EL FLORECIMIENTO DE LAS CORTESANAS (Richard Matheson)
Publicado en
julio 14, 2020
UNA TARDE, en 1959, sonó el timbre de la puerta.
Frank y Sylvia Gussett acababan de acomodarse para ver los programas de la televisión. Frank colocó en la mesa su vaso de gin and tonic y se puso en pie. Luego, se dirigió al recibidor y abrió la puerta.
Era una mujer.
—Buenas tardes —dijo—. Represento al Intercambio.
—¿Al Intercambio? — preguntó Frank, sonriendo cortésmente.
—Sí —dijo la mujer—. Estamos poniendo en práctica un programa experimental en el vecindario. En cuanto a nuestros servicios...
Sus servicios eran bastante venerables. Frank tragó saliva.
—¿Está usted hablando en serio? — inquirió.
—Absolutamente —replicó la mujer.
—Pero, ¡santo cielo!, no pueden ustedes venir a nuestras propias casas y..., y..., eso es contrario a las leyes! ¡Podría hacer que la arrestaran!
—¡Oh, no es posible que desee usted eso! — dijo la mujer, al tiempo que aspiraba profundamente el aire para que su blusa tomara un aspecto provocativo.
—¿Usted lo cree? — le dijo Frank, cerrándole la puerta en las narices.
Permaneció a continuación inmóvil, tratando de recuperar la respiración. En el exterior, oyó el repiqueteo de los altos tacones de la mujer que descendían por los escalones del porche y luego se desvanecían.
Frank se dirigió con paso vacilante hasta el salón.
—Es increíble —dijo.
Sylvia levantó la mirada de sobre el aparato de televisión.
—¿Qué quieres decir?
Frank se lo explicó.
—¿Qué?
Se incorporó en su asiento, estupefacta.
Los dos esposos permanecieron un momento mirándose el uno a la otra. Luego, Sylvia se dirigió hacia el teléfono y lo descolgó. Marcó un número en el disco y le dijo a la telefonista:
—Deseo que me comunique con la policía.
—Extraño asunto —dijo el policía, que llegó unos minutos más tarde.
—Realmente extraño —aprobó Frank.
—Bueno, ¿qué piensan ustedes hacer? — quiso saber Sylvia.
—No podemos hacer gran cosa, señora —explicó el policía—. No tenemos nada en qué basarnos.
—Pero, mi descripción... —comenzó a protestar Frank.
—No podemos ir por la ciudad, arrestando a todas las mujeres que veamos con tacones altos y una blusa blanca —le indicó el agente—. Si vuelve, comuníquenoslo. Sin embargo, es probable que se trate de alguna chiflada.
—Es posible que tenga razón —dijo Frank, cuando se alejó el automóvil de la patrulla.
—Me sucedió algo muy extraño anoche —le dijo Frank a Maxwell, cuando se dirigían al trabajo, a la mañana siguiente.
Maxwell rió despectivamente.
—Sí, vino también a nuestra casa —dijo.
—¿De veras?
Frank miró asombrado a su vecino, que estaba sonriendo.
—Sí —replicó Maxwell—. Tuve suerte de que la anciana abriera la puerta.
Frank se envaró.
—Nosotros llamamos a la policía —dijo.
—¿Para qué? — preguntó Maxwell—. ¿Para qué combatirlo?
Frank frunció el entrecejo.
—¿Quieres decir que no crees que se trataba de una chiflada?
—¡Diablos, no! — dijo Maxwell—. Es algo real.
Comenzó a canturrear:
Soy solamente una pobre
ramera de puerta en puerta;
deseo ser buena; pero no me
comprenden...
—¿Qué quieres decir? — preguntó Frank.
—Lo oí en una tertulia de hombres solos —explicó Maxwell—. Creo que no es la primera ciudad en que actúan.
—¡Santo Dios! —murmuró Frank, palideciendo.
—¿Por qué no? — preguntó Maxwell—. Era solamente una cuestión de tiempo. ¿Por qué iban a dejar que se perdiera todo ese comercio en los hogares?
—¡Es execrable! — declaró Frank.
—Así es —opinó su vecino—. ¡Es el progreso!
La segunda mujer llegó aquella noche; una rubia con el cabello negro cerca de las raíces, de falda corta y suéter que dejaba al descubierto más de dos centímetros de su pecho.
—¡Hola, cariño! — dijo, cuando Frank le abrió la puerta—. Me llamo Janie. ¿Te gusto?
Frank permaneció rígido sobre sus talones.
—Yo... —comenzó a decir.
—Veintitrés y toda la libertad —dijo Janie.
Frank cerró la puerta, haciendo una mueca.
—¿Otra vez? — preguntó Sylvia, cuando regresó a su lado.
—Sí —murmuró.
—¿Conseguiste su dirección y su número de teléfono, para que podamos llamar a la policía?
—Se me olvidó —confesó el hombre.
—¡Oh! — Sylvia tiró con fuerza al suelo una de sus zapatillas—. Dijiste que lo ibas a hacer.
—Ya lo sé —dijo Frank, tragando saliva—. Se llama Janie.
—¡Vaya una ayuda! — dijo Sylvia—. Ahora, ¿qué vamos a hacer?
Se estremeció.
Frank sacudió la cabeza.
—¡Es algo monstruoso! — dijo la señora—. ¡Que tengamos que estar expuestos a esas...
Tembló de rabia.
Frank la abrazó.
—¡Sé valiente! — le dijo.
—Voy a comprar un perro que sea muy malo —dijo ella.
—No, no —replicó su esposo—, vamos a llamar otra vez a la policía. Solamente tendrán que hacer que alguien vigile nuestra casa.
Sylvia comenzó a llorar.
—¡Es monstruoso! — repitió, entre sollozos.
—¡Ya lo creo! — opinó su esposo.
—¿Qué estás tarareando? — preguntó Sylvia a la hora del desayuno.
—Nada —dijo Frank, casi dejando caer la tostada que tenía en la mano—. Es una tonada que he oído.
Su esposa le dio una palmadita en la espalda.
Se fue de la casa, un poco desorientado. "Es monstruoso", pensó.
Aquella mañana, Sylvia compró una placa en una ferretería y la clavó sobre el césped, delante de la puerta principal.
NO ACEPTAMOS OFERTAS, decía. Y subrayó la palabra OFERTAS. Más tarde, volvió a salir, y volvió a subrayar otra vez la misma palabra.
—¿Dice usted que van directamente a su puerta? — dijo el agente del FBI al que Frank llamó desde su oficina.
—A la puerta misma de la casa —repitió Frank—. Son verdaderamente descaradas.
—Es cierto —dijo el agente del FBI.
Produjo un ruido extraño.
—Es intolerable —insistió Frank, con energía—; la policía se ha negado a apostar a un vigilante en nuestro vecindario.
—¡Ah! — dijo el del FBI.
—Es preciso que hagan algo —declaró Frank—. Se trata de una gran invasión de nuestra intimidad.
—Es cierto —replicó el agente— y vamos a ocuparnos de ello; despreocúpese.
Después de que Frank colgó el teléfono, el agente del FBI volvió a ocuparse de su bocadillo de jamón y de su botella termos de leche agria.
—Soy solamente una pobre... —comenzó a canturrear, antes de controlarse. Asombrado, estuvo haciendo dibujos durante todo el resto de su tiempo de almuerzo.
La noche siguiente fue una morena muy atractiva, con el escote de la blusa abierto hasta un punto inimaginable.
—¡No! — le dijo Frank, con voz seca.
La mujer se contoneó voluptuosamente.
—¿Por qué? — preguntó.
—No tengo por qué darle explicaciones —le dijo él, cerrando la puerta y sintiendo que su corazón latía con fuerza.
Luego, hizo chasquear los dedos y volvió a abrir la puerta. La morena se volvió, sonriendo.
—¿Has cambiado de opinión, cariño? — preguntó.
—No, quiero decir, sí —le dijo Frank, entornando los ojos—. ¿Quiere usted darme su dirección?
La morena lo miró de manera acusadora.
—Diga, cariño, ¿no estará usted pensando en crearme problemas?
—No quiso decirme nada —dijo Frank, con desconsuelo, cuando regresó a la sala.
Sylvia parecía estar desesperada.
—He vuelto a telefonear a la policía —dijo.
—¿Y...?
—Y nada. Me parece que en esto debe de haber algo de corrupción.
Frank asintió gravemente.
—Será mejor que compres el perro —dijo.
Pensó en la morena, y le dijo a su esposa:
—Era una mujer alta.
—¿Qué te parece la tal Janie? — preguntó Maxwell.
Frank hizo virar su automóvil vigorosamente en una esquina, haciendo que el vehículo reposara casi sobre dos ruedas. Su rostro tenía una expresión inflexible.
Maxwell le dio una palmadita en el hombro.
—¡Oh, vamos, Frankie! — le dijo—. No creas que me engañas. No eres diferente del resto de nosotros.
—No tengo nada que ver en eso —declaró Frank—, y eso es todo.
—Sigue diciéndoselo a tu esposa —indicó Maxwell—. Pero debes pasar buenos ratos, como el resto de nosotros, ¿no es cierto?
—Te equivocas —le dijo Frank—. Estás absolutamente equivocado. No me asombra que la policía no pueda hacer nada. Yo soy probablemente el único testigo voluntario de toda la ciudad.
Maxwell soltó una carcajada.
Aquella noche, fue una vampiresa de cabello negro y brillante, con un sombrero lacio. En su vestido, las lentejuelas se movían y brillaban en lugares estratégicos.
—¡Hola, corderito! — lo saludó—. Me llamo...
—¿Qué ha hecho usted con nuestro perro? — inquirió Frank.
—Nada, cariño, nada —replicó la mujer—. Está haciendo migas con mi gozque Winifred. Ahora, hablemos de nosotros...0
Frank cerró la puerta y esperó a que el repiqueteo de los tacones se desvaneciera antes de regresar junto a la televisión, donde estaba Sylvia.
Semper, ¡oh, Dios!, fidelis, pensó, mientras se ponía el pijama, más tarde.
Las dos noches siguientes, estuvieron sentados en la sala, con la luz apagada, y en cuanto las mujeres llamaban a la puerta, Sylvia llamaba a la policía.
—Sí —dijo con furia—. Están ahora mismo en nuestra casa. ¿Quieren hacer el favor de enviar una patrulla inmediatamente?
Las dos noches, el automóvil de patrulla llegó después de que las mujeres se habían ido.
—Complicidad —murmuró Svlvia, mientras se embadurnaba de crema—. Todos son cómplices.
Frank dejó que el agua fría corriera sobre sus muñecas.
Aquel día, Frank telefoneó a funcionarios de la ciudad y del estado, que prometieron ocuparse del asunto.
Aquella noche se presentó una pelirroja enfundada en un vestido verde, que realzaba todos los lugares abultados, que eran bastantes.
—Escuche usted... —comenzó a decir Frank.
—Las muchachas que estuvieron aquí antes que yo —dijo la pelirroja— me dijeron que usted no estaba interesado. Yo siempre digo que cuando un marido no está interesado es debido a que su esposa está escuchando.
—Escuche usted... —dijo Frank.
Se detuvo cuando la pelirroja le entregó una tarjeta. La miró automáticamente.
39—26—36
MARGIE
(especialidades)
Solamente previa cita.
—Si no desea usted llamarme aquí, cariño —le dijo Margie—, puede encontrarme usted en la habitación Cyprian del hotel Filmore.
—Le ruego que me excuse —le dijo Frank, tirando la tarjeta a lo lejos.
—Una tarde, entre las seis y las siete —le dijo Margie, riendo.
Frank se apoyó contra la puerta cerrada y sintió como si hubiera pájaros con las alas calientes que le golpearan la cara.
—Es monstruoso —dijo, tragando saliva—. ¡0h, es monstruoso!
—¿Otra vez? — preguntó Sylvia.
—Pero con una diferencia —dijo Frank vengativamente—. Ya conozco su domicilio, y mañana llevaré allá a la policía.
—¡0h, Frank! — dijo su esposa, abrazándolo—. ¡Eres maravilloso!
—Gracias.
Cuando salió de su casa a la mañana siguiente, encontró la tarjeta sobre uno de los escalones del porche. La recogió y la metió en su cartera.
Sylvia no debía verla, pensó.
Le dolería.
Además, tenía que mantener el porche limpio.
Además, era una prueba importante.
Aquella noche se sentó en la habitación Cyprian, en la penumbra, haciendo girar un vaso dc jerez entre los dedos. Se oía una música suave y se oían numerosas conversaciones después del trabajo.
"Ahora", pensó Frank, "cuando llegue Margie, me precipitaré al teléfono y llamaré a la policía; luego, la mantendré ocupada, en conversación, hasta que lleguen los agentes. Eso es lo que voy a hacer. Cuando Margie..."
Margie llegó.
Frank permaneció sentado como una víctima de Medusa. Solamente su boca se movió. Se le abrió lentamente. Su mirada se posó sobre la opulencia del cuerpo de Margie cuando la vio avanzar por el pasillo, contoneándose, antes de detenerse en un taburete forrado de cuero, frente al mostrador.
Cinco minutos más tarde, escapó por una puerta lateral.
—¿No fue? — preguntó Sylvia por tercera vez.
—Ya te lo dije —exclamó Frank, concentrando su mirada sobre su chuleta empanada.
Sylvia guardó silencio durante un momento. Luego, dejó el tenedor a un lado, y dijo:
—Entonces tendremos que mudarnos de casa. Es evidente que las autoridades no tienen intenciones de hacer nada.
—¿Qué importa dónde vivamos? — murmuró él.
Sylvia no replicó.
—Quiero decir —explicó, tratando de romper el terrible silencio—, bueno, ¿quién sabe?, quizá es un fenómeno cultural inevitable. Quizá.
—¡Frank! — gritó su esposa—. ¿Estás defendiendo a ese horrible Intercambio?
—No, no; por supuesto que no —respondió Frank abruptamente—. Es execrable. ¡Realmente execrable! Pero... Bueno, quizá sea otra vez como en la antigua Grecia. Quizá como en Roma. Quizá...
—¡No me importa qué pueda ser! — gritó Sylvia—. ¡Es horrible!
Frank tomó una de las manos de su esposa entre las de él.
—Cálmate —dijo.
"39—26—36", pensó.
Aquella noche, en la obscuridad, se produjo una reafirmación desesperada de su amor.
—Fue maravilloso, ¿verdad? —preguntó Sylvia, gimiendo.
—Por supuesto que sí —replicó él.
"39—26—36."
—¡Tienes razón! — le dijo Maxwell, cuando se dirigían juntos a su trabajo, a la mañana siguiente—, es un fenómeno cultural. Has dado en el clavo, Frankie. Es un fenómeno cultural inevitable. Primeramente las casas. Luego, las conductoras de taxis, las muchachas en las esquinas de las calles, los clubes, los automóviles de los adolescentes que iban a los autocinemas. Tarde o temprano tenía que avanzar, haciéndolo sobre la base de puerta en puerta. Y naturalmente, los sindicatos van a dirigirlo todo, a pagar a los que se quejen, etcétera. Es inevitable. Tienes tanta razón, Frankie, cuando dices que es un fenómeno cultural.
Frankie continuó adelante, asintiendo sombríamente.
A la hora del almuerzo, se sorprendió a sí mismo tarareando:
—Margie, siempre estoy pensando en ti...
Se detuvo, estremeciéndose. No pudo concluir la comida. Se paseó por las calles hasta la una, con ojos cansados. Era la mentalidad de las masas, pensó, la vieja v maligna mentalidad de las masas.
Antes de entrar en su oficina, rompió en pedacitos la pequeña tarjeta de visita y arrojó los restos a un cubo de basura.
En las cifras que escribió durante toda aquella tarde, el número 39 volvió una y otra vez, con una desalentadora regularidad.
Una vez lo escribió con un signo de admiración.
—Casi estoy creyendo que estás defendiendo esa..., esa cosa —lo acusó Sylvia—. ¡Tú y tu fenómeno cultural!
Frank permaneció sentado en la sala, oyendo cómo su esposa rompía platos en el fregadero. "Es una locura", pensó.
MARGIE
(especialidades)
—¡Basta! —le ordenó furioso a su mente.
Aquella noche, cuando se estaba lavando los dientes, comenzó a canturrear:
—Soy solamente una pobre...
—¡Maldita sea! — murmuró en dirección a la imagen de sí mismo que se reflejaba en el espejo.
Aquella noche tuvo sueños... desacostumbrados.
Al día siguiente, Sylvia y él riñeron.
Al día siguiente, Maxwell le contó cuál era su sistema.
Al día siguiente, Frank murmuró más de una vez para sus adentros:
—¡Estoy tan cansado ya de todo esto...!
A la noche siguiente, las mujeres dejaron de ir a su casa.
—¿Es posible? — dijo Sylvia—. ¿Van a dejarnos en paz al fin?
Frank la mantuvo abrazada.
—Así parece —dijo con voz suave. "¡0h!, soy despreciable", pensó.
Pasó una semana. Ninguna mujer volvió. Frank se levantó todas las mañanas a las seis y limpió un poco el polvo de la casa, pasando la aspiradora por el suelo, antes de ir a su trabajo.
—Me agrada ayudarte —dijo, cuando Sylvia se lo preguntó.
La mujer lo miró de manera rara. Cuando le llevó ramos de flores durante tres noches seguidas, las puso en un vaso, con una expresión interrogadora.
Llegó la noche del miércoles siguiente.
Sonó el timbre de la puerta. Frank se puso rígido. "¡Prometieron no volver a la casa!"
—¡Voy a ver quién es! — anunció.
—Esta bien —dijo ella.
Se precipitó a la puerta y la abrió.
—Buenas noches, señor.
Frank se quedó mirando al joven atractivo y de bigote, vestido con un vistoso traje deportivo.
—Soy del Intercambio —dijo el hombre—. ¿Está su esposa en casa?
Fin