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julio 25, 2020
Tiene problemas para dar y prestar. Sus habitantes, sin embargo, brindan al mundo una lección de equilibrismo, con su elegancia, su ingenio y una gran dosis de paciencia.
Por Milton Davis.
A MEDIADOS de 1975 la Ciudad de Nueva York estuvo en un tris de declararse en bancarrota, lo que tenía consternado a todo el país. Pero los habitantes de Roma se limitaban a sonreír ante la situación de los neoyorquinos. ¿Y por qué no ? La Ciudad Eterna vive en franca bancarrota desde hace ya mucho tiempo. En realidad, su insolvencia ha llegado a ser parte obligada de la vida romana, tan inevitable como la contaminación provocada por el tráfico.
Y no se podría decir que los romanos estuvieran inadvertidos. Ya hace más de 2000 años Marco Tulio Cicerón los amonestaba así: "Es necesario equilibrar el presupuesto, o de otro modo el Estado caerá en la insolvencia". Cicerón fue tal vez el orador más elocuente de la historia, pero los romanos no le prestaron atención: ni entonces ni nunca. El resultado de ello es que la Ciudad Eterna se encuentra eternamente endeudada, al punto de que debe desembolsar, diariamente, nueve millones de liras por concepto de intereses sobre una deuda de 2,52 billones de liras (unos 4500 millones de dólares). Y en vez de emitir títulos (¿quién iba a comprarlos?) Roma sigue obteniendo préstamos de los bancos para cubrir sus obligaciones diarias. Como el total de la deuda aumenta cerca de una tercera parte cada año y el gobierno siempre va retrasado tapando agujeros, hay pocas esperanzas de que algún día el municipio se ponga al corriente.
Al parecer, Roma pasa a trompicones de un desastre a otro. Un ejemplo lo tenemos en las escuelas. La falta de fondos, la escasez de profesores, de aulas y materiales escolares es tal que muchos niños asisten a clases por turnos: por la mañana un grupo, y por la tarde otro. La consecuencia de esto es que los estudiantes de escuelas del gobierno que reciben 18 horas de instrucción a la semana pueden considerarse afortunados. ¿Y qué decir de la educación superior? Pues bien, una alumna de la Universidad de Roma comenta que solamente ha podido asistir a dos clases de sicología desde el primer día del año. "O el maestro no se presenta", dice, "o, si llega, no hay sitio suficiente para los estudiantes; o se suspenden las clases por una huelga".
Si el sistema de los hospitales romanos funciona, es por las hazañas del esfuerzo individual. El Hospital de San Giovanni, uno de los mayores que dependen del municipio, estaba a punto de cerrar sus puertas en la primavera de 1975. "Poco falta para que se nos agoten las vendas, las placas de rayos X y los medicamentos más esenciales", advertía el Dr. Elvio Ruffino, director adjunto de la institución. "Uno de los radiólogos tiene que ir a la casa Kodak a comprar negativos por cuenta propia, con la esperanza de que la administración le reembolse el dinero".
¿Los servicios públicos? En tiempos del emperador Augusto, Roma disponía diariamente de un abastecimiento de agua de 1000 litros por habitante. En la actualidad sólo llega a 400, bastante mal distribuidos por cierto. En el verano de 1975 hubo que racionar el agua potable.
En cuanto a la variable energía eléctrica de Roma, no es, según se dice, ni C.A. (corriente alterna) ni C.C. (corriente continua), sino C.D. (deficiente). Ocurre a veces que barrios enteros de la ciudad quedan privados de electricidad durante muchas horas, ya sea por algún desperfecto o exceso de carga en las líneas. Y aunque haya corriente, no faltan descensos del voltaje que hacen vibrar a las bombillas y sonar como organillos callejeros los discos fonográficos.
Debemos mencionar también el servicio telefónico. Un enfurecido ciudadano romano se pasó tres horas largas colgado de un teléfono ajeno para comunicarse con la sección de reparaciones e informar que el suyo no funcionaba. Cuando por fin esta oficina le contestó, sólo pudo decir ¡pronto! antes de que se interrumpiera la comunicación. Gabriella Arcangeli recibió una cuenta de la compañía, que es propiedad del gobierno, por la abrumadora cantidad de 976 llamadas. No obstante, aunque había solicitado y obtenido un teléfono varios meses antes, ¡no se lo habían llegado a instalar! Semejantes irregularidades no son raras en Roma.
El servicio postal de la capital italiana es igualmente imprevisible y, desde hace mucho tiempo, blanco de la irrisión popular. Hasta el ministro de quien depende el correo tiene que enviar un ayudante en motocicleta cuando hay algún despacho urgente dentro de la ciudad, pues una carta tarda hasta cuatro días en ir de una parte a otra de Roma. Y eso si se puede mandar, pues es frecuente que escaseen los sellos de correo por las huelgas o las averías que sufre la imprenta oficial. Además, cuando se consiguen, son los de valor más bajo. Cierto hombre de negocios manda diariamente varios empleados a buscar sellos en las tabaquerías de la vecindad para su correspondencia aérea internacional. "Y entonces lo difícil", explica, "es que quepan en el frente del sobre la dirección y la colección de sellos".
Las causas de tan gigantesco lío son numerosas y variadas, como los romanos mismos. Una de ellas es la sobrepoblación: Roma está abarrotada por millares de familias que llegan del atrasado sur de Italia atraídas por el señuelo de los empleos y complican aun más los ya precarios servicios e instituciones de la urbe. Esto, sin embargo, no es nuevo: ya en el año 30 a. de J. C. se apiñaba un millón de almas en una ciudad construida para albergar 500.000. Si se ha de atribuir a una razón especial esta confusión, sería probablemente que, en el transcurso de los años, los sucesivos gobiernos municipales han estado siempre demasiado ocupados aplacando a diversos grupos con intereses comunes, o tratando de allegarse fondos para administrar la ciudad.
Con todo, se requiere más de una serie de crisis municipales, por interminable que parezca, para que la ciudad resulte inhabitable a los romanos. Clelio Darida, alcalde de Roma desde 1969, ha amenazado en repetidas ocasiones con dimitir por sentirse frustrado; pero siempre lo han convencido de que siga en su cargo. A pesar de que, según él mismo ha dicho, la urbe es ingobernable, le satisface que se le considere insustituible en su puesto de gobernante que no es tal, por imposibilidad de gobernar.
Por ser Roma un mar de confusión, su suelo es favorable a la proliferación del delito. Según las estadísticas policiacas de robos denunciados, ocurre uno cada 163 segundos; esto es, en proporción mayor que en cualquiera otra gran urbe europea, habida cuenta de su población. En cierta ocasión, una familia francesa se detuvo en una plaza del pintoresco barrio de Trastevere, donde un vigilante espontáneo de los autos allí estacionados les recomendó que cerraran bien su coche. Los franceses atendieron el consejo, pero a su regreso descubrieron que las siete maletas que llevaban habían volado, y con ellas el servicial vigilante. Los turistas denunciaron el caso en la comisaría de policía, y cuando salieron... también su automóvil había desaparecido. Los agentes se mostraron en extremo comprensivos, pero a la postre nada pudieron hacer.
Los romanos han inventado incluso un nuevo método para robar. Los ladrones de pieles y de bolsas de mano, montando pequeñas pero veloces motocicletas, ejecutan las maniobras más peligrosas. Un día de aire y frío salía cierta dama romana de un salón de belleza; la señora se detuvo para ponerse el abrigo de visón, pero no lo consiguió, porque pasó a su lado, por la acera misma, una motocicleta cuyo conductor le arrebató sin dificultad la prenda de los hombros y se alejó velozmente.
Igual suerte corrió un sujeto que almorzaba sentado ante la mesa de una fonda al aire libre y que había puesto su chaqueta sobre el respaldo de una silla.
Algunos delincuentes de Roma son más corteses. Alfredo Frondoni, propietario de una gasolinera en Roma, fue un sábado por la noche a dejar la recaudación del día en la caja para depósitos nocturnos del banco del barrio. "Al meter el talego en la caja", explica, "oí una voz que decía: Mil gracias. Yo contesté: De nada y me marché". Hasta pasado un rato no se dio cuenta de que le habían robado. Unos ladrones muy listos se habían metido en el banco, donde colgaron un saco al lado opuesto de la caja para depósitos nocturnos y se fueron apoderando del dinero efectivo a medida que entraba.
No faltan romanos honrados con larga experiencia en aprovechar el caos reinante en la administración urbana. Por ejemplo, casi nunca despiden a los empleados gubernamentales, cuya situación resulta desventajosa por estar mal pagados; lo cierto es que incluso se les dan varios días de licencia para que reflexionen y resuelvan si quieren marcharse. Mientras no lo hagan, la somera supervisión a que están sometidos les permite desempeñar otro empleo cuando así lo deseen, y sólo atienden al principal de vez en cuando. Un importante empresario de Milán se presentó después de la hora de almorzar en cierta oficina pública de Roma con el propósito de arreglar un asunto urgente. Salvo el portero, no había nadie en el lugar.
—¿Qué pasa aquí? —exclamó— ¿Acaso los empleados no trabajan por la tarde?
—Está usted equivocado, señor —repuso el portero—. Es por la mañana cuando no trabajan; por la tarde no vienen.
Para vivir con tal sistema, el ciudadano corriente ha tenido que echar mano de su propia inventiva. Véase, por ejemplo, el problema de conseguir un certificado oficial. Según parece, el ciudadano jamás está provisto de todos los papeles que le hacen falta, o los que trae no son los indicados, o no tienen un sello que de repente resulta indispensable. El solicitante está al tanto de ello; y también el funcionario. ¿ Cuál es la solución? Una modesta bustarella, o sea el sobre que, con cierta suma de dinero adentro, posee la virtud de desenmarañar el papeleo en que todo viene envuelto. En niveles más altos el hombre de negocios recurre a los servicios de un "gestor", individuo que ha adquirido una posición semioficial con el carácter de intermediario ante las autoridades.
Otra arma secreta para combatir contra la selva burocrática y el caos general de la Ciudad Eterna es la fuerza de la familia italiana: abuelos, tíos, tías, sobrinos, sobrinas, además de primos incontables. Cuando hay un problema, se convoca a consejo familiar y la tribu mancomuna sus recursos para hallar alguna solución. Durante las crisis originadas por las interminables huelgas que ocurren en Roma, yo he tenido que recurrir en ocasiones a la esposa del conserje del edificio en que habito, pues por conducto de su muy numerosa familia todo se consigue, se arregla y acaba haciéndose. Cierto domingo por la noche en que inopinadamente nos cayeron en casa siete comensales, la portera fue capaz de conseguirnos dos kilos y medio de rosbif con el necesario acompañamiento.
Así pues, entre tantas frustraciones como los rodean, los romanos se mantienen sonrientes y satisfechos. Hasta las molestas huelgas (en el aeropuerto, en los hoteles, en los servicios de autobuses, de taxis y de recogida de basura) se pueden considerar, en última instancia, como beneficios. ¿Acaso no brindan al ciudadano una oportunidad más para tomarse otro día de asueto? (Los romanos gozan ya de 18 días de descanso durante el año, aparte los fines de semana y los "puentes" que conectan un día festivo con el fin de semana inmediato.) "No se altere usted", me aconsejaba un romano amigo mío cuando el fontanero decidió tomarse el día dejándome en situación apurada: "Roma es Roma. No lo olvide querido amigo: pazienza".
Por supuesto que no faltan ocasiones donde incluso la infinita paciencia de los romanos da señales de agotamiento. En las elecciones de junio de 1975 los electores de este bastión del catolicismo romano repudiaron al fin a los demócratas cristianos, que habían ejercido el gobierno de la capital durante 30 años, y votaron por mayoría a favor de los comunistas. Tal circunstancia hizo estremecerse a los cristianos... en todas partes menos en Roma.
—¿Y ahora qué va a pasar? —pregunté a uno de mis conocidos, experimentado hijo de Roma.
—¡Ah, amigo mío! —me contestó con una sonrisa de cansancio— Tal vez no deberíamos preguntar qué nos reservará esto, sino cuánto les dejará a ellos.
La historia de Roma, siempre tumultuosa y a menudo trágica, inspira confianza a los actuales habitantes de esta capital. "Cuando se ha nacido en una ciudad cuya población se las ha visto con todo género de calamidades en el curso de los siglos, desde el hambre hasta la peste, los incendios y las inundaciones", me aseguraba un ciudadano romano, "se aprende a vivir al día". Y así, Roma sigue avanzando con paso tambaleante hacia el futuro, recorriendo una perpetua cuerda floja, haciendo hábiles juegos, malabares con sus deudas y sus créditos, y sin dejar de sonreír, con la seguridad del equilibrista veterano que sabe que la función seguirá adelante, suceda lo que suceda. Y además con toda la gracia del mundo.