LOS CONFIDENTES (Bret Easton Ellis)
Publicado en
noviembre 13, 2020
Una noche estaba sentado en la cama de la habitación de mi pensión de Bunker Hill, justo en el centro de Los Ángeles. Era una noche importante de mi vida porque tenía que tomar una decisión con respecto a la pensión. O pagaba o me tenía que ir: era lo que decía la nota, que la casera había deslizado por debajo de la puerta. Un problema tremendo, que merecía toda mi atención. Lo resolví apagando la luz y metiéndome en la cama.
John Fante
Pregúntale al polvo
1
BRUCE LLAMA DESDE MULHOLLAND
Bruce, colocado y bronceado por el sol, llama desde Los Angeles y me dice que lo siente. Me dice que siente no estar conmigo aquí, en el campus. Me dice que tenía razón yo, que debería haber venido al curso intensivo de este verano, y me dice que siente no estar en New Hampshire y que siente no haberme llamado desde hace una semana y yo le pregunto qué anda haciendo por Los Ángeles y no menciono que han pasado dos meses.
Bruce me dice que las cosas han ido mal desde que Robert dejó el apartamento que compartían en la esquina de la Cincuenta y seis con Park y se fue con su padrastro a hacer un viaje en balsa por aguas bravas, por el río Colorado, dejando a Lauren, su novia, que también vive en el apartamento de la Cincuenta y seis esquina con Park, sola con Bruce, juntos los dos durante un mes. Yo no conozco a Lauren pero sé qué tipo de chicas atrae a Robert y tengo muy claro qué aspecto debe de tener, y luego pienso en las chicas a quienes puede gustarles Robert, guapas, de esas que hacen como que ignoran el hecho de que Robert, a los veintidós años, tiene unos trescientos millones de dólares, e imagino a esa chica, Lauren, tumbada en el futón de Robert, con la cabeza echada hacia atrás, y a Bruce moviéndose lentamente encima de ella, mientras cierra los ojos con fuerza.
Bruce me dice que la cosa empezó una semana después de que se fuera Roben. Bruce y Lauren habían ido al Café Central y después de devolver lo que habían pedido de comer y de decidir tomar sólo unas copas, estuvieron de acuerdo en que lo suyo sería sólo cuestión de sexo. Que aquello pasaba únicamente porque Robert se había ido al Oeste. Se dijeron uno al otro que, de hecho, no existía atracción mutua aparte de la física, y luego volvieron al apartamento de Robert y se acostaron. El asunto siguió así, me dice Bruce, durante una semana, hasta que Lauren empezó a salir con un magnate de la propiedad inmobiliaria, de veintitrés años, que tiene unos dos mil millones de dólares.
Bruce me dice que no se enfadó por culpa de eso. Pero que se sentía «ligeramente molesto» el fin de semana en que se presentó Marshall, el hermano de Lauren, que acababa de graduarse, y se quedó en el apartamento de Robert, de la esquina de la Cincuenta y seis con Park. Bruce me dice que la cosa entre él y Marshall se prolongó sencillamente porque Marshall se quedó más tiempo. Marshall se quedó semana y media. Y luego Marshall volvió al piso que tenía su ex novio en el SoHo, cuando su ex novio, un joven marchante de arte que tiene de unos dos a tres millones, dijo que quería que Marshall pintara tres columnas de adorno en el piso que compartían en Grand Street. Marshall tiene unos cuatro mil dólares y algo suelto.
Eso fue durante el período en que Lauren trasladó todos sus muebles (y algunos de los de Robert) a la casa que tenía en la Trump Tower el magnate de la inmobiliaria, el de veintitrés años. Durante ese período fue también cuando los dos carísimos lagartos egipcios de Robert aparentemente comieron unas cucarachas envenenadas y los encontraron muertos, uno debajo del sofá del cuarto de estar, sin cola, el otro despatarrado encima del Betamax de Robert. El grande costó cinco mil dólares; el pequeño había sido un regalo. Pero como Roben se encontraba en alguna parte del Gran Cañón, no había modo de ponerse en contacto con él. Bruce me cuenta que por eso dejó el apartamento de la Cincuenta y seis esquina con Park y se fue a casa de Reynolds, en Los Angeles, en la parte alta de Mulholland, mientras Reynolds, que más o menos tiene, según Bruce, lo que valen un par de falafels en PitaHut, sin incluir la bebida, está en Las Cruces.
Mientras enciende un canuto, Bruce me pregunta qué he andado haciendo, qué ha pasado por aquí, y me dice otra vez que lo siente. Le hablo de las clases, las recepciones, le cuento que Sam se acuesta con un redactor de la Paris Review que vino desde Nueva York el fin de semana dedicado a los editores, que Madison se afeitó la cabeza y Cloris creyó que le estaban dando quimioterapia y mandó todos los relatos que su amiga había escrito a unos redactores que conocía del Esquire, The New Yorker, Harper's, y que eso dejó a todo el mundo impresionado. Bruce dice que le diga a Craig que quiere que le devuelva la funda de su guitarra. Pregunta si voy a ir a East Hampton a ver a mis padres. Le digo que, como el curso intensivo está a punto de terminar y casi es septiembre, no veo para qué voy a ir.
El verano pasado Bruce estuvo conmigo en Camden y seguimos juntos el curso intensivo, y ése fue el verano en que Bruce y yo nos bañamos de noche en el lago Parrin y el verano en que él escribió la letra de la canción de Petticoat Junction por toda mi puerta porque yo me reía cada vez que él cantaba la canción y no porque la canción fuera graciosa, sólo era por el modo en que la cantaba: con la cara rígida pero completamente inexpresiva. Fue el verano en que fuimos a Saratoga y vimos a los Cars y, en ese mismo agosto, más adelante, a Bryan Metro. El verano fueron borracheras y noches y calor y el lago. Una imagen que no vi jamás: mis manos frías deslizándose por su espalda suave y mojada.
Bruce me dice que me toquetee, ahora mismo, en la cabina telefónica. La residencia en la que estoy se encuentra en silencio. Aparto un mosquito de un manotazo.
—No me puedo toquetear —digo yo. Me dejo resbalar poco a poco hasta el suelo, todavía con el teléfono en la mano.
—Ser rico es cojonudo —dice Bruce.
—Bruce —estoy diciendo yo—. Bruce.
Me habla del verano pasado. Menciona Saratoga, el lago, una noche de la que no me acuerdo en un bar de Pittsfield.
Yo no digo nada.
—¿Me estás escuchando? — pregunta.
—Sí —susurro yo.
—Oye, ¿no hay interferencias? — pregunta.
Yo estoy mirando fijamente un dibujo: una taza de capuccino rebosante de espuma y debajo de ella dos palabras garabateadas en negro: el futuro.
—Tranqui —dice Bruce, finalmente, con un suspiro.
Después de colgar vuelvo a mi habitación y me cambio. Reynolds me recoge a las siete y mientras vamos en coche a un pequeño restaurante chino de las afueras de Camden, baja el volumen de la radio después de que yo le diga que ha llamado Bruce; Reynolds pregunta:
—¿Se lo contaste?
Yo no digo nada. Hoy mientras comíamos me enteré de que Reynolds anda enrollado con uno de la ciudad que se llama Brandy. En lo único en que puedo pensar es en Robert que todavía sigue en una balsa, en algún sitio de Arizona, mirando una pequeña foto de Lauren, aunque es probable que no. Reynolds vuelve a subir el volumen de la radio después de que yo niegue con la cabeza. Miro por la ventanilla. Termina el verano, 1982.
2
UN MOMENTO DE CALMA
—Hace un año —dice Raymond—. Exactamente.
Yo esperaba que nadie lo fuera a mencionar, pero según transcurría la noche me daba cuenta de que alguien diría algo. Lo que pasa es que no creí que fuese Raymond. Estamos los cuatro en Mario's, un pequeño restaurante italiano de Westwood Village, y es jueves y a finales de agosto. Aunque las clases no empiezan hasta principios de octubre, todo el mundo puede asegurar que se termina el verano, que ya ha terminado. No hay gran cosa que hacer. Una fiesta en Bel Air a la que nadie tiene demasiado interés en ir. Ningún concierto. Ninguno de nosotros tiene cita. De hecho, exceptuando a Raymond, no me parece que ninguno salga con nadie. Conque los cuatro —Raymond, Graham, Dirk y yo— decidimos salir a cenar. Ni siquiera me daba cuenta de que hacía «exactamente» un año hasta que me encuentro en el aparcamiento, al lado del restaurante, y casi me alcanza un rastrojo volante que pasa por delante de mí con demasiada rapidez. Aparco y sigo sentado en mi coche, dándome cuenta de la fecha que es y camino muy despacio, con mucho cuidado, hasta la puerta del restaurante y me detengo un momento antes de entrar: me quedo mirando el menú enmarcado en un cristal. Soy el último en llegar. Ninguno les está contando demasiadas cosas a los otros. Trato de llevar la charla hacia otros asuntos: el nuevo vídeo de Fixx, Vanessa Williams, cuánto dinero está recaudando Cazafantasmas, qué cursos vamos a seguir, qué tal si al día siguiente vamos a hacer surf. Dirk se dedica a contar chistes malos que todos nos sabemos y que a nadie hacen gracia. Pedimos. El camarero se marcha. Raymond habla.
—Hace un año. Exactamente —dice Raymond.
—¿De qué? — pregunta Dirk, sin el menor interés.
Graham alza la vista hacia mí, luego la baja.
Nadie dice nada, ni siquiera Raymond, durante largo rato.
—Ya lo sabes —dice, por fin.
—No —dice Dirk—. No lo sé.
—Sí que lo sabes —dicen Graham y Raymond al mismo tiempo.
—No, de verdad que no lo sé —dice Dirk.
—Déjalo, Raymond —digo yo.
—No, nada de «déjalo, Raymond». ¿Qué tal «déjalo, Dirk»? — dice Raymond, mirando a Dirk, que no nos está mirando a ninguno de nosotros. Se limita a estar allí sentado, con la vista clavada en el vaso de agua, que tiene mucho hielo.
—No seas gilipollas —dice, con suavidad.
Raymond se echa hacia atrás, con aire de satisfacción pero algo triste. Graham me vuelve a mirar. Yo aparto la vista.
—No parecía que hiciese tanto —murmura Raymond—. ¿No crees, Tim?
—Déjalo, Raymond —vuelvo a decir yo. — ¿De qué hace un año? — dice Dirk, mirando por fin a Raymond.
—Ya lo sabes —dice Raymond—. Ya lo sabes,
Dirk.
—No, no lo sé —dice Dirk—. ¿Por qué no nos lo cuentas? Venga, dínoslo.
—Yo no tengo nada que decir —murmura Raymond.
—Chicos, sois unos carapijos totales —dice Graham, jugueteando con un colín. Se lo ofrece a Dirk, que lo rechaza con la mano.
—Nada de déjalo, Raymond —dice Dirk—. Lo sacaste a relucir tú. Ahora cuéntalo, maricón.
—Diles que se callen —me dice Graham.
—Ya lo sabéis —dice débilmente Raymond.
—Cierra el pico —digo yo, con un suspiro.
—Cuéntaselo, Raymond —dice Dirk, desafiante.
—Desde que Jamie... —a Raymond se le quiebra la voz. Rechina los dientes, luego nos vuelve la espalda.
—¿Desde que Jamie qué? — pregunta Dirk, alzando la voz, que se hace más aguda—. ¿Desde que Jamie qué, Raymond?
—Chicos, sois unos carapijos totales. — Graham se ríe—. ¿Por qué no te callas?
Raymond susurra algo que no podemos oír ninguno de los demás.
—¿Qué? — pregunta Dirk—. ¿Qué has dicho?
—Desde que murió Jamie —admite Raymond por fin, entre dientes.
Por algún motivo esto cierra la boca a Dirk, que se echa hacia atrás, sonriendo, mientras el camarero trae la comida a la mesa. Yo no quiero garbanzos en la ensalada y ya se lo había advertido al camarero cuando pedimos, pero parece inadecuado decir nada. El camarero coloca un plato de mozzarella marinara delante de Raymond. Este clava los ojos en ella. El camarero se marcha, vuelve con la bebida. Raymond sigue mirando fijamente la mozzarella marinara. El camarero pregunta si está todo a nuestro gusto. Graham es el único de nosotros que asiente con la cabeza.
—Él siempre pedía esto mismo —dice Raymond.
—Por el amor de Dios, tranquilízate —dice Dirk—. ¿Qué más da? Pide algo distinto. Pide orejas de mar, por ejemplo.
—Las orejas de mar están muy buenas —dice el camarero, antes de irse—. Y también las uvas de mar.
—Me parece increíble que te comportes de este modo —dice Raymond.
—¿De qué modo? ¿Es porque no me comporto como tú? — Dirk agarra el tenedor, luego lo suelta por tercera vez.
—No, me parece increíble que te comportes así, como si todo esto te la sudara —dice Raymond.
—Puede que sí. Jamie era un gilipollas. Un tío simpático, pero también un gilipollas, ¿vale? — dice Dirk—. Y ahora vamos a dejarlo. No merece la pena seguir con ello.
—Era uno de nuestros mejores amigos —dice Raymond con aires de acusación.
—Era un gilipollas y no era uno de mis mejores amigos —dice Dirk, riendo.
—Tú eras su mejor amigo, Dirk —dice Raymond—. No hagas como si no lo hubieras sido.
—Me menciona en su agenda... cojonudo. — Dirk se encoge de hombros—. Por eso es. — Pausa—. Era un gilipollas.
—No te importa.
—¿El que haya muerto? — pregunta Dirk—. Lleva un año muerto, Raymond.
—Me resulta increíble que te importe un pijo, eso es todo.
—Si que me importe un pijo significa estar aquí llorando como un marica por ello... —Dick suspira, luego añade—: Mira, Raymond, de eso ya hace mucho tiempo.
—Sólo hace un año —dice Raymond.
Cosas de Jamie de las que me acuerdo: colocarme con él en un concierto de Oingo Boingo cuando íbamos a octavo. Una borrachera en la playa de Malibú, durante una fiesta en la casa de un compañero iraní. Una broma que les gastó a unos compañeros de la USC
[1] durante una fiesta en Palm Springs que de hecho causó a Tad Williams lesiones bastante graves. No me acuerdo de qué se trataba, pero me acuerdo de que Raymond, Jamie y yo fuimos dando rumbos por uno de los pasillos del Hilton Riviera, los tres muy pasados, de unos adornos de Navidad, de alguien al que se le saltó un ojo, de un camión de bomberos que llega demasiado tarde, de un cartel encima de una puerta que decía «NO ENTRAR». Esnifamos una coca muy buena en un yate, la noche de la fiesta de graduación, y él me decía que yo era su mejor amigo. Pusimos otra raya en una mesa esmaltada de negro y le pregunté por Dirk, por Graham, Raymond, por un par de estrellas de cine. Jamie dijo que le gustaban Dirk y Graham y que Raymond no le caía muy bien. «Es un falso», fueron sus palabras exactas. Otra raya y dijo que me entendía o algo así y yo preparé otra raya y le creí porque es más fácil seguir la corriente que no seguirla.
Una noche, a fines de agosto, camino de Palm Springs, Jamie intentaba encender un canuto y, o perdió el control del coche porque iba muy deprisa o tuvo un reventón, el BMW se salió de la autopista y él se mató en el acto. Dirk le seguía en otro coche. Iban a pasar un fin de semana a la casa de los padres de Jeffrey en Rancho Mirage y se habían largado de una fiesta en Studio City en la que estuvimos todos, y fue Dirk el que tuvo que sacar el cuerpo destrozado y ensangrentado del coche de Jamie, y el que hizo señas de que se detuviera a un tipo que iba camino de Las Vegas para construir una cancha de tenis y el tipo fue en coche al hospital más cercano y la ambulancia llegó setenta minutos después y Dirk la esperó allí sentado en el desierto con la vista fija en el cadáver. Dirk nunca habló mucho de ello, se limitó a darnos unos pocos detalles una semana después de lo que pasó: el modo en que fue dando tumbos, el BMW se deslizó por la arena, estrellándose contra un cactus, y cómo asomaba por el parabrisas la parte de arriba del cuerpo de Jamie; el modo en que Dirk tiró de él, lo puso a un lado, registró los bolsillos de Jamie para hacerse otro canuto. Muchas veces he tenido la tentación de ir hasta donde tuvo lugar el accidente y echar un ojo pero ya nunca voy a Palm Springs porque siempre que estoy allí me siento fatal y es un coñazo.
—Chicos, encuentro increíble que no os importe —está diciendo Raymond.
—Raymond —decimos Dirk y yo al mismo tiempo.
—Lo que pasa es que no podemos hacer nada —termino yo.
—Sí. — Dirk se encoge de hombros—. ¿Qué podemos hacer?
—Tienen razón, Raymond —dice Graham—. Las cosas resultan borrosas.
—La verdad es que para mí es una especie de borrón enorme —dice Dirk.
Miro a Raymond y luego nuevamente a Dirk.
—Está muerto y todo lo que quieras, pero eso no significa que no fuera un gilipollas —dice Dirk, quitándose el plato de delante.
—No era un gilipollas, Dirk —le digo yo, y de repente me echo a reír—. Dirk el gilipollas, Dirk el gilipollas.
—¿Qué quieres decir con eso, Tim? — pregunta Dirk, mirándome fijamente—. ¿Es porque te levantó a Carol Banks?
—Dios santo —dice Graham.
—¿Qué es eso de que me levantó a Carol Banks? — pregunto yo, al cabo de un momento de silencio. Carol y yo nos estuvimos viendo ocasionalmente durante primero y segundo en la universidad. Ella se fue a Camden una semana antes de que muriese Jamie. Llevo un año sin hablar con ella. Ni siquiera creo que vuelva este verano.
—Se la follaba a tus espaldas —dice Dirk, y parece contento al decirme esto.
—Se la tiró diez, doce veces, Dirk —dice Graham—. A mí eso no me parece que fuera un asunto serio o algo así.
De todos modos a mí nunca me gustó de verdad Carol Banks. Perdí mi virginidad con ella un año antes de que en realidad empezáramos a salir juntos. Atractiva, rubia, animadora del equipo, buenas notas, nada muy especial. Carol siempre me ha llamado nonchalant, una palabra cuyo significado jamás entendí, y una palabra que busqué en bastantes diccionarios de francés y que nunca pude encontrar. Yo siempre sospeché que Jamie y Carol habían hecho algo, pero como Carol nunca me gustó mucho (sólo en la cama y ni siquiera allí estaba seguro del todo) sigo sentado a la mesa sin que me importe gran cosa, nada afectado por lo que sabían todos menos y
—Vaya, hombre, de modo que todos lo sabíais, ¿no? — pregunto.
—Siempre me dijiste que en realidad Carol nunca te gustó —dice Graham.
—Pero lo sabíais todos, ¿no? — vuelvo a preguntar—. Raymond... ¿tú lo sabías?
Raymond mira de reojo durante un momento con los ojos fijos en un punto invisible y asiente con la cabeza, sin decir nada.
—¿Y qué? Bien poca cosa, ¿no? — dice Graham más que pregunta.
—¿Vamos a ir al cine, o qué? — pregunta Dirk, suspirando.
—Chicos, no consigo creer que no os importe —dice Raymond en voz bastante alta, de repente.
—¿A ti te apetece ir al cine? — me pregunta Graham.
—Chicos, no consigo creer que no os importe —vuelve a decir Raymond, en voz más baja.
—Yo estuve allí, tonto del culo —dice Dirk, agarrando el brazo de Raymond.
—Mierda, todo esto resulta demasiado violento —dice Graham, hundiéndose en su asiento—. Cállate la boca, Dirk.
—Yo estuve allí —dice Dirk ignorando completamente a Graham, y sujetando todavía la muñeca de Raymond—. Yo soy el que me quedé y le saqué del jodido coche. Soy el que le vio desangrarse hasta que murió. Así que no me toquéis los huevos con eso de que no me importa. Muy bien, Raymond. Me la suda.
Raymond ha empezado a llorar y se aparta de Dirk y se levanta de la mesa, dirigiéndose al fondo del restaurante, hacia el servicio de caballeros. Las pocas personas que quedan en el restaurante están todas mirando hacia nuestra mesa. La actitud distante de Dirk se viene un poco abajo. Graham tiene pinta de angustiado o algo así. Yo vuelvo a clavar la vista en una pareja de jóvenes que está dos mesas más allá de la nuestra, hasta que apartan la mirada.
—Alguien tendría que hablar con él —digo yo,
—¿Y decirle qué? — pregunta Dirk—. ¿Qué coño le vas a decir?
—Bueno, verás, hablar simplemente con él. — Me encojo de hombros.
—Yo no lo voy a hacer. — Dick se cruza de brazos y mira a todas partes excepto a mí o a Graham.
Me pongo de pie.
—Jamie pensaba que Raymond era un tonto del culo —dice Dirk—. ¿Te das cuenta? Le tenía manía. Era amigo suyo sólo porque lo éramos nosotros, Tim.
—Tiene razón, colega —dice Graham al poco.
—Yo creía que Jamie se había matado en el acto —digo allí quieto, de pie.
—Y así se mató. — Dirk se encoge de hombros—. ¿Por qué dices eso? ¿Por qué?
—Le dijiste a Raymond, bueno, que se desangró hasta que murió.
—Dios santo... ¿qué diferencia hay? Joder, lo digo en serio... —dice Dirk—. Por Dios, si sus padres tuvieron la mierda esa del velatorio en Spago, por el amor de Dios. Mira, déjalo ya, tío.
—No, la verdad, Dirk —estoy diciendo yo—. ¿Por qué le dijiste eso a Raymond? — Pausa—. ¿Es la verdad?
Dirk alza la mirada.
—Espero que le haga sentirse peor.
—¿Es eso? — pregunto, tratando de no sonreír burlonamente.
Dirk me mira con dureza, luego deja de hacerlo, perdiendo el interés.
—Es que tú nunca te enteras de nada, Tim. Tienes pinta de estar bien, pero no das una a derechas.
Me alejo de la mesa y voy al servicio de caballeros. La puerta está cerrada y por encima del sonido de la cisterna que descarga repetidamente consigo oír los sollozos de Raymond. Llamo con los nudillos.
—Raymond... déjame entrar.
La cisterna deja de sonar. Le oigo sorberse los mocos, luego sonarse la nariz.
—Estoy perfectamente —responde.
—Déjame entrar. — Hago girar el picaporte—. Vamos. Abre la puerta.
La puerta se abre. Es un cuarto de baño pequeño y Raymond está sentado en la taza del retrete, que tiene la tapa bajada, y rompe nuevamente a llorar, con la cara y los ojos rojos y húmedos. La emoción de Raymond me sorprende tanto que tengo que apoyarme en la puerta y limitarme a mirar, viendo cómo se retuerce las manos.
—Era amigo mío —dice él, entre hipidos, sin mirarme.
Yo me quedo mirando los azulejos amarillentos de la pared durante largo rato mientras me pregunto por qué cojones me habrá puesto el jodido camarero los garbanzos en la ensalada, cuando estoy completamente seguro de haberle dicho que no me los pusiera. ¿Dónde habría nacido el camarero, por qué trabajaba en Mario's; es que no se había fijado en la ensalada, o no me había entendido?
—También tú le caías bien —digo, al fin.
—Era mi mejor amigo. — Raymond intenta dejar de llorar dando puñetazos a la pared.
Procuro agacharme, prestar atención.
—Claro, claro —le digo.
—De verdad, lo era. — Raymond sigue sollozando.
—Venga, levántate —digo—. Todo se arreglará. Vamos a ir al cine.
Raymond alza la vista y pregunta:
—¿Lo crees de verdad?
—Sí, a Jamie tú también le caías bien. — Agarro a Raymond por el brazo—. No le gustaría que hicieras estas cosas.
—Yo le caía bien —dice para sí mismo, o lo pregunta.
—Sí, le caías bien. — No puedo evitar sonreír cuando digo esto.
Raymond tose y corta un trozo de papel higiénico y se suena la nariz, luego se seca la cara y dice que necesita algo de costo.
Volvemos a la mesa los dos y tratamos de comer un poco pero todo está frío, y mi ensalada ha desaparecido. Raymond pide una botella de vino bueno y el camarero la trae con cuatro copas y Raymond propone un brindis. Y después de tener llenas las copas nos apremia para que las alcemos y Dirk nos mira como si estuviéramos locos y se niega, vaciando la suya de un trago, antes de que Raymond diga algo como: «Por ti, colega, te echamos mucho de menos.» Yo alzo mi copa sintiéndome como un estúpido y Raymond me mira, con la cara hinchada, sonriente, con pinta de pirado, y en este momento de calma, cuando Raymond alza su copa y Graham se levanta a hacer una llamada telefónica, me acuerdo de Jamie, de repente y con tanta claridad que parece como si el coche no se hubiera salido de la autopista aquella noche en el desierto. Casi parece como si el tonto del culo estuviera aquí, con nosotros, y que si me diera la vuelta, estaría sentado ahí mismo, también con la copa alzada, sonriendo, moviendo la cabeza y murmurando la palabra «idiotas».
Doy un sorbo, al principio con cuidado, temeroso de que el sorbo sirva para sellar algo.
—Lo siento —dice Dirk—. Sólo es... es que no puedo.
3
LA ESCALERA MECÁNICA
Estoy de pie en la terraza del apartamento de Martin, en Westwood, con una copa en una mano y un pitillo en la otra, y Martin se acerca, se abalanza sobre mí y me empuja con ambas manos fuera de la terraza. El apartamento de Martin en Westwood sólo tiene dos pisos de altura y por eso la caída no dura mucho. Mientras voy cayendo espero que me despertaré antes de llegar al suelo. Me golpeo contra el asfalto, con fuerza, y me quedo allí, boca abajo, con el cuello completamente retorcido, alzo la vista y distingo la hermosa cara de Martin mirándome con una sonrisa benigna. Es la serenidad de esa sonrisa —no la caída, ni la imagen imaginaria de mi cuerpo destrozado y sangrando— lo que me despierta.
Miro el techo, luego el despertador digital de la mesilla, junto a la cama, que me dice que es casi mediodía, y espero inútilmente haber visto mal la hora, cerrando los ojos con fuerza, aunque cuando los vuelvo a abrir el reloj todavía sigue diciendo que son casi las doce. Levanto un poco la cabeza y miro los pequeños números rojos que parpadean en el Betamax y que me dicen lo mismo que las manecillas color melón del despertador: casi las doce de la mañana. Intento volver a dormirme pero el Librium que tomé al amanecer ya no me hace efecto y noto la boca reseca y espesa y tengo sed. Me levanto, despacio, y me dirijo al cuarto de baño y cuando abro el grifo miro al espejo durante largo rato hasta que no me queda más remedio que fijarme en las arrugas que se me empiezan a formar alrededor de los ojos. Desvío la mirada y me concentro en el agua fría que sale del grifo y que llena la especie de taza que formo con las manos.
Abro el armarito de las medicinas tirando del espejo y saco un frasco. Lo vacío y cuento los Librium que quedan: sólo cuatro. Vierto una cápsula verde y negra en la mano, la miro fijamente, luego la pongo con esmero junto al lavabo y cierro el frasco y lo vuelvo a guardar en el armarito de las medicinas y saco otro frasco de él y coloco dos Valium en la repisa, junto a la cápsula verde y negra. Guardo el frasco y saco otro. Lo abro, mirándolo con precaución. Me fijo en que no quedan demasiadas Thorazine y tomo nota mentalmente de que debo conseguir recetas de Librium y Valium y tomo un Librium y uno de los dos Valium y abro la ducha.
Entro en la ducha de grandes azulejos negros y blancos y me quedo allí. El agua, fría al principio, luego más caliente, me golpea en la cara con fuerza y me siento débil y poco a poco me pongo de rodillas, con la cápsula negra y verde todavía en el fondo de la garganta, e imagino, durante un instante, que el agua es de un fresco e intenso color verde mar, y separo los labios, echando la cabeza hacia atrás para que me entre un poco de agua que me ayude a tragar la pastilla.
Cuando abro los ojos empiezo a gemir al ver que el agua que cae sobre mí no es azul sino transparente y cálida y hace que la piel de mis pechos y estómago enrojezca.
Después de vestirme bajo las escaleras y me acongoja pensar en lo mucho que me lleva prepararme para enfrentarme al día. En los muchos minutos que pasan mientras recorro apáticamente el vestidor, en lo mucho que parece que me lleva elegir los zapatos que quiero, en el esfuerzo que debo de hacer para salir de la ducha. Es posible olvidarse de todo esto si se bajan las escaleras con cuidado, metódicamente, concentrándose en cada peldaño. Llego abajo y distingo unas voces que vienen de la cocina y me dirijo allí. Desde donde estoy distingo a mi hijo y a otro chico que están en la cocina buscando algo que comer, y a la muchacha sentada ante la enorme mesa de madera mirando las fotografías del Herald Examiner de ayer; se ha quitado las sandalias y lleva las uñas de los dedos de los pies pintadas con esmalte azul. El estéreo del estudio está encendido y alguien, una mujer, canta Encontré una foto tuya. Entro en la cocina. Graham levanta la vista de la nevera y dice, sin sonreír:
—Te levantas temprano.
—¿Por qué no has ido a clase? — pregunto, procurando que parezca que de veras me importa, mientras busco un Tab en la nevera.
—Los de segundo salimos pronto los lunes.
—Oh. — Le creo, pero no sé por qué. Abro el Tab y doy un trago. Tengo la sensación de que la pastilla que tomé antes se me ha quedado atascada en la garganta y se deshace. Tomo otro trago de Tab.
Graham pasa junto a mí y saca una naranja de la nevera. El otro chico, alto y rubio como Graham, está parado junto al fregadero y mira por la ventana en dirección a la piscina. Graham y el otro chico llevan sus uniformes del colegio y se parecen mucho: Graham pela la naranja, el otro chico mira fijamente el agua. Me cuesta mucho no encontrar desconcertante nada de lo que hace ninguno de los dos, de modo que me doy la vuelta, pero la visión de la muchacha, sentada a la mesa, con las sandalias junto a los pies y con el inconfundible olor de marihuana que procede de su bolso y su jersey, por algún motivo me parece muy desagradable y tomo otro trago de Tab y luego vacío lo que queda en el fregadero. Me dispongo a salir de la cocina.
Graham se vuelve hacia el otro chico.
—¿Quieres que veamos la MTV?
—Me parece que... bueno, no —dice el chico, con la vista clavada en la piscina.
Cojo mi bolso, que está en un hueco junto a la nevera, y me aseguro de que tengo dentro la cartera, porque la última vez que estuve en Robinson's no estaba. Me dispongo a salir por la puerta. La muchacha dobla el periódico. Graham se quita su jersey color borgoña. El otro chico quiere saber si Graham tiene la casete de Alien, el octavo pasajero. En el estudio la mujer está cantando Circunstancias fuera de control. Me encuentro mirando fijamente a mi hijo, rubio y alto y bronceado, con unos ojos verdes inexpresivos, que abre la nevera y saca otra naranja. La examina atentamente, luego alza la cabeza cuando se da cuenta de que estoy parada junto a la puerta.
—¿Vas a algún sitio? — pregunta.
—Sí.
Espera un momento y como yo no digo más, se encoge de hombros y se da la vuelta y empieza a pelar la naranja y en algún punto, durante el trayecto hacia Le Dome para reunirme con Martin para almorzar, caigo en la cuenta de que Graham sólo es un año menor que Martin y tengo que detener el Jaguar junto a un bordillo de Sunset y bajo el volumen de la radio y abro la ventanilla, luego el techo y dejo que el calor del sol de hoy caliente el interior del coche mientras me concentro en un rastrojo rodante que el viento empuja lentamente por un bulevar desierto.
Martin está sentado a la barra redonda de Le Dôme. Lleva traje y corbata y sigue impaciente con los pies el ritmo de la música que suena por la megafonía del restaurante. Me contempla mientras avanzo hacia él.
—Llegas tarde —dice, mostrándome la hora en un Rolex de ora.
—Sí, llego tarde —digo yo, y luego—: Vamos a sentarnos.
Martin mira su reloj y luego su vaso vacío y luego me mira de nuevo a mí y yo aprieto con fuerza mi bolso contra el costado. Martin suspira, luego asiente con la cabeza. El maître nos señala la mesa y nos sentamos y Martin se pone a hablar de sus clases en la UCLA y luego de que sus padres le fastidian, de que aparecen en su apartamento de Westwood sin avisar, de que su padrastro quería que asistiera a una cena que celebraba en Chasen's, de que no quiso ir a la cena que celebraba su padrastro en Chasen's y del hastío con que estuvieron discutiendo.
Yo miro por la ventana, a un criado hispano que está parado delante de un Rolls—Royce, contemplándolo fijamente mientras murmura algo. Cuando Martin empieza a quejarse de su BMW y de lo mucho que cuesta el seguro, le interrumpo.
—¿Por qué llamaste a casa?
—Quería hablar contigo —dice él—. Cancelar la cita.
—No llames a casa.
—¿Por qué? — pregunta—. ¿Te preocupa que se entere alguien?
Enciendo un cigarrillo.
Martin deja su tenedor junto al plato y luego aparta la vista.
—Estamos comiendo en Le Dôme —dice—. Me refiero a que... Dios santo.
—¿Todo bien? — pregunto.
—Sí. Todo bien.
Pido la cuenta y la pago y sigo a Martin hasta su apartamento de Westwood donde nos acostamos y le hago a Martin una felación y me lo trago todo de regalo.
Estoy tendida en una tumbona junto a la piscina. Hay ejemplares de Vogue y Los Angeles Magazine y la sección de espectáculos del Times amontonados junto a donde estoy tumbada pero no los puedo leer porque el color de la piscina atrae mi vista y miro fijamente y con ansia el agua color azul. Me apetece darme un baño pero el calor del sol ha recalentado demasiado el agua y el doctor Nova me ha advertido de los peligros que tiene tomar Librium si te pones a nadar.
Un empleado está limpiando la piscina. Es un chico muy joven y está muy bronceado y tiene el pelo rubio y no lleva camisa y lleva unos pantalones vaqueros blancos muy ajustados y cuando se agacha para comprobar la temperatura del agua, los músculos de la espalda se le marcan por debajo de su suave piel morena. El chico ha traído un casete portátil que está en el borde del Jacuzzi y alguien canta Nuestro amor está en peligro y yo espero que el sonido de la fronda de las palmeras a las que mueve el cálido viento llevará la música hasta el jardín de los Sutton. Me intriga lo intensa que parece ser la concentración del chico que se ocupa de la piscina, lo suavemente que se mueve el agua cuando pasa la red por ella, el modo en que vacía la red con que ha atrapado hojas y libélulas multicolores que parecen ensuciar la resplandeciente superficie del agua. El chico abre un desagüe y los músculos de su brazo se flexionan, levemente, sólo durante un momento. Y yo sigo mirando, paralizada, mientras él rebusca dentro del agujero redondo y empieza a sacar algo del agujero, con los músculos de los brazos momentáneamente flexionados de nuevo, y tiene el pelo rubio y alborotado por el viento, con vetas más claras debido al sol, y cambio de postura en la tumbona, sin apartar la vista.
El chico empieza a levantar el brazo del desagüe y saca dos grandes trapos grises que deja, goteando, en el cemento, y los mira fijamente. Mira fijamente los trapos durante mucho rato. Y luego se dirige hacia mí. Durante un momento siento pánico, me ajusto las gafas de sol, busco el aceite bronceador. El chico avanza lentamente hacia mí y el sol cae con fuerza y yo separo las piernas y me froto con aceite el interior de los muslos y luego las piernas, rodillas, tobillos. El chico está parado junto a mí. El Valium que tomé antes lo distorsiona todo, hace que los fondos se muevan de un modo ondulante. Una sombra me tapa la cara y eso me permite alzar la vista hacia el chico y en el estéreo portátil oigo Nuestro amor está en peligro y el chico abre la boca, los labios gruesos, los dientes blancos y limpios, y noto la abrumadora necesidad de que me pida que vaya a la furgoneta blanca aparcada al fondo del camino de entrada y que me ordene que me pierda en el desierto con él. Sus manos, que huelen a cloro, me extenderían el aceite por la espalda, el estómago, el cuello, y mientras me mira desde arriba con la música de rock procedente del casete y las palmeras agitadas por un ardiente viento del desierto y el resplandor del sol brillando en la superficie del agua azul de la piscina, me pongo tensa y espero que me diga algo, lo que sea, que suspire, que gima. Contengo la respiración, miro fijamente los ojos del chico, protegida por las gafas de sol, temblorosa.
—Tiene dos ratas muertas en el desagüe.
Yo no digo nada.
—Ratas. Dos ratas muertas. Quedaron atrapadas en el desagüe o a lo mejor cayeron, quién sabe. — Me mira sin expresión.
—¿Por qué... me cuentas... eso? — pregunto.
Se queda allí quieto, esperando que le diga algo más. Me quito las gafas de sol y miro hacia las cosas grises cerca del Jacuzzi.
—Llévatelas de aquí —consigo decir, bajando la vista.
—Sí, vale —dice el chico, con las manos en los bolsillos—. Es que no entiendo cómo quedaron atrapadas ahí.
La afirmación, de hecho una pregunta, la pronuncia de un modo tan lánguido que aunque no exige respuesta, le digo:
—Nunca lo sabremos... supongo.
Estoy mirando la portada de un ejemplar del Los Angeles Magazine. Un enorme arco de agua se alza hacia el cielo, un surtidor azul y verde y blanco.
—A las ratas les da miedo el agua —me está diciendo el chico.
—Sí —digo yo—. Eso he oído. Lo sé.
El chico regresa adonde están las ratas ahogadas y las agarra por unos rabos que deberían ser rosa pero que desde donde yo me encuentro veo que son azul claro y las mete en lo que creo que era su caja de herramientas y luego, para librarme de la idea del chico con las ratas, abro el Los Angeles Magazine y busco el artículo sobre el surtidor de la portada.
Estoy sentada en un restaurante de Melrose con Anne y Eve y Faith. Estoy tomando mi segundo bloody mary y Anne y Eve han tomado demasiados kirs y Faith pide lo que creo que es su cuarto gimlet de vodka. Enciendo un pitillo. Faith está contando que a su hijo, Dirk, le han quitado el permiso de conducir por ir a demasiada velocidad por la Pacific Coast Highway, borracho. Ahora Faith conduce el Porsche de él. Me pregunto si Faith sabe que Dirk les vende cocaína a los chicos del instituto de Beverly Hills. Graham me lo contó una tarde de la semana pasada en la cocina aunque yo no le había preguntado nada sobre Dirk. El Audi de Faith está en el taller por tercera vez en este año. Lo quiere vender pero no está segura de qué tipo de coche quiere comprar. Anne le dice que desde que le cambiaron el motor a su XJ6, el coche ha funcionado bien. Anne se vuelve hacia mí y me pregunta por mi coche, por el de William. A punto de sollozar, le digo que marcha estupendamente.
Eve no habla demasiado. Su hija está en un hospital psiquiátrico de Camarillo. La hija de Eve intentó suicidarse con una pistola disparándose en el estómago. No consigo entender por qué la hija de Eve no se pegó un tiro en la cabeza. No consigo entender por qué se tumbó en el suelo dentro del armario de su madre y se apuntó al estómago con la pistola de su padrastro. Trato de imaginar la secuencia de los acontecimientos que aquella tarde llevaron al disparo. Pero Faith se pone a hablar de los progresos de la terapia de su hija. Sheila es anoréxica. Mi propia hija conoce a Sheila y puede que también sea anoréxica.
Por fin, un incómodo silencio se impone en la mesa del restaurante de Melrose y yo miro a Anne que ha olvidado taparse las señales de las cicatrices de la operación para estirarle la piel de la cara que le hizo en Palm Springs hace tres meses el mismo cirujano que me hizo la mía y la de William. Pienso un momento en hablarles de las ratas del desagüe o del modo en que aparecía ante mis ojos el chico que limpiaba la piscina, pero en lugar de eso enciendo otro pitillo y el sonido de la voz de Anne rompe el silencio y me sobresalta y me quemo un dedo.
El miércoles por la mañana, después de levantarse de la cama, William me pregunta dónde está el Valium y después de lanzarme fuera de la cama para cogerlo de mi bolso y después de que él me recuerde que tenemos mesa reservada en Spago para toda la familia a las ocho y después de que yo oiga las ruedas del Mercedes en el camino de entrada y después de que Susan me diga que va a ir a Westwood con Alana y con Blair después de clase y que nos encontraremos en Spago y después de que me vuelva a dormir y de soñar con ratas que se ahogan en el Jacuzzi y con docenas de chicos que cuidan piscinas, desnudos, parados junto al Jacuzzi, riéndose, señalando las ratas ahogadas, con las cabezas moviéndose al unísono al ritmo de la música procedente de unos estéreos portátiles que llevan en sus dorados brazos, me despierto y bajo y saco un Tab de la nevera y encuentro veinte miligramos de Valium en un pastillero de otro bolso metido en el hueco junto a la nevera y tomo diez miligramos. Desde la cocina oigo a la muchacha pasando el aspirador en el cuarto de estar y eso me impulsa a vestirme y voy en coche a un drugstore Thrifty de Beverly Hills y me dirijo a la farmacia, con el frasco vacío que normalmente está lleno de cápsulas negras y verdes agarrado con fuerza en la mano. Pero el local tiene aire acondicionado y está fresco y la luz de los fluorescentes y la música ambiental que suena en lo alto como un ruido de fondo tienen un claro efecto relajante y aflojo la presión sobre el frasco de plástico marrón.
En el mostrador le tiendo el frasco vacío al farmacéutico. Este se pone las gafas y mira el recipiente de plástico.
Yo me examino atentamente las uñas de la mano y trato de recordar inútilmente el título de la canción que suena por el hilo musical.
—¿Señorita? — empieza el farmacéutico con timidez.
—¿Sí? — Me quito las gafas de sol.
—Aquí dice «para una sola vez».
—¿Qué? — pregunto, sobresaltada—. ¿Dónde?
El farmacéutico señala las palabras escritas a máquina de la parte de abajo de la etiqueta sujeta con cinta adhesiva al frasco junto al nombre de mi psiquiatra y junto a eso la fecha, 10/10/83.
—Creo que el doctor Nova ha cometido algún... bueno, algún error —digo yo muy despacio, insegura, echando una nueva ojeada al frasco.
—Bien —dice el farmacéutico, suspirando—. Pues yo no puedo hacer nada.
Me vuelvo a mirar las uñas y trato de pensar en algo que decir, que, finalmente, es:
—Pero... necesito más.
—Lo siento —dice el farmacéutico, claramente molesto, cambiando el peso de un pie al otro, nervioso. Me devuelve el frasco y cuando trato de volvérselo a dar, se encoge de hombros.
—Habrá razones por las que su médico no quiso que tomara más —explica amablemente, como si hablara con un niño.
Intento reír, me paso una mano por la cara y digo alegremente:
—Oh, él siempre me gasta esas bromas.
Pienso en el modo en que me miró el farmacéutico después de que yo dijera eso cuando vuelvo en coche a casa, y paso andando junto a la muchacha, y el olor a marihuana me alcanza durante un instante y me acompaña hasta el dormitorio. Cierro la puerta con pestillo y bajo las persianas y me quito la ropa y pongo una cinta en el Betamax y me meto bajo las frescas sábanas y lloro durante una hora y trato de ver la película y tomo algo de Valium y luego registro a fondo el cuarto de baño en busca de una antigua receta de Nembutal y luego ordeno los zapatos de mi armario y pongo otra película en el Betamax y luego abro las ventanas y el olor a buganvilla penetra por entre las persianas parcialmente bajadas y fumo un pitillo y me lavo la cara.
Llamo a Martin.
—¿Diga? — responde otro chico. — ¿Martin? — pregunto de todos modos. — No, lo siento. Hago una pausa.
—¿No está Martin?
—Un momento, voy a ver.
Oigo que deja el teléfono y trato de reírme ante la idea de que alguien, un chico probablemente bronceado, rubio, como Martin, que está en el apartamento de Martin, deja el teléfono y va a buscarle por el pequeño estudio de tres habitaciones, pero al cabo de un rato no me parece nada gracioso.
El chico vuelve al aparato.
—Creo que está en la... bueno, en la playa.
El chico no parece demasiado seguro.
Yo no digo nada.
—¿Quieres dejarle algún recado? — pregunta él, con tono furtivo, al cabo de una pausa—. Espera un momento. ¿Eres Julia? ¿La chica que conocimos Mike y yo en el 385 North? ¿Con el Volkswagen?
Yo no digo nada.
—Tenías tres gramos encima y un Volkswagen blanco.
Yo no digo nada.
—¿Eres o no?
—No.
—¿No tienes un Volkswagen blanco?
—Volveré a llamar.
—Como quieras.
Cuelgo, preguntándome quién será el chico, si sabrá lo mío con Martin y preguntándome si Martin estará tumbado en la arena, tomando una cerveza, fumando un pitillo bajo una sombrilla a rayas en la playa con las gafas de sol Wayfarer puestas, el pelo peinado hacia atrás, mirando fijamente hacia donde termina la tierra y se une con el mar, o si en lugar de eso estará en la cama tumbado debajo de un poster de las Go—Go's, estudiando para un examen de química y al mismo tiempo mirando los anuncios de coches en busca de un BMW nuevo. Me quedo dormida hasta que termina la cinta del Betamax y se oye chisporrotear la electricidad estática.
Estoy sentada con mi hijo y mi hija a una mesa de un restaurante de Sunset. Susan lleva una minifalda que compró en una tienda que se llama Flip, en Melrose, una tienda que está situada no demasiado lejos de donde me quemé el dedo cuando almorzaba con Eve y Faith y Anne. Susan también lleva una camiseta blanca con las palabras LOS ÁNGELES escritas a mano con un rojo que parece sangre que no se ha secado del todo y gotea. Susan también lleva puesto un viejo chaleco Levi's con una chapa de los Stray Cats pinchada en una de las descoloridas solapas y gafas de sol Wayfarer. Agarra la rodaja de limón de su vaso de agua y la muerde. No consigo recordar si ya hemos pedido la comida o no. Me pregunto qué es un Stray Cat.
Graham está sentado junto a Susan y estoy casi segura de que está fumado. Mira por las ventanas y sigue los faros de los coches que pasan. William está llamando por teléfono a los estudios. Parece que va a cerrar un trato que no está nada mal. William no ha sido concreto con respecto a la película ni sobre quién va a participar en ella o quién la va a financiar. Sin embargo me han llegado rumores de que se trata de la continuación de una película de mucho éxito que estrenaron el año pasado, en el verano de 1982, sobre un marciano muy chistoso que tenía pinta de uva; una uva grande y triste. William ha ido al teléfono del fondo del restaurante cuatro veces desde que llegamos y tengo la sensación de que William se levanta de la mesa y se limita a quedarse al fondo del restaurante, porque en la mesa de al lado de la nuestra hay una actriz que está sentada con un surfista muy joven y la actriz mira sin parar a William siempre que éste se encuentra en la mesa y sé que la actriz se ha acostado con William y que la actriz sabe que yo lo sé y cuando se cruzan nuestras miradas durante un momento, un accidente, las dos apartamos la vista bruscamente.
Susan se pone a tararear una canción para sí misma mientras tamborilea con los dedos en la mesa. Graham enciende un pitillo, sin que le importe que digamos algo, y sus ojos, enrojecidos y medio cerrados, se le humedecen durante un momento.
—Mi coche hace algo así como un ruido raro —dice Susan—. Creo que será mejor que lo revise. — Pasa los dedos por la montura de sus gafas de sol.
—Desde luego, si hace un ruido raro, debes mirarlo —digo yo.
—Bueno, o sea, es que lo voy a necesitar. Voy a ver a los Psychedelic Furs, en el Civic, el viernes, y tengo que llevar mi coche como sea, oyes. — Susan mira a Graham—. Si es que Graham me ha conseguido las entradas.
—Sí, te he conseguido las entradas —dice Graham, con lo que suena como a gran esfuerzo—. Y ya te vale de decir «o sea».
—¿De dónde las has sacado? — pregunta Susan, tamborileando con los dedos.
—De Julian.
—No, de Julian no.
—¿Y por qué no? — Graham trata de sonar a fastidio, pero suena a cansado.
—Es un colgado, está pasado a todas horas. Probablemente habrá ligado unas entradas asquerosas. Está pasado a todas horas —repite Susan. Deja de tamborilear, mira directamente a Graham—. Igualito que tú.
Graham asiente lentamente con la cabeza y no dice nada. Antes de que pueda decirle que no discuta con su hermana, él dice:
—Sí, igualito que yo.
—Julian vende heroína —dice Susan, como quien no quiere la cosa.
Le echo una ojeada a la actriz cuya mano aprieta el muslo del surfista mientras éste come pizza.
—También es chapero —añade Susan.
Una larga pausa.
—Eso... ¿está dirigido a mí? — pregunto, suavemente.
—Eso es una tremenda mentira —consigue decir Graham—. ¿Quién te contó eso? ¿Esa puta de Valley? ¿Sharon Wheeler?
—Nada de eso. Sé que el dueño del Seven Seas se acuesta con él y que ahora Julian entra gratis y tiene toda la coca que quiere. — Susan suspira, sonríe cansinamente—. Además, resulta irónico que los dos tengan herpes.
Esto hace que Graham se ría por algún motivo y dé una calada a su pitillo y diga:
—Julian no tiene herpes y no se lo contagió el dueño del Seven Seas. — Pausa, expulsa el humo, luego—: Tiene una enfermedad venérea por culpa de Dominique Dentrel.
William se sienta.
—Dios santo, mis hijos están hablando de «éxtasis» y de maricas, vaya por Dios... quítate esas malditas gafas de sol, Susan. Estamos en Spago, no en el jodido club de la playa. — William termina la botella de un vino espumoso que por lo visto había perdido el gas unos veinte minutos antes. Nos lanza una ojeada a la actriz y a mí y dice—: Vamos a ir a la fiesta de los Schrawtz el viernes por la noche.
Estoy toqueteando mi servilleta y enciendo un pitillo.
—Yo no quiero ir a esa fiesta de los Schrawtz del viernes por la noche —digo sin alzar la voz, echando el humo.
William me mira y enciende un pitillo y dice, también sin alzar la voz, mirándome directamente:
—Entonces ¿qué es lo que quieres hacer en lugar de eso? ¿Dormir? ¿Quedarte tumbada junto a la piscina? ¿Contar tus zapatos?
Graham baja la vista, riéndose tontamente.
Susan da un sorbo a su agua, echa una ojeada al surfista.
Al cabo de un rato les pregunto a Susan y Graham cómo les va en la universidad.
Graham no responde.
Susan dice:
—Muy bien. Belinda Laurel tiene herpes.
Me pregunto si a Belinda Laurel se lo habrá contagiado Julian o el dueño del The Seven Seas. Tampoco estoy pasando un buen rato al aguantarme las ganas de preguntarle a Susan qué es un Stray Cat.
Graham habla desganadamente, dice:
—Se lo pegó Vince Parker, cuyos padres le compraron un 928 aunque saben que se mete cantidades de tranquilizantes para animales.
—Eso es... —Susan hace una pausa, busca la palabra adecuada.
Yo cierro los ojos y pienso en el chico que descolgó el teléfono en el apartamento de Martín.
—Asqueroso —termina Susan.
Graham dice:
—Sí, asqueroso de verdad.
William lanza una ojeada a la actriz que mete mano al surfista, y haciendo una mueca dice:
—Dios mío, chicos, sois unos morbosos. Voy a hacer otra llamada.
Graham, con pinta de cansado y resacoso, mira por la ventana hacia la Tower Records del otro lado de la calle con una nostalgia que me sorprende y luego cierro los ojos y pienso en el color del agua, en un limonero, una cicatriz.
El jueves por la mañana llama mi madre. La muchacha entra en mi habitación a las once y me despierta diciendo:
—Teléfono, su madre, su madre, señora[2].
—No estoy aquí, Rosa, no estoy aquí...'' —digo yo y me vuelvo a dormir.
Después de despertar a la una y dirigirme a la piscina fumando un pitillo y tomando una Perrier, el teléfono suena en la caseta del jardín y comprendo que tendré que hablar con mi madre con objeto de librarme de ella. Rosa descuelga de modo que el teléfono deja de sonar, y eso hace que vuelva a la casa principal.
—Sí, soy yo. — Mi madre parece estar sola y enfadada—. ¿Dónde estabas? Llamé antes.
—Sí. — Suspiro—. De compras.
—Ah. — Pausa—. ¿Y qué compraste?
—Bueno... cosas para los perros —digo yo, y luego—: Estuve comprando unas cosas —y luego—: Para los perros —y luego—: ¿Cómo estás?
—¿Tú cómo crees que estoy?
Suspiro, me tumbo en la cama.
—No lo sé. ¿Como siempre? — y luego, al cabo de un momento—: No llores —digo—. Por favor. No llores, por favor.
—Resulta todo tan sin sentido... Continúo viendo al doctor Scott todos los días y sigo esa terapia y él no deja de decir «Saldrá adelante, saldrá adelante» y yo siempre le pregunto «¿Qué es eso de que saldré adelante», «¿Qué es eso de que saldré adelante?». Y luego... —Mi madre se interrumpe, sin aliento.
—¿Todavía te receta Demerol?
—Sí —dice ella, suspirando—. Todavía sigo con el Demerol.
—Bien, eso está... bien.
La voz de mi madre se vuelve a quebrar.
—No sé si podré seguir tomándolo. Mi piel, está toda... mi piel...
—Por favor.
—... amarilla. Está toda amarilla.
Enciendo un pitillo.
—Por favor. — Cierro los ojos—. Todo irá perfectamente.
—¿Dónde están Graham y Susan?
—Están... en clase —digo yo, tratando de no parecer demasiado dubitativa.
—Me habría gustado hablar con ellos —dice—. A veces los echo de menos, ya sabes.
Apago el pitillo.
—Sí. Bien. También ellos... te echan de menos, ya sabes, sí... —Lo sé.
Tratando de entablar conversación, pregunto:
—Oye, ¿que has hecho últimamente?
—Acabo de volver de la clínica y me dedicaba a ordenar el desván y encontré aquellas fotos que sacamos aquellas Navidades en Nueva York. Las estaba buscando. Tú tenías doce años. Cuando nos alojamos en el Carlyle.
En los últimos quince días mi madre parece que siempre está ordenando el desván y encontrando las mismas fotografías de aquellas Navidades en Nueva York. Recuerdo vagamente las Navidades. Las horas que tardó en elegir un vestido para que me lo pusiese en Nochebuena, luego el modo en que me cepilló el pelo con toques que se prolongaban mucho. Un espectáculo de Navidad en Radio City Music Hall y el bastón de caramelo que comí durante el espectáculo, que parecía un Santa Claus delgado y asustado. Además, estaba la noche en que mi padre apareció borracho en el Plaza y la pelea entre mis padres en el taxi durante el camino de vuelta al Carlyle y cómo les oí discutir aquella misma noche, más tarde, y que se rompían copas o vasos en la habitación de al lado de la mía. Una cena de Navidad en La Grenouille, en la que mi padre intentó besar a mi madre y ella se apartó. Pero lo que recuerdo con más claridad y lo que más me asusta es que durante ese viaje no nos hicimos fotos.
—¿Cómo está William? — pregunta mi madre cuando no le comento nada de las fotos.
—¿Qué? — pregunto yo, sorprendida, retomando la conversación.
—William. Tu marido —y luego, con cierto retintín—: Mi yerno. William.
—Está bien. Bien. Está bien. — La actriz de la mesa vecina a la nuestra de ayer por la noche en Spago besó al surfista en la boca cuando él quitó con un cuchillo el caviar de la pizza, y cuando me levanté para irme, me sonrió. Mi madre, con la piel amarilla, su cuerpo delgado y frágil debido a la falta de alimento, se muere en una casa enorme y vacía que da a la bahía de San Francisco. El chico que se ocupa de la piscina ha puesto trampas con mantequilla de cacahuete en el borde de la piscina. Sin precisión, con desgana.
—Me alegro.
No decimos nada durante casi dos minutos. Yo llevo la cuenta y oigo el tictac del reloj y a la muchacha tarareando una canción mientras limpia las ventanas de la habitación de Susan, y enciendo otro pitillo y espero que mi madre cuelgue pronto. Por fin mi madre se aclara la voz y dice algo.
—Se me está cayendo el pelo.
Tengo que colgar.
El psiquiatra al que voy, el doctor Nova, es joven y está bronceado y tiene un Peugeot y lleva trajes de Giorgio Armani y posee una casa en Malibú y se queja con frecuencia del servicio de Trumps. Su consulta está en Wilshire y se encuentra en un gran complejo de estuco frente a un Neiman Marcus y los días en que le voy a ver habitualmente aparco el coche en el Neiman Marcus y recorro la tienda hasta que compro algo y luego cruzo la calle. Hoy, en su consulta del décimo piso, el doctor Nova me cuenta que ayer por la noche durante una fiesta en el Colony una persona «intentó ahogarse». Le pregunto si era uno de sus pacientes. El doctor Nova dice que era la mujer de una estrella de rock cuyo single había sido número dos en la lista del Billboard durante las últimas tres semanas. Empieza a contarme quién más estaba en la fiesta cuando le tengo que interrumpir.
—Necesito que me vuelvas a recetar Librium.
El enciende un delgado pitillo italiano y pregunta:
—¿Por qué?
—No me preguntes por qué. — Bostezo—. Limítate a recetármelo.
El doctor Nova expulsa el humo, luego pregunta:
—¿Y por qué no te lo puedo preguntar?
Yo estoy mirando por la ventana.
—Porque te pido que no me lo preguntes —digo, en voz bastante baja—. Y porque te pago ciento treinta y cinco dólares por hora.
El doctor Nova da una calada a su pitillo, luego mira por la ventana. Al cabo de un rato pregunta, cansinamente:
—¿En qué estás pensando?
Yo sigo mirando por la ventana, ida, observando las palmeras agitadas por un viento ardiente que se destacan ante un cielo naranja y, debajo de ellas, un cartel de Forest Lawn.
El doctor Nova se aclara la voz.
Ligeramente irritada, digo:
—Limítate a extenderme la receta y... —Suspiro—. ¿De acuerdo?
—Sólo me preocupaba por ti.
Sonrío agradecida, incrédula. Él mira mi sonrisa, extrañado, inseguro, sin entender a qué se debe.
Veo el pequeño y viejo Porsche de Graham en Wilshire Boulevard y le sigo, sorprendida de que conduzca con tanto cuidado, de que encienda los intermitentes cuando quiere cambiar de carril, de cómo reduce la marcha y empieza a frenar ante los semáforos en amarillo y luego se detiene del todo cuando se ponen rojos, del cuidado con que conduce el coche por la carretera. Supongo que Graham se dirige a casa, pero cuando pasa Robertson, le sigo.
Graham sigue por Wilshire hasta que gira a la derecha por una calle lateral, después de atravesar Santa Monica. Me detengo en una estación de servicio Mobil y le observo mientras se detiene en el camino de entrada de un enorme edificio de apartamentos blanco. Aparca el Porsche detrás de un Ferrari rojo y se apea, pasea la vista alrededor. Me pongo las gafas de sol, subo el cristal de la ventanilla. Graham llama con los nudillos en la puerta de uno de los apartamentos que dan a la calle y el chico que estaba a principios de semana en la cocina de casa, el que miraba la piscina, abre la puerta y Graham entra y se cierra la puerta. Graham sale de la casa veinte minutos después en compañía del chico que sólo lleva puestos unos shorts, y se estrechan la mano. Graham se tambalea camino de su coche, dejando caer las llaves. Se agacha para recogerlas y después de tres intentos por fin las agarra. Se sube al Porsche, cierra la puerta y se mira el regazo. Luego se lleva el dedo a la boca y se lo chupa, levemente. Satisfecho, vuelve a bajar la vista hacia el regazo, mete algo en la guantera y se aleja del Ferrari marcha atrás y luego continúa por Wilshire.
De repente dan unos golpecitos en la ventanilla del acompañante y yo levanto la vista, sobresaltada. Es un guapo empleado de la estación de servicio que me pide que mueva el coche, y cuando arranco, en mi línea de visión se interpone una imagen de cuya validez tengo alguna duda: Graham en la fiesta de su sexto cumpleaños, con unos pantalones cortos grises, una camisa cara, mocasines, apagando todas las velas de una tarta de cumpleaños de los Picapiedra y William sacando un triciclo Big Wheel del maletero de un Cadillac plateado y un fotógrafo haciéndole una foto a Graham montado en el Big Wheel en el camino de entrada a casa, en la pradera y finalmente junto a la piscina. Mientras conduzco por Wilshire intento recordar algo más, pero no puedo, y cuando llego a casa no está el coche de Graham.
Estoy tumbada en una cama del apartamento de Martin en Westwood. Martin ha puesto la MTV y sigue con los labios lo que canta Prince y tiene las gafas de sol puestas y está desnudo y hace como que toca la guitarra. El aire acondicionado está conectado y casi puedo oír su zumbido, y trato de localizar de dónde procede, y Martin se pone a bailar delante de la cama, con un pitillo sin encender colgándole de los labios. Me doy la vuelta en mi lado de la cama. Martin quita el sonido del televisor y pone un antiguo álbum de los Beach Boys. Enciende el pitillo. Me tapo con la ropa de cama. Martin salta a la cama, se tumba a mi lado, desnudo, subiendo y bajando las piernas. Noto que alza la piernas muy despacio, y que luego las baja, todavía más despacio. Deja de hacer esto y entonces me mira. Busca debajo de la ropa de cama y se ríe burlonamente.
—Tienes las piernas suaves de verdad.
—Me he hecho la cera,
—Tremendo.
—Tuve que tomar una botella pequeña de Absolut para soportarlo.
De repente Martin se levanta de un salto, se pone encima de mí, gruñendo, imitando a un león o a un tigre o de hecho a un felino muy grande. Los Beach Boys están cantando No sería agradable. Doy una calada a su pitillo y alzo la vista hacia Martín que está muy bronceado y es fuerte y joven y tiene unos ojos azules que son tan imprecisos e inexpresivos que es imposible que no encandilen. En la pantalla del televisor hay una mazorca de maíz en blanco y negro y debajo de la mazorca las palabras «Muy importante».
—¿Estuviste ayer en la playa? — pregunto.
—No. — Sonríe—. ¿Por qué? ¿Creíste verme allí?
—No. Sólo lo suponía.
—Soy el que está más moreno de mi familia.
Tiene como media erección y me coge la mano y la coloca en torno al glande, guiñándome el ojo sarcásticamente. Quito la mano y le paso los dedos por el estómago y el pecho y luego le toco los labios y él se echa hacia atrás.
—Me pregunto qué pensarían tus padres si supieran que una amiga suya se acuesta con su hijo —murmuro.
—Tú no eres amiga de mis padres —dice Martin, dejando de sonreír durante un instante.
—No, sólo juego al tenis con tu madre dos veces por semana.
—Ya me gustaría saber quién es la que gana esos partidos. — Pone los ojos en blanco—. No quiero hablar de mi madre. — Trata de besarme. Yo le aparto y él se queda tumbado allí y se pone a toquetearse y tararea la letra de otra canción de los Beach Boys.
—¿Sabías que tengo un peluquero que se llama Lance y que Lance es homosexual? Creo que tú dirías que es «un homosexual total». Se maquilla y se pone joyas y habla muy afectadamente y constantemente me habla de sus jóvenes novios y es afeminado en grado extremo. De todos modos, fui hoy a su peluquería porque esta noche tengo que asistir a la fiesta de los Schrawtz, de modo que entré en el local y le dije a Lillian, la mujer que concierta las citas, que tenía hora con Lance y Lillian dijo que Lance se había tomado la semana libre y yo me quedé muy decepcionada y dije: «Bueno, pues nadie me lo había dicho», y luego: «¿Dónde está Lance? ¿Haciendo un crucero o algo así?», y Lillian me miró y dijo: «No, no está haciendo un crucero ni nada de eso. Su hijo se mató en un accidente de coche cerca de Las Vegas ayer por la noche», y yo volví a concertar otra cita y salí de la peluquería. — Miro a Martin—. ¿No lo encuentras extraño?
Martin está mirando al techo y luego me mira a mí y dice:
—Sí, extraño de verdad. — Se levanta de la cama.
—¿Adonde vas? — pregunto.
Se pone los calzoncillos.
—Tengo clase a las cuatro.
—¿Y no puedes faltar?
Martin se sube la cremallera de sus vaqueros desgastados y se pone un polo y unas playeras y cuando yo me siento en el borde de la cama, cepillándome el pelo, él se sienta a mi lado y, con una sonrisa muy juvenil, pregunta:
—Pequeña, ¿me podrías prestar sesenta pavos? Tengo que pagarle a un tipo las entradas para Billy Idol y se me olvidó ir al cajero automático y me encuentro en un lío... —La voz se le apaga.
—Sí. — Busco en mi bolso y le doy a Martin cuatro billetes de veinte y él me besa en el cuello y dice, como por cumplir:
—Gracias, pequeña. Te lo devolveré.
—Sí, me lo devolverás. Y no me llames pequeña.
—Puedes irte cuando quieras —dice mientras abre la puerta.
El Jaguar se avería en Wilshire. Voy conduciéndolo y el techo está abierto y la radio puesta y de repente el coche da unos tirones y comienza a inclinarse a la derecha. Piso el acelerador y lo hundo hasta la tabla y el coche vuelve a dar unos tirones y a inclinarse a la derecha. Aparco el coche, atravesado, junto al bordillo, cerca del cruce de Wilshire y La Ciénega, y al cabo de un par de minutos de intentar arrancarlo de nuevo quito las llaves de contacto y me quedo sentada en el Jaguar averiado con el techo abierto y oyendo pasar el tráfico. Por fin me apeo del coche y encuentro una cabina telefónica en la gasolinera Mobil del cruce de La Ciénega y llamo a Martin, pero responde otra voz, esta vez la de una chica, y me dice que Martin está en la playa y yo cuelgo y llamo a los estudios pero un ayudante de William me dice que éste está en el Polo Lounge con el director de su próxima película y aunque sé el número del Polo Lounge no llamo. Pruebo en casa, pero no están ni Graham ni Susan y la muchacha ni siquiera parece reconocer mi voz cuando le pregunto dónde están y cuelgo el teléfono antes de que Rosa pueda decir nada más. Me quedo en la cabina telefónica cerca de veinte minutos y pienso en Martin empujándome fuera de la terraza de su apartamento de Westwood. Por fin salgo de la cabina telefónica y consigo que un empleado de la estación de servicio llame al Auto Club y vienen y se llevan el Jaguar con una grúa al concesionario Jaguar de Santa Mónica donde mantengo una humillante conversación con una persa que se llama Normandie y me llevan en coche a casa, donde me tumbo en la cama y trato de dormir pero llega William y me despierta y le cuento lo que ha pasado y él murmura «muy típico» y dice que tenemos que ir a una fiesta y que la cosa se pondrá fea si no empezamos a prepararnos enseguida.
Me estoy cepillando el pelo. William está de pie ante el lavabo, afeitándose. Sólo lleva puestos unos pantalones blancos, con la cremallera bajada. Yo llevo puesta una falda y un sostén y me pongo una blusa y entonces dejo de cepillarme el pelo. William se lava la cara, luego se la seca con una toalla.
—Ayer recibí una llamada en los estudios —dice—. Una llamada muy interesante. — Pausa—. Era de tu madre, lo cual es raro de verdad. Primero, porque tu madre nunca había llamado a los estudios, y después porque a tu madre nunca le he gustado demasiado.
—Eso no es cierto —digo yo, luego me echo a reír.
—¿Sabes qué me dijo?
Yo no digo nada.
—Vamos, vamos, a ver si lo adivinas —dice él, sonriendo—. ¿No vas a intentar adivinarlo?
Yo no digo nada.
—Me dijo que le colgaste el teléfono. — William hace una pausa—. ¿Es cierto eso?
—¿Y qué si lo fuera? — Dejo el cepillo del pelo y me vuelvo a pintar los labios pero me tiemblan las manos y dejo de hacerlo y luego agarro el cepillo y comienzo a cepillarme el pelo otra vez. Por fin, levanto la vista hacia William, que me está mirando fijamente por el espejo, y digo sencillamente—: Sí.
William se dirige al armario y coge una camisa.
—La verdad es que pensaba que no era cierto. Se me ocurrió que a lo mejor el Demerol la afectaba o algo —dice, secamente. Me pongo a cepillarme el pelo con toques rápidos y breves—. ¿Por qué? — pregunta, curioso.
—No lo sé —digo yo—. Creo que no era capaz de hablar con ella.
—¿Le colgaste el teléfono a tu propia madre? — Se ríe.
—Sí. — Dejo el cepillo del pelo—. ¿Por qué te interesa tanto? — pregunto, súbitamente deprimida por el hecho de que el Jaguar tenga que estar en el taller cerca de una semana. William se limita a estar allí parado.
—¿Es que no quieres a tu madre? — pregunta, subiéndose la cremallera de los pantalones, luego se abrocha un cinturón Gucci—. Por Dios bendito, ¿es que no te das cuenta de que se está muriendo de cáncer?
—Estoy cansada. Por favor, William —digo.
—¿Y me quieres a mí? — pregunta él.
Se vuelve a dirigir al armario y saca una chaqueta.
—No. Creo que no. — Pronuncio estas palabras con claridad y me encojo de hombros—. Ya no.
—¿Y a tus puñeteros hijos? — Suspira.
—Nuestros puñeteros hijos.
—Nuestros puñeteros hijos. No te pongas tan pesada.
—Creo que tampoco —digo—. No estoy... segura.
—¿Por qué no? — pregunta él, sentándose en la cama y poniéndose unos mocasines.
—Porque... —Miro a William—. No los conozco.
—Vamos a ver, pequeña, eso es una evasiva —dice él, en tono de burla—. Yo creía que eras de las que decían que es más fácil que a uno le gusten los desconocidos.
—No —digo yo—. Eras tú el que lo decías y con relación al follar.
—Bien, pues como no parece que tengas ningún apego a nadie con quien no follas, creo que estamos de acuerdo en eso. — Se hace el nudo de la corbata.
—Estoy temblando —digo yo, confundida por el último comentario de William, preguntándome si me habré perdido una parte de su frase.
—Por el amor de Dios, necesito un pico —dice él—. ¿Podrías prepararme tú la jeringuilla? La insulina está ahí —dice, haciendo un gesto. Se quita la chaqueta, se desabrocha la camisa.
Mientras lleno una jeringuilla de plástico con insulina, tengo que resistir el impulso de llenarla de aire y luego clavársela en una vena y ver cómo se le contrae la cara, cómo se derrumba el cuerpo al suelo. Lleno la jeringuilla de insulina. Él deja al aire el antebrazo. Cuando clavo la aguja, digo:
—Eres un cabrón.
William mira al suelo y dice:
—No tengo ganas de seguir hablando.
Terminamos de vestirnos, en silencio, y luego salimos en dirección a la fiesta.
Mientras vamos en coche por Sunset con William al volante, un vaso de vodka sujeto entre sus piernas y el techo abierto y un viento ardiente soplando y un sol naranja poniéndose a lo lejos, le toco la mano con la que sujeta el volante y él la aparta y se lleva el vaso de vodka a la boca y cuando tomamos una curva y pasamos por Westwood puedo distinguir el apartamento de Martin.
Después de atravesar las colinas y encontrar la casa y después de que William le deje el coche a un criado y antes de dirigirnos a la entrada principal, vemos a una muchedumbre de fotógrafos alineada detrás de un cordón, y William me dice que sonría.
—Sonríe —me susurra—. O por lo menos inténtalo. No quiero ver otra foto como la última del Hollywood Reporter donde tienes esa cara de subnormal.
—Estoy cansada, William. Estoy cansada de ti. Estoy cansada de estas fiestas. Estoy cansada.
—El tono de tu voz podría haberme encandilado —dice él, agarrándome bruscamente del brazo—. Limítate a sonreír, ¿vale? Sólo hasta que hayamos pasado por delante de los fotógrafos. Luego me la suda lo que hagas o dejes de hacer.
—Eres... espantoso —digo yo.
—Tú no eres mucho mejor —dice él, tirando de mí.
William habla con un actor del que estrenan una película la semana que viene y estamos junto a la piscina y junto al actor hay un chico muy joven y muy bronceado que no escucha la conversación. Mira fijamente la piscina, con las manos en los bolsillos. Un viento cálido desciende de los desfiladeros y el pelo rubio del chico se mantiene perfectamente peinado. Desde donde me encuentro distingo los carteles, unos rectángulos débilmente iluminados, de Sunset, con luces fluorescentes. Doy un trago a mi copa y vuelvo a mirar al chico que continúa con la vista clavada en el agua iluminada. Toca un grupo y la suave y cadenciosa música y la luz procedente de la piscina y el chico tan guapo y los toldos a rayas amarillas y blancas que se levantan en una pradera alargada, espaciosa, y el viento cálido y las palmeras, con la Luna destacando sus frondas, actúan como anestésicos. William y el actor hablan de la mujer de una estrella de rock que trató de ahogarse en Malibú y el chico rubio al que miro fijamente aparta la vista que tenía clavada en la piscina y por fin se pone a escuchar.
4
EN LAS ISLAS
Estoy mirando a mi hijo por el cristal de la ventana del quinto piso del edificio de oficinas del que soy dueño. Hace cola con otra persona para ver La fuerza del cariño, una película que proyectan al otro lado de la plaza donde yo trabajo. No deja de alzar la vista hacia la ventana detrás de la cual estoy parapetado. Hablo por teléfono con Lynch, que me relata los términos definitivos de un contrato en el que trabajamos la semana pasada en Nueva York aunque de hecho yo no le escucho. Miro a través del cristal, contento de que Tim no me pueda ver, de que no nos podamos saludar con la mano. Su amigo y él se limitan a hacer cola para entrar. Su amigo, creo que se llama Sam o Graham o algo así, se parece mucho a Tim: alto, rubio y bronceado, los dos con pantalones vaqueros desgastados y camisetas rojas de la USC. Tim vuelve a alzar la vista hacia la ventana. Yo levanto la mano deslizándola por el cristal sorprendentemente frío y la mantengo así. Lynch dice que como es Acción de Gracias a lo mejor me apetece reunirme con O'Brien, Davies y él para ir a Las Cruces de pesca este fin de semana. Le digo a Lynch que me llevo a Tim a pasar cuatro días en Hawai. Graham le susurra algo a Tim en el oído y los movimientos de Graham y la sonrisa que sigue casi me parecen lascivos y se me pasa por la cabeza la idea de que se acuestan juntos y Lynch dice que a lo mejor hablamos otra vez después de que yo vuelva de Hawai. Cuelgo, apartando la mano de la ventana. Tim enciende un pitillo y vuelve a alzar la vista hacia mi ventana. Yo me quedo allí, mirándole fijamente, con ganas de que no fume. Entonces Kay me grita desde su mesa:
—¿Les? Tienes a Fitzhugh en la línea tres.
Le digo a la chica que no estoy y me quedo junto a la ventana hasta que la fila va entrando y Tim desaparece por las puertas del vestíbulo y cuando me marcho pronto del despacho, hacia las cuatro, y estoy en el aparcamiento subterráneo, me apoyo en un Ferrari plateado y me aflojo la corbata, con las manos temblorosas debido al esfuerzo que me exige abrir la puerta del coche, y luego me marcho de Century City.
He vuelto a hacer y deshacer muchas veces la maleta más grande que tengo, inseguro de qué llevar aunque he estado con frecuencia en el Mauna Kea, pero esta noche, en este preciso momento, estoy teniendo problemas.
Debería comer algo —ya son más de las nueve—, pero no tengo demasiado apetito por culpa del Valium que tomé a primera hora de la tarde. En la cocina encuentro una caja de Triscuits y desganadamente tomo tres. Suena el teléfono mientras estoy volviendo a hacer la maleta, doblando una vez más un par de camisas.
—Tim no quiere ir —dice Elena.
—¿Qué quieres decir con eso de que Tim no quiere ir? — pregunto.
—No quiere ir, Les.
—Déjame hablar con él.
—No está en casa.
—Déjame hablar con él, Elena —repito.
—No está en casa.
—Ya he hecho las reservas. ¿Es que no sabes lo difícil que resulta conseguir habitaciones en el puñetero Mauna Kea durante el Día de Acción de Gracias?
—Sí, lo sé.
—Va a venir, Elena, tanto si quiere como si no.
—Oh, Les, por el amor de Dios...
—¿Por qué no quiere venir? — pregunto.
Elena hace una pausa.
—No cree que lo vaya a pasar bien.
—No quiere porque yo no le gusto.
—Maldita sea, Les, deja de sentir compasión por ti mismo —dice ella, aburrida—. Eso no es... verdad.
—¿Entonces qué es lo que pasa?
—Lo que pasa es...
—¿Lo que pasa qué es? ¿Qué demonios es lo que pasa, Elena?
—Lo que pasa es que... probablemente se sienta incómodo porque... —Elena pronuncia el resto de la frase con mucho cuidado— vayáis solos los dos cuando nunca habéis estado fuera de aquí solos.
—Quiero llevarme a mi hijo a Hawai un par de días, sin sus hermanas, sin su madre —digo yo, y luego—: Por Dios, Elena, nunca nos vemos.
—Me hago cargo, Les, pero ya tiene diecinueve años, por el amor de Dios —dice ella—. Si no quiere ir contigo yo no puedo obligarle a...
—No quiere ir porque yo no le gusto —digo, en voz muy alta, interrumpiéndola—. Lo sabes perfectamente. Yo también lo sé perfectamente. Y estoy completamente seguro de que fue él quien te obligó a que llamaras.
—Si crees eso de verdad, ¿entonces por qué le quieres llevar? — pregunta Elena—. ¿Crees que tres días van a cambiar algo entre vosotros?
Vuelvo a doblar otra camisa y la meto en la maleta, luego me siento en la cama.
—Me molesta mucho tener que intervenir en este asunto —dice por fin ella.
—Maldita sea —grito yo—. No debió haberte metido en esto.
—No grites.
—Me la suda. Mañana iré a recogerle a las diez y media tanto si ese hijoputa quiere ir como si no.
—Les, no chilles.
—Bien, pues no me saques de mis casillas.
—No quiero... —Elena vacila—. Todo esto no me hace ninguna gracia. Preferiría mantenerme al margen. Me molesta mucho tener que intervenir.
—Elena —le advierto—. Dile que va a venir. Sé que está ahí. Dile que va a venir.
—Les, ¿qué piensas hacer si decide que no va a ir? — pregunta ella—. ¿Matarle?
En el fondo de su casa, en su dormitorio, cierran de un portazo. Oigo suspirar a Elena.
—No me gusta tener que hacer esto. No me gusta tener que intervenir. ¿Quieres hablar con las chicas?
—No —murmuro yo.
Cuelgo el teléfono, luego salgo a la terraza del ático con la caja de Triscuits y me quedo junto a un naranjo. Circulan coches por la autopista, una hilera de color rojo, otra hilera de luces blancas, y cuando se me ha pasado el enfado, me queda una sensación de inquietud que parece extraña y desesperadamente artificial. Llamo a Lynch para decirle que me reuniré con él y O'Brien y Davies en Las Cruces pero contesta la novia de Lynch y cuelgo.
La limusina me recoge en mi oficina de Century City a las diez en punto. El chófer, Chuck, mete mis dos bolsas en el maletero después de abrirme la puerta. Camino de Encino para recoger a Tim, me sirvo un Stolichnaya, solo, con hielo, y me sorprende lo rápido que lo termino. Me sirvo otro medio vaso con mucho hielo y meto una cinta de Sondheim en el estéreo y luego me echo hacia atrás en el asiento y miro por las ventanillas de cristales ahumados de la limusina mientras ésta avanza por Beverly Glen hacia la casa de Encino donde Tim pasa unos días mientras está de vacaciones en la USC.
La limusina se detiene delante de la gran casa de piedra y distingo el Porsche negro de Tim que le compré cuando consiguió graduarse a duras penas en Buckley, aparcado junto al garaje. Tim abre la puerta principal de la casa, seguido por Elena, que saluda insegura con la mano en dirección a los cristales ahumados de la limusina y luego vuelve a meterse rápidamente en la casa y cierra la puerta.
Tim, que lleva una chaqueta de sport a cuadros, vaqueros y un polo blanco, tiene dos bolsas en las manos, se dirige a Chuck, que agarra el equipaje y le abre la puerta. Tim sonríe nerviosamente cuando entra.
—Hola —dice.
—Hola, Tim, ¿cómo te va? — pregunto, dándole una palmada en la rodilla.
Se retuerce, continúa sonriendo, con aspecto de cansado, intentando no parecer cansado, lo que le hace parecer todavía más cansado.
—Bien, bien, estoy estupendamente. — Se interrumpe durante un momento y luego pregunta, con desgana—: ¿Y cómo te va a ti?
—Bueno, estoy perfectamente. — Huelo a algo extraño, como a hierbas, que despide su chaqueta y me imagino a Tim en su habitación, sentado en la cama, esta mañana, fumando marihuana con una pipa, para reunir el valor suficiente. Espero que no lleve marihuana encima.
—Esto es... estupendo —dice él, paseando la vista por la limusina.
No sé qué decir de modo que le pregunto si quiere una copa.
—No, no me hace falta —dice.
—Venga, chico, toma una copa. — Me sirvo otro vodka con hielo.
—No me hace falta —dice él, esta vez con menos firmeza.
—De todos modos te serviré una.
Sin preguntarle lo que quiere le sirvo un Stolichnaya con hielo.
—Gracias —dice él, cogiendo el vaso, y dando un sorbo con mucho cuidado, como si estuviera envenenado.
Subo el volumen del estéreo y me retrepo en el respaldo y pongo los pies en el asiento de enfrente.
—¿Te van bien las cosas? — pregunto.
—No demasiado.
—¿No?
—Más o menos. ¿Cuándo sale el avión?
—A las doce en punto —digo yo, como quien no quiere la cosa.
—Oh —dice él.
—¿Qué tal anda el Porsche? — pregunto, al cabo de un rato.
—Bien, bien. Anda bien —concede, encogiéndose de hombros.
—Estupendo.
—¿Y qué tal... el Ferrari?
—Bien, aunque ya sabes, Tim, es una pena usarlo en la ciudad —digo yo, agitando mi vaso y haciendo tintinear el hielo—. No lo puedo conducir tan rápido como quisiera.
—Claro. — Piensa en eso, asintiendo con la cabeza.
La limusina entra en la autopista y empieza a tomar velocidad. La cinta de Sondheim termina.
—¿Quieres oír algo? — pregunto.
—¿Cómo? — pregunta, nervioso.
—Que si quieres oír algo de música.
—Oh. — Piensa en ello, todavía más nervioso—. Bueno, como tú quieras.
Sé que quiere oír algo de modo que enciendo la radio y encuentro una emisora de rock duro.
—¿Te apetece oír esto? — pregunto, sonriendo, subiendo el volumen...
—Da lo mismo —dice él, mirando por la ventanilla—. Está bien.
No me gusta nada este tipo de música y me cuesta mucho esfuerzo y otro vaso de vodka no poner de nuevo la cinta de Sondheim. El vodka no me está haciendo el efecto esperado.
—¿Quiénes son? — pregunto, haciendo un gesto hacia la radio.
—Bueno, creo que son Devo —dice Tim.
—¿Quiénes? — Le he oído.
—Un grupo que se llama Devo.
—¿Devo?
—Sí.
—Devo.
—Eso es —dice él, mirándome como si yo fuera idiota.
—Muy bien. — Me echo hacia atrás en el asiento.
Devo termina. Suena otra canción todavía más estruendosa.
—¿Quiénes son? — pregunto.
Él me mira, se pone las gafas de sol y dice:
—Missing Persons.
—¿Missing Persons? ¿Personas desaparecidas, quieres decir? — pregunto.
—Sí. — Se ríe un poco.
Asiento con la cabeza y bajo uno de los cristales ahumados.
Tim da un sorbo a su vaso y luego lo vuelve a dejar en el regazo.
—¿Estuviste ayer en Century City? — le pregunto.
—No. No estuve —dice sin entonación, sin emoción.
—Oh —digo yo, terminando mi copa.
Por fin se acaba la canción de Missing Persons. Interviene el locutor, que hace una broma, diciendo tonterías sobre unas entradas gratis para el concierto de fin de año que tendrá lugar en Anaheim.
—¿Trajiste tu raqueta? — pregunto, sabiendo que la traía, pues había visto que Chuck la metía en el maletero.
—Sí. Traje mi raqueta —dice Tim, llevándose el vaso a la boca y haciendo como que bebe.
Una vez en el avión, en primera clase, yo en el pasillo, Tim en el lado de la ventanilla, me noto un poco menos tenso. Tomo un poco de champán, Tim tiene un vaso de naranjada. Lleva el walkman puesto, lee un GQ que compró en el aeropuerto. Yo me pongo a leer el ejemplar de Hawai de James Michener que llevo al Mauna Kea siempre que voy y pongo mis auriculares en «Música hawaiana» y oigo cantar a Don Ho Tiny Bubbles una vez y otra y otra mientras volamos hacia las islas.
Después del almuerzo le pido a la azafata una baraja de cartas y Tim y yo jugamos unas cuantas manos de gin y le gano las cuatro partidas. Él mira por la ventanilla hasta que empieza la película. Mira la película y yo leo Hawai y tomo ron y Coca—Cola y después de la película Tim hojea el GQ, mira por la ventanilla la extensión de mar por debajo de nosotros. Me levanto y voy tambaleándome un poco borracho a la parte de arriba y tomo un Valium y vuelvo a bajar cuando nos disponemos a aterrizar en Hilo y cuando tomamos tierra Tim agarra con fuerza el GQ hasta que lo arruga y el avión se acerca a la puerta de embarque hasta detenerse.
Cuando nos bajamos del avión, una chica hawaiana de rostro dulce nos pone dos lei de color púrpura alrededor del cuello y nos encontramos con el chófer a la salida y se hace cargo de nuestro equipaje y nos sentamos en la limusina, sin hablar mucho, mirándonos apenas el uno al otro, y mientras vamos en el vehículo atravesando la humedad de la tarde a lo largo de la costa, Tim juguetea con la radio y sólo consigue encontrar una emisora de Hilo que pone antiguas canciones de los años 60. Miro a Tim y Mary Wells empieza a cantar Mi chico y él se limita a seguir allí sentado con el lei púrpura, que ya empieza a ponerse marrón, colgándole del cuello, con unos ojos inexpresivos que miran tristemente por las ventanillas de cristales ahumados, que observan la tierra verde, mientras sigue todavía agarrando con fuerza el GQ y me pregunto si estoy haciendo bien las cosas. Tim me devuelve la mirada y yo aparto la vista y una imaginaria sensación de paz nos invade tranquilamente a los dos, respondiendo a mi pregunta.
Tim y yo estarnos sentados en el comedor principal del Mauna Kea. El comedor tiene una pared abierta a la noche y distingo el lejano sonido de las olas que rompen en la playa. Entra la brisa en la sala en penumbra y la llama de nuestra vela titila durante unos momentos. Las campanillas que cuelgan del techo suenan suavemente. El chico hawaiano del piano colocado sobre un pequeño estrado semiiluminado que hay junto a la pista de baile toca Mack el navaja mientras dos parejas bastante mayores bailan tímidamente en la penumbra. Tim intenta, discretamente, encender un pitillo. La risa de una mujer se impone en el enorme comedor, dejándome, por algún motivo, desorientado.
—Por favor, Tim, no fumes —digo yo, tomando mi segundo Mai Tai—. Estamos en Hawai, por el amor de Dios.
Sin decir ni una palabra o hacer el menor gesto de protesta, sin siquiera mirarme, Tim apaga el pitillo en el cenicero, luego se cruza de brazos.
—Oye —empiezo, luego, me interrumpo.
Tim me mira.
—Vamos, vamos, adelante.
—¿Quién...? — Se me va la cabeza, pero se me ocurre algo—. ¿Quién crees que va a ganar la Super Bowl este año?
—No estoy demasiado seguro. — Empieza a morderse las uñas.
—¿Crees que lo conseguirán los Raiders?
—Los Raiders tienen posibilidades. — Se encoge de hombros, pasea la vista por la sala.
—¿Qué tal en la universidad?
—Estupendamente —dice él, perdiendo poco a poco la paciencia.
—¿Qué tal le va a Graham? — pregunto.
—¿Graham? — Me mira fijamente.
—Sí. Graham.
—¿Quién es Graham?
—¿No tienes un amigo que se llama Graham?
—No. No lo tengo.
—Pues yo creía que lo tenías. — Tomo un largo trago de Mai Tai.
—¿Graham? — pregunta él, mirándome fijamente—. No conozco a nadie que se llame Graham.
Esta vez quien se encoge de hombros soy yo, apartando la vista. Hay cuatro maricas sentados en la mesa de enfrente de la nuestra, uno de ellos un actor muy conocido de la tele, y todos están borrachos y dos de ellos no dejan de mirar a Tim con admiración, aunque éste no lo advierte. Tim vuelve a cruzar las piernas, se muerde otra uña.
—¿Cómo le va a tu madre? — pregunto.
—Le va estupendamente —dice él, su pie empieza a subir y bajar tan deprisa que resulta borroso.
—¿Y a Darcy y Melanie? — pregunto, agarrándome a algo. Casi he terminado el Mai Tai.
—Resultan un tanto molestas —dice él, mirando algo a mis espaldas, con un tono monótono y una cara que es una máscara—. Parece que lo único que hacen es ir en coche a una heladería Häagen—Dazs y coquetear con ese gilipollas total que trabaja allí.
Me río entre dientes, sin saber qué hacer. Atraigo la atención del camarero y le pido el tercer Mai Tai. El camarero lo trae enseguida y una vez que lo deja en la mesa, se termina nuestro silencio.
—¿Te acuerdas de cuando veníamos aquí, en verano? — pregunto, tratando de congraciarme con él.
—Más o menos —dice él, inexpresivo.
—¿Cuándo fue la última vez que estuvimos juntos aquí? — pregunto en voz alta.
—La verdad es que no me acuerdo —dice él, sin molestarse en pensarlo.
—Creo que fue hace dos años. ¿En agosto? — aventuro.
—En julio —dice él.
—Eso es —digo yo—. Eso es. Fue el fin de semana del cuatro de julio. — Me río para mis adentros—. ¿Te acuerdas de la vez que todos fuimos a ver los fondos marinos y a tu madre se le cayó la cámara de fotos al agua? — pregunto, sin dejar de sonreír entre dientes.
—Lo único de lo que me acuerdo es de las peleas —dice él, desapasionadamente, mirándome con fijeza. Le aguanto la mirada todo lo que puedo, luego la tengo que apartar.
Uno de los maricas le susurra algo a otro y los dos miran a Tim y se ríen.
—Vayámonos a la barra —sugiero, firmando la cuenta que el camarero debe de haber dejado cuando trajo el tercer Mai Tai.
—Como quieras —dice Tim, levantándose inmediatamente.
Ya estoy bastante borracho y avanzo titubeando por un patio, con Tim a mi lado. En la barra, una hawaiana vieja toca Canción de boda hawaiana al ukelele, vestida con una túnica de flores, con muchos leis al cuello. Hay unas cuantas parejas sentadas en algunas de las mesas y dos mujeres bien vestidas, puede que de treinta y pocos años, sentadas solas en la barra. Con un gesto, indico a Tim que me siga. Ocupamos dos taburetes junto a las mujeres de treinta y pocos años. Me inclino hacia Tim.
—¿Qué te parecen? — susurro, dándole un codazo.
—¿Qué me parecen quiénes? — pregunta él.
—Ya sabes a quiénes me refiero.
—¿A quiénes? — me mira, con enfado.
—A las de ahí al lado. Ésas.
Tim mira a las mujeres, hace una mueca de desagrado.
—¿Qué les pasa?
Una pausa. Le miro, sin habla.
—¿Es que no sales con chicas? — Todavía sigo susurrando.
—¿Qué?
—Chist. ¿No sales con chicas? — vuelvo a preguntar.
—Sí, con compañeras y otras así, pero... —Se encoge de hombros—. ¿Qué me estás preguntando?
El barman se nos acerca.
—Yo tomaré un Mai Tai —digo, esperando que no me patinen las palabras—. ¿Y tú, Tim? — pregunto, dándole una palmada en la espalda.
—¿Qué pasa conmigo? — pregunta él.
—Que qué quieres beber.
—No lo sé. Un Mai Tai, supongo. Lo que sea —dice, confuso.
Una de las mujeres, la más alta y con el pelo castaño, nos sonríe.
—La cosa se pone bien —digo, dándole un codazo a Tim—. La cosa parece que se pone bastante bien.
—¿Qué cosa? ¿De qué estás hablando? — pregunta Tim.
—Fíjate bien.
Apoyándome en la barra, me vuelvo hacia las dos mujeres.
—Muy bien, señoras mías... ¿qué es lo que están tomando esta noche? — pregunto.
La más alta nos sonríe y levanta un vaso con algo rosa helado y dice:
—Pahoihoi.
—¿Pahoihoi? — pregunto yo, sonriendo.
—Sí —dice ella—. Están deliciosos.
—No me lo puedo creer —oigo murmurar a Tim a mis espaldas.
—Barman, por favor. — Miro al sonriente hawaiano de pelo gris que nos trae nuestros Mai Tai y consigo leer el cartelito que lleva sujeto—. Hiki, ¿por qué no les sirve a estas dos encantadoras damas otra ronda de...? — Miro a la mujer, todavía sonriendo.
—Pahoihoi —dice ella, sonriendo lascivamente.
—Pahoihoi —le digo a Hiki.
—De acuerdo, señor, muy bien —dice Hiki, alejándose.
—Bueno, se diría que las dos habéis estado hoy en la playa tomando un poco el sol. ¿De dónde sois? — le pregunto a una de ellas.
La que responde da un sorbo a su copa.
—Me llamo Patty y ésta es Darlene y las dos somos de Chicago.
—¿De Chicago? — pregunto, acercándome más—. Eso está muy bien.
—Sí está muy bien —dice Patty—. ¿De dónde sois vosotros?
—Somos de Los Ángeles —le digo. El sonido de una coctelera casi me deja fuera de combate.
—Oh, Los Ángeles —dice Darlene, mirándonos.
—Así es —digo yo—. Me llamo Les Price y éste es mi hijo, Tim. — Hago un gesto en dirección a Tim como si estuviera ofreciéndoselo, pero tiene la cabeza baja—. Bueno, es un poco tímido.
—Hola, Tim —dice Patty, cuidadosamente.
—Dile hola, Tim —le animo.
Tim sonríe educadamente.
—Va a la USC —añado, como ofreciendo una explicación.
La mujer que tocaba el ukelele empieza a cantar Tenías que ser tú y me encuentro moviéndome al ritmo de la música.
—Tengo una sobrina en Los Ángeles —dice Darlene, moderadamente animada—. Va a Pepperdine. ¿Conoces Pepperdine? — le pregunta a Tim.
—Sí. — Tim asiente con la cabeza, con la vista fija en su Mai Tai.
—Se llama Norma Perry. ¿Conoces a Norma Perry? Estudia segundo. — Darlene sigue dirigiéndose a Tim, dando sorbos a su Pahoihoi—. En Pepperdine.
Yo miro a Tim, que está negando con la cabeza, siempre con la vista clavada en su copa, con los ojos absolutamente vidriosos.
—No, bueno, verás, me temo, bueno, que no.
Los tres miramos a Tim como si fuera una especie de criatura exótica, más asombrados de lo que debiéramos por lo torpe y desmañado que parece. Sigue negando lentamente con la cabeza y tengo que hacer grandes esfuerzos para no seguir mirándole.
—Bueno, ¿hasta cuándo os quedaréis aquí? — pregunto, dando un largo trago al Mai Tai.
—Hasta el domingo —dice Patty. Lleva tal cantidad de jade en la muñeca que me sorprende que pueda levantar el vaso—. ¿Y vosotros dos?
—Hasta el sábado, Patty —digo yo.
—Eso está muy bien. ¿Y os vais a quedar los dos?
—Exactamente —digo, lanzando una ojeada amigable a Tim.
—¿No es estupendo, Darlene? — le pregunta Patty a Darlene, mirando a Tim.
Darlene asiente con la cabeza. — Padre e hijo. Muy bien. — Está terminando su Pahoihoi e inmediatamente ataca el que Hiki le coloca delante.
—Bien, espero no ser demasiado lanzado si te pregunto una cosa —empiezo yo, acercándome un poco más a Patty, que huele a gardenias.
—Seguro que no lo serás, Les —dice Patty.
Darlene ríe tontamente, inquieta.
—Joder... —murmura Tim, dando por fin un trago a su Mai Tai. Hago caso omiso del hijoputa.
—¿De qué se trata, Les? — pregunta Darlene.
—¿Quién acompaña a dos chicas tan guapas como vosotras? — pregunto, riendo un poco.
—Ya está bien —dice Tim, bajándose del taburete.
—Estamos solas —dice Patty, mirando a Darlene.
—Completamente solas —añade Darlene.
—¿Me puedes dar las llaves de la habitación? — pregunta Tim, extendiendo la mano.
—¿Adonde vas? — pregunto yo, sintiéndome algo más sobrio.
—A la habitación —dice él—. ¿Adonde creías que iba? Dios santo.
—Pero todavía no has terminado tu copa —digo yo, señalando el Mai Tai.
—No me apetece beber —dice él, sin entonación.
—¿Y por qué no? — pregunto, alzando el tono de voz.
—Lo terminaré yo si a él no le apetece —dice Darlene, y se ríe.
—Dame la llave —dice Tim, exasperado.
—Bien, entonces iré contigo —le digo, sin moverme.
—No, no, no, tú quédate aquí y pásalo bien con Patty y Marlene.
—Me llamo Darlene, cariño —dice Darlene, detrás de mí.
—Como sea —dice Tim, con la mano todavía extendida.
Busco la llave en el bolsillo y se la tiendo.
—Asegúrate de que pueda entrar —le digo.
—Gracias —dice él, retrocediendo—. Darlene, Patty, ha sido un... bueno, vaya. Ya nos volveremos a ver. — Se aleja de la barra.
—¿Qué le pasa, Les? — pregunta Patty, dejando de sonreír.
—Problemas en la universidad —digo yo, bastante borracho. Agarro el Mai Tai, llevándomelo a la boca sin beber—. Y con su madre.
Despierto temprano a Tim y le digo que iremos a jugar al tenis antes de desayunar. Tim se levanta con facilidad, sin protestar, y se da una larga ducha. Cuando ha terminado le digo que nos veremos en las pistas. Cuando llega, quince o veinte minutos más tarde, decido que debemos calentarnos un poco, golpear unas cuantas bolas. Sirvo yo, golpeando la pelota con fuerza. Tim no la alcanza. Vuelvo a servir, esta vez con más fuerza. Tim ni siquiera se molesta en golpearla. Vuelvo a servir. Tim falla. No dice nada. Vuelvo a servir. Me devuelve la pelota, gruñendo por el esfuerzo, y la brillante pelota amarilla pasa a mi lado como una especie de proyectil fluorescente. — No tan fuerte, papá.
—¿Fuerte? ¿Llamas fuerte a esto?
—Bueno, pues sí.
Vuelvo a servir.
Él no dice nada.
Después de ganarle cuatro sets, trato de ser simpático.
—Demonios, unas veces se gana, otras se pierde.
—Claro —dice Tim.
Por la razón que sea, se está mejor en la playa. El océano nos tranquiliza, la arena reconforta. Somos atentos el uno con el otro. Nos tendemos uno al lado del otro en sendas tumbonas debajo de dos palmeras de la arena. Tim lee un libro de bolsillo de Stephen King que compró en la tienda del hotel y escucha su walkman. Yo leo Hawai, levantando la cabeza de vez en cuando, concentrado en el calor del sol, la arena caliente, el olor a ron y loción para el sol y sal. Darlene pasa por delante y saluda con la mano. Le devuelvo el saludo. Tim se baja las gafas de sol.
—Fuiste bastante brusco ayer por la noche —le digo.
Tim se encoge de hombros en plan catatónico y se vuelve a ajustar las gafas de sol. No estoy seguro de que haya oído lo que dije por culpa del walkman pero comprende que he hablado. Es imposible saber lo que quiere. Mirando a Tim, uno no puede dejar de sentir que de él emanan grandes oleadas de inseguridad, una total ausencia de objetivo, de finalidad, como si fuera una persona a la que sencillamente no le importase nada. Tratando de no preocuparme por eso, me concentro en el mar en calma, en el aire. Dos de los maricones pasan cerca con brevísimos taparrabos y se sientan en el bar de la playa. Tim se estira para alcanzar la loción bronceadora. Se la doy. Se echa loción sobre los hombros bronceados y anchos y se vuelve a tumbar, limpiándose las manos en las musculosas pantorrillas. Me duelen los ojos por leer una letra tan pequeña. Parpadeo un par de veces y le pregunto a Tim si quiere ir a tomar una copa, puede que unos Mai Tai, o ron con Coca—Cola. No me oye. Le doy un golpecito en el brazo. Se sobresalta y se quita el walkman, que cae a la arena.
—Mierda —dice, recogiéndolo, y mirando si la arena lo ha estropeado. Satisfecho, se lo vuelve a colgar del cuello.
—¿Qué? — pregunta.
—¿Por qué no nos consigues unas copas?
Tim suspira, se levanta.
—¿Qué quieres? — pregunta.
—Ron y Coca—Cola —le digo.
—Muy bien. — Se pone una sudadera de la USC y se dirige sin ganas hacia el bar.
Me abanico con el ejemplar de Hawai y veo cómo se aleja Tim. Una vez en la barra se queda allí, sin tratar de atraer la atención de los camareros, esperando a que el barman se fije en él. Uno de los maricas le dice algo a Tim. Me incorporo un poco. Tim se ríe y le contesta algo. Y entonces me fijo en la chica.
Es joven, de la edad de Tim, puede que algo mayor, y está morena y tiene el pelo rubio y largo y camina lentamente por la orilla, ajena a las olas que rompen a sus pies, y enseguida se dirige al bar y cuando se me acerca un poco distingo su cara: morena, plácida, de grandes ojos que no parpadean aunque el sol brilla con fuerza. Se mueve con languidez, sensualmente, hacia la barra, y se sitúa junto a Tim. Éste todavía está esperando las copas, pensando en las musarañas. La chica le dice algo. Tim la mira y sonríe y el barman le tiende la copa. Tim se queda allí, hablan brevemente. Ella le pregunta algo cuando Tim empieza a dirigirse hacia donde yo estoy. El se vuelve a mirarla y asiente con la cabeza, luego se aleja, casi corriendo. Se detiene y se vuelve a mirar y luego se ríe para sí mismo y luego se acerca y me tiende la copa.
—He conocido a una chica de San Diego —me dice, distraídamente, quitándose la camiseta de la USC.
Yo sonrío y asiento con la cabeza y me quedo allí tumbado con la copa que está aguada y es espumosa y no es lo que yo pedí, y cuando cierro los ojos pienso que cuando los abra, cuando alce la vista, Tim estará delante de mí, haciéndome gestos de que le acompañe al agua donde hablaremos de cosas sin importancia, pero al abrir los ojos, Tim se sumerge en la rompiente con la chica de San Diego. Un Frisbee aterriza en la arena junto a mis pies. Veo un lagarto.
Más tarde, después de la playa, los dos estamos en el cuarto de baño, preparándonos para cenar. Tim tiene una toalla sujeta alrededor de la cintura y se afeita. Yo estoy en el otro lavabo quitándome el aceite solar de la cara antes de ducharme. Tim se quita la toalla, sin darle importancia, y se limpia la espuma que le queda en la cara.
—¿Te importa que Rachel venga a cenar con nosotros? — pregunta.
Le miro.
—En absoluto. ¿Por qué iba a importarme?
—Estupendo —dice él, saliendo del cuarto de baño.
—Dijiste que era de San Diego, ¿no? — pregunto, secándome la cara.
—Sí, va a la Universidad de California en San Diego.
—¿Con quién está aquí?
—Con sus padres.
—¿No querrán cenar con ella esta noche?
—Han ido a Hilo a pasar la noche —dice él, poniéndose los calzoncillos, buscando una camisa—. Por unos negocios que tiene su padrastro.
—¿Te gusta?
—Sí. — Tim examina atentamente una camisa lisa y blanca, como si fuera un libro que contuviera toda clase de respuestas—. Eso creo.
—¿Lo crees? Pasaste toda la tarde con ella.
Después de una ducha, me dirijo al dormitorio y luego al armario. Tim parece más contento y me alegra que haya conocido a esa chica; me da ánimos que cene con nosotros alguien más. Me pongo un traje de lino y me sirvo una copa del minibar y me siento en la cama, viendo que Tim se echa gel fijador en el pelo.
—¿Te alegra que hayamos venido? — pregunto.
—Claro —dice, sin entonación.
—Creía que no querías venir.
—¿Por qué pensaste eso? — pregunta él. Se echa más gel en los dedos, pasándoselos por su espeso pelo rubio, oscureciéndolo.
—Tu madre dijo que no tenías ganas de venir —le suelto yo, rápidamente, sin pensarlo. Doy un sorbo a la copa.
Me mira desde el espejo, con la cara empañada.
—No. Yo nunca dije eso. Tenía que preparar un trabajo para clase y, bueno... —Se peina, examinándose el cabello con atención. Satisfecho, se aparta del espejo y me mira, y al enfrentarme con aquellos ojos inexpresivos decido no seguir.
Nos encontramos con Rachel en el comedor principal. Está de pie junto al piano hablando con el pianista. Lleva una flor púrpura en el pelo y el pianista se la toca y ella se ríe. Tim y yo nos dirigimos hacia la chica. Ella se vuelve, mostrando unos ojos grandes y azules y nos dirige una sonrisa blanca y perfecta. Se toca el hombro y se acerca a nosotros.
—Rachel —dice Tim, un poco a desgana—. Te presento a mi padre. Les Price.
—Encantada, mister Price —dice Rachel, tendiéndome la mano.
—Hola, Rachel. — Le estrecho la mano, fijándome en que no lleva las uñas pintadas aunque las tiene largas y bien cuidadas. Suelto inmediatamente su mano. Ella se vuelve hacia Tim.
—Los dos tenéis un aspecto estupendo —dice.
—Tú estás muy guapa —dice Tim, sonriéndole.
—Sí —digo yo—. Muy guapa.
Tim me mira, luego a ella.
—Gracias, mister Price —dice Rachel.
El maître nos acomoda en el exterior. Sopla una cálida brisa nocturna. Rachel se sienta frente a mí y parece incluso más guapa a la luz de las velas. Tim, recién afeitado, con un carísimo traje italiano que le compré el verano pasado, con la piel más bronceada aún que la de Rachel, el pelo peinado hacia atrás, complementa a Rachel de un modo desconcertante, casi como si fueran parientes. Tim parece cómodo con esta chica y casi me siento contento por él. Yo pido un Mai Tai y Rachel una Perrier y Tim toma una cerveza. Después de terminar el Mai Tai y de pedir otro y después de escucharlos a los dos parlotear sobre la MTV, la universidad, los vídeos que les gustan, una película sobre una chica deforme que aprende a aceptarse a sí misma, me noto lo suficientemente relajado como para contar un chiste que termina con: «Por favor, ¿podría enjuagarme la boca?» Como los dos confiesan que no lo entienden y se lo tengo que explicar, lo dejo correr.
—¿Qué es eso que te pones en el pelo? — le pregunto a Tim.
—Es Tenax, papá. Es un gel para el pelo. — Me mira con gesto de enfado y luego a Rachel, que me sonríe.
—Era una simple pregunta —le digo, distraídamente.
—¿A qué se dedica, mister Price? — pregunta Rachel.
—Trátame de tú, Rachel —le digo.
—Muy bien ¿A qué te dedicas, Les?
—Me dedico a los negocios inmobiliarios.
—Ya te lo había contado yo —le dice Tim.
—¿Me lo habías contado? — pregunta ella, mirándome sin expresión.
—Sí —dice amargamente Tim—. Te lo conté.
Por fin ella aparta la vista.
—Lo había olvidado.
Una imagen de Rachel, desnuda, con las manos en los pechos, tumbada en mi cama, se impone, y la idea de tirármela me resulta de lo más atractivo. Tim intenta ignorar que la observo tan fijamente, pero sé que no me quita ojo y ve que miro atentamente a Rachel. Rachel coquetea audazmente conmigo y yo no dejo de pensar en si debería coquetear con ella. Traen la cena. La terminamos enseguida. Después pedimos más copas. Por entonces yo me encuentro lo suficientemente borracho para acercarme a Rachel y sonreírle sugerentemente. Tim está tan encogido que parece como si no existiera.
—¿Sabíais que Robert Waters anda por aquí? — nos pregunta Rachel.
—¿Quién? — pregunta Tim, hoscamente.
—Vamos, Tim —digo yo—. Robert Waters. Trabaja en Patrulla de vuelo, esa serie de la tele.
—Me parece que no veo demasiado la tele —dice Tim.
—Sí, debe de ser eso —digo yo, resoplando.
—¿No sabes quién es Robert Waters? — le pregunta Rachel.
—No, no lo sé —dice Tim, con tono áspero—. ¿Y tú?
—De hecho, yo le conocí el año pasado en la toma de posesión de Reagan —dice Rachel, y luego—: Dios santo, yo creía que todo el mundo sabía quién es Robert Waters. — Sacude la cabeza, divertida.
—Pues yo no lo sé —dice Tim, evidentemente irritado—. ¿Pasa algo?
—Bueno, resulta un tanto embarazoso. — Rachel sonríe, baja la vista.
—¿Por qué? — pregunta Tim, y parte de su frialdad se le evapora.
—Ha venido con otros tres tipos —digo yo.
—¿Sí? — pregunta Tim.
—Pues sí. — Rachel se ríe. — Uno de ellos trató de ligar con Tim hoy —le cuento a Rachel, temiendo su respuesta porque al principio no la hay, pero luego se echa a reír y entonces yo me río con ella. Tim no se ríe.
—¿Conmigo? — pregunta—. ¿Cuándo?
—En el bar —dice Rachel—. Hoy en la playa.
—¿Aquel tipo? — pregunta Tim, recordando.
—Sí, aquél —digo, poniendo los ojos en blanco.
Tim se ruboriza.
—Era amable. Era un tipo amable. ¿Qué pasa?
—Nada —dice Rachel.
—Estoy seguro de que era amable de veras —digo yo, riendo.
—Amable de veras —repite Rachel, riendo muy tontamente.
Tim la mira y luego me mira bruscamente a mí como si yo tuviera la culpa de algo, y luego de nuevo a Rachel y le cambia la expresión como si hubiera entendido algo que llevaba a otra cosa, y como si darse cuenta de ello le hiciese perder la tensión.
—Al parecer los dos os fijasteis —dice Tim, todavía sonriendo a Rachel, luego a mí con desagrado. Enciende un pitillo, desafiándome. Pero yo le devuelvo la sonrisa y hago como que no me doy cuenta.
—Eso parece —digo yo, dándole un golpecito en el brazo a Rachel.
—Vamos, Tim —dice ella, apartándose un poco—. Le gustas. Probablemente seas el chico más joven de por aquí.
Tim sonríe, da una profunda calada al pitillo.
—No me había fijado en cuántos «jóvenes» había por aquí. Lo siento.
—No deberías fumar —dice Rachel.
—Es lo que yo te digo, Tim —añado yo.
El la mira a ella, luego a mí.
—¿Por qué no? — le pregunta a Rachel.
—Te sienta mal —dice ella, muy seria.
—Eso ya lo sabe —digo yo—. Se lo dije ayer por la noche.
—No. Tú me dijiste que no fumara porque estábamos en Hawai, no porque me sentara mal —dice Tim, furioso.
—Bien, pues te sienta mal y además lo encuentro ofensivo —digo yo sin esfuerzo.
—No te estoy echando el humo a la cara —murmura él. Vuelve a mirar a Rachel para que le eche una mano—. ¿Te molesto a ti? Me refiero, bueno, a que estamos al aire libre.
—No deberías fumar, Tim —le dice ella suavemente.
Él se levanta.
—Bien, pues me voy a terminar este pitillo a otra parte, ¿vale? Como os molesta tanto... —Pausa, luego, a mí—: ¿Se pone bien la cosa esta noche, papá?
—Tim —dice Rachel—. No hace falta que te vayas. Siéntate.
—No —digo yo—. Déjale que se vaya.
Tim empieza a alejarse.
Rachel se da la vuelta en su silla.
—Tim. Dios santo.
Tim pasa junto a un par de macetas de palmeras enanas, por delante del pianista, de uno de los maricas, de una pareja de viejos que bailan entrando y saliendo del comedor.
—¿Qué es lo que le pasa? — pregunta Rachel.
No nos decimos nada más y escuchamos al pianista y las conversaciones apagadas que salen del comedor, el sonido de fondo de las olas que rompen en la orilla. Rachel termina una copa que no recuerdo que haya pedido. Yo firmo la cuenta.
—Buenas noches —dice ella—. Gracias por la cena.
—¿Adonde vas? — le pregunto.
—Por favor, due a Tim que lo siento. — Empieza a alejarse.
—Rachel —digo yo.
—Nos veremos mañana.
—Rachel...
Sale del comedor.
Abro la puerta de nuestra suite. Tim está sentado en su cama, mirando hacia la terraza, con las cortinas ondulando a su alrededor. La habitación está completamente a oscuras si se exceptúa la luz de luna y, aunque están abiertas las puertas de la terraza, apesta a marihuana.
—¿Tim? — digo yo.
—¿Qué? — Se vuelve.
—¿Qué te pasa? — pregunto.
—Nada. — Se pone lentamente de pie y cierra las puertas que dan a la terraza.
—¿Quieres que hablemos? — He estado llorando.
—¿Qué? ¿Me preguntaste si quería que habláramos? — Enciende una luz, sonriéndome con una sonrisa triste.
—Sí.
—¿De qué?
—Tú dirás.
—No tenemos nada de qué hablar —dice él. Pasea junto a la cama, despacio, pensativo, con andar cansado.
—Por favor, Tim.
—¿Qué? — Levanta los brazos, sonriendo, con los ojos muy abiertos e inyectados en sangre. Se quita la chaqueta y la deja caer al suelo—. No hay nada de qué hablar.
Lo único que puedo decir es:
—Dame una oportunidad. No me eches a perder todas las oportunidades.
—Tú no tienes ya ninguna oportunidad que se pueda echar a perder, colega. — Se ríe y luego vuelve a decir—: Colega.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Nada. Nada de nada —dice Tim, menos cortante que antes. Deja de pasear y luego se sienta en la cama, dándome la espalda.
—Olvídalo —dice, bostezando—. No hay nada... de nada.
Me quedo allí de pie.
—Nada —dice otra vez—. Nada.
Paseo por los alrededores del hotel durante largo rato y por fin termino sentado en un pequeño banco que da al mar, junto a un foco que brilla en el agua. Dos mantas, atraídas por la intensa luz, nadan trazando círculos, formando olas con sus aletas. No hay nadie más mirando las mantas y yo clavo fijamente la vista en ellas durante lo que parece mucho tiempo. La Luna está alta y es pálida y brillante. Un loro grazna en el hotel. Estoy a punto de ir a recepción para que me cambien a otra habitación cuando oigo una voz a mis espaldas.
—Manta birostris, llamada también manta a secas. — Rachel sale de la oscuridad, lleva una ajustada camiseta con las palabras LOS ÁNGELES, y la flor de antes todavía en el pelo—. Son parientes de los tiburones y las rayas. Viven en las aguas cálidas del océano. Pasan la vida parcialmente enterradas en el barro del fondo o en la arena o bien nadando por las profundidades.
Se acerca al banco y se apoya en el poste del foco y contempla los dos grandes monstruos grises.
—Avanzan haciendo ondular sus grandes aletas pectorales y usan de timón sus largas colas. Se alimentan fundamentalmente de crustáceos, moluscos, gusanos marinos. — Hace una pausa, me mira—. Algunas mantas pesan más de ciento cincuenta kilos y se han capturado algunas que miden seis metros. Son muy temidas debido a su tamaño. — Sigue mirando el agua y continúa hablando, como si le leyera a un ciego—. De hecho son bastante huidizas. Sólo hacen naufragar barcos y cuando las atacan matan a los seres humanos. — Me mira—. Dejan unas huevas enormes de un color verde oscuro, casi negro, con pequeños zarcillos con los que quedan sujetas a las algas. Cuando los peces han salido de las huevas, éstas son arrastradas a la orilla. — Se interrumpe, luego suspira profundamente.
—¿Dónde aprendiste todo eso?
—Saqué sobresaliente en oceanografía.
—Oh. — Suspiro, borracho—. Eso es... muy interesante.
—Eso creo. — Vuelve a mirar a las mantas.
—¿Dónde has estado? — pregunto.
—Por ahí —dice ella, apartando la vista, como si la atrajera algo invisible—. ¿Hablaste con Tim?
—Sí. — Me encojo de hombros—. Está bien.
—¿No os lleváis bien? — pregunta.
—Tan bien como la mayoría de los padres y los hijos —digo.
—Es una pena —dice ella, mirándome. Se aparta del foco y se sienta en el banco junto a mí—. A lo mejor no te quiere. — Se quita la flor del pelo y la huele—. Pero supongo que es lo justo, porque tú tampoco le quieres.
—¿Crees que mi hijo es guapo? — pregunto.
—Sí. Mucho —dice—. ¿Por qué?
—Sólo quería saberlo. — Me encojo de hombros. Una de las mantas sube a la superficie y salpica agua con la aleta.
—¿De qué hablasteis esta tarde? — pregunto.
—No hablamos mucho. ¿Por qué?
—Sólo quería saberlo.
—De algunas cosas.
—¿De qué cosas? — la animo—. Rachel.
—De cosas, simplemente.
Contemplamos las mantas. Una de ellas se aleja. La otra continúa bajo el resplandor del foco.
—¿Te habló de mí? — pregunto.
—¿Por qué?
—Lo quiero saber.
—¿Por qué? — Sonríe, tímidamente.
—Quiero saber lo que cuenta de mí.
—No dijo nada.
—¿De verdad? — pregunto, levemente sorprendido.
—No habló de ti.
La manta sigue flotando en la luz.
—No te creo —digo yo.
—No tienes otro remedio —dice ella.
Al día siguiente, Tim y yo estamos en la playa, bajo un cielo tranquilo y despejado, jugando al backgammon. Gano yo. Él escucha su walkman, sin mostrar interés por el desarrollo del juego. Mira hacia la playa con un rostro desprovisto de emoción. Lanza los dados. Un pequeño pájaro rojo aterriza en nuestra sombrilla verde. Rachel se nos acerca, con un lei rosa y un pequeño bikini azul, sorbiendo una Perrier con una paja.
—Hola, Les. Hola, Tim —dice, muy contenta—. Un buen día.
—Hola Rachel —digo yo, alzando la vista del tablero del backgammon, sonriendo.
Tim asiente con la cabeza sin levantar la vista, sin quitarse las gafas de sol y sin despojarse del walkman. Rachel sigue allí de pie, mirándome primero a mí, luego a Tim.
—Bien, después nos vemos —dice, titubeando.
—Sí —digo yo—. Puede que en esa fiesta hawaiana.
Tim no dice nada. Rachel se aleja, volviendo al hotel. Yo gano la partida. Tim suspira y se reclina en la tumbona y se quita las gafas de sol y se frota los ojos. Puede que la suerte no nos haya acompañado desde el principio. Yo también me reclino, mirando a Tim. Tim mira el mar que se extiende como una sábana azul hasta el horizonte, y puede que Tim esté mirando más allá del horizonte, decepcionado al encontrar más de lo mismo, y el día empieza a refrescar aunque no sople viento y esa misma tarde, después, el océano se oscurece, el cielo se pone de color naranja y nos marchamos de la playa.
5
SENTADA INMÓVIL
No corro las cortinas de mi ventanilla hasta estar en Nuevo México. No las abro cuando el tren deja New Hampshire y atraviesa el estado de Nueva York y no las abro cuando el tren se detiene en Chicago ni tampoco después, cuando me subo a otro tren, el tren que en definitiva me llevará a Los Ángeles. Cuando por fin abro las cortinas del pequeño compartimiento, estoy sentada en la cama y miro las imágenes que pasan por la ventanilla como en una película, y como si el transparente cuadrado de la ventanilla fuese una pantalla. Veo vacas pastando bajo los cielos de Nuevo México, hileras interminables de jardines traseros, ropa blanca tendida, juguetes oxidados, toboganes rotos, mecedoras desvencijadas, nubes que se oscurecen cuando el tren pasa por Santa Fe. Hay molinos de viento en los campos, que empiezan a girar más deprisa, y margaritas amarillas que crecen en matojos a los lados de las húmedas carreteras, que tiemblan cuando pasa ruidoso el tren, y me pongo a tararear Esta tierra es vuestra tierra, lo que me lleva a sacar de la maleta el vestido que me voy a poner en la boda de mi padre y a extenderlo en la cama y a mirarlo atentamente hasta que el tren se detiene en Albuquerque y yo recuerdo de inmediato a la Partridge Family y una canción que cantaban.
Mi padre me habla del matrimonio cuando viene a Camden en noviembre. Me lleva a la ciudad y me compra un par de libros, luego una cinta en Record Rack. En realidad no quiero los libros ni la cinta pero él insiste mucho en comprarme algo, de modo que me pliego y trato de parecer encantada con la cinta de Culture Club y los tres libros de poemas. Incluso le presento a dos chicas que nos encontramos en la librería de Camden que viven en mi misma residencia y que no me caen demasiado bien. Mi padre no deja de obligarme a que me ajuste la bufanda que llevo alrededor del cuello y se queja de que nieve tan pronto, del frío, habla de lo agradable que es Los Ángeles, de lo cálidos que son los días, de lo dulces que resultan las noches, de que debería matricularme en la UCLA o en la USC, y si no en la UCLA o la USC, en Pepperdine. Yo sonrío y asiento con la cabeza y no hablo mucho, sin saber cuáles son sus intenciones.
Mientras almorzamos en un pequeño restaurante de las afueras de la ciudad, mi padre pide vino blanco espumoso y no parece que le importe que yo pida un gin tonic. Después de pedir lo que vamos a comer y de que él haya tomado ya dos copas de vino espumoso empieza a mostrarse menos tenso.
—¿A qué se dedica mi pequeña punkie? — pregunta.
—Yo no soy una punkie —digo.
—Vamos, vamos, pareces un poco, bueno, un poco punkie. — Sonríe, y luego, después de que yo no añada más, pregunta—: ¿De veras que no lo eres? — Su sonrisa se apaga.
De pronto, sintiendo compasión por él, digo:
—Bueno, un poco, vaya.
Termino la copa masticando el hielo, y decido no dejar que vaya adelante con esa conversación, de modo que le pregunto por los estudios de cine, por Graham, por California. Comemos deprisa y yo pido otro gin tonic y él enciende un pitillo.
—No me has preguntado por Cheryl —dice él, por fin.
—¿No he preguntado?
—No. — Da una calada, suelta el humo.
—Sí, he preguntado.
—¿Cuándo?
—Cuando veníamos a la ciudad. ¿O no?
—Creo que no.
—Estoy casi segura de que pregunté.
—No recuerdo que lo hicieras, cariño.
—Bien, pues yo creo que pregunté...
—¿Es que no te gusta?
—¿Cómo es Cheryl?
Él sonríe, baja la vista, luego me mira.
—Creo que nos vamos a casar.
—¿De verdad?
—Sí.
—Vaya, eso es... en fin, enhorabuena —digo yo—. Estupendo.
Me mira burlonamente, luego pregunta:
—¿De verdad crees que es estupendo?
Me llevo el vaso a la boca y le doy un golpecito a un lado para que el hielo caiga al fondo.
—Bueno, poco a poco fui comprendiendo que la cosa iba en seno.
—Cheryl es estupenda. Os llevaréis bien. — Vuelve a titubear, duda si encender otro pitillo—. Ya verás cuando os conozcáis.
—Yo no me voy a casar con Cheryl. Te casas tú.
—Cuando me dices ese tipo de cosas, cariño, comprendo lo que sientes —dice.
Empiezo a acariciarle la mano por encima de la mesa pero algo hace que me interrumpa.
—No te preocupes —digo.
—He estado tan... solo —dice—. Llevo solo tanto tiempo que parece que siempre haya estado solo.
—En fin.
—Llega un momento en que necesitas a alguien.
—No me expliques esas cosas —digo rápidamente, aunque con menos dureza—. No es necesario.
—Quiero tu aprobación —se limita a decir—. Eso es todo.
—No la necesitas.
Se echa hacia atrás en su silla, deja el pitillo que iba a encender.
—La boda será en diciembre. — Hace una pausa—. ¿Cuándo piensas ir a casa?
Yo miro por la ventana la fría y dura nieve y las nubes grises del color del asfalto.
—¿Se lo has dicho a mamá? — pregunto.
—No.
A la hora de la comida, en el tren, el camarero me acomoda en una mesa con un viejo judío que no deja de leer un librito negro muy estropeado y de murmurar entre dientes algo que debe de ser hebreo. El judío no se parece nada a mi padre, aunque el modo en que se está comportando me recuerda la conducta de muchos de los amigos de mi padre que trabajan en sus estudios. Este hombre es mayor y lleva barba, pero es la primera vez desde aquel almuerzo con mi padre en que he estado tan cerca de un hombre durante una comida. No termino el sandwich que he pedido y que está bastante revenido, ni la sopa de verduras templada. En cambio, termino una copa pequeña de helado y tomo un Tab y voy a encender un pitillo cuando me fijo en que hay un no fumar en el vagón restaurante. Dejo el sandwich, miro el vagón abarrotado, me fijo en que todos los camareros son negros y que en los trenes de pasajeros van principalmente viejos y extranjeros. Jugueteo con el Marlboro, tratando de ignorar los murmullos del judío. Va pasando por las ventanas un paisaje sepia, casitas de adobe, madres jóvenes con pantalones vaqueros con las perneras cortadas y camisetas, que levantan a niños pequeños y rojos hacia el tren, saludando con la mano. Autocines desiertos, enormes basureros, más casas construidas con adobe. De vuelta a mi compartimiento, mientras miro el vestido, con el walkman puesto, escucho cantar a Boy George Iglesia de la mente envenenada, una canción de la cinta que me compró mi padre en noviembre pasado.
Las noches son duras. No consigo dormir ni siquiera después de tomar Valium, que sólo me atonta lo suficiente como para intentar a duras penas mantenerme en equilibrio mientras paseo por el estrecho compartimiento, según el tren va lanzado a través de los desiertos, se detiene de repente, sin avisar, haciéndome caer en la estrecha cama. Al abrir las cortinas no consigo ver nada, a no ser la punta encendida de mi pitillo reflejada en el cristal. Anuncian que hay arena sobre las vías. Son las tres de la madrugada y me duermo un rato y me despierto cuando el tren atraviesa una especie de tormenta eléctrica en la frontera de Arizona. Está completamente a oscuras y de pronto un rayo púrpura, violeta, atraviesa el cielo, iluminando pequeños pueblos durante un segundo. Cuando el tren atraviesa esos pueblos, se pueden oír campanas de aviso, semáforos en rojo, los faros de una camioneta solitaria que espera a que pase el tren. Y pasamos por estos pueblos, cada vez más pequeños, cada vez más separados unos de otros, y yo voy en tren no porque no me gusten los aviones ni porque quiera ver el país, sino porque no quiero pasar tres días en Los Angeles, ni con mi padre y Cheryl, ni con Graham ni con mi madre. Un centro comercial cerrado, el rótulo de neón de una estación de servicio, el tren se detiene y luego continúa, la inutilidad de posponer lo inevitable, el cerrarse de las cortinas.
A la mañana siguiente, a la hora del desayuno, conozco a un chico muy rico de Venezuela, que lleva una chaqueta deportiva de Yves Saint Laurent y que también va a Los Ángeles. Ha estado recientemente en El Salvador y no deja de hablar de lo bonito que es el país y del concierto de Lionel Richie al que asistió allí. Mientras esperamos el desayuno, el chico hojea el último número de Penthouse y yo miro por la ventanilla las interminables praderas y las hileras de torres de las refinerías y los aparcamientos de remolques y las torres de enlaces radiofónicos que surgen de la tierra rojiza. Abro un cuaderno que llevo conmigo y trato de organizar unos trabajos que todavía tengo que terminar para el próximo examen, pero pierdo interés en cuanto me pongo a ello. El tren se detiene durante largo rato delante de un Pizza Hut en una ciudad sin nombre de Arizona. Una familia compuesta por cinco miembros sale del Pizza Hut y uno de los niños saluda al tren con la mano y yo me pregunto quién llevará a los niños a desayunar a un Pizza Hut; el chico venezolano le devuelve el saludo al niño de delante del Pizza Hut, y luego me sonríe.
Desayuno despacio, haciendo como que me concentro en las tortitas duras para que el chico venezolano no me pregunte nada. A veces levanto la vista y miro los pastos del otro lado de la ventanilla y el ganado que pace en ellos. Me saco un Valium del bolsillo y lo mantengo entre los dedos. Exceptuado el chico rico de Venezuela que ha estado en El Salvador, la única persona que quizá podría ser de mi edad es una chica negra de cara triste que me mira desde el otro lado del vagón restaurante, lo cual hace que apriete el Valium con más fuerza. Espero a que la chica negra aparte la mirada y cuando por fin lo hace, trago la pastilla.
—¿Jaqueca? — pregunta el chico venezolano.
—Sí. Me duele la cabeza. — Sonrío tímidamente, asintiendo.
La chica negra me mira una vez más y luego se levanta y ocupa su sitio una pareja de gordos que llevan muchas turquesas. El chico venezolano ahora mira el desplegable del centro de la revista y luego me mira a mí y sonríe y mi padre probablemente tenía razón cuando hace quince días me dijo por teléfono: «Deberías venir en avión», pero me asombra que de vez en cuando el suelo parezca alzarse por debajo del tren cuando éste pasa sobre ríos color chocolate o por encima de un barranco.
Llamo a Graham, mi hermano, desde la estación de Phoenix. Está tomando un baño caliente en Venice.
—¿Y qué consigues con eso? — digo, al cabo de un rato.
—¿A quién le importa? — dice Graham.
—Suena como si estuvieras colocado.
—No lo estoy.
—Se te pone la voz triste cuando estás colocado. Estás colocado.
—Todavía no.
—Estoy delante de una máquina tragaperras enorme, del tamaño de una cama de matrimonio —le digo a Graham—. Deberías hablar con él. — Enciendo un pitillo. Me duele.
—¿Qué? — pregunta Graham—. ¿Por qué me llamas? — Y luego—: ¿Hablar con... él?
—¿Es que no vas a hablar con él? — pregunto—. ¿Es que no vas a hacer nada?
—Oye, tía. — Oigo que Graham da una chupada, luego suelta el humo, lentamente. Su voz cae tres octavas—. ¿Qué quieres que haga?
—Sólo... hablar con él.
—Es que ni siquiera me cae bien —dice Graham.
—No deberías quedarte sentado sin hacer nada.
—¿Quién dijo que iba a quedarme sentado sin hacer nada?
—Tú lo dijiste, Graham; tú lo dijiste. — Estoy a punto de echarme a llorar. Trago saliva, intento controlarme—. Dijiste que ella había visto Flashdance nueve veces. — Me pongo a sollozar, en silencio, mordiéndome el puño—. Dijiste que era su... —Pausa—. Su película favorita...
—Probablemente la haya visto... —Se interrumpe—. Sí, nueve veces, probablemente sea verdad.
—Graham, por favor, aunque sólo sea una vez... —No está tan mal —dice finalmente Graham—. La verdad, es una tía bastante caliente.
Un Valium, una mirada fugaz por entre las cortinas, estaciones de tren de estilo español, carteles que anuncian NEEDLES o BARSTOW, coches que atraviesan el desierto de noche hacia Las Vegas, llueve otra vez y con fuerza, luces que iluminan los carteles de una carretera que lleva a Reno, grandes gotas de lluvia que golpean contra la ventanilla y se deshacen. Mi reacción al sorprenderme: un parpadeo. Una voz dice por megafonía: «Si alguno de los pasajeros habla francés, acuda por favor al vagón restaurante», y la petición parece tentadora; parece tan poco común que hace que me cepille el pelo, agarre una revista y me dirija al vagón restaurante aunque ni siquiera hablo francés. Cuando llego al vagón restaurante no veo a nadie que sea francés ni a nadie que parezca necesitar ayuda de nadie francés. Me siento, miro por la ventanilla, hojeo la revista, pero hay detrás de mí una borracha que parece que habla consigo misma, pero de hecho habla con la pareja de gordos de las turquesas, que tratan de no prestarle atención. La borracha no deja de hablar de las películas que ha visto en la televisión mientras estaba en casa de su hijo, en Carson City.
—¿Han visto Las locas peripecias de un señor Mamá"? —pregunta la borracha, la cabeza se le cae hacia delante.
—No —dice la gorda, con los brazos cruzados sobre un bolso turquesa que tiene en el regazo.
—Una peliculita encantadora... sencillamente encantadora —dice la borracha, que hace una pausa, esperando algún tipo de respuesta.
Una pareja con pinta de pobres de pedir, acompañada de tres niños pequeños, entra en el vagón restaurante y la madre se pone a jugar con uno de los niños a un juego en el que se utilizan gomas. Observo al niño más pequeño, que se come un paquete de mantequilla. Yo había esperado que no lo hiciera.
—¿No han visto Las locas peripecias de un señor Mamá? —vuelve a preguntar la borracha.
La mujer de las turquesas dice que no.
Su marido se toca la corbata de rayas rematada con un pequeño trozo de turquesa y vuelve a cruzar sus enormes piernas.
El ruido que hacen los niños, las preguntas de la borracha, las dos universitarias que sueltan risitas al hablar de Las Vegas, todo eso me molesta pero me quedo en el vagón restaurante porque me da miedo volver al compartimiento y ponerme a recordar mi destino. Otro pitillo, la luz de la llama del encendedor, luego es penumbra. El tren atraviesa un túnel y cuando sale por el otro extremo no hay diferencias tangibles. Uno de los niños grita al jugar:
—Dios te va a agarrar Dios te va a agarrar. — Y luego, más alto—: Padre, padre, padre. — Y el niño que ha comido el paquete de mantequilla señala a su padre, con los ojos muy abiertos, mirándole. El padre eructa, saca otro Parliament, enciende el pitillo y luego me mira y no es una mirada desagradable.
Cuando vuelvo a mi compartimiento, una hora más tarde, hay un mozo de cuerda, negro, que lo está arreglando. Ya ha terminado de hacer la cama, y limpia el pequeño espacio al que llaman cuarto de baño.
—¿Adonde va? — me pregunta.
—A Los Ángeles —le contesto, mirando el pasillo, a la espera de que se vaya.
—¿Y a qué va a Los Ángeles?
—A nada —digo, por fin.
—Ya me han dicho eso antes. — Se ríe ahogadamente, luego añade—: ¿A visitar a alguien?
—Mi padre se casa.
—¿Con una mujer agradable? — El mozo saca una bolsa de la papelera y la ata.
—¿Qué?
—Que si le gusta ella
El tren empieza a detenerse, se oye el sonido de los frenos, el sonido del tren suspirando.
—No.
—Nos volveremos a ver pronto.
Tengo vista a Cheryl por el verano, cuando vuelvo a Los Ángeles sin nada que hacer en particular. En cierto modo ya me ha ido hablando de ella mi padre cuando me llama al colegio mayor los domingos por la noche, pero siempre resulta ambiguo, y en cuanto se da cuenta de que la tiene allí a su lado, se muestra tímido y nunca dice gran cosa. Por lo poco que me ha contado Graham, tiene el pelo moreno con mechas rubias, es delgada, de veintipocos años, con vagas aspiraciones de ser presentadora de televisión. Cuando le insisto a Graham para que me cuente más detalles, Graham, muy pasado como siempre, añade: «Cheryl lee constante, desesperadamente, la Guía de los Piscis para 1984, de Sydney Omarr; Cheryl adora la película Flashdance, que vio cinco veces el año pasado cuando la estrenaron y tiene diez camisetas destrozadas que llevan pintada la palabra MANIACA; Cheryl hace ejercicios con las cintas de Jane Fonda en el Betamax; William invita a pizza a Cheryl en Spago.» Estas explicaciones siempre vienen seguidas de un: «¿Te haces una idea?», que Graham pronuncia de forma escasamente audible. Cuando pido más detalles, Graham dice:
—¿Es que nunca has salido con un profesor de ski?
No estoy segura de que mis padres ya se hayan divorciado del todo pero en esos días de agosto, después de quedarme en casa de mi madre sin haberme encontrado con ella, voy en coche a la nueva casa de mi padre en Newport Beach y Cheryl sugiere que vayamos de compras las dos juntas. Bullock's, Saks, un Neiman—Marcus que se acaba de inaugurar, donde Cheryl compra una chaqueta verde oliva espantosa, con estampados orientales en la espalda, una prenda que probablemente se pondrá mi padre. Cheryl habla entusiasmada de un libro del que nunca he oído hablar que se titula Megatrends. Cheryl y yo tomamos zumo de frutas y té en un café al aire libre del otro lado de un centro comercial que se llama Sunshine donde Cheryl parece conocer a los jóvenes que trabajan en la barra. Tofu endulzado con zumo, tés de hierbas, helado de yogur. Cheryl lleva un jersey rosa neón, roto en el hombro, con la palabra MANIACA escrita en azul cielo, y la camisa me hace saltar de una cosa a la otra. Cheryl habla de la serie de televisión que ve, que es sobre un hombre que intenta comunicarle a su familia que todavía sigue vivo.
—¿Te encuentras bien? — pregunta Cheryl.
—Sí. Estoy bien —digo yo, hoscamente.
—Pues no tienes buena cara —dice Cheryl—. Me refiero a que estás morena pero no pareces contenta.
—Estoy perfectamente.
—¿Has tomado alguna vez tabletas de óxido de zinc?
—Sí —digo—. Las he tomado.
—Pero todavía fumas.
—No mucho.
—Tu padre me prometió que lo iba a dejar —dice Cheryl, metiéndose una cucharada de yogur en la boca.
—Ya veremos.
—¿Fuma Graham?
—Sí. Y también en pipa.
—En pipa, no puede ser —dice Cheryl, horrorizada.
—A veces. Depende.
—¿De qué?
—De que le dé por usar papel de fumar —digo yo, y luego, cuando a este comentario recibo una mirada de incomprensión, añado—: O si no encuentra su pipa de agua.
—¿Quieres venir conmigo a esa clase de aerobic de la plaza?
—¿Una clase de aerobic?
—Has dicho la palabra como si nunca la hubieras oído.
—Estoy cansada —digo—. Creo que me apetece irme.
—Esto es tofu con kiwi —dice ella—. Suena a locura total, pero está muy rico. No te burles.
—Lo siento de verdad.
Después, en el nuevo Jaguar de mi padre, Cheryl me pregunta:
—¿Te caigo bien?
—Eso creo. — Hago una pausa—. No lo sé.
—No resulta demasiado agradable, cariño.
—Pues es todo lo que te puedo decir.
El tren llega a Los Ángeles al oscurecer. La ciudad parece desierta. A lo lejos están las colmas y los cañones de Pasadena y los pequeños rectángulos azules de las piscinas iluminadas. El tren pasa junto a depósitos de agua secos y a enormes aparcamientos vacíos, corre en paralelo con la autopista y luego pasa delante de lo que parece una hilera interminable de almacenes desocupados, pandillas de jóvenes que se apoyan en las palmeras o se reúnen en los callejones traseros o en torno a coches con los faros encendidos, tomando cervezas; suenan los Motels. El tren avanza lentamente cuando enfila hacia Union Station, como si dudara, pasando junto a iglesias mexicanas y bares y un autocine donde ponen una película de terror con subtítulos. Las palmeras destacan ante una masa púrpura, un cielo color caramelo, una mujer pasa delante de mi puerta, murmurándole en voz alta a alguien, puede que a sí misma:
—Esto no es Silver Streak.
Al otro lado de la ventanilla un chico mexicano en una camioneta Chevrolet roja canta acompañando a la radio y me encuentro lo suficientemente cerca de él como para tocar su inexpresiva cara, tan seria, que mira fijamente hacia delante.
Estoy en una cabina telefónica de Union Station. Hace calor, incluso para ser diciembre y de noche. Tres chicos negros bailan break junto a la cabina. Me siento y saco mi agenda y marco el número de mi madre con cuidado, utilizando el número de la tarjeta de crédito de mi padre. Cuelgo el teléfono inmediatamente y observo a los que bailan break. Enciendo un pitillo, lo termino, luego vuelvo a marcar el número. Suena trece veces.
—¿Diga? — Por fin mi madre contesta.
—Hola... soy yo.
—Oh. — Mi madre parece nerviosa pero a cámara lenta, con una voz sin cuerpo, monótona.
Al cabo de un rato yo repito lo que he dicho.
—¿Dónde estás? — pregunta ella, vacilante.
—¿Estabas dormida?
—¿Qué hora es?
—Las siete —y luego—: de la tarde.
—No puede ser —dice ella, confusa.
—Acabo de llegar a Los Ángeles.
—Bien y... —Mi madre hace una pausa—. ¿Por qué?
—Porque he venido en tren.
—¿Y qué tal en... el tren? — pregunta mi madre, al cabo de mucho tiempo.
—Me gustó.
—¿Por qué demonios no has venido en avión? — pregunta cansinamente mi madre.
El chico venezolano pasa por delante, me ve y sonríe, pero cuando ve que estoy llorando, se asusta y se aleja rápidamente. Afuera espera una limusina, aparcada junto al bordillo. Un chófer lleva un cartel con mi nombre escrito.
—Bien, me alegra que estés de vuelta, ya sabes —dice mi madre—. Desde luego que sí. — Pausa—. Vienes a pasar las Navidades, ¿verdad?
—¿No has hablado con papá? — pregunto por fin.
—¿Por qué... iba a hablar... con él? — pregunta ella.
—Entonces, ¿no lo sabes?
—No. No lo sé.
Estoy sentada en el vagón restaurante del tren que empieza a alejarse de Los Ángeles. Tomo una copa, hojeo un Vanity Fair, tomo un Valium. Entra una pareja de surfistas en el salón y toman cerveza con las dos universitarias que hablaban de Las Vegas. Una mujer mayor se sienta junto a mí, cansada, bronceada.
—¿Vas al norte? — me pregunta.
—Sí —digo yo.
—¿A San Francisco?
—Cerca.
—Es un sitio muy bonito. — Suspira, luego añade—: Supongo.
—¿Adonde vas tú?
—A Portland.
—¿Es adonde va este tren? — pregunto yo.
—Eso espero —dice ella.
—¿Eres de Los Ángeles? — pregunto, atontada por el Valium, el Tanqueray.
—De Reseda.
—Un bonito sitio —murmuro, hojeando la revista, tranquila, sin tener idea de dónde se encuentra exactamente Reseda. Paso páginas de anuncios que presentan el mejor modo de vida posible—. Mira qué bonito. — Le tiendo lentamente la revista a la mujer, que la coge con el mismo espíritu con que le es ofrecida, aunque parezca como si no le apeteciera hacerlo.
6
AGUA DEL SOL
Danny está en mi cama y está deprimido porque a Ricky se lo ligó uno que bailaba break en el Odyssey la noche del concurso de quién se parece más a Duran Duran y lo mató. Al parecer Biff, el actual amante de Ricky, llamó a Danny, después de conseguir mi número por medio de alguien de la emisora y le dio la noticia.
Entro y lo único que dice Danny es:
—Ricky ha muerto. Lo degollaron. Se desangró. Llamó Biff.
Danny no se mueve ni explica el tono en el que Biff le dio la noticia y tampoco se quita las gafas de sol Wayfarer que lleva puestas aunque está dentro de casa y son casi las ocho. Se limita a estar allí viendo un programa religioso en la televisión por cable y yo no sé qué decir. Me reconforta que todavía siga allí, que no se haya marchado.
Ahora, en el cuarto de baño, mientras me desabrocho la blusa y me bajo la cremallera de la falda, grito:
—¿Grabaste el noticiario?
—No —dice Danny.
—¿Por qué no? — pregunto, haciendo una pausa antes de ponerme una bata.
—Quería grabar The Jetsons —dice sin entonación.
Yo no digo nada cuando salgo del cuarto de baño. Me dirijo a la cama. Danny lleva puestos unos shorts caquis y una camiseta de FOOTLOOSE que le dieron la noche de la fiesta del estreno en los estudios en los que trabaja su padre de ejecutivo encargado de la producción. Le miro, veo mi reflejo, distorsionado, en los cristales de las gafas de sol y luego, con la blusa y la falda en la mano, entro en el armario y las dejo en una cesta. Cierro la puerta del armario y luego me quedo parada delante de la cama.
—Levántate —le digo.
Él no se levanta, se limita a quedarse allí.
—Ricky está muerto. Se desangró. Parecía un negro. Llamó Biff —vuelve a decir, fríamente.
—Creí que te había dicho que mantuvieras el teléfono descolgado o desconectado o algo —digo, sentándome—. Creí que te había dicho que recibiría todas mis llamadas en la emisora.
—Ricky ha muerto —murmura Danny.
—Por algún motivo, hoy me han roto los limpiaparabrisas del coche —digo yo, al cabo de un rato, quitándole el mando a distancia y cambiando de canal—. Dejaron una nota. Decía Mi hermana.
—Biff. — Suspira y luego añade—: ¿Y tú qué hiciste? ¿Atracaste un Taco Bell?
—¿Me rompió Biff los limpiaparabrisas?
Nada.
—¿Por qué no grabaste las noticias esta noche? — pregunto, suavemente, tratando de no presionarle demasiado.
—Porque Ricky ha muerto.
—Pero grabaste The Jeffersons —digo yo en tono de acusación, tratando de no perder la paciencia. Cambio al canal de la MTV, un tímido intento por agradarle. Por desgracia, ponen un vídeo de Duran Duran.
—The Jetsons —dice él—. No The Jeffersons. Grabé The Jetsons. Quita eso.
—Pero tú siempre grabas las noticias —estoy gimoteando, aunque trato de no hacerlo—. Sabes que me gusta verlas. — Una pausa—. Creía que habías visto todos los episodios de The Jetsons.
Danny no dice nada, se limita a volver a cruzar sus largas y esculturales piernas.
—¿Y qué hacía el teléfono colgado? — pregunto, tratando de que parezca un chiste.
Se levanta de la cama tan de repente que me sobresalta. Se dirige a las cristaleras que dan a la terraza y mira los desfiladeros. Fuera hay luz y calor y todavía es posible distinguir más allá de Danny el calor que se alza de las colinas y entonces digo:
—No te vayas.
—Ni siquiera sé lo que estoy haciendo aquí —dice él.
—Entonces, ¿por qué estás aquí? — pregunto yo, casi con aire obediente.
—Porque mi padre me echó de casa —dice él.
—¿Por qué? — pregunto yo.
—Porque mi padre me preguntó: «¿Por qué no consigues un trabajo?», y yo le contesté: «¿Por qué no me chupas la polla?» —dice Danny. Hace una pausa y, habiendo leído cosas sobre Edward, me pregunto si lo habrá dicho de verdad, pero entonces Danny añade—: Estoy harto de esta conversación. Ya hemos hablado de esto muchísimas veces.
—No creo que hayamos hablado ni una sola vez —digo yo, en voz bastante baja.
Danny da la espalda a las cristaleras, se apoya en ellas y traga con fuerza, mirando fijamente el nuevo vídeo que ponen en la MTV.
Aparto la vista de él, siguiendo su mirada hacia la pantalla de televisión. Una chica con un bikini negro está siendo acosada por tres hombres enmascarados, musculosos y casi desnudos, que tocan la guitarra. La chica corre dentro de una habitación y se pone a arañar las persianas mientras una especie de niebla de humo empieza a llenar la habitación. El vídeo termina de un modo u otro, y me vuelvo para mirar a Danny. Sigue con los ojos fijos en el televisor. Un anuncio del concurso de «Días sin huella» con Van Halen. David Lee Roth con pinta de pirado y dos chicas semidesnudas, una a cada lado, mira de reojo a la cámara y luego pregunta:
—¿Qué tal un paseíto en mi limusina?
Vuelvo a mirar a Danny.
—No te vayas —digo, con un suspiro, tratando de no parecer patética.
—Voy a participar en ese programa —dice él, con las gafas de sol todavía puestas.
Me inclino a desconectar el teléfono y pienso en los limpiaparabrisas que me rompieron.
—Conque vas a participar en el concurso de «Días sin huella», ¿eh? — pregunto—. ¿De eso estábamos hablando?
Estoy almorzando con Sheldon en un restaurante de Melrose. Es mediodía y el restaurante ya está abarrotado y en silencio. Suena un rock suave por el sistema estéreo. Llega un viento fresco procedente de tres grandes ventiladores plateados colgados del techo. Sheldon bebe Perrier y yo espero su respuesta. El deja el largo vaso helado y mira afuera por la ventana y de hecho clava la vista en una palmera que encuentro desoladora.
—¿Sheldon? — digo.
—¿Quince días? — pregunta él.
—Me tomaré sólo una semana si no puedes conseguir que sea más tiempo. — Miro mi plato: una ensalada Caesar enorme y sin tocar.
—¿Y para qué necesitas esa semana? ¿Adonde te vas? — Sheldon parece interesado de verdad.
—Quiero irme a algún sitio. — Me encojo de hombros—. Tomarme unos días libres.
—¿Y adonde vas?
—Adonde sea.
—¿Dónde es adonde sea? Cheryl, por Dios.
—No lo sé, Sheldon.
—¿Es que te quieres deshacer de mí, pequeña? — pregunta Sheldon, con una tímida sonrisa.
—¿Que es esto, Sheldon? ¿Qué coño pasa? ¿Puedes conseguirme una semana libre o no? — Agarro una cuchara, la emprendo con la ensalada, me la llevo a la boca. La lechuga cae al plato. Dejo la cuchara. Sheldon parece tan desconcertado que tengo que apartar la vista.
—Sabes, bueno, sabes que lo intentaré —dice Sheldon, con aire tranquilizador, todavía sorprendido—. Sabes que haré por ti lo que sea.
—¿Lo intentarás? — pregunto yo, incrédula.
—No confías mucho en mí. Ese es tu problema —dice Sheldon—. No tienes confianza en mí. Y no vas al gimnasio.
—¿Mi agente diciendo que no confío en él? — pregunto—. Mi vida debe de ser un desastre.
—Deberías hacer ejercicio. — Sheldon suspira.
—No es que no confíe en ti, Sheldon. Sólo que necesito ir a Las Cruces a pasar una semana. — Vuelvo a picar mi ensalada, asegurándome de que Sheldon se fija en que he agarrado un tenedor.
—Veré lo que puedo hacer. Hablaré con Jerry. Y Jerry hablará con Evan. Pero ¿sabes lo que dicen ellos? — Sheldon suspira, mirándome y olvidándose de la palmera—. No se puede sacar agua del sol.
—¿De qué coño estás hablando? — digo yo, y luego—: ¿Te has chutado o qué, Sheldon?
Llega la cuenta y Sheldon saca su cartera y luego una tarjeta de crédito.
—¿Todavía vives con ese chico tan guapo? — pregunta con un acento de desdén evidente.
—Me gusta, Sheldon —digo, y luego con menos confianza—: Y yo le gusto a él.
—Estoy seguro de ello. Claro que estoy seguro de que le gustas, Cheryl —dice Sheldon—. No quieres postre, ¿verdad?
Niego con la cabeza, tentada. Por fin me pongo a comer el resto de la ensalada, pero se acerca un camarero y se lleva el plato. En el restaurante, se nota, me reconocen todos.
—Deja de poner esa cara —dice Sheldon. Vuelve a guardarse la cartera en el bolsillo.
—¿Me podrás conseguir esa semana libre?
Sheldon me mira y yo trato de sonreír y dejo la servilleta en la mesa, haciendo como que soy una persona normal.
—Últimamente has hablado, bueno, has hablado mucho por teléfono —apunta Sheldon, en voz bastante baja.
—Podrías haberme localizado en la emisora —digo yo.
—¿Hablaste últimamente con William?
—Me parece que no tengo ganas de hablar con William.
—Pues yo creo que él quiere hablar contigo.
—¿Cómo lo sabes?
—Me he encontrado con él un par de veces. — Sheldon se encoge de hombros—. Por ahí.
—Dios del cielo —digo yo—. No tengo ninguna gana de ver a ese gilipollas.
Un chico mexicano se lleva los vasos de agua.
—Cheryl, la mayoría de las personas que conozco hablan con sus ex maridos si sus ex maridos quieren hablar con ellas. No es tan importante. ¿Qué pasa? ¿Es que ni siquiera puedes hablar por teléfono con él?
—Puede localizarme en la emisora —digo yo—. No quiero hablar con William. Es un ser patético. — Vuelvo a mirar por la ventana, fijándome en dos quinceañeras con el pelo rubio corto, que llevan minifaldas y pasan andando junto a un chico rubio y alto, y el chico me recuerda a Danny. No es que el chico tenga una pinta exacta a la de Danny, no la tiene, sino que se trata de ese aire de apatía, ese modo en el que se mira en el reflejo de la ventana del restaurante, las mismas gafas de sol Wayfarer. Y durante un momento se las quita y me mira directamente aunque no me vea y se pasa la mano por el pelo corto y rubio y se da la vuelta y las dos chicas se apoyan en la palmera que miraba fijamente Sheldon y encienden unos pitillos y el chico se vuelve a poner las gafas de sol y se asegura de que no están torcidas y se da la vuelta y se aleja Melrose adelante y las dos chicas se apartan de la palmera y siguen al chico.
—¿Le conoces? — pregunta Sheldon.
William me llama a la emisora hacia las tres. Yo estoy en mi mesa trabajando en un artículo sobre el vigésimo aniversario del asesinato de Kitty Genovese. Me dice que últimamente mi teléfono comunicaba sin parar y que deberíamos de cenar un día, esta misma semana. Le digo que he estado muy ocupada, que estoy cansada, que tengo mucho trabajo pendiente. William no deja de repetir el nombre de un restaurante nuevo de Sunset.
—¿Qué es de Linda? — Me doy cuenta de que no debería haber dicho esto, que a William podría parecerle que estoy considerando su ofrecimiento.
—Ha ido a pasar un par de días a Palm Springs.
—Pero ¿qué pasa con Linda?
—¿Qué es lo que pasa?
—¿Qué le pasa a Linda?
—Creo que te echo de menos.
Cuelgo el teléfono y examino las fotos del cuerpo de Kitty Genovese y William no vuelve a llamar. Me maquillo, Simón habla de un guión que está escribiendo sobre uno que baila break en West Hollywood. Una vez que empieza el noticiario miro directamente a la cámara y espero que Danny esté viendo la tele pues es la única vez que me mira. Sonrío calurosamente antes de cada pausa publicitaria aunque pueda resultar poco apropiado y al final de la emisión tengo la tentación de decir: «Buenas noches, Danny.» Pero en el Gelson's de Brentwood veo a un niño pequeño muy quemado en una cuna y recuerdo el modo en que William dijo: «Creo que te echo de menos», justo antes de que yo le colgara, y cuando salgo del supermercado el cielo es de color púrpura y está en calma.
Hay un pequeño Volkswagen blanco aparcado a la entrada junto al Porsche rojo de Danny, que está aparcado junto a un espinardo rodante gigantesco. Paso junto a los coches y aparco mi Jaguar a la entrada del garaje y me quedo sentada dentro durante largo rato, antes de apearme y cargar con la bolsa de alimentos. Entro y los dejo en la mesa de la cocina y abro la nevera y tomo la mitad de un Tab. Hay una nota de la muchacha escrita en un inglés macarrónico; dice que llamó William. Me dirijo al teléfono, lo descuelgo y arrugo la nota. Un chico, puede que de unos diecinueve o veinte años, con el pelo rubio corto y la piel muy bronceada, que sólo lleva unos shorts azules y sandalias, entra en la cocina, deteniéndose de repente. Nos miramos uno al otro durante un momento.
—Bueno, hola —digo yo.
—Hola —dice el chico, empezando a sonreír.
—¿Y tú quién eres?
—Bueno, me llamo Biff. Hola.
—¿Biff? — pregunto—. ¿Tú eres Biff?
—Sí. — Se dispone a salir de la cocina—. Ya nos veremos.
Me quedo allí con la nota sobre William todavía arrugada en la mano. La tiro y subo la escalera. La puerta delantera se cierra de un portazo y distingo el sonido del Volkswagen que arranca, sale marcha atrás del camino de entrada, y se aleja por la calle.
Danny está tumbado en mi cama bajo una delicada sábana blanca, viendo la televisión. Hay kleenex arrugados esparcidos al lado de la cama, en el suelo, junto a una baraja de cartas del tarot y un aguacate. En la habitación hace calor y abro las puertas de la terraza, luego me meto en el cuarto de baño, me pongo la bata y avanzo en silencio hacia el Betamax y rebobino la cinta que está puesta. Miro por encima del hombro a Danny, que sigue mirando la pantalla del televisor, cuya visión yo le impido. Aprieto el play y sale un concierto de los Beach Boys. Quito la cinta, la vuelvo a rebobinar, y aprieto el play de nuevo. En esta parte tampoco hay nada. La cinta no está grabada.
—¿No grabaste las noticias de esta noche?
—Sí, las grabé.
—Pues aquí no hay nada. — Señalo el Betamax.
—¿De verdad? — Suelta un suspiro.
—No hay nada.
Danny piensa un momento, luego suelta:
—Vaya, tía, pues lo siento. Tuve que grabar el concierto de los Beach Boys.
Luego hay una pausa.
—¿Tuviste que grabar el concierto de los Beach Boys?
—Era el último concierto antes de que muriera Brian Williams —dice Danny.
Suspiro, tamborileo con los dedos en el Betamax.
—No, no era Brian Williams, subnormal. Era Dennis Wilson.
—Para nada —dice él, incorporándose un poco—. Era Brian.
—Te has olvidado de grabar el programa dos noches seguidas. — Me meto en el cuarto de baño y abro los grifos—. Y era Dennis —grito.
—No sé dónde cojones habrás oído eso —le oigo decir—. Era Brian.
—Era Dennis Wilson —digo yo, en voz muy alta, comprobando el agua.
—Nada de eso. Estás completamente equivocada. Era Brian —dice él. Se levanta de la cama envuelto en la sábana, agarra el mando a distancia, y se vuelve a tumbar en la cama.
—Era Dennis. — Salgo del cuarto de baño.
—Brian —dice él, cambiando al canal de la MTV—. No puedes estar más equivocada.
—Era Dennis, carapijo de mierda —le grito mientras salgo de la habitación y bajo la escalera, pongo en marcha el aire acondicionado y luego abro una botella de vino blanco en la cocina. Saco una copa del aparador y vuelvo a subir.
—William llamó esta tarde —dice Danny.
—¿Qué le dijiste? — Me sirvo una copa y la bebo, tratando de calmarme.
—Que estábamos a punto de follar y que no te podías poner al teléfono —dice Danny, sonriendo.
—Bueno, no estuviste lejos de la verdad.
—Así es —suelta él, cambiando de canal.
—¿Por qué no dejas descolgado el jodido teléfono? — le grito.
—Estás loca. — Se sienta de repente—. ¿Qué cojones pasa con el teléfono? Estás loca, estás... estás... —duda, incapaz de encontrar la palabra adecuada.
—¿Y qué hacía ese surfista en mi casa? — Termino la copa, siento algo de náuseas, luego me sirvo otra.
—Se llama Biff —dice Danny, a la defensiva—. No hace surf.
—Bueno, pues parecía molesto de verdad —digo yo, en voz alta, sarcástica, quitándome la bata.
En el cuarto de baño me introduzco en el agua caliente, cierro los grifos, me tumbo dando sorbos al vino. Danny, envuelto en la sábana, entra y echa los kleenex en la papelera y luego se seca la mano en la sábana. Baja la tapa del retrete y se sienta y enciende un canuto que tiene en la mano. Yo cierro los ojos, doy un largo trago de vino, sólo se oye la música que llega de la MTV, el gotear de uno de los grifos, Danny que da caladas a un canuto muy fino. Me acabo de dar cuenta de que hoy Danny se ha teñido el pelo de blanco.
—¿Quieres una calada? — pregunta, tosiendo.
—¿Qué? — pregunto yo.
—¿Una calada? — Me tiende el canuto.
—No —digo—. No quiero.
Danny se arrellana en la tapa del retrete y yo me siento cohibida de modo que me pongo boca abajo pero resulta incómodo y me pongo de costado y luego boca arriba pero en cualquier caso él no me está mirando. Tiene los ojos cerrados. Habla en un tono monótono.
—Hoy Biff estaba en Sunset y llegó a un semáforo y dijo que vio a una vieja deforme con una cabeza enorme y unas manos hinchadas y muy gordas y daba gritos, interrumpiendo el tráfico. — Da otra calada al canuto—. Y estaba desnuda. — Echa el humo, luego dice, en tono amable—: Estaba en una parada de autobús del Strip, más o menos cerca de Hillhurst—. Da otra calada al canuto, mantiene el aire dentro.
Imagino la escena perfectamente y, después de pensar en ella, pregunto:
—¿Por qué demonios me cuentas eso?
Se encoge de hombros, no dice nada. Se limita a abrir los ojos y mira la punta roja del canuto y la sopla. Me estiro hasta el borde de la bañera y me sirvo otra copa de vino.
—Cuéntame algo —dice por fin.
—¿Cosas de la emisora?
—Lo que sea.
—¿Que... quiero un hijo? — dijo yo, siguiéndole la corriente.
Tras una larga pausa, Danny se encoge de hombros, dice:
—No me jodas.
—¿Que no te joda? — Cierro los ojos y pregunto sin entonación—: ¿Has dicho que no te joda?
—No te burles de mí, tía —dice, se levanta, dirigiéndose al espejo. Se rasca una marca imaginaria de su barbilla, se vuelve.
—No tendría sentido —digo, de pronto.
—Soy demasiado joven —dice él.
—Ni siquiera consigo acordarme de cuándo te conocí —digo tranquilamente, luego alzo la vista hacia él.
—¿Qué? — pregunta, sorprendido—. ¿Y esperas que me acuerde yo? — Deja caer la sábana y se dirige desnudo al retrete y se sienta y da un trago a la botella de vino blanco. Noto una marca en la parte interior de su muslo y me estiro y le toco la pierna. Él se aparta, da una calada al canuto. Dejo mi mano allí, en el aire y la recojo, confusa.
—¿Alguien listo se burlaría de mí si te pregunto en qué piensas?
—He estado... —Se interrumpe, luego continúa lentamente—. He estado pensando en lo terrible que fue cuando perdí la virginidad. — Hace una pausa—. Llevo pensando en eso todo el día.
—Normalmente eso se piensa cuando la pierdes con un camión ero. — Una larga y odiosa pausa. Me doy la vuelta—. Fue una estupidez, perdona. — Me apetece volver a tocarle pero en lugar de eso doy un trago al Chardonnay.
—¿Qué es lo que te hace tan jodidamente perfecta? — Entrecierra los ojos, aprieta la mandíbula. Se levanta, se agacha, agarra la sábana, entra en el dormitorio. Salgo de la bañera y me seco y, un poco borracha, entro desnuda en la habitación, agarrando la botella de vino y mi copa, y me meto con él debajo de la sábana. Cambia de canal. No sé por qué está aquí Danny ni dónde nos conocimos y está tumbado a mi lado, desnudo, viendo vídeos.
—¿Sabe tu marido algo de esto? — pregunta, con un tono falso de diversión—. Dice que todavía no os habéis divorciado del todo. Dice que todavía no es tu ex.
Yo no me muevo, ni contesto, y durante unos momentos no veo ni a Danny ni a nada de lo que hay en la habitación.
—¿Qué dices?
Necesito otra copa de vino, pero me obligo a esperar unos cuantos minutos antes de servírmela. Otro vídeo. Danny tararea la canción. Recuerdo estar sentada dentro de un coche en el aparcamiento de la Galleria y a William cogiéndome la mano.
—¿Importa algo? — digo yo una vez que termina el vídeo. Cierro los ojos, haciendo como si no estuviera aquí. Cuando los abro, la habitación ya está a oscuras y miro a Danny y él sigue con la vista clavada en la televisión. En la pantalla hay una foto de Los Ángeles de noche. Una raya roja sobrevuela el paisaje de neón. Aparece el nombre de una emisora de radio de la ciudad.
—¿Todavía te gusta? — pregunta Danny.
—No, la verdad es que no. — Doy un sorbo al vino—. Y a ti, ¿te gusta él?
—¿Quién? ¿Tu marido?
—No —le digo yo—. Biff, Boff, Buff, como se llame.
—¿Qué?
—Que si te gusta —vuelvo a preguntar—. ¿Más que yo?
Danny no dice nada.
—No tienes que responder ahora mismo. — Podría haberlo dicho con más acritud pero me contengo—. Cuando te apetezca.
—No me preguntes esas cosas —dice él, con sus ojos gris azulado inexpresivos, medio cerrados—. No me preguntes esas cosas. No me las preguntes nunca.
—Es todo tan absurdo... —Suelto unas risitas.
—¿Qué dijo Tarzán cuando vio que los elefantes bajaban la colina? — pregunta, bostezando.
—¿Qué?
Todavía suelto risitas, con los ojos cerrados.
—Ahí vienen los elefantes bajando las colinas.
—Creo que ya me lo habían contado. — Pienso en los largos dedos morenos de Danny y luego, con menos ganas, en donde le termina el moreno de la piel, donde le empieza otra vez, en sus labios que no sonríen.
—¿Qué dijo Tarzán cuando vio que los elefantes bajaban de la colina con unos impermeables puestos? — pregunta.
Termino el vino y pongo la copa en la mesilla de noche, junto a la botella vacía.
—¿Qué dijo?
—Ahí vienen los elefantes bajando de la colina con unos impermeables puestos. — Espera mi respuesta.
—¿Dijo eso? — pregunto al fin.
—¿ Qué dijo Tarzán cuando vio a los elefantes bajar de la colina con unas gafas de sol puestas?
—Me parece que no me apetece saberlo, Danny —digo yo, con la lengua espesa, volviendo a cerrar los ojos.
—Nada. No dijo nada —dice Danny, sin interés—. No los reconoció.
—¿Por qué me estás contando eso?
—No lo sé. — Pausa—. Para divertirme, supongo.
—¿Qué? — digo, aunque me patina la lengua—. ¿Qué dijiste?
—Para divertirme.
Me quedo dormida a su lado durante unos momentos y luego me despierto pero no abro los ojos. Respiro de modo regular, noto que dos o tres dedos se me deslizan por la pierna. Quedo perfectamente quieta, con los ojos cerrados, y Danny me toca, sin ningún calor en su tacto, y luego salta suavemente encima de mí y yo sigo quieta pero tengo que abrir los ojos porque estoy respirando toda agitada. En el momento en que los abro, se le pone blanda, se le baja. Cuando despierto en plena noche, se ha ido. Su encendedor, que parece una pistolita de oro, está en la mesilla de noche al lado de la botella de vino vacía y la copa y recuerdo que cuando me lo enseñó por primera vez pensé que iba a disparar de verdad y cuando no disparó sentí que mi vida se convertía en un anticlimax y le miré a los ojos, y su mirada lo volvió todo sin sentido, con aquellos ojos incapaces de recordar nada. Me hundí más profundamente en ellos hasta que me sentí cómoda.
A las once me despierta una música desde abajo. Me levanto rápidamente, me echo una bata por encima, bajo las escaleras, pero sólo es la muchacha, que limpia los cristales de las ventanas del estudio, mientras oye a Culture Club. Le digo gracias y miro por la ventana que está limpiando la muchacha y me fijo en que los dos hijos pequeños de la muchacha se están bañando en uno de los extremos de la pequeña piscina. Me visto y espero dando vueltas por la casa a que vuelva Danny. Salgo, miro el sitio donde estaba aparcado su coche, y luego busco con la vista al jardinero, que por algún motivo no ha aparecido en tres semanas.
Me reúno con Liz para almorzar en Beverly Hills y nada más pedir agua veo a William, que lleva una chaqueta sport de lino beige, unos pantalones blancos con pinzas y unas gafas de sol muy caras, parado junto a la barra. Se acerca a nuestra mesa. Me disculpo y voy a los servicios. William me sigue y yo me detengo a la puerta y le pregunto qué hace aquí y él dice que siempre viene a almorzar a este sitio y yo le digo que vaya coincidencia y él dice, admite, que a lo mejor había hablado con Liz, que a lo mejor ella le mencionó algo sobre que hoy iba a almorzar conmigo en Bistro Gardens. Le digo a William que no me apetece verle, que la separación había sido idea suya, que quien conoció a Linda fue él. William responde a mis acusaciones diciéndome que sólo quiere hablar y me coge de la mano y me la aprieta y yo me aparto y vuelvo a la mesa y me siento. William me sigue y se pone en cuclillas junto a mi silla y después de pedirme por tres veces que vaya a su casa con él para hablar y de que yo no diga nada se marcha y Liz murmura unas disculpas y de repente, inexplicablemente, siento tanta hambre que pido dos entrantes, una ensalada grande y una tarta de naranjas amargas, y me las como enseguida, vorazmente.
Después del almuerzo echo a caminar sin rumbo fijo por Rodeo Drive y entro en Gucci, donde estoy a punto de comprarle una cartera a Danny, y luego salgo de Gucci y me apoyo en una de las columnas doradas del exterior de la tienda bajo un calor achicharrante y un helicóptero baja en picado y vuelve a elevarse y un Mercedes hace sonar el claxon en dirección a otro Mercedes y me acuerdo de que tengo que salir en la edición de las once de los jueves y me protejo los ojos del sol con la mano y me equivoco de aparcamiento y, después de recorrer otro bloque entero, recuerdo donde dejé el coche.
Salgo de la emisora después de que termine el noticiario de las cinco, diciéndole a Jerry que estaré de vuelta para el noticiario de las once, a eso de las diez y media, y que Cliff puede ocuparse de los adelantos y me subo al coche y salgo del aparcamiento de la emisora, y me encuentro circulando en dirección al aeropuerto de Los Ángeles. Aparco y me dirijo a la terminal de American Airlines y voy a la cafetería, asegurándome de que hay una mesa libre junto a la ventana, y pido café y contemplo cómo despegan los aviones, echando ocasionalmente una ojeada a un ejemplar de L.A. Weekly que traje conmigo del coche, y luego esnifo un poco de la cocaína que me dio Simón esta tarde y me entra diarrea y luego recorro el aeropuerto y espero que me siga alguien y camino de una terminal a otra, mirando por encima del hombro con expectación, y dejo la terminal de American Airlines y me dirijo al aparcamiento y me acerco a mi coche, cuyos cristales están ahumados, y los limpiaparabrisas siguen arrancados, y tengo la sensación de que hay alguien esperando, agazapado en el asiento de atrás, y me acerco más al coche, miro dentro, y no tengo total certeza, pero estoy casi segura de que no hay nadie dentro y me subo y salgo del aeropuerto y paso junto a los moteles de uno y otro lado del Century Boulevard, que lleva al aeropuerto. Siento la tentación, brevemente, de entrar en uno de ellos, sólo para tener la pasajera sensación de estar en otra parte, y las Go—Go's cantan Head Over Heels por la radio y desde el aeropuerto conduzco a West Hollywood y me encuentro en un cine de reestreno del Beverly Boulevard donde ponen una antigua película de Robert Altman y aparco el Jaguar, saco la entrada y entro en la pequeña y vacía sala bañada por una luz roja, y me siento sola, delante, y hojeo el L.A. Weekly y el cine está en silencio si se exceptúa un álbum de los Eagles que suena en alguna parte y alguien enciende un canuto y el dulzón e intenso olor a marihuana me distrae del L.A. Weekly, que se me cae al suelo después de ver un anuncio del Danny's Okie Dog, un despacho de perritos calientes de Santa Barbara Boulevard, y las luces se apagan y alguien bosteza detrás y los Eagles dejan de oírse, se levanta un telón deslucido y después de terminar la película salgo y me subo al coche y cuando el coche se detiene delante de un bar gay de Santa Monica decido no ir a la emisora para el noticiario de las once y vuelvo a arrancar y me alejo del bar y paso junto a dos jóvenes que se gritan algo uno al otro a la puerta.
Canter's. Entro en la enorme tienda de alimentos precocinados iluminada por fluorescentes para conseguir algo de comer y comprar un paquete de tabaco y así tener algo que hacer con las manos, pues echo en falta el L.A. Weekly que se me cayó al suelo en el cine de reestreno. Me siento a una mesa junto a la ventana y examino el paquete de Benson Hedges, luego miro por la ventana y veo que los semáforos cambian del rojo al verde al amarillo al rojo y que nadie pasa por el cruce y que las luces siguen cambiando y pido un sandwich y una Coca Light y sigue sin pasar nadie, ni coches ni personas, no pasa nadie por el cruce durante veinte minutos. Me traen el sandwich y lo miro sin interés.
Un grupo de punkies se sienta en una mesa de enfrente de la mía y no dejan de mirarme, susurrando. Una de las chicas, que lleva un viejo vestido negro y el pelo muy corto y en punta, teñido de rojo, le da un codazo al chico que tiene al lado y el chico, probablemente distraído, alto y desgarbado, que lleva el pelo a lo mohicano, me mira y se levanta y se dirige a mi mesa. De repente, los punkies quedan en silencio y miran al chico, expectantes.
—¿No sale usted en los noticiarios o algo así? — pregunta en un tono de voz tan alto que me sobresalta.
—Sí.
—Es usted Cheryl Laine, ¿verdad? — pregunta.
—Sí. — Levanto la vista, tratando de sonreír—. Quisiera encender un pitillo, pero no tengo fuego.
El chico me mira, hace un breve gesto de impotencia ante lo que he dicho, pero se recupera y dice:
—No tengo fuego pero, oiga, ¿podría firmarme un autógrafo? — Me mira descontrolado y añade—: Soy un gran admirador suyo. — Agarra una servilleta de papel y se rasca la cabeza—. Es usted mi presentadora favorita.
Los punkies se ríen histéricamente. La chica con el pelo rojo en punta se tapa la cara con unas manos menudas y da patadas en el suelo.
—Claro —digo yo, humillada—. ¿Tienes algo con qué escribir?
El chico se vuelve y grita:
—Oye, David, ¿tienes algo con qué escribir?
David niega con la cabeza, con los ojos cerrados y la cara contraída por la risa.
—Creo que tengo yo —digo, abriendo mi bolso. Saco una pluma y él me tiende la servilleta de papel—. ¿Qué quieres que ponga?
El chico me mira inexpresivo y luego mira hacia la otra mesa y empieza a reírse y se encoge de hombros. — No sé.
—Bien, ¿cómo te llamas? — pregunto, apretando la pluma con tanta fuerza que temo partirla.
—Spaz. — Se vuelve a rascar su pelo a lo mohicano.
—¿Spaz?
—Sí. Con una ese.
Yo escribo: «Para Spaz, con mis mejores deseos, Cheryl Laine.»
—Oye, muchísimas gracias, Cheryl —dice Spaz.
Vuelve a la mesa donde se ríen los punkies, ahora con más fuerza. Una de las chicas le quita el autógrafo a Spaz y lo mira y se ríe, enterrando la cabeza entre las manos y volviendo a patear el suelo.
Dejo con mucho cuidado un billete de veinte dólares encima de la mesa y tomo un sorbo de Coca Light y luego intento levantarme de la mesa sin llamar la atención y me dirijo a los servicios. Los punkies gritan:
—Hasta luego, Cheryl —y se ríen todavía con más ganas.
Una vez en el servicio de señoras me encierro en un retrete y me apoyo en una puerta que está llena de grafitis mexicanos y contengo la respiración. Encuentro el encendedor de Danny en el fondo del bolso y enciendo un pitillo pero me sabe amargo y lo arrojo en la taza del retrete y luego vuelvo a atravesar Canter's, que está casi vacío, evitando la mesa de los punkies, y luego estoy dentro de mi coche mirando mi reflejo en el retrovisor: ojos enrojecidos, una mancha negra en la barbilla, que trato de quitarme. Arranco el coche, dirigiéndome hacia una cabina telefónica de Sunset. Aparco el coche, dejando el motor en marcha, la radio encendida, y marco mi número y me quedo dentro de la cabina a la espera de que conteste alguien y el teléfono suena y suena y cuelgo y vuelvo al coche y arranco en busca de un café o una estación de servicio porque necesito utilizar el servicio pero todo parece cerrado y me dirijo al Hollywood Boulevard, buscando un cine, y por fin termino de vuelta a Sunset y conduciendo hacia Brentwood.
Llamo con los nudillos a la puerta de William. Le lleva un tiempo acudir. Pregunta:
—¿Quién es?
Yo no digo nada, me limito a volver a llamar con los nudillos.
—¿Quién es? — pregunta él. Parece preocupado.
—Soy yo —digo, y luego—: Cheryl.
Hace girar la cerradura y abre la puerta. Lleva puesto un traje de baño Polo y una camiseta que tiene escrito CALIFORNIA en brillantes letras azules, una camiseta que le compré yo el año pasado, y lleva puestas las gafas y no parece sorprendido de verme a su puerta.
—Estaba a punto de meterme en el Jacuzzi —dice William.
—Necesito usar tu cuarto de baño —digo yo, tranquilamente. Paso junto a él y atravieso el cuarto de estar y entro en el cuarto de baño. Cuando salgo, William está parado junto a la barra.
—¿Es que no conseguiste encontrar otro cuarto de baño por ahí? — pregunta.
Me siento en una butaca delante de un televisor enorme, ignorándole, pensando qué voy a decir.
—No.
—¿Te apetece una copa?
—¿Qué hora es?
—Las once —dice él—. ¿Qué quieres beber?
—Cualquier cosa.
—Tengo zumo de piña, de arándanos, de naranja, de papaya.
Yo había creído que se refería a algo de alcohol, y repito:
—Cualquier cosa.
Se dirige al televisor y éste se enciende con un súbito relámpago y William sube el volumen en el momento en que el presentador dice:
—... las noticias del canal nueve con Christine Lee, sustituyendo a Cheryl Laine...
William vuelve a la barra y sirve dos copas y, por suerte, no me pregunta qué hago aquí. Apago la televisión en la primera pausa para los anuncios.
—¿Dónde está Linda? — pregunto.
—En Palm Springs —dice él—. En un seminario sobre no sé qué. — Un prolongado y tenso silencio, y luego—: Al parecer son muy divertidos.
—Me alegro mucho —murmuro—. Seguís llevándoos bien.
William sonríe y me trae una copa que huele mucho a guayaba. Doy un sorbo cauteloso, luego dejo la copa.
—Acaba de volver a decorar el piso. — Hace un gesto con las manos y se sienta en un sofá beige frente a la butaca—. Aunque el piso es algo temporal. — Pausa—. Todavía sigue en la Universal. Está perfectamente. — Da un sorbo a su zumo.
William no dice nada más. Vuelve a dar otro sorbo a su zumo y luego cruza sus bronceadas y peludas piernas y mira por la ventana las palmeras iluminadas por los faroles de la calle.
Me levanto de la tumbona y paseo nerviosa por la habitación. Me dirijo a la estantería y hago como que leo los títulos de los libros del largo estante de cristal y luego los títulos de los vídeos de los estantes de abajo.
—No tienes buena cara —dice—. Tienes tinta en la barbilla.
—Me encuentro bien.
A William le lleva cinco minutos decir:
—Puede que debiéramos haber seguido juntos. — Se quita las gafas, se frota los ojos.
—Dios santo —digo, irritada—. No, no deberíamos haber seguido juntos. — Me doy la vuelta—. Sé que no debiera haber venido.
—Estaba muy equivocado. ¿Qué quieres que te diga? — Baja la vista hacia sus gafas, luego hacia sus rodillas.
Me alejo de la estantería y me dirijo a la barra y me apoyo en ella y hay una larga pausa y luego él pregunta:
—¿Todavía me deseas?
Yo no digo nada.
—No tienes que contestarme —dice él, que parece confuso, esperanzado.
—Esto no tiene sentido. No, William, no lo tiene. — Me toco la barbilla, mirándome los dedos.
William mira su copa y antes de dar un sorbo, dice:
—Pero tú siempre mientes.
—No me vuelvas a llamar —digo yo—. Por eso he venido. A decirte eso.
—Pues yo creo que todavía... —Pausa—. Te deseo.
—Pues yo... —Hago una pausa tímida—. Deseo a otra persona.
—¿Te desea él? — pregunta con un énfasis tranquilo, y esa pregunta me deja tocada, y me desplomo en el elevado taburete gris de la barra.
—No te vengas abajo —dice William.
—Todo se está yendo a la mierda.
William se levanta del sofá, deja su vaso de zumo de papaya y se dirige tranquilamente hacia mí. Me pone la mano en el hombro. Me besa el cuello, me toca un pecho. Me aparto hasta el otro extremo de la habitación, secándome la cara.
—Resulta sorprendente verte así —consigo decir.
—¿Por qué? — pregunta William desde el otro lado de la habitación.
—Porque nunca sentiste nada por nadie.
—Eso no es cierto —dice él—. ¿Y qué pasa contigo?
—Nunca has estado vivo.
—Yo estaba... vivo —dice, débilmente—. ¿Vivo?
—No, no lo estabas —digo yo—. Ya sabes a lo que me refiero.
—¿Entonces cómo estaba? — pregunta.
—Estabas... —Hago una pausa, miro la extensa alfombra blanca, la cocina blanca, las sillas blancas que brillan en el suelo de azulejos blancos—. Bueno, no estabas muerto.
—¿Y esa persona con la que estás? — pregunta, con un hilo de voz.
—No lo sé. Está... —tartamudeo—. Es agradable. Me sienta bien.
—¿Te sienta bien? ¿De quién se trata? Parece una vitamina. ¿Qué quieres decir con eso? ¿Es bueno en la cama o qué? — William levanta los brazos.
—Eso es —murmuro yo.
—Bueno, si me hubieras conocido cuando yo tenía quince años.
—Tiene diecinueve —digo, interrumpiéndole.
—Dios del cielo, diecinueve —suelta él.
Me dirijo a la puerta, dejando una escena que no me resulta desconocida, y me vuelvo para mirar a William y siento algo que no me agrada sentir. Imagino a Danny, esperándome en el dormitorio, llamando por teléfono, un fantasma. De vuelta a casa, está encendida la televisión y también el Betamax. La cama está sin hacer. Una nota encima de ella dice: «Lo siento... ya nos veremos por ahí. Llamó Sheldon y dijo que tenía buenas noticias. Puse el vídeo a las 11 para que grabase el programa. Lo siento. Hasta la vista. P. S. Biff dice que estás muy buena», y debajo, el número del teléfono de Biff. La bolsa con ropa que Danny tenía al lado de la cama ha desaparecido. Rebobino la cinta me tumbo y veo el noticiario de las once.
7
DESCUBRIMIENTO DE JAPÓN
Con rumbo a la oscuridad, mirando por la ventanilla de un avión el toldo negro y sin estrellas, más allá de la ventanilla, coloco una mano en la ventanilla que está tan fría que me entumece las yemas de los dedos y me miro la mano. Retiro la mano lentamente de la ventanilla y Roger se acerca por el pasillo en penumbra.
—Adelanta el reloj, tío —dice Roger.
—¿Qué dices, tío? — pregunto yo.
—Que adelantes el reloj. Hay diferencia horaria. Estamos aterrizando en Tokio. — Roger me mira fijamente, disimulando una sonrisa—. Tokio, Japón, ¿vale? — No hay respuesta, y Roger se pasa la mano por su pelo rubio hasta que se hace una pequeña cola de caballo en la nuca, suspirando.
—Pero... no consigo... ver... nada, tío —le digo, señalando lentamente la ventanilla.
—Eso es porque llevas puestas las gafas de sol, tío —dice Roger.
—No, no es eso... Está... de verdad... —busco la palabra adecuada—... bueno... oscuro —y luego—: tío..
Roger me mira durante un momento.
—Bueno, eso es porque las ventanillas están, bueno, ahumadas, ¿vale?
No digo nada.
—¿Quieres un Valium, un éxtasis, un chicle, qué? — ofrece Roger.
Niego con la cabeza, contesto:
—No... podría tener una sobredosis.
Roger se da la vuelta lentamente, avanza por el pasillo hacia la parte delantera del reactor. Al apretarme las yemas de los dedos, todavía frías debido a la ventanilla, contra la frente, se me cierran los ojos con fuerza.
Desnudo, despierto bañado en sudor, en una cama enorme de una suite del ático del Tokio Hilton, las sábanas arrugadas en el suelo, una chica desnuda y dormida a mi lado, con la cabeza encajada en mi brazo, que tengo dormido, y me sorprende el esfuerzo que me cuesta levantarlo. Mi codo se desliza cuidadosamente por la cara de la chica. Bolas de kleenex que le hice tragar se le pegan a los lados de las mejillas, en la barbilla, resecas. De espaldas, separado de la chica, hay un chico, de dieciséis o diecisiete años, puede que menos, oriental, desnudo, en el extremo opuesto de la cama, con los brazos colgándole por el borde, la suave piel beige de la parte baja de la espalda cubierta de verdugones rojos, recientes. Me estiro a por el teléfono de la mesilla de noche pero no hay mesilla y el teléfono está en el suelo, desconectado, encima de las sábanas húmedas. Resollando, me estiro por encima del chico, conecto el teléfono, lo que me lleva unos quince minutos, por fin le pregunto a alguien del otro extremo de la línea por Roger, pero Roger, me dice, está en un concurso de comedores de frutas y no está disponible.
—Llévense ahora mismo a estos dos chicos de aquí, ¿vale? — murmuro al auricular.
Me levanto de la cama, haciendo que una botella vacía de vodka golpee contra una de bourbon que se derrama encima de una bolsa de patatas fritas y un ejemplar de Hustler Orient en el que este mes sale esta chica de la cama, y me arrodillo, lo abro, sintiéndome raro mientras observo lo distinto que parece su coño en el desplegable comparado a cómo parecía hace tres horas y cuando me vuelvo y miro la cama, el chico oriental tiene los ojos abiertos y me mira fijamente. Me limito a quedarme allí, nada avergonzado, desnudo, con resaca, y miro fijamente a mi vez los ojos negros del chico.
—¿Te das pena? — pregunto, aliviado cuando dos tipos con barba abren la puerta y se dirigen a la cama, y yo entro en el cuarto de baño y cierro con pestillo.
Abro los grifos al máximo, con ganas de que el sonido del agua que golpea contra la inmensa bañera de porcelana apague el ruido de los dos roadies que se llevan al chico y a la chica fuera de la cama, fuera de la habitación. Me inclino hacia la bañera, asegurándome de que por el grifo sólo sale agua fría. Me dirijo a la puerta, apoyo el oído para descubrir si todavía queda alguien en la habitación y, casi completamente seguro de que no hay nadie, la abro, echo una ojeada, y en la habitación no hay nadie. De una pequeña nevera saco un cubo de plástico para hielo y luego me dirijo a la máquina del hielo que he pedido que coloquen en el centro de la suite y saco algo de hielo. Luego, según vuelvo al cuarto de baño, me arrodillo junto a la cama y abro un cajón y saco una caja de Librium y luego vuelvo al cuarto de baño y cierro la puerta y vacío el hielo del cubo en la bañera, asegurándome de que queda bastante agua en el fondo del cubo para que me ayude a pasar el Librium, y me meto en la bañera, me tumbo, con sólo la cabeza fuera del agua, inquieto por el hecho de que a lo mejor el agua helada y el Librium no combinen demasiado bien.
En el sueño estoy sentado en el restaurante de la parte más alta del hotel cerca de una pared con ventanas y mirando por encima de la sábana de luces de neón que pasan por ser una ciudad. Estoy bebiendo un Kamikaze y sentada frente a mí está la chica oriental del Hustler pero su suave cara cetrina lleva un maquillaje de geisha y ese maquillaje de geisha y el ajustado vestido de un rosa fluorescente y la expresión de sus rasgos planos y suaves y la mirada de sus inexpresivos ojos negros son de predador, me ponen incómodo, y de pronto toda la sábana de luces parpadea, se esfuma, suenan unas sirenas y unas personas en las que no me había fijado salen corriendo del restaurante, gritos, aullidos que llegan de la negra ciudad de abajo, y grandes arcos de llamas, naranjas y amarillas, que se destacan ante un cielo negro, salen disparados de diversos puntos del suelo y yo todavía sigo mirando a la geisha, con los arcos de llamas reflejándosele en los ojos, y la chica me murmura algo y no hay miedo en aquellos ojos húmedos y oblicuos porque ahora la chica sonríe cálidamente, repitiendo la misma palabra una y otra vez y otra y otra pero las sirenas y los gritos y varias explosiones anegan el mundo y cuando grito, dominado por el pánico, preguntándole qué está diciendo, ella se limita a sonreír, parpadeando, y saca un abanico de papel y no deja de mover la boca, formando la misma palabra, y yo me inclino hacia ella para oír la palabra pero por la ventana irrumpe una garra enorme, salpicándonos con cristales, y me agarra y la garra está caliente, late de odio y está cubierta de un lodo que empapa el traje que llevo puesto y la garra me saca por la ventana y yo me retuerzo en dirección a la chica, que vuelve a repetir la palabra, esta vez claramente.
—Godzilla... Godzilla, idiota... He dicho Godzilla.
Gritando en silencio, me levanta hacia su boca, a ochenta, noventa pisos de altura, mirando lo que queda de la destrozada pared de cristal, con un viento negro y frío soplando furiosamente a mi alrededor, y la chica oriental del vestido color rosa ahora está subida a la mesa, sonriendo y agitando su abanico hacia mí, gritándome «Sayonara», pero eso no significa adiós.
Algo más tarde, después de salir desnudo y sollozando de la bañera, después de que Roger haya llamado por una de las extensiones diciéndome que mi padre llamó siete veces durante las dos últimas horas (algo sobre una emergencia), después de que le diga a Roger que le diga a mi padre que estoy durmiendo o que he salido o lo que sea o que estoy en otro país, después de estrellar tres botellas de champán contra una de las paredes de la suite, por fin estoy en disposición de sentarme en una silla que he llevado hasta la ventana y mirar cómo es Tokio. Tengo una guitarra, intento componer una canción, porque durante la semana pasada unos cuantos acordes han estado dándome vueltas en la cabeza pero me cuesta trabajo ordenarlos y luego me pongo a tocar viejas canciones que compuse cuando tocaba con el grupo y luego miro los cristales rotos del suelo que rodean la cama, pensando: Esto puede ser una buena cubierta para el álbum. Luego recojo un paquete medio vacío de MM's y me las tomo con algo de vodka y luego como eso me sienta mal tengo que correr al cuarto de baño pero tropiezo con el cable del teléfono y me golpeo la mano contra un grueso trozo de cristal de una de las botellas de champán y durante largo rato me quedo mirándome la palma, un fino hilillo de sangre que corre en dirección a la muñeca. Sin poder quitarme el cristal sacudiendo la mano, me lo arranco y el agujero de mi mano parece suave y seguro y cojo el trozo de cristal manchado de sangre que todavía tiene parte de la etiqueta de Dom Perignon y tapo la herida volviendo a ponerlo encima de ella, pero el cristal se cae y una corriente de sangre llena la guitarra que ya empezaba a rasguear y la guitarra ensangrentada también quedaría muy bien en la funda de un disco y consigo encender un pitillo, aunque la sangre lo moja un poco. Más Librium y me quedo dormido, pero la cama tiembla y el movimiento de la tierra es parte de mi sueño, otro monstruo que se acerca.
El teléfono empieza a sonar, por lo que supongo que ya es mediodía.
—¿Diga? — respondo, con los ojos cerrados.
—Soy yo —dice Roger.
—Estoy durmiendo, Lucifer.
—Venga, levántate. Hoy tienes que comer con alguien.
—¿Con quién?
—Con alguien —dice Roger, irritado—. Venga, vamos a tocar algo.
—Necesito algo, lo que sea —murmuro, abriendo los ojos y las sábanas, la guitarra junto a las sábanas, cubierta de sangre seca, y algunas de las manchas son tan grandes que me llevan a abrir la boca, luego trago saliva—. Necesito algo, tío.
—¿Qué? — dice Roger—. ¿Qué pasa, tío? ¿Te has vuelto majara, o qué?
—No, necesito un médico, tío.
—¿Por qué? — Roger suspira.
—Me hice un corte en la mano.
—¿De verdad? — Roger parece aburrido.
—Estuve sangrando, bueno, bastante.
—Claro que sí. ¿Cómo te lo hiciste? — pregunta Roger—. En otras palabras: ¿te ayudó alguien?
—Me lo hice afeitándome... ¿qué huevos importa? Consígueme un médico.
Al cabo de un rato, Roger pregunta:
—Si ya no te sangra, será porque no tiene importancia, ¿no?
—Pero hay mucha... sangre, tío.
—Pero ¿te duele? — pregunta Roger—. ¿Te la notas?
Una larga pausa, luego:
—No, bueno, en realidad no. — Espero un momento antes de decir—: Más o menos.
—Te conseguiré un médico. Dios santo.
—Y una doncella. Un aspirador. Necesito un... aspirador, tío.
—Tú sí que estás hecho un aspirador, Bryan —dice Roger. Oigo risas al fondo, que Roger hace que callen chistando bien fuerte, luego me dice—: Tu padre llama sin parar. — Oigo que Roger enciende un pitillo—. Lo digo por si te interesa.
—Los dedos, Roger, no los puedo mover.
—¿No me oyes? ¿Qué coño te pasa?
—¿Qué quiere? ¿Es lo que quieres que te diga? — Suspiro—. ¿Cómo sabe dónde estoy?
—No lo sé. Un asunto urgente. ¿Está tu madre en el hospital? No estoy seguro. ¿Quién sabe?
Intento sentarme, luego enciendo un pitillo con la mano izquierda. Cuando se hace evidente que Roger no va a decir nada más, Roger dice:
—Te daré tres horas para que estés listo. ¿Necesitas más? Por el amor de Dios, espero que no, ¿vale?
—Sí.
—Y ponte algo de manga larga —advierte Roger.
—¿Qué? — pregunto, confuso.
—De manga larga, tío. Ponte algo de manga larga. Algo que no llame la atención.
Me miro los brazos.
—¿Por qué?
—Por varias cosas: porque, primero, estás mejor con manga larga; segundo, porque tienes marcas de pinchazos en los brazos; tercero, porque tienes marcas de pinchazos en los brazos; y cuarto, porque tienes marcas de pinchazos en los brazos.
Una larga pausa que finalmente rompo yo al decir:
—¿Coca?
—Bueno —dice Roger, luego cuelga.
Un productor de la Warner Brothers que está en Tokio para reunirse con unos representantes japoneses de Sony tiene treinta años y está calvo y tiene una cara como de máscara mortuoria y lleva puesto un kimono con zapatillas de tenis, mientras pasea con languidez por su suite, fumándose un canuto, y todo es estupendo y para morirse y Roger hojea un Billboard sentado en una cama gigantesca pero aún sin hacer, y el productor señala a Roger y dice fundamentalmente:
—Esa cola de caballo tan pequeña te queda bien de verdad.
Y Roger, encantado de que el productor se haya fijado en su pelo, asiente con la cabeza, se da la vuelta y enseña la cola de caballlo.
—¿Es como la de Adam Ant? — pregunta el productor.
—¿Tú qué crees? — Roger, que parece molesto, vuelve al Billboard.
—Sírvete sake.
Roger me lleva a la terraza de la mano, donde dos chicas orientales, puede que de quince o hasta de catorce años, están sentadas a una mesa llena de platos de sushi y de lo que parecen gofres.
—Uau —digo yo—. Gofres.
—No parece que tengas mucho que contar —dice Roger.
—¿Por qué no me dejas en paz? — imploro.
—Otra idea —dice Roger, poniendo una expresión espantosa—. ¿Por qué no te sientas aquí afuera?
Una de las chicas orientales lleva una braga de raso color rosa y los pechos al aire y es con la que estuve ayer por la noche y la otra chica lleva puesta una camiseta de PÓLICE, tiene un walkman y los ojos vidriosos. El productor se dirige a las puertas de la terraza y ahora habla con Manuel y le dice que comer algo que no tenga conservantes es fabuloso de verdad. Chasca los dedos al sentarse con expresión de dolor, haciendo gesto de que se cubra a la chica con la braga de raso color rosa. La chica, que tiene un corazón de hielo, se pone de pie, se dirige lentamente al interior de la habitación, enciende la televisión y cae al suelo dándose un porrazo.
El productor está sentado junto a la chica oriental del walkman, suspira, da una calada al canuto. Se lo ofrece a Roger, que dice no con la cabeza, luego a mí. Roger niega con la cabeza también por mí.
—¿Sake? — pregunta el productor—. Está muy frío.
—Estupendo —dice Roger.
—¿Bryan? — pregunta el productor.
Roger vuelve a negar con la cabeza.
—¿No habéis notado el terremoto? — pregunta el productor, sirviendo el sake en las copas de champán.
—Sí, yo lo noté —dice Roger, encendiendo un pitillo—. Terrorífico de verdad. — Y luego, después de echarme una ojeada—: Bueno, tampoco fue tan espantoso.
—No me fío de estos jodidos japos —dice el productor—. Espero que consiga sacarles algo.
—¿De qué se trata, tío? — Roger suspira, asintiendo cansinamente con la cabeza.
—Están construyendo un océano artificial —dice el productor—. En realidad, varios.
Me ajusto las gafas de sol, me miro las manos. Roger me reajusta las gafas. Esto impulsa al productor a volver a ocuparse de los negocios.
Comienza con gran seriedad:
—Una idea para una película. De hecho es una idea que ya se ha llevado a cabo a medias. Está, como si dijéramos, guardada en una caja fuerte protegida por algunos de los hombres más peligrosos de la Warner. — Pausa—. El motivo por el que recurrimos a ti, Bryan, es porque hay personas que recuerdan lo intensa que resultó aquella película sobre la vida del grupo. — Su voz se hace más aguda y se desvanece y examina mi cara a la espera de una reacción. Un trabajo duro.
—Quiero decir, Dios santo, que vosotros cuatro... Sam, Matt y... —El productor se interrumpe, chasca los dedos, mira a Roger en busca de ayuda.
—Ed —dice Roger—. Se llamaba Ed. — Pausa—. De hecho, cuando se formó el grupo se llamaba Tabasco. — Pausa—. Se lo cambiamos.
—Ed, eso es —dice el productor, haciendo una tímida pausa con tan falsa reverencia que casi consigue que se me salten las lágrimas—. Fue, como suele decirse, una «tragedia de verdad». Una auténtica pena. ¿No es así?
Roger suspira, asiente con la cabeza.
—Por entonces ya se habían separado.
El productor da una profunda calada a su canuto y mientras aspira el humo se las arregla para decir lo siguiente:
—Chicos, vosotros probablemente fuisteis unos de los pioneros del rock durante la década pasada y es una pena que os separaseis... ¿Te apetecen unos gofres?
Roger bebe delicadamente sake y dice:
—Una auténtica pena —y luego me mira—. ¿Verdad?
Yo suspiro y contesto:
—Sí, señor.
—Dado que la cosa va a ser tan moderna y tan rentable, sin explotar a nadie, pensamos que, bueno, con tu... —el productor mira a Roger en busca de ayuda, titubea— presencia, pensamos que quizá te interesara protagonizar una película.
—Recibimos muchos guiones. — Roger suspira, añadiendo—: Bryan rechazó Amadeus, de modo que se encuentra en una situación de privilegio.
—La película —continúa el productor— es básicamente del tipo estrella de rock del espacio exterior. Un alienígena, un E.T. que sabotea el...
Agarro el brazo de Roger.
—E.T. Un extraterrestre —dice Roger, en voz bastante baja.
Le suelto. El productor continúa.
—El E.T. sabotea la limusina del tipo después de una actuación en el Fórum y después de una persecución encarnizada le lleva al planeta donde mantienen cautiva a la estrella de rock. Bueno, también hay una princesa, por cuestiones de amor y todo eso. — El productor hace una pausa, mira esperanzado a Roger—. Para ese papel estamos pensando en Pat Benatar. Estamos pensando en una go—go.
Roger suelta una carcajada.
—Parece una pasada.
—El único modo en que el tipo se puede liberar es grabando canciones y dando un concierto para el emperador del planeta, que es básicamente, bueno, una tipa cachonda. — El productor hace una mueca, se estremece, luego mira preocupado a Roger.
Roger se aprieta el puente de la nariz y dice:
—Es una auténtica locura, ¿no?
—No es de mal gusto y tienes un ejemplar —le dice el productor a Roger—. Y en los estudios a todos les parece fabuloso que la idea esté metida en la caja fuerte.
Roger sonríe, asiente con la cabeza, mira a la chica oriental y saca la lengua, guiñando el ojo. Le dice al productor:
—A mí tampoco me aburre la idea.
Recuerdo la película que hicieron sobre el grupo y la película era bastante ajustada a no ser porque los que la rodaron se olvidaron de añadir las interminables demandas por paternidad, la vez que yo le rompí el brazo a Kenny, el líquido claro de las jeringuillas, a Matt llorando durante horas, los ojos de las fans y las «vitaminas», la cara que puso Nina cuando pidió un Porsche nuevo, la reacción de Sam cuando le dije a Roger que quería hacer un disco en solitario, unos cuantos datos que pasaron por alto los que rodaron la película. Los que rodaron la película al parecer eliminaron la vez en que llegué a casa y encontré a Nina sentada en el cuarto de baño de la casa de la playa, con unas tijeras en la mano, y cortaron el plano de la cama de agua agujereada y vaciándose. El montador pareció situar equivocadamente la escena en la que Nina trató de ahogarse una noche durante una fiesta en Malibú y cortaron la secuencia que seguía donde le apretaban el estómago y también lo siguiente, donde se acercaba a mí y decía: «Te odio», y apartaba de mí su cara pálida, hinchada, con el pelo todavía empapado y pegado a las mejillas. La película la hicieron antes de que Ed se tirara desde el tejado del Clift Hotel de San Francisco, de modo que tuvieron una excusa para que esa escena no apareciese en la película, pero no parece que hubiera excusa para que omitieran el resto y para que la película, hecha a base de cosas inventadas, pasta y porno, y un conjunto de datos idiotas, se hiciera tremendamente popular.
Un farol verde que cuelga de un toldo que protege la terraza me lleva de vuelta a la conversación: porcentajes, aprobación del guión, ganancias netas, condiciones que, incluso ahora, sigo encontrando raras, y miro la copa de champán de Roger llena de sake y la chica oriental de dentro se retuerce y patalea en el suelo, moviéndose en círculos, sollozando, y el productor se pone de pie, sin dejar de mirar a Roger, cierra la puerta y sonríe cuando dice: —Estoy muy agradecido.
Llamo a Matt. A la telefonista le lleva siete minutos ponerme con su número. Contesta Úrsula, la cuarta mujer de Matt, y suspira cuando le digo que soy yo. Espero cinco minutos a que vuelva y me imagino a Matt junto a Úrsula en la cocina de la casa de Woodland Hills, con la cabeza gacha. En lugar de eso, Ursula dice:
—Ahora viene.
Y oigo la voz de Matt al otro lado de la línea.
—¿Bryan?
—Sí, tío, soy yo.
Matt suelta un silbido.
—Vaya, tú. — Larga pausa—. ¿Dónde estás?
—En Japón, en Tokio, creo.
—¿Han sido... dos, tres años?
—No, tío, no ha sido... tanto —digo yo—. No lo sé.
—Bien, tío, me han contado que estabas, bueno, de gira.
—La gira mundial del 84, tío.
—Algo de eso había oído... —Su voz se desvanece.
Un tenso silencio roto únicamente por «sí» y «bueno».
—He visto el vídeo —dice.
—¿En el que sale Rebecca De Mornay?
—Bueno, no, en el que sale el mono.
—Ah... claro.
—Oí el álbum —dice por fin Matt.
—Oye... bueno, ¿te gustó, tío?
—¿Estás de cachondeo, tío? — dice él.
—¿Te pareció... bueno, tío? — pregunto.
—Un acompañamiento estupendo. Fuerte de verdad.
Otro largo silencio.
—Es, bueno, válido, tío, válido —dice Matt. Pausa—. ¿La que cuenta lo del coche, tío? Vi a John Travolta comprar un ejemplar en Tower. — Larga pausa.
—Te agradezco lo que dices, tío —digo—. ¿Vale?
Larga pausa.
—¿Estás, bueno, estás haciendo algo ahora? — pregunto.
—Estoy liado con algo de material —dice Matt—. A lo mejor me meto en el estudio dentro de un par de meses.
—Tre—men—do —digo yo.
—Vaya...
—¿Has hablado... con Sam? — pregunto.
—Precisamente hace... bueno, ¿como un mes? Con uno de sus abogados. Me tropecé con él. Por casualidad.
—¿Sam... está bien?
Sin parecer demasiado seguro, Matt dice:
—Estupendamente.
—¿Y... sus abogados?
Responde con una pregunta:
—¿Cómo le va a Roger?
—Roger es... Roger.
—¿Ya ha dejado la clínica de rehabilitación?
—Ya hace mucho tiempo.
—Sí, ya sé a qué te refieres. — Matt suspira—. Ya sé a lo que te refieres, tío.
—Bien, tío. — Respiro a fondo, me pongo tenso—. Me preguntaba si a lo mejor te apetecía, bueno, no sé, si a lo mejor nos veíamos y componíamos unas canciones juntos cuando haya terminado esta gira, si a lo mejor grabamos algo, tío.
Matt tose, luego al cabo de no demasiado tiempo, dice:
—Oye, tío, no sé si sabes que los viejos tiempos se han terminado y yo no creo que...
—Bueno, joder, tío, es que... —me interrumpo en mitad de la frase.
—Tienes que seguir por tu cuenta.
—Es que yo... yo, ya sabes, pero... —Empiezo a dar patadas a una pared y mis uñas se han hundido tanto en el vendaje de la herida que éste se mancha de sangre.
—La cosa se terminó, tío —dice Matt.
—Bueno, ¿crees que miento, tío?
No digo nada más, me limito a soplarme la palma de la mano.
—Bien, estuve viendo algunas de esas antiguas películas que Nina y Dawn rodaron en Monterrey —está diciendo Matt.
Trato de no escuchar, de no pensar en Dawn.
—Y lo más raro, pero también lo más cojonudo, es que Ed estaba bien de verdad, tío. De hecho, tenía una pinta estupenda. Moreno y en buena forma y no sé qué pasó. — Pausa—. No sé qué coño pasó, tío.
—¿Y a quién le importa, tío?
—Sí. — Matt suspira—. Tienes razón.
—Porque a mí no me importa, tío.
—Supongo que a mí tampoco me importa, tío.
Cuelgo, quedo fuera de combate.
Camino del concierto, sentado en la parte de atrás de la limusina, viendo por televisión combates de sumo que podrían ser una antigua película de Bruce Lee, el mismo anuncio sobre una limonada azul siete veces, lanzo cubitos de hielo que he chupado a la pequeña pantalla cuadrada. Bajo el cristal de separación y le digo al chófer que necesito muchos pitillos y el chófer busca en la guantera, saca un paquete de Marlboro y la cocaína que he esnifado antes no me está haciendo demasiado efecto, y parece aumentar el dolor de la mano y no dejo de tragar saliva pero los residuos quedan atascados en el fondo de la garganta de un modo molesto y bebo whisky, lo cual casi me elimina aquel sabor.
El escenario apesta a sudor y estamos a cuarenta grados y llevamos tocando como unos cincuenta minutos y lo único que quiero es cantar la última canción, y a la banda, cuando lo menciono entre un tema y otro, le parece una idea muy mala.
Todas las canciones son de los tres últimos álbumes en solitario, pero desde la primera fila oigo a los orientales gritando, sin pronunciar las erres, los nombres de los grandes éxitos que tocaba con el grupo y este grupo la emprende con el éxito más importante del segundo LP en solitario y no puedo asegurar si el público está entusiasmado aunque aplauda y haga mucho ruido y detrás de mí hay una tapiz de cien metros o así —BRYAN METRO GIRA MUNDIAL 1984— que se agita detrás de nosotros y me muevo lentamente por el enorme escenario, tratando de distinguir al público, pero unos potentes focos convierten aquel espacio en una masa moviente de oscuridad gris y cuando comienzo a cantar la segunda estrofa de la canción me olvido de la letra. Canto: «Pasa otra noche y todavía te preguntas qué pasó» y luego quedo bloqueado. De repente uno de los guitarristas hace un gesto con la cabeza y el del bajo se me acerca, el de la batería sigue manteniendo el ritmo. Yo ni siquiera toco la guitarra ya. Inicio la segunda estrofa otra vez: «Pasa otra noche y todavía te preguntas qué pasó...», y luego nada. El del bajo grita algo. Vuelvo la cabeza hacia él, la mano me duele mucho, y el del bajo suelta:
—Dale otra oportunidad al mundo.
Y yo digo:
—¿Qué?
Y el del bajo grita:
—Dale otra oportunidad al mundo.
Y yo digo:
—¿Qué?
Y el del bajo grita:
—Dale otra oportunidad al mundo... por Dios.
Y yo pienso que por qué coño tengo que cantar eso y luego que por qué coño compuse esa mierda y hago un gesto al grupo y pasamos al estribillo y terminamos la canción bien y no hay bises.
Roger me lleva en la limusina de vuelta al hotel.
—Una actuación espléndida, Bryan. — Roger suspira—. Tu concentración y dominio de la escena no se pueden mejorar. Mentiría si dijera que son mejorables. No tengo palabras.
—Tengo las manos... jodidas.
—¿Solamente las manos? — dice él, sin ponerse sarcástico de verdad, sin resabios en la voz, como una queja sorda tal vez, una observación que no merece la pena ni siquiera hacer—. Les diremos a los promotores que te has accidentado —dice Roger—. Le diremos a la gente que tu madre ha muerto.
Pasamos por una calle abarrotada hacia el hotel y todos tratan de mirar por las ventanillas de cristales ahumados cuando la limusina se encamina hacia el Hilton.
—Dios santo —murmuro para mí mismo—. Todos esos jodidos monos amarillos. Fíjate en ellos, Roger. Fíjate en todos esos jodidos monos amarillos, Roger.
—Todos esos jodidos monos amarillos compraron tu último álbum —dice Roger, luego añade, como para sí mismo—: Eres un carapijo descerebrado.
Suspiro, me pongo las gafas de sol.
—Me gustaría bajar de esta limusina y decirles a todos esos monos amarillos lo que pienso de ellos.
—Eso no va a pasar, pequeño.
—¿Por qué... no?
—Porque no estás presentable para tener un contacto directo con el público.
—Piensa en todas las palabras que riman con mi nombre, Roger.
—¿Son muchas? — pregunta Roger.
Roger y yo vamos en un ascensor.
—Consígueme una chica de la limpieza, ¿vale? — le digo—. Tengo la habitación hecha una auténtica ruina.
—Límpiala tú mismo.
—No.
—Te cambiaré a otra, ¿vale?
—Vale.
—Te conseguiré un piso entero, cadáver. Elige el que quieras.
—¿Por qué no me consigues una chica de la limpieza?
—Porque los encargados del Tokio Hilton parecen creer que violaste a dos de las doncellas. ¿Es cierto, Bryan?
—Defíneme, bueno, qué es una violación, Roger.
—Diré al servicio de habitaciones que te lleven un diccionario. — Roger pone una cara terrible.
—Me esforzaré.
Roger suspira, me mira y dice:
—Tienes la sensación de que no te vas a esforzar, ¿verdad? Te empiezas a dar cuenta de que quieres hacerlo pero ahora llegas a la conclusión de que el esfuerzo no merece la pena, que no tienes la fuerza suficiente o lo que sea, ¿verdad? — Roger se aparta, el ascensor se detiene poco a poco, al llegar a su piso. Roger hace girar una llave de modo que el ascensor no se abrirá hasta que llegue a mi piso y no a otro, como yo quisiera.
El ascensor se detiene en el piso que ha indicado Roger y salgo a un pasillo desierto y en penumbra y me encamino hacia mi puerta, rompiendo el silencio, chillando muy alto, dos, tres, cuatro veces, y busco la llave que abrirá la puerta y hago girar el picaporte y en cualquier caso la puerta está abierta y dentro hay una chica sentada en mi cama, que tiene sangre seca por todas partes, hojeando el Hustler. Alza la mirada de la revista. Yo cierro la puerta con llave y la miro fijamente.
—¿Eras tú el que gritaba? — pregunta la chica con voz cansada.
—Eso creo —digo yo y luego—: ¿Todavía no te has hecho amiga de la máquina del hielo?
La chica es guapa, rubia, está muy bronceada, tiene grandes ojos azules, sin duda californiana, lleva una camiseta con mi nombre, unos vaqueros recortados, muy ajustados y descoloridos. Tiene los labios rojos, brillantes, y deja la revista cuando avanzo lentamente hacia ella, y casi tropiezo con un consolador usado que Roger llama El Conseguidor. Ella me mira fijamente, nerviosa, pero el modo en que se levanta de la cama, caminando lentamente hacia atrás, parece demasiado calculado y cuando por fin choca contra la pared y se queda allí respirando a fondo y la alcanzo, tengo que ponerle las manos alrededor del cuello, con suavidad al principio, luego apretando, y ella cierra los ojos y yo la acerco a mí y luego golpeo su cabeza contra la pared, lo que no parece desconcertarla, esto me preocupa, hasta que abre los ojos y sonríe y con un rápido movimiento levanta la mano, con unas uñas largas afiladas y rosas, y me desgarra una camiseta de doscientos dólares, arañándome el pecho. Yo le doy un puñetazo muy fuerte. Ella me araña la cara. Yo la tiro al suelo y ella me escupe tapándome la boca con sus dedos, chillando aterrada.
Estoy en la bañera tomando un baño de burbujas. La chica ha perdido un diente y está desnuda y sentada en el retrete, sujetando un paquete de hielo del servicio de habitaciones (que trajo varios) a uno de los lados de su cara. Se pone en pie, tambaleante, y cojea hasta el espejo y dice:
—Creo que la hinchazón está disminuyendo.
Yo agarro un trozo de hielo que flota en el agua y me lo meto en la boca y lo mastico, concentrándome en lo despacio que lo mastico. La chica vuelve a sentarse en el retrete y suspira.
—¿No quieres saber de dónde soy? — pregunta.
—No —digo yo—. La verdad es que no.
—Soy de Nebraska. De Lincoln, Nebraska. — Una larga pausa.
—Y trabajaste en un centro comercial, ¿verdad? — pregunto, con los ojos cerrados—. Pero cerraron el centro comercial, ¿a que sí? Y ahora está desierto, ¿no?
Oigo que enciende un pitillo, huelo el humo, luego pregunta:
—¿Has estado allí?
—He estado en un centro comercial de Nebraska.
—¿Sí?
—Sí.
—Y ahora está hecho un asco.
—Hecho un asco —respondo.
—Totalmente.
—Totalmente hecho un asco.
Miro la piel arañada de mi pecho, las líneas hinchadas color rosa que se entrecruzan en la piel, encima de los pezones y pienso: Otra sesión de fotos sin camisa. Me toco los pezones levemente, aparto la mano de la chica cuando ella intenta tocarlos. Una vez que está adecuadamente lubricada se la vuelvo a meter.
Un gramo y estoy listo para llamar a Nina, a casa, allá en Malibú. El teléfono suena dieciocho veces. Por fin descuelga.
—¿Diga?
—¿Nina? — Sí.
—Soy yo.
—Oh. — Pausa—. Espera un minuto. — Otra pausa.
—¿Sigues ahí?
—Cualquiera diría que te importa —dice ella.
—A lo mejor me importa, cariño.
—Y a lo mejor no, carapijo.
—Dios santo.
—Estoy bien —dice rápidamente—. ¿Dónde estás tú?
Cierro los ojos, me apoyo en el cabecero de la cama.
—En Tokio. En un Hilton.
—Suena a un sitio con clase.
—Es con mucho el sitio más agradable en el que me he alojado nunca.
—Eso es estupendo.
—No pareces demasiado entusiasmada, cariño.
—¿No?
—Oh, mierda. Pásame a Kenny, quiero hablar con él.
—Está en la playa con Martin.
—¿Martin? — pregunto, confundido—. ¿Quién coño es Martin?
—Marty, Marty, Marty, Marty...
—Vale, vale. Claro, Marty. ¿Y cómo está Marty?
—Marty está estupendamente.
—¿Sí? Magnífico, aunque no tengo ni idea de quién es, pero, ¿puedo hablar con Kenny, cariño? — pregunto—. Me refiero a que si no puedes bajar a la playa y traerle.
—En otro momento, ¿vale?
—Me gustaría hablar con mi hijo.
—Pero él no quiere hablar contigo.
—Deja que hable con mi hijo, Nina. — Suspiro.
—Es inútil —dice ella.
—Nina... vete a buscar a Kenny.
—Voy a colgar el teléfono, ¿vale, Bryan?
—Nina, llamaré a mi abogado.
—Que le den por el culo a tu abogado, Bryan, que le den mucho por el culo. Me tengo que ir.
—Dios santo...
—Y no es una buena idea que llames aquí con demasiada frecuencia.
Un largo silencio porque yo no digo nada.
—Nunca es una buena idea el que hables con Kenny, porque le asustas —dice ella.
—¿Y tú no le asustas? — pregunto—. Medusa.
—No vuelvas a llamar nunca más. — Nina cuelga.
Sentado en una cafetería desierta (que Roger ha «acordonado» porque tiene miedo de que «la gente te pueda ver») en lo más profundo del Tokio Hilton, Roger me dice que vamos a ver como almuerzan los English Prices.
Roger lleva unas enormes gafas de sol negras y unos pantalones carísimos. Masca chicle.
—¿Quiénes? — pregunto—. ¿Quiénes?
—Los English Prices. — Roger lo vuelve a decir con claridad—. Un nuevo grupo. Los descubrió la MTV y los ha hecho famosos. — Pausa—. Famosos de verdad —añade torvamente—. Son de Anaheim.
—¿Por qué? — pregunto.
—Porque nacieron allí. — Roger suspira.
—Vaya, vaya —digo yo.
—Te quieren conocer.
—Pero... ¿por qué?
—Una buena pregunta —dice Roger—. Pero ¿te importa, en realidad?
—¿Por qué están aquí?
—Porque están de gira —dice Roger—. ¿Le estás pegando a la coca?
—Gramos y gramos y gramos —digo yo—. Si supieras cuántos, te morirías.
—Supongo que es mejor que lo del polvo de ángel del 82. — Roger suspira, cansado.
—¿Quiénes son esos tipos, Roger? — pregunto.
—¿Y quién eres tú?
—Bueno... —digo yo, confundido por la pregunta—. ¿Quién... piensas tú que soy?
—¿Alguien que trató de prenderle fuego a su ex mujer con un soplete? — sugiere.
—Entonces estaba casado con ella.
—Supongo que estuvo bien que Nina se arrojara al mar. — Roger hace una pausa—. Claro que eso fue tres meses más tarde, pero considerando lo lista que era cuando os conocisteis, me alegró que hubieran mejorado sus reflejos. — Roger enciende un pitillo, piensa que todo ha terminado—. Dios santo, no consigo creer que consiguiera ella la custodia. Pero luego me da miedo pensar en lo que le habría pasado a ese niño si te conceden la custodia a ti. El puto diablo habría sido mejor padre.
—Roger, ¿quiénes son esos tipos?
—¿No has visto la portada del último Rolling Stone? —pregunta Roger, chascando los dedos para llamar a una camarera oriental, joven y nerviosa—. Oh, lo olvidaba. Tú ya no lees esa revista.
—No después de aquella mierda que publicaron cuando la muerte de Ed.
—Tocado, tocado. — Roger suspira—. Los English Prices están muy bien. Un álbum muy bueno. Hongo venenoso, y un videojuego que hicieron sobre ellos con el que deberías probar a entretenerte en algún momento. — Roger señala su taza de café y la camarera, haciendo una respetuosa reverencia, se la llena—. Suena a hortera, pero no lo es. De verdad.
—Dios santo, estoy hundido.
—Los English Prices son buenos —me recuerda Roger—. Estratosfera no es una palabra inapropiada.
—Ya lo dijiste antes y sigo sin creerte.
—Mantén la calma.
—¿Por qué coño voy a tener que mantener la calma? — Miro directamente a Roger por primera vez desde que entramos en la cafetería.
Roger baja la vista hacia su taza y luego me mira y pronuncia cada palabra con mucho cuidado:
—Porque voy a ser su manager.
Yo no digo nada.
—Atraerán a muchísima más gente —dice Roger—. A muchísima más gente.
—¿Por qué? — pregunto de repente, comprendiendo que la pregunta es inútil, y lo mejor es que se quede sin respuesta.
—Porque son buenos —dice Roger—. Nosotros hemos reunido a bastante, pero no tanta.
—No habrá más giras, tío —digo—. Así de claro.
—Eso es lo que tú te crees, pequeño —dice Roger como quien no quiere la cosa.
—Oh, tío —es todo lo que digo.
Roger me mira.
—Mierda... aquí vienen los jodidos hijoputas. Mantén la calma.
—Me cago en Dios. — Suspiro—. Estoy tranquilo.
—Tú convéncete de eso y bájate las mangas.
—Estoy empezando a darme cuenta de lo muy profundamente que estás metido en mi vida —digo, y me bajo las mangas.
Cuatro miembros de los English Prices entran en la cafetería y cada uno de ellos lleva a una chica oriental a su lado. Las chicas orientales son muy jóvenes y guapas y llevan minifaldas a rayas y camisetas y botas de piel color rosa. El cantante solista de los English Prices también es muy joven, de hecho más joven que las chicas orientales, y lleva el pelo rubio platino muy corto y tiene una piel suave y bronceada y va maquillado y con los ojos pintados de rojo y vestido de cuero negro y lleva una pulsera con pinchos en la muñeca. Nos estrechamos la mano.
—Oye, tío, llevo siendo fan tuyo desde siempre —le oigo decir—. Desde siempre, tío.
Los demás miembros asienten con la cabeza muy serios para demostrar su acuerdo. Me resulta imposible no asentir o sonreír. Estamos sentados en torno a una gran mesa de cristal y las chicas orientales no dejan de mirarme, soltando risitas.
—¿Dónde está Gus? — pregunta Roger.
—Gus tiene mononucleosis. — El cantante solista se vuelve hacia Roger, sin dejar de mirarme.
—Le mandaré unas flores —dice Roger.
El cantante se vuelve hacia mí y explica:
—Gus es nuestro batería.
—Oh —digo yo—. Eso está... muy bien. — ¿Sushi? — les pregunta Roger.
—No, yo soy vegetariano —dice el cantante—. Además ya hemos comido hasta hartarnos en Spaghettis.
—¿Con quién?
—Con un importante ejecutivo de una casa de discos.
—Pues vaya —dice Roger.
—Da igual, tío —dice el cantante solista, dirigiendo toda su atención a mí—. Mira, llevo oyendo todos tus discos... bueno, los discos con el grupo... desde que me pueda acordar. Bueno... desde hace mucho tiempo, y nunca sospeché que un buen día te iba a decir... —se interrumpe y tiene problemas para pronunciar las siguientes palabras— que nos has influido.
El resto de los English Prices asienten, murmurando algo a la vez.
Trato de mirar al cantante a los ojos. Trato de decir:
—Estupendo.
Nadie dice nada.
—Oye —le dice el cantante solista a Roger—. Se muestra muy... bueno, sumiso.
—Sí —dice Roger—. De hecho le llamamos el Sometido.
—Eso es... cojonudo —dice aprensivo el cantante solista.
—¿A quién oías tú, tío? — me pregunta uno de ellos.
—¿Cuándo? — pregunto yo confuso.
—Bueno, verás, cuando eras niño, bueno, en el colegio y eso... Tus influencias, tío.
—Bueno... montones de cosas. Verás, no recuerdo bien... —Miro a Roger en busca de ayuda—. Prefiero no decirlo.
—¿Quieres que te repita yo la pregunta, tío? — pregunta el cantante solista.
Me limito a mirarle fijamente, incapaz de moverme.
—Es la vida —dice por fin el cantante solista, suspirando.
—Captain Beefheart, las Ronettes, las cosas radicales, ya sabes —dice Roger, alegremente, y luego—: ¿Quiénes son vuestras amigas? — Se ríe tímidamente y el cantante solista se ríe, ladrando casi, y el resto de la banda le sigue.
—Estas chicas son estupendas.
—Sí, señor —dice uno de ellos en un tono monótono, titubeando—. No entienden ni jota de inglés pero folian como conejas.
—¿Verdad que sí? — pregunta el cantante solista a la chica sentada junto a él—. ¿Verdad que follas muy bien, so puta? — pregunta, con expresión de sinceridad en la cara, asintiendo con la cabeza.
La chica observa esa expresión, se fija en el asentimiento de cabeza, en la sonrisa, y sonríe a su vez de un modo inocente y asiente con la cabeza y todos se ríen.
El cantante solista, asintiendo con la cabeza y sonriendo, le pregunta a otra chica:
—Y tú haces unas mamadas tremendas, ¿verdad? ¿Te gusta cuando te pego en la cara con mi enorme polla, jodida puta amarilla?
La chica asiente con la cabeza, sonriendo, mira a las otras chicas, y los del grupo se ríen, Roger se ríe, las chicas orientales se ríen. Yo me río finalmente quitándome las gafas de sol, relajándome un poco. Se impone el silencio. Roger le dice a los del grupo que pidan unas copas. Las chicas orientales sueltan risitas, se ajustan sus diminutas botas color rosa, el cantante solista no deja de mirar mi mano vendada y me veo a mí mismo con la misma mueca ingenua, en una sesión de fotos, en la habitación de un hotel de San Francisco, dentro de tropecientos millones de dólares, dentro de otros diez meses.
En los vestuarios del local antes de salir a escena, estoy sentado en una silla delante de un enorme espejo oval mirando mi reflejo a través de las Wayfarer, y me veo a mí mismo mordisqueando unos rábanos. Roger entra, se sienta, enciende un pitillo. Al cabo de un momento yo digo algo.
—¿Qué? — pregunta Roger—. ¿Qué murmuras?
—No quiero salir ahí.
—¿Por qué? — Roger pregunta corno si hablara con un niño.
—No me encuentro bien. — Miro mi reflejo, inútilmente.
—No digas eso. Tienes muy buen aspecto.
—Sí, y tú vas a ganar el concurso de mister Amable cualquier jodido año de éstos —gruño, y luego añado más calmado—: Consígueme algo.
—¿Para qué? — pregunta él y luego, viendo que estoy a punto de saltar sobre él, se ablanda—. Era sólo una broma.
Roger hace una llamada telefónica, diez minutos después alguien me sujeta algo alrededor del brazo, da golpecitos en una vena, el pinchazo, vitaminas, diciendo que sí, un extraño calor que me recorre el cuerpo, elimina el frío, al principio muy deprisa, luego más despacio, sí, claro.
Roger se vuelve a sentar en el sofá y dice:
—No vuelvas a pegar a las groupies, ¿de acuerdo? ¿Me oyes? Ya estuvo bien.
—Oye, tío —digo yo—. A ellas... les gusta. Les gusta cuidarme. Yo les dejo que me... cuiden.
—Tranquilízate. ¿Me oyes?
—Tío, coño, jódete, lo haré otra vez si quiero.
—¿Qué me has dicho?
—Tío, soy Bryan...
—Ya sé quién eres —me interrumpe Roger—. Eres el mismo jodido carapijo que pegó a tres chicas durante la última gira, que amenazó a una con un cuchillo de trinchar. Esas chicas todavía están mal. ¿Te acuerdas de aquella puta de Missouri?
—¿Missouri? — me río.
—A la que casi mataste —dice Roger—. ¿No te refresca eso la memoria?
—No.
—Todavía le tenemos que pagar, y un maldito abogado...
—Te estás poniendo pesado, tío, y cuando te pones pesado... es mejor... bueno, es mejor que me dejes en paz.
—¿Te acuerdas de lo jodida que dejaste a aquélla?
—No insistas en cosas del pasado, colega.
—¿Sabes cuánto le tenemos que pagar a aquella puta todos los jodidos meses?
—Déjame en paz —susurro.
—Lleva un año en una silla de ruedas.
—Te voy a decir una cosa.
—Mira, no me vengas ahora con esa mierda de «oye tío, verás es que...».
—Tengo algo que decirte.
—¿El qué? ¿Vas a anunciar que te retiras? — suelta Roger—. Déjame que lo adivine... ¿que vas a llegar a lo más alto de las listas?
—Odio Japón —digo yo.
—Tú odias cualquier sitio —exclama Roger—. Lo odias todo, cabrón.
—Japón es tan... diferente —digo, por fin.
—Eso es un chiste. Siempre dices que todos los sitios son diferentes —suspira Roger—. Céntrate, por el amor de Dios, céntrate.
Vuelvo a mirar el espejo, oigo los gritos que llegan del público.
—Ajusta mis sueños por mí, Roger —susurro—. Ajusta mis sueños por mí.
En el avión alejándome de Tokio voy sentado solo al fondo jugueteando con los mandos de un pizarrín magnético y Roger está a mi lado cantando Over the Rainbow, pegado a mi oreja, las cosas cambian, se vienen abajo, se desvanecen, otro año, unos cuantos movimientos más, una persona a la que todo le da por el culo, un aburrimiento tan monumental que abruma, arreglos fugaces por parte de personas que ni siquiera sabes que exigen que pierdas el sentido de la realidad que podrías haber adquirido, expectativas tan irracionales que te vuelves supersticioso cuando piensas en cómo afrontarlas. Roger me ofrece un canuto y doy una calada y miro por la ventanilla y me relajo durante un momento cuando las luces de Tokio, que no me había dado cuenta de que está en una isla, se pierden de vista, pero esta sensación sólo dura un momento porque Roger me está contando que otras luces, en otras ciudades, en otros países, en otros planetas, quedarán pronto a la vista.
8
CARTAS DE LOS ÁNGELES
4 sept. 1983
Querido Sean:
Supongo que no esperabas tener noticias mías. ¡Hablando de librarse de todo! Aquí estoy... en el extremo opuesto del país, en California, sentada en la cama, tomando una Coca—Cola light y oyendo a Bowie. Bastante raro, ¿verdad? Llevo una semana en Los Ángeles y todavía no me lo puedo creer. Durante el verano entero supe que vendría aquí pero en cierto modo la idea no era completamente real. Tampoco pasé mucho tiempo pensando en eso porque nada me habría preparado. Los Ángeles es completamente distinto.
Llegué al aeropuerto de Los Ángeles el martes por la tarde, medio loca por la falta de sueño y preguntándome qué demonios estaba haciendo aquí. Era como entrar en otro mundo. 40 grados a la sombra y la calle llena de gente guapa, todos rubios y bronceados (¡qué ejemplares!) mirando a la estratosfera, pasando junto a mí y dirigiéndose a sus coches. Me notaba tan pálida... algo así como lo que se debe de sentir siendo la única chica rubia en Egipto o algo por el estilo. Y tuve la espantosa sensación de que todos me miraban: no está bronceada, no es rubia, no es guapa, ¡ignorémosla! Lo único que hice en esos primeros días fue fumar Export As sin parar y mirar el suelo y sentir ganas de volver a Camden. No estoy segura de cómo se adapta una aquí. ¿Poniéndose morena? ¿Tiñéndose el pelo de rubio? Sé que parecerá paranoico, pero la verdad es que siento hostilidad por todas partes. Me estoy acostumbrando a ella, sin embargo.
Mis abuelos se alegraron mucho cuando me vieron. No son unas personas que manifiesten sus emociones, pero siempre he sido su meta favorita y se mostraron de verdad encantados. Camino de su casa, mi abuelo, que estaba tan moreno y tan sano que resultaba decididamente raro, me dio golpecitos en la mano y dijo: «A partir de ahora cuidaremos de ti... no te faltará nada», y no parecía que estuviese de broma.
La semana pasada estuve casi siempre haciendo turismo y asistiendo a fiestas y tratando de recuperar el sueño perdido. Pasamos un día en Disneylandia, que fue un viaje de verdad. Había visto fotos del sitio, pero deja que te diga una cosa, Sean: verlo es algo completamente distinto. El ayudante de mi abuelo sacó algo así como veinte rollos de fotos: yo al lado de Mickey Mouse (sintiéndome completamente estúpida), yo delante del Matterhorn, yo mirando pensativamente la Montaña Espacial, un pervertido vestido de Pluto acercándoseme (desagradable de verdad), yo con la Casa Encantada al fondo, etc. etc. etc. Me perdí en Disneylandia, que es bastante molesto. El sitio es un poco más pequeño de lo que yo esperaba, pero es maravilloso. También fuimos a cuatro museos de cera y luego anduvimos arriba y abajo en coche por Sunset Boulevard (Los Ángeles de noche es precioso). De hecho, la vida nocturna es intensa de verdad.
El viernes por la noche salí con una pareja, el señor y la señora Fang (ella es ejecutiva de la Universal y él productor de discos), a un club muy selecto, y bailé y me emborraché y me divertí mucho. ¡Y yo que había pensado que no tendría mucha vida social! Esta pareja y yo nos hemos hecho grandes amigos y él prometió presentarme a su hermana, que tiene más o menos mi edad y estudia en Pepperdine, la próxima vez que vaya a Malibú con ellos y todos sus amigos. Incluso me van a dar la llave del ático que tienen (bueno, en realidad es sólo de él) en Century City para que pueda quedarme siempre que quiera perder de vista a mis abuelos. También quieren que les acompañe la próxima vez que vayan a Springs (que es como llama todo el mundo a Palm Springs).
La ciudad, sin embargo, es tranquila. En especial comparada con Nueva York. Y todo parece muy limpio y se mueve con mucha mayor lentitud, de un modo nada tenso. Pero con todo, aquí no me siento segura. Me siento vulnerable... estoy en un ambiente muy abierto. Pero mis abuelos me aseguran que es bastante seguro y que ellos viven en la mejor parte de Bel Air, de modo que no me tengo que preocupar. Da igual, estoy tan acostumbrada a mi cómoda existencia en Manhattan—Camden que estar aquí parece una auténtica conmoción. Miro a todas estas personas que pasan: los hombres bronceados, guapos, sanos, y las mujeres tan elegantes, y todos conducen Mercedes y resulta difícil de describir.
En conjunto me siento más contenta y más libre de lo que me he sentido en mucho, mucho tiempo. Y me alegra haber venido. Creo que es algo que me va a sentar increíblemente bien. Creo que hice bien en no terminar el trimestre y venir aquí.
«Estoy a un millón de millas de distancia», cantan los Plimsouls en la KROQ y tengo que pensar que a veces las canciones resultan misteriosamente apropiadas. Pues la verdad es que me encuentro muy lejos de todo. Pero es una sensación agradable. Voy a estar aquí hasta febrero, así que no volveré a clase hasta marzo. Voy a ayudar mucho a mi abuelo en los estudios y a leer guiones y cosas así (estoy muy emocionada) y supongo que iré a Malibú y conoceré Palm Springs (me encanta que haya un par de sitios a los que pueda ir si alguna vez me canso de Los Ángeles, aunque ni siquiera me lo puedo imaginar). Bien, espero que me contestes. Me encantaría saber de ti. Sería una gran alegría.
Te quiere,
Anne
9 sept. 1983
Querido Sean:
¡Hola! Hoy pensé cómo estarás allá en Camden. Pasando el rato en el café, fumando sin parar, saltándote las clases. ¿Te sigue yendo todo bien o «aguantar bajo mínimos» es una frase todavía adecuada? Que me preocupe por ti es algo bastante idiota, pero en cualquier caso me preocupo por muchas cosas; por eso no queda forzosamente fuera de contexto. Bueno... ¿cómo te va? ¿Qué tal al volver a iniciar las clases? ¿Con quién andas por ahí? ¿En qué asignaturas te has matriculado? ¿Sigues llevando puestas casi siempre tus Wayfarer? (Yo las llevo puestas a todas horas.) ¿Ha cambiado algo? ¿Estás bien? Como puedes ver, no paro de hacer preguntas, Sean. De verdad, de verdad que espero que me escribas. Siento terriblemente que te haya molestado que me enamorase de ti. Me quedo tan atrapada en las cosas que sencillamente pierdo la perspectiva. Pero antes incluso de enamoriscarme de ti me gustabas mucho, y me molestaría muchísimo perder tu amistad porque... bueno, por lo que sea. Sé que no nos conocemos demasiado bien uno al otro y que como estábamos tan ocupados en Camden nunca pudimos hablar mucho. Todavía espero que tú y yo podamos conocernos bien. Supongo que lo que quiero decir es que hay muchas cosas tuyas que quiero saber. No sé. Quisiera que me escribieses.
Todavía lo paso bien. Por lo menos creo que lo paso bien. Me siento tan relajada que es difícil asegurarlo. Ahora estoy sentada junto a la piscina. Ya estoy empezando a ponerme morena, y aunque no te lo creas, ¡he dejado de fumar! Me estoy volviendo una persona sana. ¿Te lo puedes, bueno, como creer, totalmente? (una muestra de la jerga de Los Angeles).
Te quiere,
Anne
P.S. ¿Recibiste mi última carta? Escríbeme, por favor.
24 sept. 1983
Querido Sean:
Hola. (?) Me da como vergüenza escribirte porque supongo que estás cabreado conmigo o algo. ¿ Lo estás? Debe de haber sido por algo que dije en la última carta. ¿Piensas que me dejé llevar por el entusiasmo? Creo que lo entiendo, supongo. Tiendo a ser excesivamente entusiasta. Sé que podrías haberme escrito y decirme que cortara y que habría estado bien.
Por favor, Sean, hazte cargo de que esto me resulta duro. ¿Puedes perdonarme lo que he hecho, sea lo que fuere? Dios santo, imagino que en marzo vuelvo a Camden y te veo y me siento toda confusa y no sé qué hacer. Y a lo mejor tú ni siquiera hablas conmigo o algo parecido, algo igual de horrible. ¿No podrías escribirme y explicármelo todo? Por favor. Por favor.
Total, que estoy sentada junto a la piscina en esta casa enorme de Palm Springs. Es a última hora de la mañana y durante las últimas horas no he hecho más que estar sentada al sol y mirar las palmeras. Siento la tentación de darme un baño o tumbarme junto a la piscina y emborracharme o hacer cualquiera de las innumerables cosas decadentes que se hacen en Palm Springs. Pero siento demasiada pereza y la idea de relacionarme con estas odiosas personas tan morenas me llena de miedo. De verdad, justo ahora en la casa están las personas más estúpidas del mundo: ejecutivos maduritos de los estudios, con canutos colgándoles de los labios y encendedores de oro que tienen sólo para estas ocasiones. Rubias idiotas que apestan a aceite bronceador y a sexo. Viejas ricas con jóvenes atractivos (que por algún motivo, son todos gay). Miré en las estanterías de libros de esta casa y quedé muy confusa al encontrar todos esos libros pornográficos con títulos como El rancho del semental y Conos calientes en el Rancho Gestapo. Repugnante, ¿verdad?
Hace como una semana estaba sentada en el club nocturno más elegante de Los Ángeles con unos cuantos amigos y el disc jockey ponía a Yaz y Bowie y estaban conectados unos vídeos y yo llevaba tres gin tonics encima y me di cuenta de que da igual donde esté, porque siempre es lo mismo. Camden, Nueva York, Los Ángeles, Palm Springs, en realidad, parece que no importa. A lo mejor debería molestarme pero de hecho no me molesta. Lo encuentro tranquilizador o lo que sea. Hay un patrón al que me he acostumbrado y me gusta. ¿Me sienta bien? ¿Será así el resto de mi vida? ¿El resto del tiempo en Los Ángeles? No lo sé. Lo único en lo que pienso es que nada va a cambiar de la noche a la mañana y que lo mejor que puedo hacer es seguir intentándolo. Esto puede sonar como a que soy desgraciada o estoy deprimida, pero no es cierto. Estoy menos tensa y más contenta de lo que lo he estado en años. Llevo un mes lejos de Nueva York (todavía lo echo como de menos) pero eso le ha hecho maravillas a mi psique. No puedo decir que haya vuelto a ser la chica idealista de hace cinco años, pero estoy mucho menos deprimida y me noto mucho menos desesperada y confusa. Las cosas son como más fáciles. Creo que tenías razón cuando me dijiste aquella noche que yo debería «dejar este jodido infierno e ir a Los Angeles» (¿te acuerdas de eso?, estabas muy borracho). Tu consejo era bueno. Bueno, si no vuelvo más feliz, volveré sin duda más sana. Me ha dado por la manía de la comida sana que hay aquí. Y tomo vitaminas sin parar.
¿Qué puedo contar de la vida con mis abuelos? Son una pareja completamente normal y son encantadores de verdad conmigo. Me compran todo lo que quiero (debo admitir que aquí no me importa que me mimen y me malcríen). Parece que les encanta comprarme cosas y llevarme a restaurantes. Lo más agradable es que no esperan demasiado por mi parte, de modo que probablemente no les pueda decepcionar.
Me parece que esta temporada me estoy volviendo más filosófica, en especial aquí, en el desierto de las afueras de Los Ángeles. O a lo mejor sólo es una táctica para sobrevivir. Una cosa que estoy aprendiendo es a no esperar demasiado de las personas. Si uno espera, siempre te decepcionan. Y la verdad, no hay ninguna necesidad de sentir esas cosas. Por supuesto que todavía cometo un montón de errores, pero voy aprendiendo. «¡Ajá! — estarás pensando—. Apuesto lo que sea a que se refiere a mí.» Bien, pues a lo mejor tienes razón. Las cartas son un modo curioso de revelar cómo es una persona. Como no estoy segura de lo que piensas, lo único que puedo hacer es escribirte y esperar que no hagas pedazos mis cartas. ¿Las rompes? A lo mejor podrías meter una hoja de papel en tu máquina de escribir y teclear «Para de una vez» y mandármela (tienes mi dirección en Los Ángeles, ¿verdad?). ¿Tienes máquina de escribir? No soy insensible a las negativas definitivas aunque lamente perder tu amistad (somos amigos, ¿verdad?). Me parece que tengo la virtud de hacer que las cosas se compliquen. ¿Hago que sientas que las cosas son complicadas e incómodas entre nosotros? Sería espantoso. ¿No podríamos ser amigos sencillamente y olvidar lo que resulta complicado e incómodo? A lo mejor estoy siendo estúpida o simplista por creer que las cosas puedan ser tan fáciles, pero ¿por qué no?
De todos modos, ¿cómo estás? ¿Van bien las cosas ahí, en New Hampshire? ¿Con quién te ves? ¿Cómo pasas el tiempo? ¿En qué piensas? ¿Todavía pintas? Siento curiosidad por tus impresiones de ahora sobre ese sitio. ¿Cómo ves las cosas? ¿Cuál es tu estado de ánimo después de tres trimestres ahí? Por favor, escribe y cuéntamelo.
Acabo de ir a la cocina a por una Perrier y oí que un productor gordo y viejo le decía a un joven que se parece sorprendentemente a Matt Dillon que le desea y le necesita. ¿Por qué no me sorprende eso? Llevo mucho tiempo en Los Ángeles, Sean. Ya no me sorprende nada (!). ¿Me escribirás?
Te quiere,
Anne
29 sept. 1983
Querido Sean:
¿Recibiste mi última carta?
Mi abuelo se emborrachó mucho ayer por la noche y me dijo que todo está en decadencia y que estamos llegando al final de algo. Mis abuelos (que no son las personas más inteligentes del mundo) sienten que vivieron en la Edad de Oro y me dijeron que les alegra tener que morir cuando les llegue la hora. Ayer por la noche mi abuelo me dijo, después de una botella grande de Chardonnay, que tiene miedo por los niños y que tiene miedo por mí. Fue la primera vez que sentí que era sincero. Pero él quería decir eso de verdad. Y una mira a su alrededor y ve en la tele a todos esos pobres chicos de Beirut o Líbano o de donde demonios sean y oye cosas de esos traficantes de drogas a los que mataron a puñaladas en las colinas la noche pasada. Tengo que darle la razón hasta cierto punto. Tengo la sensación de que la gente se está volviendo menos humana y más bestial. Parece que siente menos y piensa menos, de modo que todo el mundo opera a un nivel muy primitivo. Me pregunto lo que veremos tú y yo durante nuestra vida. Parece que no haya ninguna esperanza aunque debamos seguir intentándolo, Sean (ya te he dicho que últimamente me estaba volviendo más filosófica). Supongo que podremos evitar ser un producto de nuestra época, ¿verdad? Contéstame, por favor. ¡Todavía te diviertes al sol!
Te quiere,
Anne
11 oct. 1983
Querido Sean:
¿Recibiste mis cartas anteriores? Ni siquiera estoy segura de si las recibiste. No dejo de escribirte cartas y de mandártelas y tengo la sensación de que las meto en botellas y las lanzo al Pacífico desde Malibú.
¡No consigo creer que lleve aquí mes y medio! Mis abuelos me dijeron hace unos días que les gustaría mucho que me quedara aquí durante un año. ¡No tuve valor para decirles que preferiría estar encerrada con llave en la Galleria durante todo un año! Sí, me gustaría largarme de aquí. He tenido más aventuras y he aprendido más sobre el mundo de lo que creía posible. Los Ángeles es un sitio estimulante y ya no estoy deprimida. Pero hay una diferencia entre estar de visita y quedarse a vivir aquí. No creo que pudiera estar aquí para siempre. Los Ángeles es como otro planeta. Me refiero a todos esos miles de surfistas rubios, de ojos azules, bronceados, con unos cuerpos perfectos que andan por la calle, camino de la playa, o van dentro de sus Porsches nuevos a cabalgar las olas (todos ellos colocados) y las mujeres guapas, mayores, oyendo la KROQ dentro de sus Rolls—Royce negros tan largos, tratando de encontrar sitio para aparcar en Rodeo Drive, no sé, pero todo me parece un poco raro. Y estoy como cansada de ir a los mismos clubes noche tras noche y tumbarme junto a la piscina esnifando esta coca increíble. (Sí, he probado algo de polvo blanco, todo, absolutamente todo el mundo hace lo mismo aquí y tengo que estar de acuerdo con ellos: es indudable que hace que los días pasen más deprisa.) Me gusta y no está nada mal pero no sé cuánto lo podré soportar. Cada día parece exactamente igual que el día anterior. Todos los días parecen el mismo. Es raro. Es como verte a ti mismo en la misma película, pero con una banda sonora distinta cada vez que la ves. Si me vieras aquí en el Voila's o el After Hours de Los Angeles, probablemente me dirías que tú le dijiste a Kenneth cuando él te preguntó (¡Le dije yo que te lo preguntase!, ¡sorpresa!) lo que pensabas de mí y tú dijiste «Es una chica muy triste y amanerada». (No te sientas molesto, no te lo echo en cara. Te perdono, con que no te preocupes.) Bueno, eso sólo es parte de mi vida en Los Ángeles.
El tiempo que paso en los estudios es mucho más interesante y estimulante. He conocido a muchísimos actores y actrices famosos en este mes y pico. Mi abuelo parece conocerlos a todos. Debo de haber asistido a un millón de proyecciones. Y les he echado un ojo a muchísimos más guiones. Además, utilizo bastante «la jerga de los estudios» y empiezo a enterarme de cómo van las cosas. Es todo muy estimulante.
Sé que debería hablarte de este sitio, pero no consigo realizar un relato coherente. No tengo una base bastante firme para describirlo. No es que en realidad haya demasiadas cosas que asimilar o ver. Lo que pasa es que no tengo suficiente tiempo, con todas las fiestas y las proyecciones y mi trabajo en los estudios y todo... A propósito, ¿cómo van tus cuadros? ¿Todavía pintas? Sé que estás ocupado y que no estás obligado si no te apetece pero me encantaría que me mandases un poema o un dibujo o algo que hayas hecho últimamente, pero lo que más deseo es que te sientas tan feliz y tan sano y tan realizado como me siento yo. Y si tu vida no es demasiado turbulenta me encantaría recibir carta tuya. Aunque sólo fuera una.
Te quiere,
Anne
22 oct. 1983
Querido Sean:
Estoy en el ático de unos amigos, en Century City. Es como a última hora de la tarde y me siento muy relajada. Me dieron un Dalmane (creo que lo escribo bien) porque me dolía la cabeza y me dijeron que me sentaría estupendamente. Ahora me siento muy cómoda y relajada. Es la primera vez que recuerdo, desde que era niña, sentirme tan alegre y contenta de estar donde estoy. No sé si habrás probado algo así alguna vez, pero yo siempre me he sentido enseguida muy incómoda e impaciente con todo. Me aburría y me irritaba y sólo podía pensar en términos de futuro (puede que igual a como tú te levantaste de repente aquella noche cuando estábamos sentados en el café y me miraste y de pronto te marchaste). Siempre me he sentido nerviosa, como si no pudiera estar demasiado tiempo en el mismo sitio. Pero ha cambiado algo. De modo totalmente rad (abreviatura de «radical»), como decimos por aquí.
Esto no va a ser una carta de verdad porque vamos a salir a cenar pronto porque alguien reservó una mesa en Spago y nos iremos dentro de una hora o de hora y media, me dicen. Resumiendo, lo que te quiero decir básicamente es que pienso en ti y espero que estés bien. ¿Lo estás? ¿Me escribirás? Quiero saber de ti. Por favor.
Te quiere.
Anne
29 oct. 1983
Querido Sean:
Hay algo voluptuoso y maravilloso en el hecho de vivir en Los Ángeles. Siento que quisiera vivir para siempre. Todos los días hay una nueva aventura, una nueva persona con la que hablar, diferentes cosas que mirar cada noche. Es la primera vez que he sentido que me encuentro conmigo misma o algo así. Me siento relajada incluso en los peores momentos. A veces me noto sola, pero esos momentos son escasos comparados con los otros.
Aquí me relaciono con personas que no están tensas ni cansadas porque nadie exige mucho desgaste emocional. Están a salvo, pero no se dan cuenta de que son superficiales. No lo son. Me refiero a que claro que a veces me siento ansiosa y deprimida, pero por otra parte siempre hace sol y la piscina siempre está limpia y caliente de modo que nunca hace frío y me alegra estar acompañada de gente al aire libre.
Parte de esto tiene que ver con las personas con las que paso el tiempo. Todas están vivas y resultan interesantes y divertidas. Muchas de ellas trabajan en la industria discográfica o en los estudios y todas son personas lo bastante mayores como para darse cuenta de que no quieren que sus vidas se pierdan en el vacío. Parecen ofrecer su apoyo y me dan consejos a partir de su propia experiencia.
Bien, ¿has recibido todas mis cartas? No consigo recordar cuántas te he mandado, puede que cuatro o cinco. Ni una sola carta tuya, Sean. Estoy sorprendida. No, sólo era una broma. No estoy sorprendida, de verdad que no, supongo. Me hago cargo de que tu estado de ánimo puede ser tal que no te apetezca escribir. Pero mira, me gustaría saber cuál es ese estado de ánimo.
Te quiere,
Anne
10 nov. 1983
Querido Sean:
¿Cómo estás? Tu prolongado silencio no me ha hecho perder los nervios (¿debería?). Imagino que tu vida es como es y puedo entender perfectamente que no tengas energías ni ganas de escribir. Pero espero que no te importe el alud de cartas por mi parte.
Me resulta interesante que yo quiera escribirte. Podría contarte todos los detalles de mis aventuras sexuales y presumir de mis últimas conquistas. Pero esas cosas me parecen bastante idiotas. Me refiero a que suena a moderno, pero que en realidad es terriblemente poco original. Al cabo de un tiempo suena a, ¿y qué? Las drogas y el alcohol y el sexo son bastante vulgares (bueno, aquí puede que resulte un poco más llamativo, pero sigue siendo vulgar) sea donde fuere. Para mí han perdido encanto. Resulta divertido pero a eso se reduce todo. No sé en qué estado emocional te encuentras ni cómo te va la vida o cuánto karma tienes, pero me siento bastante bien donde estoy. Me refiero a que aquí hay como una diversión que acecha constantemente al conocer a todos estos chicos absolutamente atractivos (son estúpidos pero son tan guapos... ¿Celoso? No lo deberías estar) y en ir con todos esos chicos ricos y consentidos de Beverly Hills a los clubes o a la playa y dormir el día entero gracias al Valium, vestirse, pasar la noche entera bailando y bebiendo o lo que sea en casa de alguien en lo alto de Mulholland. Todo eso es divertido pero es también aburrido. Sin embargo, conocí a un chico...
Es jefe de producción de unos estudios de aquí y nos presentaron en una de las famosas fiestas de mi abuelo y nos hicimos amigos. Tiene un Ferrari 308—GTB y fuimos al desierto, a Palm Springs, y llegamos a su casa y hablamos. Sean, es un hombre fascinante. Se llama Randy y tiene treinta años y sale con una modelo que está en Nueva York esta semana para hacer una sesión de fotos y ha estado en todas las partes del mundo. Como decimos aquí: un intelectual total, muy distanciado y existencial en el mejor sentido de la palabra. Se lo conté todo de mí y de Nueva York y Camden, de mi vida, y le dejé que leyera algunos de mis relatos. Le gustaron pero fue lo bastante sincero como para decirme que no creía que fueran muy comerciales. De todos modos me dijo que le encantaría leer más cosas mías. También me dijo que conoce a tres vampiros que viven en Woodland Woods, pero aquí una aprende a aceptar lo bueno y lo malo.
Randy sólo es una de las muchas personas interesantes de aquí a las que he conocido.
Acabo de leer un guión fabuloso. Una nueva versión de El extranjero de Camus en la que Mersault es un punkie bisexual que baila break. Me lo enseñó Randy. Me encantó. Randy considera que «básicamente, no se puede rodar» y que filmar una naranja rodando por un aparcamiento durante tres horas atraería a más público.
Bien, espero que me escribas, pero si no me escribes... bien, ¿qué puedo decir?
Te quiere,
Anne
20 nov. 1983
Querido Sean:
Tengo que contarte más cosas de Randy (¿recuerdas?, el ejecutivo de los estudios). El y yo fuimos a su casa de Mulholland, y nos sentamos en su patio a ver la puesta de sol. La Luna estaba llena y ya visible mientras se ponía el sol. Todo estaba muy quieto y lo único que había éramos Randy y yo y su Ferrari, el viento, el Jacuzzi, los intensos colores del cielo. Compartimos un canuto (sí, fumé un poco) y pensé en lo encantador y relajante que era estar lejos de todo y de todos. Me ayuda a pensar con claridad, a tener las cosas más claras. En especial en Palm Springs, donde estoy completamente rodeada por el desierto, es tan reconfortante. Te lo puedes imaginar. No estoy muy segura de que haya una explicación psicológica para eso. Pero me siento muy tranquila, totalmente en paz, completamente relajada. Y creo que además ayudo a Randy. Cuando él dice que se siente vacío y perdido, yo le digo que no se sienta así y parece entenderlo. He escrito algunas cosas más y cuando no está cansado las lee y lo único que dice es que resultan un poco más comerciales que las anteriores y que probablemente funcionarán en el mercado extranjero. Son unas críticas constructivas, ¿verdad? Creo que la mayor parte de las veces tiene razón.
Randy me ha ayudado mucho en los dos últimos meses. Me hace estar menos a la defensiva. Ha viajado mucho, ha experimentado muchas cosas y ha leído mucho más que yo. Me fío de sus opiniones. De hecho es el mejor amigo que tengo aquí. La persona a la que le confío todo. Es un poco extraño, aquí estoy, en Los Ángeles, y mi mejor amigo es un ejecutivo de los estudios que tiene treinta años. ¿Verdad que es extraño?
Oye, cuídate y si encuentras algo de tiempo libre, me encantaría saber de ti. A propósito, si quieres puedes llamarme a casa de mis abuelos (213—275—9008) o a los estudios (sólo tienes que preguntar por Arme) o a casa de Randy (986—2030; no viene en la guía). Espero que te apetezca.
Te quiere,
Anne
27 nov. 1983
Querido Sean:
¡Hola! Estoy en un bungalow del Beverly Hills Hotel visitando a unos amigos de Randy. Estas últimas noches han sido las que he dormido mejor desde que estoy en Los Ángeles (estuve tomando tranquilizantes durante un tiempo y, la verdad, me jodió los hábitos de sueño). Hoy no he hecho nada excepto ver la MTV y estar tumbada junto a la piscina. Les dije a Randy (te acuerdas de Randy, ¿no?) y a otras personas que saldría a cenar con ellos esta noche pero no pude. Oh, querido, qué vida ésta. Te diré que he estado mintiendo con respecto a mi edad. Aquí todos parecen tan jóvenes, son tan jóvenes, que he empezado a sentirme vieja de modo que le digo a todo el mundo que tengo diecisiete o dieciocho años (tengo veinte). Randy cree que tengo dieciséis. ¿A que no te lo crees? Muchas veces tengo que decirme a mí misma, sí, Anne, ya estudias segundo en la universidad. Es curioso y un poco confuso pero supongo que no es muy importante. Bueno, ahora me tengo que ir. ¿No me vas a mandar una carta? ¿Una nota? Por favor.
Te quiere,
Anne
30 nov. 1983
Querido Sean:
Conque aquí estoy, escribiéndote otra vez. Este fin de semana van a ir a Palm Springs muchas personas. Es como muy difícil decir que no. Soñé contigo hace unas noches. (Yo y mis extraños sueños. ¿Te acuerdas del que te conté el trimestre pasado? Me interesó tanto que tomé nota de él para un trabajo de psicología de hace dos trimestres. No te preocupes, no menciono ningún nombre. ¿Por qué no te conté éste en su momento? Probablemente porque pensé que te desconcertaría.) El sueño era muy extraño. Tú estabas viviendo en Los Angeles y los dos éramos mucho mayores y me invitabas a la fiesta de tu cumpleaños y yo tenía que ir en avión desde algún sitio y tenía un viaje terrible. El resto del sueño era sobre la fiesta. Todos los que estaban en ella eran viejos y resultaba deprimente porque ninguno había cambiado y aunque era maravilloso verte y que fueras tan simpático como siempre, me sentía rara y fuera de lugar y odiaba a todo el mundo. En realidad no los odiaba pero no los podía soportar.
Sean, estoy pensando seriamente en quedarme aquí un poco más. He olvidado cómo son Nueva York y Camden y he olvidado muchas caras de allí y no sé si me atrevo a volver. Probablemente no me quede aquí pero he pensado en ello. Me da miedo ver a esas personas a las que llamaba amigas. Prefiero quedarme aquí y no, como decías tú tantas veces, «enfrentarme a ello». Aquí todos llevan unas vidas interesantes y emocionantes, y volver me parece decepcionante. (Dios santo, esta carta es tremendamente confusa, me pregunto si le encontrarás algún sentido. Si la encuentras ininteligible, prométeme que serás tan amable como para pasarla por alto, ¿vale?)
Bien, aquí todo es estimulante e interesante. Los Ángeles (como de costumbre) es muy divertida. Me he introducido de verdad en la vida social. (¡Conocí a los Duran Duran! Fue tan emocionante que casi me muero, de verdad.) He estado viendo a muchos chicos ingleses muy agradables. (Aquí hay muchos chicos ingleses, no me preguntes por qué.) Todos son jóvenes de verdad y están muy morenos y trabajan en las tiendas de Melrose. Randy es amigo de muchos de ellos. Uno de ellos, con el que Randy anda en particular, es Scotty, al que conocí en casa de Randy el otro día. Tiene diecisiete años y poderes psíquicos y trabaja en Flip y está lleno de energía y probablemente sea la persona más guapa que haya visto nunca. Ya planeamos ir juntos a la playa y a Springs y a algunas fiestas.
También soy amiga de la novia de Scotty, Christie (que a Randy no le gusta; a Christie tampoco le gusta Randy), que es modelo (ha salido en cinco anuncios de vaqueros Levi's y en un vídeo de ZZ Top, es muy atractiva: la reconocerías si la vieras).
Christie pasa mucho tiempo en Los Ángeles y en Nueva York (prácticamente vive en las dos costas). Es medio alemana y muy, muy dulce. Y luego está Carlos, que es el «confidente» de Randy. Tiene unos dieciocho años y es fascinante y trabaja de modelo de trajes de baño en International Male. Siempre está borracho y tratando de contar chistes. Básicamente es un liante. Carlos se está convirtiendo una de las personas de aquí a las que me siento más próxima. Además cree que soy una rubia increíble y tiene mucho Valium y practica una nueva especie de vudú que aprendió en Bakersfield.
En cualquier caso, siempre estoy muy ocupada. Voy a clase de aerobic con Christie por la mañana y también voy mucho a la playa, para ponerme más morena todavía. En realidad no he ido mucho por los estudios. He bailado sin parar y he tratado de escribir.
Ayer Randy estaba fastidiado por algo, de modo que cogimos su Ferrari y fuimos a Springs y él hablaba sin parar de sí mismo, ¿te das cuenta? Me dijo: «Quiero morir, quiero que todo termine», y cosas así. Bien, yo le enseñé unos leotardos nuevos que había comprado y le animé un poco y ahora todo va bien, pero aquello me sacó un poco de quicio. Bien, pues volvimos a Los Ángeles y fuimos a la playa y vimos la puesta de sol y todo resultó estupendo. Randy ha dejado de hablar de que se siente como si se estuviera desintegrando. (Sí, desintegrando, raro, ¿no?) Por favor, por favor, te lo suplico, escríbeme. ¿De acuerdo, Sean?
Te quiere,
Anne
5 dic. 1983
Querido Sean:
Apuesto lo que sea a que no supones quién te vuelve a escribir. Sí, soy yo otra vez. ¿Te importa? He tenido un día muy complicado y necesito relajarme un poco. No me apetece leer o ser creativa. Sólo quiero contar lo que pienso o algo así.
Un típico sábado. Me levanté tarde y compartí un canuto con Randy y Scotty que durmieron juntos fuera, mientras yo dormía en el piso de arriba, en la cama de Randy. Luego vimos la MTV durante mucho tiempo y luego fuimos a la playa y después de eso salimos a ver cómo rodaban el nuevo vídeo de Adam Ant, en Malibú, estaban los English Prices. Fue algo tremendo. Luego estuve en clase de aerobic y luego Randy y yo tomamos un par de copas y volvimos a ver la MTV. Y luego tratamos de dormir. Algunas noches ponemos todos los discos nuevos que a Randy le mandan por correo. Recibe todos los ejemplares de promoción de todos los malditos discos que se editan. Es tremendo. Y a veces los oímos. Lo que sea con tal de quitarle a Randy de la cabeza su manía de suicidarse. Ha vuelto a darle por ahí, Sean. Eso me asusta. Bien, dentro de media hora volveré a clase de aeróbic. Escríbeme, por favor.
Te quiere,
Anne
7 dic. 1983
Querido Sean:
Llovió por primera vez desde que estoy aquí. La temperatura bajó a veinticinco grados y llovió. Randy y yo haraganeamos por casa y leí unos guiones y vi la MTV. Conocí a Michael Jackson en una fiesta en Encino. Fue algo estupendo. Todavía estoy preocupada por Randy. Randy cree que le voy a dejar. Habla sin parar de que aquí todos están de paso, que no existen razones concretas para estar aquí. Randy le dio una paliza a Scotty y sólo deja que nos quedemos Carlos (que ahora es astrólogo) y yo en esta casa. Me parece que llevo aquí muchísimo tiempo. Mis abuelos no parecen notarlo o no les importa. Esto suena a como si no estuviera animada. Pero lo estoy. Todavía me divierto. Escríbeme. No he recibido ni una carta tuya, Sean. Escribe, por favor.
Te quiere,
Anne
10 dic. 1983
Querido Sean:
De nuevo he sentido la tentación de escribirle una carta a alguien del este. En este momento estoy tumbada en la cama de Randy porque hace un calor tan jodido que es imposible hasta pensar en hacer otra cosa. Fumar una maría buena de verdad y ver vídeos. Nada nuevo, ¿verdad? Pero me gustan los días así. Espero que duren para siempre. Diciembre es el mejor mes para las fiestas (o eso he oído) en Los Ángeles. El fin de año se acerca, con todas las promesas y esperanzas de un nuevo año que llega entero. Piensa en cuántas cosas cambian en sólo un año. Dios santo. Cuando pienso en lo que estaba haciendo en diciembre del año pasado y lo comparo con esto, resulta difícil imaginar que yo era la misma persona que ahora. Gracias a Dios, el tiempo pasa. Randy todavía está pasando una temporada difícil. Todavía se siente «en el limbo». Ahora está tumbado a mi lado. Bueno, en realidad él está en el suelo y yo en la cama. Carlos está afuera, tratando de tomar el sol que queda. Yo me ocupo de Randy lo mejor que puedo. Está adelgazando mucho. Ahora Randy se está riendo. Espera... muy bien, ahora parece mejor. Oh, Sean, no sé si voy a volver a Camden. La idea de volver con todos esos pseudointelectuales me parece espantosa. No creo que lo pueda soportar. De hecho no hay motivo para que vuelva a la universidad. Me refiero a que me encantaría muchísimo verte. Pero volver a New Hampshire me parece como un mal viaje.
¿Te gustaría que te mandara algo? ¿Qué tal una buena cantidad de Valium? (aquí todo el mundo parece tenerlo). No, no quiero contribuir a alimentar tu drogadicción (ja ja). Randy parece tener de todo. Cosas de las que ni siquiera sé los nombres (la gente de Los Ángeles no se priva de pastillas).
Todos (Randy, Carlos, un tipo que se llama Wallace el Roachclip y yo) pensamos ir a Palm Springs por Navidades. Depende de cómo se sienta Randy. Mis abuelos quieren que me quede con ellos, pero no sé si voy a ir. Puede que sí y puede que no.
Parece tan fácil estar aquí, en Los Ángeles, y entrar en la industria discográfica o trabajar en los estudios de mi abuelo (todavía no lo sé, aunque el mes pasado no anduve mucho por allí). Pero mis abuelos la verdad es que no notan mi ausencia. Los dos son adictos a los tranquilizantes. Hace poco descubrí que le pegan sin parar al Librium. Carlos acaba de entrar. Carlos dice «hola» y pregunta si eres guapo. ¿Qué crees que le dije? Nunca lo sabrás.
Cuando recibas esta carta tendré 21 años, o 18, depende de quién pregunte. ¿Dónde estaremos dentro de diez años? Me pregunto qué va a pasar entonces. Me pregunto qué está pasando ahora.
A un amigo de Carlos lo encontraron muerto en un cubo de basura en Studio City. Le habían pegado un tiro en la cabeza y lo habían despellejado. Espantoso, ¿no? Carlos no parece muy triste, pero es una persona muy fuerte de modo que no me sorprende. Carlos se limitó a poner un vídeo nuevo. Hemos estado viendo La noche de los muertos vivientes y El regreso de los muertos vivientes. ¿Las has visto tú? Randy las pone a todas horas. Las he visto un montón de veces desde que estoy aquí. Las dos son divertidas de verdad. Carlos trata de despertar a Randy para que vea la película. Carlos dice que Los Ángeles está lleno de vampiros. Yo tomo Valium.
Oye, Sean. He decidido que no voy a escribirte más a no ser que me contestes. No te lo voy a rogar más. Si no me escribes, no te volveré a escribir. Conque escríbeme.
Te quiere,
Anne
26 dic. 1983
Querido Sean:
Acabo de releer el borrador de esta carta y me he dado cuenta de que no dice nada de lo que está pasando en concreto. Lo siento, parezco incapaz de escribir una carta llena de noticias. Las descripciones me aburren, supongo, y lo mejor que sé hacer son estos borradores, que puede que para ti carezcan de sentido. ¿Cómo te va todo? ¿Qué tal las Navidades? Espero que lo hayas pasado bien. Ahora estoy en casa de Christie, sentada al lado de la piscina. Antes anduve de tiendas y compré unos pendientes, dos pares de zapatillas, una bolsa de naranjas y luego almorcé con una persona de los estudios que me pasa droga, luego hice pis en una maceta.
Randy sufrió una sobredosis hace una semana (creo que fue hace una semana). Bueno, por lo menos de eso es de lo que dicen que murió. Todos me dijeron que Randy tuvo una sobredosis, pero Sean, yo vi la habitación donde le encontraron y había mucha sangre. La había por todas partes. Había sangre en el techo, Sean. ¿Cómo puede haber sangre en el techo si tienes una sobredosis? Y en cualquier caso, ¿cómo puede llegar hasta allí? (Scotty dice que sólo si explotas.) Bien, fui a la playa con Lance (un punkie atractivo de verdad que trabaja en Poseur, en Melrose) y Lance me dio Seconal, que me ayudó mucho. Ahora me siento mucho mejor. De verdad.
Estuve hablando con mi madrastra sobre quedarme aquí. No quiero vivir con mis abuelos sino en casa de Randy (ya está limpia del todo, así que no te preocupes) con Carlos. Y también tengo el Ferrari de Randy, de modo que no me he quedado sin nada. Pero todavía nada es definitivo. No he pensado demasiado en ellos. ¿Vas a escribir?
Anne
29-ene-84
Querido Sean:
¿No parece que hace muchísimo que no te escribo? Supongo que ya no me apetece. Bueno, todavía sigo viva, de modo que no te preocupes. ¿Puedes creer que de hecho me quede aquí? ¿Que lleve aquí cinco meses? Dios santo. Bien, supongo que en otoño no voy a volver a Camden. Me he acostumbrado a las cosas de aquí. He andado mucho en coche y a veces voy a los estudios. A veces voy a Palm Springs. Por la noche no hay ruido.
Estoy colaborando en un guión con un tipo que conocí en los estudios que se llama Tad. No puedo hablar mucho del guión pero es sobre un campamento de verano y una serpiente enorme y da miedo de verdad. (A lo mejor te mando una copia.) Tad es un artista de verdad (pinta unos murales fantásticos en Venice) pero quiere escribir guiones de cine. Hace semanas que a Carlos no le ha visto nadie. Lo último que oí es que estaba en Las Vegas, aunque otra persona me dijo que encontraron sus dos brazos dentro de una bolsa en La Brea. Iba a escribir el guión conmigo. Le he enseñado una parte del guión a mi abuela. A ella le gustó. Dijo que era comercial.
Te quiere,
Anne
9
OTRA ZONA GRIS
Estoy como mirando a Christie que baila junto a la enorme pantalla del televisor. Fun Boy 3's cantan en la MTV Nuestros labios están sellados, y Christie baila rítmicamente, totalmente pasada, con las manos deslizándose por el bikini, los ojos cerrados. Me aburro, pero no lo quiero admitir y Randy está tumbado en el suelo, inmóvil, mirando a Christie, y Christie casi le pisa, los dos totalmente para allá. Estoy en una butaca beige junto al sofá beige en el que está tumbado Martin. Martin lleva puestos unos shorts Dolphin, unas Wayfarer, y hojea el último número de GQ. El vídeo termina y Christie se deja caer al suelo soltando risitas, murmurando que está muy colocada. Randy enciende otro canuto y aspira profundamente y tose y se lo tiende a Christie. Yo vuelvo a mirar a Martin. Martin sigue mirando una foto concreta de la revista. Ahora en la MTV salen los Pólice en blanco y negro y la enorme cabeza rubia de Sting nos mira directamente a los cuatro y se pone a cantar. Aparto la vista de la pantalla y miro a Christie. Randy me tiende el canuto y yo doy una calada y cierro los ojos pero llevo tal colocón que la calada no me hace ningún efecto, sólo me lleva a hacer la pseudocomprobación de que estoy en algún punto más allá de cualquier posible comunicación.
—Dios santo, Sting es muy atractivo —dice Christie con un gemido, o a lo mejor se trata de Randy.
Christie da otra calada al canuto, se tumba boca abajo y mira a Martin. Pero Martin se limita a asentir con la cabeza y se ajusta sus gafas de sol. Christie continúa mirándole. Martin no ha dicho ni palabra durante los últimos doce vídeos. He llevado la cuenta. Christie es mi novia, una modelo que creo que es de Inglaterra.
Me levanto, me siento, me vuelvo a levantar, me pongo los shorts y salgo a la terraza y me quedo allí con las manos en la barandilla, mirando Century City. El Sol se está poniendo y el cielo es naranja y púrpura y parece que va a hacer más calor. Respiro hondo, tratando de recordar cuándo llegaron Christie y Randy, cuándo los dejó entrar Martin, cuándo pusieron la MTV, cuándo se comieron la primera pina tropical, cuándo encendieron el segundo canuto, el tercero, el cuarto. Pero ahora, dentro, ha cambiado el vídeo y a un chico se lo chupa una nube gigante en forma como de televisión, con los colores del arcoiris. Christie está encima de Martin, en el sofá. Martin todavía tiene las gafas de sol puestas. El ejemplar de GQ que estaba mirando Martin ahora está en el suelo beige. Paso junto a ellos, luego por encima de Randy y entro en la cocina y saco una botella de zumo de albaricoque y arándano de la nevera y salgo al patio. Termino el zumo y veo que el cielo se oscurece más y cuando me doy la vuelta, veo que Martin y Christie probablemente estén en la habitación de Martin, probablemente desnudos encima de las sábanas beige con el estéreo encendido.
Jackson Browne canta suavemente. Me dirijo a Randy y le miro.
—¿Quieres salir a comer algo? — pregunto.
Randy no dice nada.
—¿Quieres salir a comer algo?
Randy se empieza a reír, con los ojos todavía cerrados.
—¿Quieres salir a comer algo? — vuelvo a preguntar.
Agarra el GQ y, sin dejar de reír, se lo pone encima de la cara.
—¿Quieres salir a comer algo? — pregunto.
En la portada está John Travolta y casi parece como si John Travolta estuviera tumbado en el suelo, riéndose, totalmente pasado, con unos pantalones vaqueros con las perneras cortadas. Me aparto y miro la pantalla de la tele: un avión de juguete con una estrella del rock dentro que trata de controlar los paneles con una mueca de desesperación y le canta a una chica que no le mira, que se pinta las uñas. Salgo del apartamento y conduzco hacia Wilshire y luego voy a un café de Beverly Hills que se llama Café Beverly Hills donde pido una ensalada y un té frío.
Me despierto de una especie de sopor a las once y veinte y cuando entro en la cocina en busca de una naranja o unas cerillas para mi pipa de agua encuentro una nota escrita en papel del Beverly Hills Hotel que dice que tengo que almorzar con alguien en una casa de las colinas de encima de Sunset donde alguien está dirigiendo un vídeo de un grupo que se llama los English Prices. Alguien ha dejado una dirección e indicaciones y después de cerca de una hora tumbado en la terraza, fantaseando bajo el sol en calzoncillos, oyendo el sonido de los vídeos, decido ver a esa persona para almorzar. Antes de irme, llama Spin y dice que desde que Lance se marchó a Venezuela le ha costado mucho trabajo encontrar buena coca y que hay montones de personas asustadas en la ciudad y que quizás abandonará la USC en otoño si no encuentra el Mercedes adecuado y que el servicio en Spago está empeorando.
—Pero ¿qué es lo que quieres? — pregunto, apagando la tele.
—Necesito algo de coca. Lo que sea. Cuatro, cinco onzas.
—Yo te la puedo conseguir, bueno... —me interrumpo—. El sábado.
—Colega —dice Spin—. La necesito antes del sábado.
—¿El sábado no? ¿Entonces cuándo?
—Esta noche por ejemplo.
—¿Y el viernes?
—Mañana.
—El viernes —suspiro—. Te la podría conseguir para esta noche pero la verdad es que no me apetece.
—Colega —suspira él—. No me gusta pero vale.
—¿Vale? Déjate caer por aquí el viernes —digo yo.
—¿El viernes? Vale. Te lo agradezco. Hay montones de personas asustadas en esta ciudad, colega.
—Sí. Lo sé —le digo—. Creo que entiendo más o menos de lo que hablas.
—El viernes, ¿vale? — pregunta él.
—Eso es.
Aparco el coche junto a la casa y subo los escalones que llevan a la puerta principal. Dos chicas, jóvenes y bronceadas y rubias, que llevan camisetas desgarradas y cintas en la cabeza, están sentadas en los escalones mirando las musarañas, sin decirse nada una a la otra, y me ignoran cuando paso a su lado para entrar en casa. Oigo música que llega de arriba y luego se interrumpe. Subo lentamente al piso de arriba y entro en una gran habitación que parece ocupar toda la segunda planta de la casa. Me detengo a la entrada y veo que Martin habla con un cámara y señala a Leon, que es el cantante solista de los English Prices y está fumando un pitillo y empuñando una pistola de juguete en una mano, y en la otra tiene un espejito en el que se retoca el pelo. Detrás de Leon hay una mesa alargada sin nada encima y detrás de ella el resto del grupo y han pintado el telón del fondo de detrás del grupo de un color rosa claro con rayas verdes y Martin se dirige a Leon, que deja el espejo de mano después de que Martin le dé un golpecito en la muñeca y Leon le entrega a Martin la pistola de juguete. Yo entro en la habitación y me apoyo en una pared, teniendo cuidado de no pisar los cables. Hay una chica sentada sobre un montón de almohadones cerca de donde estoy de pie y es joven y rubia y está bronceada y lleva una camiseta desgarrada y una cinta rosa en la cabeza sujetándole el pelo y cuando le pregunto qué hace aquí me dice que conoce algo a Leon y no me mira cuando dice esto y yo me aparto de ella y miro a Martin que ahora está encima de la mesa y se revuelca sobre ella y por el suelo y levanta la vista hacia la cámara, apuntando al objetivo con la pistola de juguete, y luego Leon se revuelca sobre la mesa y por el suelo y levanta la vista hacia la cámara, apuntando al objetivo con la pistola de juguete, y luego Martin se revuelca sobre la mesa y por el suelo y levanta la vista hacia la cámara, apuntando al objetivo con la pistola de juguete, y luego Leon se revuelca sobre la mesa y por el suelo y levanta la vista hacia la cámara, apuntando al objetivo con la pistola de juguete. Ahora Leon está de pie, con las manos en jarras, sacudiendo la cabeza, y Martin se tumba en el suelo alzando la vista hacia la cámara y me ve y se levanta y se me acerca, dejando la pistola en el suelo, y Leon la agarra y la huele y aquí básicamente no hay nadie.
—¿Pasa algo? — pregunta Martin.
—Me dejaste una nota —digo yo—. Algo sobre un almuerzo.
—¿La dejé?
—Sí —digo yo—. Me dejaste una nota.
—No creo que la haya dejado.
—He visto la nota —digo yo, inseguro.
—Bueno, a lo mejor la dejó alguien. — Martin tampoco parece demasiado seguro—. Si tú lo dices, colega... Pero si crees que la dejé yo, me dejas tieso, colega.
—Estoy seguro de que había una nota —digo yo—. Puede que tenga alucinaciones, pero hoy no.
Martin mira cansinamente a Leon.
—Bien, bueno, vale, bueno, sí. Podré dejar esto en unos veinte minutos y, bueno. — Llama al cámara—. ¿Todavía está averiado el aparato del humo?
El cámara está ahora en el suelo y responde, sin entonación:
—El aparato del humo está averiado.
—Vale, bien. — Martin mira su Swatch y dice—: Tenemos que hacer bien esta toma y... —la voz de Martin se alza pero sólo un poco— Leon está siendo un carapijo de verdad. ¿No es verdad, Leon? — Martin se frota la cara con la mano, lentamente.
En el otro extremo de la habitación Leon alza la vista de la pistola y avanza muy despacio hacia Martin.
—Martin, yo no voy a saltar de esa puta mesa al puto suelo y mirar a la puta cámara y pestañear. Nada de eso, coño. Es una puta mierda.
—Has dicho puta cuatro veces, cacho mierda —dice Martin.
—Mira, chico —dice Leon.
—Lo vas a hacer, tío —dice Martin como si le amenazase.
—No, Martin. No lo voy a hacer. Es una puta mierda y no lo voy a hacer.
—Pero si apareciste en un vídeo con unas ranas que cantaban —protesta Martin—. Saliste en un vídeo donde te convertías en un árbol, en un plato lleno de agua y en un plátano enorme que hablaba una cosa detrás de otra.
Uno de los miembros del grupo dice:
—Ha dado en el clavo.
—¿Y qué? — Leon se encoge de hombros—. Y tú has agarrado un herpes vírico, Rocko.
—¿Habéis olvidado que quien dirige esto soy yo? — pregunta Martin en general.
—Oye, tío, pero la puta canción la compuse yo, esclavo. — Leon mira a la chica que le conoce algo, que está sentada en el montón de almohadones. La chica sonríe a Leon. Leon la mira, confuso, luego aparta la vista, luego vuelve a mirar a la chica, luego vuelve a apartar la vista, luego vuelve a mirar, luego aparta la vista.
—Leon —está diciendo Martin—. Escucha, el vídeo carece de sentido sin esta toma.
—Pero es que te confundes, tío, pues la cuestión es que yo no quiero que tenga sentido. No necesita tener sentido —dice Leon—. ¿De qué coño estás hablando? ¿Sentido? Dios. — Leon me mira—. ¿Sabes lo que es tener sentido?
—No —digo yo.
—¿Ves? — dice Leon acusadoramente a Martin.
—¿Quieres que todos esos subnormales de como se llame, de Nebraska, vean tu vídeo en la MTV con la boca abierta, sin darse cuenta de que todo es una broma, pensando que después de que le pegues un tiro en la cabeza a tu novia y al tío con el que se lo pasaba tan bien, quieres decir precisamente eso? ¿Eh? No, no quieres decir eso, Leon. A ti te gusta la chica a la que le pegas un tiro en la cabeza. La chica a la que le pegas un tiro en la cabeza para ti es una flor, Leon. Tu imagen, Leon. Sólo te ayudo a dar forma a tu imagen, ¿vale? ¿Qué le pasa a un tipo agradable de Anaheim para que esté tan jodidamente confuso? Vamos a hacerlo de ese modo. Le llevó cuatro meses a un tipo escribir el guión, lo que bien pensado es bastante impresionante... y es tu imagen —insiste Martin—. Imagen, imagen, imagen, imagen.
Me llevo las manos a la cabeza y miro a Leon, que no está muy distinto de cuando le vi con Tim en Madame Wong's el martes pasado sino sólo un poco distinto, de un modo que no estoy seguro de cómo es.
Leon está mirando el suelo y suspira y luego mira a la chica y luego a mí y luego a Martin y tengo la sensación de que no voy a poder almorzar con Martin, y eso me da un poco de pena.
—Leon —dice Martin—, te presento a Graham, Graham te presento a Leon.
—Hola —digo yo, blandamente.
—¿Sí? — murmura Leon.
Hay una larga pausa, ésta en concreto distinta. El cámara se pone de pie, luego se vuelve a sentar en el suelo y enciende un pitillo. El grupo sigue allí quieto, sin dar pruebas de que vaya a moverse, mirando atentamente a Leon. El cámara dice otra vez:
—El aparato del humo está averiado.
Una de las chicas de fuera entra y pregunta si alguien ha visto su camiseta de KAJAGOOGOO tirada por alguna parte y luego a Martin si ya no necesita usarla.
—No, guapa, ya te usé del todo —dice Martin—. No es que diga que estuviste estupenda, pero cualquier día de éstos te daré un telefonazo.
La chica asiente con la cabeza, sonríe, se marcha.
—Está buena, ¿verdad? — dice Leon, mirando a la chica que se aleja—. ¿Te lo hiciste con ella, Rocko? — No lo sé —es la respuesta de Rocko.
—Sí, está bastante buena, se folló a todos a los que conozco, es un ángel, le cuesta acordarse de su número de teléfono, de cómo se llama su madre, de respirar. — Martin suspira.
—Pero la cuestión es que yo me la podría follar con toda facilidad —dice Leon.
La chica sentada en los almohadones que conoce algo a Leon baja la vista.
—Tú podrías follarte a una farola —dice Martin, bostezando, desperezándose—. A una farola, con tal de que esté limpia y de que parezca que tiene algo de talento. En definitiva, a una farola.
Me vuelvo a llevar las manos a la cabeza, luego me toco los pantalones vaqueros.
—Bien —empieza Martin—. Todo eso fue muy refrescante. Pero ¿qué hemos venido a hacer aquí, Leon? ¿Eh? ¿Qué hemos venido a hacer aquí.
—No lo sé. — Leon se encoge de hombros—. ¿Qué hemos venido a hacer aquí?
—Te lo estoy preguntando yo... ¿qué hemos venido a hacer aquí?
—No lo sé —dice Leon, volviendo a encogerse de hombros—. No lo sé. Pregúntaselo a él.
Martin me mira.
—Yo tampoco sé lo que hemos venido a hacer aquí —digo, sobresaltado.
—¿Cómo que no sabes lo que hemos venido a hacer aquí? — Martin vuelve a mirar a Leon.
—Mierda —dice Leon—. Hablaremos de ello después. Vamos a tomarnos un descanso. Tengo algo de hambre. ¿Sabe alguien quién tiene cerveza? Hal, ¿tú tienes cerveza? — le pregunta al cámara.
—El aparato del humo está averiado —dice el cámara.
Martin suspira.
—Escucha, Leon.
Ahora Leon se está mirando en el espejo de mano, retocándose el pelo, un enorme y tieso tupé de un rubio casi blanco.
—Leon, ¿me estás escuchando? — susurra Martin.
Me dispongo a irme, me dirijo a la puerta, paso sobre la chica del montón de almohadones, que se está echando una botella de agua por encima de la cabeza, de un modo triste o que no sé expresar. Bajo los escalones, paso junto a las chicas, una de las cuales dice:
—Bonito Porsche.
—Bonito culo —dice la otra.
Y luego me subo al coche y me alejo.
Después de terminar parte de una ensalada hecha con diez tipos de lechuga distintos, lo único que pidió, Christie menciona que a Tommy, que es de Liverpool, lo encontraron en México la semana pasada y que le había pasado algo raro porque su cuerpo estaba completamente desangrado y lo habían degollado y habían desaparecido algunos órganos vitales aunque las autoridades mexicanas dicen que Tommy «se ahogó», y que si no se ahogó exactamente entonces a lo mejor sólo se trataba de un «suicidio», pero Christie está segura de que no se ahogó en absoluto y estamos en un restaurante de Melrose y yo no tengo tabaco y ella no se quita las gafas de sol cuando me dice que Martin es un buen tipo, de modo que no puedo verle los ojos que de todos modos probablemente no me dirían nada. Dice algo sobre una culpabilidad inmensa y traen la cuenta.
—Olvídalo —digo yo—. La verdad que no me gusta demasiado que lo hayas sacado a relucir.
—Es un buen tipo —dice ella.
—Sí —digo yo—. Es un buen tipo.
—No lo sé —dice ella.
—¿Te acostaste con él?
Christie respira hondo, luego me mira.
—Parece ser que «está» con Nina.
—Pero me dijo que Nina está, bueno, loca —le digo—. Martin me dijo que Nina está loca y que obliga a su hijo a que vaya a un gimnasio y el niño sólo tiene cuatro años. — Pausa—. Martín me dijo que lo tuvo que evitar.
—No va a estar en mala forma sólo porque sea un niño —dice Christie.
—Ya veo.
—Graham —empieza Christie—. Martin no significa nada. Estuviste a punto de perder los nervios la semana pasada. No puedo soportar que te pases el tiempo sentado en una silla sin decir nada y con un aguacate gigante en la mano.
—Pero ¿ es que no estamos saliendo el uno con el otro, o algo por el estilo? — pregunto.
—Eso parece. — Christie suspira—. Ahora estarnos juntos. Ahora tomo una ensalada contigo. — Se interrumpe, se baja las Wayfarers de Martin, pero de todos modos no la estoy mirando—. Olvídate de Martin. Además, ¿a quién le importa si salimos con otras personas?
—¿Salir con ellas o follar con ellas?
—Follar. — Christie suspira—. Creo. — Pausa—. Supongo.
—Vale —digo yo—. ¿Quién sabe, verdad?
Más tarde pregunta, sonriendo, echándome loción solar:
—¿Te importó que me acostara con él? — y luego añade—: Bonita definición.
—No —digo yo, finalmente.
Me despierta el sonido de unos disparos. Miro a Martin, que está tumbado boca abajo, desnudo, respirando pesadamente, con Christie entre nosotros, con dos mullidos gatos de trapo y un conejillo de Indias que no había visto nunca, que lleva puesta una gargantilla de pequeños diamantes, y disparan otro par de disparos y los dos se sobresaltan en sueños. Me levanto de la cama y me pongo unas Bermudas y una camiseta de FLIP y bajo en el ascensor al portal. Cuando se abren las puertas del ascensor, disparan dos veces más. Atravieso despacio el portal a oscuras. El portero de noche, un tipo joven, bronceado, rubio, de unos veinte años, con un walkman colgado del cuello, está parado a la puerta, mirando afuera. En Wilshire hay siete u ocho coches de la policía aparcados frente al edificio del otro lado de la calle. Se oye otro disparo desde el edificio de apartamentos. El portero mira, confuso, con la boca abierta. En el walkman suenan los Dire Straits.
—¿Qué pasa? — pregunto.
—No lo sé. Creo que un tipo tiene a su mujer ahí arriba y, bueno, amenaza con disparar contra ella o algo así. Algo parecido, vaya —dice el portero—. A lo mejor ya le ha pegado un tiro. A lo mejor ya ha liquidado a un montón de gente.
Me acerco a él principalmente porque me gusta la canción del walkman. En el portal hace frío y se nos ve el aliento.
—Creo que hay un grupo de geos en el edificio tratando de hablar con él —dice el portero—. No creo que debas abrir la puerta.
—No la voy a abrir —digo yo.
Otro disparo. Llega otro coche de la policía. Luego una ambulancia. La que fue mi madrastra durante unos diez meses, con la que terminé acostándome un par de veces, se apea de una furgoneta, la iluminan y se coloca delante de una cámara. Yo bostezo, estremeciéndome.
—¿Te despertaron los disparos? — pregunta el portero.
—Sí. — Asiento con la cabeza.
—Eres el que vive en el piso once, ¿verdad? El que dirige vídeos, Jason o algo así, te visita mucho.
—¿Martin? — digo yo.
—Sí, hola, me llamo Jack —dice el portero.
—Yo me llamo Graham. — Nos estrechamos la mano.
—He hablado un par de veces con Martin —dice Jack.
—¿De qué?
—Sólo de que él conoce a uno de un grupo en el que yo estuve a punto de tocar. — Jack saca un paquete de pitillos, me ofrece uno. Tres disparos más, luego un helicóptero empieza a trazar círculos—. ¿A qué te dedicas tú? — pregunta.
—Estudio.
Jack me enciende el pitillo.
—¿Sí? ¿Y dónde estudias?
—Bueno, estudio... —Me interrumpo—. Bueno, estudio en la U... bueno, en la USC.
—¿Sí? ¿A qué curso vas? ¿A primero?
—Empezaré segundo en otoño —le digo—. O eso creo.
—¿Sí? Estupendo. — Jack piensa en ello durante un momento—. ¿Conoces a Tim Price? Es un tipo rubio. Guapo de verdad, pero, bueno, la peor persona del mundo. Creo que pertenece a un club de estudiantes.
—Creo que no —le digo. Llega un grito espantoso desde el otro lado de Wilshire, luego humo.
—¿Y a Dirk Erickson? — pregunta él.
Hago como que pienso en eso durante un minuto, luego contesto:
—No, creo que no. — Pausa—. Pero conozco a uno que se llama Wave. — Pausa—. Está muy en forma y su familia es prácticamente dueña de Lake Tahoe.
Llega otro coche de la policía.
—¿Estudias tú? — pregunto, al cabo de un rato.
—No, en realidad soy actor.
—¿Sí? — pregunto—. ¿En qué películas has trabajado?
—En un anuncio de chicle. En un anuncio de Clearasil. — Jack se encoge de hombros—. Como uno no esté dispuesto a hacer cosas espantosas en esta ciudad es difícil conseguir trabajo... y quiero trabajar.
—Claro, eso supongo.
—En realidad quiero trabajar en la industria del vídeo —dice Jack,
—Claro —digo yo—. El vídeo, colega.
—Sí, por eso Mark es un contacto bueno de verdad.
Hay un ruido tremendo, luego más humo, luego otra ambulancia.
—Querrás decir Martin —digo yo—. Probablemente te vendría bien, colega, aprender correctamente los nombres.
—Eso, Martin —dice él—. Es un buen contacto.
—Sí, es un buen contacto —digo, lentamente. Termino el pitillo y me quedo junto a la puerta, esperando oír más disparos. Cuando parece que no van a pasar muchas cosas más, Jack me ofrece un canuto y yo niego con la cabeza y digo que voy a tomar un poco de zumo y luego a dormir algo más—. Hay dos gatos de trapo y un conejillo de Indias que nunca había visto arriba, en mi cama. — Pausa—. Además necesito tomar un poco más de zumo.
—Claro, colega, claro, me hago cargo —dice el portero, con voz alegre—. Tío, el zumo está muy bien.
El costo tiene un olor dulzón y casi me entran ganas de quedarme. Otro disparo, más gritos. Me dirijo hacia el ascensor.
—Oye, creo que va a pasar algo —dice el portero cuando me meto en el ascensor.
—¿Qué? — pregunto, mientras mantengo las puertas abiertas.
—A lo mejor va a pasar algo —dice el portero.
—¿Sí? — digo yo, sin saber qué hacer. Miro al portero, que sigue en el portal, fumando un canuto, y los dos nos quedamos esperando.
Recibo una llamada de mi madre, del abogado de mi padre y de alguien de los estudios donde trabaja mi padre, a las once de la mañana siguiente. Escucho, luego les digo que iré en avión a Las Vegas hoy mismo, y cuelgo para hacer la reserva de los billetes.
Martin se despierta, me mira bostezando. Me pregunto dónde estará Christie.
—Tío —se queja Martin, desperezándose—. ¿Qué hora es? ¿Pasa algo?
—Son las once. Ha muerto mi padre.
Una larga pausa.
—Tú... ¿tenías padre? — pregunta Martin.
—Sí.
—¿Cómo fue? — Martin se sienta, luego se vuelve a tumbar, confuso—. ¿Cómo, tío?
—En un accidente de aviación —digo yo.
Cojo la pipa de la mesilla de noche, busco un encendedor.
—¿Hablas en serio? — pregunta.
—Sí.
—¿Y cómo te ha sentado? — pregunta—. ¿Lo puedes soportar?
—Sí, supongo —digo, dando una chupada.
—Uau —dice él—. Supongo que lo siento. — Hay una pausa—. ¿Lo debo sentir?
—No hace falta —digo, marcando información del aeropuerto de Los Ángeles.
Me dirijo al lugar del accidente con un especialista en los motores de los Cessna 172 que tiene que sacar fotos del estado del motor para los archivos de su empresa y con un guardabosques que hace de guía montaña arriba y que fue la primera persona en aparecer por donde se estrelló la avioneta el viernes. Me reúno con los dos en mi suite del MGM Grand y subimos a un todoterreno que nos lleva hasta más o menos media ladera. Desde allí seguimos a pie por un estrecho sendero muy empinado y cubierto de hojas secas. Camino del lugar del accidente hablo con el guardabosques, que de hecho es un tipo joven, puede que de diecinueve años, más o menos de mi edad, y guapo. Le pregunto al guardabosques qué pinta tenía el cuerpo cuando lo encontró.
—¿Lo quieres saber de verdad? — pregunta el guardabosques, y en su cara tranquila y cuadrada se insinúa una sonrisa.
—Sí. — Asiento con la cabeza.
—Bien, te parecerá espantosamente divertido pero cuando lo vi por primera vez, no sé, me pareció algo así como una... como una miniatura de Darth Vader de cincuenta kilos —me dice, rascándose la cabeza.
—¿Una qué? — pregunto.
—Sí, como una miniatura de Darth Vader. Un Darth Vader en pequeño. Ya sabes. Darth Vader, el de La guerra de las galaxias, ¿entiendes? — El guardabosques dice esto con un leve acento que no consigo localizar.
El guardabosques, con el que me parece que estoy empezando a coquetear o algo así, continúa. El torso y la cabeza estaban completamente sin piel y sentados muy tiesos. Lo que quedaba de los huesos del brazo descansaba donde debían de haber estado los mandos. De la cabina no quedaba nada.
—El torso estaba sentado allí, en el propio suelo. Estaba completamente achicharrado, negro, y se le veían los huesos por muchos sitios. — El guardabosques deja de andar y mira la montaña—. Sí, tenía muy mal aspecto, pero he visto a muchos con peor aspecto todavía.
—¿Por ejemplo?
—Una vez vi a un gran grupo de hormigas negras arrastrando parte del intestino de una persona para llevárselo a su reina.
—Es... impresionante.
—Eso digo yo.
—¿Y qué más? — pregunto—. ¿Darth Vader? Uau, tío.
El guardabosques me mira y luego al especialista en motores que va delante de nosotros y continúa sendero arriba.
—¿Te interesa de verdad?
—Eso creo —digo.
—Bueno, pues alrededor había muchas moscas. Apestaba —dice el guardabosques.
Después de caminar durante otros cuarenta minutos llegamos al lugar del accidente. Busco con la mirada lo que queda del avión. La cabina está casi totalmente destrozada y no queda mucho más excepto los extremos de las alas y la cola, que está intacta. Pero no hay morro y el motor está completamente aplastado. No han encontrado la hélice, aunque la han buscado intensamente. Tampoco hay cuadro de mandos, ni siquiera trozos fundidos. Parece que el chasis de aluminio del avión se destrozó debido al impacto y luego se fundió.
Como los pequeños Cessna son unas avionetas que pesan muy poco, consigo levantar la cola y apartarla. El especialista me dice que el fuego que fundió el avión probablemente lo provocó la rotura debido al impacto de los depósitos de combustibles. En un Cessna los depósitos de combustible están en las alas, a ambos lados de la cabina. También encuentro trozos de hueso entre las cenizas y piezas de la cámara de fotos de mi padre. Me detengo junto a una roca al lado del guardabosques mientras el especialista en los Cessna nos saca vacilante unas fotografías que quiero tener.
Ese mismo día, más tarde, y después de una siesta, también hablo con el patólogo, y me dice que al cuerpo lo movieron para bajarlo de la montaña metido en la bolsa de plástico, y por tanto, lo que recibió en el laboratorio de patología era muy diferente de lo que indicaban los primeros informes. El patólogo me cuenta que encontró la mayoría de los órganos irreconocibles «en cuanto tales órganos» debido al impacto devastador y a los severos daños y quemaduras que sufrió mi padre. Dado que el cuerpo es irreconocible, la identificación se hizo a partir de los dientes postizos. La dentadura original de mi padre quedó destrozada en un accidente de coche cuando tenía veinte años, me entero.
En el vuelo de vuelta a Los Ángeles voy sentado junto a un viejo que no deja de tomar Bloody Marys y de murmurar para el cuello de su camisa. Cuando el avión inicia el descenso me pregunta si es la primera vez que visito Los Ángeles y yo le digo que sí y el hombre asiente con la cabeza y me coloco los auriculares y oigo a Joan Jett y the Blackhearts cantando ¿Me quieres tocar? y me pongo tenso cuando el avión atraviesa la niebla para aterrizar. Cuando me levanto, para sacar mi bolsa del compartimiento de encima de los asientos, se me cae el encendedor en el regazo del viejo y éste me lo da, sonriendo y, sacando un poco la lengua, me ofrece un papel en una película pornográfica protagonizada por unos negros muy guapos. Lo único que llevo en la bolsa es un par de camisetas, un par de vaqueros, un traje, un ejemplar de GQ, una carta sin abrir de mi padre, que nunca me mandó, la pipa de agua para fumar maría y un puñado de cenizas en un pequeño recipiente negro; lo demás lo he apostado en una mesa de blackjack del casino del Caesars Palace. Cierro el compartimiento de arriba. El viejo, arrugado y borracho, me guiña el ojo y dice:
—Bienvenido a Los Ángeles.
—Gracias, colega —le digo yo.
Abro la puerta del apartamento y entro y pongo la televisión y dejo la bolsa en el fregadero. No está Martin. Abro una botella de zumo de albaricoque y manzana de la nevera y me siento en la terraza esperando a que lleguen Martin o Christie. Me levanto, abro la bolsa y saco el GQ y lo leo en la terraza y luego termino el zumo. El cielo se oscurece. Me pregunto si habrá llamado Spin. No oigo que Martin abre la puerta. Oigo ruidos de que sacan cubitos de hielo de la nevera.
—Tío, vaya calor que hizo hoy —dice Martin, con una toalla de playa en la mano y un balón de voleibol.
—¿De verdad? — le pregunto—. Oí que había nevado.
—¿Jugaste en el casino?
—Perdí casi veinte mil dólares. Estuvo bien.
Al cabo de un rato Martin dice:
—Llamó Spin.
Yo no digo nada.
—Está todo jodido, Graham —dice Martin—. Deberías haberle llamado.
—Bueno —digo yo—. Le llamaré.
—Tenemos reserva en Chinois a las nueve.
Le miro.
—Estupendo.
La música del televisor llega hasta la terraza. Martin se vuelve y entra en el apartamento.
—Voy a tomar una granada, luego me daré una ducha, ¿vale?
—Sí. Vale. — Yo dejo también la terraza y trato de encontrar el número de Spin, pero luego sigo a Martin al cuarto de baño y más tarde encuentro los vaqueros Guess de Christie al lado de la cama de Martin y debajo de ellos hay una bayoneta.
Al día siguiente estamos en Carny's y Martin toma una hamburguesa con queso y no consigue creer que una ex novia mía salga en la portada de People de esta semana. Le digo que yo tampoco me lo puedo creer. Termino unas patatas fritas, tomo un trago de Coca—Cola y le digo a Martin que me apetece colocarme. Martin también se acostó con la chica de la portada del People de esta semana. Me fijo en que un Mercedes rojo pasa lentamente bajo el calor, con un chico sin camisa al volante, con el que también se ha acostado Martin, y durante un instante mi reflejo y el de Martin destellan en el costado del coche. Martin empieza a quejarse de que todavía no ha terminado el vídeo de los English Prices, que Leon crea problemas, que el aparato del humo todavía no funciona, que probablemente nunca funcionará, que Christie es bollera, que el amarillo es su color favorito, que recientemente se ha hecho amigo de un tipo que se llama Roy.
—¿Por qué ruedas esas cosas? — pregunto.
—¿Vídeos? ¿Por qué?
—Sí.
—No lo sé. — Me mira y luego mira los coches que pasan por Sunset—. No todo el mundo tiene un papá y una mamá ricos. Quiero decir una mamá. Y... —le da un trago a mi Coca—Cola—, no todo el mundo trafica con drogas.
—Pero tus padres están forrados —protesto.
—Forrados se puede interpretar de muchas maneras, colega —dice Martin.
Suspiro, agarro una servilleta de papel.
—Eres un auténtico... enigma.
—Oye, Graham. Me molesta tener tu casa tomada por asalto. Pagas la cuenta en Nautilus, en Maxfield's. Todo eso.
Pasa otro Mercedes rojo.
—Oye —está diciendo Martin—. Después de estos dos próximos vídeos seré famoso.
—¿Famoso?
—Sí, famoso —dice él.
—¿Cómo de famoso? ¿Muy famoso? ¿O sólo famoso a medias? — pregunto.
—Puede que famoso de verdad —dice él—. Los English Price son muy buenos. Saldrán mucho en la MTV. Serán teloneros de Bryan Metro.
—¿Sí? — pregunto—. ¿Son buenos?
—Claro que sí. Leon es una estrella.
—¿Te acostaste con Christie mientras yo estaba fuera? — pregunto.
Me mira, y gruñe:
—Tío, claro que me acosté con ella.
Christie y yo estamos haciendo cola para ver una película en Westwood. Casi son las doce de la noche y hace mucho calor y Westwood está abarrotado. Las aceras están tan llenas de gente que de hecho la cola se funde con los que pasan por la calle y con los del otro extremo de la cola que salen de las zapaterías y de los sitios donde venden helado de yogur y pósteres. Christie toma un helado italiano y me cuenta que Tommy se encuentra actualmente en Delaware y que fue a Monty y no a Tommy a quien encontraron apuñalado en San Diego, no en México, desangrado, no a Tommy, como le habían contado, porque recibió una postal con una foto de Richard Gere de Tommy y que a Corey lo encontraron metido en un barril metálico enterrado en el desierto. Me pregunta si Delaware es un estado y le digo que no estoy seguro pero que de lo que sí estoy seguro es de que esta mañana vi a Jim Morrison en un lavacoches de Pico. Tomaba una soda sin meterse con nadie. Christie termina el helado y se limpia los labios con una servilleta de papel, y se queja de sus hombreras.
Dos personas de delante de nosotros están hablando de una detención por drogas que hubo en Encino ayer por la noche, y de que se acerca implacablemente el año nuevo. Me fijo en una chica hispana que cruza la calle, en dirección al cine. Mientras cruza la calle con pasos largos y decididos, un Rolls—Royce descapotable negro casi la atropella, pero frena. Los de la acera contemplan la escena en silencio. Una chica, tal vez, dice «oh no». El conductor del Corniche, un tipo bronceado, sin camisa y con una gorra de marino, que fuma un puro, grita:
—Mira por donde andas, hispana de mierda.
La chica, ajena a todo, se dirige tranquilamente al otro lado de la calle. Me seco el sudor de la frente y veo que la chica, sin perder la calma, se dirige a una palmera y se apoya en ella, tiene la camiseta en la que está escrito CALIFORNIA empapada de sudor, sus pechos se destacan debajo del algodón, del cuello le cuelga una cruz de oro, pequeña, y como no se da cuenta de que la miro continúo con los ojos clavados en la suave cara tostada y en los ojos negros inexpresivos y en la tranquila y aburrida expresión, y ahora se aparta de la palmera y avanza hacia donde estoy yo, todavía mirando, paralizado, y se dirige hacia mí lentamente, y el viento ardiente sopla, la multitud se aparta un poco, el sudor de su cara se le seca cuando llega junto a mí y dice, abriendo mucho los ojos, con un susurro:
—Mi hermano.
Yo no digo nada, me limito a devolverle la mirada.
—Mi hermano —vuelve a susurrar ella.
—¿Qué? — dice Christie—. ¿Qué quieres? ¿La conoces, Graham?
—Mi hermano —dice la chica una vez más, y luego se aleja. La pierdo de vista entre la multitud.
—¿Quién era? — pregunta Christie cuando la cola empieza a avanzar hacia el cine.
—No lo sé —le digo, mirando hacia donde se ha ido la chica, que desde luego merecía la pena que la siguiera.
—La verdad... están invadiendo la ciudad —dice Christie—. Probablemente esté muy pasada. — Entrega su entrada y me tiende la mía. Las personas que hablaban de la detención por drogas y del año nuevo miran a Christie como si la reconocieran.
—¿Qué dijo? — pregunto.
—¿Mi hermano? Creo que es una especie de enchilada de pollo con mucha salsa —dice Christie—. A lo mejor es un taco, ¿quién sabe? — Se encoge de hombros, incómoda—. Estas hombreras me están matando y hace tanto calor...
Entramos al cine y nos sentamos y empieza la película y después de la película, circulando en coche por Wilshire, de vuelta al apartamento, llegamos a otro semáforo en rojo y en una parada de autobús hay cinco punkies mexicanos que llevan camisetas con cruces negras y calaveras de color azufre pintadas en ellas y nos miran a los dos, que vamos en el BMW descapotable de Christie, y yo les devuelvo la mirada y una vez en el apartamento nos ponemos a follar y Martin nos mira parte del tiempo.
Esta noche Martin dice algo sobre un club nuevo que abrieron en Melrose, conque vamos a Melrose en el descapotable de Martin, que Nina Metro le regaló por Halloween, y Martin conoce al dueño del club y entramos gratis sin problemas. Dentro hay mucha animación, la gente baila, ponen todo el tiempo un vídeo con la escena de la ducha de Psicosis en las pantallas de encima de la barra y esnifamos algo de coca en el cuarto de baño y conozco a una chica que se llama China que me dice que me parezco a Billy Idol, sólo que en más alto, y me doy de nances contra Spin.
—Oye, ¿qué ha sido de ti? — pregunta, gritando por encima de la música, mientras mira cómo apuñalan una y otra vez a Janet Leigh.
—En Las Vegas —le digo—. Brasil. Dentro de un tornado.
—¿Sí? ¿Tienes algo? — pregunta.
—Claro. Lo que quieras —le digo.
—¿Sí? — dice, alejándose—. Tengo que hablar con China. Creo que Madonna está aquí.
—¿Madonna? — le pregunto—. ¿Dónde?
No me oye.
—Estupendo. Te llamaré el viernes. Iremos a Spago
—Yo no tengo prisa —digo yo.
Me despido con la mano y termino bailando con Martín y dos chicas rubias a las que conoce, que trabajan en RCA, y luego volvemos todos al apartamento de Wilshire y nos colocamos de verdad y nos turnamos con tres chicos que estudian en un instituto que conocimos afuera, esperando en un aparcamiento, al otro lado de la calle del club de Melrose.
Voy en coche al Beverly Center y ando por allí, mirando las tiendas de ropa, hojeando las revistas de las librerías, y hacia las seis me siento en un restaurante desierto del piso más alto del centro comercial y pido un vaso de leche y unas pastas, que no como, sin saber por qué las pedí. A las siete, después de que hayan cerrado la mayoría de las tiendas, decido ir a una de las películas de uno de los catorce minicines del piso más alto del centro comercial, no demasiado lejos de donde estoy sentado. Saco la entrada y compro unos gofres y me siento en una de las pequeñas salas y veo una película, aturdido. Cuando se termina la película decido volver a ver la primera parte porque no me acuerdo de lo que pasó antes de que empezara a prestar atención. Después de ver nuevamente los primeros cuarenta minutos voy a un cine parecido pero más pequeño, sin importarme que me pueda ver alguno de los acomodadores, y me quedo sentado allí a oscuras, respirando lentamente. Hacia las doce de la noche estoy casi seguro de que he estado en todos los cines durante cierto tiempo, de modo que me marcho. Llego a la puerta por donde entré y la encuentro cerrada con candado y doy la vuelta y me dirijo al otro extremo del centro comercial y también encuentro cerrada la salida. Voy al segundo piso y encuentro cerradas con candado las dos salidas. Bajo por las escaleras mecánicas, que no funcionan, hasta el primer piso y llego a un extremo del centro comercial y lo encuentro cerrado. Pero encuentro el otro extremo abierto y salgo y me dirijo adonde he aparcado el coche y me subo al Porsche y pongo la radio.
Estoy esperando solo en un semáforo de la esquina de Beverly con Doheny, y pongo la radio más alta. Un chico negro sale corriendo del aparcamiento del supermercado Hughes de la esquina de Beverly y pasa junto a mi coche. Le siguen dos dependientes de la tienda y un guardia de seguridad. El chico tira algo a la calle y se pierde en la oscuridad de West Hollywood, seguido por los tres hombres. Me quedo sentado dentro del Porsche, muy quieto, mientras el semáforo se pone verde, y pasa un espinardo rodante. Me apeo del coche, con cuidado, y me dirijo al cruce y miro qué es lo que ha dejado caer el chico. No vienen coches por ninguna de las cuatro calles que se cruzan aquí y tampoco se oye nada, a no ser el zumbido de las luces fluorescentes de la calle y los Plimsouls que suenan en la radio y recojo lo que ha dejado caer el chico. Es un paquete de solomillo y lo examino atentamente bajo la luz de un neón. Veo que algo del jugo se ha salido del plástico que lo envuelve y se me desliza por el brazo hacia la muñeca, manchando el puño de la camisa blanca de Commes des Garçons que llevo puesta. Vuelvo a dejar el trozo de carne en el suelo, con cuidado, me limpio la mano en la culera de los pantalones vaqueros, luego me subo al coche. Bajo el volumen de la radio y el semáforo se vuelve a poner verde y llego a otro que está en amarillo, y ahora en rojo, y apago la radio y pongo una cinta y conduzco de vuelta a mi apartamento de Wilshire.
10
LOS SECRETOS DEL VERANO
Estoy en Powertools tratando de ligarme a una puta del Valley, una rubia con una pinta cojonuda, y ella parece decidida pero no ha bebido bastante, sólo hace como si estuviera borracha, pero va a por mí, como hacen todas, y dice que tiene veinte años.
—Vaya, vaya —le digo—. Muy bien. Pareces joven de verdad. — Aunque sé que no puede tener más de dieciséis años, puede que incluso quince si Júnior está trabajando a la puerta esta noche, y que es muy excitante si uno considera lo que podría pasar—. Me gustan las jóvenes —le digo—. No demasiado jóvenes. ¿De diez años? ¿De once? Para nada. Pero ¿de quince? — digo—. Oye, sí, está muy bien. Podría terminar en la cárcel, pero ¿qué más da?
Ella se limita a mirarme sin expresión, como si no hubiera oído ni una palabra, luego se retoca los labios en el espejito de una polvera y me mira un poco más, me pregunta lo que significa la palabra «invisible».
Estoy completamente empeñado en llevarme a esta puta a mi casa de Encino y casi me empalmo mientras la espero cuando va al servicio de señoras y les dice a sus amigas que se marcha con el chico más guapo del local mientras yo sigo en la barra tomando vino tinto espumoso casi totalmente empalmado.
—¿Cómo se llama esto? — le pregunto al barman, un tipo de buen aspecto de mi edad, señalando la copa.
—Vino tinto espumoso —dice él.
—No me quiero emborrachar mucho —le digo mientras sirve otra ronda a un grupo de estudiantes—. Nada de eso. Esta noche no.
Me vuelvo y miro a toda esa gente que baila en la pista y creo que me he follado a la disc—jockey hace como un millón de años pero no estoy seguro y ha puesto una tremenda canción de rap negro y yo siento hambre y me quiero largar y entonces llega la chica, lista para que nos vayamos.
—Es el Porsche color antracita —le digo al aparcacoches y la chica queda impresionada—. Va a ser estupendo —digo—. Estoy muy salido —le digo, pero tratando de no parecer demasiado ansioso.
La chica pone una cinta de Bowie mientras nos dirigimos en coche hacia el Valley. Le cuento un chiste de etíopes.
—¿Qué es un etíope con semillas de sésamo en la cabeza?
—¿Qué es un etíope? — pregunta ella.
—Una hamburguesa de un cuarto de libra —digo—. Es que me parto de risa, de verdad.
Llegamos a Encino. Abro la puerta del garaje con el mando a distancia.
—Uau —dice ella—. Tienes una casa muy grande. — Y luego—: ¿Me llevarás a casa después?
—Sí, claro que sí —digo yo, abriendo una botella de fumé blanco—. Algunas chicas son estúpidas pero eso me gusta cuando folio.
Entramos en el dormitorio y la chica se pregunta dónde están los muebles.
—¿Dónde están los muebles? — se queja.
—Me los comí. Cierra la boca, ponte un esterilete y túmbate —murmuro, señalando hacia el cuarto de baño, y añado—: Luego te daré algo de coca —aunque no le digo qué significa luego, ni siquiera lo insinúo.
—¿Qué quieres decir? ¿Un esterilete?
—No querrás quedarte embarazada, ¿verdad? Terminarías pariendo algún espanto. Un monstruo. Una especie de bestia. ¿Eso es lo que quieres? — pregunto—. Dios santo, hasta el que te practicara el aborto perdería la cabeza.
La chica mira la cama y luego me mira a mí y luego trata de abrir la puerta de la otra habitación.
—Nada de eso. — Se lo impido—. Esa habitación no. — La empujo hacia la puerta del cuarto de baño. Ella me mira, haciendo como que está borracha, luego entra, cierra la puerta. De hecho la oigo tirarse un pedo.
Apago las luces y, con un Bic, enciendo las velas que compré ayer por la noche en la Pottery Barn. Me quito la ropa, tocándome, ya empalmado, me tumbo en la cama, esperando, muerto de hambre.
—Ven de una vez. Ven.
Se oye la cisterna del retrete, la chica utiliza el bidé y sale, con los zapatos en la mano, y parece sorprendida al encontrarme tumbado en la cama con una erección gigante, pero hace como si nada. No le apetece hacerlo, pero sabe que ya es demasiado tarde y eso me excita más y suelto unas risitas y ella se quita a ropa, preguntando:
—¿Dónde está la coca? ¿Dónde está la coca?
—Después, después —le digo, y la atraigo hacia mí.
A ella en realidad no le apetece follar de modo que trata de chupármela y yo dejo que lo haga durante un rato aunque no sienta nada, con que luego me pongo a follármela a fondo, mirándola a la cara cuando me corro, como siempre, y ella pierde la cabeza cuando ve mis ojos, negros y brillantes y ve los terribles dientes, la boca desgarradora (lo que Dirk piensa que parece «el ano de un pulpo»), y me desgañito encima de ella, el colchón debajo de nosotros se empapa con su sangre y ella también se pone a gritar y entonces le pego con fuerza, dándole puñetazos en la cara hasta que queda sin sentido y la llevo fuera, hasta la piscina, y junto a la luz que llega de debajo del agua y la Luna, esta noche, en Encino, le chupo la sangre.
Me reúno con Miranda en el Ivy de Robertson para cenar a última hora y ella tiene una pinta, dicho con sus propias palabras, «absolutamente fabulosa». Miranda es «cuarentona», lleva el pelo negro peinado liso hacia atrás, una mecha blanca cayéndole a un lado, un cutis moreno pálido, y unos pómulos altos y marcados, dientes del color del relámpago, y lleva puesto un original vestido de terciopelo de Lagerfeld, de Bergdorf Goodman, que compró cuando estuvo en Nueva York la semana pasada a pujar en Sotheby's por una botella de agua que al final subió a un millón de dólares y a asistir a una fiesta privada con objeto de recoger fondos para George Bush, que, según Miranda, está «arrasando».
—Aunque seas mayor que yo, unos veinte años o así, siempre pareces increíblemente joven —le digo—. Eres sin ninguna duda una de mis personas favoritas de Los Ángeles.
Esta noche estamos en el patio y hace calor y hablamos tranquilamente de que a Donald le utilizan de un modo bastante promiscuo en una serie de fotos sobre trajes de lino del número de agosto de GQ y que si uno mira con mucho cuidado al modelo que está junto a él se distinguen cuatro pequeños puntitos rojos en su cuello bronceado, en los que no se fijó el maquillador.
—Donald es perverso de verdad —dice Miranda.
Estoy de acuerdo y pregunto:
—¿Qué es algo superfluo? Chocolatinas de menta para etíopes después de cenar.
Miranda se ríe y dice que yo también soy perverso y se echa hacia atrás en su asiento, dando un sorbo a mi Stoli con lima, encantada.
—Oh, mira, ahí está Walter —dice Miranda, incorporándose un poco—. Walter, Walter —le llama, agitando la mano.
Yo desprecio a Walter —cincuentón, maricona, agente de ICM—, cuyo mayor logro, en algunos círculos, es que les chupó la sangre a todos los actores del Grupo de los Mocosos excepto a Emilio Estévez, que me dijo una noche en On the Rox que a él no le interesaba «lo de Drácula y mierdas así». Walter avanza hasta nuestra mesa, con un esmoquin de Versace absolutamente hortera, y habla del estreno de Paramount de esta noche y de que la película recaudará 110 millones de dólares sólo en el país y que se ligó a una de las estrellas de la película aunque la película sea una mierda, y coquetea sin ninguna vergüenza conmigo y yo no quedo nada impresionado. Se larga.
—Valiente mierdoso, un maricón total —murmuro yo... y luego sólo quedamos Miranda y yo.
—Cuéntame lo que has estado leyendo últimamente, cariño —pregunta ella, después de que nos traen unos filetes Nueva York muy poco hechos, sanguinolentos y au jus, y les hacemos los honores—. A propósito, esto es... —echa hacia atrás la cabeza, masticando— delicioso. — Y luego—: Oh, pero qué dolor de cabeza.
—A Tolstoi —miento—. Nunca leo. Es aburrido. ¿Y tú?
—Yo adoro absolutamente a Jackie Collins. Una porquería maravillosa —dice ella, mientras mastica, y una línea oscura de jugo se le desliza por la pálida barbilla cuando toma dos Advil, que traga con un poco de au jus. Se limpia la barbilla y sonríe, pestañeando con rapidez.
—¿Cómo está Marsha? — digo, dando un sorbo de vino tinto espumoso.
—Todavía está en Malibú con... —y ahora Miranda baja la voz y menciona a uno de los Beach Boys.
—No puede ser, colega —exclamo yo, riéndome.
—¿Iba a mentirte a ti, cariño? — dice Miranda, abriendo mucho los ojos, pasándose la lengua por los labios.
—A Marsha durante mucho tiempo sólo le interesaban los animales, ¿verdad? — pregunto—. ¿Vacas? Caballos, pájaros, perros, ¿verdad?
—¿Qué opinas tú del control de la población de coyotes del verano pasado? — pregunta Miranda.
—Ya me han hablado de ello —murmuro.
—Cariño, debería ir a Calabasas, a los establos, y chuparle toda la sangre a un jodido caballo en sólo media hora —dice Miranda—. Quiero decir, mierda, cariño, las cosas llevan un tiempo siendo totalmente absurdas.
—Personalmente no soporto la sangre de caballo —digo yo—. Es como demasiado líquida, demasiado dulce. Aparte de eso, soy capaz de hacérmelo con cualquiera, pero sólo cuando me siento deprimido.
—El único animal al que no puedo soportar es el gato —dice Miranda, masticando—. Y eso porque muchos de ellos tienen leucemia y montones de otras enfermedades espantosas.
—Unas criaturas asquerosas. — Me estremezco.
Pedimos otras copas y compartimos otro filete antes de que cierren la cocina y luego Miranda me confía que la otra noche casi se dedica a hacer sexo en grupo en casa de Tuesday con varios estudiantes de la USC.
—Me dejas de piedra, Miranda —digo—. ¿Cómo puedes ser tan mala? — Tomo lo que queda del vino espumoso, que esta noche tiene demasiadas burbujas.
—Cariño, créeme, fue una especie de accidente. Una fiesta. Muchos jóvenes atractivos. — Guiña el ojo, pasando el dedo por una copa de Moët—. Estoy segura de que puedes imaginar lo que pasó.
—Eres perversa de verdad —le digo, soltando una risita—. ¿Cómo conseguiste salir del... embrollo?
—¿Qué crees tú que hice? — dice ella, burlonamente, terminando el resto de champán—. Les chupé todo lo que tenían vivo. — Pasea la vista por el patio casi vacío, despide con la mano a Walter cuando éste se sube a su limusina con una chica con pinta de colegiala de seis años, y Miranda dice, en voz bastante baja—: Semen y sangre son una combinación deliciosa, y ¿sabes qué?
—Estoy fascinado.
—A esos absurdos chicos de la USC les encantó mucho. — Miranda se ríe, echando la cabeza hacia atrás—. Volvieron a hacer cola y, claro, me gustó mucho volverles a satisfacer y todos se desmayaron. — Se ríe con más ganas y yo también me río y luego ella se interrumpe, mirando el helicóptero que cruza el cielo y que despide un cono de luz—. El que me gustaba entró en coma. — Mira tristemente hacia Robertson, donde hay un espinardo rodante pequeño con el que los aparcacoches juegan al fútbol—. Se le partió el cuello.
—No te pongas triste —digo yo—. Ha sido una velada deliciosa.
—Vamos a ver una película porno barata a la sesión de medianoche de Westwood —sugiere ella, con los ojos que le brillan ante su propia sugerencia.
Vamos al cine después de cenar, pero antes compramos dos enormes filetes crudos en un Westward Ho y los comemos en la primera fila y yo coqueteo con una pareja de estudiantes, una de las cuales me pregunta dónde compré el chaleco, con la carne colgándome de la boca, y Miranda ha comprado incluso servilletas de papel.
—Te adoro —le digo, una vez que empieza la película—. Porque has tenido la idea perfecta.
Estoy en otro club, Rampage (pero hay que pronunciarlo en francés) y encuentro a una puta del Valley con falsa pinta de cachonda que parece retrasada y estúpida de verdad, como si estuviera completamente pasada o borracha o algo pero tiene tetas grandes y un buen cuerpo, no demasiado, puede que un poco delgado, y su vacuidad me excita.
—Normalmente no me gustan las chicas delgadas —le digo—. Pero tú eres estupenda.
—¿Es que las chicas delgadas no la chupan bien? — pregunta ella.
—Oye... eso está muy bien —le digo.
—¿Tú crees? — pregunta ella, tranquila, como sin ganas.
Subimos a mi coche y nos dirigimos al Valley, a Encino. Le cuento un chiste.
—¿Qué es un etíope con un turbante?
—¿Es un chiste?
—Un alfiler —digo—. Es que me parto de risa. Aunque debes admitir que es una barbaridad.
La chica está demasiado pasada para reaccionar ante el chiste pero se las arregla para preguntar:
—¿No vive por aquí Michael Jackson?
—Sí —digo yo—. Es vecino mío.
—Estoy impresionada de verdad —dice ella, la muy ingrata.
—Sólo fui a una fiesta después de la gira Victory y fue una mierda de verdad —le digo—. Y de todos modos, odio a los negros.
—No es precisamente lo más agradable que podrías decir.
—Muy amable —gruño.
Una vez en mi habitación follamos salvajemente y cuando se empieza a correr empiezo a chuparle y morderle la piel del cuello, jadeando, babeando, y encuentro la yugular con la lengua y me pongo a chuparle la sangre y ella se ríe y gime y se corre con más intensidad y tengo la boca llena de sangre que salpica el techo, y entonces empieza a pasar algo raro y me noto cansado de verdad y con náuseas y tengo que quitarme de encima de ella y entonces me doy cuenta de que la chica no está borracha ni ha fumado maría sino que ha tomado algo, como ahora dice ella:
—... las jodidas drogas.
—¿Éxtasis? ¿LSD? ¿Caballo? — apunto.
La chica sigue tumbada en silencio.
—Oh, Dios santo, no —digo, dándome cuenta—. Es heroína —protesto—. Mierda. Ahora me está pegando a mí.
Me dejo caer al suelo, desnudo, me duele mucho la cabeza, este jodido veneno se me agarra al estómago, y voy a cuatro patas hacia el cuarto de baño, y esta jodida puta drogada que ha salido de su sopor, anda a cuatro patas a mi lado, chillando:
—Vamos a jugar vamos a jugar vamos a jugar a que tú eres un vaquero y yo una mujer india, ¿lo entiendes?
Yo le suelto un gruñido, tratando de asustarla, le enseño los dientes, las encías, mi espantosa boca, mis ojos negros, sin párpados. Pero ella no pierde la cabeza, sólo se ríe, totalmente colocada. Por fin llego al retrete y vomito su sangre y luego me desmayo con la puerta cerrada, en el suelo. Me despierto a la noche siguiente, fuera de combate, con sangre seca de la chica por la cara y el cuello y el pecho. Me la limpio con una larga ducha caliente y una esponja y luego paso al dormitorio. Sobre la cama, escrito en un sobre de cerillas de California Pizza Kitchen, está el nombre de la chica y un número de teléfono y debajo de eso: «Fue algo tremendo.» Voy a la otra habitación, tomo unos Valium, abro mi ataúd y duermo una pequeña siesta.
Me despierto más tarde, inquieto, todavía un poco débil, contento con el nuevo ataúd guateado que me hizo ese tipo de Burbank: con FM, casete, despertador digital, sábanas de Perry Ellis, teléfono, un pequeño televisor en color con vídeo incorporado y cadenas por cable (MTV, HBO). Elvira es la mujer de aspecto más cachondo de la tele y presenta ese programa sobre películas de terror los domingos por la noche que es mi programa favorito y me gustaría conocer a Elvira y a lo mejor algún día la conozco.
Me levanto, tomo las vitaminas, hago ejercicio con pesas mientras oigo un CD de Madonna, tomo una ducha, me examino el pelo, rubio y abundante, y se me ocurre que debería llamar a Attila, mi peluquero, y concertar una cita para mañana por la tarde y luego llamo y le dejo un mensaje. Ha venido la asistenta y ha limpiado, que es lo que debe hacer, y le he especificado que si alguna vez intenta abrir mi ataúd cogeré a sus dos hijos pequeños y los convertiré en tostadas humanas con lechuga y salsa y me los comeré, muchas gracias. Me visto: Levi's, mocasines sin calcetines, una camiseta blanca de Maxfield's, un chaleco Armani.
Voy en coche al Sun 'n' Fun, un salón de rayos UVA abierto las veinticuatro horas, en Woodman, y me doy una sesión de diez minutos, luego me dirijo a Hollywood puede que a ver a Dirk, que se dedica fundamentalmente a los chicos guapos, a los chaperos de Santa Mónica, en bares y gimnasios. Le gustan las sierras mecánicas, que están muy bien si tienes un sitio insonorizado como lo tiene Dirk. Paso junto a un callejón, cuatro aparcamientos, un 7—Eleven, numerosos coches de la policía.
Es una noche cálida y llevo el techo abierto y la radio muy alta. Me detengo en Tower Records y compro un par de cintas, luego entro en el Hughes que está abierto las veinticuatro horas en la esquina de Beverly con Doheny y compro muchos filetes por si la semana que viene no me apetece salir porque la carne cruda está bien aunque el jugo sea demasiado líquido y no lo bastante salado. La chica gorda de la caja coquetea conmigo mientras relleno un cheque de setecientos cuarenta dólares, sólo he comprado solomillo. Paso por un par de clubs, locales donde entro gratis o conozco a los porteros, echo un ojo al ambiente, luego ando un poco más en coche. Pienso en la chica que me ligué en Powertools, en el modo en que la llevé en coche a una parada de autobús de Ventura Boulevard, y la dejé allí, esperando que no se acuerde. Paso en coche delante de una tienda de artículos deportivos y pienso en lo que le pasó a Roderick y me estremezco, siento náuseas. Pero tomo un Valium y enseguida me siento bastante bien, y paso delante del mural de Sunset que dice DESAPAREZCA AQUÍ y en un semáforo en rojo en el que estamos parados les guiño el ojo a dos chicas rubias, las dos con walkman, que van en un 450SL descapotable, y les sonrío y ellas sueltan unas risitas y yo me pongo a seguirlas por Sunset, pensando en detenerme y a lo mejor tomar un sushi con ellas, y estoy a punto de proponerles que se detengan cuando de repente veo aparecer ese rótulo del drugstore Thrifty, con la enorme t minúscula de neón azul que se enciende y se apaga, por encima de edificios y murales, y la Luna está muy baja, justo encima, y me voy acercando a ella, y me siento débil y hago un giro totalmente ilegal cambiando de sentido y todavía me siento como enfermo pero algo mejor cuanto más me alejo de la Luna, con el espejo retrovisor bajado, y me dirijo a casa de Dirk.
Dirk vive en una casa enorme de viejo estilo español que construyeron hace mucho tiempo en las colinas; entro por la puerta de atrás y me dirijo a la cocina. Oigo la tele atronando arriba. Hay dos sierras para metal en un fregadero lleno de agua color rosa y unas cervezas y sonrío para mí mismo, hambriento. Siempre que oigo en las noticias que encontraron muerto cerca de la playa a un joven, o a parte de su cuerpo, un brazo o una pierna o un torso, metido en una bolsa cerca del paso subterráneo de la autopista, tengo que susurrarme «Dirk». Saco dos Coronitas de la nevera y subo a su habitación, que tiene la puerta abierta y está a oscuras. Dirk está sentado en el sofá, con una camiseta de PHIL COLLINS y vaqueros, un sombrero en la cabeza y hecho un brazo de mar, viendo Chicos malos en el vídeo, liando un canuto y con aspecto de estar ahíto; una toalla ensangrentada en el rincón.
—Hola, Dirk —digo.
—Hola, colega. — Se vuelve.
—¿Pasa algo?
—Nada. ¿Y a ti?
—Se me ocurrió pasar por aquí, a ver cómo van las cosas. — Le tiendo una de las Coronitas. La abre. Me siento a su lado, abro la mía, tiro la chapa encima de la toalla ensangrentada, debajo de un poster de las Go—Go's y de un estéreo nuevo. Un montón de huesos mancha el fieltro de una mesa de billar, debajo de ella hay un revoltijo de calzoncillos mojados, salpicados con puntos violeta y negros y rojos.
—Gracias, tío. — Dirk toma un trago—. Oye... —sonríe—, ¿qué es algo marrón y lleno de telas de araña?
—El ojo del culo de un etíope —digo yo.
—Muy bien. — Intercambiamos una palmada.
En el patio, una bolsa con carne, pesada debido a la sangre, cuelga de una viga de madera y las moscas revolotean alrededor, y cuando gotea se dispersan y luego se vuelven a agrupar. Debajo han puesto luces de Navidad en torno a un gran espinardo rodante. Un murciélago rubio bate las alas, y se pone cómodo en las vigas de encima de la bolsa de carne y las moscas.
—¿Quién es? — pregunto.
—Es Andre.
—Hola, Andre. — Le saludo con la mano.
El murciélago contesta con un chillido.
—Andre tiene resaca —Dirk bosteza.
—Las drogas.
—Es que cuesta mucho tiempo sacarle a alguien el cráneo por la boca —dice Dirk.
—Eso parece. — Asiento con la cabeza—. ¿Tienes alka—seltzer?
—¿Quieres?
—Bonito tucán —digo, fijándome en un pájaro comatoso metido en una jaula que cuelga cerca de las puertas que llevan a la terraza—. ¿Cómo se llama?
—Bok Choy —dice Dirk—. Oye, si vas a por ese alka—seltzer prepárame una mimosa, ¿quieres?
—Dios santo —susurro—. La de cosas que ha visto este tucán.
—El tucán no se entera —dice Dirk.
Hay bolsas para cuerpos junto al Jacuzzi, unas velas encendidas rodean el agua humeante, un recuerdo de los parientes que no estarán tan angustiados como deberían estar, una prueba que no pasarán.
Bajo la escalera, encuentro el alka—seltzer, le preparo una mimosa a Dirk, luego vemos una película, tomamos más cerveza, hojeamos unos ejemplares de GQ, Vanity Fair, True Life Atrocities, fumamos hash, y es entonces cuando huelo la sangre, un olor procedente de la habitación de al lado.
—Creo que tengo síndrome de carencia —digo—. Creo que me voy a volver loco.
Dirk rebobina la película y empezamos a verla otra vez. Pero no consigo concentrarme. Pegan sin parar a Sean Penn y yo cada vez tengo más hambre pero no digo nada y luego termina la película y Dirk cambia al canal de la HBO, donde ponen Chicos malos, de modo que nos ponemos a verla otra vez y fumamos algo más de hash y por fin me tengo que levantar y paseo por la habitación.
—Marsha está con uno de los Beach Boys —dice Dirk—. Me llamó Walter.
—Sí —digo yo—. Estuve cenando con Miranda en el Ivy la otra noche. ¿No te parece increíble?
—Es fabuloso. Y lo entiendo. — Se encoge de hombros—. No he llamado a Marsha desde... —Se interrumpe, piensa en algo, dice, dubitativo—: Desde lo de Roderick. — Cambia de canal, luego vuelve al mismo.
Ya nadie menciona demasiado a Roderick. El año pasado, al parecer, Marsha y Dirk iban a cenar con Roderick a Chinois y cuando se pasaron por su casa de Brentwood encontraron en el fondo de la piscina vacía de Roderick un estaca de madera (que en realidad era un bate de béisbol Wilson 5 que alguien había afilado toscamente), en el cemento cerca del desagüe, que estaba todo arañado (Roderick presumía de sus garras, en las que se hacía la manicura), y arena gris—negruzca y polvo y montones de ceniza estaban esparcidos en una esquina. Marsha y Dirk habían cogido la estaca, que estaba impregnada de salsa de ajo Lawry, y la quemaron en la casa vacía de Roderick y nadie ha visto a Roderick desde entonces.
—Lo siento, tío —dice Dirk—. Eso me mete el miedo en el cuerpo.
—Venga, colega, no hablemos de eso —digo yo.
—Como quiera, profesor. — Dirk imita a Félix el Gato, se pone sus Wayfarer y sonríe.
Ahora paseo por la habitación a oscuras, llegan gritos procedentes de la tele, avanzo hacia la puerta, el olor es rico y muy intenso, y respiro nuevamente a fondo y es dulce también y decididamente masculino. Espero que él me ofrezca algo pero no quiero comportarme como un ansioso y me apoyo en la pared y Dirk habla de conseguir unas cervezas en Cedars y yo avanzo hacia la puerta, pasando por encima de la toalla empapada de sangre, tratando de abrirla como quien no quiere la cosa.
—No abras esa puerta, colega —dice Dirk, en voz baja, con las gafas de sol todavía puestas—. No entres ahí.
Aparto la mano muy deprisa, me la meto en el bolsillo, haciendo como si nunca hubiera intentado abrir la puerta, silbo una canción de Billy Idol que no me puedo quitar de la cabeza.
—No iba a entrar ahí, colega. Tranquilo.
Dirk asiente lentamente, se quita el sombrero, cambia a otro canal, luego de nuevo a Chicos malos. Suspira y se quita algo de una de sus botas de vaquero.
—Todavía no está muerto.
—No, no, si lo entiendo, colega —le digo—. No te preocupes.
Bajo la escalera, traigo más cervezas, y fumamos más hash, contamos más chistes, uno sobre un oso koala y otro sobre negros, otro sobre un accidente de aviación, y luego vemos el resto de la película, prácticamente sin hablar, con largas pausas entre las frases, incluso entre las palabras, salen los títulos de crédito y Dirk se quita las gafas de sol, luego se las vuelve a poner, y yo estoy muy colocado. Él me mira y dice:
—Ally Sheedy queda muy guapo cuando le pegan —y luego ahí fuera, como en un rito, empieza una tormenta.
Estoy en Phases, en Studio City, y se hace tarde y estoy con una chica de pelo rubio largo que puede que tenga veinte años a la que vi por primera vez bailando Material Girl con un idiota y está aburrida y está conmigo y yo estoy aburrido y quiero irme de aquí y terminamos nuestras copas y vamos a mi coche y nos subimos y yo estoy algo borracho y no enciendo la radio y el coche está en silencio cuando la chica baja su ventanilla y Ventura está tan desierto que todo sigue en silencio, si se exceptúa el aire acondicionado, y ella no dice ni palabra sobre lo bonito que es mi coche y finalmente le pregunto a la muy puta, mientras abro tontamente el techo para impresionarla, al acercarnos a Encino:
—¿Cuántos etíopes entran en un Volkswagen? — y saco un Marlboro de mi chaqueta, empujo el encendedor, sonriendo.
—Todos —dice ella.
Detengo el coche en el arcén de la carretera, los neumáticos chirrían, y paro el motor. Quedo allí sentado, esperando. De algún modo se ha encendido la radio y suena una canción pero no sé de qué canción se trata y salta el encendedor. Me tiembla la mano y miro fijamente a la chica, apartándome, con el pitillo todavía en la mano. Creo que pregunta qué pasa pero yo ni siquiera la oigo y trato de calmarme y estoy a punto de seguir hacia Ventura pero entonces tengo que parar y mirar una vez más a la chica que, aburrida, pregunta que qué estoy haciendo y yo la sigo mirando y luego, muy despacio, con el pitillo todavía en la mano, vuelvo a empujar el encendedor, espero hasta que se calienta, salta, enciendo el pitillo, suelto el humo mirándola, me aparto, y luego le pregunto con mucha tranquilidad, desconfiadamente, puede que un poco confuso.
—Vale —respiro a fondo—. ¿Cuántos etíopes entran en un Volkswagen? — No respiro hasta que la oigo contestar. Me fijo en un espinardo rodante que sale de algún sitio y oigo que roza el parachoques del Porsche.
—Ya te dije que todos —dice la chica—. ¿Vamos a tu casa o qué?
Me recuesto en el asiento, fumo un poco más, y pregunto:
—¿Cuántos años tienes?
—Veinte.
—No. De verdad —digo yo—. Venga. Quedará entre nosotros. Y ahora estamos solos. No soy policía. Dime la verdad. No tendrás el menor problema si me dices la verdad.
Piensa en ello, luego pregunta:
—¿Me darás un gramo?
—Medio.
Enciende un canuto que confundo con un pitillo y dirige el humo hacia el techo y dice:
—Vale. Tengo catorce. Tengo catorce. ¿Qué te parece? — Me ofrece el canuto.
—No —digo, sin cogerlo.
La chica se encoge de hombros.
—Sí —dice. Otra calada.
—No —vuelvo a decir yo.
—Sí. Tengo catorce. Celebré mi bar—mitzvah en el Beverly Hills Hotel y fue terrible y cumpliré quince en octubre —dice, aspirando humo.
—¿Cómo te las arreglaste para entrar en el club?
—Con un carné de identidad falso. — Busca en su bolso.
—¿Confundes Hello Kitty con Louis Vuitton? — murmuro en voz alta, agarrando su bolso y oliéndolo.
Ella me enseña el falso carné de identidad.
—Adivina quién lo hizo, genio.
—¿Cómo sé yo que es falso? — pregunto—. ¿Cómo sé yo que no me estás engañando?
—Examínalo con cuidado. Sí. Nací hace veinte años, en 1964, muy bien. — Se ríe.
Se lo devuelvo.
Luego vuelvo a arrancar el coche y mirándola todavía enfilo Ventura Boulevard y me dirijo hacia la oscuridad de Encino.
—Todos. — Me estremezco—. Fiú.
—¿Dónde está mi gramo? — pregunta ella entonces—. Oh, mira, rebajas en Robinson's.
Enciendo otro pitillo.
—Normalmente no fumo —le digo—. Pero tú me afectas de un modo raro.
—No deberías fumar. — Bosteza—. Esas cosas matan. Por lo menos eso es lo que siempre decía mi odiosa madre.
—¿La mataron los pitillos a ella? — pregunto.
—No, la degolló un maniaco —dice—. No fumaba. — Pausa—. Me han criado unos mexicanos. — Otra pausa—. Deja que te diga una cosa, no lo estoy pasando demasiado bien.
—¿No? — Sonrío macabramente—. ¿Crees que me van a matar los pitillos?
Da otra calada a su canuto y lo termina y entro en mi garaje y luego nos dirigimos al dormitorio y todo se acelera, está claro adonde lleva la noche, y ella examina la casa y pide un vodka doble con hielo. Le digo que hay cerveza en la nevera y que, joder, la coja ella misma. Suelta una especie de silbido y se dirige a la cocina, murmurando:
—Dios santo, mi padre era más educado.
—No puedes tener catorce años —digo yo—. Para nada. — Me quito la corbata y la chaqueta, y de una patada tiro los mocasines.
La chica vuelve con una Coronita en una mano y un canuto nuevo en la otra. Va demasiado maquillada y lleva unos espantosos pantalones vaqueros blancos Guess, pero tiene pinta de artificial, como la mayoría de las chicas.
—Jodida y desgraciada puta —murmuro.
Me tumbo en la cama, boca arriba, y apoyo la cabeza en unas almohadas, la miro, acomodándome.
—¿No tienes muebles? — pregunta.
—Tengo una nevera. Tengo esta cama —le digo, pasando las manos por las sábanas de diseño.
—Sí. Es cierto. Chico, has dado en el clavo. — Se mueve por la habitación, luego se dirige a la puerta del fondo y trata de abrirla, pero tiene la llave echada.
—¿Qué hay ahí? — pregunta, mirando el gráfico horario de amanecer/atardecer para esta semana que recorté del Herald—Examiner y sujeté con cinta adhesiva a la puerta.
—Simplemente otra habitación —le digo.
—Oh. — Me mira, por fin un poco asustada.
Me quito los pantalones, los doblo, los dejo en el suelo.
—¿Por qué tienes tanta, bueno...? — Se interrumpe. No prueba la cerveza. Me mira, confusa.
—¿Tanta qué? — pregunto, desabrochándome la camisa.
—Bueno... tanta carne —dice, mansamente—. Me refiero a que hay mucha carne en la nevera.
—No lo sé —digo yo—. ¿Será porque tengo hambre? ¿Porque me horroriza el pescado? — Dejo la camisa junto a los pantalones—. Coño.
—Oh. — La chica sigue ahí de pie.
No digo más, apoyo la cabeza en la almohada. Me quito lentamente los calzoncillos y le hago un gesto para que se acerque y ella se acerca despacio, desamparada, con la cerveza entera, una rodaja de lima en la parte de arriba, un canuto que se ha apagado. Las pulseras de sus muñecas parece que están hechas con piel.
—Oye, escucha, esto... bueno, esto te va a sonar muy raro —tartamudea ella—. Pero ¿eres...?
Ahora está más cerca, flotando, sin darse cuenta de que sus pies no tocan el suelo. Me levanto, con una tremenda erección a punto de salir disparada delante de mí.
—¿Eres, bueno...? — La chica deja de sonreír—. Bueno, un... —No termina.
—¿Un vampiro? — sugiero yo, sonriendo.
—No... un agente —pregunta, en serio.
Cuando le digo que no, que no soy un agente, se queja y ahora la tengo sujeta por los hombros y la llevo muy despacio, con mucha tranquilidad, al cuarto de baño y mientras la desnudo, arrojando la camiseta de ESPRIT a un lado, encima del bidé, ella no deja de soltar risitas nerviosas, totalmente colocada, y de preguntar:
—¿No te parece raro?
Luego, por fin su joven y perfecto cuerpo está desnudo y me mira a los ojos que tengo completamente empañados, negros y sin fondo, y ella se echa hacia delante, sollozando incrédula, y me toca la cara y yo sonrío y le toco el coño liso y sin pelo y ella dice:
—Ten mucho cuidado. No me dejes marcas, ¿eh?
Y luego yo suelto un grito y salto sobre ella y le abro el cuello y luego la folio y luego juego con su sangre y luego le desgarro el coño, de hecho se lo arranco del cuerpo, y chupo su estómago, intestinos, por la gigante cavidad rojinegra que acabo de formar, arrancando montones de carne, que uso de lubricante para masturbarme y después de eso, en principio, todo está perfecto.
Esta noche conduzco por Ventura camino de la consulta de mi psiquiatra, sobre la colina. Antes esnifé un par de líneas y en el casete atruena Chicos de verano y yo canto al mismo tiempo, saltándome los semáforos, pasando por delante de la Galleria, pasando por delante de Tower Records y la Factory y el cine La Reina, que cerrarán pronto, y paso por delante del nuevo Fatburger y del Nautilus gigante que acaban de abrir. Antes recibí una llamada de Marsha, invitándome a una fiesta en Malibú. Dirk me mandó unas pegatinas de ZZ Top para que las pusiera en la tapa de mi ataúd y yo creo que son demasiado horteras pero de todos modos me quedaré con ellas. Esta noche contemplo a todas estas personas dentro de sus coches y he estado pensando mucho en las bombas nucleares porque he visto un par de pegatinas en los coches protestando contra ellas.
En la consulta del doctor Nova paso un mal rato.
—¿Qué tal estás esta noche, Jamie? — pregunta el doctor Nova—. Pareces... agitado.
—Tengo esas imágenes, tío, no, esas visiones. — Le digo—. Visiones de misiles nucleares que arrasan este sitio.
—¿Qué sitio, Jamie?
—El valle, el valle entero. Todas las chicas pudriéndose. The Galleria es sólo un recuerdo. Desaparece todo. — Pausa—. Todo se evapora. — Pausa—. ¿Es la palabra adecuada?
—Uau —dice el doctor Nova.
—Sí, uau —digo yo, mirando por la ventana.
—¿Y a ti que te pasará? — pregunta.
—¿Por qué? ¿Crees que eso me va a detener? — pregunto a mi vez.
—¿En qué piensas?
—¿Crees que una jodida bomba atómica va a terminar con todo esto? — digo—. Para nada, colega.
—¿Terminar con todo el qué? — pregunta el doctor Nova.
—¿Sobreviviremos a eso?
—¿Quiénes sobreviviremos?
—Nosotros llevamos aquí desde siempre y probablemente nosotros sigamos también aquí para siempre. — Me miro las uñas.
—¿Y qué hacéis vosotros? — pregunta el doctor Nova, casi sin prestar atención.
—Andar por ahí. — Me encojo de hombros—. Volar. Revolotear amenazadoramente sobre ti igual que jodidos cuervos. Imagina el cuervo más grande que hayas visto nunca. Imagínatelo revoloteando amenazadoramente.
—¿Cómo están tus padres, Jamie?
—No lo sé —digo y luego, con la voz convirtiéndose en un grito—: Pero yo llevo una vida tranquila y tú no quieres volver a recetarme Darvocet...
—¿Y qué piensas hacer, Jamie?
Considero mis opciones, luego explico tranquilamente:
—Esperaré —le digo—. Una noche te esperaré en tu dormitorio. O debajo de la mesa de tu restaurante favorito y te mutilaré el pie.
—¿Es eso... una amenaza? — pregunta el doctor Nova.
—O cuando lleves a tu hija al McDonald's —digo—. Yo estaré disfrazado de Ronald McDonald o de Grimace y me la comeré en el aparcamiento mientras tú miras.
—Ya hemos hablado de eso otras veces, Jamie.
—Esperaré en el aparcamiento o en el patio del colegio de tu hija o en un cuarto de baño. Estaré acurrucado en tu cuarto de baño. Seguiré a tu hija a casa desde el colegio y después de joderla bien jodida me esconderé en tu cuarto de baño.
El doctor Nova se limita a mirarme fijamente, aburrido, como si mi comportamiento resultara explicable.
—Yo estaba en la habitación del hospital cuando tu padre murió de cáncer —le digo.
—Ya me lo has contado antes —dice él distraídamente.
—Se estaba pudriendo, doctor Nova —digo—. Yo le vi. Vi cómo se pudría tu padre. Les conté a todos mis amigos que tu padre murió de una gangrena. Que se metió un tampón en el culo y lo dejó allí demasiado tiempo. Murió gritando, doctor Nova.
—¿Has... matado a alguien recientemente, Jamie? — pregunta el doctor Nova, sin mostrarse afectado de modo demasiado visible.
—En una película —digo—. Mentalmente. — Suelto unas risitas.
El doctor Nova suspira, me examina, inseguro.
—¿Qué es lo que quieres?
—Quiero esperarte en el asiento de atrás de tu coche, babeando...
—Ya te he oído, Jamie. — El doctor Nova suspira profundamente.
—Quiero que me vuelvas a recetar Darvocet; si no, esperaré junto a esa encantadora piscina con el fondo negro que tienes una noche cuando salgas a darte un baño, doctor Nova, y te arrancaré las venas y los tendones de tu musculoso muslo. — Ahora estoy de pie, y doy unos pasos.
—Te recetaré el Darvocet, Jamie —dice el doctor Nova—. Pero quiero que me visites de un modo menos irregular.
—Estoy muy tenso —digo yo—. Tú estás tranquilo mientras vienen.
Llena una receta y luego, mientras me la tiende, pregunta:
—¿Por qué debería de tenerte miedo?
—Porque soy un hijoputa fuerte y bronceado y mis dientes están tan afilados que, a su lado, una navaja de afeitar parecería un cuchillo para la mantequilla. — Hago una pausa—. ¿Necesitas alguna razón mejor?
—¿Por qué me amenazas? — pregunta él—. ¿Por qué debería de tenerte miedo?
—Porque voy a ser la última imagen que verás —le digo—. Tenlo en cuenta.
Me dirijo a la puerta, luego me doy la vuelta.
—¿Cuál es el sitio donde te sientes más seguro? — pregunto.
—En un cine vacío —dice el doctor Nova.
—¿Cuál es tu película favorita? — pregunto.
—Vacation, con Chevy Chase y Christie Brinkley.
—¿Cuál es tu cereal favorito?
—Mini Wheat escarchado o algo que lleve salvado.
—¿Cuál es tu anuncio de la tele favorito?
—Aspirina Bayer.
—¿Por quién votaste en las últimas elecciones?
—Por Reagan.
—Define el punto de fuga.
—Defínelo tú. — Está llorando.
—Nosotros ya hemos estado allí —le digo—. Nosotros ya lo hemos visto.
—¿Quiénes sois... vosotros? — Se queda sin respiración.
—Una legión.
11
LA QUINTA RUEDA
—¿Vamos a matar al niño? — pregunta Peter, con aspecto asustado y nervioso, frotándose los brazos, con los ojos muy abiertos, una gran tripa sobresaliendo debajo de una camiseta de BRYAN METRO; está sentado en un destrozado butacón verde delante de la tele, viendo dibujos animados.
Mary está tumbada en el colchón de la otra habitación, espatarrada, completamente pasada, oyendo a Rick Springfield o a otro tonto del culo así en la radio, y yo me siento bastante mal y trato de liar este canuto y hago como que Peter no ha dicho nada, pero vuelve a hacer la pregunta.
—No sé si me lo estás preguntando a mí o a Mary o a uno de esos putos Picapiedra de la puta tele, tío, pero no lo preguntes otra vez —digo.
—¿Vamos a matar al niño? — pregunta.
Dejo de tratar de liar el canuto —los papeles de fumar están demasiado húmedos y se me deshacen entre los dedos— y Mary gime y dice un nombre.
El niño lleva atado en la bañera desde hace algo así como cuatro días y todos estamos un poco nerviosos.
—Estoy perdiendo la calma —dice Peter.
—Dijiste que iba a ser fácil de verdad —digo—. Dijiste que todo iba a ir perfectamente. Que todo saldría bien, tío.
—Pues la jodí. — Se encoge de hombros—. Lo sé. — Aparta la mirada de los dibujos animados—. Y sé que tú lo sabes.
—Mereces una medalla, tío.
—Mary no sabe nada. — Peter suspira—. Esa chica nunca se entera de nada.
—¿Así que sabes que yo sé que se jodió? — pregunto—. ¿Es eso?
Peter empieza a reírse.
—¿Vamos a matar al niño? — Mary se ríe con él y yo me seco las manos mientras los oigo.
Peter se pone en contacto conmigo a través de un traficante para el que yo solía trabajar y éste me llama desde Barstow. Peter está en Barstow con una india que se ligó junto a una máquina tragaperras en Reno. El traficante me da el número de un hotel del desierto y llamo a Peter y él me dice que viene a Los Ángeles y que él y la india necesitan un sitio donde quedarse un par de días. Hace tres años que no veo a Peter, desde que una hoguera que iniciamos quedó sin control. Le susurro, por el teléfono:
—Sé que andas jodido, tío.
Y él dice:
—Sí, claro, déjame que vaya ahí.
—No quiero que hagas esa puta movida que, según creo, vas a hacer —digo con la cara entre las manos—. Quiero que te quedes una noche y te largues.
—¿Quieres saber una cosa? — pregunta.
Yo no digo nada.
—No va a ser como tú piensas —dice.
Peter y Mary, que ni siquiera es india, vienen a Los Ángeles y me encuentran en una casa de Van Nuys hacia las doce de la noche y Peter se acerca y me agarra y dice:
—Tommy, colega, ¿cómo te ha ido, amiguete?
Yo me quedo allí, temblando y digo:
—Hola, Peter.
Está gordo, ciento cuarenta, ciento ochenta kilos, y tiene el pelo largo y rubio y grasiento y lleva una camiseta verde, salsa por toda la cara, señales de pinchazos en los brazos, y me cabreo.
—¿Peter? — pregunto—. Pero ¿qué cojones estás haciendo?
—Oye, oye, tío —dice él—. ¿Qué pasa? Toda va bien. — Tiene los ojos muy abiertos y una mirada rara y me está jodiendo.
—¿Dónde está la chica? — pregunto.
—Fuera, en la furgoneta —dice él.
Espero y Peter no se mueve.
—¿Fuera en la furgoneta? ¿Es eso? — pregunto.
—Sí —dice Peter—. Fuera en la furgoneta.
—Estoy esperando a que te muevas o algo así—digo—. ¿Por qué no vas a traer a la chica?
No hace nada. Se limita a seguir allí.
—¿La chica está en la furgoneta? — pregunto.
—Eso es —dice él.
Me está jodiendo de verdad.
—¿Por qué coño no la traes aquí, gordo de mierda?
Pero no hace nada.
—Mira, tío. — Suspiro—. Vamos a verla.
—¿A quién? — pregunta—. ¿A quién, tío?
—¿A quién crees tú que me refiero?
Por fin dice:
—Ah, claro, a Mary, eso es.
La chica está completamente pasada al fondo de la furgoneta y está bronceada y tiene el pelo largo y rubio, y está delgada por las drogas pero parece de buena disposición y es guapa. La primera noche duerme en el colchón de mi habitación y yo duermo en el sofá y Peter se queda sentado en el butacón viendo los programas de la tele de madrugada y creo que va una o dos veces a por comida pero estoy cansado y jodido e ignoro la situación.
A la mañana siguiente Peter me pide dinero.
—Es mucho dinero —digo yo.
—¿Qué quieres decir con eso? — pregunta él.
—Que has perdido la cabeza —digo—. Que yo no tengo nada de dinero.
—¿Nada? — pregunta. Se echa a reír.
—Lo has entendido perfectamente —señalo.
—Tengo que pagarle a un tipo de aquí.
—Lo siento, colega —digo—. No lo tengo.
No dice mucho más, se limita a volver a la habitación a oscuras con Mary, y yo voy al lavacoches de Reseda donde trabajo cuando no tengo otra cosa mejor que hacer.
Vuelvo a casa después de un día bastante jodido y Peter está en el butacón y Mary todavía sigue en la habitación del fondo oyendo la radio y me fijo en dos zapatos pequeños que hay junto a la mesa de la tele y le pregunto a Peter:
—¿De dónde sacaste esos zapatos tan pequeños, colega?
Peter está muy pasado, con una estúpida mueca de susto en su cara de globo, mirando los dibujos animados, y yo miro atentamente los zapatos y oigo a lo lejos llantos, golpes, una especie de zumbido al otro lado de la puerta del cuarto de baño.
—¿Es una... broma? — le pregunto—. Lo pregunto porque sé lo jodido que eres, colega, y sé que no se trata de una broma, tío, joder.
Abro la puerta del cuarto de baño y veo al niño, blanco, rubio, puede que de diez u once años, que lleva una camisa con un pequeño caballo, vaqueros de diseño descoloridos, y tiene las manos atadas a la espalda con una cuerda y los pies sujetos con otra y Peter ha metido algo en la boca del niño y ha puesto cinta aislante por encima y el niño tiene los ojos abiertos y llora, dando patadas a los costados de la bañera donde le ha metido Peter y cierro de un portazo el cuarto de baño y me pongo a gritarle delante de la cara:
—¿Qué cojones crees que estás haciendo, gilipollas? ¿Qué cojones has hecho, jodido gilipollas?
Peter está mirando tranquilamente la pantalla de la tele.
—Nos proporcionará dinero —murmura, tratando de apartarme.
Yo le aprieto con fuerza sus gordos y fornidos hombros y continúo gritando:
—¿Por qué?
Me domina el pánico y eso hace que levante el puño golpeando a Peter con él en la cara y Peter no se mueve. Se echa a reír, los sonidos que salen de su boca no tienen sentido, no tienen relación con nada de lo que yo haya oído alguna vez.
Le golpeo la cara con fuerza y al cabo de seis puñetazos me agarra el brazo, retorciéndomelo con tanta fuerza que creo que me lo va a partir en dos, y caigo lentamente al suelo, primero una rodilla y después la otra, y Peter sigue retorciéndomelo con más fuerza y ya no sonríe y gruñe, en voz baja y muy despacio, cuatro palabras:
—Cierra... ese... jodido... pico.
Me da un tirón del brazo, retorciéndomelo todavía más, y caigo de espalda, y él me suelta y me quedo allí durante largo rato hasta que por fin me levanto y trato de beber una cerveza y me tumbo en el sofá y me duele el brazo y el niño deja de hacer ruidos al cabo de un tiempo.
Me entero de que el niño iba en monopatín por el aparcamiento de la Galleria y que Peter y Mary le estuvieron siguiendo la pista durante toda la mañana y Peter dice que «nos aseguramos de que no miraba nadie» y Mary (ésta es la parte que más me costó imaginar, porque no consigo entender que la chica se mueva) se acerca al niño cuando éste se ata el cordón de un zapato y Peter abre la puerta trasera de la furgoneta y sencillamente, sin ningún esfuerzo, agarra al niño, lo levanta y con toda tranquilidad lo mete en la parte de atrás de la furgoneta y Mary conduce hasta aquí y Peter me dice que aunque pensó en venderle el niño a un vampiro que conoce, que vive en West Hollywood, prefiere tratar con los padres del niño y que el dinero que consigamos servirá para pagar a un marica que se llama Spin y luego nos iremos a Las Vegas o a Wyoming y quedo tan desconcertado al oír esto que no consigo decir nada y ni siquiera tengo idea de dónde está Wyoming y Peter tiene que enseñarme un mapa de un libro y es un estado rojo que parece muy lejos.
—Las cosas no son así —le digo.
—Tío, el problema que tienes, lo que más te jode, es que siempre estás tenso, tío, no te relajas.
—¿Es cierto eso, tío?
—Te sienta mal. Te sienta muy mal, colega —dice Peter—. Tienes que aprender a dejarte ir, a flotar. A relajarte.
Pasarán tres días y Peter verá dibujos animados y se olvidará del niño que está en la bañera y hará, igual que Mary, como que el niño no existe, y yo intentaré mantener la calma, haciendo como que sé lo que van a hacer, lo que van a conseguir, aunque no tenga ni idea de lo que pasará.
Voy al lavacoches porque me despierto y Peter calentará una cuchara delante de la tele y Mary dará tumbos, delgada y morena, y Peter hará chistes mientras la pica y se picará él y antes de ir al lavacoches fumo costo y veo dibujos animados con Peter y Mary vuelve al colchón y a veces oigo que el niño patalea contra la bañera, completamente aterrado. Ponemos la radio alta, rogando que el chico pare, y meo en el fregadero de la cocina o voy a la estación de servicio Mobil del otro lado de la calle a cagar y no les pregunto a Peter y Mary si le dan de comer al niño. Volveré a casa del lavacoches y veo cajas vacías de Winchell y bolsas de McDonald's pero no sabré si la comida ha sido para ellos o para el niño y el niño se revuelve dentro de la bañera en plena noche e incluso con la radio y la tele puestas se le puede oír, dándote la esperanza de que lo oirá alguien de fuera, pero cuando voy fuera no se oye nada.
—Atiende, tú —dice Peter—. Atiende.
—¿Que atienda a qué cojones?
—A que no se oye nada —dice Peter.
—Estás... mintiendo —digo yo.
—Oye, Mary —grita él—. ¿Tu oyes algo?
—No se lo preguntes, tío —digo—. Está... jodida, tío.
—Por eso tienes que hacer algo —dice él.
—Mierda, tío —protesto yo—. Es todo por culpa tuya, tío.
—¿El que haya venido a Los Ángeles es culpa mía? — pregunta.
—El agarrar a ese niño.
—Por eso tienes que hacer algo.
Al cuarto día Peter se da cuenta de algo.
—No sé qué quieres decir de verdad cuando dices eso —le digo, a punto de llorar, después de que me explique su plan.
—¿Vamos a matar al niño? — repite, pero de hecho ya no es una pregunta.
A la mañana siguiente me levanto tarde y Peter y Mary están en la habitación del fondo totalmente pasados, tirados sobre el colchón, y la tele está encendida y bolas animadas, azules y borrosas y con cara, se persiguen unas a otras con martillos enormes y picos y el sonido está tan bajo que hay que imaginar lo que se dicen unas a otras y cuando estoy en la cocina abro una cerveza y meo en el fregadero y me meto en la boca lo que queda de un Big Mac que está sobre la encimera, masticando, tragando, y me pongo unos pantalones con peto nuevos y estoy a punto de irme cuando veo que la puerta del cuarto de baño está abierta y allí que voy, con cuidado, temiendo que Peter le haya vuelto a hacer algo al niño ayer por la noche, pero al final no consigo mirar, conque me limito a cerrar la puerta rápidamente y me dirijo en coche a Reseda, al lavacoches, porque hace dos noches entré, muy colocado, y el niño estaba boca abajo, con los pantalones enroscados en los tobillos, y tenía el culo manchado de sangre y me marché y la siguiente vez veo que el niño está limpio, vestido, incluso le han peinado, aunque sigue atado y con un calcetín en la boca, aterrado, con los ojos más rojos que los míos.
Llego tarde al lavacoches y un judío me grita algo y yo no contesto, me limito a entrar en un largo túnel oscuro y a salir por el otro extremo, donde seco un coche con un tipo que se llama Asylum que se considera «loco de verdad» y toda la gente del valle quiere que le laven el coche hoy y yo sigo secando los coches, sin preocuparme del calor que hace, sin mirar a nadie, sin hablar con nadie excepto con Asylum.
—Ya no estoy ni siquiera preocupado —le digo—. ¿Sabes? Ni desconfío ni nada.
—Vamos, que te la suda todo, ¿no? — pregunta Asylum—. ¿Es eso? ¿Me aclaro o qué?
—Sí —digo yo—. No me importa nada.
Termino de secar un coche y estoy esperando a que el siguiente salga del túnel y me fijo en un niño pequeño que está parado junto a mí. Lleva un uniforme escolar, mira cómo salen los coches del túnel, y poco a poco me va dominando la paranoia.
Sale un coche en la cinta continua y Asylum se dirige hacia mí.
—Ése es el coche de mi mamá —dice el niño.
—¿Sí? — digo yo—. ¿Y qué cojones pasa?
Me pongo a secar una furgoneta Volvo con el niño todavía a mi lado.
—Me estoy cabreando —le digo al niño—. No me gusta que me mires.
—¿Por qué? — pregunta.
—Porque me entran ganas de partirte la cara o algo así, ¿sabes? — digo, con los ojos entrecerrados debido al vapor.
—¿Por qué? — pregunta.
—Haré como que no me entero de que hablas conmigo —le digo esperando que se marche.
—¿Por qué?
—Eres un jodido mamón que me hace una pregunta idiota como si fuera algo importante.
—¿Crees que es importante? — pregunta el niño.
—¿Estás hablando conmigo? — le pregunto al niño.
El niño asiente orgullosamente con la cabeza.
—No sé por qué necesitas hacerme esa pregunta, tío, no sé. — Suspiro—. Es una pregunta idiota.
—¿Qué es «necesitas»? — pregunta el niño.
—Idiota, idiota, idiota —murmuro.
—¿Por qué es idiota?
—Es innecesaria, retrasado mental de mierda.
—¿Qué es «innecesaria»?
Harto, me dirijo al niño.
—Lárgate de aquí, mamón.
El niño se ríe y se acerca a una mujer que toma un Tab y mira fijamente un bolso Gucci y seco el Volvo deprisa y Asylum me habla de una chica que se folló ayer por la noche que parecía una mezcla de murciélago y araña muy grande y por fin abro la puerta para que se suba la mujer del Tab y el niño y de repente hace tanto calor que tengo que secarme el sudor de la cara con una mano sucia y el niño sigue mirándome mientras la mujer se aleja conduciendo.
Peter sale hacia las diez de la noche porque tiene que hacer unas cosas y dice que volverá a las doce. Trato de ver la tele pero el niño empieza a revolverse y yo pierdo los nervios, de modo que entro en mi habitación, donde Mary está tumbada en el colchón, con las luces apagadas y las ventanas abiertas, pero sigue haciendo calor y la miro y le pregunto si quiere compartir un canuto.
Ella no dice nada, se limita a mover la cabeza despacio de verdad.
Me dispongo a irme, cuando Mary dice:
—Oye, tío... quédate... ¿por qué no te... quedas?
La miro.
—¿Quieres saber lo que estoy pensando?
Mary abre la boca, con los ojos casi en blanco.
—No.
—Estoy pensando, tía, esta chica está jodida —le digo—. Estoy pensando que cualquier chica que ande con Peter tiene que estar jodida.
—¿En qué más estás pensando? — susurra.
—No lo sé. — Me encojo de hombros—. Estoy... cachondo. — Pausa—. Peter no volverá a casa hasta... ¿cuándo? ¿Las doce?
—¿Y... qué más?
—Mierda, ¿por qué no te quedas y ves lo que pasa?
—Oye... —Traga saliva—. No... quiero verlo.
Me siento en el colchón junto a ella, que trata de sentarse pero termina por apoyarse en la pared y me pregunta por mi trabajo.
—¿De qué coño estás hablando? — pregunto—. ¿Quieres saber cómo me ha ido el día lavando coches?
—¿Qué... pasó? — Respira a fondo.
—Había un coche lavándose —le digo—. Había un niño monstruoso. Eso fue lo único interesante. Puede que haya sido el día más interesante de mi vida. — Estoy cansado y el canuto que he encendido se apaga demasiado pronto y me estiro más allá de ella y agarro las cerillas que hay junto a una cuchara y una bolsa de plástico asquerosa al otro lado del colchón y enciendo el canuto y le pregunto cómo conoció a Peter.
Ella no dice nada durante mucho tiempo y no puedo decir que eso me sorprenda. Cuando habla, lo hace en voz tan baja que casi no consigo oírla y me acerco a ella, que murmura algo y tengo que preguntarle qué está diciendo, y el aliento le huele a algo como a muerte. En la radio los Eagles cantan Tómalo con calma y trato de cantar con ellos.
—Peter hizo... algo horrible... en el desierto.
—¿Sí? — pregunto—. No lo dudo. — Otra calada y luego—: ¿Como qué?
Ella asiente con la cabeza como si agradeciera que le haya preguntado.
—Conocimos a un chico en Carson... y nos proporcionó un material bueno de verdad. — Se pasa la lengua por los labios y yo me pongo triste—. Y... anduvimos con él... cierto tiempo... y el tipo era amable de verdad y una vez cuando Peter salió a por unos donuts... salió a por unos donuts... y ese tipo y yo empezamos a hacer el tonto. Era agradable... —Está ida, tan drogada que yo también me coloco y ella se interrumpe y me mira para asegurarse de que estoy aquí, escuchando esto—: Peter entró...
Tengo la mano en su rodilla y ella la mira como si no le importase y yo vuelvo a asentir con la cabeza.
—¿Y sabes lo que hizo? — pregunta.
—¿Quién? ¿Peter? — pregunto—. ¿Qué?
—Adivínalo. — Suelta unas risitas.
Hago una pausa durante mucho tiempo antes de decir:
—¿Se comió... los donuts?
—Llevó al tipo al desierto.
—¿Sí? — Muevo la mano por su muslo, que es huesudo y duro y está cubierto de polvo, y deslizo la mano por él.
—Sí... y le disparó un tiro en un ojo.
—Uau —digo yo—. Sé que Peter haría una mierda así. De modo que no me sorprende ni nada de eso.
—Luego empezó a gritarme y le bajó los pantalones al tipo y sacó una navaja y le cortó... la cosa al tipo y... —Mary se interrumpe, empieza a soltar risitas, yo también empiezo a soltar risitas—. Y me la tiró y dijo: ¿es eso lo que quieres, so puta, es eso? — Se ríe histéricamente y yo también me río y seguimos riéndonos durante un tiempo que parece larguísimo y una vez que ella se interrumpe y empieza a llorar, con ganas de verdad, sollozando y todo eso, yo quito la mano de su pierna—. Es todo lo que tenemos que hablar —dice, sollozando.
De todos modos intento follármela pero ella está tan tensa y seca y colocada que me hago daño de modo que lo dejo durante un rato. Pero todavía sigo muy cachondo de modo que intento que me la chupe pero ella se duerme y la apoyo en la pared y se la meto en la boca pero eso no funciona y termino meneándomela pero ni siquiera me corro.
Me despierto porque están dando unos golpes tremendos a la puerta. Es tarde y el sol está alto y entra por la ventana dándome de lleno en la cara, y me levanto y paseo la vista alrededor y no veo a Peter ni a Mary por ninguna parte y me levanto pensando que son ellos los que llaman y voy y abro, cansado, fuera de combate, y es un chico joven y bronceado, con el pelo rubio, en bastante buena forma, camiseta sin mangas, náuticos, pantalones cortos, unas Vuarnet, y se queda allí como si fuera todo lo que necesito.
—¿Qué quieres, tío? — pregunto.
—Busco a alguien —dice, añadiendo—: tío.
—Pues ese alguien no está aquí —digo, disponiéndome a cerrar la puerta.
—Colega —dice el tipo.
—Quiero que te vayas —digo.
El tipo empuja la puerta con la mano y pasa junto a mí.
—Oye, tío —digo—. ¿ Qué coño quieres?
—¿Dónde está Peter? — me pregunta—. Ando buscando a Peter.
—No está.
El tipo mira por el apartamento, comprobándolo todo. Por fin se apoya en el respaldo del sofá y después de mirarme pregunta:
—¿Qué coño estás mirando?
—No estoy cabreado —digo—. Sólo estoy muy cansado. Lo único que quiero es que todo esto se termine pronto porque no lo puedo soportar más.
—Límitate a decirme dónde coño está Peter —dice el tipo.
—¿Cómo cojones lo voy a saber?
—Bien, colega —se ríe—, será mejor que le encuentres. — Me mira y dice—: ¿Sabes por qué?
—No. ¿Por qué?
—¿De verdad que lo quieres saber?
—Sí. Dije que quería saber por qué —digo—. Venga, tío, no seas tímido. He pasado una semana espantosa. Podemos ser amigos si...
—Te diré por qué. — Me interrumpe dramáticamente y, en una voz muy baja a la que empiezo a acostumbrarme, dice—: Porque Peter está... —Se interrumpe, luego—: Está —y otra pausa, luego—: Metido en la mierda hasta el cuello.
—¿Es eso verdad? ¿Sí? — pregunto como quien no quiere la cosa.
—Sí, es verdad —dice el tipo bronceado—. Señor.
—Sí, bien, le diré que apareciste por aquí y todo eso. — Abro la puerta para que salga y pasa junto a mí—. Y no soy mexicano.
—Sólo es un aviso —dice el tipo—. Volveré y si Peter no tiene eso, daos todos por muertos. — Me mira fijamente durante mucho tiempo este chico de dieciocho, diecinueve años, labios gruesos y rasgos inexpresivos que son tan comunes que no seré capaz de recordarlos, ni podré hablarle a Peter de alguna característica especial.
—¿Sí? — Me atraganto, cerrando la puerta—. ¿Qué vas a hacer? ¿Pegarnos una paliza de muerte?
Él sonríe de modo amable mientras cierro dando un portazo.
Me quedo en casa esperando a que aparezcan Peter o Mary y ni siquiera sé si van a aparecer y ni siquiera estoy seguro de lo que es «eso» de lo que hablaba el surfista, y me siento en el sofá mirando la calle por la ventana sin ver nada. Ni siquiera puedo pensar en que Peter vino y lo jodió todo, porque para empezar ya estaba jodido todo y si Peter no aparece esta semana se habría jodido la siguiente o el año que viene y al final resulta difícil pensar que suponga alguna diferencia porque uno siempre sabe qué va a pasar y por eso se queda sentado mirando por la ventana esperando a que entren Peter y Mary para rendirse.
Les hablo del surfista que vino.
Peter pasea por el apartamento.
—Creo que la he cagado o algo.
Mary empieza a decir:
—Te lo dije, te lo dije.
—Vete a la mierda —le dice Peter—. Tenemos que largarnos de aquí enseguida.
Mary está llorando.
—Yo no tengo nada que llevarme —le digo a Peter. Miro cómo pasea nervioso.
Mary va a la habitación del fondo, se deja caer en el colchón, se mete una mano en la boca, se la muerde.
—¿Qué cojones estás haciendo? — grita Peter.
—Yéndome a la mierda —dice ella sollozando, retorciéndose en el colchón.
Mientras ella sigue allí Peter se me acerca y busca en su bolsillo de atrás y me tiende una navaja automática y yo pregunto:
—¿Para qué es, colega?
—Para el niño.
Me había olvidado del niño y miro hacia la puerta del cuarto de baño, sintiéndome cansado.
—Si dejamos libre al niño —dice Peter—, le encontrará alguien y se lo contará y la habremos jodido.
—Podemos dejarle morir de hambre —susurro, mirando la navaja.
—No, tío, no —dice Peter, poniéndome la navaja en la mano.
La aprieto y se abre con un clic y tiene un aspecto espantoso, larga, pesada.
—Está tan jodidamente afilada —digo mirando la hoja, y luego miro a Peter para que me dé instrucciones y él aparta la vista.
—A esto tenemos que llegar, tío —dice.
Nos quedamos allí durante no sé cuánto tiempo y cuando empiezo a decir algo, Peter dice:
—Hazlo.
Le agarro y, estrechándole, le digo:
—Pero yo no protesto, ¿ves?
Me dirijo a la puerta del cuarto de baño y Mary me ve y corre, cojeando hacia mí, pero Peter le pega un par de veces, tumbándola de espaldas, y yo entro en el cuarto de baño.
El niño es pálido y guapo y parece débil y ve la navaja y se pone a llorar y escurre el cuerpo, tratando de escapar, yo no lo quiero hacer con la luz encendida de modo que la apago y trato de acuchillar al niño a oscuras pero me asusta mucho pensar en darle puñaladas a oscuras, de modo que enciendo la luz y me pongo de rodillas y hundo la navaja en su estómago, pero no lo bastante fuerte, conque se la hundo otra vez con más fuerza y él arquea la espalda y yo le vuelvo a apuñalar, tratando de desgarrarle pero el chico sigue sacando el estómago como si no lo pudiera evitar y yo le sigo apuñalando el estómago y luego el pecho pero la navaja se atasca en los huesos y el niño no muere de modo que trato de degollarle pero él baja el cuello y termino haciéndole un corte en la barbilla, abriéndosela, y por fin le agarro por el pelo y le echo la cabeza atrás y él todavía llora y sigue arqueando la espalda, tratando de liberarse, manchando de sangre toda la bañera debido a las heridas superficiales y Mary grita en el cuarto de estar y yo hundo la navaja en la garganta del niño, abriéndosela, y abre mucho los ojos y un gran surtidor de sangre caliente me golpea en la cara y noto su sabor y me limpio los ojos con la mano que todavía sujeta la navaja y la sangre brota por todas partes y al niño le lleva mucho tiempo dejar de moverse y yo estoy de rodillas, lleno de sangre, en parte púrpura, más oscura que las demás, y el niño se mueve con unos espasmos tranquilos y ya no llegan sonidos del cuarto de estar, sólo se oye el sonido de la sangre que entra en el desagüe de la bañera, y poco después entra Peter y me seca y susurra:
—Todo saldrá bien, tío, nos vamos al desierto, tío, todo irá bien, tío, chiss.
Y nos subimos a la furgoneta y nos alejamos del apartamento, de Van Nuys, y convenzo a Peter de que estoy bien.
Peter detiene la furgoneta en el aparcamiento de un Taco Bell del valle y Mary se queda al fondo de la furgoneta porque tiene temblores, y Peter es duro con ella cuando le dice que se calle y ella se encoge como un niño, arañándose la cara.
—Ha perdido la cabeza —dice Peter, mientras le pega un par de veces para que se calle.
—Y tú que lo digas —le digo.
Ahora estarnos sentados en una mesita debajo de una sombrilla rota y hace calor y mis pantalones con peto están empapados de sangre, y hacen ruido cada vez que muevo los brazos, me levanto, me siento.
—¿Sientes algo? — pregunta Peter.
—¿Cómo qué?
Peter me mira, piensa en algo, se encoge de hombros.
—En realidad no necesitábamos cepillarnos a ese chico —murmuro.
—No. No tenías por qué hacerlo —dice Peter.
—Me contaron que hiciste algo horrible en el desierto, tío.
Peter está comiendo un burrito y dice:
—Estoy pensando en Las Vegas. — Se encoge de hombros—. ¿Qué es eso tan horrible?
Miro el taco que me compró.
—No lo encontrará nadie —dice, con la boca llena.
—Hiciste algo horrible —digo—. Me lo contó Mary.
—¿Algo horrible? — pregunta, confuso, sin fingir.
—Eso es lo que me contó Mary. — Me estremezco.
—Define «horrible» —dice, terminando el burrito muy deprisa, y luego, una vez más—: Las Vegas.
Agarro el taco y me lo voy a comer cuando veo sangre en mi mano y dejo el taco y me la quito y Peter come parte de mi taco y yo como algo y él lo termina y nos subimos a la furgoneta y nos largamos al desierto.
12
EN LA PLAYA
—Imagina cómo sueña un ciego —dice.
Yo estoy sentado junto a ella en la playa de Malibú, y aunque se está haciendo tarde de verdad los dos tenemos puestas las Wayfarer y aunque llevo tumbado al sol, en la playa, junto a ella, desde las doce del mediodía (ella ha estado en la playa desde las ocho), todavía tengo algo así como resaca debido a la fiesta a la que fuimos ayer por la noche. No consigo recordar la fiesta demasiado bien pero creo que fue en Santa Mónica, aunque podría haber sido más lejos, a lo mejor en Venice. Las únicas cosas que se me pasan por la cabeza son tres depósitos de óxido nitroso en una terraza, el estar sentado en el suelo junto al estéreo, a Wang Chung sonando, una botella de Cuervo Gold en la mano, un mar de peludas piernas bronceadas, alguien diciendo a gritos «Vamos a Spago, vamos a Spago» con una falsa voz aguda, una y otra vez.
Suspiro, no digo nada, me estremezco un poco y le doy la vuelta a la cinta de los Cars. Distingo a Mona y a Griffin en la playa, más abajo, caminando lentamente por la orilla. Ya ha oscurecido excesivamente para llevar puestas las gafas de sol. Me las quito. La vuelvo a mirar. La peluca ya no está ladeada, la enderezó mientras yo tenía los ojos cerrados. Luego levanto la vista hacia la casa, luego vuelvo a mirar a Mona y a Griffin, que parece que se acercan aunque puede que no. Me apuesto diez dólares a que evitarán dirigirse hacia aquí. Ella no se mueve.
—Tú no puedes entenderlo, no puedes comprender el dolor —dice, pero sus labios apenas se mueven.
Vuelvo a mirar fijamente la playa, la puesta de sol rosa que va a la deriva. Trata de imaginar a una persona ciega soñando.
Me lo dijo por primera vez en el concierto.
Fui con ella y con Andrew, que iba con Mona, y teníamos a aquel extraño conductor de la limusina que se parecía a Anthony Geary, y yo y Andrew habíamos alquilado unos esmóquines que venían con unas pajaritas que eran demasiado grandes y tuvimos que pararnos en el Beverly Center a comprar unas nuevas y teníamos unos seis gramos que llevábamos Andrew y yo y un par de cajas metálicas de cigarrillos Djarum y ella parecía muy delgada cuando yo le sujeté con un alfiler el ramillete de flores al vestido, y sus manos, huesudas, temblaban cuando me sujetó con un alfiler una rosa en la manga. Muy colocado, evité sugerirle que la podría sujetar en otra parte. El concierto se celebraba en el Beverly Hills Hotel. Yo coqueteaba con Mona. Andrew coqueteaba conmigo. Nos detuvimos en el Polo Lounge y esnifamos coca en el cuarto de baño. Ella no dijo nada entonces. Fue más tarde, en la fiesta de después del concierto, en el yate de Michael Landon, después de que se nos terminase la coca, mientras salíamos de la cabina de abajo, cuando dijo que había un problema. Subimos a la cubierta de arriba y yo encendí un pitillo y ella no dijo nada más y yo no pregunté, porque la verdad es que no lo quería saber. La mañana era fría y todo parecía gris y triste y yo volví a casa muy salido, cansado, tenía la boca reseca.
Me pide, de hecho lo susurra, que quite a los Cars y ponga la cinta de Madonna. Hemos venido a la playa todos los días durante las tres últimas semanas. Es lo único que quiere hacer. Tumbarse en la playa, al sol, lejos de la casa de su madre. Su madre está rodando exteriores en Italia, luego en Nueva York, luego en Burbank. Yo he pasado las tres últimas semanas en Malibú con ella y con Mona y uno de los novios de Mona. Hoy le toca a Griffin, un playboy con mucho dinero y muy simpático y que es dueño de un club gay del oeste de Los Ángeles. Mona y sus novios a veces se quedan en la playa con nosotros pero no mucho. Desde luego, no tanto como ella.
—Pero si ni siquiera se pone morena —tuve que hacer notar una noche.
Mona abanicó una mano delante de mi cara, encendió velas, se ofreció a leerme la palma de la mano, se colocó mucho. Ella incluso parece más pálida cuando yo o Mona le echamos aceite solar por el cuerpo, que está empezando a parecer consumido de verdad, un bikini mínimo que ya empieza a sobrarle le cubre una carne que tiene el mismo color que la leche. Dejó de depilarse las piernas porque ya no tenía fuerzas y todos se niegan a depilárselas y los pelitos negros se notan demasiado, grasientos debido al aceite solar, y sobresaliéndole de las piernas.
—Antes era tremenda de verdad —le grité a Mona cuando estaba llenando una bolsa, disponiéndome a irme el domingo pasado. Alta (todavía parece alta, pero más que nada un esqueleto alto) y rubia (por alguna extraña razón ha comprado una peluca negra cuando se le empezó a caer el pelo) y su cuerpo era flexible, cuidadosamente musculado, aerobizado, y ahora en realidad parece una mierda. Y todos lo saben. Un amigo mío y suyo, Derf, de la USC, que vino el miércoles a follar con Mona, me dijo mientras enceraba su tabla de surf, señalando con la cabeza hacia ella, que estaba sola, en la misma posición, bajo el cielo nublado, sin sol:
—Tiene una pinta de mierda, colega.
—Pero se está muriendo —dije yo, comprendiendo adonde quería ir.
—Sí, pero sigue teniendo una pinta de mierda —dijo Derf, encerando la tabla mientras yo la miraba, asintiendo con la cabeza.
Saludo con la mano a Mona y Griffin cuando pasan cerca de vuelta a casa, luego miro el paquete de Benson Hedges mentolados que hay junto a ella, al lado de un cenicero de La Scala y el casete. Empezó a fumar cuando se enteró. Yo me tumbo en su cama viendo la MTV o algo en el vídeo y ella enciende pitillos sin parar, tratando de tragar el humo, con náuseas, o cerrando los ojos. A veces ni siquiera lo puede tragar. A veces deja el pitillo en el cenicero, que normalmente ya tiene cinco o seis pitillos aplastados sin fumar, y enciende otro. No puede soportarlo, el olor, la primera chupada, el encenderlo, pero quiere fumar. Las reservas de mesa en Trumps o en Ivy o en Morton's terminan inevitablemente con la indicación: «Sección de fumadores, por favor», y dice que ahora ya no importa, mirándome, como esperando a que yo diga algo pero sólo digo sí, sin perder la calma, espero. Conque lo enciende, da una chupada, tose, cierra los ojos, toma un pequeño sorbo de Coca Cola Light («No hay problema —protesta—. Que le den por el culo a la sacarina») que seguramente estaba caliente encima de su tocador. A veces se queda sentada allí durante dos horas y mira cómo se convierten en ceniza los pitillos y luego enciende otro y me dice que antes o después aprenderá o que ya se le quitarán las ganas, que eso me eliminaría cualquier fastidio, y veo que abre un nuevo paquete y Mona mira también y a veces lleva puestas las gafas de sol para que nadie se dé cuenta de que ha estado llorando y dice que el sol le molesta, o de noche dice que le molestan las luces de la casa, que por eso se pone las Wayfarer, o que le molesta el resplandor de la gran pantalla de la tele, que de todos modos miraba, que por eso le duelen los ojos, pero yo sé que está muy fastidiada, que ha llorado mucho.
No hay nada que hacer aparte de sentarse aquí al sol, en la playa. Ella no dice nada, apenas se mueve. Me apetece un pitillo pero aborrezco el mentol. Me pregunto si Mona ha dejado algo de costo. Ahora el sol está bajo, el océano se oscurece. Una noche de la semana pasada, mientras ella recibía tratamiento en Cedars, Mona y yo fuimos al Beverly Center, vimos una película mala y tomamos unas margaritas en el Hard Rock y luego volvimos a la casa de Malibú y follamos en el cuarto de estar, mirando el vapor que se alzaba del Jacuzzi durante lo que pudieran haber sido horas. Pasa un jinete a caballo por delante de nosotros y alguien le saluda con la mano pero el sol se pone detrás del jinete y tengo que entrecerrar los ojos para ver quién es y sigo sin saberlo. Estoy empezando a tener un fuerte dolor de cabeza, que sólo calmará el costo.
Me levanto.
—Voy a la casa.
Bajo los ojos hacia ella. El sol, que se hunde, se refleja en sus gafas, se pone naranja, se desvanece.
—Estoy pensando en irme esta noche —digo—. Volver a la ciudad.
Ella no se mueve. La peluca no parece tan natural como parecía al principio y eso que entonces parecía de plástico, dura y demasiado grande.
—¿Quieres algo?
Creo que dice que no con la cabeza.
—Vale —digo yo y me dirijo a la casa.
Mona está en la cocina, mirando por la ventana, limpiando una pipa de agua, observando a Griffin. Éste se quita el traje de baño y, desnudo, se limpia la arena de los pies. Mona sabe que estoy en la habitación y dice que es una pena que el sushi que almorzamos no la animara. Mona no sabe que ella sueña con rocas que se funden, con que conoce a Greg Kihn en el vestíbulo del Chateau Marmont, con que habla con el agua y el polvo, y que la banda sonora es un popurrí de los Eagles, Una tranquila sensación de paz, sonando muy alto, atronando, y que chorros turquesa de napalm iluminan la letra de Amala locamente garabateada en una pared de cemento, una tumba.
—Sí —digo yo, abriendo la nevera—. Una pena.
Mona suspira, sigue limpiando la pipa de agua.
—¿Terminó Griffin las Coronitas que quedaban? — pregunto.
—Puede ser —murmura ella.
—Mierda. — Me quedo allí mirando la nevera, con la respiración convirtiéndose en vapor.
—Está enferma de verdad —dice Mona.
—¿Sí? — digo—. Y yo estoy jodido. Me apetecía una Coronita. Muchísimo.
Griffin entra, con una toalla alrededor de la cintura.
—¿Qué vamos a cenar? — pregunta.
—¿Bebiste tú las Coronitas que quedaban? — le pregunto.
—Oye, colega —dice, sentándose a la mesa—. Tranquilo. Y anímate.
—¿Mexicana? — sugiere Mona, cerrando el grifo.
Nadie dice nada.
Griffin tararea una canción, distraído, con el pelo mojado, peinado hacia atrás.
—¿Qué te apetece, Griffin? — vuelve a preguntar Mona, suspirando, secándose las manos—. ¿Te apetece comida mexicana, Griffin?
Griffin levanta la vista, sobresaltado.
—¿Mexicana? Sí, bien. ¿Con salsa? ¿Y unas patatas fritas? Por mí, bien.
Abro la puerta, salgo al patio.
—Eh, tío, cierra la nevera —dice Griffin.
—Ciérrala tú —le digo.
—Llamó ese traficante —me dice Mona.
Asiento con la cabeza, no me molesto en cerrar la puerta, bajo los escalones hacia la arena, pensando en dónde preferiría estar. Mona me sigue. Me detengo, me vuelvo.
—Esta noche me voy a largar —le digo—. Llevo demasiado tiempo por aquí.
—¿Por qué? — pregunta Mona, apartando la vista.
—Es como una película que ya he visto y sé lo que va a pasar —le digo—. Sé cómo va a terminar todo.
Mona suspira, sigue allí parada.
—Entonces, ¿qué estás haciendo aquí?
—No lo sé.
—¿Estás enamorado de ella?
—No, pero ¿qué más da? — pregunto—. ¿Arreglaría eso algo? — pregunto—. Si estuviera enamorado... ¿iba a servir de algo?
—Es que parece como si todo estuviera en la periferia —dice Mona.
Me alejo de Mona. Sé lo que significa la palabra irse. Sé lo que significa la palabra muerte. Lo puedo soportar, me calmaré si vuelvo a la ciudad. Ahora la estoy mirando. Todavía suena Madonna pero las pilas están muy gastadas y la voz se oye de un modo tembloroso y lejano, y ella no se mueve, ni siquiera advierte mi presencia.
—Será mejor que nos vayamos —digo—. Está subiendo la marea.
—Me quiero quedar —dice ella.
—Pero empieza a hacer frío.
—Me quiero quedar. — Y luego, más débilmente—: Necesito más sol.
Una mosca de un montón de algas aterriza en un muslo blanco, huesudo. No se molesta en espantarla.
—Pero si no hay sol, colega —le digo.
Empiezo a alejarme. Y qué, murmuro para mis adentros. Cuando quiera venir, lo hará. Imagina a una persona ciega soñando. Vuelvo hacia la casa. Me pregunto si Griffin seguirá por allí, si Mona habrá reservado mesa para cenar, si Spin habrá vuelto a llamar.
—Sé lo que significa la palabra muerte —me digo en un susurro, con la voz más baja posible, porque suena como un mal presagio.
13
EN EL ZOOLÓGICO CON BRUCE
Hoy estoy en el zoológico con Bruce y justo en este momento estamos mirando los flamencos rosa sucio, algunos posados sólo sobre una pata, bajo un cálido sol de noviembre. Ayer por la noche pasé en coche por delante de su casa de Studio City y vi la silueta de Grace deslizándose por delante de la pantalla de vídeo gigante que está colocada frente al futón en el dormitorio del piso de arriba. El coche de Bruce no estaba en el camino de entrada, aunque no sé con seguridad qué significa eso, puesto que el coche de Grace tampoco estaba. Bruce y yo nos conocimos en los estudios que ahora dirige mi padre. Bruce escribe guiones para Corrupción en Miami y yo estudio el penúltimo curso en la UCLA. Se suponía que Bruce dejaría a Grace ayer por la noche y hoy es evidente, en este mismo momento, que no lo ha hecho. Vamos en coche hasta la colina del zoológico casi en completo silencio si se exceptúa este nuevo grupo de salsa del casete y los comentarios de Bruce sobre la calidad del sonido que amortiguan el silencio entre canciones. Bruce es dos años mayor que yo. Yo tengo veintitrés.
Es un día de entre semana, un jueves a última hora de la mañana. Pasan niños de los colegios, formando filas torcidas, mientras nosotros miramos los flamencos. Bruce fuma sin parar. Unos mexicanos en su día libre toman latas de cerveza metidas en bolsas de papel, se detienen, miran, murmuran cosas, sueltan unas risitas de borrachos, señalan los bancos. Yo me arrimo más a Bruce y le digo que necesito una Coca Cola Light.
—Duermen como mujeres —dice Bruce, de los flamencos—. No consigo entenderlo.
Me fijo en que hay literalmente centenares de niños de los colegios, cogidos de la mano por parejas, pasando junto a nosotros. Le doy un codazo a Bruce y él se aleja de las aves y yo me río ante la gran cantidad de niños. Bruce pierde interés por las desconcertantes caras sonrientes y señala un cartel: REFRESCOS.
Una vez que los niños quedan fuera de mi vista, el zoológico parece desierto. La única persona a la que veo durante nuestro paseo hasta el puesto de refrescos es a Bruce, que va delante de mí. El zoológico está tan vacío que podrían matar a alguien y nadie lo notaría. Bruce no es del tipo de hombres con los que salgo normalmente. Está casado, no es alto, y cuando llego junto a él paga mi Coca Cola Light con el dinero mío que se quedó en el aparcamiento. Se queja de cómo encontraremos a los gibones, dice algo sobre que los gibones tienen que estar por aquí. Esto significa que no estamos hablando de Grace pero espero que me sorprenderá. No le pregunto nada debido a lo molesto que parece por no encontrar a los gibones. Pasamos delante de más animales. Unos pingüinos con calor, de aspecto espantoso. Un cocodrilo se mueve lentamente hacia el agua, evitando un gran espinardo rodante seco.
—Ese cocodrilo te miró, cariño —dice Bruce, encendiendo otro pitillo—. Ese cocodrilo pensó: mmm.
—Apuesto lo que sea a que estos animales no son muy felices que digamos —le comento, cuando miramos a un oso polar, con trozos de su piel azules debido al cloro, que se arrastra hacia un estanque poco profundo, un glaciar falso.
—Vamos, vamos. — Bruce se muestra en desacuerdo—. Claro que son felices.
—Pues no lo parecen —digo yo.
—¿Qué es lo que quieres que hagan? ¿Tirar cohetes? ¿Bailar? ¿Te he dicho lo bien que te queda esa blusa?
Un barril flota en el agua color meados y el oso polar evita el agua, dando vueltas a su alrededor. Bruce se aleja. Yo le sigo. Ahora él está buscando las onzas, que ocupan un lugar importante en la lista de lo que debe ver. Encontramos el lugar donde se supone que deben estar las onzas, pero están escondidas. Bruce enciende otro pitillo y me mira.
—No te preocupes —dice.
—No me estoy preocupando —digo yo—. ¿No tienes calor?
—No —dice él—. La chaqueta es de lino.
—¿Qué es eso? — pregunto, mirando un ave grande de aspecto extraño—. ¿Un avestruz?
—No. — Suspira—. No lo sé.
—¿No es un... emú? — pregunto.
—Nunca he visto ninguno —dice él—. De modo que ¿cómo lo voy a saber?
El ojo empieza a palpitarme y tiro lo que queda del refresco en un cubo de basura cercano. Entro en unos servicios mientras Bruce mira una vez más los osos polares. En los servicios me echo agua a la cara, deseando dominar un ataque de ansiedad. Una negra enseña a un niño pequeño a sentarse en el retrete sin caerse. Aquí hace más fresco, el aire es dulzón, desagradable. Me coloco las lentes de contacto con rapidez y salgo para reunirme con Bruce, que me señala una gran cicatriz roja que se entrecruza con los negros puntos de sutura que recorren el lomo de uno de los osos polares.
Bruce mira a un canguro que da saltos aburridos hacia un encargado del zoológico, pero no deja que el encargado le agarre. Levanta indeciso una pata y hace un sonido de desaprobación, un sonido horrible, y el encargado le agarra por la cola y se lleva arrastrando al animal. Otro canguro está mirando, desde un rincón, aterrado, mascando nervioso unas hojas marrones. Nos alejamos.
Todavía tengo sed pero todos los puestos de refrescos por los que pasamos están cerrados y no consigo encontrar una fuente. La última vez que nos vimos Bruce y yo fue el lunes pasado. Me recogió con su Porsche verde y fuimos a los estudios al estreno de una nueva comedia con sexo para adolescentes y después a cenar a un sitio tex mex, en Malibú. Cuando se fue de mi apartamento aquella noche discutió conmigo sus planes para dejar a Grace, que se ha convertido en una de las actrices jóvenes favoritas de mi padre, y de la que Bruce me dice que nunca ha estado enamorado de verdad, aunque de todos modos se casó con ella, por motivos «todavía desconocidos», hace un año. Sé que no ha dejado a Grace y estoy un noventa y nueve por ciento segura de que me lo explicará todo más tarde pero también espero que empiece él y ésa es la razón por la que ahora está tan callado, porque me sorprenderá más tarde, después del almuerzo. Fuma pitillo tras pitillo.
El canguro que queda protesta y da saltos en círculo, luego se detiene con un espasmo súbito. Aunque Bruce tiene veinticinco años parece más joven y esto se debe principalmente a su aspecto juvenil, su cara lampiña, sin pelo, siempre sin necesidad de afeitarse, su abundante pelo rubio cortado a la última moda, y como le pega a muchas drogas está más delgado de lo que probablemente estaría pero se encuentra en buena forma y tiene una dignidad que la mayoría de los hombres que conozco no tiene, ni nunca tendrá. Desaparece camino arriba. Le sigo a un mundo nuevo: cactos, elefantes, más aves extrañas, grandes reptiles, rocas, África. Una banda de chicos hispanos anda sin rumbo, nos siguen, hacen novillos o a lo mejor no y yo miro el reloj para comprobar que no llegaré tarde a mi clase de la una.
Nos conocimos en una fiesta final de rodaje de los estudios. Bruce se acercó adonde yo estaba, me ofreció un vaso de agua fría y dijo:
—Te pareces a Nastasja Kinski.
Yo me quedé allí, muda, e hice un concentrado esfuerzo que duró nueve segundos para descodificar ese gesto. A las tres semanas de vernos me enteré de que estaba casado y me maldije terriblemente toda aquella tarde y la noche después de que me dijera eso en Trumps, un viernes antes de que él tuviera que volar a Florida a pasar el fin de semana. Yo no reconozco las señales que acompañan una aventura con un hombre casado porque básicamente en Los Ángeles no los hay. Después de que me enteré, las cosas adquirieron sentido, pero para entonces ya era «demasiado tarde». Un gorila está tumbado de espaldas, jugando con una rama. Estamos lejos pero todavía le puedo oler. Bruce se dirige a los rinocerontes.
—Les gusta estar aquí —dice, mirando a un rinoceronte que está tumbado inmóvil, y que estoy casi segura de que no está vivo—. ¿Por qué no les iba a gustar?
—Están encerrados —digo yo—. Los han metido en jaulas.
Junto a las jirafas, encendiendo otro pitillo, haciendo una broma sobre Michael Jackson, Bruce dice:
—No me dejes.
Es lo que dijo cuando el Vogue inglés me ofreció un trabajo absurdamente bien pagado que yo no era capaz de hacer y que me buscó mi padrastro y que, pensándolo bien, debería de haber aceptado y lo dijo otra vez antes de que se fuera a pasar el fin de semana a Florida, dijo:
—No me dejes.
Y si no me lo hubiera pedido, le habría dejado, pero como me lo pidió, me quedé, las dos veces.
—Bien —murmuro yo, frotándome un ojo con mucho cuidado.
Todos los animales me parecen tristes, en especial los monos, que se pelean sin el menor entusiasmo, y Bruce hace una comparación entre los gorilas y Patti LaBelle y encontramos otro puesto de refrescos. Pago yo su hamburguesa porque él no lleva dinero en metálico. Vinimos hoy al zoológico porque un amigo de Bruce le ha prestado su tarjeta de socio. Cuando le pregunté qué tipo de persona puede ser socia del zoológico, Bruce me hizo callar con un suave beso, una caricia, un leve apretón en la nuca, me ofreció un Marlboro Light. Bruce me tiende una factura. Me la guardo en el bolsillo. Una pareja de recién casados con un niño muy pequeño se sienta en una mesa al lado de la nuestra. La pareja me pone nerviosa porque mis padres nunca me llevaron al zoológico. El bebé agarra una patata frita. Me estremezco.
Bruce saca la carne de la hamburguesa y se la come sin hacer caso del pan, que le parece poco sano, «me sienta mal». Bruce nunca desayuna, ni siquiera los días en que va al gimnasio, y ahora tiene hambre y mastica ruidosamente. Yo mordisqueo un aro de cebollas, riéndome para mis adentros, y él no hablará hoy de nosotros. Se me pasa por la cabeza, y me quedo dándole vueltas hasta que por fin se desvanece, que nada impide su divorcio de Grace.
—Vamos —digo yo—. A ver más animales.
—No tengas prisa —dice él.
Pasamos junto a unas llamas inútilmente orgullosas, un tigre que no podemos ver, un elefante al que parece que le hayan pegado una paliza. Hay un cartel al lado de la jaula de algo a lo que llaman bongo: «Se ven raramente debido a su extremada timide2, y a las manchas de sus costados y lomo, que se confunden con las sombras.» Los babuinos se pavonean, haciéndose los machos, rascándose con descaro. Las hembras se agarran patéticamente a la piel de los machos, limpiándolos.
—¿Qué estamos haciendo aquí? — pregunto—. ¿Bruce?
En un determinado momento Bruce dice:
—¿No estamos demasiado lejos para volver cuando queramos?
Yo miro lo que creo que son avestruces.
—No sé si lo estamos —digo—. Sí.
—No, no lo estamos —grita él, adelantándose.
Le sigo hasta donde se detiene, mirando una cebra.
—«La cebra es un animal de un aspecto realmente magnífico» —lee lentamente Bruce en un cartel que cuelga junto a la cerca.
—Tiene un aspecto... muy de Melrose —digo yo.
—Tengo la sensación que te has comido un adjetivo, cariño —dice él.
Un niño aparece de repente a mi lado y saluda a la cebra con la mano.
—Bruce —empiezo—. ¿Se lo dijiste?
Nos dirigimos a un banco. Se ha nublado pero todavía hace calor y viento y Bruce fuma otro pitillo y no dice nada.
—Quiero hablar contigo —digo, cogiéndole las manos, apretándoselas, pero siguen sin vida en su regazo.
—¿Por qué unos animales tienen jaulas grandes y otros no? — pregunta.
—Bruce, por favor. — Empiezo a llorar. De pronto el banco se ha convertido en el centro del universo.
—Los animales me recuerdan cosas que no puedo explicar —dice él.
—Bruce —digo, entre sollozos.
Alzo rápidamente una mano hasta su cara, tocándole la mejilla suavemente, haciendo presión.
Me coge la mano y la aparta de él y la pone entre nosotros, en el banco, y me dice muy deprisa:
—Escucha... me llamo Yocnor y soy del planeta Arachanoid que está situado en una galaxia que la Tierra no ha descubierto todavía y probablemente nunca descubrirá. Según vuestro cómputo temporal, estoy en vuestro planeta desde hace cuatrocientos mil años y me mandaron aquí a obtener datos de vuestra conducta que por fin nos permitan invadir y destruir todas las galaxias existentes, incluida la vuestra. Será un mes terrible, pues la Tierra será destruida de tal modo que sufriréis un dolor a un nivel que vuestra mente nunca será capaz de entender. Pero tú no experimentarás esto de primera mano porque pasará en el siglo XXIV de la Tierra y habrás muerto mucho antes. Sé que te resultará difícil de creer, pero por una vez te estoy diciendo la verdad. No volveremos a hablar de esto nunca más. — Me besa la mano, luego mira la cebra y al niño que lleva una camiseta de CALIFORNIA, que todavía sigue allí, saludando al animal con la mano.
Camino de la salida encontramos a los gibones. Es como si aparecieran de repente, materializándose sólo para Bruce. Yo nunca he visto a un gibón y ahora no tengo ganas especiales de ver uno, de modo que en definitiva es una experiencia poco iluminadora. Me siento en otro banco y espero a Bruce, con el sol atravesando la neblina, y se me ocurre que Bruce podría no dejar a Grace y también se me ocurre que podría enamorarme de otra persona y que podría dejar la universidad e ir a Inglaterra o por lo menos a la costa Este. Hay muchas cosas que me podrían mantener lejos de Bruce. De hecho, las posibilidades parecen mucho mejores. Pero no lo puedo evitar: cuando salimos del zoológico y subimos a mi BMW rojo y él lo arranca, digo para mis adentros: tengo confianza en este hombre.
FIN
[1] * Iniciales de la Universidad del Sur de California. (N. del T.)
[2] Las palabras en cursiva y seguidas de un asterisco, en castellano en el original. (N. del T.)