ENCADENAMIENTO LÓGICO (Poul Anderson)
Publicado en
julio 06, 2020
El hermano trajo con él la ruina y hermanos y hermanas rompen lazos de familia. Ni un solo hombre ama a su prójimo.
Duro es el mundo. La prostitución crece. Es el tiempo del hacha, y el tiempo de la espada.
El escudo está hendido, el huracán sopla y el lobo aúlla, es el mundo que acaba...
(Del poema ELDER EDDA)
I
Casi siempre permanecía solo y aun cuando los otros se hallaban junto a él, daba la impresión de encontrarse muy lejos, ausente, engolfado en un extraño y lejano mundo. Su único compañero era un perro flacucho, mestizo y de pelo gris, con la cabeza conformada de extraña forma y propenso a las actitudes salvajes. Los dos habían viajado siempre juntos por la vacía campiña, las ondulantes praderas y los bosques y a través de los accidentados pasajes del río, a lo largo de millas y millas. Ambos formaban una extraña pareja, paseando a lo largo de una cresta montañosa contra el rojizo resplandor del crepúsculo: el delgado, andrajoso y cabezudo muchacho, como un enano sacado de alguna leyenda y el perro siempre siguiéndole fielmente los pasos.
Roderick Wayne les vio conforme paseaba de vuelta al hogar por la orilla del río. Ellos trotaban a buen paso por la otra orilla en el escarpado. Les llamó la atención y ellos se detuvieron; el muchacho se quedó fijamente mirando, casi como si se preguntase quién sería el hombre que le había llamado desde la otra orilla. Wayne ya conocía tal actitud del pequeño, aunque Alaric se le aparecía en aquel momento como el perfil de una gárgola contra el fantástico color rojo del horizonte en el crepúsculo. Sabía que su hijo le miraba, como tratando de enfocar bien su figura, y como si se esforzara en recordar quién era. El mismo dolor de siempre le punzó en el interior de su espíritu. Sin embargo, volvió a llamar:
—¡Ven aquí, Al!
Wayne había tenido un día de duro trabajo en la tienda y estaba cansado. El arreglar máquinas era un duro descenso para él, que había sido catedrático de matemáticas en el Southvale College; pero el mundo entero se había derrumbado y los hombres sobrevivían de la mejor forma posible en sus ruinas. Él se hallaba mejor que muchos..., no había tampoco por qué quejarse.
De siempre había tenido la costumbre de darse un paseo diario junto al río que atravesaba el paisaje de la ciudad, cada tarde al final de las clases, fumando su pipa y manejando su bastón, pensando qué tendría la buena de Karen para cenar, o igualmente en la impersonal belleza de los últimos desarrollos científicos en el terreno matemático de la mecánica cuántica, dos tópicos no tan faltos de relación como a primera vista podría suponerse. Los dulces atardeceres del verano no eran realmente para malgastarlos en plantearse problemas para el día próximo, siempre habría tiempo para ello. Wayne siempre paseaba a sus anchas de la misma forma, dando chupadas a su vieja pipa y respirando el aire fresco del atardecer, observando el reflejo de los altos árboles en el espejo de las aguas o el color de oro fundido del crepúsculo. Siempre se encontraba con algunos estudiantes que le saludaban cariñosamente al paso, ya que Wayne era hombre muy querido y estimado. Cuando esto no ocurría, sólo existían él mismo, el río y la estrella de la tarde.
Pero de aquello ya hacía dieciséis años, y el recuerdo de aquel tiempo se hallaba casi diluido en su memoria. La breve e increíble pesadilla horrenda de la guerra, que había barrido de la faz de la Tierra casi todas las grandes ciudades en un par de meses, con sus secuelas horribles del hambre, la destrucción, la epidemia, las batallas, el enemigo y el retorcimiento del destino humano, había borrado también la bella y plácida imagen de aquellos hermosos días pasados, distorsionándolos al igual que las rocas a través del agua de una rápida corriente.
Entonces, el campo aparecía en una espantosa desolación, sin ganados que pacieran en sus altas hierbas y con aquellos racimos de viejos edificios que parecían mirar fijamente con ojos sin vida como esqueletos sepulcrales.
Destruidas las ciudades, la cultura del mundo se hundió en luchas fratricidas por disputarse restos de comida o de ropa. Ya no eran precisos los profesores; sino una desesperada escasez de mecánicos y técnicos. Southvale, una aletargada ciudad universitaria dentro de la zona agrícola del Medio Oeste, se organizó en una dictadura de tipo comunista, para defender lo que tenía. Aquellos habían sido unos tiempos crueles y duros, en que cada forastero era hallado siempre con armas en la mano. Habían sido innumerables las batallas con los vagabundos salteadores muertos de hambre.
Una vez acabadas las plagas vegetales, habían trabajado de firme y ahorrado suficiente alimento para poder sobrevivir en el primer invierno. De allí en adelante, era indispensable hacer andar la máquina agrícola. Cuando se acabó la gasolina, fue preciso echar mano a la fuerza del caballo, de la mula, del buey y del propio hombre. Y así es como Wayne fue asignado al cuidado del almacén de maquinaria, y de cierta forma y ante su propia sorpresa, halló que pronto se convertía en un excelente mecánico. Su talento para conseguir piezas de repuesto de los tractores y automóviles, entonces abandonados y sin uso posible, y cuya tarea inapreciada al servicio de las máquinas destinadas al ali-mento humano, le valieron el sobrenombre de Caníbal, siendo pronto elevado al puesto de superintendente general.
De aquello, ya hacía bastante tiempo y desde entonces las cosas habían mejorado sensiblemente. La dictadura del principio había desaparecido, y Southvale formaba ya parte de la nación. Pero aún seguía sin necesidad de profesores, contando con suficientes maestros de primera enseñanza para la escasa población infantil. En consecuencia, Wayne continuó como jefe de la maquinaria de la ciudad. A pesar de todo, sólo era un hombre muy cansado, descuidadamente vestido con unos pantalones zurcidos y grasientos que volvía a casa para cenar y cuyos pensamientos se ensombrecieron a la vista de su hijo.
Alaric Wayne descendió del escarpado y cruzó el puente a pocas yardas de la superficie del río, uniéndose a su padre. Formaban el más singular contraste: el hombre, alto, encorvado de espaldas, cabellos grises y un rostro alargado; el muchacho, demasiado pequeño para sus catorce años, esbelto y andrajoso, aunque con el frágil cuerpo demasiado corto para sus largas piernas y la cabeza un poco demasiado grande para el resto de los demás miembros. Bajo su enmarañado pelo castaño, su cara tenía un corte delicado; pero sus enormes ojos azules aparecían vacíos de expresión.
—¿Dónde has estado todo el día, hijo? —preguntó Wayne.
En realidad no esperaba ninguna respuesta, y ninguna obtuvo. Alaric raramente hablaba, e incluso no parecía oír muchas de las preguntas que se le hacían. Parecía mirar al vacío, como si fuera una criatura ciega; no obstante, existía una cierta gracia en sus movimientos.
En la mirada de Wayne sólo había piedad y una infinita pesadumbre en su mente. «Éste es el futuro —pensó—. Ésta fue la decisión del hombre, el vender locamente el derecho a nacer, su existencia racial y todo por las soberanas prerrogativas de naciones que aún existen, sólo en la memoria y el recuerdo. Lo que venga después sólo Dios lo sabe.»
Subieron juntos una pequeña colina y pronto estuvieron en una de las calles de la ciudad. La hierba había crecido entre los adoquines de las aceras y el empedrado de la calzada. Muchas casas mostraban aún sus trágicas ruinas, totalmente abandonadas. Un poco más hacia el interior, llegaron al distrito habitado. La población había descendido a la mitad de la época anterior a la guerra, a través de las privaciones, las luchas y la esterilidad, aunque se había producido alguna ligera emigración una vez que se levantaron las restricciones impuestas.
Al primer golpe de vista, Southvale tenía el aspecto de una ciudad medieval. Una carreta arrastrada por caballos crujía a poca distancia. La gente se dirigía al mercado, vestida con toscas ropas caseras, llevando antorchas y candelas en la mano para alumbrarse. A través de las ventanas de las casas habitadas, podía observarse el tibio resplandor de las candelas que se usaran en siglos pasados.
Después, podían observarse más de cerca los perros, el ganado..., y los niños.
Un par de pilluelos pasaban por los alrededores, normales según los antiguos conceptos de las criaturas, y bastante normales en sus gritos a pesar de las voces de «¡Mutie! ¡Mutie!»4[4], que dejaron escapar al paso. Alaric no pareció darse cuenta de su presencia; pero su perro ladró furiosamente. En la semioscuridad del atardecer, la gran cabeza redonda del animal, parecía algo demoníaco y sus ojos fulguraban con una llama rojiza.
Pasó otra banda de chiquillos tan sucios y desarrapados como los demás, pero..., no humanos. Niños mutantes. No había dos semejantes. Uno tenía por ejemplo una cara bestial. Otro con un dedo menos o de más, de los cinco normales de la mano. Otros con los pies sin dedos, o en forma de cascos, con la espalda retorcida en la forma más grotesca. Enanos pataleantes. Gigantes acromegálicos de siete pies de altura a los seis años de edad. Otro con una imponente barba a los ocho años. Y peor aún.
No todos estaban deformados. La mayor parte de las mutaciones sufridas al nacer eran, naturalmente, desfavorables; pero ninguna en aquel grupo era claramente una desventaja para la criatura portadora del cambio sufrido. Algunos tenían un aspecto completamente normal; sus diferencias internas habían sido descubiertas más o menos accidentalmente. Probablemente muchos de los chicos «humanos» tendrían tales variaciones, insospechadas, o probablemente también alguna mutación latente que se manifestaría después. Tampoco eran deformidades, todas las variaciones. Las piernas extremadamente largas, o un metabolismo altamente anormal, por ejemplo, podían ser más bien una ventaja, que un defecto o retroceso en la evolución.
Aquéllas eran las dos clases de niños en Southvale y, naturalmente, en el resto del mundo. Un tercero y lastimoso grupo, apenas si contaba; el formado por los mutantes sin esperanza, nacidos con alguna terrible desventaja de mente o de cuerpo que usualmente le llevaba a la muerte en pocos años.
Pero Wayne no había visto ni oído la presencia de estos últimos, y a despecho de los relatos fantásticos de «superhombres» dudó mucho que tal cosa hubiera sucedido. Había criaturas cuya presencia era un verdadero horror, como el chiquillo de Martin, con ojos de águila y una total sordera.
Wayne saludó con la mano a aquel muchacho que corrió junto a la banda de mutantes, y el chico le devolvió el saludo. El resto le ignoró absolutamente. Los mutantes se mostraban avergonzados de los humanos, y con frecuencia resentidos y sospechosos. Pero no era posible reprocharles nada. La primera generación había sido tratada sin piedad por los chicos normales, conforme iban creciendo y habían tenido que soportar muchas humillaciones y abusos por la despiadada discriminación de parte de los adultos. En aquellos días, con la mayor parte de sus perseguidores en edad madura, los mutantes se encontraban en franca mayoría entre los chiquillos, y apenas tenían nada que ver con los humanos normales, más allá de alguna que otra pelea aislada. Los mayores llegaron a la conclusión que ellos heredarían la Tierra y estaban contentos con esperar. La vejez y la muerte serían sus mejores aliados.
Pero Alaric... A Wayne, el dolor no olvidado volvía siempre a herirle en igual medida. No estaba seguro de nada. Cierto que el chico era un mutante; una inspección a rayos X efectuada con el único aparato puesto recientemente en funcionamiento en la ciudad había demostrado que sus órganos internos se hallaban trastocados en su posición normal. Aquello no significaba mucho, realmente, había ya ocurrido eventualmente antes de la guerra. Lo más doloroso para el padre era que parecía ostentar trazas de retrasado mental; ya que hablaba tan poco y tan pobremente y ni siquiera asistía a la escuela elemental, pareciendo totalmente ausente del mundo real que le rodeaba. Pero..., bien, el muchacho leía asombrosamente bien y a tremenda velocidad, si no fuese flojo en volver las páginas. Le gustaba estar siempre rodeado de aparatos mecánicos o físicos. Wayne había salvado muchos del abandonado laboratorio de la Universidad. Alaric parecía fascinado con ellos, aunque aparentemente no existía propósito alguno en sus juegos con tales aparatos. De vez en cuando hacía alguna extraña pregunta, para volver a caer en la misma soberana indiferencia con que contemplaba el mundo exterior.
Pero Alaric era todo cuanto tenía el matrimonio. El pequeño Ike, nacido antes de la guerra, había muerto de hambre el primer invierno de la posguerra. Desde el nacimiento de Al, no habían tenido más criaturas. La radiactividad parecía ejercer una mayor actividad sobre determinadas personas en forma esterilizante. Por lo demás, Alaric era un buen chico, se conducía bien, era tímido y desde luego no hacía sufrir a sus padres. Lo que más resaltaba en el chico era su falta de color.
Llegaron por fin a la casa y Karen salió a recibirles a la puerta. La simple visión de la rubia vivacidad de su esposa fue bastante para elevar el espíritu decaído de Wayne.
—Hola, caballeros —dijo ella—. ¿A que no sabes lo que pasa? Imagínatelo.
—Pues..., no sabría decirlo.
—Un reactor del Gobierno pasó hoy por aquí. Tendremos un servicio aéreo regular.
—¡Déjate de bromas!
—De veras, cariño. Lo he sabido directamente del mismo piloto, nada menos que un coronel. Yo estaba junto al campo, camino del mercado sobre el mediodía, cuando aterrizó, y me apresuré a entrar en conversación con él.
—No deberías haberlo hecho.
—Pues claro que sí. Siempre es interesante conocer lo que ocurre. Otros transeúntes, supieron la noticia.
—Humm... —Wayne entró en la casa—. Desde luego, yo tenía noticias ya que el Gobierno inauguraba una línea aérea; pero nunca imaginé que esta ciudad tendría un lugar en ella, aun en el caso de disponer de ese claro de terreno, que eufemísticamente se llama un aeropuerto.
—De todas formas, piensa qué bueno es esto, piensa en los negocios que aportará. Podremos tener ropas, combustible, maquinaria, alimentos..., no, supongo que esto lo tendremos que resolver nosotros. A propósito, la sopa está preparada.
Era una buena comida, falta de ingredientes; pero sobrada de imaginación. Wayne la atacó vigorosamente; pero su mente permanecía inquieta.
—Es divertido —murmuró— cómo una civilización se supera a sí misma. Crece hasta la cima y se destruye en una guerra devastadora tan de colosales proporciones, que tuvimos que recomenzar desde la última miseria, de las mismas cenizas de las ruinas. Pero nos quedaron algunas máquinas, y suficiente conocimiento para reconstruir sin demasiadas dificultades. Nuestras autopistas y ferrocarriles, por ejemplo, desaparecieron y ahora vamos a reemplazarlas con una línea aérea nacional. De igual forma, imagino que más tarde pasaremos de un solo golpe desde andar a pie, a volar en aviones particulares.
—Ya no volveremos a estar más tiempo aislados —dijo Karen animada—. Volveremos a formar parte del mundo nuevamente.
—Humm..., de lo que queda, que no es mucho. Europa y la mayor parte de Asia, según tengo entendido, están demasiado alejados de nosotros para que cuenten y la zona sur del país se encuentra todavía en un estado bastante salvaje y primitivo.
—Habrá una curiosa nueva cultura —dijo Karen pensativamente—. Ciudades esparcidas y deshechas, conectadas por aviones rápidos y modernos, tan pronto que probablemente no tengan necesidad de crecer nuevamente. Y entre ellas, fajas inmensas de país salvaje, y..., bien, será una cosa extraña.
—Sí que lo será —confirmó su marido—. Pero difícilmente podemos extrapolar nuestra presunción. En lugares como este, la gente ya ha vuelto bastante bien a tenerse en pie; las plagas vegetales han desaparecido; los proscritos, suprimidos o alejados a zonas remotas. La ley marcial ya fue suprimida, hace unos nueve años, cuando los Estados Unidos y el Canadá se unieron formalmente y eligieron Presidente a Hugh Drummond.
—¡Ya sé un poco de todo eso, oh, hombre omnisciente! ¿Adónde quieres llegar?
—Pues sencillamente a esto. A despecho de cuanto se ha logrado, queda todavía mucho camino que recorrer. El sur del país es una bárbara anarquía. Tenemos un contacto muy precario con algunas ciudades y distritos de Latinoamérica, Rusia, China, Australia y Sudáfrica y unas cuantas pocas zonas más. Pero aparte que nosotros, los habitantes del norte de la Unión Norteamericana, nos hallamos en una isla de civilización dentro de un mar de salvajismo, ¿qué podrá venir de todo esto? No es fácil predecirlo. O quizá sea mejor preguntarse: ¿qué vendrá de los mutantes?
Los ojos de Karen se entristecieron al buscar los de su hijito, inescrutables como siempre.
—Quizás..., al fin..., el superhombre —dijo.
—No es probable en absoluto, querida, aunque constituya la leyenda de la posguerra. Tú sabes cuántos genes mutados recesivos tienen que existir, para volver a mostrarse imprevisiblemente en los siglos que vendrán. No habrá familia en la Tierra que no produzca alguna alteración imprevista en las próximas generaciones. Y muy pocas de estas características pueden ser favorables. Dios solo sabe cuál podrá ser el resultado; pero, desgraciadamente, no serán realmente «humanos».
—Puede que tal mundo tenga otro significado.
—Tal vez, Karen. Pero no por ahora.
—Sin embargo —insistió Karen—, si todos los cambios favorables se muestran en una individualidad, ¿no podría resultar así un verdadero superhombre?
—Supones que todas esas características aparezcan favorables y ligadas entre sí. Pero son incontables las posibilidades que hay en contra para que tal cosa ocurra. Y de todos modos, ¿qué es un superhombre? ¿Un organismo a prueba de balas, y de mil caballos de fuerza? ¿Un enano macrocéfalo expresándose en símbolos lógicos? Supongo que quieres referirte a un ser lo más parecido a un semidiós, un ser humano mejoradísimo y altamente evolucionado. Pero puedo garantizarte que los cambios tendrán mucha menos importancia, Karen. Sería deseable un cambio menor en lo físico. Cualquier psicólogo podría decirte que el Homo sapiens está a mucha distancia aún de haber logrado la completa capacidad que en él reside. Está necesitado de educación y entrenamiento, no de mayor evolución orgánica. De cualquier forma, querida, estamos argumentando en vacío. El Homo sapiens ha provocado el suicidio de la raza. Los mutantes serán hombres.
—Sí, supongo que sí. ¿Qué te ha parecido la carne?
Tras haber cenado, Wayne se sentó en su cómodo sillón. El tabaco y los periódicos aún no eran cosas al alcance de la mano y el Gobierno tenía a su disposición y para su servicio los pocos aparatos de radio y televisión que se producían en sus factorías nuevas o reconstruidas. Pero disponía de una gran biblioteca, con sus propios libros y los que había rescatado de la Universidad evitando así su destrucción, muchos de ellos de verdadero valor.
Abrió uno de ellos, un pequeño volumen y pasó la mirada por los primeros versos, que ya conocía de memoria:
Y nosotros, que ahora gozamos en el Mundo
partiremos. El Verano volverá a vestirse de flores.
Nosotros volveremos bajo la Capa de la Tierra.
Descenderemos..., —haremos otra Capa—, y, ¿para quién?
Dirigió los ojos hacia su hijo Alaric. El muchacho estaba sentado en el suelo junto a una pila de libros a su alcance. Sus ojos iban vivamente de uno a otro, hojeando locamente las páginas y en lugar del vacío de sus grandes ojos azules, brillaba en ellos una llama fantástica. Los libros eran: La Teoría de las Funciones, Mecánica Nuclear, Manual de Física y Química, Principios de Psicología, Termodinámica, Ingeniería de los Cohetes, Introducción a la Bioquímica, etc. Ninguno de ellos podía ser tocado a la ligera o alternado en el estudio de aquella forma. El genio más grande de la historia no podría haberlo hecho. Y un muchacho como aquél..., no, Alaric estaba solamente pasando páginas y más páginas. Sólo podía ser..., ¿un retrasado mental?
«Bien —pensó Wayne—. Será mejor que me vaya a la cama. Estoy cansado de veras. Mañana es domingo. Buena cosa es que tengamos descanso de nuevo un día a la semana y poder dormir hasta tarde...»
II
En la banda de Richard Hammer había unos cincuenta hombres y diez mujeres, igualmente furtivas, andrajosas y de mucho cuidado. Se movían lentamente a lo largo de la orilla del río, soltando maldiciones contra las piedras con las que iban tropezando, en feroces palabras entrecortadas. Sobre sus cabezas, la luna en cuarto creciente expandía una suave luz en un cielo nublado. El río continuaba su rápida corriente, la escasa luz de la luna iluminaba a medias el paisaje y la oscuridad, y el viento soplaba con furia entre los árboles. En algún lugar de las cercanías un perro aulló y una vaca salvaje emitió un mugido de alarma avisando a su ternero. La noche era fría, húmeda e interminable.
—¡Dick! ¿Cuánto falta todavía?
Hammer se volvió hacia el hombre que le había hecho la pregunta en voz baja, entre el oscuro grupo de seguidores.
—Cierra la boca —gruñó—. No hables mientras caminamos.
—Hablaré cuando me de la gana —dijo entonces en voz más fuerte.
Hammer cuadró los hombros fuertes de su corpachón de atleta y levantó su barbuda cara agresivamente a la luz de la luna.
—Todavía soy el jefe —advirtió—. Siempre que quieras luchar conmigo por el puesto, puedes hacerlo. Adelante.
En la mano sostenía el arma de fuego que le quedaba, un rifle y una cartuchera con unos cuantos cartuchos; pero con el cuchillo y el palo, pies y dientes resultaba todavía el más duro luchador de la partida.
Aquello era lo que le había permitido continuar vivo todavía, en aquellos terribles años de continuas riñas, de hambre y de vagar sin esperanza, ya que ningún bandido se hallaba seguro sin un jefe que le condujera.
—Está bien, está bien —respondió el otro individuo—. Pero estoy cansado y hambriento y este camino no se acaba nunca.
—No falta mucho —prometió Hammer—. Conozco este territorio. ¡Vamos y calladitos!
El grupo continuó avanzando, medio dormidos por el cansancio; sólo el agudo grito del hambre en sus estómagos les mantenía en marcha constante. Había sido una larga jornada a través de cientos de millas de devastado territorio del sur. Resultaba muy duro y amargo atravesar las ricas granjas del norte, sin poder llevarse apenas que unos cuantos pollos y gallinas y unos puñados de maíz. Pero Hammer insistía en su secreto destino y era capaz de dominarles lo suficiente como para hacer que le siguieran, sin rechistar. Aún no se había decidido a revelar su plan de campaña; pero el hallarse dentro de un territorio civilizado presuponía luchar y matar o morir, seguramente.
La luna ya estaba baja en el horizonte cuando Hammer ordenó un alto en la marcha. Habían dado cima a un alto repecho desde el que se contemplaba una masa oscura a unas dos millas de distancia, una ciudad.
—Ahora podrán dormir todos —ordenó el cabecilla—. Atacaremos poco antes del amanecer. Tomaremos la plaza con toda la comida que hay allí, casas, mujeres, ¡licor!, y mucho más, muchachos.
La banda estaba demasiado cansada para ocuparse de otra cosa que no fuera dormir. Se esparcieron por el suelo, como animales arropados con harapos y trozos de pieles, con sus cuchillos y palos, guadañas, hachas e incluso arcos y flechas. Hammer se sentó en el suelo y permaneció inmóvil, como un enorme gorila barbudo, con su maciza cara mirando a la ciudad. Un par de sus lugartenientes, jóvenes flacos y endurecidos por la lucha que sostenían a su lado, se le unieron.
—De acuerdo, Dick, ¿cuál es la idea? —murmuró uno de ellos—. No iremos a destruirla, sí eso fuera todo, ya hemos pasado por otras en el camino que traemos. ¿Qué estás tramando?
—Muchas cosas —respondió Hammer—. Ahora, no hagan ruido y se lo explicaré. Mi idea les dará además de muchos días de buena comida y bebida y buen descanso, algo más..., un hogar.
—¡Un hogar! —susurró el otro proscrito. Sus fríos ojos se iluminaron de una forma singular—. ¡Un hogar! Eso suena a fantástico, Dick. Hacía tanto tiempo que...
—Yo vivía aquí antes de la guerra —interrumpió el jefe, siguiendo en el uso de la palabra en voz baja—. Cuando estalló la guerra, yo estaba en el Ejército. La epidemia destruyó mi unidad y casi todos murieron en la primera semana en la colina donde estábamos. Me dirigí hacia el sur en busca de un terreno más cálido. Muy pocas personas tuvieron la misma idea que yo.
—Eso nos lo has contado ya muchas veces antes.
—Ya sé, ya sé; pero..., cualquiera que haya vivido aquellos días, no podrá olvidarlo. Todavía puedo ver a tanto hombre muerto, la epidemia los aniquiló. Bien, empezamos a luchar por la comida. Bandas separadas se atacaban una a otra, cuando se encontraban. Hasta que quedaron unas cuantas para lo poco que había que pescar. Y entonces me acerqué a un pueblo y comencé a trabajar en el campo.
El perro aulló más cerca aún. En aquel aullido del animal había una nota extraña, algo que jamás se había escuchado de un perro antes de las mutaciones.
—¡Ese condenado «mutie»! ¡Va a despertar a toda la ciudad! —rezongó uno de los de la banda.
—No, no hay que preocuparse. Este lugar ha vivido pacíficamente demasiado tiempo —dijo Hammer—. Ya pueden verlo. No hay guardias por ninguna parte. Como les decía, existían granjas separadas a bastante distancia. Tuvimos que luchar con otros tipos, y después, cuando conseguimos sembrar y plantar, vinieron las plagas del campo, barriendo toda posibilidad de recoger nada de la tierra. Entonces comencé a acordarme a cada momento de mi hermosa tierra de Southvale. Buena tierra para cultivar, un clima bastante decente y, a juzgar por los rumores que se corrían, era seguramente la más rica de todo este territorio. Y así se me metió entre ceja y ceja volver por aquí. —Y la blanca dentadura de Hammer relampagueó al sonreír a la luz de la luna.
—Bien, siempre te ha gustado escucharte hablando. Ahora supongamos que quieres decirnos de una vez lo que tienes tramado.
—Pues esto, amigos. La ciudad se encuentra aislada del resto por medios ordinarios de comunicación. Una vez que la hayamos conquistado, podremos ocupar fácilmente las granjas de los alrededores. Pero, ya saben que el Gobierno ha estado aquí. Las cosechas han tenido apenas plagas del campo. Alguien ha tenido que venir a fumigarlas. Un avión pasó ayer por aquí.
Los de la banda se movieron inquietos. Uno de ellos murmuró:
—No quiero nada con el Gobierno. Nos colgarían por esto...
—¡Si pueden! No son realmente tan fuertes como parece. Aún no han conseguido el sur en absoluto, sólo han hecho un par de visitas. Tal y como yo lo veo, hay sólo un centro de Gobierno del que poder hablar, y es esa ciudad de Oregón de la que hemos oído hablar. Lo sabremos por la gente a las que echaremos el guante. ¡Ellos nos lo dirán! Y ahora, miren. El Gobierno tiene que tratar con Southvale, en una u otra forma. No disponen todavía de carreteras para los coches, por lo que tienen que usar aviones. Eso quiere decir que uno tendrá que venir a Southvale más pronto o más tarde. Los pilotos saltarán a tierra..., y les echaremos el guante también. Nos apropiaremos del aparato. Ya he olvidado cómo se vuela; pero ya nos conducirán los pilotos. Aterrizaremos de noche cerca de la casa de algún pez gordo, o quizá del misino Presidente. Los aviadores nos dirán todo lo que necesitemos saber. Cuando hayamos capturado a ese pez gordo, descubriremos dónde se guardan las bombas atómicas. Tienen que estar depositadas cerca de la ciudad y nuestro hombre procurará que entremos en posesión de ellas. Dejaremos las bombas y saldremos huyendo. La ciudad saltará por los aires. Ya no existirá más Gobierno, ni nadie querrá saber nada de él. Con lo que hayamos tomado de los arsenales, sostendremos Southvale y todo su territorio. Seremos los jefes, los amos... ¡Reyes! Quizá más tarde estemos en condiciones de conquistar más terreno. No habrá Gobierno alguno que nos detenga.
Hammer se puso en pie. Sus ojos se iluminaron con los últimos rayos de la luz de la luna, con una espléndida visión... En el fondo no se sentía un ladrón. Endurecido y embrutecido por el dolor, el hambre y la lucha para sobrevivir, no solamente se sentía un conquistador, sino un Napoleón o un Alejandro Magno. En el fondo de su corazón estaba convencido del hecho que mejoraría el estado de sus conciudadanos y por lo que tocaba a los otros..., bien, los «extraños» y «el enemigo» eran cosas sinónimas para él, para dedicarles mucho tiempo en que pensar.
—Se acabó el hambre, muchachos —dijo aspirando profundamente el aire de la noche—. No más frío, ni más humedad, no más esconderse entre las ruinas, no más andar y andar, sin dirigirse a ninguna parte. Nuestros hijos no morirán como perros recién destetados, crecerán como Dios manda, libres, felices y seguros. Podemos construir nuestro propio futuro, muchachos. Me parece estarlo viendo: una gran ciudad que se eleve hacia el sol.
Sus lugartenientes se estremecieron incómodos. Tras diez años de asociación, reconocían la extraña conducta de su jefe; pero le respetaban. Sus enormes ambiciones estaban más allá del alcance de unas mentes enfocadas estrictamente de la supervivencia día a día en la lucha por la vida. Se sintieron, no obstante, un poco asustados. Pero hasta los enemigos de su jefe reconocían la destreza de Hammer y su gran audacia y buena suerte. El plan podía tener éxito.
Sus propias ideas del futuro iban muy poco más allá de tener una buena casa y un harén de mujeres para cada uno. Pero aplastar al Gobierno era algo por lo que valía la pena dar la vida. Todos lo asociaban con el desastre y éste con todas sus calamidades y sufrimientos. Por tanto, era su peor enemigo. Sí, era preciso destruirlo, o al menos derrotarlo. Quizá nunca podrían poseer aquella hermosa tierra verdeante...
A menos que...
El perro había entrado en el pequeño campamento formado por los bandidos, olfateando como una sombra furtiva a la vaga luz de la luna. Entonces, aulló sordamente una vez más y se alejó trotando hacia la oscura y silenciosa masa que formaba la próxima ciudad.
III
Alaric Wayne se despertó por el ruido producido por el rascar de algo extraño bajo su ventana. Durante un momento, permaneció incorporado en su cama con la mente todavía nublada por el sueño. Una luz difusa de la luna entraba por la ventana de su dormitorio, bañando en su lechoso resplandor los libros y utensilios de laboratorio, que en confuso montón se hallaban esparcidos por el suelo. En el exterior, el mundo le resultaba una fantasía en blanco y negro, irreal bajo las lejanas estrellas.
Se despertó por completo. Alaric se deslizó de la cama, se dirigió a la ventana y se asomó por ella. Era su perro, arañando con las patas, pues quería entrar. Parecía excitado. Levantó la contraventana y el animal saltó torpemente al interior.
El perro comenzó a dar vueltas moviendo la cola desgarbadamente y tirando de una de las piernas del muchacho, olfateando nerviosamente en dirección al sur y emitiendo ligeros gruñidos de impaciencia. Los grandes ojos claros del chico parecieron iluminarse.
¡Tenía que pensar!...
El perro estaba avisándole de un peligro que provenía del sur. Aunque la mutación sufrida por el animal había conformado el cerebro canino en una inteligencia anormal, seguía siendo un perro. No estaba en condiciones de comprender o razonar por encima de un nivel elemental. Tres años antes, Alaric había notado ciertos signos en el cachorro y le había criado y entrenado, existiendo una curiosa intercomunicación entre ambos. Desde que creció, habían cooperado para cazar o para evitar a los otros perros salvajes en sus largas caminatas.
Ahora el peligro estaba presente. Hombres fuera de la ciudad, hacia el sur con intenciones hostiles. Aquello era todo lo que el perro estaba expresándole en su forma especial de comunicarse con su joven amo. Alaric se llevó las manos a la frente, empezando a temblar con cierta especie de misterioso temor. ¿Qué significaría aquello? ¿Qué hacer?
El peligro era suficientemente claro y evidente y el primitivo instinto le mostró la conducta a seguir. Tenía que esconderse de un grupo de muchachos humanos cuando intentaban pegarle. O huir de los perros salvajes y de los osos en los bosques hasta que el peligro hubiera pasado. Pero en aquella situación... Lentamente, luchando consigo mismo, su mente llegó a una conclusión en aquel caso, no podía huir. Si la ciudad caía, toda la seguridad habría terminado.
Pensar..., ¡pensar! Había un gran peligro: no podía correr. ¿Qué hacer mejor? Su mente cayó en una neblina. No había a qué asirse. Los encadenamientos lógicos danzaban locamente en su embrollada mente.
La razón no suministraba la respuesta; pero el instinto lo hizo. El instinto de defenderse contra un inmediato peligro, quizá mortal. Bueno..., la cosa era bien sencilla. Alaric se relajó, con los ojos dilatados por la satisfacción de comprender la simplicidad de la solución buscada. Era tan obvio... Si no podía escapar del peligro, lo mejor era presentarle batalla. Lucha, destrucción..., sí, algo que destruir; pero la solución requería alguna fuente de energía con la que operar convenientemente.
Recogió frenéticamente sus ropas y se vistió a toda prisa. Un vistazo a las estrellas y a la luna le dijeron claramente el poco tiempo que quedaba para la aurora del nuevo día. No faltaba mucho, y en su peculiar forma de calcular las cosas, supo que el enemigo atacaría precisamente poco antes del amanecer. ¡Tenía que darse prisa!
Saltó por la ventana y se puso a correr calle abajo, con el perro siguiéndole a los talones. Quedaba aún una poca luz lunar y la calle estaba silenciosa y vacía. Todo el equipo eléctrico y electrónico de la ciudad se hallaba almacenado en la fábrica de electricidad. Faltaba poco para que la ciudad pudiera nuevamente disfrutar del servicio eléctrico; y mientras tanto, la planta eléctrica contaba con algunas máquinas, aparatos para cargar baterías y material de instalación de diversas clases.
El edificio se alzaba cerca de la margen del río. Una ventana iluminada señalaba la presencia del guardián nocturno de la fábrica. Tras él, el agua bañada por la luz de la luna discurría murmurante. Alaric golpeó la puerta de entrada, con verdadero frenesí. A poco se oyó el ruido de una silla y el rastrear de unos pies por el suelo. Alaric saltaba sobre sus pies, loco de impaciencia. ¡Faltaba tiempo, faltaba tiempo suficiente!
La puerta crujió al abrirse y el guardia nocturno miró con ojos de miope al muchacho. El viejo no había podido conseguirse otras gafas después de la guerra.
—¿Quién eres tú, muchacho? —preguntó—. Y, ¿qué es lo que quieres a esta hora?
Alaric se adentró impaciente en la fábrica dirigiéndose al almacén de repuestos. Sabía lo que necesitaba y lo que tenía que hacer: pero la faena le llevaría tiempo y disponía de muy poco.
—¡Eh, chico, tú...! —El viejo guardián siguió tras él, indignado—. Tú, loco «mutie», ¿qué estás haciendo?
Alaric se limitó a hacer una señal hacia el perro. El animal enseñó los dientes furioso y comenzó a gruñir con intenciones criminales. El guardián nocturno dio un paso atrás.
—¡Socorro! —comenzó a gritar el anciano—. ¡Socorro! ¡ Ladrones! Unas palabras acudieron a la boca de Alaric, más de forma instintiva que razonada.
—¡Cállate! —dijo—. O el perro te matará. —Y lo dijo con una entonación que determinaba claramente sus intenciones.
El animal recargó el énfasis de las palabras de su amo con un gruñido furioso y mostró sus agudos colmillos dispuesto a destrozarlo. El pobre guardián se dejó caer en una silla, sudando de pánico. El perro se puso a vigilarlo sin quitar los ojos enfurecidos de su vista.
El almacén estaba cerrado. Alaric se arrojó furiosamente sobre uno de los paneles y lo rompió. Se precipitó en el interior y echó mano de cuanto necesitaba. Alambres, conductores, tubos, baterías, ¡de prisa, de prisa!
Sacando todo aquel material del almacén, se dirigió a la gran sala de los generadores, se sentó en el suelo y como un gnomo enredador comenzó a trabajar frenéticamente. El guardián le observaba con terror a través de su escasa visión de miope, sin dejar de ser amenazado ni un instante por el perro, que, con malas intenciones, esperaba que tratase de hacer cualquier movimiento. El animal mutante odiaba a todo el mundo, excepto al único ser que le había comprendido.
* * *
Los primeros tintes de la aurora se extendieron por toda la tierra, bañando campos y casas y haciendo brillar el curso del río. La banda de Hammer se despertó con el instinto animal de su especie, desperezándose y alertándose en las primeras luces del crepúsculo neblinoso de aquel amanecer. Las escasas ropas de sus componentes estaban mojadas con el rocío, y sentían frío y hambre, mucha hambre... Miraron a la oscura masa de la ciudad próxima con un salvaje deseo, sabiendo que allí estaba su objetivo inmediato.
—Esa tierra es hermosa —murmuró Hammer—, más hermosa que cuantas hemos visto. Los campos verdeguean con las cosechas, la niebla se extiende blanca sobre el río como un cuchillo bruñido... —Y alzando la voz nuevamente, ordenó a sus hombres—: Joe, toma veinte hombres y dirígete al norte. Aproxímate por el norte, por la carretera principal, colocando hombres en el borde de la ciudad y en el puente sobre el río, después esperarás en la plaza principal. Tú, Buck, llévate a tus quince hombres, da la vuelta por el oeste y entra al mismo tiempo que Joe, dejando hombres de guardia en aquel gran edificio que hay allí a medio camino de la calle Quinta; allí está el almacén de la maquinaria, según recuerdo, y espero que sabrás leer el letrero del almacén. Después te unes a Joe. El resto, que se dirija directamente hacia el norte. Vayan tan en silencio como puedan. Disparen o maten a cualquiera que les haga frente y quiera luchar; pero no comiencen ustedes. ¡Listos!
Los otros dos grupos se deslizaron colina abajo y desaparecieron en la neblina del amanecer. Hammer esperó un poco. Había dividido al grupo en secciones confiadas al mando de sus lugartenientes, reservándose los mejores hombres para el grupo que mandaría directa y personalmente. Les habló con voz suave pero con metálica entonación:
—Según lo que yo recuerdo de Southvale y por lo que he visto además, nadie espera un ataque así. Hace muchísimo tiempo que los bandidos no han estado por esta tierra; de todas formas no pueden imaginarse que un grupo cualquiera tenga la suficiente habilidad ni los arrestos para acometer tal empresa. Por tanto, no encontrarán patrulla de policía alguna, sino unos cuantos guardias sueltos, que estarán demasiado adormilados a estas horas para que constituyan algún problema. Casi todas las armas que necesitamos están depositadas en la estación de la Policía, que debemos capturar. Con buenas armas, tendremos a la ciudad rendida inmediatamente. ¡Y por los clavos de Cristo, no empiecen a disparar hasta que yo lo ordene! Puede haber ciudadanos armados y originarse un buen lío si no sabemos manejarlos en debida forma.
Un sordo rumor de aprobación se escuchó entre la banda. Cuchillos y hachas relucieron al ser blandidos por sus poseedores, lanzas e incluso los arcos y las flechas dispuestos para entrar en acción. Un deseo incontenible movía a todos aquellos asaltadores para entrar cuanto antes en combate; pero durante muchos años habían aprendido el difícil entrenamiento de tener paciencia. Aguardaron.
No era fácil calcular el tiempo a falta de relojes; pero Hammer había desarrollado, por instinto, un sexto sentido en apreciarlo casi con exactitud. Cuando calculó que los otros dos grupos de hombres se hallaban en las afueras de la ciudad, levantó la mano con una señal, descorrió el seguro de su pistola y comenzó un rápido trote colina abajo en dirección a Southvale.
Sobre el terreno se extendía una niebla blanquecina; pero no necesitaban nada para amortiguar el ruido de las pisadas, muchos llevaban los pies descalzos, entrenados como estaban, además, en el andar sigiloso de las bestias de la selva. La hierba murmuraba a su paso, una vaca amarrada mugió y un gallo lanzó su saludo al nuevo día desde un gallinero próximo. Por lo demás, el silencio era absoluto, y la ciudad dormía confiada.
Llegaron al destrozado pavimento de la carretera. Les resultaba extraño el andar de nuevo por un piso de cemento y asfalto. Pasaron la zona exterior de las casas aisladas en los aledaños de la ciudad. Como ya indicara antes Hammer, Southvale se había contraído en una masa compacta a la defensiva durante los negros años de la catástrofe y no había crecido hacia el exterior, desde entonces. En consecuencia, carecía de puestos de centinela fortificados en las afueras. Hammer tomó a unos cuantos hombres, patrulló por aquella área y después continuó hacia el centro de la ciudad. Entonces, marchaban más lentamente todavía, con los nervios en tensión como cables de acero, dispuestos a entrar en acción al instante.
El ruido de los cascos de un caballo les llegó de una calle próxima. Hammer hizo un gesto a uno de los arqueros, que hizo una mueca y tensó el arco. Un policía montado a caballo surgió a la vista a unos cuantos bloques de casas. No resultaba nada impresionante; no llevaba distintivo alguno, excepto un revólver y su placa de latón en el pecho; se dirigía sin duda a dar el parte de la ronda a la estación, y después a su casa. Su esposa le tendría ya el desayuno dispuesto.
El arco entró en acción y un rasgueante silbido atravesó la quietud de la calle. El jinete, con el pecho atravesado, cayó de la silla de su montura con el asombro pintado tan ridículamente en su rostro, que los bandidos soltaron una carcajada. Hammer soltó una maldición. El caballo se había espantado y galopó en sentido contrario a todo correr. El ruido de los cascos del animal sonó sobre el pavimento como una llamada de alerta a todos los centinelas de la ciudad.
Un hombre sacó la cabeza fuera de una ventana. Se hallaba todavía medio dormido; pero en seguida se dio cuenta de la presencia de la banda de asaltantes y llamó a voz en cuello, a pesar de la flecha, que casi en el acto, le atravesó un hombro.
—¡Entren en esa casa y hagan callar a todos sus habitantes! —tronó Hammer—. Ustedes cinco —ordenó levantando una mano con un gesto imperial— mucho cuidado con cualquiera de los alrededores que quiera localizarnos...; el resto, ¡adelante!
Corrieron calle abajo, sin preocuparse del ruido, a pesar que procuraron hacer el menos posible. La ciudad había cambiado mucho; pero Hammer la recordaba en su disposición general. La estación de policía le era bien conocida..., sí, la recordaba bien, de los viejos tiempos en que casi cada domingo por la noche tenía que visitarla de manos de algún policía.
El grupo de asalto se dirigió rectamente hacia el bloque en que se hallaba y cargó contra la estación. Allí estaba, en el mismo lugar, y con la misma sólida estructura, envejecida por los años. Unos cuantos caballos estaban amarrados en estacas a la puerta, que se hallaba entreabierta en aquel momento.
Se lanzaron como una tromba por la puerta. El sargento de guardia y una pareja de guardias se quedaron atónitos a la vista del cañón del revólver de Hammer, levantando las manos en alto lentamente, a continuación. Los demás componentes de la banda se lanzaron por los estrechos corredores de la Comisaría, registrando celda por celda. Se oyeron voces, el correr de gentes, el breve estampido de un tiro de revólver y la lucha subsiguiente.
En la calle se oyó el ruido de cascos de caballos a la carga, y uno de los hombres de Hammer que permanecía de guardia en la puerta de la estación de policía cayó de un disparo. El propio Hammer se abrigó de un salto junto a una ventana, rompió los cristales con el cañón de su rifle y disparó media docena de veces sobre la policía montada. Los jinetes volvieron grupas, seguramente a advertir a sus compañeros y a la gente de la ciudad, según calculó Hammer. Éste había tenido poca oportunidad de practicar, ya que las ocasiones eran bastante raras. Su primer tiro se perdió, el segundo hirió a un caballo, el tercero también le falló. Pero los jinetes se retiraron. Sus disparos tampoco habían sido buenos en puntería, aunque un par de balazos le pasaron demasiado cerca y a través de la ventana, estrellándose contra la pared del frente.
—¡Aquí, Dick!
Sus hombres volvían del interior del edificio, cargados de armas hasta el cuello.
—¡Mira, aquí tenemos armamento en abundancia!
Hammer tomó una metralleta y abrió fuego. Los policías se dispersaron a toda prisa, dejando muertos y heridos en la huida y ocultándose con rapidez en las calles adyacentes, fuera de su vista. Hammer no cabía en sí de gozo.
—¡Hemos tomado la Comisaría por completo! —le informó uno de los forajidos que llegó casi sin aliento—. Ha caído Bob y han tiroteado a Tony y a Little Jack. ¡Pero la Comisaría es nuestra!
—Bien, muchachos. Encierren a esos policías, quítenles los revólveres y caballos que necesiten y ármense de valor para atacar el resto de la ciudad. Traigan a todo el mundo a la plaza principal y coloquen a la gente en el centro: disparen a quien intente resistirse o huir. Tengan cuidado, habrá alboroto y tiros. Mart, Rog, One-Far, quédense al frente de la Comisaría y cuiden de los heridos. Sambo y Putzy, síganme. ¡Vamos a la plaza principal para tomar posesión de la ciudad!
IV
En la calle se produjo un extraño ruido de carreras y pasos rápidos, tiros, gritos y juramentos. Aquí y allá se oía el estampido de un revólver. Roderick Wayne se despertó con la frente perlada de sudor. ¡Qué sueño! Una pesadilla de los años negros...
¡Pero no era un sueño!
Se oyó un fenomenal estrépito de golpes en la puerta de la casa y una voz brutal que rugía:
—¡Abran la casa! ¡Ábranla en nombre de la Ley!
Se oyeron carcajadas, como lobos aullando. Y un grito, súbitamente ahogado. Wayne se arrojó rápidamente de la cama. Incluso entonces se sorprendió de no hallarse temblando o presa de pánico mortal.
—¡Llévate al niño, Karen! —dijo rápidamente—. Quédense encerrados en la habitación de atrás. Voy a ver qué es lo que sucede.
Se quedó detenido en el cuarto de estar y miró hada donde guardaba su rifle. Era ya como un antiguo recuerdo, sin cartuchos con qué usarlo; pero con él se habían matado hombres una vez. «¿Tendré que volver a esto de nuevo? Por favor, no...»
Se oyó el aplastamiento de la puerta y el saltar las astillas; un hombre de aspecto feroz se precipitó a través de la puerta derribada. Wayne vio la pistola que llevaba en la mano y dejó caer su inútil arma. Recordó entonces aquellas figuras andrajosas, los individuos feroces de las partidas de salteadores con el dedo puesto en el gatillo, siempre dispuestos a disparar. Los proscritos habían vuelto.
—Eres muy listo, amigo —dijo el bandido—. Otro segundo más y te volaría los sesos. Vamos, a la calle...
—¿Qué... es... esto? —murmuró incoherentemente Wayne.
—¡Vamos, fuera!
Wayne salió lentamente, rogando interiormente que el bandido saliera también al exterior de la casa.
—Si es botín lo que desea, puedo decirle dónde guardamos todavía algunas cosas de plata...
En aquel momento, entró otro de los bandidos.
—¿Todo el mundo ha salido de aquí? —preguntó a su compañero.
—Acabo de entrar —dijo el interpelado—. Buscaré yo mismo. —Se volvió hacia Wayne y le golpeó brutalmente en el estómago con un puñetazo—. ¡Grita, vamos, cochino..., vamos a la principal!
Alcanzado por el puñetazo, Wayne retrocedió vacilante, apoyándose contra la pared, desconcertado y dolorido.
—¡Vamos, pronto!
—¡Rod!
Wayne, al oír el grito de su mujer, se volvió. Ésta había vuelto tras haber dado la vuelta a la casa, pálida; pero con un aire de calma en su semblante.
—¿Te encuentras bien, Rod? —preguntó anhelante.
—Sí..., sí..., pero tú..., ¿cómo?...
—Les he oído hablar y he vuelto, Rod. Alaric se ha marchado.
—¡Marchado! —Wayne se quedó nuevamente desconcertado por la noticia. Alaric..., fuere lo que fuese un mutante, Al era su hijo. Lo pensó rápidamente y se sintió aliviado. El chico tuvo que haberse escapado sin que nadie le viese. Sabía cómo huir y esconderse, todos los chicos mutantes lo habían aprendido. Mentalmente pensó que, además, en las generaciones futuras, todos los niños humanos tendrían que aprenderlo igualmente.
—Pero nosotros..., Rod, ¿qué es esto?
Wayne comenzó a descender calle abajo, a la señal que le hizo el barbudo proscrito.
—La ciudad parece haber sido capturada —dijo.
—Proscritos... —dijo ella, apretando sus manos frías contra el brazo de su marido—. ¡Debemos correr, querido! ¡Marcharnos!
—No creo que sería de mucha utilidad, Karen —respondió Wayne—. Este es el trabajo de un grupo bien disciplinado bajo el mando de un cabecilla astuto. Tienen que haber llegado desde el sur, tomado la ciudad por sorpresa y dominado a la policía... He reconocido la pistola de Ed Haley en las manos de ese bandido. Ahora nos están rodeando por todas partes. Han ordenado que nos reunamos en la plaza principal. Esto sugiere que han copado todas las salidas. —Miró a su alrededor y añadió—. De todas formas, no podemos escapar ahora.
A continuación se unieron a otros grupos de personas que se dirigían hacia el mismo lugar, bajo la amenaza de las armas de los proscritos. Debían haber sido arrancadas de sus camas, porque muchas de tales personas iban con apenas el pijama y algunas casi desnudas. No habían podido hacer otra cosa que obedecer. Los invasores habían encontrado poca resistencia. Fueron de casa en casa, mirando en todas las habitaciones y forzando a sus moradores a salir a la calle. El trabajo fue rápidamente llevado a cabo.
Aquí y allá, se desarrolló alguna breve lucha, que terminó pronto con un brutal estacazo, una cuchillada o un tiro. Un par de familias que tenían armas trataron de hacer frente a los bandidos. Wayne comprobó que las flechas de fuego surgían de los tejados de sus casas.
Wayne procuró aproximarse a su esposa, hasta poder decirle al oído:
—Debemos procurar escapar en cuanto podamos. Si podemos. Ahora están disciplinados; pero una vez que la ciudad esté por completo bajo su mandato, comenzarán la rapiña, la busca del botín y los crímenes.
—No podrán permanecer aquí mucho tiempo —dijo ella, desesperadamente—. El Gobierno..., hay ya una línea aérea...
—Esto es lo que no comprendo. Esta gente debería saber que no pueden sostener esta situación... ¿Por qué habrán venido aquí en primer término? ¿Por qué no habrán atacado otros lugares más próximos a su base de operaciones? Bien, tendremos que esperar y ver, eso es todo.
El rebaño humano entró en la plaza principal y se agrupó en el centro, próximo al monumento, con la ciega obediencia de una manada de ganado. En los lugares estratégicos se advertía la presencia de centinelas, y asimismo en el gran monumento erigido a los muertos en la guerra. El monumento consistía en un gran monolito granítico, cuya base era un banco de piedra. Sentado en él, había un hombre.
Wayne no reconoció al gigante barbudo; pero Karen le asió por el brazo al reconocerlo.
—Rod..., es Hammer, ¡Richard Hammer!
—¿Quién?
—¿No recuerdas al mecánico que había en la estación de servicio?... Donde solíamos repostar. Una vez nos arregló el coche, reparó un guardabarros abollado, pero tú no te darías cuenta, seguramente.
El jefe les oyó. Todavía no había una gran cantidad de prisioneros en la plaza, y los primeros rayos del sol naciente hicieron brillar los rubios cabellos de Karen.
—¡Vaya, es la señora Karen...! ¿Qué tal?
—Ho-hola.
—Más guapa que nunca... Wayne, tuvo usted mucha suerte.
El matemático se abrió paso súbitamente atacado por un nuevo temor.
—Hammer..., ¿qué significa esto?
—Estoy ocupando Southvale. Tiene usted ahora ante sí al nuevo alcalde.
—Usted... —Wayne se atragantó. Luchó interiormente con el pánico que le sobrecogía hasta poder decir con una voz apenas audible—: Por lo que veo es usted el jefe de esa banda y la ha conducido aquí para atacar la ciudad... Pero debería saber que no se mantendrá por mucho tiempo. Estamos en la línea aérea del Estado. El Gobierno lo sabrá...
Hammer sonrió despectivamente.
—Ya está bien calculado. Tengo intenciones de quedarme aquí. Supongo que la gente se portará bien, porque no nos importa matar. Pero si está usted realmente interesado, se lo diré.
Y le esbozó a grandes líneas sus pretensiones.
—Debe usted estar loco —dijo Wayne—. Eso es imposible.
—Muchas cosas menos posibles han ocurrido ya. Si todos ustedes, no demasiado lejos hacia el norte, se sentían seguros, ¿por qué no le ocurrirá igual al Gobierno en Oregón? ¡Lo conseguiremos!
—Pero aunque pueda, Hammer, ¿se da usted cuenta que el Gobierno es el único que está sosteniendo la civilización? Usted nos arroja a mil años de retraso...
—¿De modo que ésas tenemos? —Y Hammer escupió a un lado—. No irá usted ni nadie a darme ahora lecciones acerca de la ley y de la humanidad. Está usted situado quince años demasiado tarde. Usted y las gentes como usted, nos convirtieron en unos proscritos, poniéndonos fuera de la Ley, cuando vinimos muriéndonos de hambre hacia ustedes, echándonos hacia el sur como perros sarnosos y sentándose después, tranquilamente, olvidándose de nuestras vidas. Ha sido muy duro, Wayne, la lucha, la enfermedad y el hambre durante todos esos años. Tuvimos que luchar de firme para sobrevivir...
—Pudieron ustedes haberse quedado en el norte como hicimos nosotros —dijo Wayne amargamente—. Pudieron haber conseguido su pan, libres de los bandidos.
—Libres solamente porque tantísima gente como nosotros nos dirigimos al sur — restalló Hammer— . La mayor parte no eran granjeros con tierras, maquinaria y experiencia. De todas formas, ustedes nos empujaron fuera cuando eran fuertes. No es que se lo reproche a usted. Tuvo también que vivir. Pero ahora nos ha llegado el turno a nosotros. Ahora, a callar. —Sus ojos se dirigieron a Karen, sonriendo. Era una sonrisa helada como el frío del invierno, donde el humor y la ternura habían muerto hacía ya mucho tiempo—. Y usted, veré ya muchas así... Hace tantísimo tiempo...
La plaza se estaba llenando rápidamente de personas conducidas por los atacantes de la ciudad. Algunas lloraban o suplicaban, tratando de congraciarse con los bandidos; otras maldecían o amenazaban. Las demás permanecían en el más absoluto silencio. Pero todos, prisioneros. Capturados, impotentes, una presa efectiva.
Hammer se volvió hacia uno de los proscritos que se aproximaba galopando a caballo, que arremetió contra la multitud, sin preocuparse de la gente para nada.
—¿Qué pasa? —preguntó el jefe, aunque sin ansiedad alguna. Su victoria parecía demasiado grandiosa.
—No lo sé, jefe; parece que hay alboroto junto al río. La mitad del destacamento de Joe ha desaparecido...
—¡Bah, habrán encontrado por ahí algo que beber!
—Sí..., eh..., ¿qué es aquello?
Hammer se volvió de nuevo. No podía verlo muy bien, conforme se hallaba sentado. Ensoberbecido con su triunfo y con aire de rey victorioso, subió al banco de piedra y miró hacia la parte norte de la calle. Hizo una mueca, y soltó una carcajada, después gritó con desprecio:
—¡Miren eso, muchachos! ¡Un «mutie» loco..., mírenle!
Wayne también pudo verlo, desde el lugar que ocupaba. Creyó que el corazón le saltaba del pecho y durante unos segundos no podía dar crédito a lo que estaban viendo sus ojos.
—¡Alaric!
El muchacho caminaba lentamente con algo en la mano; era un artilugio fantástico y enmarañado, confeccionado con cables, tubos y conexiones, hecho sin duda a toda prisa. Estaba conectado por un cable a un gran rollo depositado a lomos de una mula que le seguía. El cable serpenteaba a todo lo largo de la calle..., ¡y tenía que provenir desde la central eléctrica!
¿Cómo lo habría hecho Al? El cable era algo sacrosanto, reservado para la electrificación del aeropuerto. Aquel aparato y sus partes, de un valor inestimable..., ¿de dónde lo habría conseguido? Y, ¿por qué..., por qué?
—Ven acá, muchacho —dijo Hammer con aire tonante—. ¿De dónde has tomado eso?
Alaric se aproximó mucho más. Sus delicadas facciones aparecían como concentradas en algo importante y la luz de sus ojos azules brillaba como el reflejo del hielo; no parecía humano, en absoluto. Levantó el aparato y manejó un par de diales.
—Puede ser un arma —dijo un proscrito, y levantó el rifle al propio tiempo.
—¡No! —gritó Wayne desesperadamente, tratando de salvar a su hijo. Hammer le disparó un tremendo puñetazo que le arrojó por el suelo como un fardo.
El bandido apuntó cuidadosamente con el rifle; pero nunca llegó a completar la acción que pretendía. Estaba muerto antes de imaginarlo. Wayne, tirado por el suelo, se incorporó y vio con horror cómo explotaba literalmente el cuerpo del proscrito.
Estalló en una blanca nube de humo, un ruido de desgarrarse todos sus huesos y tejidos y un breve resplandor incandescente. El rifle que voló de sus manos se puso al rojo cereza, estallando al igual que los cartuchos que llevaba dentro. El cuerpo del bandido se convirtió en una columna de humo grasiento. Antes que cayeran los trozos del cuerpo volatilizado al suelo, algo estalló nuevamente en los lugares donde habían estado hasta aquel momento los centinelas colocados por los proscritos. Sus cuerpos se convirtieron igualmente en una columna de humo y de carne hecha trizas.
La multitud gritó enloquecida, como el grito de horror de una simple bestia, la mitad de espanto y otra de triunfo y se lanzó sobre los restantes bandidos. Se produjo una espantosa algarada y los pocos bandidos existentes en la plaza quedaron liquidados en breves minutos.
Hammer mugió como un toro, conforme la gente se dirigía hacia él. De un tirón lanzó fuera de la silla a un jinete que tenía al alcance de la mano y saltó de un golpe sobre la montura. El cabecilla lanzó el caballo contra la multitud, que se retiró evitando ser pisoteada por el animal fustigado.
Casi lo había conseguido. Se hallaba ya a la salida de la plaza, cuando un hombre a quien le habían matado un hermano dio un salto y empuñó las bridas del animal y las sostuvo hasta que media docena de hombres se le acercaron en un abrir y cerrar de ojos y capturaron al jefe de la banda.
Muy pocos proscritos consiguieron escapar. El resto, los que no habían sido literalmente linchados por la multitud, fueron colgados a la tarde. Nadie estaba dispuesto a perder el tiempo en formar un tribunal, ni en un proceso. Hammer pidió que no le vendaran los ojos, y así se lo prometieron. En el último instante de su vida, pudo contemplar el río, que brillaba bajo la luz del sol, las suaves colinas pobladas de bosques y la amplia y hermosa campiña verdegueante, próxima a las cosechas de aquella tierra tan deseada.
Wayne no tomó parte en las ejecuciones. Tenía otras cosas en que pensar.
V
Tras la celebración del triunfo, las fiestas, desfiles y discursos, sobre la reorganización y mejoramiento de las defensas del territorio, se celebró una conferencia en el hogar de los Wayne. Allí estaba el matrimonio sentado junto al fuego de la chimenea y Alaric presente, en la parte opuesta a sus padres, nervioso y maravillado. Con la familia Wayne, había también un hombre delgado, que aparentaba mayor edad que la que realmente tenía, llamado Robert Boyd, agente ambulante de la Presidencia. En un rincón, medio escondido en la sombra, estaba echada la peluda y extraña forma del perro, mirando la escena con sus ojos rojizos.
—Ya ha oído usted la versión oficial —dijo Wayne—. Alaric, un mutante sabio idiota, inventó y construyó un arma para derrotar a los proscritos. Nadie ha prestado atención a Pop Habsom, el guardián de la central eléctrica, que fue más bien rudamente tratado. Siempre se espera que los genios sean más bien excéntricos.
—Bien —dijo Boyd, con una ligera sonrisa—, muchos de ellos lo son en realidad.
—No hay tal excentricidad. Si no hubiera muerto tanta gente, yo diría que esto ha sido una buena cosa. Nos ha enseñado a no ser tan complacientes y descuidados. Y lo que es más importante: que los mutantes pueden servir a la sociedad como miembros de talento. Sólo que Al no se conduce como un genio. Su comportamiento es el de un imbécil.
—Inventando eso...
—Sí, yendo al granero al estilo de Robin Hood, cometiendo robo y violencia, trabajando como un esclavo y arriesgando el cuello, todo para construir esa arma terrible y usarla. Pero hay que tener en cuenta que el perro le avisó horas antes que ocurriera el ataque. Ciertamente, el muchacho se encontraba en la central eléctrica mucho antes del asalto de los bandidos. ¿No lo comprende? Nosotros pudimos haber estado dispuestos a recibir a los proscritos, sin pérdidas apenas, si Alaric se hubiese limitado a ir a la policía con tal aviso...
Con verdadero asombro, Boyd miró a los ojos ausentes del muchacho.
—¿Por qué..., por qué no lo hiciste? —le preguntó con voz afectuosa.
El chico se le quedó mirando fijamente, tratando lentamente de enfocar su mente y su visión. Su rostro se retorció por el esfuerzo. Él..., su padre le había dicho el día de antes..., ¿qué pasaba ahora?
—Sí..., yo..., no lo hice..., no pensé en eso —contestó al fin embrollado.
—No pensaste en ello, realmente. Es que, en verdad, no se te ocurrió. —Boyd se volvió hacia el padre—. Por lo que usted mismo ha dicho antes, estoy de acuerdo en que es un..., un sabio idiota.
—No —intervino Karen gentilmente—. No, en cualquier sentido ordinario. Esta criatura es un débil mental en todo, excepto en un aspecto, en lo que resulta ser un genio. Yo solía enseñar en la escuela, como maestra, y conozco un poco la psicología. Ayer di a Al algunos «tests» que preparé especialmente para él. En ciencia, habilidad mecánica, velocidad de lectura y comprensión..., en muchos aspectos es realmente un genio.
—Ya he podido darme cuenta —repuso Boyd—, ¿qué es?
—Un mutante —dijo Karen.
—Y..., ¿esa arma?
—Alaric trató de decírmelo; pero no pudimos entendernos bien el uno al otro — contestó Wayne—. El artilugio en sí se pasa rápidamente de uso. Ahora mismo puede considerarse fundido, fuera de uso. Por lo que he podido comprender por deducciones físicas, creo que proyectó un intenso rayo de una forma de onda totalmente compleja, mediante el cual uno o más de los compuestos orgánicos del cuerpo humano resuenan. Así, fueron desintegrados, esto es, perdieron su fuerza de cohesión molecular, las fuerzas que les mantienen en cohesión. O quizá sea posible que los coloides del cuerpo quedaron destruidos, dejando en libertad unas energías terroríficas en la superficie. Me alegro de no saberlo con certeza. Hay ya demasiadas armas en el mundo.
—Bien..., oficialmente no puedo estar de acuerdo con usted; aunque de forma privada, sí. De todas formas, el inventor se encuentra aquí..., el genio.
—Supone ser algo más que un genio —dijo Wayne—. No es posible, para ningún ser humano, el sentarse en el suelo y descubrir sobre la marcha y en un momento dado tal cosa en detalle. Todos los hechos están al alcance, se encuentran en los manuales y libros de Física; mecánica cuántica, características de los circuitos y constantes físicas. Pero, aun en el caso que él supiera exactamente lo que iba a ser después, el genio más grande del mundo, tendría que haber pasado meses o años empleando su pensamiento analítico y después mucho tiempo también en reunir todos esos hechos en un conjunto y montar el todo. Incluso así, no sabría su alcance general. Tendrían que existir una infinidad de pequeños factores interaccionándose, totalmente imprevisibles. Tendría, necesariamente, que montar un modelo experimental y seguir el montaje de ingeniería preciso.
Wayne se aclaró la garganta y resumió su idea tras una pausa.
—En su incoherente forma de hacer las cosas, Alaric me dijo que su única dificultad estribaba en lo que imaginaría para enfrentarse al peligro. Todo lo que pensó fue en construir un arma potente. Pero sólo empleó cinco minutos calculando el diseño de esa arma infernal y su primer modelo ha sido tan perfecto como lo permitieron los materiales inadecuados y las herramientas empleadas. Sabía cómo hacerla.
Con un esfuerzo, Boyd se relajó de la tensión que sentía interiormente. No le resultaba fácil mirar a la pequeña figura de gran cabeza sentada en la butaca. El instintivo y arcaico temor a lo desconocido era muy fuerte en su interior. Preguntó lentamente:
—¿Cuál es la respuesta, entonces?
—Karen y yo creemos haberlo descubierto y lo poco que nos dijo el pequeño Al ha venido a confirmar nuestra idea. Pero tendré que explicarlo dando un rodeo. Dígame, ¿cómo suele pensar una persona?
—¿Pensar? Pues..., bien, por lógica. Sigue un curso lógico.
—¡Exactamente! —exclamó Wayne—. Un curso. Esa persona corriente, cualquiera de nosotros, solemos pensar siguiendo un encadenamiento lógico, incluyendo desde las Matemáticas a las experiencias emocionales. Desde las premisas, a la conclusión. Una cosa conduce a la otra, paso a paso. La Física y las Matemáticas han podido desenvolverse así en toda su grandeza actual; porque trabajan con los más simples conceptos, que se han ido simplificando más y más. Las tres leyes del movimiento de Newton, por ejemplo, asumen que no hay fuerza más allá de un grupo que se considere como actuando sobre un cuerpo dado, y que los miembros de este grupo puedan ser considerados aisladamente, como si actuasen independientemente. Nunca hemos podido comprobar tal caso. Siempre hay fricción, gravitación, radiación o cualquier otra influencia perturbadora. Lo que salva a la Física es que esas influencias son pequeñas y pueden despreciarse en teoría. Tomemos un caso particular —continuó Wayne, volviendo en él el catedrático de Física olvidado—. ¿Conoce usted el problema de los dos cuerpos en Astronomía? Dados dos cuerpos de masa conocida, velocidad y distancia de uno a otro y las leyes del movimiento y la gravitación, encontrar cualquier posición relativa de tales cuerpos en el pasado o en cualquier momento del futuro. Hace mucho tiempo que está resuelto. Pero un problema de tres cuerpos, es ya otra historia completamente diferente. En ese momento, con tres juegos de interacción, se convierte en algo tan complejo, que por lo que yo sé, nunca se ha hallado una solución general, sólo unas cuantas especiales. Y si vamos al problema de los cuerpos...
»Ahora bien, en las ciencias biológicas, incluyendo la psicología y la sociología, no es posible simplificar. Es preciso considerar el todo. Un organismo viviente es un increíble complejo de juegos de interacciones, comenzando seguramente a nivel atómico y siguiendo hasta la totalidad del Universo, del cual ese organismo no puede ser separado tampoco. No se puede aplicar el curso analítico simple y sus métodos, en tal caso. El resultado es, por supuesto, que junto a unas cuantas regularidades estadísticas, tales ciencias son casi empíricas, puramente consideradas, y la sociología apenas si merece tal nombre. Si para utilizar la vieja imagen del problema de los tres cuerpos, yo quiero seguir el rastro por ese sistema, puedo y deseo comenzar con el caso especial en que uno de ellos tuviese una masa igual a cero. Pero supongamos que estuviera haciendo un análisis de la influencia panasiática de su política extranjera, en los asuntos domésticos de Norteamérica, antes de la guerra. Yo podría, ciertamente, no ignorar el caso contrario, es decir, la existencia de otros países. Es una trama fluida de interacciones. Tendría que considerarlos a todos simultáneamente, lo que ninguna simbología existente puede hacer. Cualquier resultado que obtuviese sería cualitativo, no matemático, ¿comprende usted?
—Sí, creo que sí —repuso Boyd—. Por supuesto, hay gentes que pueden pensar en dos o más cosas al mismo tiempo.
—Eso es diferente —intervino Karen—. Ese es el caso de la atención dividida, en cada parte de la mente, sigue un simple curso de ideas. Es bastante normal, aunque llevado al extremo, se convierte en esquizofrenia.
—Usted ve adónde quiero ir —continuó Wayne—. Nuestros antepasados, subhumanos y humanos, no tuvieron necesidad de ver al mundo como un todo. Les bastó con referirlo a los sucesos y al entorno inmediato. Y así nunca hemos evolucionado para pensar de él como una entidad completa. A un nivel infantil, ¿cuántos ladrillos podría usted tener visibles en su imaginación, uno junto a otro y sin tocarse por ningún lado? Creo que cualquier ser humano normal y corriente tiene un límite de media docena. Alaric dice que puede ver cualquier número y le creo. Es, sencillamente, un mutante.
—Alguna especie de estructura cerebral diferente —dijo Karen—. Los rayos X no la mostraron. Es posible que se trate de cualquier sutil materia de las células..., o lo que llaman coloides, o bien una cuestión de organización distinta.
—Al no tuvo que pensar, en el sentido ordinario de la palabra, para construir esa arma —continuó Wayne—. Su extenso conocimiento de los principios científicos y los datos necesarios se coordinaron en su mente, mostrándoselo. Bien, si mi suposición es correcta, las células del cuerpo humano son resonantes a una onda de forma particular. E inmediatamente que conoció los factores, necesitó generar esa onda. No fue nada razonado, como nosotros lo hacemos, aunque sí pensado. Para él, el pensamiento estará situado a un nivel muy elemental, casi primitivo. Y con todo, no se le ocurrió advertir a la gente.
—Ya comprendo —dijo Boyd—. Los humanos piensan en cadenas de lógica. Él lo hace en forma de red.
—Sí, ésa es aproximadamente la realidad.
—¿Cree usted que nosotros..., no lo hubiéramos hecho nunca?
—Hum... —Wayne se rascó la mejilla pensativo—. No lo sé. Puesto que la inteligencia parece depender de la educación entre seres humanos normales, de ahí se desprende que el genio y la debilidad mental parezcan más próximamente independientes del entrenamiento, y que sean hereditarios, pudiendo argumentarse que son mutaciones. Alguna gente parece haber tenido algún grado de capacidad de pensar en forma de red, como Nikola Tesla, de quien leí una vez su biografía. El hecho que Al es el hijo de un matemático, que suele tratar normalmente con complejidades, es sugestivo. Tendría que haberse creado un juego totalmente nuevo de gases para eso. Una mutación no es más que la mayor o menor modificación de un rasgo ya existente.
»El punto en el que estoy insistiendo, es que los humanos piensan en líneas rectas, aunque se haya conseguido cierta especie de red lógica, considerada en su totalidad. Los semanticistas tienen su principio no-elementalista. En Matemáticas, nosotros sólo lo añadimos en casos especiales, el resto del tiempo integramos y disponemos de nuestro generalizado cálculo de vectores y tensores. Pero..., eso no llega naturalmente. Ha sido conseguido lenta y dolorosamente, a través de muchos siglos.
»Para Al, es el camino lógico de pensar; pero como casi todas las mutaciones suponen una pérdida en algún sitio, la simple lógica humana en línea recta le resulta ajena a él. Y no es más que un niño y probablemente no sea un genio de ningún modo, sino simplemente un pensador en forma de red; por tanto, él no ha visto los principios de tal lógica, más de lo que un niño humano de su edad haya visto el principio del noelementalismo. Yo diría, sobre la marcha, que cada tipo de mente puede aprender el otro tipo de pensamiento, pero no captarlo o aplicarlo en sus más altos niveles.
—Hay otra cosa también —remarcó Karen. Sus ojos revelaban una luz que antes no habían mostrado desde hacía mucho tiempo—. Roderick acaba de decirlo. Con un entrenamiento adecuado, Al estaría en condiciones de aprender la lógica, al menos para comprender y comunicarse. Su clase de pensamiento no está adaptado a los simples problemas de cada día en la vida ordinaria; pero puede ser enseñado a manejarlos, al igual que enseñamos a los niños cosas innaturales, tales como el álgebra y las cuestiones físicas. Quizá..., tal vez entonces, el niño pudiera enseñarnos algo...
Boyd aprobó nuevamente con la cabeza.
—Creo que bien vale la pena intentarlo —dijo—. Tenemos psiquiatras y otros especialistas en la capital. Si hubiéramos sabido antes que usted era un matemático, doctor Wayne, le hubiéramos rogado formar parte del nuevo Centro Científico. Puede considerarse invitado desde este momento. Y si usted y Alaric pueden llegar a comprenderse mutuamente, creo que llegarían a obtener unas matemáticas biológicas y sociológicas. Y entonces, estaríamos en condiciones de poder construir la primera civilización sana en toda la historia de la humanidad.
—Así lo espero —dijo Wayne—. Ciertamente que lo espero. Y gracias, Boyd. Boyd sonrió cansadamente.
—Y a propósito, Karen, aquí tiene usted a su superhombre. En su forma, el genio más grande que el mundo ha visto jamás. Si no hubiese tenido alguna protección para crecer y desarrollarse y ahora, para enseñarle los elementos del pensamiento, nunca hubiese vivido. Me temo que esta particular clase de superhombres, no sea un tipo de mucha calidad de supervivencia.
—No —murmuró Karen—. No es humano. —Y acarició la revuelta cabellera del pequeño, a cuya caricia Alaric sonrió tímidamente a su madre—. Pero es nuestro hijo.
Fin