INOCENTADA (Lester del Rey)
Publicado en
julio 10, 2020
A pesar del viento que soplaba del Mediterráneo, diez kilómetros hacia el sur, la ciudad universitaria de Montpellier exhalaba el hedor de su población, apiñada con indiferencia entre la suciedad. El tranquilo crepúsculo ocultaba sólo parcialmente la mugre y la falta de higiene de las serpenteantes callejuelas. En aquel avanzado centro médico del siglo XVI nadie había oído hablar aún de los gérmenes y, por lo tanto, nadie tomaba precauciones.
Roger Sidney, en cambio, profesor de parafísica en una universidad que no sería construida hasta siete siglos después, los conocía y le preocupaban. Se estremeció, y su alta y delgada figura contorneó con gran cuidado algunos de los peores charcos, mientras sus ojos miraban temerosos hacia las ventanas. Ya había tenido suficiente con la lluvia de agua sucia que le había caído encima desde una de ellas. Se oprimió el pañuelo contra la nariz, y sus cansados pies continuaron con resolución su camino. En algún lugar de aquella ciudad, vivía un hombre llamado Nostradamus, y Sidney no había retrocedido siete siglos para abandonar ahora la búsqueda, ni siquiera ante tamaña abundancia de suciedad, pestilencia y contrariedades.
¡Nostradamus, el profeta, el autor de las crípticas Centurias! Más importancia, sin embargo, revestía el claro manuscrito de profecías a partir de cuya deformación se habían redactado las Centurias. En 1989, por puro azar, se descubrió ese original en el lugar donde Nostradamus lo había ocultado a los ojos demasiado curiosos y, a partir de entonces, se fue mostrando su rigurosa exactitud. De ser auténtico, constituiría la única prueba concluyente y conocida de profecía que había sobrevivido al profeta. Y ahora, el problema se había convertido en acuciante. Los parapsicólogos negaban su autenticidad puesto que sus matemáticas demostraban la imposibilidad de tal profecía. Incluso presentaron una elaborada teoría acerca de una broma gastada por un hombre que viajaría a través del tiempo, en un lejano futuro, para comprobar su realidad. Dando iguales muestras de una ilimitada capacidad de profecía, los parafísicos se negaron a aceptar una broma tan carente de sentido, a pesar de que sabían desde años atrás que el viaje a través del tiempo era teóricamente posible.
Si Nostradamus confirmaba hallarse en posesión del manuscrito, la controversia llegaría a su fin, y los parafísicos podrían ampliar sus conocimientos matemáticos con una certeza que les llevaría a gloriosas y turbadoras posibilidades. En algún sitio, quizás a pocos metros, estaba el hombre que aclararía la cuestión de manera definitiva. Sidney tenía que encontrarle... ¡Y pronto!
Por fin apareció el pequeño cartel, un desteñido gallo azul que cacareaba sobre la leyenda: Le Coq Bleu. Sidney bajó los peldaños que conducían a la taberna, sintiendo un momentáneo alivio al dejar atrás el desagradable mundo de puertas afuera. Por fortuna, la paja del suelo acababa de ser cambiada, y un aroma de aves asadas despertó su olvidado apetito. Dejó que sus ojos vagaran sobre los bancos y las mesas. Al verlos todos ocupados, titubeó.
Desde un rincón cercano, un joven de aspecto frágil que había estado observando detenidamente sus manchadas ropas, le hizo una seña con un indolente gesto de la mano.
—Hola, extranjero. En este rincón hay sitio para otro. Y en mi estómago hay sitio para otro jarro de vino, si me invitas a él.
Su francés sonó extraño a los oídos de Sidney, aun después de todos aquellos años de preparativos, pero la desvergonzada risa del joven no difería en absoluto del modo en que rieron generaciones de estudiantes a través de los siglos.
Se dejó caer sobre el duro banco, sintiendo que sus piernas temblaban a causa de la larga búsqueda. Todavía experimentaba la imperiosa necesidad de darse prisa antes de que su tiempo expirase. No obstante, trató de ocultarla, pensando que se aproximaba ya a su único objetivo. Con un gran esfuerzo de voluntad, esbozó una sonrisa y arrojó una moneda sobre la mesa.
—¿Y por qué no un poco de comida para acompañarlo, eh? ¿Estudias en la Universidad?
—Tus preguntas me parecen tan buenas como el color de tu dinero, extranjero, y éste es verdaderamente genuino.
El joven se levantó tras recoger la moneda. Volvió a los pocos segundos. Traía dos macizas fuentes con pollos asados y venía acompañado por un sonriente y reverencioso tabernero portador de un jarro de vino tinto. Sidney sonrió lastimero cuando sus manos buscaron en vano los cubiertos sobre la mesa desierta de todo utensilio. Luego, imitando a su compañero, desgajó un muslo con los dedos. El vino estaba un poco fermentado y agrio, mas al beberlo sintió que le fortalecía y le confortaba un tanto.
Pero no había tiempo que perder y volvió a las preguntas que se agolpaban en su mente.
—Puesto que eres estudiante, quizá conozcas a Michel de Notredame. Tratando de localizar su paradero, me dijeron que tal vez le encontraría aquí... He venido desde París sólo para hablarle. Si puedes decirme dónde vive o conducirme hasta él te recompensaré con generosidad.
—Desde París, ¿eh? —Una gradual sospecha apareció en la mirada del otro—. ¿Ciento cincuenta leguas, de una semana a diez días de pesado viaje, sólo para ver a un desconocido estudiante? Extranjero, hablas de una forma muy curiosa, llevas ropas extrañas... ¡Pero el motivo de tu viaje sobrepasa toda medida! Sus familiares son pobres, y él es más pobre todavía. Si has ideado una nueva y extraña manera de acosarle por sus deudas, pierdes el tiempo. No conseguirás mi ayuda. Si tienes otras razones, enuméralas y lo pensaré.
—¿Entonces, le conoces?
—De vista. De todos modos no le encontrarás aquí, así que ahórrate tus miradas. ¿Y bien?
Sidney dejó de mirar de soslayo. Sus dedos temblaban a causa de la impaciencia que le había impulsado a aceptar la tortura de aquella frenética caza emprendida desde París, una vez que comprendió el error que había cometido. Luchó de nuevo por recobrar la razón y la calma, tratando de idear alguna forma de encarar el problema que alejase las sospechas del estudiante. La verdad era increíble, claro, pero no se le ocurría otra cosa con visos de cierta y no le agradaba la mentira.
—No me preocupan en absoluto ni su pasado, ni sus deudas, ni sus pecados, ni sus crímenes. Todo lo que me concierne es su futuro, que hará de tu desconocido amigo el hombre más importante de esta época. Se trata de una rara historia. Vas a juzgarme rematadamente loco.
El joven se encogió de hombros.
—He estudiado filosofía y medicina y no hay demasiadas cosas que me niegue a creer. Tu historia me interesa. Cuéntala bien, y tal vez te lleve hasta él, a menos que aparezca por aquí..., cosa que me parece bastante improbable esta noche. Con respecto a la locura, yo también estoy un poco loco... ¡Tabernero, más vino!
El estudiante se mostraba mucho más interesado por el vino que por la historia, y Sidney sintió que su renovada esperanza se desvanecía. Ya se había dado cuenta de sus escasas posibilidades de rastrear a alguien en el desorden de aquella ciudad. Y dentro de una hora, o tal vez en los próximos minutos, sufriría el perturbador tirón de la poderosa máquina atrayéndole a su propio siglo, forzándole a regresar a toda prisa, con su misión incumplida. ¡Y el plazo ya había vencido! Concentró sus pensamientos, con el ansia de determinar una rápida prueba, suficiente para captarse la ayuda del estudiante.
—En el nombre de Dios, dime con toda honestidad si conoces bien a Michel de Notredame.
—Le conozco lo bastante. Compartimos nuestro alojamiento.
—Entonces, si el tiempo se me acaba y él no viene, quizá tú puedas ayudarme. ¡Mira!
Arrojó su bolsa con descuido sobre la mesa. Estaba llena de monedas falsificadas por acuñadores del siglo XXIII, y de otras genuinas de la época, que había recibido como cambio.
—Tómalas... Todas son tuyas. Sólo te pido que me creas. En los años venideros, Michel de Notredame se convertirá, bajo el nombre de Nostradamus, en el más grande de todos los profetas. Su fama superará incluso la de Su Majestad, Catalina de Médicis. ¿Puedes aceptar que un hombre del futuro haya sentido la necesidad de verle... y que encontrase una forma de llegar hasta aquí con ese propósito? ¡Pues yo lo he hecho! Partí el año de gracia de 2211, con la intención de llegar a París en el 1550. Por error aparecí en el 1528, de modo que él no habitaba allí. Sin embargo, sabía que había estudiado en Montpellier, de modo que aquí me tienes. ¿Lo creerás, muchacho, por el contenido de esta bolsa?
Su interlocutor dejó caer las manos, que se habían alzado lentamente para hacer la señal de la cruz. Su expresión pasó del miedo a la desconfianza y, luego, a la especulación.
—Por el dinero... ¿por qué no? He oído decir que hay hechiceros capaces de invocar a los muertos desde el lejano pasado, recurriendo a la magia y ciertas Palabras de Poder. Tal vez un brujo más poderoso sea capaz de viajar en persona. ¿Magia negra? A pesar de todo, tu rostro no expresa nada de la sabiduría satánica, ¿por qué?
—No puedo decírtelo. Todavía no existen palabras para expresarlo. Llámalo ciencia... O magia blanca. Pero no magia negra.
Las manos de Sidney temblaron de nuevo como reacción frente a la incredulidad que ya esperaba. No obstante, sabía que el escepticismo proviene de una ciencia lo bastante adelantada para dudar, aunque no lo suficiente para aceptar lo desconocido. Meneó la cabeza, recordando los largos años de trabajo y preparativos consumidos para llegar hasta allí. No le era posible explicar eso, ni los motivos que le habían impulsado. Los términos parafísicos y parapsicológicos carecerían de todo sentido para su compañero.
¿Cómo hablarle de la inmensa e inconcebible energía precisa para cruzar de un punto a otro del tiempo, o de la lucha que él y sus colegas tuvieron que sostener para que se les permitiera el uso de semejante energía? En aquel mismo instante le sostenía, circulando a través de la delgada retícula de hilos metálicos tejidos en sus ropas. Muy pronto recibiría la violenta corriente del retorno. Habían calculado una semana, y transcurrieron diez desesperados días mientras corría hacia el sur, tratando de cumplir la misión que le había sido encomendada. Los cálculos con respecto a la extensión del salto en el tiempo se habían equivocado en veinte años, e ignoraba si eso afectaría al intervalo que le restaba antes de que le alcanzasen las ondas de energía. Sin duda se había establecido ya la corriente de regreso.
Desechó tales pensamientos y se apresuró a continuar:
—Notredame alcanzó la fama en la corte de Catalina gracias a sus profecías. Cuando murió, dejó unos versos titulados Centurias, rebosantes de tentadoras sugerencias, que algunos creyeron. Al descubrirse el manuscrito original el profeta ocupó un lugar indiscutido en la historia. Y ahora necesitamos saber, más allá de toda duda, si el manuscrito fue o no obra suya. Debemos saberlo. Incluso una pequeña evidencia resultaría definitiva... ¿Conoces su letra?
—La he visto bastante a menudo. Extranjero, tu historia empieza a interesarme, cualquiera que sea la parte de verdad que contenga. En cuanto a profetizar, todos te dirán que no es cosa infrecuente. Francia cuenta con los más grandes astrólogos del mundo.
El estudiante llenó una vez más su jarra y se reclinó en el asiento, sacudiendo la cabeza para despejarla de los vapores del vino.
—Aunque Nostradamus fuese un astrólogo, si necesitas astrólogos, ¿por qué no buscar a otros?
Sidney se encogió de hombros, desechando la propuesta.
—No me servirían de nada. Él se llamaba a sí mismo astrólogo, por supuesto, pero... Dime, si te mostrara un manuscrito, ¿podrías jurar que lo escribió él? Aquí lo tienes. —Metió una mano entre sus ropas y extrajo un pergamino manuscrito, que extendió rápidamente sobre la mesa—. Se trata de una copia perfecta. La misma textura del pergamino, y las manchas de tinta que había sobre él... No prestes atención a su contenido. No nos concierne, ya que hemos sobrepasado la fecha final de las predicciones explícitas. Concéntrate sólo en la escritura. Como ves, es la letra de un joven. El resto de sus escritos que obran en nuestro poder pertenecen a sus últimos años. Tú conoces la forma en que escribía durante su juventud. Júrame honestamente: ¿es su letra?
El muchacho inclinó la cabeza sobre el manuscrito y siguió los trazos con un dedo, mientras con la otra mano frotaba sus enrojecidos ojos. Sidney maldijo el vino y la lentitud del estudiante. Por fin, el otro alzó la mirada. Algo en la frenética desesperación del rostro de Sidney pareció confirmar sus dudas, ya que el suyo se volvió de pronto grave.
—No lo sé, extranjero. Al parecer, sí... Y sin embargo, yo jamás he escrito esas palabras, ni he tenido nunca la intención de hacerlo.
—Tú... ¿Tú eres Notredame?
—Sí, soy Michel de Notredame... Y un necio borracho por admitirlo, cuando muy bien podrías haber venido para...
Pero Roger Sidney, del año 2211, se reía. Una marea le agitaba en convulsiones, en áspero silencio. Su tembloroso dedo señaló hacia el manuscrito, después al estudiante, en tanto que las convulsiones se intensificaban.
—¡Un ciclo...! ¡Un ciclo completo! Y nosotros... Y esa..., esa...
No pudo terminar. Notredame echó una ojeada a su alrededor para ver si alguien prestaba atención a lo que ocurría, pero la taberna se había vaciado y el tabernero se afanaba en el otro extremo. Se volvió y se apresuró a santiguarse. Hubo un destello en torno al extranjero, una retícula de brillantes hilos en sus ropas, que semejaron rayos congelados. La luz se extendió difuminándose y, al final, desapareció. El banco donde el otro había estado sentado quedó de pronto vacío. Notredame quedó a solas y se santiguó de nuevo, mientras su rostro palidecía. Se detuvo de súbito para apoderarse de la bolsa y las monedas que yacían sobre la mesa y ocultarlas en las profundidades de su vestimenta. Vaciló por un segundo. Su mirada era ahora sobria. Frunció el entrecejo, pensativo.
—Nostradamus —murmuró—. Nostradamus, astrólogo de la reina. Me agrada como suena eso.
Sus dedos recogieron el manuscrito, salió a toda prisa y se perdió en la oscuridad nocturna.
* * *
Campbell rechazó Inocentada por una razón que debiera habérseme ocurrido a mí... Una vez que se introduce en un relato la idea de una máquina del tiempo, el desenlace resulta obvio por completo.
Tardé mucho en colocarlo, aun después de recurrir a un agente. Al fin, en 1951, Robert Lowndes lo aceptó para una de las revistas de Columbia Publications. Me pagó veintiún dólares por él. Lowndes era muy buen amigo mío (y todavía lo es, felizmente). No obstante, no creo que se decidiera a admitirlo sólo por amistad. El cuento adolece de muchas deficiencias, pero no me parece malo del todo. Tal vez necesitaba algo de esa extensión y pensó que mi nombre daría prestigio al sumario de la revista.
Para el siguiente cuento, me apoyé en gran medida en dos controvertidas ideas «científicas» que acababan de ser publicadas en las revistas. La primera se refería a un descubrimiento sobre las corrientes magnéticas, obra de un tal Ehrenhaftt. Si de verdad se hubiese conseguido que el magnetismo fluyera como la electricidad, supondría un auténtico hallazgo. Nadie lo comprobó jamás. La segunda idea se basaba en el trabajo del científico ruso Bogolometz, quien elaboró un extracto al que llamó suero citotóxico antirreticular. Se suponía que curaba toda clase de enfermedades y ofrecía ciertas esperanzas de una extrema longevidad. Con el tiempo, se demostró que el extracto presentaba en efecto algún valor, pero no se aproximaba siquiera a lo esperado.
Ambas nociones se acomodaban muy bien con una vieja idea mía acerca de una máquina educadora. Por lo tanto, las combiné y escribí otro cuento. En él se apretujaba el máximo de ocho mil palabras impuesto por Campbell. Sin embargo lo aceptó, pagándome ciento veinte dólares sin darme ninguna bonificación. Usé el seudónimo Philip St. John, y lo titulé El tuerto.
Fin