LAS LIEBRES DEL REY (Peter Christen Asbjornsen)
Publicado en
noviembre 26, 2020
Cuento Noruego seleccionado y presentado por Ulf Diederichs. Tomado de la recopilación hecha por Peter Christen Asbjornsen.
Había una vez un hombre que vivía en una letrina. Había entregado sus bienes a su heredero, pero además tenía otros tres hijos, que se llamaban Peter, Paul y Esben, el benjamín. Los tres holgazaneaban en casa sin querer trabajar porque así les iba muy bien. Se consideraban demasiado distinguidos para trabajar y nada les parecía bastante bueno para ellos.
Un día, Peter se enteró de que el rey buscaba un zagal que cuidara de sus liebres, y entonces le dijo a su padre que quería solicitar el puesto; que estaba hecho a su medida, pues no quería servir a nadie que fuera menos importante que el mismísimo rey. Su padre le contestó que seguramente había trabajos más apropiados para él, ya que para cuidar liebres se tenía que ser ágil y rápido, no un holgazán; que cuando las liebres echaban a correr en todas direcciones era otro cantar, muy diferente a estar haciendo el vago por la casa. Pero no sirvió de nada; Peter había decidido ocupar ese puesto a toda costa. Cogió su mochila y echó a andar despació monte abajo. Cuando ya había caminado durante un rato, vio a una vieja mujer a la que se le había quedado atascada la nariz en un tocón mientras cortaba madera; al ver cómo tiraba y tiraba para sacarla de allí, empezó a reírse a carcajada limpia.
—No te quedes ahí riéndote tontamente —exclamó la mujer— y ven a ayudar a esta vieja y débil mujer. Quería hacer unas astillas, pero se me metió aquí la nariz; llevo ya cien años tirando y tirando y en todo ese tiempo no me he llevado ni un pedazo de pan a la boca —dijo.
A Peter, aquello le parecía tan divertido que siguió riéndose, con más malicia aún; le dijo que si llevaba allí cien años, bien podría resistir otros cien.
Cuando llegó a la corte, lo aceptaron enseguida como zagal. El puesto no estaba nada mal: buena comida, buen salario y, además, quizá pudiera conseguir a la princesa; pero como se le perdiera una sola de las liebres del rey, le cortarían la espalda a tiras y lo arrojarían al foso de las serpientes.
Peter consiguió mantener agrupadas las liebres en el camino y antes de cruzar la verja, pero más tarde, al llegar al bosque, se le escaparon corriendo por todas partes. Peter las persiguió a grandes zancadas intentando atrapar aunque sólo fuera una. Cuando esta última desapareció también, se había quedado sin respiración y ya no veía ni rastro de ellas. Después del mediodía, emprendió sosegadamente el camino de regreso. Al llegar a la verja, miró en todas direcciones intentando localizarlas, pero no apareció ninguna liebre. De regreso al palacio, el rey ya estaba con el cuchillo preparado; le cortó tres tiras de la espalda, le echó pimienta y sal en las heridas y lo arrojó al foso de las serpientes.
Pasado algún tiempo, Paul quiso ponerse en camino hacia el palacio para cuidar las liebres del rey. Su padre le dijo lo mismo que al anterior y más aún, pero como él quería ir a toda costa, no le hizo ningún caso. No le fue ni mejor ni peor de lo que le había ido a Peter. La vieja mujer estaba allí, tirando y tirando para sacar la nariz del tocón; a él le pareció muy gracioso, se rió y la dejó allí plantada afanándose.
Le dieron enseguida el puesto, pero las liebres se le escaparon por todas partes por más que las persiguió y que se mató a trabajar como un perro pastor bajo el sol ardiente. Cuando, al atardecer, regresó al palacio sin las liebres, el rey estaba ya con el cuchillo preparado; le cortó tres anchas tiras de la espalda, esparció pimienta y sal en las heridas y lo arrojó a la mazmorra de las serpientes.
Cuando nuevamente había pasado algún tiempo, el benjamín quiso ponerse en camino para cuidar las liebres del rey, así que le contó a su padre sus proyectos. Le dijo que aquél era el trabajo más apropiado para él: andar por el bosque y por el campo, salir a buscar fresas, cuidar las liebres y entretanto tumbarse al sol y dormir. El padre le contestó que probablemente había otros trabajos más apropiados para él y que, aunque no le fuera peor que a sus dos hermanos, seguro que tampoco le iría mejor. Que a quien pretendiera cuidar las liebres del rey no le debía costar tanto esfuerzo echar a andar como si tuviera los pies de plomo o fuera una mosca atrapada en un matamoscas; que si las liebres echaban a correr por todas partes, aquello era otro cantar muy diferente a coger pulgas con guantes; que quien quisiera salir con la espalda sana tenía que ser más que ágil y ligero, más rápido que un pájaro.
Pero no hubo nada que hacer. Esben repitió una y otra vez que quería ir a la corte y servir al rey, pues no tenía intención de servir a nadie menos importante; que con las liebres ya se las apañaría, ya que no podían ser mucho peores que un rebaño de cabras o de vacas. Dicho esto, cogió su mochila y caminó sosegadamente montaña abajo.
Cuando había caminado un rato y empezaba ya a tener hambre, se encontró a la vieja mujer con la nariz pegada en el tocón, tirando y tirando para intentar sacarla.
—Buenos días, buena mujer —dijo Esben—, ¿qué esfuerzos estás haciendo ahí con tu nariz, alma de Dios?
—Nadie me ha llamado buena mujer desde hace cien años —dijo la vieja—, pero ven y ayúdame a sacar la nariz; dame también algo de comer, pues durante todo el tiempo que he estado aquí no he probado bocado; yo también haré algo por ti —dijo.
Esben dijo que sí, que se imaginaba que le haría mucha falta comer y beber. A continuación, dedicando todas sus fuerzas consiguió abrir la rendija del tocón para que la mujer pudiera sacar la nariz, se sentó a comer y compartió su comida con ella. La vieja tenía buen apetito, así que se repartieron las provisiones como buenos hermanos.
Cuando terminaron de comer, la vieja le dio a Esben un silbato que, según le dijo, tenía la propiedad de que cuando soplara por un extremo se dispersaría por doquier lo que él quisiera que se dispersara, y que cuando soplara por el otro todo volvería a agruparse; le dijo además que si perdía el silbato, éste volvería con él en cuanto él deseara recuperarlo. «¡Qué silbato más fabuloso!», pensó Esben.
Nada más llegar al palacio lo aceptaron como zagal; le dijeron que el puesto no era malo, que le darían también la comida y un salario y que si lograba cuidar bien de las liebres del rey sin que se le escapara ninguna, quizá pudiera conseguir también a la princesa. Pero que como perdiera una sola liebre, aunque sólo fuera el más pequeño lebrato, le cortarían la espalda a tiras; el rey estaba tan seguro de que así ocurriría que se dispuso a afilar su cuchillo.
Esben pensó que cuidar de aquellas liebres era tarea fácil, pues al salir se portaron tan bien como un rebaño de ovejas, y mientras estuvieron en el camino y dentro de la verja ninguna de ellas se salió de la fila. Pero en cuanto llegaron al bosque a eso del mediodía, cuando el sol brillaba radiante sobre montañas y valles, las liebres tomaron las de Villadiego y salieron corriendo en todas direcciones.
—¡Vaya! ¿Qué pasa? ¿Por qué os vais? —gritó Esben. Inmediatamente sopló por uno de los extremos de su silbato, pero entonces las liebres corrieron todavía más deprisa, hacia los cuatro rincones del mundo. Esben llegó a un viejo horno de carbón y entonces sopló por el otro extremo del silbato. Antes de que pudiera darse cuenta, las liebres volvían a estar en fila, de modo que pudo pasarles revista igual que a un regimiento de soldados en el patio de armas. «¡Qué silbato tan magnífico!», pensó Esben. Se tumbó en una soleada colina y se durmió mientras las liebres jugaban y campaban a su libre albedrío hasta la noche. Cuando llegó el momento de regresar, tocó el silbato, las volvió a reunir y se fue con ellas hacia el palacio como si se tratara de un rebaño de ovejas.
El rey, la reina y también la princesa estaban en la entrada de la casa y se quedaron maravillados de que el muchacho pudiese cuidar de las liebres sin perder ninguna; el rey las contó, las recontó señalando una a una con el dedo y volvió a contarlas, pero no faltaba ni el más diminuto lebrato.
—Éste sí que es un buen mozo —dijo la princesa.
Al día siguiente volvió a salir al bosque a cuidar de las liebres, pero cuando estaba muy a gusto tumbado en un campito de fresas le enviaron a la doncella del palacio para que averiguara cómo se las apañaba para cuidar de las liebres del rey. Le enseñó su silbato y sopló por un extremo; entonces las liebres se dispersaron rápidamente en todas direcciones. A continuación, sopló por el otro extremo y las liebres volvieron de todas partes a la carrera poniéndose de nuevo en fila.
—Es un silbato maravilloso —dijo la doncella—. Te doy por él cien táleros.
—Sí, es un silbato magnífico —dijo Esben—, pero no lo vendo por dinero. Si me dieras los cien táleros y un beso por cada tálero, entonces te lo daría.
Ella dijo que sí, que por supuesto, que le parecía muy requetebién; que le daría incluso dos besos por cada tálero y aún le estaría muy agradecida. Así pues, la muchacha consiguió el silbato; pero en cuanto llegó al palacio, se dio cuenta de repente de que éste había desaparecido.
Esben había deseado recuperarlo, de modo que cuando empezó a hacerse de noche, regresó con sus liebres igual que si fueran un rebaño de ovejas. El rey las contó, las fue señalando con el dedo y las volvió a contar, pero no sirvió de nada, ya que no faltaba ni un solo lebrato.
Al tercer día, cuando Esben estaba cuidando de sus liebres, le enviaron a la princesa para que se hiciera con su silbato. Estaba tan complacida que le ofreció doscientos táleros por el silbato y por contarle lo que tenía que hacer para llegar a casa con él a buen recaudo.
—Sí, es un silbato muy valioso —dijo Esben—, pero no lo vendo por dinero.
Añadió que, por tratarse de ella, podía dárselo a cambio de los doscientos táleros y además un beso por cada tálero; pero que si quería conservarlo, tendría que cuidar bien de él; eso ya era cosa suya.
—Es un precio muy alto por un silbato para liebres —dijo la princesa, que en realidad sentía vergüenza por besarle—, pero ya que estamos en medio del bosque, donde nadie puede vernos ni oírnos, sea, pues tengo que conseguir el silbato a toda costa —dijo.
Una vez que Esben había cobrado el precio estipulado, le dio el silbato. Durante todo el camino, ella lo llevó fuertemente apretado en la mano, pero en cuanto llegó al castillo y fue a enseñarlo, se dio cuenta de que se le había esfumado de las manos.
Al día siguiente, la propia reina se puso en camino totalmente convencida de que conseguiría quitarle el silbato con algo de astucia. Como era más tacaña, ofreció sólo cincuenta táleros, pero tuvo que ir subiendo la cifra hasta alcanzar los trescientos. Esben dijo que era un silbato magnífico, que era un precio miserable, pero que por ser la reina accedería siempre y cuando, además de los trescientos táleros, le diera un beso por cada tálero. Ella se lo pagó todo con creces, pues en lo que al último punto se refiere no era tan tacaña.
Cuando el silbato estuvo entre sus manos, lo ató muy fuerte y lo escondió bien, pero a pesar de ello no le fue en absoluto mejor que a las dos anteriores. Al ir a enseñarlo, el silbato no estaba, así que, por la noche, Esben volvió a casa con sus liebres igual que si fueran un rebaño de ovejas bien adiestrado.
—¡Sois unas mujeres tontas! —dijo el rey—. Me voy a tener que poner yo mismo en camino si de verdad queremos conseguir ese miserable silbato. ¡No me va a quedar más remedio!
Cuando al día siguiente Esben estaba de nuevo cuidando las liebres, el rey lo encontró en el mismo sitio en donde las mujeres habían negociado con él.
Pronto se hicieron buenos amigos, así que Esben le enseñó el silbato, sopló por un extremo y por otro y el rey dijo que le parecía un silbato muy bonito. Por fin le propuso comprárselo, incluso aunque costara mil táleros.
—Sí, es un silbato magnífico —dijo Esben—, pero no lo vendo por dinero. ¿Veis aquel caballo blanco de allí? —dijo señalando hacia el interior del bosque.
—Sí, claro, ese caballo es mío... ¡Es mi yegua Bruja de Nieve! —exclamó el rey, que la conocía perfectamente.
—Pues bien, si me dais mil táleros y además besáis a esa yegua blanca que está pastando allí abajo, en la laguna, junto a aquel gran pino silvestre, podréis tener mi silbato.
—¿No se vende por ningún otro precio? —preguntó el rey.
—No —dijo Esben.
—Pero al menos podré colocar mi pañuelo en medio, ¿no? —preguntó el rey.
Esben se lo permitió y, de este modo, el rey obtuvo el silbato. Lo metió en su monedero, guardó éste en su bolso y lo abrochó cuidadosamente; entonces regresó a casa. Pero en cuanto llegó al palacio y quiso sacar el silbato, no le fue mejor que a las mujeres, pues tampoco estaba en su monedero. Por la noche, Esben llegó con las liebres, y no faltaba ni un lebrato
El rey estaba indignado y furioso porque se había burlado de todos, incluso de él mismo, con el silbato. Pensó que lo mejor era ordenar que mataran a Esben. La reina era de la misma opinión y dijo que a un impostor como aquél lo mejor era ajusticiarlo inmediatamente.
Pero Esben replicó que aquello no le parecía justo ni razonable, pues él no había hecho más que lo que le habían encargado y sólo había defendido su pellejo con todas sus fuerzas. El rey dijo entonces que eso a él le daba lo mismo, pero que si Esben era capaz de llenar a rebosar la gran caldera de cerveza a base de decir mentiras, le perdonaría la vida.
Esben dijo que no le parecía un trabajo largo ni duro, que se atrevía a hacerlo; así que decidió contar todo lo que le había pasado desde el principio. Informó sobre la vieja que tenía la nariz atascada en el tocón, y de vez en cuando decía: «Tengo que mentir mucho para que el caldero se llene». Seguidamente habló del silbato y de la doncella, que fue hasta donde él estaba y quiso comprarle el silbato por cien táleros, y de todos los besos que tuvo que darle además en la colina del bosque. Luego contó lo de la princesa; contó cómo había llegado y le había besado maravillosamente a cambio del silbato, ya que en el bosque nadie podía verlo ni oírlo...
—Tengo que mentir mucho para que el caldero se llene —dijo Esben.
A continuación habló de la reina, de que era muy tacaña con el dinero y de que con los besos no era nada tacaña...
—Tengo que mentir mucho para que el caldero se llene —dijo Esben.
—Ahora ya está lleno, me parece a mí —dijo la reina.
—Ah, no, ni mucho menos —dijo el rey.
Entonces Esben empezó a contar cómo el rey había llegado adonde él estaba, y habló de la yegua blanca que estaba pastando en la laguna.
—Y como quería tener el silbato a toda costa, tuvo que..., tuvo que..., bueno, con su permiso, tengo que decir muchas mentiras para que el caldero se llene... —dijo Esben.
—¡Alto! ¡Alto! ¡Ya está lleno, muchacho! —gritó el rey—. ¿Es que no ves cómo rebosa?
El rey y la reina decidieron que lo mejor sería que Esben se quedara con la princesa y con medio reino, pues en aquellas circunstancias no se podía hacer otra cosa.
—¡Ha sido un silbato magnífico! —dijo Esben.
Fin