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julio 04, 2020
Isla de Skokholm. En el horizonte se perfila la costa galesa de Marloes.
En aquella zona del tempestuoso océano Atlántico un naturalista de fama mundial vio realizado su anhelo de niño.
Por R. M. Lockley (nació en Cardiff, Gales. Es autor de más de 40 libros, entre ellos The Island, Shearwaters y The Privase Life of the Rabbit. Hoy, a la edad de 70 años, reside en Auckland (Nueva Zelanda).
SUEÑO fugaz de juventud ha sido para muchos encontrar una isla remota, rica en bellezas naturales, donde poder vivir solo con la mayor sencillez, buscando allí el sustento por uno mismo. En mi caso este sueño persistió hasta mucho después de terminar mis estudios y haberme instalado en cuatro hectáreas de tierra que podía llamar mía... aunque en realidad era arrendada. Todas mis cortas vacaciones del verano las pasaba escudriñando las bravas costas de Gales, dedicado a observar a las aves, que es mi pasión dominante.
En el quinto verano descubrí a Skokholm, isla de casi 100 hectáreas, sin árboles, situada frente a Marloes y cerca de Milford Haven; deshabitada, azotada por una de las mareas más fuertes del mundo (siete metros y medio entre pleamar y bajamar) y sin puerto seguro. Me advirtieron que, aunque en un tiempo estuvo cultivada, el hombre la había abandonado porque, rodeada siempre por el espumoso oleaje que barre 6500 kilómetros del Atlántico abierto, casi nunca era accesible.
¡Abandonada por el hombre! El corazón me saltaba en el pecho mientras observaba a través de ocho kilómetros de mar tormentoso sus bajos farallones rojizos de arenisca al pie de una meseta coloreada por hectáreas de campánulas, céspéd de olimpo, amarillas primaveras, collejas blancas y coclearia. Y volaban sobre ella nubes de aves marinas.
Tuve que esperar dos días a que el tiempo se calmara lo suficiente para embarcarme con los pescadores de langosta que disponían sus nasas alrededor de Skokholm. Como la lancha no tenía motor, era preciso remar durante dos horas (con marea favorable). Llegamos al embarcadero, una hendidura entre la roca. Mil pufinos de cara de payasos nos miraban en silencio paseándose por los farallones cubiertos de flores. Volvió a saltarme de contento el corazón mientras recorríamos lentamente los praditos cubiertos de brezos para ir hasta donde estaban las ruinas de la labranza, dispersando a nuestro paso reuniones tribales de conejos, rodeados de ostreros de picos amarillos y ruidosas gaviotas.
En las paredes de las casas sin techo los mirlos y los petreles habían hecho sus nidos. Alondras, aguzanieves y avefrías se cernían y cantaban sobre la meseta central, donde había lagunas de agua dulce y una turbera.
Como en sueños observé y anduve todo aquel día entre incontables aves, demasiado emocionado para poder dormir al caer la noche. Luego, a medianoche, 20.000 meaucas y petreles de las tormentas regresaron a sus agujeros, gritando y arrullando con misteriosos reclamos demoniacos. Antes de amanecer todos desaparecieron. De su vida nada se sabía, pero yo me proponía averiguarlo; algún día...
Me pareció increíble mi buena fortuna cuando el propietario, que vivía en tierra firme, convino en arrendarme a Skokholm por 21 años, renovables, a razón de 26 libras esterlinas anuales, siempre que yo pagara una compensación por la caza de conejos de ese invierno (alquilada a un trampero) y me comprometiera también a reparar la casita y no dejar que se deterioraran más las otras construcciones de labranza, también sin techo.
Tomé posesión de mi isla en el tempestuoso octubre de 1927, sin saber nada del mar ni de embarcaciones; pero un pescador de aquellos parajes, Jack Edwards, convino en pasar conmigo el invierno, cazando los conejos que serían mi principal fuente de ingreso. Sin Jack, que me llevaba diez años y sabía mucho más que yo, no habría podido soportar aquella tempestuosa iniciación, pues mi ignorancia y mi entusiasmo para llegar a la isla se moderaron por su destreza y su comprensión de las limitaciones del botecito de segunda mano que había yo comprado (tenía que ser pequeño para poderlo izar sobre la línea de tempestad en los farallones de la isla).
Ciertamente no disponía yo de muchos fondos. Vendí mi automóvil de segunda mano y unas pocas posesiones para pagar los costos iniciales, el bote y el modesto salario de Jack (dos libras esterlinas semanales). Confiaba en la caza de conejos en el invierno y la pesca de langostas en el verano para pagar los pocos artículos necesarios que la isla no podía suministrar.
Mientras tanto, pudimos subsistir con las hortalizas que sembramos, leche y carne de cabras, conejos, pescado, huevos de las abundantes gaviotas y, como combustible, madera que dejaba la marea y turba.
Siendo tan escasos mis recursos, comprendí que la única posibilidad de arreglo rápido estaba en el enorme granero. Trabajé días y días reparando el tejado, sirviéndome para ello de las tablas flotantes y tejas caídas; y mientras hacía este trabajo tenía mis momentos de éxtasis al contemplar la belleza de cuanto me rodeaba, el aspecto siempre cambiante del mar y el canal de mareas, los brillantes colores de la isla bajo la inmensidad del cielo. ¡Y las aves! ¡Qué felicidad descubrir que, aun cuando la mayoría de las aves marinas habían volado al sur, Skokholm en invierno era un refugio para centenares de aves terrestres migratorias! Mi diario de aquellos primeros días en la isla contiene pasajes de exaltado entusiasmo al describir la fauna que me hacía compañía.
A fines del año tuve otra racha de suerte. La goleta de dos palos, Alice Williams, construida de madera en 1854, fue abandonada por su tripulación después de estrellarse contra unos arrecifes envueltos por la niebla, cerca de Milford Haven. No se hundió, sino que, llevada a la deriva, con el velamen henchido, fue a varar en el abrazo de la escollera de Skokholm. Como se le había partido la quilla, pude comprarla en una bicoca (cinco libras esterlinas) a los aseguradores, y con la ayuda de una tripulación de voluntarios la desmantelamos hasta dejarla en esqueleto. Dieciocho días después un ventarrón arrojó durante la pleamar su casco de roble y sus cuadernas de pino a una caleta, con lo cual aumentó mi gran provisión de madera.
Milagrosamente cayó en mis manos todo lo que necesitaba para restaurar los edificios de la isla. Los peldaños del camarote de la Alice Williams se convirtieron en escaleras; su pasamanos de la borda de popa hizo de barandilla para la chimenea; su tanque me sirvió para recoger el agua del tejado; su cocina se convirtió en una cómoda letrina; y las 50 toneladas de carbón que transportaba quedaron hacinadas en las peñas que bordean la caleta del Naufragio y durante muchos inviernos alimentaron mi chimenea, mientras aprovechaban el montón las alcas que hacen sus nidos en las grietas. Su hermosa rueda del gobernalle, con guarniciones de latón, fue un adorno del granero, que pasó a ser refectorio; uno de los masteleros me sirvió de asta para mi bandera; y hasta hoy su mascarón de proa, asegurado a un peñasco y pintado de nuevo todos los veranos, señala la entrada escondida del embarcadero.
Ronald Lockley con un petrel
Sí; me consideraba muy afortunado, feliz y confiado en el futuro inmediato, pues, incidentalmente, había conseguido la compañera ideal para remplazar a Jack, quien me dejó en la primavera. Mi matrimonio fue el resultado de un contrato extraordinario, celebrado un día de 1927 cuando, al dejar mi casa de Monmouthshire, visité a mi vecino Harry para despedirme. Su hija, Doris, pintora como él y también naturalista aficionada, empezó a llorar diciendo que ella siempre había querido vivir en una isla. Inmediatamente se secó las lágrimas cuando impulsivamente la invité a acompañarme; agregué rápidamente que tendría que darme el tiempo para restaurar la casita lo suficiente para hacerla habitable.
Aquella primera primavera que pasé en la isla, en 1928, el retorno espectacular de bandadas de millares de aves marinas me incitó a estudiar su vida, hasta entonces casi desconocida. Pero los días se me pasaron veloces en el rudo trabajo material de reparar el tejado de la casita, sembrar la huerta y prepararlo todo para la llegada de mi novia. En julio, en mi botecito castigado por muchas tormentas pero recién pintado, me dirigí a la iglesia de Saint Brides, a orillas del mar, y llevé a mi esposa a pasar nuestra luna de miel entre las solitarias islas occidentales.
Durante dos años felices llevamos una emocionante existencia suboceánica de la mayor simplicidad, casi con independencia total del dinero, satisfechos con el producto abundante de la isla y del mar. Doris demostró ser la isleña ideal y nunca me arrepentí de mi reacción ante aquellas ingenuas lágrimas. A veces vendíamos el excedente de mariscos; y ocasionalmente algún artículo periodístico sobre nuestra vida en Skokholm. En 1930 nació nuestra hija Ann.
Frente a la puerta trasera de nuestra casa habían anidado en agujeros poco profundos unas cuantas parejas de meaucas de la isla de Man. Estas aves, temerosas de las voraces gaviotas, sólo se acercan a tierra por la noche, y siendo sus encuentros nocturnos, el macho y la hembra nunca se ven el uno al otro con claridad suficiente para reconocerse. Marcando individuos con anillos numerados descubrimos que el macho suele regresar temprano de sus cuarteles de invierno en el Atlántico Sur. En febrero y marzo limpia y prepara el bien recordado nido conyugal. La hembra pone un solo huevo, blanco, a fines de abril o a principios de mayo, y luego se va en viaje de recuperación de unos 1000 kilómetros para alimentarse de sardinas vizcaínas, su manjar favorito. Mientras tanto, el macho empolla el huevo y le falta poco para morirse de hambre hasta que ella regresa, quizá una semana después. Ahora le toca a él hacer la misma expedición alimenticia de igual duración.
Incubado en esta curiosa forma por turnos, el huevo se rompe al cabo de unos 50 días. Los padres cuidan del débil polluelo durante una semana, aproximadamente, tiempo en que le sale un plumón protector; luego lo dejan solo durante el día mientras ambos van en busca de pececitos. El alimento es predigerido por los padres, que de noche se lo embuten al pollito en forma de sopa de pescado durante el primer mes. A la novena semana el hijo pesa un 50 por ciento más que el adulto. Entonces los padres, agotados con el esfuerzo de alimentarlo, lo abandonan sin haberlo visto nunca claramente a la luz del día, y se alejan para ir a mudar la pluma en el verano de los mares sudamericanos.
Sólo y ayunando en su oscuro agujero, el pollo de la meauca, ya bien emplumecido, pierde en diez días toda la grasa infantil, y por fin, a medianoche, sale a ejercitar las alas y vuelve a esconderse al cabo de una hora. Durante estas vigilias de varias noches el ave vincula automáticamente su primer vistazo de la disposición de las constelaciones con el heredado mapa celeste de la ruta migratoria en la diminuta computadora y en el reloj biológico (tiempo-longitud) de su cerebro. En esta forma podrá orientarse con precisión cuando se lance al mar en vuelo nocturno, entre la novena y undécima semana de su vida. Entonces el ave, navega con rapidez, sola, hacia los tradicionales cuarteles de invierno, más allá del Ecuador, que ella no ha visitado jamás.
Nosotros, lo mismo que otras personas que después trabajaron en Skokholm, hicimos muchas pruebas del instinto direccional marcando estas gaviotas y otras muchas aves marinas, pruebas que demostraron un "conocimiento" instintivo de su posición geográfica en la Tierra, su capacidad para regresar al nido cuando han sido transportadas en cajas cerradas y soltadas a cientos (en el caso de la meauca) miles de kilómetros de distancia.
La emocionante historia de la meauca de la isla de Man, publicada por primera vez en la revista científica British Birds en 1930, nos valió ofertas de otros observadores de pájaros de ayudarnos en nuestro trabajo. Así pues, en 1933 organizamos grupos voluntarios para fundar el primer observatorio de aves en las Islas Británicas (ahora hay 14). Con su entusiasta ayuda pudimos construir trampas permanentes para capturar, estudiar, marcar y soltar algunos de los millares de avecitas de paso que visitaban la isla en la primavera y en el otoño.
Pronto nuestro volumen anual de aves marinas y terrestres marcadas con anillos subió a cinco cifras. La posterior recuperación de estos animales, tanto en nuestro país como en el exterior, ha servido para informarnos de sus migraciones, cómo forman parejas, su apareamiento y su longevidad. También demostramos que algunas especies, consideradas hasta entonces muy raras (y algunas nuevas en Gran Bretaña), son aves migratorias constantes, aunque escasas.
Por su aislamiento y por las facilidades que nosotros ofrecíamos, los científicos pidieron que se les permitiera hacer en Skokholm unos estudios especiales. En 1936 sir Charles Martin ofreció exterminar los conejos, como un experimento de prueba para el gobierno de Australia, con el virus letal de la mixomatosis, en forma que yo podría reemplazar los conejos, poco remunerativos, con ovejas, mucho más lucrativas. El experimento fracasó, porque los conejos de Skokholm no tienen pulgas (nadie sabe por qué), que son los vectores del virus. Yo realmente me alegré de que no exterminaran a los conejos, pues estos roedores siempre sirven para algo, como por ejemplo para hacer agujeros que utilizan los pufinos y las meaucas.
Al estallar la guerra en 1939, el Ministerio de la Guerra quiso fortificar la isla que domina la entrada a la base de convoyes de Milford Haven. Con tristeza tuvimos que salir de Skokholm, aunque tal vez ya era tiempo de cambiar... ¿Puede un hombre pasar toda su vida en una isla barrida por los vientos sin convertirse en un excéntrico.? Nuestra hija estaba ya en el internado. Por fortuna para el futuro, las tempestades del invierno hicieron fracasar los esfuerzos del Ministerio de la Guerra para desembarcar cañones y equipo en la isla. Después, ganada la batalla de Inglaterra, se abandonó el proyecto de defensa. Skokholm siguió tranquila durante otros cinco años.
El observatorio se volvió a abrir en 1946. Durante tres meses trabajé con otros voluntarios para reanudar los estudios sobre meaucas, pufinos, petreles, alcas, gaviotas, aves de paso y conejos que habíamos iniciado hacía tanto tiempo. Pero ya estábamos establecidos en una granja al norte de Pembrokeshire y nunca volví a residir en Skokholm. Traspasé mi contrato de arrendamiento al Fideicomiso de Naturalistas de Gales Occidental.
¿Cuáles fueron mis sentimientos al volver a visitar a Skokholm en el verano de 1973, después de más de 30 años de ausencia? En primer lugar, de alegría, al comprobar que no había cambiado nada de su prístina belleza. Há habido fluctuaciones interesantes en sus grandes poblaciones de aves, pero las flores silvestres y los conejos son los mismos. Los pufinos han disminuido en número, en parte por la contaminación del petróleo, pero las meaucas se han duplicado; hoy viven allí más de 35.000 parejas. En segundo lugar, sentí gran satisfacción al ver que el trabajo que yo empecé, humildemente y como aficionado hace más de 40 años, se ha intensificado muchísimo y ha producido una biblioteca de nueva información sobre casi todos los aspectos de la historia natural y sobre la ecología de la isla de Skokholm.
Como la protección legal es completa para todas sus criaturas, la isla está sobrepoblada. Hay unas 100.000 aves adultas que se reproducen en Skokholm. Ya no queda más espacio en el albergue de las aves, y la isla constituye un refugio abundante de vida silvestre. Yo había soñado y planeado que llegara a serlo, pero nunca pensé que se convertiría en lo que es actualmente: posiblemente el islote más estudiado de todo el mundo.
CONDENSADO DE "OSSERVER MAGAZINE"(21-VII-1974). FOTOS: CORTESÍA DE AREOFILMS LIMITED