasta los chavales conocían nuestra retirada? A causa de eso, ya sólo nos consideraban como un comando cualquiera, no como la espina dorsal de Marte. ¡Qué extraño! Hasta aquel momento no había pensado en lo que significaría verse en un lugar donde la gente nunca había oído hablar de nosotros. Pero ahora comprendía las razones del general para denegarnos el permiso de mezclarnos con los civiles. ¡Demonios! Todavía éramos el Quinto. Nada, ni Marte, ni la Tierra, ni el emperador, ni los torrakh, podía modificar eso.
A partir de allí, ya no perdimos mucho tiempo en contemplar la campiña, a pesar de que a medida que avanzábamos se hacía cada vez más hermosa. Los auto-orugas comenzaron a echar un humo lleno de carbonilla a causa del combustible que habíamos tenido que requisar en la zona y estábamos demasiado atareados ocupándonos de ellos y vigilando que no se produjeran desperfectos. En el destacamento, disponíamos de nuestra propia planta purificadora para extraer la resina del combustible vegetal. Aquí, en cambio, nos veíamos forzados a aceptar cualquier cosa que nos dieran. Y resultó mucho peor de lo que esperaba. Claro, uno tiende a sobrestimar la época de su juventud y a pensar que en aquel tiempo todo era mejor. No lo sé. Tal vez nos enfrentamos siempre a las mismas dificultades.
Al fin llegamos a nuestro destino, a pesar de algunas detenciones. Ya había oscurecido cuando divisamos las luces de Puerto Marte. Atravesamos traqueteando los suburbios. Cuando alcanzamos la barrera principal, un policía motorizado encabezó la caravana, haciendo sonar su sirena. En realidad, no había ninguna necesidad de ello. No puede evitar preguntarme dónde se habían metido los coches y cómo se las habría arreglado la gente para conseguir tantas bicicletas. Nuestra apariencia debía de ser horrenda, ya que habíamos ido demasiado de prisa para cuidarnos de nuestro atuendo. No obstante, recibimos algunas aclamaciones por parte de los grupos que se formaron a nuestro paso, y encontramos algunos rostros de mujer con la expresión de no haber visto uniformes en años. Eso despertó a nuestros hombres, que respondieron con las vociferaciones de rigor. Sin embargo, capté su decepción respecto a la ciudad.
Nos detuvimos, y Stanislaus vino a reunirse conmigo, en tanto que un rechoncho hombrecillo con insignias reales caminaba agrandes pasos en dirección al auto-oruga del general. Se advertía que olfateaba la mugre de nuestros uniformes a medida que se acercaba. Bueno, también él debió afeitarse mejor, y un poco menos de bebida hubiese aumentado su dignidad. El eslavo hizo una mueca.
—Creo que vamos a divertirnos, amenos que el oficial de la Orden del Mérito haya perdido todo su tacto. Haga girar el botón, mayor. He dejado la radio encendida.
No nos llegó ningún sonido, excepto el gruñido de sorpresa que dejó escapar el obeso oficial cuando vio el extraño diseño que adornaba el anillo del general. Nunca me enteré de su significado, pero el importante personaje perdió sus aires de grandeza nada más verlo y no supo entregar su mensaje con la grandilocuencia que correspondía. Antes de desaparecer entre la muchedumbre que se había apiñado a nuestro alrededor, noté que se enjugaba el sudor de la cara. En cierta oportunidad, vi actuar del mismo modo a un militar degradado en el momento en que recordó de repente que usufructuaba un rango que ya no le correspondía.
—No se moleste en apagar todavía, sargento —dijo una voz serena por la radio.
Esta vez me tocó a mí reír entre dientes. Stanislaus debió de darse cuenta de que no era tan fácil mostrarse más listo que el general.
—Oiga —continuó éste—, he de resolver algunos asuntos oficiales en el despacho del gobernador, de modo que tendrá que continuar solo. ¿Sabe dónde se encuentra el puerto auxiliar? Bien. Acampen allí y haga que los hombres mantengan el orden por sí mismos y se ocupen de los hangares. Y no extienda permisos de salida. Eso es todo.
Se dirigió a un coche que le esperaba, dejando el auto-oruga a cargo de su chófer. Nosotros proseguimos la marcha a través de los suburbios paseando junto al puerto espacial principal. El lugar se hallaba a oscuras y no se percibían los detalles, pero recuerdo el desorden reinante en el campo auxiliar. Lo habían construido durante el primitivo período de colonización, a cincuenta kilómetros de la ciudad, sobre tierras áridas, con el propósito de evitar las inundaciones. Durante años, había permanecido abandonado y cubierto de maleza, y los hangares se caían a pedazos. Estaba en peor estado del que yo recordaba. Había algunas luces encendidas. Un grupo de guardias azules nos franqueó al acceso y nos condujo hacia el lado izquierdo del terreno. Habían limpiado un sector, pero todavía quedaba suficiente trabajo por hacer para mantenernos a todos atareados como abejas. Y lo habría durante días, en caso de que nos quedásemos tanto tiempo. Al menos, eso me proporcionó una buena excusa para anunciar que nadie abandonaría el lugar. La gente se lo tomó con más calma de lo que me suponía, como si, en cierto modo, ya hubiesen comprendido la cuestión. Por fin terminé de dar todas las órdenes y tuve la oportunidad de acompañar al eslavo a echar un vistazo alas naves. Ya había observado al pasar que ocupaban el fondo del campo.
Había visto anteriormente una nave semejante al crucero de dos torrecillas. Las dos mayores eran otra cosa. Aun bajo las tenues luces que iluminaban el terreno, parecían salidas de los libros de historia. Sin embargo, ningún libro podría dar una idea de sus dimensiones. Los operarios que se afanaban cerca de ellas, ocupados en sus propios asuntos, semejaban, por hacer una comparación, hormigas corriendo alrededor de un rascacielos. Cualquiera de ellas poseía la capacidad suficiente para transportar a todo el Comando, y todavía quedaría espacio libre para la carga.
—De modo que aguardamos al Segundo Comando, que regresará con nosotros, ¿cierto, Laus?
Echó la cabeza hacia atrás, luego de inspeccionar reverentemente los enormes cascos, y asintió.
—Ya progresando, mayor, aunque se olvida de comentar la necesidad de un crucero entre Marte y la Tierra... ¡Doscientos años! Y todavía estas naves se mantienen más sólidas que los enormes pedazos de chatarra que enviaron para protegerlas. Hubo una época en que el hombre sabía cómo construir naves... y cómo usarlas. Ahora, de todas las que se produjeron, sólo restan cuatro. ¿Tiene alguna idea acerca de dónde se encuentran las otras dos?
—Sí. —No las había reconocido a causa de su tamaño, pero la oscuridad no era lo bastante intensa para ocultarlas por completo—. En el primer puerto que pasamos, recogiendo a los Comandos Meridionales. ¡Maldita sea, Laus! ¿Necesita contagiarme su pesimismo?
—Usted regresará a la Tierra, mayor —contestó por toda explicación—. El optimista ve la rosquilla, el pesimista, sólo el agujero. Pero se logra una mejor visión de las cosas a través de un agujero que a través de un trozo de pasta azucarada. Y como decía Havelock Elüs, el manicomio es el lugar donde mejor florece el optimismo. Volvamos. Le prestaré el Eclesiastès mientras termino mi libro.
Y fui lo bastante tonto para leerlo. De todos modos, la pesadilla que tuve pudo haber sido la misma, aunque no lo hubiese hecho. Había visto muy bien las caras de la brigada que trabajaba en los cohetes.
Ala mañana siguiente, estuve demasiado ocupado dirigiéndolas operaciones de carga de nuestros equipos para entregarme a mis pensamientos. Pese a los planos de los corredores, me hubiese perdido en la nave de no contar con la ayuda que me prestó uno de los pilotos, un hombre joven, de rostro mustio, que pareció contento de hallar algo en qué ocupar su tiempo, pero que se negó a hablar más allá del mínimo indispensable. Cuando llegó el general, a mediodía, los hombres estaban ya acuartelados en el interior de la nave, a excepción de aquellos designados para colaborar en la carga de la serie de cajas que nos enviaban de Puerto Marte.
El general me dirigió un breve gesto de aprobación y se dirigió a la radio instalada en su cabina. Cosa de una hora más tarde, presencié la llegada del Segundo Comando, que avanzó directamente hacia la segunda nave, a kilómetro y medio de la nuestra. En lo que a mí concernía, podían haberse ahorrado la molestia de evitarnos. No sentía el menor deseo de intercambiar comentarios con ellos. No obstante, supongo que para los hombres era mejor así y, además, resultaba más fácil que apostar una guardia durante toda la noche para impedir que se mezclarán entre ellos. Una endiablada forma de manejar el Servicio, pensé... Por supuesto, había dejado de ser el Servicio. Ahora se reducía al Segundo y al Quinto Comandos, que pronto se diseminarían por toda la Tierra.
Hicieron subir a bordo a los civiles después del toque de silencio. Yo conservaba aún las prerrogativas de segundo comandante y me mantuve lo suficientemente cerca para verles y observar la colección de herramientas especiales incluidas entre su equipaje. Siempre había imaginado que los aparejos técnicos eran enviados desde la automatizada Tierra hacia los lugares del exterior que los precisaran. Al parecer, constituía otro indicio de que el viejo sistema estaba cambiando.
Me volví para entablar conversación con el piloto, que se encontraba a mi lado, aunque, pensándolo mejor, decidí callarme. Esta vez, sin embargo, él terna deseos de hablar, si bien en ningún momento apartó la vista del pequeño grupo que desfilaba ante nosotros.
—Son necesarios, sargento. Vuelve a haber demanda de técnicos en energía atómica y se precisa plutonio para los reactores terráqueos... Bueno, ya se habrá imaginado que eso transportan los camiones que pasan detrás de la nave. Esta noche lo cargarán entre los cascos... Al menos, todo lo que quepa en condiciones de seguridad. Claro está, se supone que yo no debería hablar. Pero he nacido aquí, y este trabajo es muy distinto al último que hicimos, conducir los Comandos de Venus hasta su planeta. ¿Le agradaría emborracharse conmigo?
Una buena idea. El plutonio resulta particularmente valioso para la fabricación de bombas, puesto que sigue constituyendo el mejor material para ellas. Las bombas atómicas suponen las más embrolladas, despreciables e ineficaces armas contra las que cualquier combatiente haya tenido que vérselas jamás. Sólo son buenas para destrozar el terreno, si se quiere conseguir una buena barrida del enemigo, o para envenenar la atmósfera, de modo que perecen los propios efectivos. Desde que, cinco siglos atrás, descubrimos las armas energéticas más avanzadas, no se volvió a lanzar ninguna. Y ahora íbamos a devolver el material de los reactores marcianos a la Tierra, donde ya habrían acumulado el que provenía de todas sus pilas.
Ahora bien, al volvernos, vi que se acercaba el vehículo del general y cambié de idea con respecto a la borrachera. Me sentía con ánimos para entendérmelas con Stanislaus y, de cualquier forma, como provocador de catarsis mentales, el whisky me parece bastante pobre. Esta vez, logré sorprenderle con mi información.
—Muy bien. Así se enredan los hijos de los hombres en el tiempo aciago cuando de improviso cae sobre ellos. —Dejó que sus palabras penetraran en mí poco a poco. Luego, se encogió de hombros—. Bueno, tal vez así transcurra todo más rápido... A mí ya no me importará. Voy camino de Puerto Marte para asistir a mi propio funeral... Tengo entendido que me destinan un ataúd encantador. Lástima que andemos demasiado escasos de tiempo para que me rindan honores militares. Sólo me otorgarán la sencilla dignidad de los ritos civiles. Aunque tal vez desee usted ofrecerme un afectuoso adiós, en nombre de los momentos que hemos pasado juntos.
—Pues claro, no faltaba más. Y cuando vuelva, tráigame una botella de lo mismo.
Meneó la cabeza con afabilidad. La voz del maldito necio sonó muy seria.
—Me gustaría complacerle, mayor. Nada me agradaría más que conservarle a mi lado para que escuchase mis teorías acerca de nuestro complejo racial de ave fénix. Vista la imposibilidad de cumplir ese deseo, pensé que lo mejor sería dejar en su cabina el libro que constituye mi buena obra. ¿De acuerdo? Digamos que le he tomado el pelo y que me transfieren al servicio del gobernador por órdenes especiales. ¿Tiene así más sentido para usted?
Dicho de esa manera, lo tenía. Significaba que, después de tantos años ansiando que cerrase de una vez la boca, iba a echarle mucho de menos ahora que me había convertido. Sin duda me sentaría a solas mordiéndome la lengua para no caer en la tentación de recitar los mismos y pesimistas versículos. Sin embargo, no supe cómo decírselo. Me interrumpió en medio de mis pensamientos.
—Más vale que se la arranque. En la Tierra no le servirán esas ideas, aunque se hallará en mejores condiciones por haberlo sabido de antemano. Si se encuentra en apuros, confíe en el general. En cierta oportunidad, cometió un error. Ahora se ha vuelto mucho más prudente. Olvide el Eclesiastés, y, en su lugar, recuerde este texto de Kipling: He aquí las leyes de la jungla. Por cierto que son muchas y poderosas. Pero la cabeza y las patas, los flancos y el lomo de la Ley nos dicen: ¡Obedeced! Bueno, desaparezca, antes de que empiece de verdad a predicarle.
No necesité buscar al piloto. Terna en la cabina mi propia botella de zumo de canal marciano. Sin embargo, cuando llegó la mañana había consumido una parte mayor del libro que de la botella.
Alguien golpeó en mi puerta. Solté un gruñido de invitación y entró el general. Su rostro aparecía macilento; sus ojos, enrojecidos por la fatiga y la falta de sueño. Contempló el libro con respeto, se dejó caer en la litera y bebió un generoso trago antes de levantar la vista y mirarme.
—Un libro extraordinario, Bill, escrito por un hombre extraordinario. Ahora ya lo sabe usted. Es maravilloso, por supuesto, pero tendremos que introducirlo de contrabando si queremos preservarlo para una posible posteridad. ¡Y deje de mirarme tan sorprendido! Cualquier hombre a quien Stanislaus haya confiado ese libro es uno de mis iguales. Más bien, mi superior, en lo que a mí concierne. Una vez que aterricemos, me las ingeniaré para conseguirle un título de caballero y el grado de coronel, aunque prácticamente ya es usted un oficial. Y que conste que no actúo ni como general ni como duque, sino como un simple recadero del difunto Stanislaus Korzynski. Como ya sabrá, murió anteayer de un ataque de fiebre del canal.
Los acontecimientos se sucedían con excesiva rapidez y densidad. No contesté. Cogí la botella y me eché un trago al coleto sin molestarme en buscar el vaso. El general sostuvo el suyo, miró cómo se lo llenaba y lo apuró antes de continuar hablando:
—No soy gran cosa como hombre del Servicio, ¿verdad, Bill? Pero no había otra manera de hacer las cosas. Nadie le conoce por su nombre, si bien en la Tierra hay muchos que recuerdan su rostro. ¿O no ha descubierto todavía a través del libro quién era?
—Tuve mis sospechas —admití—. Sólo que no sé si estoy loco o era él quien lo estaba.
—Ninguno de los dos. Y ha acertado usted. Stanislaus es el supuestamente asesinado príncipe Stelius Asiaticus, legítimo soberano del Imperio. Aquí tiene una nota que él le envía.
No decía demasiado:
Amigo mayor.
Significaba demasiado riesgo para mí, después de todo. Si llega a tener hijos, cosa que también me propongo, hábleles de mí y, algún día, su descendencia y la mía podrán reunirse y discutir acerca del fénix.
Elmer E. Clesiastés
—El fénix... —murmuró el general sobre mi hombro, mientras buscaba la botella—. ¿Qué diablos habrá querido decir con eso?
—¿Y quién es el fénix?
—Un ave legendaria de la mitología griega..., la única de su especie. Tras vivir cientos de años, levantó su propia pira funeraria y se colocó sobre ella, avivando las llamas con sus alas hasta que quedó consumida. Después de eso, otra ave surgió de las cenizas, recomenzando todo el ciclo. Por ese motivo se la considera como símbolo de la inmortalidad.
Bajo nuestros pies el cohete retumbó preparándose para el despegue. Pronto sonó el estruendo de los propulsores, mientras su fuerza nos arrojaba contra la pared de la cabina. Por el ojo de buey, veíamos a Marte alejarse de nosotros. El Imperio volvía a su refugio. Sin embargo, a pesar de mi naturaleza impresionable, no pensaba demasiado en eso. Algún día tendría los hijos a que Stanislaus se refería, y viviría lo suficiente para asegurarme de que recordarían el nuevo nombre por él elegido. Con bombas atómicas o sin ellas. Porque, al final, había llegado a conocerle. El pesimista era un príncipe, de acuerdo... El Príncipe de los Optimistas.
El general y yo nos sentamos y brindamos por él. Discutimos la leyenda del ave fénix y los altibajos de la civilización. Entre tanto, Marte dejaba de ser un mundo para convertirse en una pequeña esfera en el fondo del espacio. No fue un acto militar ni correcto, pero, cuando encontramos y confiscamos la segunda botella, nos sentimos mucho mejor.
* * *
Campbell rechazó Sombras de un imperio por una razón que me pilló por sorpresa. Lo encontró demasiado melancólico. Le gustaba, le parecía bien escrito y la historia muy buena, pero no le convenía. Había publicado varios relatos de ese tipo y los lectores reaccionaban un poco en su contra. Quería relatos de más acción.
Robert Lowndes, de Columbia Publications, terminó por adquirirlo y le dio su título actual. Antes de eso, Damon Knight lo hojeó en la oficina de mi agente y me dijo sin rodeos que jamás lograría colocarlo. En su opinión, se reducía a una simple transcripción de La última de las legiones de Stephen Vincent Benét.
No me había dado cuenta de la semejanza, aunque había leído el cuento de Benét años atrás. Volví a leerlo y vi a qué se refería Damon. No creo que se parecieran tanto... Toda la última parte difería por entero e imprimía al relato un sentido distinto. Benét no exponía otra cosa que la disolución de un imperio. Yo, en cambio, trataba de expresar que los imperios no importan... que el hombre, de alguna manera, permanece siempre. Y mi Stanislaus tiene mucha más fuerza que la figura de coro griego del cuento de Benét.
De todos modos, lo mantuve fuera del mercado por un largo período, hasta que Bob Lowndes me preguntó si terna algún relato disponible. Entonces se lo di, con un informe completo sobre las críticas de Damon. Bob lo leyó y también comprendió el porqué de esas críticas. Sin embargo, estuvo de acuerdo en que se diferenciaba lo suficiente para justificar su publicación. Me pagó sesenta y cinco dólares por él, y ningún lector presentó ninguna queja, aunque algunos advirtieron las similitudes. (Benét ha sido imitado con mucha mayor fidelidad en otros casos. Ignoro cuántos relatos se inspiran en sus Aguas de Babilonia).
Volviendo a Campbell, salí de su despacho y marché a casa para comenzar en el acto otro cuento. En los tres días que siguieron, escribí tres. Y se los llevé tan pronto como los hube terminado.
El primero suponía una respuesta directa a la sugerencia de John Campbell de que necesitaba relatos de acción. No contenía ni un solo rasgo de melancolía en sus seis mil trescientas palabras. Lo titulé Simulacros, Sociedad Limitada, pero cambiaron el título y le llamaron Facsímil ultraperfecto. No tengo ningún pero que oponer.
Fin