ATRAPADO EN UN MAR DE FUEGO
Publicado en
noviembre 25, 2020
Drama de la vida real.
El veterano bombero paracaidista sabía que sólo tenía una oportunidad de sobrevivir en el incendio que lo cercaba.
Por Gerald Moore.
EN LA parte delantera del DC-3, donde el calor era más intenso, algunos entre los más jóvenes bomberos paracaidistas empezaban a marearse. En la hora trabscurrida desde que despegaron de su base en Missoula (Montana), aquel día de julio de 1973, los habían sacudido perturbaciones atmosféricas muy fuertes bajo un sol abrasador. Uno tras otro inclinaron la cabeza y empezaron a vomitar.
El jefe de escuadra Rod McIver, de 33 años, paracaidista enjuto y larguirucho, con seis temporadas de experiencia, los observaba desde su asiento cerca de la portezuela trasera del avión, que estaba abierta. Pensaba que, si Lowell Hanson, el observador, no los echaba pronto del aparato, todos se pondrían tan mal que no podrían saltar.
Echado de bruces ante la puerta, con la cabeza fuera del avión, Hanson sentía la corriente de aire de las hélices y sabía que el tiempo apremiaba. Pero todo parecía conspirar contra él. Arrojó dos serpentinas y observó cómo un viento de 25 k.p.h. se las llevaba hacia las ásperas laderas de la montaña Calva, poco más allá del frente del incendio, que llevaba ardiendo tres horas y ya había carbonizado casi 250 hectáreas. Los únicos claros que podía ver a distancia razonable de las llamas eran demasiado pequeños para saltar con viento fuerte.
Hanson recorrió con los ojos la línea de hombres que vomitaban, casi todos ellos con edades entre los 25 y los 30 años. Sabía que eran físicamente fuertes. Sin embargo, no se atrevía a echarlos donde podían quedar colgados de los árboles o romperse una pierna a corta distancia del fuego que avanzaba.
Mclver sintió que el estómago se le empezó a revolver mientras observaba a Hanson. Le alegraba que fuera Lowell el encargado de decidir. Ya él había tomado demasiadas decisiones que afectaron a otros hombres como jefe de un pelotón de infantes de Marina en Vietnam. El dedo que le faltaba en la mano derecha y su placa de plata en el cráneo le recordaban lo fácil que es cometer errores.
De repente Hanson distinguió poco más o menos a media ladera de la montaña, muy cerca del incendio, un claro pequeño cubierto de hierba, de unas cinco o seis hectáreas: apenas lo suficiente entre los árboles para que los bomberos cayeran en paracaídas si todos conservaban la sangre fría. Y dio por radio las instrucciones al piloto.
Mclver notó que el avión se inclinaba. Observó a los dos primeros hombres saltar y desaparecer al instante. Luego se colocó junto a la portezuela. Hanson le indicó con el dedo el lugar donde debía saltar. Encorvándose, saltó hacia el claro cielo de Montana.
La sacudida del gran paracaídas anaranjado al abrirse enderezó de golpe a Mclver. Echó la cabeza atrás para comprobar el estado del cordaje. Era perfecto. Tiró de la cuerda que tenía en la mano izquierda y escapó aire por una abertura de la parte trasera del paracaídas. Con esta maniobra compensó la fuerza del viento y fue cayendo hacia el lugar del descenso.
El claro se acercaba rápidamente. Mclver juntó los pies y rodó hacia adelante al tocar tierra. Pero el paracaídas se hinchó con el viento y empezó a arrastrarlo. Le rebotaban en las piedras los hombros y la espalda. Trató en vano de soltarse el correaje. El paracaídas cobró velocidad y lo arrastró hacia el fuego. Asió el sujetador con ambas manos, pero llevaba ya tanta velocidad que las piedras le golpeaban las muñecas y le aflojaban los dedos. De repente el paracaídas se metió en el fuego y se consumió. Con un solo movimiento el paracaidista abrió el sujetador y se alejó de las llamas apresuradamente.
Mal empezaba la operación, pero no tenía tiempo de pensar en lo que le esperara. A unos 20 metros vio al jefe de su grupo y los dos se pusieron a observar el descenso del resto de los hombres, seguidos por paquetes de equipo contra incendios lanzados con paracaídas de apertura rápida a la altura de los árboles: en cada paquete había una pala, una sierra de cadena, botiquín de primeros auxilios y un pulaski (combinación de hacha y azadón, que es la herramienta básica para los bomberos forestales). Cuando Hanson ordenó al fin al DC-3 regresar a Missoula, quedaban en posición doce hombres bien equipados.
El incendio de la montaña Calva había empezado a lo largo de la carretera que bordea el río Clark Fork y atraviesa el Bosque Nacional Lolo. En sólo una hora se extendió a lo largo de la carretera y empezó a subir por la montaña quemando un sector de bosque en forma de enorme triángulo. La cuadrilla había saltado cerca del vértice de ese triángulo con esperanza de abrir por el lado de occidente un cortafuego que debilitara y después detuviera el incendio. (Los cortafuegos se hacen con el trabajo agobiante y primitivo de talar y excavar a través del bosque una faja de dos metros de anchura, dejándola limpia de cualquier materia que se pueda quemar.)
"Avanzábamos a buen paso", recuerda McIver, "abriendo más de 800 metros de cortafuego por hora. Habíamos trabajado durante tres horas cuando, al levantar la vista, divisé una columna de humo a unos 700 u 800 metros hacia el oeste, casi detrás de nosotros. Al parecer el fuego estaba proyectando dedos o grandes puntas de lanza. Parecía que estábamos en peligro de ser atrapados. Me ofrecí a ir hasta donde pudiera observar el dedo y, si a mi juicio avanzaba, volvería apresuradamente a avisarles".
McIver partió a paso veloz, saltando ágilmente sobre rocas y troncos caídos. Encontró un estrecho lomo y lo siguió en un trayecto de kilómetro y medio. Salió a un claro herboso, poco más o menos a 400 metros por encima del incendio, en lo alto de un largo prado. Comprobó con alivio que el fuego avanzaba lentamente, quemando sin intensidad. Se sentó, sacó un caramelo y empezó a comerlo, pensando que necesitaría energías para el retorno.
De pronto se levantó el viento y cambió de dirección. Segundos después soplaba con tanta fuerza que el fuego avanzó con rapidez.
A la izquierda de McIver el incendio irrumpió en el bosque y se dirigió hacia él formando una muralla de llamas de 30 metros de altura. A su derecha subía tan alto un humo gris que ocultaba el cielo. Las llamas parecían galopar hacia él, devorando en su avance grandes trozos de bosque. El crepitar de los árboles al partirse resultaba ensordecedor. Ya no había esperanzas de regresar para advertir a los otros. Estaba atrapado.
Pero sabía lo que sucede a los bomberos forestales que ceden al pánico y tratan de correr ante un incendio. Estaba decidido a mantener la calma aun cuando todos sus instintos lo impelieran a la fuga. Observó cómo invadían las coléricas llamas el fondo del prado convirtiéndolo en un mar de fuego, y se trazó un plan. Si fracasaba, su foto se sumaría a la colección conmemorativa expuesta en el cuartel.
Mclver se ató el pañuelo a la cara y después, con el incendio a la espalda, encendió un fósforo y lo acercó a la hierba. Luego se apartó y repitió la operación. Pasados unos minutos ya tenía una línea de pequeños incendios ardiendo delante de él montaña arriba. En comparación con el infierno que se le acercaba por detrás, los que él provocó parecían apenas arrastrarse; pero eran su última esperanza.
Mientras el calor se intensificaba, tanto que no podía seguir de pie, Mclver se dejó caer y empezó a avanzar a gatas detrás de su línea de fuego. El gran incendio no tardaría en alcanzarlo. Si podía soportar el calor y conservar el aliento en el reducido espacio de hierba calcinada, detrás de los fuegos encendidos por él, hasta que el incendio principal pasara, se salvaría.
Arrastrándose, acercando la cara todo lo que le era posible a las llamas, tratando de ampliar detrás de sí la superficie de hierba quemada, Mclver concentró su atención en hacer las cosas en el momento debido. En el instante en que el incendio se cerró alrededor de él, empezó a respirar rápida y profundamente, hiperventilándose como un nadador que acumula oxígeno antes de una sumersión. Luego, con los pulmones henchidos casi a punto de estallar, Rod Mclver cerró los ojos y contuvo el aliento.
Las llamas se arremolinaban en torno. El calor era más terrible de lo que había imaginado. Se acercó más a su propio fuego y sintió que la cara empezaba a quemársele. Se detuvo. Las piernas y los glúteos empezaron a chamuscársele. Avanzó un poco más.
Su mente pareció separarse de su cuerpo doliente y observar la escena de un modo frío y distante. "¿Logrará salvarse?" preguntaba una parte de él. "No lo sé", parecía contestar otra parte.
Centímetro a centímetro se adelantó otro poco hasta que el dolor llegó a ser insoportable; luego se detuvo. El calor le mordía las piernas. El cerebro volvió a su extraña conversación. "Cuando el dolor se intensifique de veras, perderá la cabeza", advirtió una voz. "Se levantará de un salto y empezará a gritar". Y la otra voz replicó: "No. No lo hará. Este tipo no va a gritar".
Luego tuvo la sensación de sofocarse. Se le estaba acabando el oxígeno. Si no respiraba pronto, perdería el dominio de sí mismo, involuntariamente respiraría y el torrente de aire ardiente le entraría en los pulmones y lo mataría. No le quedaba por hacer sino una cosa: correr hacia atrás, a través de las llamas, con la esperanza de que el fuego hubiera subido lo bastante y él pudiera llegar a una parte del prado ya quemada.
Mclver se levantó de un salto, dio vuelta y empezó a correr a ciegas con toda la energía de que era capaz. Al hacerlo, sus pulmones hambrientos de oxígeno desobedecieron las órdenes del cerebro e inhaló una gran bocanada de aire. Esperó sentir el dolor atroz del tejido pulmonar al quemarse, pero no lo sintió.
Ya respirando, empezó a correr cada vez más aprisa, orando para que nada le hiciera tropezar. Y de pronto las horribles llamas desaparecieron. Cayó de rodillas, jadeante, cegado por las lágrimas, incrédulo de que siguiera con vida. Se tocó la cara. Tenía la piel caliente, pero sin ampollas. En las orejas había quemaduras. Las manos estaban de un color rosado brillante. Había desaparecido parte de su espesa cabellera negra. Pero estaba vivo.
Cuando pudo ver, Mclver volvió sobre sus pasos hasta donde había dejado el pulaski y lo rescató de las humeantes cenizas. Movido por lo que más tarde llamó "un profundo impulso de venganza personal", recogió el pulaski y a paso vivo se dirigió al flanco del incendio hasta que encontró un trecho de unos 400 metros donde consideró que podía contenerlo. Luego empezó a provocar incendios a lo largo de su cortafuegos. Estaba decidido a derrotar al incendio que casi lo había matado.
Sería cerca de medianoche cuando se detuvo y oyó voces. Era otra cuadrilla de paracaidistas y traían una radio. Mclver transmitió inmediatamente un mensaje a sus compañeros: él se encontraba a salvo; luego se unió al grupo recién llegado, que excavaba cortafuegos. Cerca de las 5 de la mañana se encontraron ambas cuadrillas y pudo relatar a sus camaradas cómo había logrado atravesar la tormenta de fuego.
Los bomberos lograron contener el incendio a eso de las 11 de la mañana; unas 18 horas después de haber subido al DC-3 en respuesta a la alarma. Tras llevar su equipo a un claro donde podría recogerlo más tarde un helicóptero, bajaron lentamente de la montaña Calva hasta donde estaba esperándolos un autobús escolar que los conduciría a su base en Missoula.
Cuando el autobús se detuvo ante una tienda de la orilla del camino para que los sedientos bomberos paracaidistas compraran una caja de cervezas, las manos de Mclver ya estaban cubiertas de horribles ampollas y apenas pudieron sostener la lata fría que le ofrecieron. Pero él sabía que las ampollas se curarían; luego, mientras el vehículo avanzaba en la oscuridad de la noche, comprendió también que en la montaña Calva había aprendido algo importante: él no gritaría.