A LA IZQUIERDA DE LA ESCALERA (María Halasi)
Publicado en
junio 19, 2020
Capítulo 1
—¿TE ENCUENTRAS bien, nena?
—Sí, bien.
Su madre oyó la respuesta y, sentada a la máquina de coser, dirigió a Susi una mirada de reproche.
—¿Cómo contestas así a la doctora? ¿No estaría mejor: bien, gracias?
—Bien, gracias -repitió Susi, pegándose a la peana del jabalí.
Lo que más odiaba en casa de los doctores era aquel jabalí. Estaba sobre una columna. El año anterior la columna era más alta que Susi, pero este año era igual que ella. Por abajo la soportaban cuatro cabezas de leones, leones viejos con melenas desgastadas, y, después, subía en espiral hasta la losa de mármol cuadrada. En esta losa estaba el jabalí.
«Es bizco», pensaba Susi. Ya se había dado cuenta el año anterior de que el jabalí era bizco. Lo vio una vez, cuando el doctor volvió a casa. Ella estaba en el rincón al lado de la columna. El doctor se le acercó, y ella dio un paso hacia atrás. La columna empezó a tambalearse, y el jabalí se lanzó sobre Susi. El doctor lo cogió al vuelo, gritando como Susi jamás había oído gritar a nadie:
—¿Por qué no tiráis este trasto? ¡Ya he dicho mil veces que no hay que guardar todas las porquerías que nos regalen los enfermos! ¡Casi mata a la niña!
La madre de Susi agradeció al doctor que hubiese salvado la vida de su hija y continuó traqueteando con la máquina de coser.
Susi contemplaba con malicia al jabalí.
«Te van a echar», pensaba. «Puede que te claven un cuchillo en tu asquerosa espalda de hierro».
El jabalí la miró con maldad. Odiaba a Susi. Entonces fue cuando empezó a cruzar la vista.
«Es bizco», pensaba Susi de nuevo. Le gustaba pensar lo mismo varias veces. A los pensamientos conocidos los podía mimar como a Cleofás.
La doctora se fue a la habitación de al lado. Dijo que iba un ratito a la cama mientras la madre de Susi le ajustaba el vestido.
—Que no haga ruido la niña -dijo desde la puerta.
¡Bueno! ¡Que no hiciera ruido ella! ¿Cuándo hacía ruido?
En verdad, habría que armar un buen alboroto. Ir a la cocina, subirse a una pequeña escalera y descolgar de la pared la batidora y las tapaderas. Con todo esto, organizaría un buen escándalo. ¿Qué le parecería eso a la doctora que, después de comer, se echaba un ratito?
¡Dios nos libre de ir a la cocina! Allí estaba la abuela doctora y sus bollos. Siempre que veía a Susi le daba bollos. Y había que comerlo todo. Una vez, cuando sintió que con el bocado siguiente era seguro que se iba a ahogar, lo dejó en la mesa de la cocina. Su madre entró en aquel momento para mojar el paño de planchar, y oyó a la abuela doctora preguntar:
—¿No te gusta?
—¡Cómo no! — contestó su madre enseguida-. Le gustan mucho los bollos -y la miró de tal manera que tuvo que coger el trozo y comérselo.
La madre de Susi paró la máquina de coser.
—¿Tienes deberes? — preguntó en voz baja.
—Sí.
—Hazlos.
—Mejor en casa.
—Llegaremos tarde a casa. Tengo que terminar hoy el vestido. Mañana iré a trabajar a casa de los Pitter. ¿Sabes? Estoy haciendo el traje de baile de Maruja. Compraron un raso de color rosa. Ya verás qué bonito. ¿Dónde tienes tu cartera?
—En el recibidor.
—Vete por ella. Pero ¡ten cuidado al cerrar la puerta! Que no se despierte la doctora.
Sólo los bollos secos de la abuela impidieron a Susi correr a la cocina y coger las tapaderas y la batidora.
A pesar de todo, la cerradura de la puerta hizo un chasquido enorme.
Por detrás de su nuca, percibía el siseo asustado de su madre.
—¡No lo pongas ahí! — le musitó atemorizada cuando Susi puso el cuaderno de redacción encima de la mesa-. Es la manga.
Susi apartó la tela.
Su madre fue por ella con presteza. La cogió y la dobló con tanto cuidado que parecía acariciarla.
Susi hurgaba en la cartera buscando su pluma, y a la vez miraba a su madre. Deslizó la cartera hasta el suelo y se puso en pie.
¿Por qué se había levantado?
No se acordaba. Pero, ya en pie, se acercó a su madre y se recostó sobre ella, apretando la cara contra su pelo.
—Vete a hacer tus deberes -dijo su madre-. Cuando se despierte la doctora tengo que probarle el vestido.
Susi abrió su cuaderno.
¡Qué idea la de la señorita Magdi! ¿Cómo se le podía dar a una redacción el título: «En casa». ¿Qué se podía escribir? Cuando lo dictó la señorita Magdi, Soki se levantó enseguida para decir que no lo comprendía.
La verdad era que Soki no comprendía nada. En la clase de matemáticas, cuando la señorita Magdi escribía algún problema en la pizarra, preguntaba siempre:
—¿Lo comprendes, Soki?
Soki era un burro. Pero en este caso tenía razón.
La señorita Magdi contestó que podían escribir lo que quisieran. La historia de un domingo o la de un día de diario; desde el mediodía hasta la noche. Había que contar, en general, lo que hacían en casa.
La redacción anterior había sido mucho mejor: «Mi juguete preferido».
Susi escribió que su juguete preferido era Cleofás. Se lo hizo su madre un día que le dolía la garganta y no pudo ir a casa de los Pitter. Por la mañana, antes de ir al colegio, Susi fue a avisarles que su madre no podría ir aquel día a trabajar porque estaba enferma. Posiblemente estaría enferma toda la semana. Sin embargo, se levantó al día siguiente y se fue a casa de los Pitter. Se asombró de que Susi hubiera dicho que aquel pequeño dolor de garganta podía durar toda la semana, cuando ni siquiera habían llamado al médico.
Aquel día, al salir del colegio, Susi fue a casa a todo correr. En el camino compró todo lo que su madre le había apuntado en un papel: mantequilla, huevos, pan y mil cosas más. En la tienda empujó a todo el mundo y una dependienta le gritó:
—¿Es eso lo que te enseñan en el colegio?
Era un comentario muy tonto, y Susi sabía que no hay que contestar a una bobada semejante. No obstante, dijo a la dependienta:
—Es que mi madre está enferma.
La dependienta, de nuevo, se comportó tontamente y respondió:
—¡Y encima mientes! Si tu madre estuviera enferma no lo dirías con tanta alegría.
Susi voló a casa. Cuando entró en la habitación, Cleofás ya estaba casi terminado.
Su madre lo había hecho a lo largo de la mañana.
¡Cleofás era fenomenal! La cabeza era una pelota de tenis; las manos y pies, corcho; el cuerpo, trapo. ¡Y cómo iba vestido! En una de las piernas, el pantalón era rojo; en la otra, verde. La blusa era morada y, en el centro del cinturón, había un botón de nácar. Este botón no se podía abrochar ni desabrochar. Sólo brillaba allí, en la barriga de Cleofás.
—¡Cleofás! — gritó enseguida al verlo. Se sentó al lado de su madre y estuvo más de un cuarto de hora sin darse cuenta de que todavía tenía el pan en una mano.
Su madre le quería dibujar, con un bolígrafo, ojos, nariz y boca. Pero Susi no lo permitió. Así, al mirar la cabeza de Cleofás, cada vez podía verle la cara con un gesto diferente. Había veces que entornaba los ojos y estaba atento, otras veces hacía mohines si algo no le gustaba y, cuando estaba enfadado, se le arrugaba la nariz. Pero, si su madre le dibujaba ojos, cara y nariz, Cleofás quedaría siempre así.
A su madre no le importaba que Cleofás no tuviese boca. Sólo pidió a Susi que dejara en su bolso el bolígrafo; así tendría con qué apuntar las medidas de Maruja Pitter al día siguiente.
Susi olvidó el bolígrafo encima de la mesa.
Como se ve, de Cleofás se podía escribir una redacción. Había añadido también que Cleofás vivía encima de la estufa.
El año anterior, o incluso antes, había comprado su madre una estufa blanca muy bonita. Se encendía solamente en Navidades, porque, como nunca estaban en casa, ¿para qué encenderla? A Cleofás le gustaba estar encima de la estufa.
Susi desenroscó su pluma. Se la había dado la doctora. Una pluma negra que ni siquiera tenía un borde de oro, aunque casi todas las plumas negras tienen uno.
«En casa».
Contemplaba a su madre. Dos alfileres salían de su boca. Se inclinaba sobre la máquina de coser y después pinchó los alfileres en la tela.
«En casa».
Su madre había dicho que aquel día también regresarían tarde a casa...
«En casa». Susi acarició con la mano el título escrito en el cuaderno.
La pluma funcionaba mal.
—Seguramente era del doctor. Me la dieron cuando ya había escrito con ella miles de recetas.
Ahora ya fluía bien la tinta. Parece que sólo le iban mal las primeras letras.
«A mi mamá y a mí nos gusta mucho nuestra casa. Algunas personas prefieren ir al cine o a pasear, pero nosotras somos felices cuando podemos estar en casa. Mi mamá guisa muy bien. Y dice: «Ven y ayúdame a pelar patatas». Y yo ayudo. Subo carbón del sótano y hago astillas para poder encender el fuego. Mi madre es costurera. Cosió un tapete para la mesa del cuarto. Uno de color azul. El color lo elegí yo. Hizo pasta con huevos para comer. Lo comimos y pensamos: «somos una familia».
Susi dejó de escribir. Lo hubiera dejado de todas maneras, porque entró la doctora. Su cara aparecía igual que cuando se arruga un bonito papel blanco y brillante. Tenía el pelo rubio y muy corto, pegado a la cara. Susi se dio cuenta de que su peinado se parecía a aquella brocha, gastada por un lado, que el señor Kutas había regalado a los niños de la casa. El señor Kutas era pintor de brocha gorda y así lo anunciaba un cartel en el portal. Si alguien tiene su nombre y su título en una tabla, se puede permitir tomar un vaso de vino algunas veces. Cuando les dio esa brocha, había tomado, según rumores, muchos vasos de vino, que le ablandaron el corazón demasiado. Quería regalarles también una brocha totalmente nueva, pero se la quitó de las manos la señora Kutas. La otra se la dejó. Ya casi no tenía pelos.
La doctora se acercó al espejo y empezó a peinarse.
—Es terrible mi pelo -suspiró.
No hablaba a su madre, sino al espejo. Sin embargo, fue su madre quien contestó:
—¡Huy! ¡Qué va a ser terrible, doctora! Le sienta muy bien el pelo corto.
Susi cerró su cuaderno de redacción y lo guardó en su cartera rápidamente.
La doctora se dio la vuelta. Quedó de espaldas al espejo y mirando a Susi.
—¿Qué opinas? ¿Cuántos años crees que tengo? — le preguntó.
Susi meditó sólo un instante, ya que se acordó de que la señora Kutas tenía cuarenta años. El otro día, cuando el cartero le entregó un gran sobre, le gritó: «Tengo cuarenta años y es la primera vez que recibo un telegrama como éste».
«La doctora habría recibido bastante», pensaba.
—Cincuenta -dijo Susi.
Su madre dejó de traquetear con la máquina y la doctora la miró, exactamente, con la misma expresión del jabalí. Hasta bizqueaba, a pesar de que no lo solía hacer.
—¡Qué va! — gritó su madre intentando que la doctora no se molestara.
—Pues..., me regalaste unos quince -balbució la doctora. Y siguió bizqueando.
—¿Tiene treinta y cinco? — preguntó Susi con asombro.
—Pues... más o menos...
—¿Por qué más o menos? — Susi sacó un diez en matemáticas. Inmediatamente calculó que, restando quince de cincuenta, quedaban treinta y cinco.
—Me he dejado los alfileres en la cocina -dijo su madre con voz opaca-. ¡Tráemelos!
Susi vio que la caja de los alfileres estaba debajo de un trozo de tela que había en la mesa. Pero salió sin decir palabra. Parecía que su madre estaba furiosa. No debería haber dicho cincuenta. Pero, ¿por qué lo preguntó la doctora?
La abuela doctora estaba en la cocina, sentada en un sillón de mimbre. Todo fregado y colocado en su sitio, la cocina parecía brillar. Susi se quedó junto a la pared, debajo de la batidora.
—¿Qué quieres, Susanita mía?
—Nada.
—Muy bien, corazón mío. Ahí tienes un taburete.
Susi no quería sentarse en el taburete y sacó la banqueta del rincón. Sabía dónde estaba. Hacía tanto tiempo que venía con su madre a casa de los doctores, que sabía dónde estaban colocadas las cosas.
—¿Por qué no entra en la habitación? — preguntó a la abuela.
—Estoy mejor aquí.
—¿Por qué está mejor aquí?
—Aquí no estorbo a nadie.
—Y ¿dónde duerme usted?
Entonces, Susi se dio cuenta de que sabía perfectamente dónde estaba colocada la banqueta en casa de los doctores; pero que no sabía dónde dormía la abuela. Siempre la había visto en la cocina. O estaba guisando, o repartía la comida en los platos, o fregaba, o cortaba un trozo de bollo para ella.
—Detrás de la cortina -respondió la abuela.
Una parte de la cocina estaba separada por una cortina. Susi recordaba vagamente el dibujo de la cortina. La había cosido la madre.
—¿Puedo mirar?
—¡Claro! No hay nada que ver.
Efectivamente, no había nada que ver. Solamente una cama y un armario.
Los ojos de Susi se encontraron con la mirada apagada de la abuela. Empezó a hablar rápidamente:
—Porque ¿sabe usted? Mi madre no me deja tener nada en casa. Dice que no quiere desorden. Cleofás es el único. Lo demás lo tira. El señor Kutas me dio una brocha muy bonita. Aunque dijo: «Ahí tenéis», me la dio a mí. Mi madre la tiró ese mismo día. Menos mal que me di cuenta. La saqué de la basura y se la di a Pedro Karcsú. También tiró la pelota de colores cuando se rajó. Y eso que una pelota cuesta mucho dinero aunque esté rajada, ¿no es verdad?
¿Por qué había contado lo de la pelota de colores a la abuela?
A la abuela no le sirvió de nada. Seguía allí sentada y callada. Tenía las hinchadas manos unidas en el regazo, y no decía nada.
Tan sólo después de un buen rato preguntó:
—¿Quieres un trozo de bollo, Susanita?
—Sí, por favor.
—¡Qué bien! Hoy está muy tiernecito.
PERO, ¡Rosita! ¿Todavía están ustedes aquí? — dijo el doctor al entrar en el cuarto de estar.
Eran más de las ocho.
La madre contestó con los alfileres en la boca.
—Enseguida termino. Ya estoy quitando los hilvanes.
—A mí no me molesta, pero ¿no está cansada?
—¡Qué va, doctor! ¡Hemos hecho un vestido de crespón muy bonito!
La madre estaba emocionada.
Susi prefería mirar al jabalí. Pero no pudo hacerlo durante mucho tiempo, porque el doctor se dirigió a ella:
—Jamás te dediques a coser por las casas. ¿Ves cuánto trabaja tu madre? Ni siquiera puedo decirle que se vaya a casa.
Susi estaba sentada en una silla de respaldo alto, columpiando las piernas. Su madre la reprendió al instante:
—¡No des patadas a la silla! Vas a romper los muebles tan bonitos de los doctores.
¡Bonitos! Pero ¿qué decía? Una silla tan monstruosa y que, además, había que trepar para poder sentarse en ella.
La cara amable del doctor se inclinó de nuevo hacia Susi.
—¿Qué vas a ser de mayor?
Susi se encogió de hombros por milésima vez ante esa pregunta.
—¿Te gusta ir a la escuela? — seguía preguntándole.
Susi volvió a encoger los hombros. Sabía, por adelantado, lo que iba a decir y no se equivocó. El doctor preguntó:
—¿Es que no sabes hablar?
¡Claro que sabía! Pero ¿qué se podía contestar a tales simplezas? Y ¿para qué contestar? Al doctor tampoco le interesaba la respuesta. Sólo se estaba divirtiendo. ¡Ojalá se marcharan ya a casa!
Por fin, el vestido estaba terminado. La doctora se lo probó. ¿Por qué se movía tanto delante del espejo? ¿Creía que acariciando el vestido por la parte de la barriga se le iba a hacer más pequeña? La madre, entusiasmada, daba vueltas a su alrededor. Se inclinaba, se incorporaba, tiraba por delante, ajustaba por detrás... Era inútil. Quedaba repugnante.
—¿Qué te parece? — se volvió hacia ella.
—Bonito -asintió Susi con la cabeza.
—¿No me está, largo? — preguntó la doctora.
—Lo puedo acortar un poco -contestó la madre amablemente.
¡Vaya! ¡Otra horita más!
—Pero si lo acorta quedará demasiado corto...
—A mí también me parece que así está mejor.
¡Gracias a Dios! La madre ayudó a la doctora a quitarse el vestido.
La abuela les dio un paquete con pan y mantequilla, porque las tiendas estarían ya cerradas y no podrían comprar nada para el desayuno. La doctora revolvió en su monedero.
—Muy bien, Rosita. Ya la llamaré la próxima semana. ¿Sabe que deberíamos coser las fundas para los muebles nuevos?
—¡Huy! La próxima semana no va a ser posible, doctora. Tengo todos los días cogidos.
—¡Vamos! ¡Ya sacará tiempo para venir un par de días!
—Es imposible. De verdad que es imposible. Podría el sábado y el domingo...
—¡Madre! — dijo Susi. Y le dio un tirón en el brazo-. ¡Vámonos ya!
—Enseguida vamos, corazón. Entonces ¿qué? ¿Vengo sábado y domingo?
—A mí me viene bien, Rosita. Mi marido se irá a Góg, al huerto, ¿sabe? No quiero que los muebles estén más tiempo sin funda. El sofá ya tiene gotas de café...
Apenas llegaron al portal de los doctores, la madre empezó a decir:
—¿Sabes cuánto he ganado hoy? ¡Ochenta florines! Tendremos el televisor para Navidades.
Susi quería preguntar que cuándo podrían ver la televisión si nunca estaban en casa; pero su madre continuaba hablando sin parar. Que si la doctora era muy guapa todavía. Que si no era cierto que tuviera treinta y cinco años, ya que tenía cuarenta; pero que no lo aparentaba. Que si perdiera tres kilos estaría mejor. Que la pobrecita intentaba adelgazar, pero le resultaba muy difícil. Que para cenar comía manzana con queso, pero por la mañana estaba hambrienta. Que si se hartaba con el desayuno ¿de qué le servía no cenar?
—Se sale la tinta de mi pluma -dijo Susi.
—¿Quieres otra?
—Sí.
—¿Tienes bastante con cincuenta florines o prefieres que te dé sesenta?
—No lo sé. Mañana vamos juntas a comprarla.
—Ya sabes, corazón, que mañana voy a casa de los Pitter. Estoy haciendo el vestido de baile para Maruja. ¡Qué dineral se gastan en ese baile! Ya le dije a la señora Pitter, y pienso que no se molestaría, que para qué necesita Maruja...
—No es tan urgente. La podemos comprar pasado mañana.
—¿El qué? ¡Ah, la pluma! Te doy dinero para que la compres. Un raso de color rosa. No me gusta coser en raso. Resbala mucho...
—¿Qué pluma compro?
—La que encuentres, corazón.
La madre abrió con la llave la puerta de la cocina y encendió la luz. Hacía frío.
—¡Lávate la cara y las manos y métete en la cama! ¿Quieres que te caliente agua? Después del televisor, compraremos un calentador eléctrico para el cuarto de baño. Como el de los doctores. Sólo hay que abrir el grifo y sale el agua caliente.
—¿Azul? — preguntó Susi.
—No, rosa -contestó la madre.
—No hay plumas de color rosa. Por lo menos, yo nunca las he visto.
—¡Ah! Creía que preguntabas por el vestido de baile de Maruja. Cómprate la que a ti te guste, corazón. Para que no se me olvide, aquí te dejo el dinero.
La madre puso los cincuenta florines en el armario de la cocina. Después entró en la habitación para hacer las camas.
Susi se quitó el abrigo y lo colgó en la percha que había al lado de la puerta. Allí estaba también la bata de su madre. Al pasar la rozó con la mano. La tela de la bata era fría y resbaladiza como el hielo.
Entró en el cuarto de baño.
El cuarto de baño lo tenían desde el verano. Lo hicieron quitando una esquina de la cocina y con la despensa. La madre dijo que, con lo poco que cocinaban, no necesitaban la despensa.
Había quedado igual que el cuarto de baño del escaparate de la tienda de saneamientos. Todo en su sitio.
Susi tiró la toalla al lado de la bañera.
Después, se fue brincando a la cocina. Sacó del armario un vaso y le echó agua para la noche. Cuando se olvidaba de prepararse agua, siempre le entraba sed durante la noche.
Colocó el vaso sobre la mesa. Su madre enseguida la reprendió:
—¿Cuántas veces he de decirte que no traigas un vaso sin plato? ¡Se mojará el tapete!
¡El tapete! De encaje blanco. Tenía niños gordinflones, con cara de tontos, tirándose flechas. ¡Qué horror!
Los Pitter se lo habían regalado cuando cambiaron los muebles del comedor.
Capítulo 2
—¿ERES SORDA? ¡Te estoy gritando hace ya una hora! — Pedro Karcsú se acercó a Susi, balanceándose al andar.
Susi ya conocía a Karcsú desde hacía mucho tiempo. Sabía que, cuando andaba así, quería alardear de algo. Si no, andaba normalmente, como cualquier otro chico. Pero, a veces, cambiaba el paso y hacía como si le pesaran mucho los pies al caminar, mientras balanceaba su cuerpo de un lado para otro. Decía que todos los futbolistas importantes caminaban así, y él quería ser futbolista.
Pese a esto, Karcsú era un buen chico.
Alcanzó a Susi en el centro del patio.
—¿Quieres ver una cosa?
—¿Qué?
—Ya verás.
—Enséñamelo ya.
—Está allí -Karcsú señaló con la cabeza hacia el sótano.
Susi se paró pensativa. Si iba al sótano con Karcsú, ¿cuándo llegaría a casa de los Pitter? ¡Ya debería estar allí desde hacía rato!
Por la mañana había logrado, rogando mucho, que su madre le dejase la llave para que al salir del colegio pudiese ir a casa, por lo menos para dejar allí la cartera. ¿Para qué arrastrarla hasta casa de los Pitter?
Su madre no comprendía por qué no quería llevarla a casa de los Pitter, si estaba muy cerca del colegio.
¿Por qué no quería? De esa forma no podría hacer los deberes en casa de los Pitter y a las seis diría: ¿Cuándo nos vamos a casa? Tengo muchos deberes.
Por fin, su madre le dio la llave; pero insistió en que se diese mucha prisa. ¡Cómo había pasado el tiempo a pesar de que no había hecho nada especial! Sólo quería encender el horno de gas como solía hacer su madre. Pero ella no lo había logrado. Se quemaba las uñas con la cerilla antes de girar la llave de paso del gas. Bueno, ¡si no se encendía que no se encendiese! ¡Que se fuese al diablo! Entró en la habitación.
Sacó del armario el camisón rosa de su madre. ¡Un camisón precioso! Por delante era todo de encaje y a su madre le llegaba hasta los tobillos. Nunca lo llevaba. Susi se lo puso encima de la bata del colegio.
Sobre la bata no quedaba muy bien el camisón, pero, aun así, era mucho más bonito que la bata. Susi se sentó en una silla, se puso de pie, paseó y charló con Cleofás. Hubiera sido mejor que Cleofás no tuviera que estar sentado sobre la bonita estufa blanca y que se sentara en otro sitio. Y que hubiera fuego en la estufa..., pero en noviembre, tampoco era como para helarse. Y mucho menos con un camisón largo.
Cuando se dio cuenta, el despertador marcaba las tres y media.
Y encima venía ahora Karcsú insistiendo en enseñarle algo.
—¿Por qué, a dónde corres? — preguntó Karcsú, a pesar de que Susi estaba parada en el centro del patio.
—Me voy con mi madre.
—¿Para qué?
—Siempre voy adonde ella cose. Comemos allí. Ahora está en casa de los Pitter.
—¿Tienes hambre? A mí me han dejado la comida en el horno. Puedes comértela.
—¡Qué va! Yo nunca tengo hambre.
—¡Qué raro! Yo tampoco. Sólo los domingos. Mi madre dice que los domingos se me dilata el estómago. ¿Dónde viven esos Piffer... o como se llamen?
—Pitter. Cerca de la estación del Oeste.
—¡Ah! La del Oeste no me gusta. A la del Este te hubiera acompañado. Es mucho mejor. Bueno..., ¿vienes a ver eso?
—Se enfadará mi madre.
—Entonces, ¡vete a la porra!
—Y ¿dónde está eso?
—En el lavadero.
Susi se indignó de nuevo por el modo de andar de Karcsú. ¿Por qué se pavoneaba delante de ella?
A la izquierda de la escalera, en un rincón del patio cuadrado, un pequeño vestíbulo conducía a la entrada del sótano. Por el mismo vestíbulo se podía llegar también al antiguo lavadero. Hacía ya mucho tiempo que habían construido un lavadero nuevo, al otro lado del patio, junto a la casa de la portera. El antiguo no lo usaba ya nadie. El fogón, hecho de ladrillos, se había derrumbado ya. Decían que la puerta estaba cerrada con una llave oxidada. En verdad, sólo lo dijo la señora Mariska, la portera, cuando vinieron los bomberos a hacer una inspección. ¿Cómo podría estar cerrado si, aunque tuviese llave, no tenía cerradura?
Karcsú condujo a Susi hasta el lavadero.
—¡Mira! — dijo. Y se puso en cuclillas a su lado.
Susi también se agachó.
—¿Qué es esto? — preguntó-. ¿Un caracol?
—No. Un elefante -contestó Karcsú. Estaba arrepentido de haber llevado a Susi hasta allí. No parecía muy entusiasmada.
—¿Está vivo? — preguntó la niña.
—¡Claro que está vivo! Pero se ha escondido.
—Me gustaría que saliera.
Karcsú asintió con la cabeza. Estaba también furioso con el caracol. Se lo quería enseñar a Susi y el muy desconsiderado se había escondido.
—Debería intentar que saliese -meditó Pedro.
—¿No tienes algo para obligarlo a salir? — preguntó Susi, mirándole.
¡Que si tenía algo! ¡Naturalmente! Cortaplumas, corcho, cuerda, y también una tuerca. Pero todo eso no le interesaba al caracol. ¡Las chicas, a veces, parecían tontas!
—Si tuviese hierba fresca, saldría -dijo.
Susi se puso de pie, mirando a su alrededor. En el fogón derrumbado había una caldera casi empotrada. Las dos asas sobresalían como si estuvieran pidiendo auxilio. En el agrietado suelo de cemento había trozos de leña y una cacerola roja boca abajo.
—Hierba fresca -Susi meneaba la cabeza preocupada.
—¡Espera! — se animó Karcsú-. A mi madre ayer le regalaron claveles. También pueden servir.
Corrieron al primer piso.
Karcsú abrió de una patada la puerta de su casa y empujó a Susi al recibidor.
Susi se paró al lado de la puerta y se pegó a la pared. Su abrigo rojo parecía la continuación del tapiz multicolor.
—¿Qué haces ahí parada? — preguntó Karcsú.
—¿No está tu madre en casa? — preguntó Susi, aunque había visto a Karcsú sacar la llave del bolsillo de sus pantalones, desenredándola de un trozo de cuerda, y abrir la puerta.
—¡Qué va!
—¿Cuándo viene a casa?
—Muy tarde. Por la noche. A veces, incluso más tarde. Está muy ocupada.
Pedro atravesó el recibidor balanceándose. Susi iba tras él. Entraron en la habitación.
—También ha escrito un libro -Pedro seguía balanceándose-. No es muy grande, más bien pequeño y con portada blanda. Un estudio pedagógico o algo así. ¿Sabes qué es la pedagogía? Los mayores inventan cómo educarnos a nosotros. Da risa, ¿no?
Susi no prestaba atención a Karcsú.
—¿Cuántas habitaciones tiene tu casa? — preguntó.
—Tres. Dos normales y una más pequeña. La pequeña, ¡claro!, es la mía.
—¡Enséñamela!
Karcsú se dio la vuelta y volvió al recibidor. Al pasar miró el abrigo rojo de Susi.
—Tienes una mancha en el abrigo -hizo constar. Pero enseguida añadió-: No importa. Es por detrás y no se ve.
Susi se hubiera limpiado la mancha enseguida si no se hubiese tratado del abrigo rojo. Pero ¡al diablo con el abrigo rojo!
Su madre había cosido en primavera un abrigo para Maruja Pitter. Le gustó tanto, que preguntó a la señora Pitter dónde había comprado la tela. Compró la misma tela para Susi y se lo cosió igual al de Maruja. Naturalmente, tuvo que ir con el abrigo nuevo a casa de los Pitter. Cuando la señora la vio, la miró de pies a cabeza y dijo: «Qué rica».
¡Rica! Susi se ponía, siempre que podía, el otro abrigo. El de color marrón claro. Ése se lo había comprado su madre en un almacén.
A la habitación de Karcsú se entraba desde el recibidor. Susi, al principio, pensó que estaba cerrada con llave, pues no podía abrirla. Después, vio que por el suelo había un montón de piezas del juego de construcción.
—¿Tú juegas con cubos de construcción? — preguntó aturdida.
—¡Qué va! — se ofendió Karcsú-. La última vez que jugué fue hace por lo menos tres años.
Karcsú tenía un cuarto magnífico. Susi descubrió enseguida la brocha del señor Kutas. Estaba en un florero, encima del armario, con el mango hacia abajo. Como debía estar.
Realmente, era la habitación más pequeña. Entonces, Karcsú se puso contra la pared; cogió impulso, corrió dos pasos y, con los brazos abiertos y las piernas estiradas, se tiró cuan largo era en el sofá. Dio dos botes.
—Esto es estupendo -dijo levantándose-. ¡Pruébalo!
Susi lo probó. Pero ella sólo botó una vez. Lógico, puesto que no se atrevía a tirarse con tanta fuerza como Pedro, tampoco estiró las piernas y, además, le estorbaba el abrigo rojo.
—¿Por qué no vas tú al colegio de la calle Somlyó? — preguntó Susi después, cuando ya había confesado a Pedro que ella no sabía jugar al ajedrez.
—Porque mi padre quiere que vaya a un colegio de chicos, y el de la calle Somlyó es mixto. ¿Es bueno ir a un colegio mixto?
Susi reflexionó un momento. No quería precipitarse en la respuesta. Después se acordó del bobo de Soki, que siempre le enviaba cartas durante las clases. Estas cartas no tenían ni una sola palabra. Siempre dibujaba un tanque o un avión y, a veces, las dos cosas. Soki era un chico.
—Bastante bueno -contestó.
—¿Por qué no sales nunca a jugar? — preguntó Pedro.
El muchacho tiró al suelo los libros y los cuadernos del pupitre y se sentó.
Susi se acurrucó en el sofá frente a él.
—Mi madre no me deja.
—¿Por qué?
—No le gusta que esté sola en casa.
—¿Y siempre vas con ella?
—Sí.
—Me imagino que son sitios estúpidos. Y ¿qué haces allí?
—Nada.
—Y ¿vais siempre a sitios diferentes?
—¡Qué va! Siempre vamos a las mismas casas. Sólo una vez trabajamos en casa de los señores Szabó, en un piso vacío muy grande. En una habitación no había más que una mesa y una máquina de coser. Y, en todo el día, no vino nadie a casa. A mi madre, naturalmente, no le gustó y aseguró que jamás volvería a poner los pies allí. ¡Lástima! Era mucho mejor que las casas donde siempre vamos.
—Puede que tenga algo interesante...
—¿El qué?
—El que tu madre sea costurera. Seguramente tendréis muchos retales de colores. Yo también tengo uno.
—Sí. Mi madre tiene los retales en un saco blanco pequeño. Pero no le gusta que lo toque. Dice que lo desordeno.
Karcsú se bajó del pupitre y se metió en el armario.
Susi lo miraba, parpadeando encantada. El armario tenía una tabla arriba, la parte del centro era para colgar la ropa y abajo estaba el sitio de los zapatos. En la parte de arriba, que posiblemente estaba dedicada a la ropa interior, no había más que un abrigo de invierno extendido. En el medio colgaban perchas vacías. Mejor dicho, de una colgaba un osito por el cuello, y en otra había dos vestidos, uno encima de otro. Abajo estaba lo más interesante: una regla, botas, papeles... Las hojas arrancadas de un cuaderno volaban por todas partes cuando Karcsú desapareció entre los trastos. Tiró un chándal lleno de barro, una pistola y la pañoleta de los tamborileros[1].
Por fin sacó el retal.
Agitó ante Susi la tela brillante y plateada.
—¿Qué te parece? — preguntó.
—Lame -contestó Susi con estima.
—Eres tonta -dijo Karcsú, quitándoselo de la mano y apretujándolo en su bolsillo.
—Se lo llevamos al caracol -dijo.
—¿Para qué necesita el caracol un lame?
—¡No me pongas nerviosa con esas palabras tan cursis! ¿Qué es eso de lame? Es plata y basta. Posiblemente al caracol le guste la plata. Ven, vamos a buscar los claveles a la habitación de mi madre.
Mientras iban, aún seguía refunfuñando:
—¡Lame! ¡Qué tontería! ¡Lame!
Sólo cogió las hojas de los claveles. Susi lo miraba. Con cada tirón, caían unos cuantos pétalos. Cuando Karcsú terminó no quedaba ni uno.
¡Si ella hiciera eso en casa!
—¿Qué dirá tu madre? — preguntó.
—Nada.
—¿No se enfada por estas cosas?
—¡Qué va! Nunca se enfada conmigo. Sólo con mi padre, porque siempre está de viaje. Conmigo es muy amable. Por la noche me pregunta si he comido bien o si ha venido la señora Teri, la asistenta. Después, me besa y me dice que me vaya a la cama, porque el programa de televisión no es para mí. De verdad que no es para mí. Cuando a veces lo veo, me aburro como una ostra. ¿Tenéis vosotros televisor?
—Lo tendremos para Navidades.
—No vale la pena. A veces el fútbol...
Cuando llegaron al patio, ya zanganeaba por allí Soki. Karcsú lo atacó al instante:
—¿Dónde demonios has estado hasta ahora?
—Me he ido a la Isla Margarita, al surtidor.
—¿Para qué?
—La señorita Magdi ha dicho que el agua es de colores.
Karcsú alzó las manos. Las tenía juntas para que no se cayeran las hojas de los claveles.
—Pero ¡qué niñerías tiene éste! ¡Es para volverse loco! ¿Y el agua es de colores?
—Ni siquiera tenía agua...
—¡Te estuvo bien! — inclinó la cabeza Karcsú triunfalmente-. Pues, entonces, ven con nosotros al lavadero. Tenemos un caracol.
—Espera un poco... -Soki puso cara de incertidumbre.
—Y ahora ¿qué pasa? — miró severamente Karcsú.
—Una chica...
—¿Qué chica?
—La encontré en la Isla. Vino conmigo.
—¿Dónde está?
—¡Allí! — Soki señaló hacia la escalera.
Allí había una niña de unos diez años, que golpeaba con la rodilla el pasamanos. Parpadeaba mirándolos. Susi se acercó un poco a ella para verla mejor. Llevaba un abrigo marrón que se le había quedado pequeño. El abrigo sólo tenía un botón, arriba, y la niña lo había abrochado. No llevaba guantes y agarraba la barandilla con sus grandes manos enrojecidas.
—¡Puedes venir aquí! — voceaba Karcsú.
La chica se acercó lentamente. Se podía oír cómo arrastraba por el suelo las botas. Se las había atado con una cuerda.
—¿Cómo te llamas? — preguntó Karcsú, cuando la niña se paró a un paso de ellos.
—Eta.
—Eta... Eta -repetía Karcsú con la frente fruncida-. Tienes un nombre horroroso.
Susi se puso al lado de la chica.
—Te llamaremos Eva -le dijo-. Se parece a Eta, pero es mucho más bonito.
—¡Bueno! — asintió la niña con cara seria.
—¿Te gustan los caracoles? — le preguntó Karcsú con voz simpática.
—No lo sé...
—¿En tu casa también hay lavadero?
—No lo sé...
—¿Vienes a verlo con nosotros?
—No lo sé...
—¡Ven! — Susi cogió a la niña por la manga del abrigo y la condujo hacia el lavadero.
No fue fácil encontrar el caracol. El lavadero estaba oscuro y el caracol se había metido en una grieta del cemento.
Karcsú forró, con la tela de plata, la cacerola roja. Después puso encima las hojas de los claveles y colocó con cuidado al caracol.
Todos estaban mudos, contemplando la ceremonia.
Fue Susi quien saltó de repente horrorizada.
—¡Anda! ¡Los Pitter! — gritó y, sin despedirse, salió a toda velocidad.
Capítulo 3
—¿Dónde has estado? — le preguntó su madre, cuando Maruja Pitter abrió, sonriendo burlonamente, la puerta de la calle. La cara mofletuda de Maruja rebosaba de regocijo cuando le comunicó a Susi: «Tu madre te va a matar». Y la siguió de cerca hasta la habitación para no perderse ni un momento de la trifulca.
—En casa -contestó Susi. Y empezó a desabrocharse el abrigo rojo, intentando terminar el tema.
—Estaba ya tan nerviosa... -continuó su madre quejándose-. ¿Y qué has hecho en casa? ¡Ni siquiera has comido!
Se puso un alfiler en la boca, pero enseguida lo sacó.
—¿Qué le pasa a tu abrigo? ¡Jesús! ¿Dónde has estado?
Susi se quitó el abrigo asustada. No podía imaginar qué pasaba con el abrigo rojo para que su madre se sobresaltase tanto.
Pues, nada. Tenía yeso de la pared y una telaraña pegada. ¿Era como para desesperarse tanto?
La madre salió de detrás de la máquina de coser. No podía ponerse de pie así como así. Tenía que replegar sus manos y pies como para sacarlas entre las piezas del mecanismo. Cuando se levantaba era porque tenía que hacer algo. Por ejemplo: para probar o para planchar en la cocina. Pero ahora no iba a probar ni a planchar.
Susi retrocedió un paso, prudentemente. Esta precaución era comprensible, pero inútil. La mano de su madre sonó en la cara de Susi.
Maruja aprobó con la cabeza. En la vida hay cosas inevitables.
Susi aceptó la bofetada, aunque se sorprendió un poco, ya que su madre la pegaba muy raras veces. La última vez fue aproximadamente un año antes. Cuando le entregó el libro de avisos del colegio para que lo firmase. La señorita Magdi anotaba que Susi había perturbado el orden de la clase con una broma de mal gusto. La broma había consistido en que Attila Nagy había llevado a clase un montón de cáscaras de nueces. Al principio nadie sabía para qué querría tantas cáscaras de nueces. El tonto de Soki empezó a tirarlas hasta que Attila le dio un puñetazo y entonces dejó de hacerlo. Antes de recibir otro puñetazo, recogió cuidadosamente lo que había tirado. Después, Attila les contó su plan: la señorita Magdi entraría a la clase y, cuando se volviese hacia la pizarra, todos se colocarían media cáscara de nuez en cada ojo. Las repartieron. El reparto llegó solamente hasta la cuarta fila. Todo ocurrió como lo habían planeado: la señorita Magdi cogió la tiza y se dio la vuelta. Attila hizo la señal para que todos se colocasen las cáscaras de nuez. Cuando la señorita Magdi terminó de escribir en la pizarra y se dio la vuelta, lanzó un grito de espanto y se le cayó la tiza. ¡La estaban mirando unos monstruitos sin ojos! Se puso tan furiosa que enseguida les pidió los libros de avisos a todos los «ojos de nuez».
Susi se esforzó, inútilmente, en explicar a su madre que no había sido ella sola quien perturbó el orden con una broma de mal gusto. La madre le dio una bofetada y enseguida empezó a llorar. No Susi, sino su madre.
—Yo trabajo de sol a sol -se quejaba-, tú debes portarte bien. Estoy sola educándote. ¿Qué será de mí? ¿Qué será de ti?
Susi no sabía qué hacer. La bofetada no tenía importancia. Ni dolía. Pero el llanto de su madre... Y lo que decía... Susi no podía comprenderlo.
Se acurrucó delante de su madre y le dijo:
—¡No llores! No volveré a ponerme nueces en los ojos.
En esta ocasión era la madre quien no podía comprenderlo. «Señor, ¡qué difícil es entendernos!», pensaba Susi, y miraba a su madre con angustia. La otra vez, cuando la bofetada del año pasado, estaban las dos solas. Ahora estaba allí la asquerosa de Maruja. Cuando una madre llora ¡mejor que no lo vea nadie! «Que no empiece a llorar, ¡por favor!»
Pero los ojos de la madre estaban secos. Sólo en su voz había un tono de reproche:
—Estaba tan nerviosa mientras te esperaba, que casi no he podido trabajar. ¡Que no vuelva a suceder! No sé si podré terminar el vestido de baile de la pobre Maruja, porque he estado pendiente sólo del timbre. Ya es bastante difícil trabajar con este raso. ¡Y, encima, tú te retrasas!
¡Que se llevase el diablo a la pobre Maruja con su vestido de baile! Susi salió con la cabeza alta al recibidor para colgar el abrigo rojo.
Maruja corrió tras ella y le preguntó:
—¿Te ha dolido?
—¡Qué va! No tiene importancia.
—A mí nunca me ha pegado mi madre.
—A mí tampoco suele pegarme.
—Pero ahora estaba muy enfadada contigo. Antes, hasta lloró.
—¡No es verdad! Mi madre no llora nunca, y menos aún por una tontería como ésta.
—¡Pero yo la he visto! Hasta mojó mi vestido de baile.
—Y tú eres gorda -dijo Susi encolerizada.
Maruja se miró, en el espejo del recibidor, por encima de la cabeza de Susi. Era mucho más alta que ella y también mayor. Había cumplido ya los doce.
—Por si quieres enterarte -dijo con presunción-. Ya tengo un pretendiente.
—¡Y a mí qué me importa!
—Va a octavo. Tiene una guitarra y sabe tocarla.
¡Tocaba la guitarra! ¡Eso sí que era bueno! A pesar de lo mucho que Susi aborrecía a Maruja, en aquel momento la miró con interés.
—Y ¿cómo sabes que le gustas?
—Eso se sabe... También me lo han dicho las chicas... y me ha escrito una carta. ¿Quieres verla?
—Y si recibes una carta, ¿quiere decir eso?
—¡Claro! ¿Te la enseño?
—Y si en la carta no hay más que un tanque, ¿entonces también?
—¿Un tanque? ¿Qué carta es ésa que sólo lleva un tanque? Ven a ver la mía.
Maruja corrió hacia la puerta de la despensa y la abrió. Susi estaba allí al instante. Siempre la había fascinado la despensa de los Pitter. En el estante de abajo estaban colocadas las bolsas. Pero no eran bolsas de papel; sino bolsas blancas, hechas de paño y llenas de harina, de pasta, de arroz... El estante siguiente no era interesante: fuentes, cacerolas, restos de comida... Pero en el de encima estaban las confituras de guindas y de cerezas. En sus frascos, largos y esbeltos, parecían perlas rojas o brillantes; después, albaricoques partidos por la mitad, amarillos, como un día de verano; pálidas rajas de pera; melocotones opacos y ciruelas barrigudas que casi rompían el cristal. Más arriba estaban las mermeladas. Éstas no llamaban la atención a Susi, a pesar de que la confitura de frambuesa, metida en pequeños frascos, la conmovía de cuando en cuando. El estante superior era para las conservas en vinagre. En grandes frascos había pepinillos verdes, apretados unos a otros con perfecta regularidad; y pimientos, con las puntas hacia abajo, enganchados entre sí.
Susi hubiera podido pasarse horas enteras mirando la despensa.
En cierta ocasión, cuando la señora Pitter cambiaba los papeles de los estantes y Susi la había contemplado ya durante una hora o más desde la puerta, la señora Pitter le preguntó:
—¿Qué compota quieres que te abra, Susanita?
—Ninguna -se acordó de su madre y añadió rápidamente-: Gracias.
—¡Venga! — instaba la señora Pitter-. Escoge tranquilamente la que quieras.
—Nooo...
—¿Por qué no, tontita?
—Porque no quiero.
La señora Pitter se quedó muy asombrada. ¿Por qué, entonces, miraba Susi tanto? Ella se encogió de hombros. Los mayores, muchas veces, no son capaces de comprender ni las cosas más sencillas. Después, la señora cerró la puerta de la despensa, y ella fue a acurrucarse al lado de su madre.
Maruja arrastró un saco de patatas desde un rincón de la despensa hasta el centro. Se subió en él y metió la mano detrás de los frascos de peras. Sacó un papel de bloc plegado.
—Aquí guardo mi correspondencia -se volvió hacia Susi. Metió la mano de nuevo detrás de las peras y sacó dos papeles más.
—Éstos también los ha escrito él -les dio vueltas delante de los ojos de Susi y los volvió a colocar en su sitio.
Luego se bajó del saco y lo puso en el rincón de una patada. Susi pensó que, verdaderamente, era una buena idea guardar los papeles secretos detrás de los frascos de compota. Después se dio cuenta de que ellas no tenían frascos de compota, ni tampoco despensa. Ni escritos secretos. Su madre había tirado, hacía ya tiempo, los tanques de Soki. Un día que miró en la cartera para comprobar que Susi sólo llevaba dentro las cosas del colegio.
Susi hubiera permanecido allí, más tiempo aún, para seguir contemplando los estantes. Pero Maruja se la llevó a la cocina, mientras apretaba en su mano carnosa el papel.
—¿Qué te parece? Escribe en papel de bloc -y lo desplegó.
Susi empezó a interesarse. Jamás había visto una carta escrita en papel de bloc. Lo que sí había visto eran garabatos en hojas del cuaderno de matemáticas. Ester siempre mandaba alguno a Blas. Ester era un chico, se llamaba Julio Ester. Por el contrario, Blas era una chica, Ildikó Blas. Siempre se escribían durante las clases y se contaban cosas que podrían decirse con más comodidad en el recreo. Sin embargo, ellos preferían escribirse.
¿Qué habría en el papel de bloc?
Maruja puso la carta delante de Susi. La carta, ciertamente, era muy importante. Decía:
«¿Bajarás esta tarde? Si todo va bien, quedamos a las tres. Posiblemente a mí no me dejen mis padres. He sacado mala nota en lenguaje y, como tienen que firmarla, puede haber lío. Si me salvo, a las tres en la plaza. No llevaré la guitarra porque mi hermano me pidió la correa. ¡Hasta luego!»
Susi devolvió el papel, enternecida, y preguntó:
—¿Y estaba en la plaza?
—Seguramente...
—¿Cómo que seguramente? ¿No lo viste?
—No bajé.
—¿Por qué no bajaste?
—Porque ese chico no me interesa.
—Y, si no te interesa, ¿por qué guardas sus cartas?
—Porque sí...
—¿Se guardan también las cartas de los chicos que no te interesan?
—Tú eres aún muy joven -contestó preocupada Maruja. Volvió a la despensa para colocar la carta tras los botes de peras. La madre de Susi apareció de repente.
—¿Qué hacéis? — preguntó a su hija.
—¡Nada! — contestó Maruja, en vez de Susi, desde la despensa.
—¡No has comido aún! Te voy a dar pan con mantequilla. No pretenderás que la señora Pitter te caliente ahora la comida.
Susi comprendió enseguida que no se podía esperar tal cosa, e intentó disuadir a su madre del pan y la mantequilla también.
—No tengo hambre.
—No es posible.
¡Y, encima, a discutir! Su madre parecía saber siempre, mejor que ella, si tenía hambre o no.
La madre vaciló un momento antes de entrar a preguntar a la señora Pitter si podía preparar pan con mantequilla para Susi. Ella no la siguió. Aunque no la viese, sabía perfectamente lo que iba a pasar.
La madre llamó a la puerta. Esperó un rato y no contestó nadie. Tampoco la madre esperaba ninguna respuesta, puesto que sabía bien que la señora Pitter tocaba el piano todas las tardes. No solamente se sabía, sino que también se oía. Cuando esto sucedía, su madre se quedaba delante de la máquina de coser, con cara de ensueño, hilvanando o haciendo algo silencioso para que el ruido de la máquina no perturbase la música.
La madre entró y contempló cómo se inclinaba la otra mujer sobre el piano. En realidad, parecía que no tocaba con los dedos, sino con los hombros. Además, tenía la espalda tan gorda como Maruja.
La señora Pitter movió los ojos un poco más antes de levantar la vista hacia la madre. Parecía que mirar le costaba mucho trabajo.
—¿Qué pasa, Rosita?
Y, antes de que pudiese contestar nada, siguió:
—Maravilloso este Chapín...
Y, junto con su madre, comenzó a hablar de nombres totalmente desconocidos para Susi. La señora Pitter contaba de nuevo que le predijeron un futuro brillante con la música, pero que se casó, nació Maruja, y con eso se acabó su carrera artística. Susi había oído eso mil veces ya. Nunca comprendió lo que significaba la palabra carrera, la que se había acabado; pero siempre le hizo mucha ilusión el saber que Maruja había estropeado algo.
Después le dijo su madre que si «haría el favor de mirar el vestido de baile de Maruja que iba a probar enseguida». Y es que Rosita siempre empezaba diciendo algo distinto a lo que realmente quería. Fue después cuando mencionó: «No le importaría a la señora que preparase un poco de pan con mantequilla para Susi. La muy despistada no ha comido aún».
—¡Claro que no! — asintió con la cabeza la señora Pitter.
Susi ya sabía que iba a hacer ese gesto; aun así, no le gustaba el pan con mantequilla que se da asintiendo con la cabeza.
No obstante, lo masticó sin ganas. La corteza de abajo la tiró al florero de porcelana, aquel en el que había pintadas bonitas mariposas amarillas. Naturalmente lo tiró cuando nadie podía verla. Detestaba la corteza de abajo del pan. Era amarga y, a veces, le crujía entre los dientes como si masticase guijarros. Su madre lo sabía, pero sólo se la quitaba en casa. Cuando iban a trabajar siempre le daba el pan con la corteza de abajo. Y, es que ¡no se debían derrochar las cosas de los demás!
—Cielo, quítate la ropa, si quieres -dijo a la gorda y fea de Maruja.
Le costó salir de la ropa.
La madre le puso el vestido color rosa con tanto cuidado como si Maruja fuese de cristal. También la señora Pitter cerró su piano para contemplar a su hija. Bajo la tela se notaban perfectamente los gruesos muslos de Maruja.
—¿No queda largo? — preguntó la señora Pitter.
—Lo acortaré un poco -contestó la madre, quitando de un tirón el volante inferior. Se arrodilló delante de Maruja, y prendió de nuevo el volante con los alfileres.
Su madre llevaba una bata gris, como de costumbre, cuando trabajaba. Pero siempre trabajaba. Por eso Susi no se la podía imaginar más que con la bata gris. Una vez soñó que llevaba un vestido rojo. Cuando por la mañana despertó, se acordó durante mucho tiempo que había soñado algo muy extraño. Pasó mucho rato antes de que pudiera recordar el sueño de la madre con el vestido rojo.
La bata gris era feísima. ¡Mejor no hablar de ella! Sólo hay que mencionar algo especial: una pequeña almohadilla verde que llevaba en la parte izquierda. Era como la palma de la mano de Susi, y parecía una lengua de terciopelo prendida a la bata con un botón de nácar. Servía para que la madre pinchara allí los alfileres. Pero nunca los pinchó porque los tenía en la boca o en aquella cajita dorada. A Susi le gustaba la almohadilla; por lo menos daba alguna alegría a la bata.
La madre estaba arrodillada delante de Maruja.
Susi pensó que aquel chico de la guitarra habría perdido la razón si realmente le gustaba Maruja.
¿Se habría fijado alguna vez en aquellas piernas? Ni aun el tonto de Soki le mandaría un solo tanque, aunque estuviese pintado en papel cuadriculado, como los que él mandaba, y no en papel de dibujar.
La madre rompió con los dientes el hilván de los lados del vestido de baile.
Susi dio una patada a los flecos de la alfombra. A la alfombra no le importaba ya, puesto que había perdido buena parte de sus flecos.
La madre ensanchó el vestido tres centímetros y volvió a hilvanarlo. Mientras tanto, Maruja no dejaba de quejarse: que ay, que no la pinchara...
La madre continuaba arrodillada delante de Maruja. Se echó un poco hacia atrás y con la palma de la mano acarició el vestido de color rosa. Estaba ajustando la tela a las anchas caderas de Maruja.
Susi giró en redondo sobre sus pies y corrió al otro cuarto. Corrió directamente hacia el piano, como si lo hubiera decidido ya antes, aunque ni siquiera había pensado en ello. Abrió la tapa, que resonó ampliamente, y, con ambas manos, dio un puñetazo a las teclas. El piano gruñó..., se lamentó..., gritó... La habitación se llenó con voces horrendas que se amontonaban unas encima de otras. Susi no quitó las manos pese a que tenía los dedos blancos por la fuerza con que apretaba las teclas. Pero el instrumento empezó a cansarse. Las alfombras, las cortinas, la colcha de ganchillo ajustada sobre la cama de matrimonio absorbieron el sonido, y... la señora Pitter gritó con furia:
—¿No he dicho ya mil veces que nadie toque el piano?
Estaba en la puerta, con la cara descompuesta.
La madre de Susi también apareció a su lado con ojos asustados.
—No sé qué le pasa a esta niña -balbuceaba mirando a la señora Pitter, con aquella mirada que tanto desagradaba a Susi.
Por lo menos ya no estaba arrodillada delante de Maruja.
A duras penas le quitaron el vestido. Su madre, mientras tanto, seguía lamentándose de que terminaría muy tarde aquel día y de que, por culpa de Susi, no avanzaba en su trabajo. Y, si se salía del tiempo...
En las lamentaciones de su madre siempre aparecía este temor. ¿Qué iba a ocurrir si se salía del tiempo?
Susi se imaginaba a su madre corriendo sobre una carretera de hormigón. Por una carretera como la que los llevó a Visegrad en septiembre, en el viaje de estudios. Esa carretera era el tiempo. Su madre corría y corría por ella. Su bata gris se desabrochaba y volaba detrás. Cuando, por fin, se terminaba el camino, tan terriblemente largo, cortándose bruscamente debajo de sus pies, su madre quedaba sumergida en un inmenso vacío gris. Como su bata. No se daba cuenta de que se había acabado la carretera y seguía corriendo. El gris espeso la cubría como una bata gigante.
Susi se ponía nerviosa siempre que su madre mencionaba eso de salirse del tiempo.
—Porque el sábado y el domingo prometí ir a casa de los doctores -continuaba la madre-. No puedo hacerles que...
El traqueteo de la máquina seguía. Y también ella desde detrás de los volantes de color rosa:
—Si acaso me quedaré hoy un ratito más...
—¡Bueno! ¿Qué pasaría con los deberes? Ni siquiera los había mirado. Tenía que hacer una lectura sobre el rey Matías. Cuando llegasen a casa, su madre la mandaría enseguida a la cama. No había más remedio que preguntar a Maruja, por si acaso ella supiera algo sobre el rey Matías.
—¿Conoces al rey Matías? — preguntó dirigiéndose a ella. Maruja estaba doblando el mantel porque la señora Pitter le había dicho que pusiese la mesa para la cena.
—¡No me hagas reír! — se quedó parada con el mantel en la mano.
—Va en serio. ¿Lo conoces o no?
—¡Déjame en paz!
La madre paró la máquina en ese momento.
Al oír la última frase de Maruja, dijo a Susi con un suspiro:
—¿Qué has hecho esta vez?
¡Otra vez! Susi se pegó a la puerta del armario y no dijo ni una palabra hasta la cena.
La señora trajo sopa de judías con trocitos de chorizo en una cacerola roja. Puso a Maruja, se puso a sí misma y, después, pasó la cuchara a la madre de Susi.
La cuchara adoptó la posición de firmes, mientras la madre preguntaba:
—¿No esperamos al señor Pitter?
—Ha ido a la misión -contestó la señora.
Susi, mientras contemplaba los trocitos de chorizo, pensó en la suerte que tenía el señor Pitter. ¡Cuánto viajaba! Ya había estado en Debrecen, en Szeged y ahora estaba en Misión.
La señora Pitter trajo de la cocina un tazón de nata agria y dijo que quien quisiera que se sirviera, pero dejó el tazón al lado de Maruja, en el otro extremo de la mesa. Su madre dio las gracias, sin cogerlo, y se hundió sobre su plato. Maruja hizo mucho ruido con el tazón de la nata, tintineando con la cuchara dentro. Tres veces dejó caer densas albóndigas de nata en la sopa rojiza. Después lo colocó al lado de su plato, en el mismo sitio de donde antes lo había cogido.
La nata se derretía lentamente en la sopa y Maruja sorbía de felicidad. La madre increpó a Susi:
—¿Por qué no empiezas ya a comer?
Susi miraba hacia el tazón de nata. Si se levantase y alargase el brazo, lo podría alcanzar...
—¡Come ya! — dijo su madre de nuevo. Y Susi se comió la sopa de judías.
Después, la señora Pitter puso una fuente de pasteles salados sobre la mesa. La madre los elogió tanto como sólo solía hacer al hablar de las telas de abrigo. Y eso que los pasteles no eran nada buenos. A Susi le picaban en la garganta como si se estuviera tragando un cepillo de los zapatos. Naturalmente, no hizo comentario. Ni rechistó hasta haber acabado la cena. Entonces, se volvió hacia su madre diciendo:
—El sábado, después del colegio, habrá una fiesta en la clase. La señorita Magdi ha dicho que vengan todos los padres.
—¿Todos los padres? — miraba incrédula la madre.
—Todos los padres -aseguraba Susi. A los alumnos cuyos padres no vayan les pondrán un insuficiente.
—¿Un insuficiente? — preguntaba su madre con desconfianza.
Maruja se tragó rápidamente medio pastel para decir:
—¡No es posible!
Capítulo 4
—Mira, ¡allí va Katona! ¡Vamos a asustarla! — gritó Soki a Susi.
¿Quién si no él podía pensar en una bobada semejante?
En primer lugar, Katona caminaba delante de ellos por Kórut, la enorme avenida: cientos de personas, millares de coches y millones de tranvías hacían ruido a su alrededor. Y no se iba a asustar porque Soki se pusiese a su lado y le hiciese: ¡Uuuh!
Y, en segundo lugar, Soki gritó tanto al hacer esta observación que Kati Katona se dio enseguida la vuelta.
Sonrió con sus grandes ojos azules. Los ojos de Kati sabían sonreír de tal modo que enternecían a cualquiera. Les preguntó:
—¿A dónde vais?
—A ninguna parte -contestó Soki.
—Entonces voy con vosotros -propuso Kati.
El «a ninguna parte» sería quizá para Soki. Porque Susi, realmente iba a casa de los doctores. A decir verdad, los doctores vivían en dirección opuesta, pero eso no significaba nada. Siempre se podía dar la vuelta. Su madre le había dicho que, al acabar la fiesta, se fuese enseguida a casa de los doctores. Pero la madre no podía saber cuándo terminaría la fiesta.
La fiesta terminó pronto. El sábado, la última clase era de gimnasia. La señorita Magdi les dijo el día anterior que no tendrían gimnasia ese sábado y que, en ese tiempo, celebrarían la fiesta. Una semana antes todos se habían informado del día de la fiesta, pero no sabían que sería a la hora de gimnasia. ¡Mejor!
La señorita Magdi había dicho algunas palabras de introducción sobre la celebración de la Revolución Socialista de Octubre. Dijo que esto había sucedido para que todos fuesen libres y que, desde entonces, en el país, todos los hombres eran iguales. Antes no era así y los pobres tenían que inclinarse ante los ricos. Susi recordó la expresión de la cara de su madre durante la cena, cuando preguntó: «¿No esperamos al señor Pitter?» ¡Y eso que su madre y ella no eran pobres! ¡Su abrigo de primavera era igual que el de Maruja Pitter! Y, dicho sea de paso, bastante feo.
La señorita Magdi dijo algunas cosas más. Mientras tanto, Susi miraba fijamente a Soki, que estaba dibujando otro tanque sobre un papel cuadriculado.
Después, Boglárka subió a la tarima y recitó una poesía. No era una poesía muy larga. La madre de Boglárka, que estaba en el último banco, no quitaba ojo a su hija y, sin voz, sólo con los labios, recitó con ella los versos.
Sólo asistieron seis padres en total. Por supuesto que allí también estaba el señor Ester. El señor Ester no faltaba nunca. Los acompañó a la excursión de Visegrad y jugó al balón, durante horas, con los chicos. También se presentó el señor Ester cuando se estropeó la pizarra y la arregló en un momento. Ya no chirriaba.
Y Julio Ester ni siquiera actuaba. Había pedido a la señorita Magdi recitar la poesía «Otoño», pero ella le había dicho que no era muy adecuada para la fiesta del siete de noviembre. Posiblemente, fue sólo una disculpa, ya que el modo de hablar de Julio Ester era absolutamente insoportable. ¡Como si el sonido «r» no existiese en el mundo! La señorita Clara, la profesora de gimnasia, tampoco pronunciaba la «r», pero, por lo menos, decía algo en su lugar. Julio se la tragaba entera.
Después de Boglárka, Solt Seregi recitó «El pequeño Blas». El comienzo fue un poco desastroso ya que se le cayó el lápiz, justo en el momento de salir. Se agachó para recogerlo y, cuando por fin salió de debajo del pupitre, ya zumbaba toda la clase: «Te toca a ti, Solt». Se puso al lado del pupitre de la señorita y comenzó con voz alta y clara: «Attila József: Canción de cuna».
Soki terminó el tanque. Dobló el papel y se lo envió a Susi.
Susi ni siquiera abrió el papel. Estaba absorta escuchando a Solt:
Duerme el abrigo en la silla,
y se adormece la herida.
Hoy, ya no se abrirá más...
Pensaba en la pequeña silla blanca que tenía su madre en la cocina. La madre la quería regalar, pero, tras los ruegos de Susi, decidió dejarla. El otro día había tirado encima el chándal viejo, que se le había quedado pequeño y que tenía una manga casi arrancada. Las dos piezas desgarradas cayeron una encima de la otra como dos que, siendo ancianos y enfermos, se pertenecieran uno al otro. Y seguramente se adormecieron...
...duerme bien, pequeño Blas.
El corazón de Susi se llenó de tristeza. Le ardían los ojos. ¿No sería que iba a empezar a llorar?... ¡Cómo se reirían de ella! ¡Por supuesto que no iba a llorar! En aquel poema no había motivo para llorar.
Cuando Solt volvió a su sitio, había tal silencio en la clase que pudo oírse el crujido del banco cuando se sentó.
Cantaron «La Internacional» y salió bien. ¡Bastante la habían ensayado! La señorita Magdi agradeció a los padres su presencia. Se levantaron. Recogieron sus cosas. Se pusieron en fila de a dos y bajaron por la escalera.
Delante del portal, Susi empujó un poco a su pareja, Boglárka, que se había quedado parada a su lado y se puso a caminar con Soki.
Soki iba con pasos firmes y recios. Susi un poco vacilante ya que no caminaban hacia casa de los doctores. Pero, ¡si era aún muy pronto! La abuela estaría todavía con sus cacerolas en la cocina, lamentándose sin cesar por haberse retrasado otra vez con la comida.
Salieron al Kórut y entonces fue cuando vieron a Kati Katona caminar delante de ellos.
Soki aceptó, sin el menor entusiasmo, el que Kati se uniera a ellos. A la propuesta de: «Voy con vosotros» sólo contestó:
—¡Por mí...!
Y cuando Kati los llevó ante un escaparate de flores artificiales, incluso se arrepintió de haber contestado con tanta amabilidad. Tendría que haberle dicho: «Vete al diablo». Ahora le tocaba quedarse detrás de las dos chicas y escuchar su parloteo. Claro, que la culpa de todo la tenía Kati. A Susi nunca se le hubiera ocurrido pararse delante de un escaparate de flores artificiales.
—Mira qué margarita -se entusiasmó Kati-. Cuesta doce florines. Ya tengo tres.
—A mí me gusta más el nomeolvides -dijo Susi.
—¿Por qué? Es muy pequeña.
—Pero es azul y el color azul siempre es bonito.
—¡Ah! Es verdad que es azul. Y sólo cuesta diez florines.
—Cómprate mejor el nomeolvides.
—No. Prefiero la margarita. Tiene la cara como mi hermana pequeña. Imagínate. Tiene cinco años.
Susi miró a Kati con un poco de envidia. ¡Qué bueno debía de ser tener una hermana pequeña!
—Vive con la abuela en Vesprem -con esto terminó Kati el tema de su hermana. Aún echó una última mirada al escaparate lateral de la tienda, antes de seguir caminando.
A Soki se lo había tragado la tierra.
¿Dónde estaba el tonto de Soki?
Estaba parado, más adelante, junto al bordillo de la acera. Miraba a un coche con tanta fijeza como si fuese de chocolate.
—¡Mirad qué estupendo! — dijo, mientras ellas llegaban.
Kati ni siquiera miró hacia allí; pero Susi sí que le echó un vistazo. Lo contempló con indulgencia durante un rato y después dijo:
—Bueno, ¡vámonos!
Se pararon en la esquina. Los ojos grandes y azules de Kati sonreían de nuevo. Señaló hacia el cine:
—¡Vamos a entrar!
—No tengo ni un céntimo -protestaba Soki.
Kati ni le contestó. Sin decir palabra, comenzó a andar. Los otros dos la seguían.
La puerta se abrió sin que Kati apenas la tocara. Susi caminaba pegada a ella. En ese cine no había estado nunca. Sólo estuvo una vez en el cine pequeño.
Fue un domingo. La señora Kutas llamó a la puerta y dijo que tenía dos entradas para el cine pequeño y que si las querían. «Mi viejo empinó el codo otra vez y es difícil llevarlo a ningún sitio», les dijo. Añadió que las dos entradas costaban seis florines. La madre de Susi los pagó enseguida y se fue con Susi. La niña estaba muy contenta. No le gustó la película, porque no entendió casi nada: viejos con barba que se inclinaban por todas partes, una señora que tocaba el piano como la señora Pitter... y todos siempre muy tristes. Pero Susi estuvo todo el tiempo muy alegre. Su madre le prometió que volverían más veces.
«Tendría que venir aquí con mi madre», pensaba Susi, mientras miraba a su alrededor en el vestíbulo. Es, por lo menos, cinco veces más grande que el cine pequeño. Estaba lleno de carteles. Si empezabas a leerlos, cuando llegabas al último ya se había olvidado el primero.
Kati zigzagueaba con soltura entre las columnas y la gente que estaba esperando. Ellos iban tras ella y en perfecto orden.
—Subimos al primer piso -dijo Kati mirando hacia atrás.
Soki asintió con la cabeza totalmente indiferente, pero Susi aplaudió feliz. ¡Claro que subirían al primer piso! ¡Si el cine era tan grande que tenía hasta primer piso! Juntó sus pies y, así, subió saltando por la escalera.
Kati se detuvo pensativa. Se apoyó durante un momento en la barandilla y, después, les dijo:
—Esperad, que se me ha olvidado algo.
Naturalmente no la esperaron sino que fueron tras ella. Kati se metió entre un grupo de personas y el bolso de una señora gorda. La señora se puso furiosa, y estaba a punto de gritarle, cuando Kati se volvió y la miró con sus grandes ojos azules y sonrientes. La señora no dijo ni una palabra. Luego, Kati se coló por debajo de la barra de la caja, mientras miraba con amabilidad a un señor con cartera que quería sacar su entrada y que tuvo que detenerse, porque Kati había metido la cabeza por la ventanilla de la caja.
—¡Besos! — sonrió a la cajera-. Estoy aquí. Sólo quería saludarla. ¡Besos!
Y volvió zigzagueando hacia la escalera.
El piso de arriba estaba casi vacío. Kati lo examinó detenidamente. Le parecía lo normal y se puso enseguida a mirarse con satisfacción en un espejo que había sobre una columna. Se arregló la boina.
Llevaba, sobre su rubia y larga melena, una boina pequeñita, azul marino, que sólo cubría la parte superior de su cabeza. Susi miró la boina con total aprobación. Kati siempre se vestía con mucha gracia. Llevaba, sobre su bata del colegio, un cuello blanco, limpio y deslumbrante. O, si no, doblaba hacia afuera el cuello bien planchado de alguna blusa. Y siempre se colocaba algún adorno. Cualquier cosa: un gato, un elefante, una casita... Posiblemente ella era la única que llevaba también un peine. En su cartera siempre se encontraba uno, y si alguien se despeinaba mucho en la clase de gimnasia, le pedía a Kati Katona el peine.
Soki miraba a Kati con desagrado.
—Estás como una cabra -le dijo.
Kati sonrió a Soki y eso le puso aún más cerril. Después, con un gesto gentil, los condujo a una de las mesas.
—¡Sentaos! — dijo, señalando a los sillones.
Soki se sentó enseguida en uno de ellos. Susi miró primero a su alrededor. Había tres mesas en aquella planta. Sólo se veía a un viejo, con bata blanca y gorro de cuero, sentado en la última, en el rincón semioscuro. Seguramente era el vendedor de rosquillas porque delante de él, sobre la mesa, había una bandeja, llena hasta arriba y tapada con un paño blanco.
Susi, emocionada, se dejó caer lentamente en el sillón. Parecía que se sumergía en él.
—Es bonito, ¿verdad? — sonrió Kati.
Soki se encogió de hombros, pero se le notaba contento. Susi declaró entusiasmada:
—¡Estupendo! — pese a que había un muelle que realmente la molestaba.
—Es mi casa -seguía Kati-. Aquí puedo hacer hasta los deberes.
Esto era muy convincente. Cuando se hacían los deberes en un sitio, ese sitio no podía ser muy extraño.
—Aquí también recibo a las visitas. Ahora, vosotros sois mis visitas.
Susi dejó de mover las piernas. Se acordó de que su madre le había advertido que no se deben mover las piernas cuando se está de visita.
—¡Espera! — dijo Kati-. Os voy a ofrecer algo. A las visitas hay que ofrecerlas algo, ¿no?
Y corrió hacia el rosquillero.
Susi no vio exactamente lo que ocurrió porque el rincón estaba muy oscuro. Sólo se fijó en que Kati estaba de pie, se agachaba un poco y hablaba; el rosquillero contestaba y después destapaba la bandeja. Y ya volvía Kati con las rosquillas rotas en las manos. Las dejó en la mesa, delante de ellos.
—Siempre me da lo que se rompe -explicaba-. Me las regala. Totalmente gratis. Bueno, ¡comedlas!
Soki cogió el trozo más grande, y Kati también tomó uno. Susi, sin embargo, se quedó contemplando los restos de las rosquillas.
—¿A ti no te gustan? — preguntó Kati.
—¡Ya lo creo!
—¿Entonces?
Susi cogió el trozo más pequeño.
Apenas lo hubieron comido, Soki mostró un gran entusiasmo. Había descubierto un cartel en el que había un tanque pintado.
—¡Estupendo!, ¿eh? — preguntaba entusiasmado, mientras lo examinaba con ojos de profesional. Al fin dio su dictamen: la caña del cañón era un poco corta, aunque eso no importaba demasiado. Incluso, para el avance del cañón, podía ser una ventaja que la caña no fuese larga.
Al cabo de un rato, Susi se bajó del molesto sillón del muelle y se sentó en otro y después en un tercero. Ojearon la revista de cine que había sobre la mesa de al lado. Constataron que el peinado de Tórócsik era horroroso y después corrieron hasta la barandilla para contemplar al público del vestíbulo. Abajo se reunía cada vez más gente.
Desde arriba era muy divertido mirar las cabezas. Por ejemplo, un sombrero con plumas iba y venía constantemente entre la multitud. Las plumas ondeaban siempre en sentido contrario al sombrero, como si quisieran hacerle entrar en razón. Luego se calmó, por fin, al encontrarse con un sombrero de caballero.
La muchedumbre comenzó a ocupar también la galería. Cada vez subían más personas. Se sentaron alrededor de las mesas, fumando y cuchicheando. El rosquillero había salido hacía ya tiempo de su rincón y se abría paso levantando su bandeja. Kati, con aire ofendido, observó durante algún tiempo a la gente y después se dirigió a Susi:
—Tengo que ir a ver a mi padre. Venid conmigo.
Separaron a Soki de su tanque y salieron a la calle.
Susi no prestó atención al lugar por donde iban. Al pasar por una cabina de teléfono nueva giraron a la derecha. Soki entró en la cabina y, con naturalidad, descolgó el auricular. Kati se asomó y preguntó cordialmente:
—¿Vas a telefonear?
—¡Tonta! — contestó Soki colgando el teléfono. Antes de salir, pulsó un botón rojo con gran habilidad. Susi lo observaba con admiración. No pasó nada, pese a que Soki apretaba con fuerza él botón.
Cuando reanudaron el camino, Susi preguntó a Kati:
—¿Has usado alguna vez el teléfono?
—¡Claro! Muchas veces. ¿Y tú?
—Yo nunca. ¿A quién llamas tú?
—A mi padre.
—¡Ah! — asintió Susi con la cabeza y salió corriendo hacia adelante. Los otros la siguieron.
Al llegar a un puesto de frutos secos, Kati les hizo una señal para que giraran hacia la izquierda. Pero, de repente, se le ocurrió algo y se dirigió hacia la vendedora.
—¡Besos! — saludó con alegría desbordante a la señora con delantal azul y gorro de lana negro-. ¿Verdad que me puede dar cacahuetes por uno cincuenta?
La mujer llenó una medida bien colmada (Susi miraba con atención) y se la entregó a Kati. Incluso añadió:
—Aquí tienes, querida.
—¿La conoces? — preguntó Susi cuando reanudaron la marcha.
—¡Qué va! Es la primera vez que la veo -contestó Kati.
Entraron en una casa grande de color gris. Parecida a la de los Pitter, a la de Susi y a la de casi todos.
Era curioso lo bien que se orientaba Kati. Susi había ido ya muchas veces a casa de los Pitter; pero todas ellas, incluso la última, se tenía que parar en el portal. Siempre dudaba si sería ésa la casa o si sería la siguiente.
—¿Qué piso es? — preguntó Soki cuando empezaron a subir las escaleras.
—El cuarto -dijo Kati-. Por desgracia no hay ascensor.
Soki, de nuevo, pareció que iba a estallar y dijo furioso a Kati:
—Tonta. ¡Para subir al cuarto no hace falta ascensor! — y echó a correr.
Cuando las dos niñas llegaron arriba, Soki ya bajaba brincando de la azotea.
Kati se dirigió a la última puerta de la galería y llamó al timbre.
Abrió la puerta una mujer rubia en bata de estar por casa. La bata era de nailon, acolchada, muy bonita y con flores.
—¡Besos!, señora Marta -Kati se dirigió radiante hacia la señora de la bata-. He traído a mis compañeros de clase. No le importa, ¿verdad?
Soki entró enseguida en el recibidor, pese a que la cara de la señora Marta no demostraba en absoluto que no le importara el que Kati los hubiera traído.
Susi se quedó en el umbral.
—Bueno, entra tú también, ya que estáis aquí -suspiró dirigiéndose a ella. Les recomendó que se limpiasen los zapatos y entró delante de ellos.
—Es la esposa de mi padre -susurró Kati, volviéndose hacia los otros.
Soki se encogió de hombros, y Susi asintió con una inclinación de cabeza.
«Madrastra», pensaba, y miró de nuevo la bata de estar por casa. «No se le nota».
En el cuarto estaba el padre fumando. La boina azul marino, con Kati, voló hasta el cigarrillo.
—¡Papaíto! — exclamó Kati, abrazando y besando al señor de poco pelo y cara redonda.
Soki miraba al aire con cara de bobo, y Susi seguía contemplando a la señora Marta, quien dijo a continuación:
—Ten cuidado y no le tires el cigarrillo a tu padre.
El señor apagó el cigarrillo y dio tantos besos en las mejillas de Kati que la boina resbaló hacia un lado. Después la sostuvo lejos de sí y la contempló durante un rato.
La melena rubia de Kati se enredó, su cara enrojeció y sus grandes ojos azules sonreían de tal manera que llenaban de gozo el corazón. La señora Marta dijo de nuevo:
—Mira, Carlos, ha traído con ella a la mitad de la clase.
Lo dijo riendo. Pero Susi notó que no le había gustado. Soki no notó nada. Si acaso tan sólo calor. Tampoco hacía frío fuera, pero en aquella habitación hacía demasiado calor. Se quitó enseguida el abrigo y lo tiró sobre la silla más cercana. La señora Marta se dio cuenta y ordenó a Kati y a Susi que se quitasen el abrigo y lo llevasen al recibidor.
—¡No desordenéis la casa! — les dijo.
«Igual que mi madre», pensaba Susi, y pidió a Soki que le colgara el abrigo porque ella no llegaba a la percha.
Ninguno de los dos sabía qué hacer. Estaban sentados en el mismísimo borde de la silla, mientras comían un trozo de pastel de manzana, que agradecieron sin pedir más. Era realmente lo adecuado puesto que había pocos en la fuente. Observaban a Kati.
Su papá le preguntó que cómo estaba.
—Bien, gracias -contestó Kati.
—¿Y la abuela?
—También está bien.
—¿Y su reuma?
—Ahora no se queja -contestó Kati. Por un momento pareció que se iba a terminar la conversación, al no saber papá Katona que más preguntar. Pero después pudo seguir:
—¿Te han preguntado en clase?
—¿Cuándo?
—Pues... en general. Por ejemplo, ¿hoy?
—Hoy no.
—Y... ¿esta semana?
—Esta semana... -Kati meditaba. Susi miró con compasión el pelo rubio de la otra niña. No había cosa más desagradable que los mayores haciendo preguntas sobre el pasado. La abuela doctora también le preguntaba siempre qué había comido el día anterior. Y ¿quién se acordaba de lo que había comido el día anterior?
Soki recordó que a Kati le habían preguntado el jueves en matemáticas.
—¿Te acuerdas? La división... -dijo.
—¡Vaya! ¡Sólo al tonto de Soki se le podía ocurrir algo así!
Kati se ruborizó un poco. Evidentemente era por el tres que le había puesto la profesora.
Soki siguió con indiferencia:
—Le pusieron un diez y la señorita la felicitó.
Los ojos azules de Kati se clavaron en el niño, y él se puso a mirar por la ventana.
—Yo tengo que arreglarme -dijo la señora Marta a su marido-. ¿Sabes? Nos vamos a Lorino.
El señor inclinó la cabeza y abrazó fuertemente a Kati que estaba sentada en su regazo como en un trono.
—Alguna vez, tú también vendrás con nosotros a Lorino. Allí vive la mamá de la señora Marta. Tienen un jardín muy grande. Ya verás qué bien lo vas a pasar. Tienen, por lo menos, veinte gallinas en el corral. Tú les darás de comer...
—¿Cuándo? — preguntó Kati.
—Ahora vienen los días fríos... En primavera, ¿quieres?
A Kati le temblaron los labios casi imperceptiblemente. Después de un corto silencio dijo:
—Bien -y se deslizó del regazo del señor. De nuevo llegó el turno de abrazos eufóricos. Después, papá Katona sacó del bolsillo un billete de diez florines y lo puso en la mano de Kati. Ella dobló el billete y lo guardó en la bata del colegio. Susi pensó que ya podrían comprar la margarita con la cara parecida a la de la hermanita de Kati. ¿Dónde había dicho que vivía su hermanita? Sí, claro, en Vesprem.
La señora Marta besó a Kati en la frente, ya en el recibidor, y cerró la puerta tras ellos.
En el portal, Susi se apoyó desorientada en el rótulo donde se anunciaba que se cogían puntos a las medias. Tendría que ir a casa de los doctores. Pero ¿por dónde?
—¿Qué pasa? — volvió la cabeza Kati-. ¡Ven!
—¿A dónde?
—Pues a ver a mi madre -dijo esto como si durante horas sólo hubieran hablado de que iban a ir a ver a su madre.
—¿Te vas a casa?
—¡Qué va!
—Pero si has dicho que vas a ver a tu madre...
No vivo con mi madre. Estoy con mi abuela siguió Kati con voz impaciente-. ¿Vienes o te quedas? Además, no vamos adonde vive mi madre, sino adonde trabaja.
Susi se cambió la cartera de la mano derecha a la manó izquierda y se fue tras Kati.
Entraron en una peluquería. Al entrar, sintieron una oleada de calor húmedo. Soki enseguida declaró que él se iba de allí, que las esperaría delante de la peluquería y que no tardasen mucho tiempo.
Unos pies estirados que terminaban en un casco de hierro y en un periódico increparon a Susi. Como iban entre dos líneas de secadores, Susi tropezó, sin querer, con una pierna estirada. Quiso pedir perdón, pero no sabía a quién. ¿Al casco de hierro? ¿Al periódico?
Kati estaba ya en el centro de la peluquería. Una joven con bata blanca la llamó:
—¡Hola, Kati! ¿Vienes a ver a tu madre?
Cuando Susi la alcanzó estaba ya al lado de la manicura, inclinándose sobre ella y besando su cara arrugada.
Alguien gritó por detrás:
—¡Anita, ven, aquí está tu niña!
La boina azul marino comenzó a volar de nuevo, lanzándose hacia una bata blanca.
La madre de Kati era rubia. Mucho más rubia que la señora Marta.
Su pelo tenía un brillo casi blanco. Y sus ojos eran como los de Kati: ojos grandes, azules y sonrientes.
—Mi compañera -dijo Kati, llevando a Susi hasta su lado.
—¿Cómo te llamas? — preguntó la señora.
—Susi.
—¿Sois amigas?
Susi no contestó. Le hubiera gustado decir que sí, pero no se atrevía. Era cierto que, días atrás, Kati le había prestado su peine; pero se lo prestaba todo el mundo. También ella le había soplado las matemáticas el día anterior, pero eso era igualmente natural.
—Claro que es mi amiga -contestó Kati-. ¿Verdad que es guapa?
—Tienes un pelo negro muy bonito -dijo la señora acariciándola. Después se dirigió de nuevo a Kati:
—Ven, te quiero enseñar a Feri. Lo trasladaron aquí esta semana. Ya le hablé de ti, pero no se cree que tenga una hija tan mayor.
Cogió a Kati de la mano y la llevó delante de un hombre alto con bigote. También llevaba una bata blanca que parecía estar colgada sobre una percha. Kati lanzó una sonrisa al bigotudo y, apretándose contra su madre, empezó...
—Imagínate, mamaíta, hemos estado en el cine...
—¿Ve qué hija tan mayor tengo? — la madre miró al hombre por encima de la cabeza de Kati.
—Subimos a la galería...
—¿Lo hubiera imaginado? — preguntaba inclinando la cabeza blanca-rubia hacia un lado.
—Y nos han dado las rosquillas que quedaban...
—Cualquier día me sacará la cabeza. ¿Se parece a mí?
Kati se pegó a su madre, y cuando ésta se movió, todo su cuerpo se movió con ella. Y hablaba sin parar. Hasta contó lo del cartel con el tanque de Soki. La mujer rubia la llevó entretanto de una bata blanca a otra, abrazándola fuertemente y charlando un ratito con cada bata. Después se inclinó sobre ella, le dio dos grandes besos a cada lado de la cara, y sacó un puñado de florines del bolsillo que dejó caer en las manos de la niña. Kati ni siquiera echó una mirada al dinero. Sólo miraba la cara de su madre y seguía explicando acalorada: que habían mirado desde la galería, que allí abajo las cabezas...
—¿Qué dices? ¿Qué película habéis visto?
Susi se quedó asombrada por la velocidad con que Kati la sacó de un rincón con espejos. Se había metido allí para contemplar cómo peinaban un enorme moño de cabellos rojizos.
De nuevo estaban los tres en la calle. Kati se apoyó en una columna publicitaria y dijo:
—Tendríamos que tener algo nuestro.
—¿Tienes hambre? — preguntó Soki.
Kati, sin contestar, golpeaba con su tacón la columna publicitaria. Se quedaron un rato allí parados. De repente, Susi empezó a hablar. ¿Cómo no se le había ocurrido? Dijo:
—Tenemos un lavadero...
Capítulo 5
SUSI se quedó sola. De pronto se sintió muerta de cansancio. La cartera le pesaba tanto que parecía estar llena de piedras. ¡Qué raro! Hasta entonces no había notado que la llevaba. Se dio cuenta en el momento en que los otros dos la dejaron.
Había oscurecido totalmente. ¿Qué hora podía ser?
¡Qué rara era aquella calle! No la había visto nunca. Era de color azul marino, como la boina de Kati. Kati también era rara. Cuando aún estaban junto a la columna publicitaria, de repente dio la vuelta y dijo:
—Bueno, ¡hasta pronto! — y se fue corriendo.
Soki se quedó a su lado un rato y después le preguntó:
—¿Te vas a casa?
—No -contestó Susi, pensando que se reuniría con su madre en casa de los doctores.
—Entonces ¡hasta luego! — dijo Soki. Y también la dejó.
¡El tonto de Soki!
Pero... y ella ¿dónde estaba? Entre las casas iguales había montones de sombras tenebrosas. Y esa penumbra que tanto disgustaba a Susi. Siempre se deprimía cuando, en casa, encendía la luz del cuarto de baño que antes era despensa. La madre, por ahorrar, había comprado una bombilla que daba una luz enfermiza y amarillenta y la llenaba de tristeza al encenderse.
Llegó a un cruce. ¡Ya! Allí tenía que doblar la esquina para llegar a la Gran Avenida. Desde allí ya se podía orientar.
En el camino sólo se paró una vez. Delante del escaparate de flores artificiales. Miraba las margaritas. Verdaderamente eran más bonitas que los nomeolvides. Tenían la cara como la hermanita de Kati. ¡Qué triste debía de ser tener una hermanita y no estar con ella!
Susi contemplaba la margarita pensativa. Al salir de la peluquería, Kati había guardado los florines junto al billete que le había dado su padre. El tonto de Soki dijo entonces:
—¡Qué estupendo tener tanto dinero!
Susi no envidiaba a Kati por su dinero. Ni siquiera le parecía eso estupendo. Mejor le hubiera dicho:
—Cierra los ojos, los quiero acariciar.
Pero esas cosas no se podían decir. Soki, seguramente, se hubiera echado a reír. Claro que Soki no le importaba, pero...
Entró en el portal de su casa. Ya no pensaba en los doctores, ni en el disgusto de su madre, ni en nada. Tan sólo en que por fin se podría sentar en algún sitio. Se sentaría en la puerta de su casa y allí esperaría a su madre. Tampoco tenía llave porque había quedado en ir a buscarla.
Tras la puerta de la cocina se veía luz. ¡Dios mío, ya estaba en casa!
Susi cogió el picaporte y abrió un poquito la puerta. A través de esa estrecha abertura intentó deslizarse hasta la cocina.
Su madre, que estaba al lado de la cocina de gas, al instante ya se encontraba ante Susi. La cogió por los hombros y la zarandeó:
—¿Dónde has estado, maldita? No sabía a dónde acudir. ¿A la policía?
Susi tiró la cartera y se cubrió la cara con las manos. Pero su madre no la abofeteó. Sólo la sacudía repitiendo continuamente:
—No sabía a dónde acudir...
Sentía lástima de su madre, de su voz desesperada, de la aburrida bata gris que formaba parte de ella como su pelo o sus pies, de su voz ronca, de sus ojos velados. Le hubiera gustado acurrucarse junto a ella, fundirse en la bata gris y murmurarle al oído:
—No te enfades...
La madre añadió con la voz desesperada:
—Estaba tan nerviosa que dejé a los doctores. No sé cuándo podré terminar las fundas...
Susi se desprendió de las manos de su madre. Cogió su cartera y corrió a su cuarto.
Durante un rato no pasó nada. Tiró el abrigo a la cama. Puso la cartera en la mesa, sobre el tapete de ganchillo, encima de la cabeza redonda y rizada de un angelito. Después abrió la cartera de un tirón y sacó el último tanque de Soki. Verdaderamente parecía un tanque. Aunque Soki le había dibujado unas manchas con lápiz negro y le recordaban a una jirafa que había en la portada de un libro antiguo.
Al pensar en la jirafa, a Susi se le encogió el estómago. Aunque su madre le llevase pasta con nata agria de la que ella preparaba, no podría pasar un solo bocado.
De repente sintió algo raro. Primero una sensación y después una imagen. Ella sentada en el regazo de un hombre. La diminuta Susi se perdía entre los brazos que la rodeaban. Estaban hojeando el libro de la jirafa. Después desapareció la imagen. La madre entró para reñirla y para sacar del armario un trapo de cocina limpio. Luego salió.
Guardó de nuevo en el libro de lectura el tanque dibujado en el papel cuadriculado. Siempre guardaba el último tanque hasta que Soki le pintaba uno nuevo. Una vez, a principios de aquel curso, se le acumularon tantos tanques que incluso su madre se dio cuenta cuando Susi dejó su libro de lectura en la mesa de los Pitter.
—¿Qué son esos papeles? — miró desde la máquina. ¡Tenía que mirar justo en aquel momento! Y eso que a veces se pasaba una hora sin levantar la cabeza.
No tuvo más remedio que enseñárselos.
—¿Qué son esos garabatos? — preguntaba su madre, mientras daba vueltas a los papeles. Por fin se quedó con uno cogido al revés. Susi se puso detrás de ella y le dio la vuelta al dibujo.
—Está bien, ¿no? — preguntó, inclinándose sobre ella.
—¡Tira inmediatamente esas porquerías! — le ordenó su madre. Y todo el trabajo de Soki pereció en el acto. Por lo menos había veinte dibujos.
Desde entonces sólo se quedaba con un tanque. Cuando recibía uno nuevo, tiraba el antiguo.
Sacó de la cartera su cuaderno de matemáticas y su estuche. Durante un tiempo contempló el dibujo multicolor de la caja de madera. Estaba ensimismada. Como si estuviera acumulando fuerzas para vencer nuevas dificultades. Después abrió el estuche y sacó la pluma estilográfica nueva. Todavía no se había acostumbrado a escribir con ella A sus compañeros les había parecido una pluma estupenda. Era de color rojo oscuro con rayas azules. Cuando su madre le dio el dinero se fue enseguida a la tienda. Eligió primero una negra con el borde de oro. Cuando estaba en la puerta, se dio cuenta de que se parecía mucho a la del doctor, aunque la de él no tenía borde de oro. La había atendido una chica muy simpática con gafas y pidió que le dejase elegir otra. La de las gafas sacó de nuevo el estuche de terciopelo donde estaban las plumas y lo puso delante de Susi. Otra vez tocó con su dedo índice cada una de las plumas antes de coger una blanca. Tenía el color de un botón de nácar.
—Esa es más barata -advirtió la de las gafas-. Cuesta sólo treinta y seis florines.
«Si es más barata no la quiero», pensó Susi. Y dejó la pluma de color de nácar en la caja. «Mi madre me ha dado cincuenta florines. Este dinero tengo que gastarlo en la pluma».
Se interesó por una de color morado. La dependienta la desenroscó para enseñársela. Susi puso cara de experta, igual que el señor Kutas cuando su madre le condujo a la cocina para que la pintase. La simpática dependienta de gafas no se impacientaba, y Susi estaba radiante de felicidad. Era una sensación maravillosa la de poder escoger, porque compraría la que más le gustase. No sería como la del doctor ni tampoco como la de Maruja Pitter. Esta sería una-pluma-de-Susi.
Se inclinó por la pluma de color rojo oscuro con rayas azules porque, además de ser de color rojo oscuro con rayas azules, costaba cuarenta y nueve florines y sesenta fillers.
Ya en la esquina, empezó a dudar de nuevo y volvió corriendo. Pero no se atrevió a entrar. Se quedó delante del escaparate, meditando sobre si hubiese sido mejor comprar la azul.
Pero hasta Julio Ester había declarado que la pluma era maravillosa. Lo dijo así: «mahavillosa», ya que Julio Ester jamás en su vida había conseguido pronunciar la «r». Enseguida la probó sobre la pared y emitió su opinión de experto ante la clase: «sobhe la pahed sólo se puede eschibih con plumas de phimeha calidad».
Susi no estaba aún convencida de que hubiera elegido bien. En cualquier caso, la sacó cariñosamente del estuche y la desenroscó con mimo. ¡No iba a estar a mal con todo el mundo!
Empezó a resolver el problema de matemáticas que les había puesto por la mañana la señorita Magdi. La madre seguramente entraría otra vez y era mejor que la viera haciendo el problema. Quizá se apiadara de ella y no continuara la regañina. ¿Hay alguien que sea más digno de lástima que quien debe resolver un problema de matemáticas?
Susi había acertado. La madre entró de nuevo. Primero sólo puso el abrigo en su sitio con cara enfadada y sin decir palabra, ya que el desorden era lo que la ponía más nerviosa. Después se dirigió a Susi ya con voz mucho más suave:
—Bueno, pero ¿dónde has estado?
—Hemos estado visitando al padre de Katona. Su mujer tiene una bata de nailon muy bonita ¿sabes? ¡Con flores!
La madre la miró poniendo una cara como si Susi hubiera hablado en chino. Después de observarla fijamente durante un minuto dijo:
—Te ha crecido mucho el pelo. Tendrás que cortártelo. Te daré dinero para que vayas el lunes a la barbería. ¿Quién es Katona?
—Una compañera de clase.
—Y ¿para qué has ido tú a ver a su padre?
—Pues... me fui con ella... Katona es mi amiga...
—¿Tu amiga...? — La madre preguntaba esto extrañada, como si jamás hubiese oído esa palabra. Después dijo tan sólo-: Hace frío aquí. Ven a la cocina. He encendido el horno de gas. ¿No tienes hambre?
Salió sin esperar la respuesta y, mientras Susi llegaba a la cocina, le preparó una tortilla francesa y la puso encima de la mesa.
A Susi le gustaba mucho la tortilla que hacía su madre. No estaba dura ni blanda y le había puesto un trozo de pimiento encima. Casi no se notaba el sabor del pimiento; pero su color rojo resultaba tan apetitoso sobre el montón amarillo...
—¿Tú no comes? — preguntó Susi. Porque ¡hubiese resultado tan agradable el que su madre se hubiese sentado a su lado con otro plato!
—Yo he comido ya en casa de los doctores. Me calentaron el resto de la col rellena. La abuela sabe hacer la mejor col rellena del mundo. Supongo que le debe de poner también un poco de carne ahumada. Bueno. ¡Come! ¿Qué estás mirando?
Susi se puso a comer. Hasta aquel momento no se dio cuenta del hambre que tenía. Incluso limpió el plato con un trozo de pan. Lo cogió entre dos dedos y lo pasó por el plato con gran deleite. En esa ocasión la madre no la reprendió. ¡Si hiciese eso en casa de los Pitter! Y eso que Maruja siempre lo hacía y su madre solamente le preguntaba: «¿Te gusta, hijita?» ¡Qué gorda es Maruja Pitter!
Cuando la madre puso un vaso de agua para Susi, llamaron a la puerta. Era la señora Kutas.
La madre le ofreció asiento, pero la señora Kutas contestó en voz muy alta que no se sentaba y que sólo entraba un momento para pedir prestado un trozo de tiza.
—¿Sabe, Rosita? Estoy haciendo una camisa a mi viejo para que no se manche de cal cuando trabaja...
Susi escuchaba asombrada cuánto se podía hablar de una camisa.
Mientras tanto la madre ofreció otras tres veces asiento a la señora Kutas. Por fin se sentó, pero no sin declarar con voz amenazadora que había venido sólo un momento y que se sentaba mientras le buscaban una tiza. Posiblemente no tuvieran, ya que la madre de Susi había dejado todas las cosas de costura en casa de los doctores; tenía allí «trabajo urgente» y al día siguiente tendría que volver. De paso, la madre recomendó a Susi que hiciera los deberes porque estarían todo el día en casa de los doctores y era mejor que los terminase antes.
Susi puso el cuaderno en un rincón de la mesa de la cocina y sacó de nuevo la pluma. Pero no fue capaz de concentrarse en el problema.
—Tal vez tenga un trozo de tiza... -dijo la madre empezando a buscar. Levantó el tapete bordado de la máquina de coser (la máquina estaba en el rincón de la cocina) y sacó el cajón. Buscó entre un montón de hilos de colores, pero no encontró la tiza.
La señora Kutas seguía hablando de la camisa de algodón.
La madre trajo la sopera. Aquella sopera le gustaba mucho a Susi. Y eso que no tenía nada de extraordinario. Ni siquiera la había visto con sopa. Cuando a veces su madre guisaba, lo servía directamente de la cazuela al plato. Pero cuando Susi se quedaba sola en casa, corría enseguida hacia la sopera. Dentro había de todo: recibos doblados, restos de goma de borrar del tamaño de un guisante, postales antiguas, gemelos rotos, llaves de todo tipo y tamaño que posiblemente jamás habían abierto nada... Hasta clavos para colgar cuadros, con cabeza brillante, se podían encontrar allí. A Susi le gustaban las llaves. Sus favoritas eran tres llaves diminutas. Las metía en las cerraduras y le encantaba que se hundieran.
Tampoco había tiza en la sopera.
La madre también se sentó y le contó a la señora Kutas lo de la col rellena y toda la historia de la abuela doctora: que tenía una pequeña casa en las afueras y la había vendido para venir a casa de su hija. No era una casa grande ni bonita. Tenía la cocina y una habitación. Claro, no le habían dado mucho por ella (la madre conocía hasta la suma que había percibido). Todo el dinero lo habían metido en el banco, ya que la doctora no había aceptado ni un céntimo de su madre.
—Es una mujer muy buena -aseguraba la madre, cruzándose la bata gris con las manos.
Susi pensaba en el rincón de la cocina donde dormía la abuela y no estaba tan segura de que no existiera mujer mejor que la doctora. Estaba mirando el problema de matemáticas, pero sus pensamientos giraban alrededor de la casita de la abuela. ¿Cómo habría sido? ¿Cómo sería el antiguo lavadero de su casa? La casa estaría amueblada y bien barrida. Y seguramente haría calor y olería bien a comida en la cocina ya que a la abuela le gustaba mucho cocinar.
La señora Kutas se levantó.
—Entonces, Rosita -empezó lamentándose-, ¿no va a poder darme un trozo de tiza?
—Miraré dentro -dijo la madre. Se levantó y entró en la habitación. La señora Kutas la siguió de inmediato, dejando la puerta abierta.
Susi estaba atenta y a través de los leves ruidos seguía los movimientos de su madre con exactitud.
Abrió el armario. Sólo la parte de los estantes. La puerta del ropero crujía cuando se abría del todo. Entonces hacía un ruido como: ñec.
Silencio. ¿Qué podría estar haciendo su madre?
Susi se concentraba con todas sus energías. Entonces se le ocurrió algo. Una vez, cuando su madre colocaba papeles limpios en el armario, había visto que en el estante más alto, donde colocaba las toallas de felpa (que nunca usaban porque su madre ponía toallas de tela en el cuarto de baño), había, detrás de las toallas, una caja de zapatos. Cuando la madre vació todo en la mesa y Susi, por distraerse, levantó la tapa de la caja, su madre le dio un golpecito diciendo: «¡Quita la mano de ahí!» Después, Susi se olvidó por completo de la caja.
Percibía el ruido que hacía su madre al revolver las cosas. Poco después pudo oír la voz de la señora Kutas:
—¿Quién es éste de la foto? ¿No será su marido, Rosita?
La madre contestó:
—Sss... -y a pesar de que continuó hablando en voz baja, Susi pudo oír el comienzo de la frase-; En primavera hará siete años que se fue...
Aún murmuraron un rato dentro, pero Susi no entendió nada. Ni siquiera les prestaba ya atención. Se quedó mirando la página cuadriculada del cuaderno. La miraba tan fijamente que los cuadros empezaron a bailar. Al principio se movían de derecha a izquierda. Después, como si hubieran enloquecido, empezaron a agitarse de un lado a otro del papel.
Los pensamientos de Susi comenzaron a moverse con la misma velocidad en su mente.
«Siete años que se fue... el marido de su madre..., su marido..., mi padre. Papá..., papaíto..., mi papaíto...»
Cuando se preparaban para acostarse, Susi se dirigió a su madre:
—¿Dónde está mi papá?
Al contestar, la madre miró hacia la pared.
—Se marchó. ¡Acuéstate!
—¿No va a volver?
—No. ¡Prepárate el agua!
—¿Dónde vive?
—No lo sé.
—¿Vive aquí en Budapest?
—Vive muy lejos.
—¿Tú sabes dónde?
—¡Desnúdate ya! ¿Cuántas veces tengo que decírtelo?
—¿Lo sabes?
—No lo sé ni me importa -la madre se desnudó muy de prisa y se metió en la cama. Susi se quedó parada en el centro de la habitación, al lado de la mesa.
—Bueno, ¿dónde vive?
—¡Déjame dormir!
Susi se acostó también. Seguía pensando en la fotografía de la caja de zapatos. Ya la miraría y se la llevaría. Le gustaría colgarla con una chincheta en la pared para poderla ver siempre que quisiera.
«Me gustaría... pero ¿dónde?»
Capítulo 6
LA SEÑORA POPPERMAN asomó la cabeza por la ventana y preguntó:
—¿Os habéis vuelto locos?
Los niños, naturalmente, no se dignaron responder. No sólo porque no existiera respuesta alguna para esa pregunta. Tampoco porque estuvieran absortos en el juego. Éste consistía en coger maderas del montón que había apilado al lado de la escalera y tirarlas a los escalones: al cuarto, al quinto, al sexto..., según los iba dirigiendo Pedrito Karcsú. Si no hacían caso a la señora Popperman, era porque ella no pintaba nada en la casa. Ni siquiera era portera.
La señora Popperman vivía en la planta baja. A la derecha de la escalera; en el lado opuesto estaba la bajada al sótano y al antiguo lavadero. Limpiaba y arreglaba corbatas y así lo anunciaba en un cartel en el portal y al lado de la puerta de su cocina. Trabajaba todo el día en casa, y lo hacía con tal afán, que casi siempre llevaba colgadas tres o cuatro corbatas del cuello. También entonces, cuando abrió la ventana para llamarles la atención, se le adelantaron las corbatas de entrañas desgarradas que llevaba colgando. De todas formas, sólo se dio cuenta de ello Kati Katona, que miró hacia ella al oír su voz, y, antes de apuntar al quinto escalón, lanzó una sonrisa a la señora y le gritó con alegría:
—¡Besos!
Los otros ni levantaron la vista. Susi y Karcsú, que vivían allí en la casa, y Soki, que vivía en la de enfrente, sabían perfectamente que la portera era la señora Mariska y que a la señora Popperman le gustaba llamar la atención.
La señora Mariska iba a trabajar por eso; durante el día la sustituía la señora Popperman. Así, muchas veces Pedrito Karcsú iba a su casa por la llave cuando la asistenta, la señora Teri, se marchaba al terminar su trabajo. Y algunas veces le gritaba, pero nadie hacía caso.
Kati acertó en el quinto escalón. Karcsú lanzó un grito y, en señal de reconocimiento, le dio un gran golpe en la espalda. Kati declaró con voz tajante, pero sin enfadarse:
—¡Bueno! Sabes que eso no me gusta.
¡Cómo no iba a saberlo si hacía ya media hora que se conocían!
Todo sucedió así. Después de la clase, Kati se puso al lado de Susi y le dijo:
—Hoy me voy a tu casa.
No lo preguntaba, no lo pedía; lo comunicaba.
Susi contestó con la mayor naturalidad del mundo:
—De acuerdo.
La madre trabajaba aquel día en casa de los señores Gombolyag, el único sitio adonde siempre iba a gusto con ella. Pero si las cosas surgían así, ¡qué se le iba a hacer! Llegaron a casa juntas. Karcsú estaba en el primer piso, delante de su puerta, dándole patadas a la verja. Pero, en cuanto las vio, enseguida se presentó en el patio.
—¡Hola! — dijo, mirando a Kati de pies a cabeza.
Su mirada se paró en la boina azul marino.
Los azules ojos de Kati estaban alegres y serenos.
Karcsú siguió:
—He inventado un juego. ¡Mirad! — y empezó a tirar los pedazos de las maderas de parqué que habían traído aquella mañana para un vecino del segundo piso. Las dos niñas se pusieron a jugar con él.
Un poco después llegó Soki. Lo seguía Eta, arrastrando sus zapatos por el suelo.
Susi se alegró mucho de ver a Eta. Enseguida la empezó a llamar Eva, pero pronto lo dejó, ya que Soki se había quedado con el nombre de Eta y ella desistió también del cambio de nombre.
Kati la miraba de forma extraña. Contempló durante un buen rato sus manos grandes y rojas, casi tapadas por las mangas deshilachadas del abrigo. No obstante la saludó y hasta le sonrió. Pero cuando le tocaba el turno de tirar las maderas a Eta, se apartaba exageradamente para dejarle sitio.
Fue Kati la primera en aburrirse del juego. Quitó cuidadosamente de sus manos los restos del serrín y dijo a Susi:
—Vosotros tenéis un lavadero ¿verdad?
Karcsú aguzó el oído rápidamente.
—¡Es un lavadero chupi! ¿Quieres verlo? — y ya iba balanceándose hacia el portal.
—Tenemos también un caracol -explicó enseguida Susi, que se sentía anfitriona en aquel momento.
—Teníamos -interrumpió Karcsú.
—¿Por qué? Si el lame está aquí -dijo Susi agachándose sobre el trapo de color plata que estaba en el suelo.
—¿Qué dices? ¿Qué lamé? — preguntó Karcsú con impaciencia-. ¡Ah, la plata! Me vuelves loco con esas palabras tan tontas. La plata está aquí, pero el caracol no.
—¿Qué le pasó? — preguntaba Susi con lástima.
—Lo subí porque pensaba que se iba a aburrir aquí. Mi madre lo descubrió sobre el sofá. ¡Puedes imaginártelo! Primero gritó como si hubiera visto una serpiente de cascabel y después lo tiró a la basura. ¡Tirar un caracol a la basura! ¿Has oído algo parecido?
A Susi le dio mucha pena, tanto del caracol como de Karcsú. Y eso que no se sorprendía. ¡Su madre hubiera hecho exactamente lo mismo!
Mientras tanto, Kati miraba a su alrededor con satisfacción. Descubrió un tronco de árbol, le quitó el polvo con sus guantes y se sentó sobre él. Eta se apoyó en el fogón en ruinas. Soki se subió al punto más alto y, al parecer, más seguro del mismo fogón. Karcsú colocó un gran leño, que había por allí tirado, al lado del tronco, es decir, al lado de Kati, y se acomodó sobre él. Susi estuvo un rato yendo y viniendo. Se quedó mirando la tela de plata y, después, se apoyó contra el fogón al lado de Eta. Kati fue la primera en empezar a hablar:
—Habría que hacer limpieza -sus ojos azules y risueños se fijaron en las telarañas grises y tupidas que colgaban de la pared.
Karcsú se quedó con la boca abierta del asombro. ¡Era increíble que hubiera alguien con semejante idea! Estaba a punto de decirle a Kati que jamás en su vida había oído tal tontería, pero, al mirarla, dijo algo completamente distinto:
—¡Qué gorrito más gracioso tienes!
Susi se quedó muy excitada por la idea de Kati. Enseguida le ofreció la vieja escoba de la señora Mariska y como recogedor, la tapa de una caja vieja. A continuación añadió:
—Y encenderemos el fuego.
Eta, emocionada, repitió las palabras:
—¡Encenderemos el fuego!
—¿Y no coseremos también unas cortinas? — gritó Karcsú.
—Claro que sí -asintió Kati con ironía. Y Karcsú se calló al instante.
Susi se quedó pensativa. Le parecía una buena idea. Teniendo en cuenta que taparía el cristal roto, no estaría mal. Porque la única y pequeña ventana del lavadero tenía el cristal roto. Pero una cortina...
Susi, en casa, siempre corría la cortina de la puerta de la cocina y se quedaba mirando hacia fuera. ¿Y qué miraba? Ni ella misma lo hubiera podido decir, ya que, cuando llegaba a casa con su madre, casi siempre estaba oscuro y, entonces, hasta Soki y Karcsú se habían ido a sus casas. No pasaba nadie por el patio, ni siquiera Cirmos, el gato de la casa. Sólo miraba hacia fuera. A la penumbra. Contemplaba la ventana iluminada de la señora Popperman, tras la cual flotaba ésta como una extraña sombra. Las corbatas colgadas del cuello se abrían y ondulaban como brazos abiertos. También veía la vivienda de la portera. La señora Mariska abría de cuando en cuando la puerta y sacaba la cabeza. Miraba hacia la escalera como si esperase a alguien. Pero nunca venía nadie. Después contemplaba el suelo de cerámica brillante, iluminado por la única lámpara del patio. Con su luz, algunos azulejos parecían más brillantes y los otros más descoloridos; había algunos que no se veían. Susi podía contemplar los azulejos durante mucho tiempo, pero su madre le decía siempre:
—Corre ya las cortinas, nos ven desde fuera.
Desde la ventana del lavadero podría mirar el patio cuanto quisiese. Aunque tuviese cortina. Karcsú seguro que no le sermonearía que dejase la cortina porque podrían verlos desde fuera.
No se opuso, pues, cuando Kati declaró que iba a traer la nueva cortina de ganchillo de su abuela.
—Ni siquiera lo notará -dijo Kati-. Las hace sólo para meterlas en una bolsa grande de plástico.
Después se le ocurrió a Kati que se podía traer todo lo que la abuela tenía en la bolsa de plástico. Aunque se enterase, incluso se alegraría porque así tendría sitio para las nuevas cosas de ganchillo. Siempre estaba haciendo ganchillo y, cuando acababa algo, lo metía en la bolsa de plástico. Tenía allí hasta un mantel terminado.
Soki miró a su alrededor y preguntó:
—Y, ¿dónde lo pondrás? ¿No ves que aquí no hay mesa?
¡El tonto de Soki! ¡Siempre hablaba sin pensar! Kati contestó al instante sonriendo:
—¿Dónde lo podríamos poner? Pues en la pared.
Karcsú se entusiasmó con la idea y explicó que poner un mantel sobre una mesa era una gran tontería. La mesa servía para comer o para hacer los deberes; y cada vez que se iba a hacer una de las dos cosas había que quitarlo. Así que ¿para qué cubrirla con un mantel?
Eta lo escuchaba con gran interés. Encogió sus manos grandes y rojas, cubriéndolas con las mangas deshilachadas de su abrigo. Entonces empezó a decir de nuevo:
—Y después encenderemos el fuego.
Karcsú bajaría la brocha que les había regalado el señor Kutas, junto con el florero.
—Lo colocaremos en el rincón. Quedará muy bien -dijo.
Susi se opuso ferozmente:
—¿Por qué hay que ponerlo todo en el rincón?
Su madre estaba ahorrando desde hacía meses para comprar un televisor. También había dicho que lo colocaría en el rincón, como los doctores.
—¡Lo colocaremos en el centro! — decidió Susi. Soki la apoyó enseguida, pero puso una condición: poder dibujar un tanque en la pared.
Dibujar en la pared animó tanto a todos que Karcsú asignó una pared para cada uno. Todos podrían dibujar en ellas lo que quisiesen. La pared de enfrente de la puerta se la concedió a Kati. Esa era, sin duda, la mejor pared, ya que estaba totalmente vacía. Él se quedó con la de la derecha, que era más pequeña, pero que también estaba vacía. La de enfrente sería para Soki. Allí estaba el fogón, pero el tonto de Soki podía contentarse con eso. La pared donde estaba la puerta quedaba para Susi. Pese a que la pequeña ventana le quitaba también algo de espacio, Susi lo aprobó satisfecha. Eta se quedaba sin nada. Pero no quería nada.
—Sólo que encendamos el fuego -dijo.
Susi echó un vistazo a su pared. Entre la puerta y la pared había un pequeño espacio. Allí colocaría la foto de su padre.
El día siguiente a la visita de la señora Kutas, había sacado la foto de la caja de zapatos. Era una fotografía del tamaño de una postal. En ella se veía un hombre joven, de ojos y pelo castaños. Era mucho más joven que el padre de Kati y más que el padre de cualquier compañero de clase. Susi lo miraba con extrañeza. No parecía un padre. Más bien parecía el hermano mayor de alguien. Después descubrió que tenía mucho pelo y la boca perfectamente arqueada. Susi decidió que era muy guapo. Metió la foto en el libro de lectura.
AI principio quería enseñársela a Kati, pero después cambió de opinión. Si Kati le preguntaba: «Y ¿dónde está ahora?», ¿qué podría contestar? Miró la foto en el recreo y también una vez en la clase de canto. Fingió buscar el cuaderno de música y, mientras, echó una mirada a su padre. Por la tarde guardó otra vez la foto en la caja de zapatos. Si su madre descubría que ella la había cogido, pondría el grito en el cielo y la escondería en otro sitio. Incluso podía llevársela de casa. En la caja de zapatos estaba bien guardada. Cuando encontrase un sitio mejor la sacaría de nuevo.
¡La colocaría allí! En la pared del lavadero, entre la puerta y la ventana.
De repente gritó Karcsú, como a quien le viene una idea genial:
—¡También tendremos un caracol!
Soki asintió.
—Un caracol guardián -dijo.
Susi le dirigió una mirada de satisfacción: por fin había tenido una idea práctica.
Al parecer, Soki tenía su día genial. Llevaría su colección de papelitos de bombones. Todos sabían que Soki coleccionaba los envoltorios de los bombones desde hacía por lo menos tres años.
Susi estaba meditando sobre si trasladar o no a Cleofás de su bonita estufa blanca hasta allí, cuando Kati empezó a decir con voz intranquila:
—¿Sabéis lo que falta?
—Cerillas -contestó Eta al instante.
—¿Para qué quieres tú cerillas? — preguntó Kati.
—Para encender el fuego -respondió Eta.
Kati hizo un ademán de impaciencia y repitió la pregunta:
—¿Sabéis qué? Un espejo.
Susi se quedó sin respiración. No había duda. En aquel momento Karcsú echaría de allí a la pobre Kati. Odiaba las cosas de niña.
Karcsú contestó con ligereza:
—¡Nada más sencillo! Desmontaré el espejo del recibidor. Cuatro tornillos y asunto concluido.
Kati, ya tranquila, sonrió a Pedro.
La idea le vino a Susi. Al principio, no se atrevía a manifestarla en voz alta, pero después se armó de valor. ¡Hay cosas que deben aclararse!
—Y ¿dónde haremos los deberes?
Karcsú hizo primero un ademán como queriendo expresar que eso no era ningún problema. Si alguien quería hacer sus deberes allí, podía tirarse al suelo. Pero, cuando vio que el problema preocupaba también a Kati, empezó a romperse la cabeza pensando alguna solución.
Soki opinó que podían colocar al lado del fogón el tronco donde Kati estaba sentada. Pero todos eran conscientes de que la solución no parecía del todo satisfactoria. Había que encontrar algo mejor. Fue Eta quien sugirió la idea a Pedro cuando dijo:
—Aquí hay madera. Se podría encender el fuego.
Karcsú reparó en la propuesta. Más aún. Se puso de pie y recorrió, balanceándose, todo el local. Encontró lo que buscaba: un listón de madera de unos cuarenta centímetros de longitud. Lo cogió del suelo triunfalmente.
—¿Lo veis? — gritó.
Todos lo veían, pero ninguno sabía lo que había que ver.
—Clavamos este listón en la pared. Ponemos encima los cuadernos, nos colocamos delante de él y hacemos los deberes.
Todos lo comprendieron al instante. Excepto Soki.
—Y ¿dónde nos sentamos? — preguntó.
—¡En ningún sitio! — chilló Pedro-. Estás todo el día sentado en el colegio y ¿quieres sentarte aquí también?
—Y ¿no se caerán los cuadernos?
—¿Cómo van a caerse si los sujeta el listón?
—Y ¿los apoyamos en la pared?
—¡Claro! ¿Es que tienes miedo de que se estropeen tus birriosos cuadernos?
Soki se encogió de hombros. ¡Por supuesto, a él le importaban sus cuadernos menos que a los demás!
Kati se puso a bailar alrededor del tronco y gritaba:
—¡Esto es mejor que el cine! ¡Es mejor que el cine!
Karcsú no sabía de qué cine se trataba, pero se lanzó tras Kati y, cuando la cogió, le retorció de nuevo el rabillo de la boina.
Susi se quedó contemplando el espacio de pared entre la puerta y la ventana. Decidió colocar la foto de su padre exactamente a su altura. En las casas de los Pitter y de los doctores, los cuadros estaban colgados tan altos que sólo los podía alcanzar estirando los brazos. ¿Para qué los pondrían así? ¿Para no poder ver nada en ellos?
Soki continuaba sentado en el punto más alto del fogón y se sentía feliz. Eta preguntó decepcionada:
—Pero ¿no encendemos el fuego?
Nadie contestó.
Capítulo 7
LA MADRE de Susi marcó en la agenda toda la semana para ir a casa de los Ovillo.
La agenda de la madre era exactamente igual a la que había en el colegio, en la mesa de la Directora.
Pero su madre se llevaba a todas partes esa agenda tan grande y con tapas duras. Como los alfileres en la cajita dorada, las tijeras grandes, el metro, la regla y el lápiz rojo. Con ese lápiz rojo marcaba los días y anotaba la casa donde iría a trabajar. En casa de los Ovillo estaba siempre una semana entera.
La señora Ovillo tejía jerséis en una máquina que Susi no se cansaba de contemplar. Mejor dicho, no tejía jerséis, sino los trozos que su madre ajustaba después. A veces subía también una chica rubia, Verónica, que cosía, con una enorme aguja, los hilos que colgaban de los jerséis. A Susi no le gustaba Verónica. Las cosas que comentaba con su madre y con la señora Ovillo las decía en voz baja para que ella no se enterase de nada. Si se daban cuenta de que la niña estaba pendiente de la conversación, se callaban al instante.
En cambio, la señora Ovillo era encantadora. Ella le dio ese nombre: «Ovillo», cuando Susi aún era muy pequeña. Posiblemente porque la señora era como los enormes ovillos multicolores que se encontraban por toda la casa. Tenía la cara redonda y sonriente; el pelo, blanco y muy cortito: como un ovillo blanco. Era baja y regordeta, con vestidos rojos o azules: otro ovillo. Y las piernas cortas, carnosas y un poco arqueadas: el tercer ovillo. Siempre se reía a carcajadas y, aparte de sus lanas, no se preocupaba de nada. Si su madre quería darle a Susi pan con mantequilla, no tenía que preguntar a la señora Ovillo si podía. Ni siquiera hubiese contestado. En su casa todo el mundo hacía lo que quería.
Tampoco se preocupaba mucho de Susi. No le preguntaba si se había sabido la lección, ni qué quería ser de mayor, ni qué había comido el día anterior. Sólo, cuando recibía una bonita lana nueva, se la enseñaba siempre.
—Ésta es irisada -decía, poniéndola en las manos de Susi. Si acaso, añadía: -¡No la ensucies mucho!
Y, a las seis en punto, siempre le decía a su madre en tono que no admitía réplica:
—Rosita mía, ahora se va a casa.
La madre siempre añadía que le quedaba algo por terminar. Pero la señora Ovillo, sin decir nada, las ponía en la calle.
La señora Ovillo le enseñó ese día una lana nueva:
—Tiene un hilo de metal -dijo entregándosela.
Pero Susi no le hizo mucho caso. Era una suerte que la señora estuviese tan ocupada con la máquina porque, de otro modo, le hubiese dolido el que Susi no se entusiasmase con la lana. Y no porque no le gustase, sino que en aquel momento quería hablar con su madre sobre algo muy importante. ¡Menos mal que Verónica no había ido ese día, porque con ella allí no se podía hablar nunca! La madre cosía a máquina la cintura de un jersey azul marino de caballero cuando Susi se puso a su lado.
—¿No te escribes con mi padre? — preguntó.
La madre, de momento, no comprendió la pregunta. Cosió los laterales del jersey antes de contestar:
—No.
—Pero ¿sabes su dirección?
—Ya te he dicho, hija mía, que no la sé.
—Y ¿quién la sabe?
—Tampoco lo sé.
—Dime la verdad, madre, ¿no lo sabes o no me lo quieres decir?
—Mira cuánto trabajo tengo...
—¿No me lo quieres decir?
—No sé su dirección.
—¿En qué país está? ¿Aquí o en otro?
—En otro.
—¿Lejos?
—Lejos.
—...Me gustaría tanto verle...
La cabeza de la madre casi desapareció entre los trozos de jersey azul marino.
—Le quiero escribir...
La madre paró la máquina. Miró a Susi severamente y dijo muy seria:
—¡Ni se te ocurra! — después continuó con tono mucho más suave-: Y ¿para qué? Tienes todo lo que necesitas ¿no? Ya ves cuánto trabajo. Todo esto lo hago por ti. Te quiero educar yo sola igual que si tu padre se hubiera quedado con nosotras.
Susi contemplaba a su madre sin decir palabra.
Aunque le hubiera gustado preguntar muchas más cosas a la madre le hacían daño las preguntas. Estaba ajustando la manga del jersey al hombro y se le escapó. Empezó de nuevo y se le escurrió otra vez. Le temblaban las manos...
Susi se inclinó para acariciar con su cara la mano de su madre.
Después, dando un par de brincos, se puso al lado de la señora Ovillo y se quedó observando los movimientos de la máquina.
«No estaría mal algo así para el lavadero -pensaba-. Karcsú estaría encantado». Se quedó allí un ratito y después susurró a la señora Ovillo:
—¿No hay que traer nada?
La señora Ovillo se echó a reír y le contestó, también cuchicheando:
—¿Por qué? ¿Quieres pasear un poco?
Susi asintió riendo.
—Tráeme cigarrillos -dijo en voz alta para que la madre lo oyese. Y fue hacia el armario en busca de su bolso para darle el dinero de los cigarrillos.
¡Ese armario!
La madre de Susi se ofrecía siempre para ordenarlo. Cada vez que miraba hacia allí, sufría. Pero la señora Ovillo soltaba una carcajada y contestaba:
—¡Si dentro de cinco minutos estaría otra vez desordenado!
¡Claro que no encontró el bolso! Registró todo el cuarto. Después, salió a la cocina y al recibidor. Por fin lo encontró, con un grito de alegría, en el cuarto de baño:
¡Claro! Me lo traje cuando vine a peinarme.
Le dio a Susi un billete de diez florines para que pudiera comprarse también un pastel en la confitería.
Los diez florines le vinieron muy bien porque, para llegar en poco tiempo a casa de tía Elisa, había que coger el tranvía.
Eran solamente tres paradas.
Susi creyó, durante mucho tiempo, que el verdadero nombre de tía Elisa no era tía Elisa, sino-«Siéntate-ya-hija». Antes iban muchas veces a ver a los tíos. La madre de Susi y tía Elisa eran hermanas. Se parecían en que no podían soportar el menor desorden. Mientras estaban en su casa, la tía Elisa iba y venía sin parar del cuarto a la cocina, ordenándolo todo. Aunque ya hiciera tiempo que no hubiera nada que colocar, tía Elisa seguía yendo de acá para allá. Por eso el tío Carlos, su marido, le decía una y mil veces: «Siéntate ya, hija».
Susi se bajó en la Avenida Váci y, al cabo de cinco minutos, entraba corriendo por el portal. Tía Elisa abrió enseguida la puerta cuando oyó el jadear de Susi.
—¡Cuánto tiempo sin verte! — dijo con alegría-. ¿Y tu madre?
—No ha venido.
—¡No me digas! ¡Has venido tú sola! ¡Qué niña tan mayor eres ya, Dios mío! — Después llamó al tío Carlos que estaba en casa del vecino. El tío vino con las manos llenas de aceite. Seguramente estaba arreglando algo. El tío Carlos entendía de todo. En el cuarto de baño de casa de Susi también él se encargaba de los grifos y los desagües.
Se puso las manos sucias atrás y dio dos grandes besos a Susi. Su primera pregunta fue también:
—¿Y tu madre?
—Trabajando.
—¿Por qué trabajará tanto esa Rosita? Cuántas veces le he dicho que entre en la cooperativa. ¡Eso no es vida!
—¿Que entre dónde? — preguntó Susi, mientras tío Carlos se lavaba las manos en el grifo de la cocina.
—En la cooperativa, chiquilla. Ganaría menos, pero podría estar en casa por las tardes.
Susi no tenía ni idea de lo que era una cooperativa. Pero no se atrevió a seguir preguntando porque no había venido por eso: no le importaba cómo se llamase donde su madre debería entrar. Había venido por otra cosa que sería bien difícil de obtener.
Tía Elisa ya le había puesto la comida, aunque Susi no tenía tiempo para comer. Debía volver enseguida y, además, no tenía hambre. Era terrible que en todas partes quisieran darle de comer.
Pese a su oposición, tuvo que comerse un plato de sopa. Conocía a tía Elisa. En eso también se parecía a su madre. Cuando vio que no había más remedio, se lo tragó todo rápidamente.
Tío Carlos le acarició el pelo.
—Si puedes venir ya sola, ven más a menudo. Te haré algo, ¿quieres?
Susi le sonrió. Ese «algo» sería, seguramente, algún artefacto raro. Una vez ya le había hecho uno. Había que empujar una rueda y ésta empezaba a dar vueltas y a hacer un soniquete. Su madre Preguntó qué era aquello. El tío se encogió de hombros y contestó:
—Ya lo ves...
La madre no sólo lo veía, sino que también lo oía. Y no le gustaba oírlo. Lo escondió en alguna parte.
En realidad, no vendría mal un cachivache parecido. Se lo podría llevar al lavadero. Pero eso, en aquel momento, no tenía importancia.
Susi comenzó a hablar rápidamente ya que tía Elisa se estaba inclinando de nuevo, sospechosamente, sobre una cazuela.
—Dígame, por favor -preguntó al tío Carlos-, ¿dónde está mi papá? Le miraba con angustia y ya se preparaba para que el tío eludiera de alguna manera la respuesta. Quizá la reprendiera por interesarse por su padre. Posiblemente tendría que comerse otro plato de sopa.
Pero el tío contestó sin más preámbulos:
—Creo que está en Alemania occidental. ¿No lo sabe tu madre?
Susi negó con la cabeza y añadió:
—Y no le gusta que se lo pregunte.
Tío Carlos se quedó pensativo durante un buen rato, sin decir nada.
Susi ya pensaba que se había quedado mudo, pero después dijo:
—Pues, entonces, no lo preguntes. ¡Pero te diré algo! El hermano de tu padre seguramente lo sabrá. No sé dónde vive, pero sí que es camarero en un restaurante de Buda. En «El Tilo». El otro día me lo encontré por casualidad.
De nuevo se quedó mirando a Susi durante un buen rato y, después, como si se le hubiese ocurrido de repente, le dijo:
—¿Sabes una cosa? Me iré contigo. Espera que me ponga otra camisa.
Susi se lanzó al cuello del tío, le besó repetidas veces y le explicó que en aquel momento no podía ir. La señora Ovillo la había mandado a comprar cigarrillos. Si se iban a «El Tilo», volvería tan tarde que no podría justificar la tardanza ni aunque pretendiese decir que había comprado cada cigarrillo en un estanco diferente. Así pues, quedaron en que volvería a la semana siguiente. Procuraría estar allí a las tres y media, porque tío Carlos terminaba a las tres el trabajo en la fábrica. Apretó su nariz contra la cara de tía Elisa y salió a toda velocidad.
Sólo se acordó de los cigarrillos en el momento en que la señora Ovillo abrió la puerta. Ésta se echó a reír al oír los balbuceos asustados de Susi. Ni siquiera preguntó dónde había estado y prometió no decir nada a la madre.
Capítulo 8
LA NIEVE cayó inesperadamente. La semana anterior, la madre ya había ordenado a Susi que después del colegio, cuando hubiese comprado el pan, la mantequilla, la leche y las cinco latas de paté, se pusiese el abrigo rojo para ir a buscarla a casa de los Pitter. El abrigo rojo, aunque era asqueroso, por lo menos era ligero. Y ahora tenía que ponerse ya el abrigo de invierno.
Pues... ¡prefería el rojo! Susi sentía auténtico pánico por su abrigo de invierno. Ya era incómodo el año anterior porque le pesaba demasiado y no se podía mover. Cuando levantaba un brazo, sentía como si el abrigo le dijese:
«Eh, eh. ¡Con menos violencia!»
Aquel año, además, se le había quedado pequeño y casi no se podía mover con él. Sólo se podía usar en posición de firmes.
Cuando se lo puso por primera vez, a principios de la semana, se acordó de la visita al museo de Historia Militar. Junto con Soki, se había parado largamente a contemplar un caballero acorazado de pies a cabeza que se encontraba de pie en un rincón y en una postura terriblemente incómoda. Soki, naturalmente, se entusiasmó de lo maravillosa que era la coraza. Pero Susi sintió pena por el caballero. ¿Qué haría cuando, por ejemplo, le picase el omóplato derecho?
A Susi siempre le picaba el omóplato derecho con el abrigo de invierno. También aquella mañana, cuando salió por la puerta para ir al colegio. Al parecer, Karcsú había notado también algo raro y le gritó desde el primer piso:
—¿Por qué pones esa cara tan horrible?
—¡Porque sí! — le contestó Susi, también gritando. Y eso debió tranquilizar a Karcsú por completo, puesto que continuó:
—¡Espera, quiero hablar contigo!
Susi bajó saltando hasta el comienzo de la escalera para reunirse con Karcsú. No quería esperar al chico delante de su puerta para que su madre no pudiese oír lo que le decía. Su madre no iba a casa de la señora Ovillo hasta las ocho.
—¡Es un rollo! — empezó Karcsú-. Mi madre se ha empeñado. ¿Qué puedo hacer? — se encogió de hombros.
Susi esperaba pacientemente que se le pasase la furia a Karcsú y que le revelase, por fin, de qué se trataba.
—El sábado será mi cumpleaños. Mejor dicho, el viernes. Da igual. Daremos una fiesta el sábado. Habrá tarta y chocolate. A las cuatro. Avisaré también a los otros.
Susi asintió con alegría. Aunque estuviese muy a gusto en casa de la señora Ovillo, era ya demasiado. Iba siendo hora de que Karcsú organizase una fiesta de cumpleaños. Su madre seguramente le dejaría que fuese...
Sí. La madre le permitió ir. Es más, a Susi le pareció que incluso se alegraba. No puso dificultades como en otras ocasiones y enseguida dijo que sí. Añadió:
—La señora Karcsú es una mujer inteligente.
Su única condición fue que Susi se pusiese el vestido azul (con lo que Susi estaba totalmente de acuerdo ya que el vestido azul era muy bonito) y, ¡además!, una cinta blanca en el pelo.
¡Una cinta! ¡Cómo se reiría Karcsú!
En un principio pensaba discutir, pero después se le ocurrió algo mejor. La madre le pondría la cinta y ella se la quitaría en la escalera. No estaba bien engañar a su madre, pero ¿qué otra cosa podía hacer? La madre nunca entendería que no podía presentarse ante Karcsú con una cinta en el pelo.
Aquel día, la madre volvió antes, excepcionalmente, para seguir cosiendo en casa. Compraron una caja de chocolate por quince florines. Susi apretó contra el abrigo de invierno la caja envuelta en papel de seda y subió al primer piso. Antes de tocar el timbre, se quitó la cinta de un tirón.
Se oían gritos. Después abrieron la puerta... Karcsú le sonreía.
Susi lo contempló desconcertada. En la puerta había un Karcsú totalmente distinto. Llevaba chaqueta azul marino y pantalones largos. Sus cabellos que hasta entonces se erizaban, aparecían cuidadosamente cepillados. Susi observó que seguramente los habrían cepillado hacia un lado con agua, ya que los mechones se le habían secado pegados a la frente.
Lo miró con espanto. ¡Un Karcsú desconocido!
Por suerte, empezó a hablar y Susi se tranquilizo enseguida. Dijo:
—También está aquí el asqueroso de mi primo.
Se llama Pityu.
Susi entregó, sin decir palabra, el chocolate al niño.
Karcsú lo cogió y añadió con alegría:
—Estas cajas me gustan mucho. Me sirven para guardar las barajas.
Le ayudó a quitarse el abrigo y después la condujo al cuarto.
—¿No vamos a tu habitación?
—¡Qué va! En mi cuarto no cabría toda esta tropa.
Antes de entrar, le murmuró al oído:
—¡Lástima que haya tantos mayores!
En el primer cuarto, el más grande, sólo había niños. No muchos, solamente tres y todos chicos. Susi no conocía a ninguno, pero los miró amablemente. Le parecieron especialmente simpáticos los dos chicos que estaban sentados en la alfombra. Se encontraban a una distancia como de un metro el uno del otro y cada uno sostenía en su oído el auricular de un teléfono blanco de juguete. Los dos aparatos estaban unidos por un cable, y, al marcar, hasta sonaba el timbre. Pero ellos apenas marcaban. Se gritaban mutuamente por los auriculares.
—¡Ha venido una chica! — gritaba uno.
—¿Cómo es? — chillaba el otro.
—No la veo bien -contestó el primero-. Casi no sobresale del suelo.
Karcsú le tiró la caja de chocolate a la cabeza.
Susi seguía parada allí y sonreía viendo cómo los tres chicos y los dos aparatos de teléfono se mezclaban en un enorme revoltijo sobre la alfombra.
La madre de Karcsú salió del otro cuarto. Miró a los chicos y dijo:
—¿Qué hacéis ahora? ¡A ver si tomáis ejemplo de Pityu!
Pityu, de quien hubieran tenido que tomar ejemplo, estaba sentado sobre el brazo de un sillón hurgándose las narices. Cuando su tía le honró de tal manera, empezó a sacudir los pies y... ¡crac! El brazo del sillón se rompió y Pityu cayó al suelo.
A Karcsú le dio tanta risa que se tiró de espaldas en la alfombra, pataleando alegremente.
—Peeedro -dijo la señora Karcsú pacientemente. Pero ya no se preocupaba mucho de los chicos. Miraba a Susi.
—Aquí está la primera niña -dijo con alegría y, cogiéndola de la mano, la condujo a la otra habitación.
—Ésta es la pequeña Susi -dijo presentándola al padre de Karcsú-. ¿Sabes, cariño? La hija de la costurera de la planta baja.
Susi sonreía tímidamente. Ella ya conocía al padre de Pedro. Lo había visto a veces, por las mañanas, cuando salía de prisa por el portal con una cartera negra en la mano y se metía en un gran coche negro. No miraba nunca a ningún lado, así que no era extraño que no se hubiese fijado en Susi, que sólo le llegaba a la cintura.
Ahora le estrechó la mano. La mano de Susi se perdió totalmente en la del señor Karcsú.
Una señora gordinflona le acarició la cara y le preguntó que cómo estaba. No tuvo que contestar ya que un señor le tocó el pelo y le preguntó otra cosa. Ella no lo entendió. Pero Karcsú apareció a su lado y, sin decir palabra, se la llevó al otro cuarto.
—Son horrorosos, ¿no? — preguntó.
—¿Quiénes? — respondió Susi sobresaltada.
Karcsú apuntaba con la cabeza hacia el otro cuarto.
—Mi madre habló mucho, ¿verdad?
Susi protestaba.
—Apuesto a que mi madre te dio palmaditas en la espalda diciéndote: «correcto». Si le gusta algo, siempre dice eso -añadió haciendo un ademán-: ¡No vale la pena hablar de ello!
Susi no ganaba para sorpresas con Karcsú. ¿Qué le pasaba con sus padres, siendo su padre tan guapo, alto y simpático y su madre tan joven y agradable? Sonó el timbre y Karcsú salió balanceándose al recibidor.
Llegó Soki con Eta.
Soki traía una caja de bombones y Eta un crisantemo ya un poco mustio.
—¡Qué asco! — dijo Karcsú, cogiendo la flor. Le dio a Eta un golpe en la espalda y continuó amigablemente:
—No importa. ¿Dónde está escrito que todas las flores han de ser bonitas? Unas son bonitas y otras asquerosas, ¿no?
Los dos asintieron con la cabeza. También asintió Susi, que los miraba desde la puerta del cuarto. ¡Ciertamente este Pedro era un chico muy listo!
Llevó la flor a la cocina y la metió en una cacerola roja.
Eta se quitaba el abrigo de mangas deshilachadas. Susi pestañeaba expectante. Todavía nadie había visto a Eta con otra ropa que no fuera el abrigo deshilachado. Tal vez su vestido fuese mejor.
Llevaba un vestido de franela con dibujos negros y con el dobladillo descosido por delante. Unas gruesas medias marrones, sujetas con una goma por encima de las rodillas. Entre las medias y en el vestido se veía de cuando en cuando su carne violácea. Desde luego, se notaba que se había arreglado para la fiesta, porque se había puesto una cinta verde en el pelo. Una cinta verde idéntica a las que adornan las cajas de bombones. A Susi le gustó la cinta. Si su madre le hubiese puesto una cinta verde en el pelo, en vez de la blanca, seguramente no se la hubiera quitado en el pasillo.
—¿Y Kati? — preguntó Karcsú.
Eta permanecía allí, en el recibidor, con los hombros echados hacia atrás y la cabeza un poco hacia adelante. Muda. Soki se encogió de hombros con malevolencia. Susi gritó a través de la abertura de la puerta:
—¡Ya vendrá! ¡Lo prometió!
Los recién llegados entraron.
La madre de Karcsú acudió a saludarlos. A Soki lo conocía desde hacía mucho tiempo. A Soki lo conocían todos en el barrio. Hasta el barrendero; que una vez lo amenazó con encerrarlo en el cuarto oscuro si tiraba por el suelo los papelitos de bombones. Esto, por supuesto, habría sido un error, ya que Soki coleccionaba apasionadamente esos papelitos. La madre de Karcsú cogió a Soki del brazo en señal de bienvenida. Después, se quedó sorprendida con la mano levantada y los ojos fijos en Eta.
—¿Y tú? — preguntó.
—Se llama Eta -contestó Pedro a su madre.
—¿Sois compañeros de clase? — preguntó entonces la señora a Soki.
—No -respondió el chico.
—¿A qué colegio vas? — preguntó la señora Karcsú directamente a Eta.
Eta bajó la cabeza y no contestó.
—¿Dónde vives? — continuó la señora con el interrogatorio.
Eta contemplaba, con la cabeza inclinada hacia un lado, los zapatos de la señora Karcsú. ¡Llevaba unos zapatos tan bonitos! Negros, de charol y con tacón alto.
Por otra parte, aquel día no se podía objetar nada en contra de los zapatos de Eta: había pasado el trozo de cuerda por cada uno de los agujeros y lo había atado.
Karcsú cortó la conversación: cogió un teléfono de la alfombra y se lo dio a Eta.
—Mira lo que me han regalado por mi cumpleaños. Se puede hablar por él. — Eta apretaba, con sus manos grandes y rojas, el aparato blanco.
La señora Karcsú se fue con los mayores. Susi la seguía con la mirada. Vio que primero susurraba algo al señor Karcsú y después a la señora gordinflona. La señora gordinflona se levantó enseguida del sofá, donde estaba pegada como una enorme mancha de tinta, y contempló a Eta desde la puerta.
También Eta se dio cuenta de que la estaban observando. Karcsú dio saltos a su alrededor, le dio empujoncitos, la arrastró hacia la alfombra... Pero Eta se quedó tan rígida como si tuviera el cuerpo de madera.
Estaba allí: parada, sola y sin comunicarse con nadie. Pityu volvió a sentarse en el brazo del sillón: Parecía ser su amigo. Los dos chicos desconocidos se peleaban en la alfombra, totalmente enredados. Karcsú correteaba por toda la habitación: él estaba en todo. Soki y Susi se inclinaban sobre un juego de mesa: a ellos los unía el cartón multicolor. Eta estaba allí con sus zapatos con cuerdas y su cinta verde.
Susi la miró y se le encogió el corazón.
A uno de los chicos se le rompieron los pantalones y empezó a berrear.
Karcsú corrió, ya por segunda vez, nervioso a la puerta, gritando: «Han llamado al timbre, ¿no lo habéis oído?»
Soki sacudió el hombro de Susi:
—Te toca a ti. ¿No oyes?
Susi no se preocupaba en absoluto del tonto de Soki. Se bajó de la silla donde estaba arrodillada y se fue al lado de Eta.
—Mira -le murmuró-, mi mamá tiene un saco de retales. Dentro hay muchísimas telas. Hay un trozo de crep de chiné azul y un trozo grande de seda amarilla. Te coseremos un vestido, ¿quieres?
Eta miraba a Susi con expresión vacía.
—¡Podemos ponerle en el bajo un volante!
En los ojos de Eta se despertaba una débil sonrisa.
—Tendrá también cuello -la animaba Susi.
La cara de Eta empezaba a colorearse.
—Y le pondremos un cinturón...
Eta repitió:
—...Le pondremos un cinturón.
Karcsú casi las tira.
—¡Ha sonado el timbre! — bramaba. Y se lanzó por el recibidor. No habían llamado al timbre.
La señora Karcsú empezó a poner la mesa. Eta la observaba con gran interés. A los otros no les interesaba demasiado el asunto. Excepto a Pedrito, que se opuso con gran ardor:
—Todavía no podemos comer. ¡No están aquí todos!
—Sólo voy a poner la mesa -contesto su madre tranquilizándole.
Por fin, llamaron realmente al timbre. Karcsú estaba ya imposible. Hasta quiso pelearse con Soki, cosa que rayaba en lo absurdo, ya que Soki jamás se peleaba. Cuando veía demasiado cerca el lío, sonreía y se iba de allí. También entonces se replegó, prudentemente, al otro cuarto, al de los mayores. Pedro no pudo hacer otra cosa que enseñarle los dientes y gritarle:
—¡Tonto!
—Pero hijo -le reprendió su madre-, ¿cómo hablas así a tus visitas?
¡Visita! ¡Soki una visita! ¡Había que partirse de risa! Por suerte sonó el timbre. Llegó Kati con su graciosa boina. Traía una tableta de chocolate para Karcsú.
—¡No hagas bobadas! — dijo Pedro al coger el regalo. Lo sujetaba en la mano como si no tuviera la más remota idea de lo que podía hacerse con una tableta de chocolate.
Kati se quitó el abrigo. Llevaba un precioso vestido de cuadros. Se paró delante de los chicos desconocidos y les preguntó:
—Vosotros, ¿quiénes sois?
—Mis compañeros de clase -contestó Karcsú, ya que los chicos no dejaban de soltar risitas.
Después, se dirigió a Pedro:
—¿Y tu mamá?
Está en el otro cuarto.
—Voy a saludarla...
—No hace falta.
Kati se desentendió de Karcsú y se fue, con paso firme, al otro cuarto donde se presentó a todos, uno por uno. Con el padre de Karcsú, incluso llegó a bromear:
—¡Huy, qué alto es usted!
Karcsú estaba en la puerta perplejo. Sólo se alivió cuando Kati volvió al cuarto de los niños.
La merienda transcurrió sin ningún desorden. Kati se levantaba a cada momento para ayudar a la señora Karcsú a traer el chocolate, repartir nata batida y retirar las tazas vacías.
Cuando trajeron la tarta con once velitas, entraron también los mayores. El señor Karcsú encendió las velas, y Pedro tenía que soplarlas. Pedro se puso rojo y no las quería apagar.
—¡No hagas más el tonto! Sóplalas y se acabó -dijo Kati.
Karcsú sopló con tanta fuerza que todas las servilletas de papel volaron y cayeron al suelo.
Eta repitió tarta tres veces. Y se comió también uno de los trocitos de cartón que sujetaban las velitas. Los dos chicos desconocidos, cuando lo descubrieron, se echaron a reír. Susi afirmó rápidamente que a veces esas cosas se comían. En la tarta de Maruja Pitter, por ejemplo, los sujetavelas eran de mazapán.
La tarta de chocolate estaba muy buena. Pero Susi no pudo comer mucho. Y eso que le encantaba.
—No vas a crecer -dijo, para animarla, la señora Karcsú. Peor aún. Susi comía menos cuantas más cosas le decían.
Quitaron la mesa. Kati ayudaba tan afanosamente que a todos, excepto a Pedro, les caía un poco mal que lo hiciese. Después, la señora Karcsú se colocó en el centro del cuarto y les dijo solemnemente:
—¡Ahora continuad jugando! — y regresó con los mayores.
De repente se quedaron en silencio. La invitación había paralizado a todos.
Susi sintió exactamente lo mismo que en aquella excursión de otoño al Valle Fresco, cuando la señora Magdi dijo: «¡Ahora podéis gritar todos tan fuerte como queráis! Aquí está permitido». Nadie abrió la boca. Ni siquiera como solían hacer en el recreo, cuando no estaba permitido.
Karcsú fue el primero en recuperarse.
—¡Bajémonos al lavadero! — dijo. Y todos estuvieron de acuerdo en que era lo más razonable que podían hacer.
El lavadero estaba ya oscuro y terriblemente frío. Susi se agachó porque estaba helada, Kati gimoteaba, los chicos se daban golpes en la espalda mutuamente y Pityu se hurgaba las narices. Eta se acurrucó junto a Susi con la cabeza en su espalda y Susi empezó a sentir el calor de su aliento. Los dos chicos desconocidos gritaban que eso era una tontería y que volvieran al piso.
Karcsú, sin decir palabra, les dio un puñetazo a cada uno.
Apareció la madre de Karcsú. Entonces sí que parecía verdaderamente furiosa:
—¿Habéis perdido el juicio? — preguntaba con voz reprimida cuando se presentó en la puerta del lavadero-. ¡Subid ahora mismo!
A Pedro casi le dio una bofetada. Pero él era más ágil y se inclinó rápidamente, esquivando el peligro.
Los dos chicos desconocidos salieron corriendo enseguida. Los otros abandonaron el lavadero arrastrando los pies. Soki, para alargar el tiempo, se puso a mover un tronco de sitio. La señora Karcsú los estaba observando desde fuera. Su cara expresaba un total desconcierto. ¿Qué diablos querrían hacer los niños en aquel agujero frío, sucio y oscuro, cuando arriba había calor, luz, juguetes, tarta de chocolate...?
Subieron malhumorados por las escaleras. Karcsú subió tres escalones de una vez, no por ánimo sino por costumbre. De repente se detuvo, apoyándose en la pared, y dijo:
—En primavera.
Todos lo miraron a la vez.
Los dos chicos desconocidos estaban arriba desde hacía ya tiempo. Desde allí gritaban:
—¿Qué pasa? ¿Por qué no venís ya?
Y ellos se lanzaron hacia arriba gritando y riendo a carcajadas.
La señora Mariska, la portera, abrió la puerta y sacó la cabeza. Murmuró para sí, con mal humor:
—¡Estos chicos están como locos!
Capítulo 9
SUSI debatió durante media hora con su madre por la mañana: no iría a buscarla a casa de los Fehér, tenía muchos deberes y le gustaría hacerlos en casa. Además, no tenía ni idea de quiénes eran esos Fehér.
—Me los ha recomendado la doctora -contestó la madre-. ¡Y si la doctora recomienda a alguien, será buena gente!
También le contó la madre que la señora Fehér era muy amable y que enseguida le había querido preparar un café cuando estuvo allí, en su casa, para acordar los días que iría al trabajo. Naturalmente, ella no lo había aceptado para que la señora no tuviera que molestarse por su causa. Tenían dos niños pequeños. Posiblemente fueran gemelos, ya que se parecían muchísimo, aunque también podía ser que se diferenciaran un año. Tendrían unos cuatro o cinco años.
A Susi no le importaban los gemelos en absoluto. ¡Ojalá pudiera conseguir, con sus ruegos, que su madre le dejase la llave!
—No me gusta que te quedes sola en casa -dijo la madre-. No sé lo que haces.
—Haré los deberes...
—Y ¿si dejas entrar a alguien? Pueden robarnos, puede pasarte algo...
La madre daba vueltas, nerviosa, por la cocina.
—¡Temo tanto por ti! — confesó-. Yo no tengo a nadie más que a ti.
Susi atacó, entonces, apasionadamente:
—Pues, ¿te quedarás en casa el sábado por la tarde?
—Pero niña -contestó la madre-, sabes que este sábado ya he quedado con los señores Fehér. No los puedo defraudar. Es un sitio nuevo, ¿qué pensarían de mí?
Susi empezó a reclamar la tarde con tanto anhelo que, por fin, la madre cedió y le dio la lleve del piso. Le dijo tres veces que comiese paté y que, por la noche, ella le haría comida caliente. Hasta le enseñó la lata de paté en el armario. ¡Como si Susi no supiera dónde estaba! Desde que tenía uso de razón, siempre había en casa latas de paté, y siempre estaban colocadas en el mismo sitio.
Susi le prometió que no se iría a ningún sitio.
Casi habían llegado ya a un acuerdo, cuando de repente a la madre se le ocurrió decir:
—¡Puede explotar el gas cuando lo enciendas!
—No lo encenderé.
—Entonces, tendrás frío.
—No me quitaré el abrigo.
La madre se echó atrás de nuevo. Explicó que los señores Fehér tenían una casa muy bonita; pero, al ver que eso tampoco conmovía a Susi, por fin, decidió:
—Encenderé el fuego en la habitación.
Susi saltó al cuello de la madre.
—¿De veras? — dijo besándola-. ¿En la pequeña estufa blanca...?
La madre abrazó a Susi, pero no comprendía qué la ponía tan feliz. ¿El que encendiera el fuego? Nunca había notado, en las casas de los Pitter o de los doctores, que Susi se hubiera alegrado por el calor...
Cuando Susi llegó del colegio, Cleofás estaba sentado sobre la cama como sobre un trono. Naturalmente, para que no se quemase con la estufa que todavía estaba encendida...
Susi tiró la cartera y el abrigo; colocó una silla al lado de la bonita estufa blanca y se sentó. Decidió quedarse aún un rato en casa. ¡Era tan agradable! La cartera se abrió y salieron el estuche de lápices y buena parte de los cuadernos que se desparramaron por toda la mesa. Casi no se veía el tapete de ganchillo. El abrigo colgaba de una silla y rozaba el suelo. En el cuarto, siempre tan frío y tan ordenado, reinaba el desorden.
Susi acercó otra silla al lado de la estufa y puso los pies encima. ¡Si su madre la viera!
Para proteger las sillas les había cosido unas fundas de flores. Pero también estaba pendiente de las fundas. Ni siquiera dejaba a Susi arrodillarse encima.
Frunció la frente al concentrarse con energía en lo de las fundas protectoras. En realidad, ¿de quién protegía su madre los muebles? ¿De sí mismos?
En cualquier caso, si alguna vez tuviera ella una casa, jamás pondría fundas a nada.
Sonrió a Cleofás y se puso de pie. Era muy agradable estar en casa, pero tenía cosas importantes que hacer. Lamentablemente tenía que irse. Ya se ponía el abrigo, cuando llamaron a la puerta de la cocina. Allí estaba Eta.
—¿Lo cosemos? — preguntó al entrar en la cocina.
Susi se quedó muy preocupada. ¿Qué podía hacer? Decidió que el vestido de Eta era lo más importante, ya que, si había otra fiesta de cumpleaños en casa de Karcsú, ¿cómo iba a ir la pobre?
Eta se quedó arrobada con la pequeña estufa blanca. Enseguida se sentó en el sitio de Susi. Ni siquiera se quitó el abrigo.
Susi insistía, inútilmente, en que se lo quitase. Eta no se desprendió del abrigo de mangas deshilachadas.
Lo de coser el vestido, parecía tarea fácil. Susi sacó el saco de la parte baja del armario y lo volcó en el suelo. Eta se arrodilló también al lado del montón de retales dando gritos de entusiasmo a cada momento. La que más le gustaba era una tela blanda y oscura. La apretó contra su cara y ya no la soltó. La tocaba, la acariciaba, se hundía en ella. Susi se la regaló.
La seda amarilla resultó ser más pequeña de lo que Susi recordaba. Por otra parte, el crep de chiné azul no estaba en un solo trazo, sino en tres. ¿Cómo se podría hacer con ellos un vestido?
Susi colocó cada uno de los trozos sobre el abrigo de Eta. Pero ninguno era suficiente para un delantero, ni para una manga, ni para la espalda.
Realmente, ¡qué difícil era la profesión de su madre!
Susi suspiraba, sufría. Sacó del cajón de la máquina una aguja e hilo y, por fin, cosió, con las telas amarillas y azules, una bufanda para Eta. Se la podría poner encima del vestido de franela y quedaría muy elegante. La idea también gustó Eta y, más aún, el que Susi cosiera los trozos con hilo negro. Las enormes puntadas negras de Susi quedaban muy bien sobre la seda amarilla.
El tiempo pasó tan rápido que Susi dejó todo allí Como, de todas maneras, volvería a casa antes que su madre, recogería entonces los trapos desparramados.
Eta se separó con pena de la estufa. Le hubiera gustado quedarse más tiempo allí. Pero Susi le explicó que debía marcharse a casa de tía Elisa.
—¡Ah! — dijo Eta. Y salió del piso chancleteando. Susi creía que se iría con ella o que, por lo menos, la acompañaría un rato. Pero Eta se quedó en el portal, metida en el rincón, entre la parte cerrada del portal y la pared, y comunicó satisfecha:
—Aquí se está muy bien...
—Bueno. Entonces, adiós -dijo Susi. Y empezó a correr.
Cuando se sentó en un taburete, en casa del tío Carlos, notó que su corazón se cambiaba de sitio. Parecía que le palpitaba en alguna parte de la boca, debajo de su lengua, con enormes golpes sordos.
—¿Por qué tenías que correr tanto? — preguntó tía Elisa en tono de reproche. Antes de que Susi hubiera podido contestar cualquier cosa, continuó-: Sólo tengo un poco de pasta con repollo, ¿la caliento?
Susi negó con la cabeza, sin decir palabra, y se acordó de la lata de paté. Cuando llegase a casa no debía olvidarse de enterrar en alguna parte el paté. Si no, la madre la regañaría por no haber comido nada. ¿Qué podía hacer, si no tenía hambre? Por la noche, cuando la madre volviera a casa, encendería la cocina de gas y empezaría a guisar. Doraría la cebolla... ¡la cebolla dorada tenía tan buen olor! La ventana de la cocina se llenaría de vaho; Susi pondría la mesa para las dos en la cocina. La madre cortaría el pan, ya que a ella siempre se le desviaba el cuchillo y sólo podía cortar unos pedazos enormes y feísimos. Después se sentarían a comer... Y, en esas circunstancias, Susi siempre tenía muy buen apetito.
Tío Carlos se puso una camisa blanca y la chaqueta y dijo a tía Elisa:
—Querida, dame veinte florines.
Tía Elisa buscó, un poco enfadada, en la sopera y le dio el dinero.
Susi comprobó, de nuevo, que tía Elisa se parecía mucho a su madre. Ella también le daba dinero siempre que lo necesitaba para algo; pero ponía una cara como si la hubieran ofendido. Y... ¡la sopera! Y eso que su madre no guardaba dinero en ella.
Tío Carlos cogió a Susi de la mano, y bajaron las escaleras.
Antes, su madre también la cogía de la mano, pero ahora lo hacía ya muy raras veces. Si acaso, cuando cruzaban la Avenida. Las manos de su madre estaban siempre ocupadas. Bolso, paquetes, bolsas... O les preparaba la abuela doctora alguna comida; o era la señora Pitter quien proclamaba, ante un trasto viejo y feo: «Rosita, usted puede utilizarlo para algo». Siempre que unos u otros le regalaban alguna cosa horrenda a la madre, ella lo agradecía efusivamente, lo empaquetaba y... después ya no podía coger a Susi de la mano.
En una ocasión, los señores Jockey les regalaron un pez.
A casa de los señores Jockey iban pocas veces porque eran un poco raros, y a su madre no le gustaba la gente rara. Cuando empezaron, hacía ya tiempo, a ir a su casa, la familia se componía de tres miembros: la señora Jockey, el señor Jockey e Irma Jockey, que había terminado sus estudios y trabajaba en una oficina. Después desapareció el señor Jockey y eso entristeció bastante a Susi, y que el señor sabía ladrar de maravilla. Imitaba al perro pequeño, al perro grande, al perro furioso y, algunas veces, hasta aullaba. Pero, eso sí, de maullar no sabía nada. ¡Susi maullaba mucho mejor que él! Un día, cuando la madre fue a su casa para hacer los dobladillos de las cortinas, las recibió un nuevo señor Jockey. Y éste no sabía hacer nada. Sólo sentarse en un sillón y leer el periódico. Cuando fueron otra vez, también había desaparecido el nuevo señor Jockey. ¡No se había perdido gran cosa!
Fue la señora Jockey quien les dio el pez. La madre dijo que era de cerámica, pero ni con eso consiguió que Susi sintiera alguna simpatía por él.
El pez brillaba con unos colores amarillentos, parduzcos, verdosos o dorados, que no eran su mayor defecto. Lo peor eran sus ojos, tan grandes y repugnantes que Susi siempre se cuidaba de no mirarlo antes de dormirse.
Y es que la madre lo había puesto en la pared, frente a la cama de Susi. Allí colgaba el pez, justo debajo de un paisaje con nieve que les habían regalado los Pitter. El paisaje con nieve no la preocupaba mucho, pese a que a menudo pensó que por qué tendría la nieve de color rosa, pero, ¡si era de color rosa pues que fuese de color rosa! El pez, al contrario, con la boca abierta, con los ojos como nueces, nadando entre las flores plateadas de la pared, la asustaba. Sentía sus grandes ojos inmóviles fijos en ella. Incluso cuando le dio la vuelta, los seguía sintiendo.
La mano de Susi se acomodó en la del tío Carlos, con tanta fuerza, que podía sentir las callosidades de su índice.
Subieron a un autobús. Con la madre, casi siempre iba en tranvía. Susi disfrutó mucho del viaje en autobús: se sentaron cerca de la puerta y, al llegar a las paradas, intentaba acertar cuándo se cerraría de golpe la puerta. «Ahora», se decía a sí misma, alegrándose cuando acertaba.
Le dio pena tener que bajar.
Durante un rato, caminaron por una calle silenciosa y pequeña, cubierta de nieve. Los rodeaba un silencio blando y blanco, tan grande, que, cuando tío Carlos empezó a hablar, parecía que estaba gritando. Y no gritó. Sólo preguntó:
—¿Por qué quieres escribir a tu padre?
Susi contempló, durante un tiempo, que era curioso que a cada paso que daba se le subieran algunos copos de nieve a la punta de los zapatos. Después contestó lentamente:
—No lo sé..., sólo que me gustaría recibir carta suya...
—¿Te gusta recibir cartas?
—Todavía no he recibido ninguna.
—¿Quieres que te escriba yo?
—No, gracias... Me gustaría recibir carta de mi papá.
Susi seguía observando los copos de nieve que removía con sus zapatos. Miraba al suelo mientras preguntaba:
—¿Lo conocía usted, tío Carlos?
—Lo conocí. No mucho, pero lo conocí. ¿Quieres que te hable de él?
—¡No! — la protesta de Susi fue tan firme que el tío Carlos se paró.
—¿Por qué no?
—Porque ya me escribirá...
—Pero puedo contarte cómo era.
—Una vez, hablaron mi madre y tía Elisa de él. Creyeron que yo era demasiado pequeña para entenderlo. Pero lo entendí. Hablaron mal de él.
—¿No te fías de mí?
—Sí, pero...
—Pero ¿qué?
Pero no era el papá de tío Carlos.
Susi se sorprendió cuando, después de un buen rato de silencio, tío Carlos le dijo:
—Tendrías que venir más a menudo para que charláramos.
Llegaron ante un restaurante. Por lo visto era ése el que buscaban, porque el tío Carlos se paró delante con absoluta seguridad. Susi se dio cuenta enseguida de que había un acuario en la entrada. Tenía casi una docena de peces de color verde grisáceo. Susi apartó la vista de ellos. Antes le gustaba pararse delante de los acuarios, pero, desde que el pez de los Jockey colgaba en su pared, le repugnaban.
Entró en el restaurante detrás de tío Carlos.
El tío le dijo que esperase en la puerta mientras él preguntaba, y se dirigió hacia el bar. Se apoyó en la húmeda barra y preguntó algo a un hombre con delantal.
Además de la larga barra, en la estancia había solamente dos mesas y, en el rincón, justo al lado de la puerta, una cabina de teléfonos. Con cuello de piel, en la cabina había una mujer colgada del teléfono. Algunas veces se movía el cuello como si allí dentro soplara viento.
Volvió el tío Carlos y la cogió de nuevo de la mano.
—Está aquí -murmuró-, ven. Sentémonos.
Atravesaron la sala y llegaron a otra. Ésta era mucho más agradable. Había mesas con manteles, con comensales en alguna de ellas, y las paredes estaban cubiertas de cuadros.
Susi contempló las pinturas con agrado.
Una cubría toda la pared: entre las cepas de una viña se inclinaban mujeres jóvenes con pañuelo en la cabeza y con las caras sonrosadas. Había también un perrito negro. Era un perrito muy rico, pero el pobre debía de ser cojo. Susi contó cinco veces: tenía tres patas. Estaba a punto de decírselo a tío Carlos cuando él la tocó en el brazo.
—Aquí viene José -dijo-, se parece mucho a tu padre.
Se acercó un camarero de chaqueta blanca con unos pasos muy extraños. Al caminar colocaba toda la planta del pie en el suelo. Estaba bastante calvo. Tenía grandes entradas en la frente y, entre sus escasos cabellos, aparecía el cráneo rosado.
Susi pensó en la fotografía de su padre, con el joven de abundante cabellera, y miró con aversión la cara del camarero.
—¡Hola! — dijo a tío Carlos. Y después miró a Susi.
Se quedó un poco inclinado al lado de la mesa.
Tío Carlos insistió, en vano, en que se sentase. No quería.
—Estoy de servicio, ¿sabes?, y no se puede.
El tío Carlos señaló entonces a Susi:
—¿Sabes quién es esta niña? La hija de Imre.
Se quedó mirando a Susi.
—Se parece a él -dijo enseguida, mostrando tras la observación, una sonrisa agria.
«¿Yo me parezco a él y este calvo también?» pensaba indignada Susi. Pero le devolvió la sonrisa agria.
—¿Queréis beber algo? — preguntó el camarero.
Tío Carlos miró a Susi:
—¿Zumo de frambuesa? — preguntó.
Susi asintió con entusiasmo. Le gustaba mucho el color del zumo de frambuesa.
—Para mí, un vaso de vino con soda, José -dijo tío Carlos.
José se retiró. Susi miró sus pies. Decidió intentar imitarle cuando saliesen a la calle.
Tío Carlos encendió, con mucha parsimonia, un cigarrillo. Mientras, Susi observaba las manchas del mantel blanco: la grande, de color amarillo claro. Al lado de ésta, una pequeña, roja y otra parda.
—Especialmente se parecen en los ojos -escuchó la voz de tío Carlos.
«¿En los ojos? ¡Los ojos claros del camarero parecían que estuvieran llenos de lágrimas!» -Susi se quedó pensativa.
—Tu padre es también así de alto, poco más o menos...
«¡No es verdad! A mi padre se le ve mucho más alto en la foto; aunque le hayan retratado sólo de medio cuerpo, se nota. Y lleva un bonito abrigo gris o marrón y no uno así blanco y arrugado...»
—No sé..., acaso tengan algo también en la forma de la boca.
«¡En la boca! ¡Si en la foto, su padre tenía la boca color rosa y la de éste no tenía ni color! ¡Si no hubiera preguntado que si querían beber algo, ni siquiera hubiera podido saber que tenía boca!»
—¿Qué te parece? — preguntó tío Carlos, inclinándose muy cerca de Susi.
—¿Qué?
—Pues tu tío José.
—Nada -contestó.
El camarero volvió con el vino y la frambuesa. Puso también ante Susi un pastelito envuelto en papel de celofán.
—Lamentablemente no hay otro dulce -dijo.
Susi empezó a quitar el celofán.
—¿Y las gracias? — le dijo tío Carlos.
Susi balbuceó un «gracias» y se comió de prisa el pequeño y apergaminado pastel. Sintió alivio cuando lo terminó.
—¿Qué sabes de Imre? — preguntó tío Carlos.
—No mucho. La última vez escribió desde Hamburgo. Hace ya más de un año.
—¿Qué tal le va?
—No se quejaba. Se colocó en lo suyo, y decía que pagaban bastante bien a los camioneros.
Llamaron al camarero desde la mesa de al lado. ¿Qué pasaba con su chuleta a la vienesa? Se disculpó y se marchó, arrastrando los pies.
—Pídale la dirección -susurró Susi. Se había tomado ya el zumo de frambuesa y quería volver a la calle lo antes posible.
Volvió el camarero.
—José, ¿podrías darnos la dirección de Imre?
El camarero se enderezó, ya que se había apoyado sobre la mesa.
—Su dirección... -intentó recordar-; la apunté en alguna parte, pero no sé donde. Miraré en mi agenda, acaso esté allí -dijo. Y los dejó otra vez.
Susi estaba ya impaciente. Daba patadas a las patas de la mesa... se balanceaba en la silla... Casi se cayó hacia atrás, en la chuleta vienesa de la mesa de al lado.
El tío Carlos estaba asombrado: ¡si siempre había sido tan amable y tan apacible esta niña! ¿Qué le habría pasado?
Por fin volvió el camarero. Traía la dirección apuntada sobre una servilleta de papel blanco. Todavía empezó un largo relato: no estaba seguro de que la dirección fuese correcta, porque la carta hacía ya más de un año que la había recibido, y pormenorizó lo que había escrito entonces y lo que le había contestado él. Tío Carlos pagó mientras tanto. Susi se puso rápidamente el abrigo y empezó a tirar del tío Carlos. ¡Que se fuesen ya!
El camarero entonces preguntó por la madre de Susi.
¡Claro! ¡Ahora empezaría otra historia sobre su madre!
Ya delante de la barra, el tío Carlos la regañó:
—¡Estate quieta ya! — y se despidió por tercera vez.
Cuando llegaron a la calle silenciosa y llena de nieve, Susi corrió hacia adelante.
Puso rígido el pie y caminó con toda la planta. Después, volvió y, poniéndose delante de tío Carlos, le gritó:
—¡Éste no se parece a mi padre! ¡No se parece en nada!
Lamentablemente, su madre había llegado antes a casa.
No hizo muchas preguntas a Susi. Solamente le dio dos bofetadas por no haberse quedado en casa. Prometió que nunca jamás le volvería a dejar la llave y estuvo toda la noche quejándose del desorden.
Capítulo 10
SU MADRE cumplió lo prometido: no le volvió a dejar la llave. Aunque estuvieran ya en las vacaciones de Navidad, Susi tenía que quedarse todo el día en los lugares de trabajo de la madre.
En vano le gritaba Karcsú desde el primer piso:
—¡Conozco una pista de trineo estupenda!
Susi no contestó enseguida. Y no porque tuviera duda, sino porque era muy difícil responder a esa propuesta con un: «no».
Karcsú seguía gritando:
—Puedes traer a tu amiga, la de la boina. ¿Cómo se llama?
¡Karcsú estaba loco! ¡No sabía que Kati se llamaba Kati!
—¿En cuál piensas? — preguntó gritando.
—¡En Kati!
—Así que sí que sabes cómo se llama.
Hasta desde la planta baja se podía ver el sonrojo de Karcsú.
Susi dejó al chico. No valía la pena hablar más del asunto. Ella tenía que irse con la madre a casa de los doctores, y Kati se iría a Vesprem, con su abuela y su hermanita. Se lo contó el día antes de las vacaciones. Hasta preguntó a Susi si creía que su hermanita se alegraría si le llevaba la margarita como regalo.
Susi se quedó preocupada. ¿Qué iban a poner entonces en el lavadero? Pero Kati la tranquilizó: comprarían también el nomeolvides de la tienda de flores artificiales, y así el lavadero no se quedaría sin flor- También dijo apresuradamente que por el dinero no había que preocuparse, ya que su mamá siempre le daba cuando iba a verla a la tienda.
El timbre anunció el final del recreo. La señora Magdi explicó matemáticas y sacó a Susi a la pizarra. Soki le sopló con tanta fuerza que casi se cae del banco, pero tampoco le sirvió. Susi era incapaz de resolver la multiplicación que le había puesto.
—Estás cayendo -dijo preocupada la profesora.
Susi se acordó de una lectura: trataba sobre un soldado anónimo de la Guerra de la Independencia que, al recibir un impacto de bala, cayó hacia atrás en el campo de batalla. Hasta había un dibujo a su lado: el soldado estaba apoyado sobre una rodilla y caía hacia atrás. De su corazón brotaba un hilo de sangre. Susi estaba sobre la tarima, sosteniendo con una mano el trapo de limpiar la pizarra y con la otra, la tiza. Le parecía que de su corazón brotaba un hilo de sangre.
El abatimiento sólo le duró hasta que llegó a su pupitre. Se sentó y ya no prestó ninguna atención a la señorita Magdi. Estaba despistada por lo de la dirección de su padre. Tendría que hablar con Kati Para que le dijera lo que debía escribir y cómo hacerlo. Kati había telefoneado ya varias veces. También dijo que hasta había puesto un telegrama.
Seguramente podría darle algún consejo.
Ya quería habérselo comentado en el recreo, pero lo olvidó por culpa del nomeolvides. Estaba esperando ansiosa a que tocara de nuevo el timbre del recreo.
Kati quería peinarse antes, pero Susi no la dejó. Se la llevó a la sala vacía de física.
Los de cuarto no podían ir nunca a la sala de física, ya que la televisión no transmitía ningún programa para ellos. El televisor estaba en un rincón de la sala de física. Todas las clases prorrumpían en gritos de alegría cuando les tocaba ir a ver la televisión. Lamentablemente, las clases de cuarto no estaban incluidas en el programa. Con Soki y Julio Ester decidieron, una vez, escribir al director de la televisión para que pusiera programas para ellos también. Pasar a la sala de física era toda una fiesta.
Susi se sentó en el borde del alto pupitre. Allí, hasta los pupitres los habían hecho más altos que en las otras clases. Kati se sentó a su lado, y Susi empezó:
—¿Qué puede uno escribir a su papá, cuando ni siquiera lo conoce?
Miró a Kati, buscando la impresión que le habría hecho su pregunta. ¿Podría entenderla?
No se defraudó. Kati enseguida supo de qué se trataba. Sólo es a los mayores a quienes hay que explicar las cosas durante horas, contándoles, con pelos y señales, cada detalle para que al fin puedan comprender algo.
Kati hizo como si lo que más le importara en el mundo fuese el televisor del rincón. Lo estuvo mirando durante un buen rato, pese a que no había nada que ver. Cuando no se usaba, lo tapaban con una gastada funda de cuero negro.
Cuando empezó a hablar, dijo algo tremendamente sensato. Susi saltó a su cuello llena de felicidad.
—Mándale una foto.
Susi se acordó de que tenía una fotografía. Estaba colgada en la misma pared que el pez y el paisaje con nieve. Era en color. Ella estaba sentada en un taburete, sosteniendo una pelota de colores. Sí, pero ¿qué podía hacer con el marco dorado? No existía en todo el mundo un sobre donde pudiese caber. Y ¿qué diría su madre si desapareciera la foto de la pared? Además, la foto con la pelota de colores se la hizo cuando tenía seis años. Al matricularla la madre en el colegio, la llevó también al fotógrafo.
—Pero no tengo -contestó Susi entristecida.
La voz de Kati estalló con alegría en la sala:
—¡Hay que hacerte una!
¡Qué chica tan maravillosa era Kati! ¡Para ella todo resultaba la mar de sencillo! Pero... ¿y para Susi? Sobre todo ¿qué habría de hacer para encargarse una foto?
—Iré contigo -prometió Kati-. Conozco un fotógrafo en la Gran Avenida que te hará una foto como la de una actriz.
Dio un salto, se colocó ante Susi y ya estaba demostrándoselo.
—Inclinarás así la cabeza sobre tu mano con una mirada de ensueño. O mejor aún si el pelo cae hacia atrás.
Sacudió su bonita y rubia melena.
—¡Es una pena -añadió- que lleves el pelo corto!
Una chica mayor, con cara de perro, abrió la puerta.
—¿Qué estáis haciendo aquí? ¿No sabéis que durante el recreo no se puede estar en las clases? Y mucho menos en la sala de física.
Se marcharon a toda prisa, porque era una verdad evidente. Pasar el recreo en la sala de física se consideraba una grave falta.
Apresuradamente, acordaron que, cuando terminaran las vacaciones de Navidad y Kati regresara de Vesprem, irían juntas al fotógrafo. Después entraron en el aula, a la última clase, para escuchar los consejos de la señorita Magdi sobre qué se podía regalar a padres o hermanos por Navidad.
SUSI fue a la cocina para ver a la abuela doctora. Se aburría tremendamente con lo que la madre estaba contando sobre los Fehér, recomendados por la doctora. Era asombroso que la madre, habiendo pasado allí sólo tres días, estuviese ya enterada de toda su vida: que los gemelos no eran gemelos, que se llevaban diez meses, que cuando nació uno casi se murió la señora Fehér, que al otro no le podían comprar zapatos porque ahora no había en toda la ciudad zapatos del número veintidós.
La abuela se alegró al verla. Justamente había terminado de fregar y pensaba entrar en el cuarto; pero, cuando Susi llegó, se quedó con ella en la cocina tan a gusto.
Se sentó en el sillón de mimbre, y Susi puso a su lado el pequeño taburete. La abuela le pregunto si no quería comer un bollo. Susi contestó que no y le dio las gracias.
Esto lo sabían las dos de antemano: Susi, que la abuela le ofrecería bollos; la abuela, que Susi no querría porque acababa de comer. Pero los bollos formaban parte de su mundo. Del de las dos. Igual que la casa de la abuela doctora, de la que siempre estaba ella hablando. Entonces también empezó:
—Planté rosales delante de la casa, en el jardín.
Tres rojos, tres blancos y cinco de té. Los rosales de té me los dio el jardinero, pero llegaron a ser más bonitos que los suyos. Cada vez que el jardinero pasaba por allí con su bicicleta, me gritaba: «¡Qué hermosas están sus rosas, señora Taskó!»
«¡Qué extraño, la abuela doctora se llamaba señora Taskó! ¡Nunca lo hubiera pensado!»
—Después de llover, despedían una fragancia tan exquisita que yo abría las ventanas de par en par para que pudiese entrar en el cuarto aquel maravilloso olor. Jamás corté ni una sola. Son más bonitas en la planta. Sólo cuando se marchitaban, quitaba los pétalos, los secaba y los ponía debajo de la ropa interior en el armario.
«Mi madre suele dejar dinero debajo de la ropa interior. Los pétalos de rosas son mejores».
—Los secaba al sol, como a las setas...
Susi la escuchaba con placer. «Ahora vendrá lo de las setas», pensaba. Hacía unos días, la había hablado también sobre las setas. La había escuchado con deleite y, cuando a la vez siguiente hicieron los Pitter estofado de setas, Susi se comió dos platos. La madre no salía de su asombro. ¡Si antes no lo hubiese comido!
En casa de los doctores, jamás hacían setas. El señor no lo permitía. Decía que él ya había lavado los estómagos de unos cuantos enfermos, que casi se habían muerto por envenenamiento de setas, El doctor explicó a Susi que, en esos casos, les metían a los enfermos unos tubos a través de la boca y les echaban un líquido. Pero Susi, a pesar de la explicación, se imaginaba al doctor sacando los estómagos de los enfermos y colocándolos en un cuenco para cepillarlos, enjabonarlos y frotarlos hasta que quedasen limpios.
La abuela insistía en que conocía bien las setas, pero el doctor no le hacía caso. Las setas no podían entrar en aquella casa.
¡Y eso que la abuela sabía todo sobre las setas! Se sentaba en el sillón de mimbre y contaba tantas cosas sobre ellas que parecía poder hablar eternamente del tema. Susi, hasta entonces, pensaba que las setas eran sólo un plato de comida malo, de color marrón, que ponían en casa de los Pitter. ¡Ni hablar! Por ejemplo: la seta que es como un gorro pequeño y oscuro de piel de cordero se llama colmenilla. Y la abuela iba ya a recogerlas al bosque cuando bajo los abetos todavía había nieve. Después, cuando el tiempo era bueno, se colgaba al brazo su cesta de mimbre y se iba al bosque de acacias a recoger setas comunes. Éstas son de color marrón claro. Es una especie pequeña y muy abundante. Lo mejor era hacer con ellas una sopa. Su sabor y fragancia son como los del primer día de primavera.
Después, el champiñón de campo. Con su sombrero gris plateado que, cuando envejece, se llena de unas venas oscuras, como la cara de las ancianas. Y las setas de liebre. Se podían encontrar fácilmente. Pero, ¿para qué? No saben a nada. ¡Ni siquiera vale la pena agacharse a cogerlas!
La abuelita sabía también qué debía hacer la gente cuando desconocía si las setas eran o no venenosas. En el agua de haberlas cocido se metían unas ramitas de perejil. Si el perejil no perdía su bonito color verde, entonces las setas eran buenas. Pero la abuelita añadió enseguida que eso sólo lo había oído, pero que jamás lo había probado. Ella no necesitaba perejil. Conocía muy bien las setas.
Porque, por ejemplo, ¿cómo era posible confundir el níscalo? ¡De ninguna manera! Con su sombrero marrón de piel sedosa y su tallo grueso y carnoso, no se parece a ninguna otra seta. ¡Sólo que es difícil de encontrar! La abuelita tuvo que viajar ocho kilómetros en autobús por culpa del níscalo. Fue a ver al médico de cabecera porque no veía bien. El médico movía la cabeza y la abuela le explicó que ya no descubría los níscalos en el bosque. Después de la lluvia, las mujeres llenaban cestas y se los llevaban a casa y ella apenas si podía recoger media cesta. Y es que esta seta se escondía detrás de las ramas secas y las hojas podridas. El médico se reía y la mandó al oculista de la ciudad. Allí la hicieron ponerse gafas.
A la abuela le gustaba mucho el níscalo. Hacía una sopa tan excelente que tendría que llevar al médico una cazuelita para que la probase. Los más pequeños los rebozaba. Cortados en aros y fritos a fuego lento, eran más apetitosos que la carne.
Para el invierno los secaba. Ponía el taburete delante de la puerta de la cocina y sobre éste la tabla de amasar. Las setas, cortadas en rodajas, se quedaban allí al sol. Les daba la vuelta dos veces al día y cuando ya crujían y se enroscaban por la sequedad, los ponía en saquitos de tela blancos. La boca del saquito se ataba con un cordel. Susi asentía -sería igual que su saco de gimnasia-. La abuelita colgaba el saquito con las setas en un clavo de la despensa.
La despensa de la abuela era casi tan grande como la cocina de los doctores. Hasta se levantó del sillón de mimbre para enseñar a Susi el tamaño que tenía la despensa: llegó hasta la cortina que tapaba su cama. Pues, sí. Era una despensa amplia y bonita...
La doctora entró en la cocina para prepararse un café. Le dijo riendo a la abuela:
—Pero olvida, madre, que la pared se agrietó. ¡Suerte que no le cayera encima! ¡Oyendo a mi madre, esa casucha se convierte en un castillo de cuentos de hadas!
Puso el café en la cafetera. Pidió a la abuela que lo vigilara y la avisara cuando estuviese hecho. Después volvió al cuarto.
La abuela juntó sus manos arrugadas, que poco antes revoloteaban entusiasmadas, y las dejó reposar en el regazo. Se quedó mirando hacia adelante y no dijo nada. La risa de la doctora flotaba todavía por allí. A Susi le hubiera gustado abrir las ventanas para que la risa se marchase, pero no se podía. La risa se había quedado pegada en la cara amarilla y triste de la abuela.
¡Con lo bonito que hubiera sido escuchar lo de la despensa!
Capítulo 11
SUSI estaba alegre por las Navidades. Por supuesto que estaba alegre. ¿Quién no se alegraba en Navidades? Soki le había explicado con excitación:
—He visto que mi madre ha comprado dos cajas de bombones de Navidad para adornar el abeto. Las escondió encima del armario. ¡Qué risa! ¡Como si fuese tan alto! En las cajas pone: «Color rosa».
Karcsú correteaba por las escaleras, arriba y abajo. Daba unos chillidos tan fuertes, que la señora Popperman sacó la cabeza por la ventana y le gritó:
—¡Ya verás, ya! ¡Se lo voy a decir a tu padre!
Karcsú se quedó quieto durante tres minutos. Antes de Navidades era mejor no provocar quejas. De otro modo, si no estaban debajo del árbol de Navidad los libros que había pedido, sería una buena excusa la de: «no te has portado bien, cariño mío».
Susi no sabía qué le regalarían para Navidades. Le había enseñado a su madre, en el escaparate de una tienda de juguetes de la Gran Avenida, un cuarto de muñecas que le gustaba mucho. Tenía hasta una lámpara de pie y una radio del tamaño de una caja de cerillas. A decir verdad, la madre no se entusiasmó demasiado, ya que dijo enseguida:
—Esto lo tendrías siempre desordenado. Pero después añadió:
—Ya veremos.
La verdad es que no anhelaba las Navidades por los regalos. Era porque se ponía alegre los días de fiesta. ¡Tres días que su madre no iría a trabajar a ningún sitio!
Ya una semana antes empezó a preguntar a la madre:
—¿Qué vas a preparar de comida?
—Todavía no lo sé.
—¿Y de dulces?
—Beiglis.
—¿Con nueces? — la voz de Susi se afinó como un hilito con la alegría. La madre dejó de coser y la miró:
—El martes nos vamos juntas a hacer las compras, ¿quieres?
—¿Y qué vamos a comprar? — Susi colocó una silla al lado de su madre y se arrodilló sobre ella. La madre, excepcionalmente, no dijo nada ya que estaban en casa de los Fehér, y allí los niños se arrodillaban siempre en todas las sillas.
—¿Qué quieres que compremos? — preguntó la madre mientras seguía cosiendo.
—¿Carne?
—Bueno, para la col. Haré gulasch con col agria. Podemos comprar también las chuletas para la carne rebozada.
Quedó de acuerdo con su madre en que el miércoles, el día de encender las velas del árbol, comerían carne asada: a mediodía, caliente con patatas y por la noche, fría con ensaladilla rusa. La madre no podía hacer la ensaladilla rusa, pero no importaba, la comprarían ya hecha. Doscientos gramos. El día siguiente comerían carne rebozada y el tercer día, col. Y beiglis. Muchísimos beiglis enrollados con muchas nueces y cocidos hasta que quedasen brillantes. Colocarían la tabla de amasar en la mesa de la cocina. La madre se ocuparía de la masa y ella mezclaría el relleno de nueces hervidas en leche con azúcar. Buscarían el libro de recetas de la madre. Allí estaba todo apuntado. Y la puerta de la cocina se llenaría de vaho...
La madre probó el vestido a la señora Fehér. Después, Susi se arrodilló de nuevo a su lado.
—Pero si ya hemos hablado de todo. Vete a jugar con los niños -la madre procuraba alejarla.
—Sí, pero... ¡es tan bonito planear! — contestó Susi. Y repitió otra vez, desde el principio, lo que iban a preparar para cada día.
—Y, ¿qué pasará con el abeto? — se acordó de repente Susi. ¡No había que dejarlo para el último momento! La señora Pitter ya lo había comprado la semana anterior.
—¡No te preocupes! — dijo la madre calmándola-. He pedido a la señora Kutas que nos lo compre. Ella tiene más tiempo.
A Susi no la alegraba en absoluto el que la señora Kutas se ocupase de su árbol. Pero la cosa no era grave, ¡tenían aún muchas cosas que comprar!
El lunes por la noche casi no se pudo dormir. Se estaba estrujando el cerebro. Pensaba en lo que podría decir su madre si, al día siguiente por la mañana, ella se llevaba el bolso de plástico. Como sólo tenían una cesta para la compra, y ella tenía que ayudar a llevar cosas... En el bolso de plástico sólo guardaba la madre las cosas para coser. Una vez metió Susi en él medio kilo de melocotones y su madre se enfadó mucho. También habría que decirle que al día siguiente se levantasen temprano para no poder comprar lo mejor... Habría que decirle... El cuerpo de Susi empezó a entumecerse con el sueño. Se durmió.
Cuando por la mañana abrió los ojos, la madre ya estaba vestida.
Susi se sentó aterrada en su cama.
—¿Por qué te has puesto la bata de trabajo? — preguntó. Por la voz parecía que iba a echarse a llorar.
Y empezó a llorar porque su madre contestó que no había podido terminar la bata de la abuela doctora, que le iba a regalar la señora por Navidades.
—Terminaremos a mediodía -dijo la madre para consolarla.
Se sentó en la cama de Susi, que seguía llorando, y quiso sacar un pañuelo de la bata gris. Pero no encontró más que un trozo de seda.
—¡Vámonos ya! Cuanto antes vayamos, antes terminaremos -y se puso en pie.
Cuando Susi terminó de lavarse y vestirse, ya tenía preparado el desayuno sobre la mesa de la cocina. Masticaba desesperada el pan con mantequilla, y eso que la madre le había puesto también miel del bonito bote de plástico. Cuando se vaciaba, su madre siempre se lo daba. Pero ya no le interesaban porque una vez, cuando tenía ya cinco reunidos, la madre se los había tirado. Cuando era Pequeña no le gustaba la miel. Se la comía sólo Para que se vaciase el bote lo antes posible. Pero siguió comiendo el pan con miel hasta que le empezó a gustar.
En aquel momento, ni siquiera notaba su sabor ¡Que terminarían a mediodía! ¿Cuándo había terminado su madre en algún sitio a mediodía?
Y Susi estaba segura de que aquel día tampoco.
El reloj colgado encima del odioso jabalí señalaba las tres, cuando se descubrió que a la abuela doctora no le gustaba que la bata fuera larga. Le gustaba que le llegase sólo hasta la mitad de la pierna. Su madre se quitaba los alfileres de la boca con una velocidad impresionante mientras le metía el bajo.
La abuela doctora dijo a Susi que se fuese con ella a la cocina. Había comprado un bonito libro donde estaban pintadas las setas y quería enseñárselo. Susi le contestó que no se iba y se metió en el rincón, al lado del jabalí.
—Todo el libro trata de las setas -procuraba animarla la abuela. Y hasta le sonreía.
—¡No me interesan las setas! — contestó Susi, con una voz tan seca que la tela que sostenía la madre se estiró por un momento.
—¡Cómo has cambiado! — contestó la abuela ofendida y, con sus pasos pesados, se fue a la cocina.
Susi esperaba que su madre le reprendiera.
Pero no le dijo ni una palabra. Se inclinó sobre la bata y, con puntos pequeños y rápidos, dobló el bajo.
¡Todavía pasó otra cosa terrible! Antes de marcharse, la abuela buscó un gran papel impermeable y un papel de envolver.
—Les doy beiglis, Rosita. ¡Que se los tomen con salud! — Y les empaquetó dos relucientes beiglis.
La madre no sabía cómo agradecérselo. Y, después, durante las fiestas, no comprendía por qué Susi no quería probarlos de ninguna de las maneras. ¡Y eso que nadie sabía hacer mejores beiglis que la abuela!
Terminaron alrededor de las cuatro. Primero corrieron a la confitería a comprar bombones y colgantes de chocolate para el árbol. En la tienda pequeñita se apretujaba mucha gente. A Susi no le importaba la aglomeración. Cuanta más gente había, más le gustaba comprar en la tienda. Si estaba vacía, podían mirarla hasta dos personas preguntando qué quería. Y, ¿quién puede decidirse así de rápido? Pero si estaba llena, había que esperar y, mientras tanto, mirar alrededor, pensar y elegir las cosas. La madre preguntó a Susi qué bombones quería para el abeto.
—Azules -contestó enseguida.
—No hay azules -informó la dependienta.
—Entonces de color rosa -susurró Susi a su madre.
—Tampoco hay de color rosa.
—Dénos blancos -dijo la madre resignada.
—También se han terminado ya -contestó con impaciencia la dependienta-. Verdes claros o mezclados.
La madre miró a Susi.
—¡Hagan el favor de decidirse! ¡Miren cuánta gente espera! — dijo, ya irritada.
¡Era terrible tener que decidirse tan pronto! Susi susurró:
—Verdes.
Naturalmente, cuando habían bajado la caja del estante, Susi ya se había arrepentido. Hubieran sido mejor los mezclados. En esos hay también azules y rosas. Pero no se atrevió a decir nada ¿Para que la dependienta les echase otra bronca?
Todavía pidió la madre colgantes de chocolate.
—No hay -contestó la dependienta.
—¿Nada? — preguntó la madre con esperanza.
—Nada de nada.
A Susi le parecía que la dependienta estaba saboreando las palabras.
Luego, tuvieron que correr a casa para dejar los paquetes. La madre sacó las patatas de la cesta de la compra. La podía llevar Susi.
Se fueron al mercado.
Susi estaba extasiada de felicidad. Algunas veces, iba al mercado con Soki al salir del colegio. No para comprar nada, sólo porque sí... Una vez, Soki se colocó delante de un puesto de verduras y dijo:
—Señora, tengo un conejo. ¿Podría darme, por favor, unas hojas de repollo?
Les dio un buen puñado. Lo olisquearon los dos y lo tiraron delante del mercado.
¿Cómo se le habría ocurrido a Soki esa tontería de que tenía un conejo? Sólo tenía una bicicleta, y tampoco le servía de mucho ya que no le dejaban usarla por el tráfico.
El mercado también hervía de gente.
—Primero compraremos la carne -decidió la madre y pidió chuletas.
—Le puedo dar un lomo magnífico, pero las chuletas se han terminado ya -dijo el carnicero.
La madre compró un kilo de lomo y costillas para la col.
Era una pena no tener que comprar nueces porque la abuela doctora les había dado ya los beiglis. Tampoco haría falta sacar la tabla de amasar. Col sí que había. Susi enseguida pudo comprobarlo.
Aún se apretujaron un poco más en la tienda de comestibles. Después se marcharon a casa. Entre las dos llevaban la cesta llenísima. La madre la llevaba por un asa y Susi por la otra. La madre pidió a Susi que, mientras ella empezaba a guisar, revisase los adornos del árbol del año anterior para ver si se había roto alguno o si había que comprar más. Pero Susi dijo que para eso sobraba tiempo y que prefería prestarle ayuda.
Lavó la carne, peló las patatas (porque su madre iba también a hacer albóndigas con la col), picó las cebollas... Se le cayeron lágrimas encima de la tablita de cortar. Y cuando la madre echó la cebolla en el aceite frito, ella se quedó allí para darle vueltas. Poco a poco se llenó la cocina con el buen olor. Estaba muy atenta a los trocitos dorados de la cebolla, que giraban en el aceite, para que no se quemase ninguno. Pero, con el rabillo del ojo, lanzaba también algunas miradas a la puerta. ¡El cristal estaba totalmente cubierto de vaho!
La madre quería mandar a Susi a la cama, pero ella no se dejó. Aún tenía que ver los adornos.
Los sacaron del estante más alto del armario, de detrás de las toallas de felpa. Allí estaba también la caja de zapatos con la foto de su padre.
Los adornos estaban en una cestita redonda. Cada uno en su papel de seda. Los envolvieron juntas el año anterior, el día de San Silvestre. Hasta los cubrieron con un paño blanco para que no se estropeasen. Y así fue. Estaban todos en perfecto estado: la estrella de plata que solían poner en la copa del árbol, los tres globos grandes y brillantes las tres setas pequeñitas, y esos dos adornos dorados con los laterales recortados, que por abajo terminaban en punta y a los que Susi, en su interior, llamaba: «las lágrimas». Si las lágrimas crecieran y se endurecieran, se convertirían en cosas brillantes, parecidas a esos adornos.
—Espumillón hay poco -comprobó la madre-. Mañana por la mañana podías comprar más. Y tres velitas y un paquete de bengalas.
—Date prisa -dijo la madre, cuando Susi se marchó al día siguiente-. Ya sabes que aún hay que atar los hilitos a los bombones.
¡Claro que se daría prisa! Ella sabía que les quedaban muchas cosas por hacer. Juntas limpiarían la casa, encenderían el fuego en la bonita estufa blanca, cocinarían y adornarían después el árbol de Navidad.
¿Le habría comprado su madre el cuarto de muñecas?
Ella había hecho un bordado para su madre. La señorita Magdi le llamaba: cubrebandejas. Todas las niñas de la clase habían hecho lo mismo. La verdad era que su madre jamás ponía nada sobre la bandeja; pero se alegraría. Quedó bastante bien. La señorita Magdi le puso un diez. Ahora sólo faltaba ya el papel de seda para hacer un bonito paquete y colocarlo debajo del árbol. Pediría el papel a la señora Oláh.
A la señora Oláh la conocían todos en el barrio. Vendía en un tenderete de la esquina. En primavera, antes de Pascuas, candelillas; en verano, frutas; en otoño, palomitas; en San Nicolás, varillas doradas y diablillos; en Navidad, adornos, velitas, bengalas... Todos suponían que la señora Oláh era gorda; pero nadie lo sabía con exactitud, ya que se cubría con tantas cosas, que era imposible adivinar dónde terminaban las mantas y bufandas y dónde empezaba la verdadera señora Oláh. También en verano se rodeaba la cintura con telas gruesas. Y siempre era simpática y llamaba a todos: «tesoro mío». Incluso a Karcsú. Y eso que éste le devolvió una vez las palomitas, añadiendo: «son tan viejas que hasta un hipopótamo se moriría al comerlas». La señora Oláh no las aceptó porque aseguraba que eran buenas. Pero, pronto, hicieron las paces. Karcsú en aquel momento merodeaba por el puesto de la señora Oláh.
—¡Hola! ¿Qué compras? — saludó a Susi.
Antes de que pudiera contestar, Karcsú continuó preocupado:
—Me han dado cincuenta florines para comprar adornos porque mi mamá no encuentra los del año pasado. Imagínate que ¡hasta las bombillas han desaparecido!
Al ver la cara de extrañeza de Susi, Karcsú empezó a explicarle que en su árbol de Navidad no había velitas, sino bombillas eléctricas. Susi censuró esto con decisión:
—¡Las velas huelen tan bien! ¡Tienen olor a Navidad! — dijo.
—¡Puede que sea así! — aceptó Karcsú. Y enseguida dijo a la señora Oláh-: Déme, por favor, veinte velitas.
A Susi no le gustaba meterse en los asuntos Personales de los demás; no obstante, aconsejó a Karcsú que diez serían suficientes. Pero Karcsú se aferraba a las veinte.
Compró un paquete de espumillón, uno de bengalas y tres velitas y pidió un poco de papel de seda. Sólo se quedó dudando durante un minuto sobre si comprar o no alambres para los bombones. La señora Oláh se los metía por los ojos:
—Con esto no hay que atar hilitos, tesoro mío Los pinchas y ya está. Cada paquete sólo cuesta un florín.
...No había qué atar... Si esto, justamente, era lo bueno de los bombones, que había que atarlos. Se podía entretener uno durante una hora, por lo menos.
Dejó los alambritos a la señora Oláh y a Karcsú, que elegía furioso entre los adornos. Buscaba una casita. El año anterior tenía, pero esta vez no encontraba nada parecido entre los adornos que vendía la señora Oláh. Susi se fue corriendo a su casa para que la madre no hiciera sola la limpieza.
La madre la esperaba radiante.
—¡Han traído la sorpresa! ¡Mira!
En el cuarto, al lado de la pared, había una gran caja marrón. Susi lo adivinó enseguida:
—¡El televisor!
Hacía ya un año que la madre ahorraba para comprarlo. Por las noches, cuando venían a casa, a menudo se quedaban delante del escaparate iluminado de la tienda de electrodomésticos. La madre calculaba, en voz alta, cuándo tendría el dinero suficiente para poder comprar un televisor pequeño.
Y, cuando reunió el dinero, siguió contando: cuánto faltaría para uno grande.
A Susi ya la aburría el escaparate. Y, a veces, hasta se enfadaba: calculando lo que les faltaba para comprar uno grande, llegaban tarde a casa, pero entonces se alegraba. Se quedarían en casa y lo mirarían... La madre seguía entusiasmada.
—Vendrá un técnico para ajustarlo. Pero no podrá hasta después de las fiestas. Pensaba ponerlo allí, en el rincón, como en casa de los doctores.
Susi se opuso enérgicamente. Insistía, con gran tenacidad, en que lo colocasen entre las dos ventanas.
—Pero ¡si allí está la radio, tontina! — argumentaba la madre.
—¡La quitaremos de allí! — y si la madre no llega a llamarle la atención severamente se hubiera lanzado enseguida a quitar la radio de su sitio.
Después, entre tanto trabajo, se olvidaron del televisor. Susi se puso el pequeño delantal rojo que le había cosido su madre, trepó sobre un taburete para quitar el polvo encima del armario, pasó el trapo por todos los cuadros... y hasta limpió el pez. Tocó con su dedo aquel ojo tan terriblemente grande y redondo, pero no le hizo nada. Cuando terminó en el cuarto, fue detrás de su madre a la cocina.
Después comieron juntas.
Susi comió tanto que su madre empezó a preocuparse por si se le estropeaba el estómago.
La madre fregaba y Susi secaba los cacharros. Limpiaron la cocina de gas. Susi fregó el suelo de la cocina, y le gustó tanto el trabajo que no lo podía dejar. Fregó también el cuarto de baño.
La madre se paró en la puerta del baño observando sus movimientos. Después le dijo:
—¡Cariño mío!
Susi sintió un nudo en la garganta. Se volvió aprisa hacia la bañera como si fuese a limpiarla pese a que ya lo había hecho antes. No quería que su madre se diese cuenta de que se le saltaban las lágrimas. Podía pensar que lloraba por el trabajo o que le pasaba algo. Pero no le pasaba nada. ¡Era todo tan maravilloso! ¡Tan, tan maravilloso que se le rompía a uno el corazón! ¡Pero, que su madre no dijese nada más! ¡Que no volviese a decir «Cariño mío», porque entonces ya no serviría de nada volverse hacia la bañera!
La madre dijo:
—Subo a casa de los Kutas por el árbol.
Susi tiró el agua sucia, limpió el cubo como lo había visto hacer a su madre y lo metió en el rincón.
Se lavó las manos y la cara. Se restregó con la toalla de lienzo áspero hasta enrojecer.
Le gustaban mucho las toallas de lienzo de la madre. Tenían un olor fresco a jabón. En casa de los Pitter aborrecía el lavarse las manos y la cara. Allí tenían toallas de felpa en el cuarto de baño. Todas olían mal.
La madre bajó con el árbol atado y lo apoyó en la puerta. Susi se puso a su lado para medirse. Eran casi iguales.
Quitaron la cuerda. Las pinochas les pincharon los brazos. La madre sacudió el árbol que se estiró como si despertara de un largo sueño y quisiera mover los brazos entumecidos.
—Costó treinta florines -dijo la madre-. Pero es un árbol muy bonito y los vale.
Susi preguntó de repente:
—¿Tú, cuánto tiempo tienes que coser para ganar treinta florines?
La madre empezó a pensar:
—Pues, a decir verdad... -pero se interrumpió-. ¡Ven, vamos a adornarlo!
En el cuarto hacía calor. La bonita estufa blanca desprendía mucho calor. Cleofás se encontraba muy satisfecho sobre la cama de Susi. Parecía estar más a gusto allí que sobre la fría estufa.
La madre fue a la cocina para coger del cajón de la máquina de coser un hilo grueso. Se trajo también las tijeras. Las dos se acomodaron en el sofá: la madre cortaba el hilo en trozos iguales y Susi los ataba de uno en uno a los bombones de Navidad.
Después, adornaron el árbol.
Pinochas, trocitos de hilo, los papeles de seda de donde habían sacado los adornos..., todo estaba por el suelo. Susi miró preocupada a su madre: ¿qué diría de este desorden?, pero sólo dijo:
—Ya barreremos al terminar.
El árbol quedó precioso. En la punta, el pico de plata. Estaba un poco inclinado, pero resultaba más bonito así. Extendiendo sus ramas adornadas y con su cabeza un poco inclinada, parecía alguien que entrara inesperadamente en la habitación.
Susi no se hartaba de mirarlo. Ya se conocía de memoria cada una de las ramas, no obstante a cada minuto le parecía que lo veía por primera vez.
Pusieron la mesa en el comedor. Nunca comían en el comedor. Sólo en Navidades y, una vez, en el cumpleaños de la madre, cuando tía Elisa y tío Carlos vinieron de visita. La madre cortó en lonchas la carne asada fría y Susi trajo la ensalada.
Cuando fue a la cocina por la ensalada, no había visto aún debajo del árbol esos dos paquetes... Los observaba con el rabillo del ojo. Parecían más pequeños que el cuarto de muñecas...
Mientras la madre se ocupaba del pan, ella colocó, rápidamente, el cubrebandejas. A mediodía lo había envuelto en el papel de seda de la señora Oláh y lo había escondido en la parte de abajo del armario, en la sandalia de verano de la madre.
Encendieron las velitas. Las tres nuevas y las cuatro antiguas. Apagaron la luz y la madre acercó la cerilla ardiendo a cada una de las bengalas.
Todo el árbol echaba chispas y llamas.
Todo desapareció de la habitación: el pez asqueroso, el paisaje nevado, Cleofás, los muebles... Sólo quedaba el enorme resplandor.
Susi cogió a su madre de la mano.
Se quedaron un rato callados. Después, la madre empezó a cantar el: «Ángel del cielo...» Tenía una voz muy fina, muy rara para cantar: como si no cantase ella, sino una extraña.
Hubiera sido mejor quedarse un poco más tiempo calladas...
El regalo de Susi eran unas botas marrones y un libro: «Los muchachos de la calle Pal». Las botas le venían un poco grandes.
Cuando la madre vio el cubrebandejas, dijo:
—¡Qué mañosa es mi hijita! — y le dio muchos besos.
Ya no le importaba el cuarto de muñecas. ¡Su madre estaba tan contenta con el bordado!
Otra vez comió Susi muchísimo en la cena. La madre le quitó la ensalada de delante. Dijo que tendría pesadillas por la noche.
La predicción de la madre no se cumplió. Cuando apagaron la luz y cerró los ojos, aspiró profundamente el olor del abeto y las velitas de Navidad. Entonces, también vio delante de sus ojos el árbol, ardiendo, resplandeciendo, chispeando...
¡Dios mío, qué día tan bonito!
Capítulo 12
SE QUEDARON mucho tiempo en la cama.
Cuando Susi se despertó, estuvo sin moverse durante un buen rato para que su madre no se enterase de que estaba despierta. Podía decirle que fuera a lavarse o algo parecido, y lo que ella quería era contemplar el árbol de Navidad. A decir verdad, aunque entonces también era maravilloso mirarlo, la noche anterior había sido aún más bonito. Parecía que el árbol de Navidad era más auténtico por la noche.
Susi tenía mucho cuidado de no hacer ruido con la cama y pensaba que los árboles de Navidad eran como las personas. La señorita Magdi, por ejemplo, era muy mona por las mañanas, bien vestida, con la cara limpia y con el pelo bien peinado o hacia atrás. ¡Pero por la noche! Una vez, venía con su madre del trabajo y se la encontró de frente. Todavía no llevaba abrigo y la señorita Magdi se había puesto un vestido escotado, de un tejido mezclado con hilos brillantes. Susi al principio no la reconoció. Se le caía de hombros como si estuviera colgado de una percha. ¡Y el pelo! Rizado con caracoles y ondas... Susi la miraba asustada. No le gustaba la señorita Magdi de por la noche. ¡De día era mucho mejor! Al parecer, a la señorita Magdi le pasaba justo lo contrario que al árbol de Navidad.
Un poco después se movió y le dijo a su madre que estaba en el sofá-cama:
—¿Puedo cambiarme a tu cama?
—Me levanto enseguida -contestó ella.
—¿Por qué? — preguntó Susi.
La madre lo reconsideró y, después de un rato, dijo:
—Bueno, ¡ven!
Susi cogió su pequeña almohada y se pasó al sofá. Todavía no había terminado de colocarse, cuando la madre dijo:
—Pero no para mucho tiempo, ¿eh? Tenemos que levantarnos enseguida.
—¿Por qué? — preguntó Susi.
—Hay que recoger la casa, encender la estufa, guisar...
—Bueno, pero ¿podríamos esperar un poquito?
—Un poquito...
La madre cerró los ojos, pero Susi le sacudió el hombro:
—Tienes visita. Atiéndela -dijo apretando su cara contra la de su madre.
—¿Qué debo hacer con mi visita?
—Charlar con ella.
—¿Sobre qué?
Susi se quedó pensativa. En verdad, ¿de qué podría hablar con su madre?
—¿Quieres a la doctora? — preguntó después.
—Claro, ¡es una mujer tan buena!
—Yo digo que es malvada. Madrastra malvada.
La madre se echó a reír:
—¡No me digas! Y ¿de quién es madrastra?
—De su madre.
—Nadie puede ser la madrastra de su madre. Una mujer sólo puede ser madrastra de niños que no son suyos, sino de su marido. ¿Comprendes? — preguntó la madre.
Susi negó con la cabeza.
—No. Cualquiera puede ser la madrastra de otro si lo trata mal.
La madre se sentó en la cama. Ya no se reía.
—Pero ¿por qué piensas que trata mal a la abuela? ¡Si para Navidades me encargó hacerle una bata de glasé que cuesta a setenta y dos florines el metro!
—No se preocupa por ella.
—No digas tonterías. Esa bata le costó por lo menos cuatrocientos florines.
—Pero no la quiere.
—¿Por qué no la iba a querer?
Susi trepó hacia arriba para llegar a la altura del hombro de su madre.
—Tú me quieres, ¿verdad? — y se estrechó contra el brazo de su madre.
—Claro que te quiero -la madre abrazó a Susi por los hombros-. No tengo a nadie en el mundo más que a ti.
Susi apretó su nariz contra la cara de su madre.
—¿Verdad que tengo la nariz muy fría?
—Como un cachorro.
—Pero, ¿me quieres?
—Te quiero.
La madre le dio para desayunar huevo pasado por agua. A Susi le encantaba, pero no sabía quitarle un trozo de cáscara de arriba. La madre se lo quitó y ella se comió el huevo con la cuchara. Tomó un té con limón, sorbiendo. Así estaba mejor. La madre no dijo nada.
Alguien golpeó la ventana de la cocina. Más que golpear era dar puñetazos. ¡Sólo podía ser Karcsú!
En efecto, era Karcsú.
—¡Buenos días! — dijo inclinándose ante la madre de Susi. A Susi ni la saludó. Sólo le dijo:
—¿Subes? Te enseñaré lo que me han regalado.
A Susi no le apetecía mucho estar con Karcsú. Le hubiera gustado más quedarse con su madre y ayudarla a fregar los cacharros de la cena y del desayuno.
Pero la madre insistía en que se fuese a jugar tranquilamente.
—Te llamaré después -le dijo.
Sorbió la última gota de té y echó una mirada indecisa a su madre.
—Pero, ¿no te irás? — preguntó desde la puerta.
—¡Qué dices! ¿A dónde iba a ir? — dijo la madre tranquilizándola.
Karcsú se balanceaba delante de ella con pasos firmes. Se paró delante de su puerta y sacó la llave del bolsillo, volviendo a meter un corcho y un trozo de alambre. Ya estaban en el recibidor.
—¿Y tus padres? — preguntó Susi.
—Se han ido de viaje -Karcsú miraba fijamente la percha del recibidor al contestar-: para dos días. Bueno, ni siquiera dos, porque se han marchado hoy y estarán en casa mañana por la noche. Se han ido a las montañas. Al principio, me querían llevar a mí también, pero después resultó que no podían ir niños. ¡Puedes imaginarte cómo me alegré! Pero, ¿por qué preguntas tantas cosas? ¡Es un horror la cantidad de cosas que pueden preguntar las chicas! — bramó a Susi, a pesar de que ella estaba quieta en el recibidor y no decía ni pío.
Pedro abrió de una patada la puerta del cuarto. Seguía furioso:
—Enseguida llegará la señora Teri, la asistenta No tengo ni idea para qué viene. Aquí no hay nada que arreglar.
Susi vio que la cama de Karcsú estaba sin hacer Y encima del edredón había un balón de fútbol amarillo y flamante.
—Es del cinco -dijo Pedro. Tiene también cámara de repuesto. Es estupendo, ¿no?
Susi no entendía nada de balones de fútbol, pero asintió con la cabeza.
—Y, ¿qué más te han regalado?
—Unos libros estupendos. Dos de Julio Verne y «Los muchachos de la calle Pal». ¡Ah!, y un par de zapatos -añadió.
—¡Qué curioso! A mí también me han regalado «Los muchachos de la calle Pal» y un par de zapatos.
—¡Son todos iguales! — filosofaba Karcsú-. Naturalmente, no te habrán regalado un tren eléctrico.
—No.
—A mí tampoco. Y eso que había dicho que lo necesitaba. El viejo se fue a una reunión de padres y no sé lo que le dirían, pero el tren falló -Karcsú se encogió de hombros-. ¡Al diablo con el tren! ¡Ven, mira el árbol de Navidad!
Arrastró consigo a Susi al otro cuarto.
El árbol llegaba casi hasta el techo y en él lucían bombillas eléctricas. Mejor dicho, empezaron a lucir cuando Karcsú las encendió.
—Las compró mamá. Las velitas se las llevó a la cocina. Dijo que le servirían a la señora Teri para ir al sótano a buscar la leña. ¡A mí sí que me da lo mismo!
Apagó las bombillas.
—Es horrible, ¿no?
—No, sólo que no huele tan bien.
Karcsú dejó a Susi y corrió a través de la casa vacía hasta la puerta del recibidor.
—¿Por qué te has ido? — preguntó Susi al volver Karcsú.
—Por nada -contestó-. ¿Quieres bombones de Navidad? Son bastante buenos. Tienen mucho chocolate.
Susi abrió uno con curiosidad. Estaba lleno de chocolate. Era muy bueno. Karcsú le daba un puñado del árbol.
—¡No tantos! — protestó asustada Susi- ¡Cómo se enfadaría mi madre!
No le gustaba empezar el árbol hasta el penúltimo día del año. Y en San Silvestre lo recogían porque, por entonces, ya se le caían las pinochas y había que barrer continuamente. Lo que quedaba de los bombones de Navidad, lo metían en una caja y Susi podía coger de allí siempre que quería. Naturalmente, no antes de cenar porque entonces la reñía la madre.
—¿No se enfadará tu mamá si quitas lo del árbol? — preguntó Susi.
—Sí. Y volvería corriendo a casa. Desde las montañas, ¡imagínate! — Karcsú miró a Susi de pies a cabeza-. Pues, ¡sí que eres un poco tonta! No importa, casi todas las chicas son tontas.
—¿Kati también? — preguntó Susi. Y, riéndose, empezó a dar vueltas bailando alrededor del árbol.
Karcsú enrojeció. Especialmente, su frente se puso roja como una remolacha.
—¡Si quieres saberlo todo -gritaba furioso-. Kati no!
Se enfureció tanto que casi la pega. Suerte que llegó la señora Teri, andando como un pato. Todos los vecinos de la casa conocían muy bien a la señora Teri. Todos los días subía jadeando al primer piso, arrastrando con dificultad sus piernas llenas de varices. Siempre se quejaba de que le sentaba muy mal el caminar, pero todavía peor el estar de pie. Hacía la limpieza y cocinaba. Cuando Pedro estaba en casa, le ponía la comida; si aún no había llegado, se la dejaba sobre la cocina y le daba la llave a la señora Popperman. Había veces que se quedaba allí parada, delante de su ventana, para charlar durante una hora. Lo extraño era que, entonces, nunca se quejaba de sus piernas.
—¡Hola, monín! — saludó a Karcsú, y si éste no llega a retirar rápidamente la cabeza, le besa la frente.
—Buenas... -murmuró Pedro secamente.
—¡Te han dejado otra vez aquí! — se lamentaba la señora Teri, sentándose en un sillón.
—No me han dejado aquí. Es que se fueron de viaje -contestó Pedro con dureza.
—¡Ay, monín! En Navidades, por lo menos, se hubieran podido quedar en casa...
—¿Para qué? Necesitaban descansar. Ya lo habían dicho.
—¡Pero, en Navidades! ¡Dejar aquí a un niño así...!
—¡Ya le he dicho que no me han dejado aquí! ¡Además, fui yo quien les pidió que se marcharan! ¡Eso! — se dirigió a Susi-: Vámonos a mi cuarto.
La señora Teri les dijo:
—Dentro de una hora estará la comida.
—No tengo hambre -contestó Karcsú gritando, y cerró de golpe la puerta de su cuarto.
—Es un hipopótamo -declaró Karcsú y ocupó su sitio encima del pupitre-. Siempre está hablando. Me pone nervioso.
Susi contemplaba a Karcsú con respeto. Hasta entonces sólo había oído decir a la doctora que se ponía nerviosa por algo.
—La señora Mari era mucho mejor -seguía meditando Karcsú-. Antes de la señora Teri, venía a casa la señora Mari. No hablaba tanto y nunca me dijo «monín». Pero mamá la echó porque se llevó el mantel de doce cubiertos. ¿Qué te parece? ¿Quién necesita aquí una mantelería de doce cubiertos? ¡Ni siquiera comemos los tres juntos y vamos a comer doce! La mejor, naturalmente, era Magduska. Ella era nuestra asistenta cuando yo era muy pequeño, pero me acuerdo de ella. Siempre me cogía en brazos y me contaba cuentos. Tonterías sobre princesas y príncipes, pero no lo he olvidado -Pedro miró la pared de enfrente durante un buen rato. Después dijo:
—Cuando bajemos al lavadero, cada uno podrá contar un cuento. O una historia. O un libro. Yo contaré «Los muchachos de la calle Pal».
—¿Lo has leído?
—¿Cómo lo voy a leer? ¡Si me lo dieron ayer! — embistió a Susi-. Pero cuando bajemos al lavadero ya lo habré leído.
La señora Teri les dijo que la comida ya estaba lista y que Susi podía comer allí si quería.
—¡Ni hablar! ¡Ella tenía una buena comida! Comería con su madre. Las dos juntas.
Karcsú quería retenerla. Le apretó tanto el brazo que le hacía daño. Al final le gritó con rabia:
—Bueno, ¡entonces, vete al diablo!
Susi bajó corriendo feliz por las escaleras.
Delante de la puerta de su casa se le paró el corazón. La puerta estaba cerrada. ¡Su madre se había ido! Susi miraba la puerta cerrada y sentía como si lentamente se saliera de sus goznes para caerse encima de ella. De repente, volvió la puerta a su sitio. La madre la llamaba desde casa de los Kutas:
—¡Estoy aquí, cariño mío! ¡Voy enseguida!
Susi corrió hacia la escalera, a su encuentro, y la abrazó con tanta fuerza que casi se caen las dos.
La comida era estupenda. Después, la madre fregó y Susi secó los cacharros. Mientras tanto, pensaba que, en aquel momento, ni siquiera le apetecía ir al cine pequeño. Y todavía le quedaba la tarde y la noche. ¡Y el día siguiente entero!
La madre colocó los platos en su sitio y dijo:
—Esta tarde iremos a visitar a los Pitter. Ni siquiera les he felicitado las fiestas.
Susi no quería ponerse su vestido azul. Para ir a ver a los Pitter bastaba con la falda a cuadros y el jersey rojo.
—¡Pero, si es Navidad! — dijo la madre indignada. No comprendía, en absoluto, qué mosca le había picado a Susi. Hasta entonces había estado encantadora. Hasta había querido fregar. Y ahora discutía por esa tontería. ¿Qué le pasaba con el vestido azul? Siempre le gustaba. Incluso se lo quería llevar al colegio debajo de la bata. Pero la madre no se lo permitía.
—Puedes ponerte los zapatos nuevos -proponía la madre.
—Me están grandes -contestó Susi. Y empezó a atarse los marrones viejos. La madre comenzó vestirse. Se puso el traje de chaqueta marrón, a Susi no le gustaba mucho el traje de chaqueta marrón. No le gustaba cómo se vestía su madre Cuando, por fin, se quitaba alguna vez la bata gris se ponía cosas marrones o negras. Y ¿por qué no rojas, amarillas o, mejor, azules? Pero ahora daba lo mismo. Total, ¡para ir a ver a los Pitter! Susi pensó algo y dijo:
—¿No sería mejor visitar a tía Elisa y tío Carlos?
Quería a tía Elisa y, más aún, a tío Carlos; pero si la madre no llega a mencionar a los Pitter, ella no se hubiera acordado de los tíos, porque no se debía estropear esa preciosa Navidad con visitas. Pero prefería ir a casa de los tíos que a la de los Pitter.
—Mañana -contestó la madre.
«¡Otro día fuera de casa!», pensó Susi. Y se puso su estrecho abrigo de invierno, sintiéndose muy desdichada.
No fueron las únicas visitas de los Pitter. Cuando llegaron, ya estaba allí la tía de Maruja. Después, llegó un matrimonio. Otra tía de Maruja y su marido.
El señor Pitter también estaba en casa. Él servía el licor en vasitos como dedales. Un líquido dulce y pegajoso. A Susi también le dieron la mitad de un dedal. Y a la madre también. La madre primero lo rechazó, dando las gracias. Por lo general, siempre rechazaba todo, disculpándose: no quería nada. Entonces, ¿para qué habían ido? ya, de entrada, no quería sentarse en el sillón. El señor Pitter la obligó a sentarse, diciéndole: «Rosita, usted es ahora una visita». Tampoco quería beber. Sólo después de muchos ruegos, aceptó a condición de que «sólo la mitad». ¡La mitad! El vaso entero tenía un tamaño que Susi no comprendía cómo podían hacer unos vasos tan minúsculos para personas mayores. No cogió beiglis de los que trajo la señora Pitter, sólo al fin comió un trozo.
Susi se marchó con Maruja al otro cuarto. Le dijo que le enseñase su árbol de Navidad. El árbol de Maruja no le interesaba lo más mínimo, pero ya estaba harta de ver a la madre rechazando tantas cosas.
El árbol no tenía nada de extraordinario. Era un árbol mediano. Ninguna de las dos se interesó por él. Maruja se acercó al oído de Susi:
—Imagínate, ¡he recibido un regalo de él!
—¿De quién?
—Pues, del chico de la guitarra. ¿Sabes?, el que me escribía las cartas.
«Claro -recordó Susi-, Maruja guardaba las cartas en la despensa. Detrás de los botes de peras».
—Me ha mandado un corazón. En papel de bloc.
Susi se acordó de que el guitarrista también escribía las cartas en papel de bloc. «Pues sí que debía de tener cantidad de blocs de dibujo».
Maruja cogió su cartera del rincón y sacó el Atlas de Historia. Susi no se podía imaginar para qué querría el Atlas. Del capítulo de: «Hungría en la época de la guerra de liberación de Rákóczi», sacó el corazón.
¡Era realmente bonito! Estaba pintado de rojo y en el centro ponía: «Maruja» con tinta china. El rabo de la última «a» llegaba mucho más abajo que las demás letras, pero quedaba muy bien. Maruja, también lo contempló ensimismada. Después volvió a alisarlo con delicadeza sobre la guerra de liberación de Rákóczi.
Maruja insistía en volver con los mayores, y Susi accedió aunque no le apetecía mucho.
El señor Pitter estaba ofreciendo cigarrillos. No de la caja de placa, que había sobre la mesa, sino de su pitillera. A Susi le gustaba más ésta. La caja de plata, la abrían, la cerraban y se acabó. La pitillera, sin embargo, chasqueaba continuamente. Nadie quería cigarrillos, excepto el tío. Pero el señor Pitter la hacía sonar delante de todos. Incluso delante de Susi.
—¿Y tú? — preguntó. Y la pitillera restalló. Susi se reía.
Empezó una tía. Esa que ya estaba allí cuando ellas llegaron. Dijo a la señora Pitter:
—Toca algo en el piano, Ildikó.
La madre de Susi lo aprobó enseguida y, alzando los ojos hacia el cielo, añadió:
—¡Es que la señora Pitter toca maravillosamente el piano!
No se hizo rogar mucho tiempo. Se sentó al piano y empezó a doblarse antes las teclas. Susi observaba las caras de los mayores: quedaron rígidas e inexpresivas con los ojos mirando al vacío. Y sus manos tenían unas posturas tan torpes y desgarbadas como las de ellos cuando iban al dentista con la señorita Magdi. Se sentaban en las sillas e inclinaban hacia atrás las cabezas, sin saber qué hacer con las manos.
Sólo el señor Pitter hizo un nuevo chasquido, la tía sin marido le dirigió una mirada de reproche.
Susi se sentía cohibida por ese silencio tan tenso. Le parecía que habría que charlar. La señora Pitter podía tocar tranquilamente el piano mientras ellos charlaban. Pero sabía que, si hacía el menor ruido, la madre se enfadaría muchísimo. ¡Ya terminaría alguna vez!
Terminó. Cuando todos se hartaron ya de alabanzas y felicitaciones, la madre se levantó y empezó a despedirse. Mientras se despedía, el señor Pitter se acercó a Susi, sacó de su bolsillo un billete de diez florines y se lo dio:
—Para Navidades -dijo.
Susi se quedó desconcertada. ¿Qué hacía? ¿Daba las gracias o no...? ¡Ay..., y su madre hablando con una de las tías de Maruja en vez de estar allí para ayudarla! Sostenía el dinero en la palma de la mano abierta y balbuceaba:
—...Me han hecho muchos regalos..., regalos de Navidad..., mi madre..., y mañana iremos a casa de tía Elisa... Es mi tía... ¿Sabe usted?, las tías también regalan...
—Te vendrá bien, Susanita -dijo el Señor Pitter. Y se dio la vuelta. La madre no se enteró de nada. ¡Mejor! Sería preferible no decírselo. Cerró la mano fuertemente.
Capítulo 13
LA MADRE se salió con la suya. Y eso que Susi tiró al suelo su taza preferida, la del bambi. Luego, se arrepintió, pero ¿qué podía hacer? ¡La taza rota ya no tenía remedio!
Después de las fiestas, llegó el técnico del televisor. Sacó el aparato de la caja marrón, le enroscó abajo cuatro patas de madera y ya estaba en pie. De momento, al lado de la mesa.
—¿Dónde lo pongo? — preguntó a la madre.
—En el rincón -señaló.
—No, ¡en el rincón, no! ¡Entre las dos ventanas! — dijo Susi, mezclándose en el asunto.
El técnico, un chico joven con cara de caballo, esperó un rato mientras la madre explicaba a Susi, con paciencia, que quedaría más bonito en el rincón. Pero, después, preguntó con voz baja, pero amenazadora:
—¿Dónde lo pongo, por fin?
—¡En el rincón!
—¡Entre las ventanas!
La madre estaba más sorprendida que enfadada. ¡Su apacible niña!
La niña apacible se dio la vuelta, entró en la cocina, sacó del armario su taza del bambi y la tiro al suelo, con tanta fuerza que los trozos saltaron en todas direcciones. La madre se presentó enseguida en la cocina y le dijo, entre dientes:
—¡Tienes suerte de que no estemos solas!
El televisor, con todo, se quedó en el rincón, y Susi tuvo que recoger las piezas rotas. Hasta debajo de la pequeña silla vieja había un trozo. ¡Justo la oreja del bambi!
El técnico estiró alambres, dio vueltas a botones y de repente, la pantalla opaca empezó a vivir. Crecieron en ella cumbres nevadas, estrechos caminos de montaña y un helicóptero con un piloto de cara muy simpática.
El técnico de cara de caballo puso cara de triunfo.
—¡Mira! — dijo la madre a Susi.
Susi contemplaba, apoyándose en la puerta, cómo el piloto de cara simpática volaba con su aparato sobre los pequeños caminos de montaña. Hubiera llegado a familiarizarse con él si la madre no le hubiera dicho:
—¡Ni te lo mereces!
Susi dejó al piloto de cara simpática y fue a la cocina. Metió la mano en la sopera. Al principio, no pensaba en nada. Después, sacó las llaves. Cogió la silla pequeña para poder alcanzar la parte de arriba del armario, subió y metió las llaves en la cerradura. La madre vio lo que hacía cuando salió a acompañar al técnico. Le dijo:
—¡Pero si no está cerrada!
Después del técnico, la madre también salió por la puerta para llamar a los señores Kutas. Al cabo de unos minutos, ya venían. El señor Kutas agarraba el cuello de una botella.
—¡Para que no se nos seque la garganta! — tronaba.
Susi oía cómo arrastraban las sillas en el cuarto. Después, la madre le gritó:
—¡Trae tres vasos!
Susi se deslizó de la silla pequeña y devolvió las llaves a la sopera. Puso tres vasos sobre una bandeja y los llevó dentro.
El señor Kutas vertía de la botella el vino de un color rojo muy bonito. Mientras tanto, una chica rubia anunciaba en la pantalla que, a continuación proyectarían la película americana titulada: «Él suspiro». Nadie le prestaba atención. Chocaron los vasos. El señor Kutas alzó su vaso hacia Susi, diciendo:
—¡No hay muchas mujeres como tu madre! — Después, dirigiéndose a su madre, preguntó-: ¿Costó seis mil ochocientos? ¡Bonita suma!
—¡Cuántos litros de vino se podrían comprar con eso! ¿Verdad, viejo? — dijo riendo la señora Kutas.
La madre también reía y bebía. El señor Kutas se llenó de nuevo el vaso. Se acomodaban en los asientos, charlaban y se olvidaron totalmente de la existencia de Susi.
Ella se subió al sofá. Sentó sobre sus rodillas a Cleofás, y pensó: «¿Lo ves?» Pero no le dijo nada. Cleofás la comprendía. Su vacía cara de pelota de tenis se llenó de compasión.
Empezó la película. Los mayores quedaron en silencio. Una chica muy esbelta, de boca sinuosa y con vestido anticuado, se encontró con un chico. Pasearon y corretearon, alegrándose mutuamente durante un rato. Pero, de repente, la chica de boca sinuosa empezó a ser muy antipática. Dejó al chico y fue a casa. En casa, se tiró sobre su cama y lloraba desesperadamente, lamentándose: ¿por qué había sido tan antipática con el chico? Verdaderamente: ¿por qué era tan antipática?
Igual que Soki. ¡Qué antipático estuvo el día anterior! Merodeaba en el patio, y Susi lo vio desde la ventana. Se puso de prisa la parte de arriba del chándal y salió con él. Soki le preguntó enseguida:
—¿Quieres papeles de bombones de Navidad?
Susi respondió que ella no los coleccionaba y que sería mejor que los guardase junto con los otros. Servirían para el lavadero.
—Son de color rosa -dijo Soki para animarla.
Susi se encogió de hombros. Con el gesto expresaba que no le interesaban los papeles de los bombones de Navidad. En eso, Soki la empujó contra la pared y gritó:
—¡Tonta! — y subió a todo correr hasta el primero, a casa de Karcsú.
Susi acariciaba el gran botón de nácar de la barriga de Cleofás. Echó una mirada a la chica esbelta de boca sinuosa para ver si seguía berreando sobre la cama. Pero ya no berreaba. Entonces bailaba con otro chico. La mirada de Susi regresó de la chica de boca sinuosa hasta la cabeza de pelota de Cleofás. Empezó de nuevo a decirle sin hablar:
«A ti también te llevaré conmigo al lavadero. Vamos a dormir juntos en la cama de papeles de bombones de Navidad. El tonto de Soki traerá todos sus papeles de bombones y haremos con ellos una cama junto a la pared. Será una cama blanda de plata y de color rosa. De la pared colgarán los tapetes de ganchillo que hizo la abuela de Kati.
Cubrirán toda la pared y también el techo. Y es que les van a gustar tanto a las arañas que seguirán tejiéndolos hasta que no quede ni un palmo vacío.
Y el lavadero estará siempre lleno de niños: estará allí Karcsú, Eta, Kati, Soki... y Julio Ester, y Blas, y toda la clase. Y también la clase de Karcsú, y todos los niños de la calle. Y vamos a alborotar, y vamos a cocinar, y siempre va a haber olor a cebolla frita.
Y jamás estaremos solos...».
TENÍA ya muchas ganas de escribir a su padre. Pero Kati tenía razón, debía enviarle a la vez una foto para que pudiese ver en qué niña se había convertido Susi.
¿En qué niña?
En el recreo le pidió a Kati el espejo y se miró detenidamente en él. No tenía el pelo bonito ya que no era rubio y largo como el de Kati, sino liso, negro y corto. Cuando su madre la mandaba a la barbería, le asomaba un poco el lóbulo de la oreja hasta que pasaban dos semanas y, gracias a Dios, ya no se veía. Pero, al cabo de un mes, volvía a verse porque su madre la mandaba otra vez a la barbería.
¡A Susi siempre le entraban escalofríos cuando tenía que ir a la barbería! Cuando era más pequeña, la llevaba la madre porque, ya en el umbral, empezaba a chillar de tal manera que salían de las tiendas vecinas para ver lo que pasaba. Iba al establecimiento que estaba en la casa de Soki. Allí afeitaban y cortaban el pelo sólo a los hombres. No estaría mal ir alguna vez adonde trabajaba la madre de Kati. ¡Allí era todo tan bonito y tan colorido! Y allí, probablemente no le harían daño al cortarle el pelo. Y es que Susi tenía sus razones para odiar al barbero. Cuando chasqueaba alrededor de su cabeza con las tijeras y sacaba la maquinilla para quitarle los pelitos del cuello, ¡era horrible! Primero, tocaba su piel con el hierro frío; después, la máquina le picaba, le pinchaba, le hacía cosquillas, le tiraba... Susi movía la cabeza y el barbero le ponía la enorme y pesada mano sobre ella para que se quedase quieta. ¡Eso era lo que más aborrecía!
Susi seguía mirándose en el espejo. Ahora tenía el pelo bien. Le tapaba las orejas. Tenía que hacerse la foto antes de que la madre la mandase al barbero.
Tenía los ojos marrones y un pequeño lunar negro en la cara, debajo del ojo derecho. Kati, que entendía mucho de esas cosas, había dicho que eso era lo más bonito de ella. Y era verdad, ¡ese lunar era muy gracioso!
¡Sólo que era muy bajita! En la clase estaba en el segundo banco. Por su estatura podría sentarse también en el primero, pero la señorita Magdi ponía en el primer banco a los niños más alborotadores para poder vigilarlos mejor. En la fila de gimnasia, sólo Ibolya Páfrány era más baja que ella, pero Páfrány tenía los pies más grandes. Usaba zapatos del treinta, mientras que los suyos eran del veintinueve.
Fuese cual fuese su aspecto, tenía que hacerse una foto.
Kati prometió que, al salir del colegio, irían al fotógrafo que ella conocía, y cuando Susi dijo que se había olvidado de llevar dinero y que, además sólo tenía los diez florines que le había dado el señor Pitter, que no sabía si serían suficientes, Kati hizo un ademán:
—¡Mira! ¡Cincuenta florines! — sacó un pequeño monedero rojo y se los enseñó-. ¡Sólo mi papá ya me ha dado treinta!
Mientras iban al fotógrafo, Kati no dejaba de hablar. Hablaba de su hermanita y de Vesprem.
—Es muy rica. Siempre se me echaba a los brazos y tenía que contarle cuentos. Por la noche no se dormía si no me acostaba a su lado. Se me abrazaba y se apretaba contra mí. ¿Sabes? Me llegaba justo hasta aquí -y Kati, en medio de la Avenida, mostró cómo abrazaba a su hermanita. Abrazaba el fresco aire de enero, pero Susi enseguida se imaginó a la hermanita apretada contra Kati.
Susi quería entrar rápidamente a la tienda, pero Kati no la dejó.
—Vamos a mirar primero las fotos -dijo, cogiéndola del brazo.
La foto más llamativa del escaparate era la de una chica bailando ballet, estirándose hacia arriba.
—¿Sabes bailar?
—No -confesó Susi. Ni siquiera sabía bailar el twist, a pesar de que eso sí que lo sabía toda la clase, excepto Clara Kiss, que llevaba unas gafas muy gruesas, era gorda y siempre se caía de las espalderas.
En otra foto, otra chica se estaba pintando los labios. Kati dirigió una mirada furtiva a la boca de Susi y siguió contemplando el escaparate. Las fotos de boda no le interesaban, pero le gustó mucho la de una chica en pantalones. Posaba con las manos en los bolsillos y las piernas abiertas, mirando con descaro hacia el rincón izquierdo de la foto.
—¿Tienes pantalones? — preguntó Kati.
—chándal -contestó Susi sin voz porque sentía que, aunque tuviese unos pantalones tan preciosos como los de la chica de la foto, tampoco podría poner una cara tan descarada.
—Bueno -dijo Kati preocupada-, entonces, entremos ya -y se fue directamente hacia un señor calvo y con bata azul.
—¡Besos! — le saludó en el tono en que se saluda a los antiguos conocidos.
—Buenos días -contestó el fotógrafo fríamente.
—¿Verdad que se acuerda usted de mí? — continuaba Kati-. El año pasado estuve una vez aquí con mi abuela.
—Vienen muchos... -dijo el señor hoscamente.
—Llevaba un lazo de color azul claro en el pelo. Un lazo grande. Y me puse mi vestido de cuadros...
—Es posible... ¿Qué queréis? — preguntó mirando ahora a Susi.
—Mi amiga quiere hacerse una fotografía.
—¿De carné?
—¡No! Nosotras no tenemos abono de tranvía. Vivimos al lado del colegio.
—¿Entonces?
—Una foto normal.
—¿No ha venido vuestra madre?
—No -dijo Kati, negando con la cabeza-. Nuestra madre no tiene que hacerse ninguna fotografía.
El fotógrafo puso cara de perro y después preguntó:
—¿Tenéis dinero?
—¡Claro que tenemos! — contestó Kati con pundonor.
—Es que hay que pagar por adelantado.
Kati sacó el monedero rojo:
—Cincuenta florines -dijo alzándolo.
—Entonces venid -y se encaminó hacia el estudio.
Justamente salían de allí un señor con bigote y una señora con pañuelo en la cabeza. Detrás de ellos, una chica también con bata azul. Kati sonrió a la desconocida de bata azul. Ella le devolvió la sonrisa. Susi también recibió un destello de la misma. Pensó que hubiera sido mucho mejor dirigirse a ella. Al parecer, no siempre era ventajoso lo de tener conocidos...
El fotógrafo casi calvo se dirigió a ellas malhumorado:
—¿Tres fotografías?
—No, gracias; sólo una -dijo entonces Susi.
—Se suelen hacer tres -insistía el otro-. Así se puede elegir la mejor para encargar copias.
—Nosotras no queremos copias -puntualizó Susi. No fuese que la pobre Kati se gastase todo su dinero en esas fotografías.
Kati explicó al fotógrafo con voz lisonjera:
—Es que, ¿sabe usted?, el papá de Susi se ha ido de viaje al extranjero y queremos mandarle una fotografía.
—¿De medio cuerpo o de cuerpo entero?
—De cuerpo entero -dijo Kati-. Para que su papá vea lo mayor que es.
—Mejor de medio cuerpo -protestó Susi. Para que su papá no viese lo pequeña que era.
—¿Usted que opina? — sonrió Kati en la cara del fotógrafo.
—A mí me da igual -contestó éste. Y empezó a colocar las lámparas.
Las dos niñas discutieron el asunto a fondo. Por fin, naturalmente, venció Kati. Se quedaron con la foto de cuerpo entero. Y en buen momento porque el de la bata azul ya preguntaba:
—Bueno. ¿Qué?
El señor hosco miró a Susi de pies a cabeza. La miró como se mira a una mesa o a una silla.
—¡Quítate el abrigo! — ordenó.
Susi se quedó con la bata del colegio.
—Eso también -dijo señalando la bata con un poco de desprecio. Y eso que la bata del colegio estaba limpísima. Recién lavada, planchada y con el cuello blanco almidonado. Su madre la había hecho durante las vacaciones.
Debajo de la bata llevaba la falda a cuadros y el jersey rojo. El arisco señor la examinó de nuevo. Probablemente quedó satisfecho porque dejó allí a Susi. Acercó una mampara blanca de la pared, encendió los focos e invitó a Susi a colocarse delante de la mampara blanca. Un poco inclinado, con una postura incómoda, dirigía a Susi desde detrás de la máquina.
—Pon la pierna derecha más cerca de la izquierda. ¡No tanto! Así, ahora está bien. No pongas las manos tan rígidas.
Susi pensaba que el fotógrafo le estaba quitando, uno por uno, todos los miembros de su cuerpo. Sus piernas se convirtieron en cosas extrañas; ya no le pertenecían, sólo había que cuidar que entre sus zapatos hubiese una distancia de diez centímetros.
También la despojó de su cuello, al decirle que lo estirase un poco hacia delante. Después le tocó el turno a la cabeza; el fotógrafo salió de detrás de su máquina para retorcerla personalmente. La movió como si fuese un objeto. Dejó la boca para el final-tenía que mojársela con saliva.
Pulsó el dispositivo. Susi aún se quedó allí medio minuto más rígida. Después, recogió sus miembros y se alejó de la mampara. Mientras se ponía el uniforme, y el abrigo, Kati le dijo con expresión insatisfecha:
—¡Lástima que no sepas bailar!
Pagaron veinticuatro florines y recibieron un resguardo para recoger la foto el lunes siguiente.
Cuando estaban ya en la calle, Kati preguntó:
—¿A dónde vas ahora?
—A casa de los señores Fehér.
—¡Ah! — asintió Kati malhumorada.
—¿Y tú? — preguntó Susi.
—¿Yo? — dijo Kati. Y se quedó callada.
—¿Te vas al cine? — seguía preguntando Susi.
—No se puede.
—¿Por qué no?
—Porque han colgado un gran cartel: «Cerrado por reformas».
—¡Ah! — dijo Susi. Y se despidió.
Capítulo 14
KATI sólo hizo un ademán cuando, antes del timbre de las ocho, Susi le quiso dar los diez florines. Ciertamente que Kati había pagado veinticuatro por la fotografía, pero ella sólo tenía los diez que le había dado el señor Pitter.
—No, déjalo -Kati meneó la cabeza-. Tengo aún veintiséis y los nomeolvides cuestan solamente diez.
Susi no insistió porque, a decir verdad, tenía otros planes para emplear los diez florines.
Su madre trabajaba todavía en casa de los Fehér. Después del colegio iría ella también allí, como de costumbre, pero antes...
Antes compraría una sorpresa con los diez florines.
Cuando salió del colegio, se fue directamente al cine pequeño. Se llamaba Estrella, pero todos lo conocían por «el cine pequeño». Estaba cerca, al otro lado de la esquina, junto a una frutería. Naturalmente, era pequeño y su suelo estaba siempre lleno de cáscaras de pipas. El vestíbulo era tan estrecho que la gente prefería esperar fuera a la siguiente proyección. Habían puesto un tablón en el que se leía: «Atención a la limpieza». Pero resultaba inútil. Nadie le prestaba atención.
Susi miró primero los carteles. La película parecía bastante interesante. En una de las fotos hasta había un león. Así que se fue a la taquilla y pidió dos entradas.
—¿Para hoy? — preguntó la cajera.
Susi asintió con la cabeza. Convinieron en que las entradas serían para la sesión de las seis y en la fila diez. Costaron seis florines. Susi guardó en su cartera los cuatro florines restantes.
Al lado de la taquilla, un señor mayor vendía caramelos y chocolatinas en una bandeja colgada del cuello. Susi escogió un paquete de caramelos llamados: «Pedro». El vendedor los alabó mucho, dijo que eran exquisitos. Costaban tres cuarenta. Los compraría antes de la función y, cuando ya estuvieran a oscuras, se los ofrecería a su madre.
Después, se marchó de prisa a casa de los Fehér.
Llegó justamente a la comida. Ya habían puesto la mesa para todos en la cocina. La señora Fehér comentaba cada vez que era mucho más práctico comer en la cocina ya que así no se ensuciaba la habitación. Curioso, algunos mayores piensan que los otros mayores son tontos de remate y que no se enteran de las cosas si se las dicen sólo una vez, por lo que hay que machacarlas en cada ocasión. La señora Fehér pensaba, además, que los niños eran igualmente tontos, incluso los suyos. A ellos también les repetía todo cien veces.
—¡Llévate la cartera al cuarto de los niños! — dijo la señora Fehér a Susi.
Esto también se lo había dicho ya, así como que podía hacer los deberes en el escritorio (tenían uno parecido al pupitre de Karcsú). Por ello, Susi, al llegar, dejó enseguida su cartera en el cuarto de los niños.
La señora Feher repitió:
—Llévate la cartera al cuarto de los niños.
Susi miró expectante a la señora Fehér. ¿Cuántas veces iba a repetirlo aún?
—En el cuarto de los niños... -empezó cuando la madre la interrumpió con impaciencia:
—¿No lo oyes?
—Hace tiempo que está allí -contestó Susi.
Su madre se tranquilizó, pero la señora Fehér continuaba:
—Es que la dejan siempre en el recibidor y se puede tropezar con ella. Puede que todavía estuviese hablando de carteras tiradas por el suelo si el niño más pequeño, Jorge, no llega a meter el dedo en una cazuela. La señora Fehér le dio un cachete y le gritó:
—Vete de aquí.
Jorge se marchó y estuvo berreando un rato, pero antes chupó concienzudamente la salsa roja de sus dedos.
Susi meditaba: ¿Cuándo sería mejor decirle a su madre lo del cine? ¿Allí, delante de todos, o después de la comida, cuando se sentase de nuevo a la máquina? ¿Y si no le decía nada y, cuando regresaran a casa, sacaba las entradas al pasar por delante del cine pequeño?
En cualquier caso terminaría antes con los deberes. Porque la señorita Magdi le había dicho otra vez el día anterior: «Estás cayendo».
Por un momento se le apareció de nuevo el soldado con el hilo de sangre que brotaba de su corazón, pero después desapareció el soldado y en su lugar apareció la cara de su madre. Levantaba la cabeza de la costura, las arrugas al lado de su boca se acentuaban, sus hombros se inclinaban hacia adelante y, en tono de reproche amargo y silencioso, decía:
—¡Ves, cuánto trabajo yo!
Susi hizo todos sus deberes y se aprendió tan perfectamente las dos estrofas de la poesía que se las recitó a Jorge sin ninguna falta.
Eran las cinco menos cuarto.
Había llegado el momento de decirle a su madre lo del cine.
La encontró subida a una escalera, poniendo cortinas blancas de encaje en una de las ventanas. La señora Fehér se inquietaba:
—¿Quedará bastante fruncido, Rosita?
—Ya veremos, señora Fehér. Creo que sí.
—Madre... -dijo Susi, poniéndose debajo de la escalera.
—Déjame ahora, cariño -respondió ella mientras ponía suma atención en meter las anillas en las pequeñas pinzas.
—¿No quedará largo? — preguntó entonces la señora Fehér.
—Madre... -dijo de nuevo Susi.
—¡Vete con los niños! — en la voz de su madre se ocultaba ya la irritación.
Susi se quedó aún un rato al lado de la escalera. Después, lentamente, se retiró del cuarto.
Jorge le enseñó su colección de moscas: unas veinte moscas muertas en una caja de zapatos. Susi las miró con repugnancia. Las moscas vivas le gustaban, pero muertas le daban asco.
Volvió a la habitación. Su madre estaba al lado de la máquina rodeada de una nube de encaje blanco. Parecía una novia.
—Madre... -empezó Susi.
La señora Fehér la empujó con cariño hacia un lado.
—Yo lo cogeré por abajo, Rosita. Así podrá coserlo mejor -y la señora Fehér libró a la madre de una parte de la nube de encaje.
Susi rodeó la máquina de coser, intentando el acceso por el otro lado.
—Madre... -dijo, inclinándose hacia ella.
La madre se levantó. Llevaba la mitad del encaje y la otra mitad la llevaba la señora Fehér. Volvieron juntas a la ventana. Su madre subió a la escalera. Ya arriba, cogió la tela de un puñado y la dejó colgar.
—Haga el favor de soltarla -dijo a la señora Fehér.
La señora Fehér la dejó caer.
—Ahora no queda largo, ¿verdad? — preguntó su madre.
Ambas convinieron en que no quedaba largo.
Susi miró el reloj que estaba encima de la radio. Eran las cinco y media.
—Madre... -dijo de nuevo.
Ella ni contestó. Con la cabeza hacia arriba, metía las anillas en las pequeñas pinzas.
Susi esperó hasta que bajara de la escalera. Cuando, por fin, estuvo de nuevo en el suelo, le cogió el brazo:
—Madre... -empezó.
—Enseguida, cariño -contestó ella, mientras sacaba de un gran papel marrón otra nube de encaje. Se dirigió hacia la señora Fehér:
—¿Cuánto habíamos medido antes? Tres diez, ¿no?
Con el metro, que colgaba de su cuello, midió los tres diez, dejando diez centímetros más para el dobladillo. Lo hilvanó y se sentó al lado de la máquina de coser.
Susi volvió a mirar el reloj. Eran justamente las seis.
A las ocho pasaban por delante del cine pequeño. La gente acababa de salir. Los acompañaba un olor a cigarrillos, a calor. Muchos encendieron el pitillo nada más salir a la calle. Las pequeñas llamas amarillas iluminaban sus caras que se mostraban satisfechas y soñadoras.
Susi sacó del bolsillo del abrigo de invierno las dos entradas, las arrugó y las tiró al suelo.
Su madre se dio cuenta.
—Se te ha caído algo -dijo.
—No -respondió Susi-; sólo era basura.
Capítulo 15
LLEGÓ marzo.
Eso es lo que dijo la señorita Magdi al empezar una de las clases. Y preguntó a cada uno de los niños qué les sugería marzo.
Susi fantaseaba con los codos apoyados sobre el pupitre... Llegó marzo... Llamó a la puerta y la señorita Magdi le dijo que entrase. Y allí estaba, en la puerta, un señor con abrigo Loden de entretiempo y un sombrero marrón. Su nariz estaba roja por el frío. Parecía que había perdido los guantes porque sus manos eran también ásperas y rojas como las de Eta. Saludó gentilmente con el sombrero, y dijo: «Buenos días; yo soy marzo». Sonrió a Kati y se dirigió con pasos ligeros hacia la percha. Se quitó el sombrero y el abrigo y dijo a la clase: «Si me lo permiten, me sentaré». Se lo permitieron. «Si me lo permiten, me quedaré durante un mes». También se lo permitieron. Él lo agradeció mucho y, sacando un pañuelo rojo, se sonó sus rojas narices.
La señorita Magdi preguntó a Julio Ester.
—Yo pienso que empiezan a bhotah los áhboles. Se abhihán los bhotes.
Soki se empezó a reír estruendosamente. Siempre se reía al escuchar a Julio Ester. La señorita Magdi le miró severamente y nombró a Susi.
Susi se levantó. En el primer instante no sabía de qué se trataba, pero después se espabiló y dijo rápidamente:
—El lavadero.
—¿Lavadero? — quedó sorprendida la señorita Magdi-. ¿Qué lavadero?
—El antiguo, el que no usa nadie.
—¿Y por qué marzo te recuerda precisamente eso?
—Porque ya no hace tanto frío y se podrá bajar.
—¿Jugáis allí?
—Sí.
—Y, ¿a qué jugáis?
—A que vivimos allí.
La señorita Magdi contempló a Susi con una cara muy extraña. Como cuando se deja el jabón en el agua y éste se deshace un poco con el remojo. La señorita Magdi se quedó un rato pensativa con la mirada así de difusa y borrosa. Después, preguntó:
—¿Dónde trabaja tu mamá? ¿En una cooperativa?
Susi se animó. ¡Cooperativa! ¡Eso! ¡Eso era lo que había dicho tío Carlos también! En ese sitio era donde sólo se podía trabajar hasta la tarde. Había procurado entonces memorizarlo, pero, por desgracia, se le había olvidado.
—¿En una empresa? — preguntaba de nuevo la señorita Magdi, puesto que Susi no decía nada, permaneciendo erguida y con la espalda fuertemente apretada contra el borde del pupitre de atrás.
—No -contestó por fin-. En casa de los doctores, de los Pitter, de los Fehér... -de repente recordó las palabras que su madre usaba con frecuencia-: Trabaja en las casas.
La cara de la señorita Magdi se descompuso de nuevo por un momento; pero pronto volvió a ser una cara normal de profesora: limpia y firme. Dijo a Susi:
—Puedes sentarte.
Susi se sentó decepcionada. ¿Eso era todo lo de la cooperativa? Ella misma no sabía lo que pretendía; pero le sentó muy mal que se terminase tan de repente.
Desde luego... Desde luego, no hay nada que sea del todo bueno. Y si no es del todo bueno, ya es malo. Desde Navidades, su madre no había encendido el fuego en la bonita estufa blanca. Ya estaba allí marzo. El mes siguiente sería abril y, posiblemente, hasta las próximas Navidades no habría fuego en el cuarto. Tampoco se llenaba nunca de vaho la ventana de la cocina, ya que el paté no era humeante. Ni el té ni la tortilla francesa lo conseguían. Ni tampoco esa conserva de gulasch, que solía comprar la madre los sábados por la noche para los domingos.
Y, en primavera, su madre lanzaba siempre suspiros porque «se salía del tiempo». Decía que la primavera era la temporada. Quería decir entonces que era la época de más trabajo. La verdad es que era difícil comprobar cuándo trabajaba más, ya que tanto en verano como en invierno lo hacía todos los sábados y, algunas veces, los domingos también. Por entonces estaba ahorrando para una lavadora. Con ella pasaría lo mismo que con el televisor: que nunca lo ponían. Mejor dicho, muy pocas veces, y en estas ocasiones tampoco estaban solas. Llamaban a los Kutas, venía la señora Popperman (naturalmente, con dos o tres corbatas al cuello) o la señora Mariska, la portera. La señora Mariska era la peor. En mitad de la película, siempre salía a mirar hacia el portal por si venía alguien. ¡Claro que no venía nadie! Una vez, las visitaron tía Elisa y tío Carlos. Pero tampoco fue bueno. No pudo hablar ni una palabra con tío Carlos, ya que su madre enchufó enseguida el aparato y toda la noche la pasaron mirando el programa.
Y ¿qué quería contarle a tío Carlos? Pues que su padre no contestaba. La verdad es que ella tampoco le había escrito muy pronto, puesto que esperaba la foto. Fue con Kati a recogerla. Para Susi estaba bastante bien, pero Kati quedó muy descontenta cuando la vio.
—Ni siquiera sonríe en la foto -dijo al fotógrafo hosco y calvo.
—Yo no tengo la culpa de que la niña no sonriera.
—¡Qué cara más horrorosa pones! — declaró también Karcsú, que iba con ellas y que, naturalmente, dio la razón a Kati.
Lo cierto es que Susi se quedó perpleja cuando Pedro les comunicó que se iba con ellas al fotógrafo. Le preguntó, eso sí: «¿Para qué diablos necesitas tú una fotografía?» Pero no le importaba nada la respuesta, ya que se dirigió enseguida hacia Kati y le retorció el rabillo de la boina.
—Quedaría mejor si la coloreamos -ofrecía ahora el fotógrafo.
A Susi le entusiasmó la idea enseguida, porque se acordó de la foto de su padre con los labios bien arqueados de color rosa y con la cara algo más pálida.
—¿Cuánto cuesta? — preguntó Kati rápidamente.
—Diez florines -contestó el fotógrafo.
Susi puso enseguida cuatro sobre la mesa. Karcsú colocó con presteza dos florines a su lado y Kati sacó de su monedero los cuatro que faltaban.
Tenían que esperar una semana más para la foto coloreada. De nuevo fueron juntos a recogerla y esta vez, estuvieron todos satisfechos con ella. Especialmente Susi que se alegró, porque le habían pintado la boca igual de arqueada y coloreada que la de su padre. Por lo menos, así podría ver cómo se parecían.
La carta también nació con la ayuda de Kati. Se quedaron en el colegio después de la última clase. Kati sacó un sobre y un papel blanco del libro de lectura y dijo a Susi:
—¡Escribe!
Susi sacó primero, cuidadosamente, un pelito de la punta de su estilográfica y se echó de bruces sobre el pupitre. Después, pestañeó mirando a Kati, quien empezó a dictar, lentamente, con la frente fruncida:
—Querido papá. Dos puntos. Nueva línea. ¡Ahí no! ¡Debajo!
Susi obedeció.
—Yo estoy bien. Espero que lo estés tú también.
Susi levantó la cabeza:
—¿Cómo se escribe «también»?
—Con «b» y con «m» antes de la «b» -contestó severamente Kati, y continuó-: Voy bastante bien en los estudios, pero de aquí a final de curso mejoraré. ¿Lo tienes ya?
—Sí.
—Ya es bastante, ¿no? Y, ahora, fírmalo: tu hija que te quiere, Susi.
Susi sacó una nueva pelusa de la pluma y. mientras Kati se peinaba y se ponía la boina con mucho cuidado, añadió a la carta:
«He visto tu fotografía. Te mando la mía. Soy un poco bajita porque no me gusta comer. Papá, escríbeme, por favor. ¡Me gustaría tanto recibir carta tuya! Con muchos besos, tu hija que te quiere, Susi».
Al cabo de dos días ya había un sello de un florín en el sobre, en el que Susi había copiado con letras preciosas la dirección apuntada en la servilleta de papel. Y, por fin, envió la carta.
¡Hacía un mes!
¡Y todavía no había recibido respuesta!
La señorita Magdi se dejó contar por todos los niños lo que les sugería el mes de marzo y ya no se ocupó más de Susi en toda la clase. Pero, cuando sonó el timbre para salir, le dijo:
—Ven un momento, pequeña Susi.
Pasó la mano por sus hombros y la condujo a la primera planta. Susi pensaba ya que la señorita Magdi la llevaba a la sala de profesores; pero se quedaron en el alféizar de la ventana de enfrente y la señorita Magdi se puso frente a ella:
—¿Sabes que estás cayendo? Tu nivel es cada día más bajo.
Susi se apoyó contra la pared para no caerse de rodillas como el soldado anónimo del libro de lectura y asintió con la cabeza.
—¿Por qué motivo?
Susi se encogió de hombros.
—¿No puedes estudiar?
Susi se encogió otra vez de hombros.
—¿Te pasa algo?
Susi miró a través de la ventana.
—¿Quieres decirme algo? — preguntó la señorita Magdi, mirándola de tal manera que tenía volver la cabeza.
—Sí -contestó-. Dígame, por favor, qué es una cooperativa.
—Es parecido a una empresa donde la gente trabaja junta.
—Y ¿solamente hasta la tarde?
—Sí.
—Y ¿puede uno quedarse más tiempo allí?
—Bueno, si alguien es muy diligente... -la señorita Magdi miraba a los ojos de Susi, que reflejaban entonces pánico, y continuó así-: Pero, en cualquier caso, no se puede quedar más de una hora...
—Y ¿esa cooperativa es para costureras?
—Y para sastres, peluqueros, cerrajeros...
—Y ¿mi mamá puede ir allí?
—Si quiere ir allí y la admiten...
—¿Puede ser que no la admitan?
—Seguro que la admiten.
—Y ¿dónde está eso, esa cooperativa?
—Aquí, en la Avenida, está ese gran taller de costura para niños y, en la calle Flor, una tienda de vestidos para señoras. Hay muchas en la ciudad.
Susi inclinó la cabeza satisfecha. Y la señorita Magdi puso la mano sobre el hombro de Susi:
—Y ¿entonces estudiarías mejor?
—Sí.
—¿Quieres que hable yo con tu mamá?
—Sí...
—Pues dile que venga a verme cualquier día antes de la una.
—Pero, ¿tiene que ser enseguida?
—No hace falta.
—Es que me gustaría ver primero la cooperativa, De todas maneras tiene un nombre muy feo -añadió Susi-. Casi tan feo como si se llamara Eta. Claro, que lo importante es que por las tardes haya que irse a casa.
La señorita Magdi acarició la cara de Susi.
SUBIÓ corriendo por las escaleras saltándolas de dos en dos. Muchas veces sentía envidia de Karcsú, cuando correteaba en casa por las escaleras. Karcsú podía saltarlas también de tres en tres. Ella se cansaba ya haciéndolo de dos en dos. Cuando llegó al cuarto piso sentía el latido de su corazón debajo de la lengua.
Al llegar, todavía estaba el recreo en pleno apogeo. Soki tiró a Blas contra la pared. Blas le dio una patada en la espinilla a Soki y después empezó a llorar.
¿Dónde estaba Kati?
Susi jadeaba tanto que tuvo que apoyar la cabeza contra el tablón de anuncios de los pioneros.
La verdad es que la señorita Magdi era muy simpática. Y no importaba el que fuese soltera. Por otra parte, esto lo sabía por Kati, que se lo había contado mientras hacía un mohín. Tampoco importaba el que nunca se pusiese zapatos de tacón alto. Kati también censuraba esto. Siempre llevaba zapatos bajos con cordones como los de muchas niñas de la clase. Susi, no. Porque su madre sólo le compraba botas, excepto en verano, en que, por suerte, podía llevar sandalias.
A lo que más le costó acostumbrarse fue a la cara de la señorita Magdi. Le recordaba una goma de borrar completamente nueva.
Y las manos... ¡Las tenía siempre limpias! Corno si a cada instante acabara de salir del cuarto de baño. ¡Era incomprensible que pudiese ser así en una profesora! Incluso las manos de Kati estaban ya sucias a los quince minutos de pasar por el umbral del colegio. Sin embargo, las manos de la señorita Magdi seguían desprendiendo una fragancia de limpieza aun después de la última clase. ¡Quizá fuese porque las tenía tan grandes!
Kati se presentó ante ella.
—Nos vamos a la cooperativa -le comunicó Susi.
—Bueno -asintió Kati. Ella siempre tenía tiempo.
—¿Sabes qué es una cooperativa?
—Claro, mi mamá trabaja en una.
Susi miró a Kati con estima. ¡Era admirable que supiera de todo!
También en esta ocasión estaba Karcsú delante del colegio. Como cuando fueron al fotógrafo.
—Voy a casa por aquí -dijo de pasada. Y se balanceó al lado de Kati.
¡Que iba por allí! Su colegio quedaba justo en el lado opuesto y no tenía que pasar en absoluto por allí para ir a casa. Además, ¡nadie le había preguntado por dónde iba él a casa!
¡Si por lo menos no se balanceara! Susi lo miró con disgusto. ¡Seguro que quería llevarlas a jugar a cualquier sitio y ya no podrían ir a la cooperativa! Karcsú ya decía a Kati:
—¿Os venís a la estación del Oeste?
—¿Por qué? ¿Llega alguien? — preguntó Kati sonriéndole.
—Eres un poco tonta -dijo Pedro con un rictus burlón, pero con tono cariñoso.
Susi le explicó de carrerilla que iban a la cooperativa, allí, en la Avenida.
—¿Sabes qué es una cooperativa? — le preguntó Susi.
—Claro que lo sé -contestó Karcsú con voz aguda, e inmediatamente después su cara se hizo impenetrable. De repente, su cabeza se asemejó a una caja de zapatos a la que acabaran de poner la tapa. Se mantuvo así hasta que llegaron ante la tienda de vestidos de niños. Entonces, lanzó un grito de alegría:
—¡Anda! ¡Si venís aquí!
Se quedó a esperarlas delante del escaparate y las dos niñas entraron en la tienda.
¡Era una tienda muy bonita! A la derecha, en una larga barra metálica, se alineaban los vestidos terminados: abrigos rojos, faldas de cuadros, vestidos de estofa de color rosa y azul... Kati se acercó enseguida para contemplarlos. A la izquierda estaba el mostrador y, detrás de éste, una estantería en la que se aburrían algunos trozos de tela. Aburriéndose junto con los trozos de tela, un hombre se apoyaba en la estantería. Al fondo estaban los probadores cerrados con cortinas. Las cortinas no estaban bien corridas y Susi pudo mirar dentro. Justamente entonces, estaban comprimiendo a una niña gorda en un vestido de cuadros. La niña se parecía a Maruja Pitter. Una señora se arrodillaba ante ella, arreglando el largo de su vestido. La niña gorda gimoteaba y la señora procuraba tranquilizarla diciéndole que enseguida terminarían. Susi corrió al lado de Kati.
—Vámonos de aquí -le susurró al oído.
—¿Por qué? — preguntó Kati-. ¡Son tan ricos estos vestidos!
—Pero, Vámonos -insistió Susi. Y enseguida corrió hacia afuera, para que el hombre que se aburría entre los tejidos no pudiera preguntarles lo que deseaban.
—¿Lo habéis comprado? — saltó ante ellas Karcsú cuando salían de la tienda.
Ninguna le contestó. Kati miró a Susi.
—¿Entonces?
—Iremos a ver la de la calle Flor. Quizá sea mejor.
Recorrieron dos veces la calle Flor antes de que pudieran encontrar la tienda. No tenía un escaparate tan grande ni tan vistoso como la de la Avenida. Encima del comercio se leía en una tabla:
«Cooperativa de costura de batas y ropa de casa».
En el escaparate había un vestido de franela estampada con botones de arriba abajo y una bata de felpa azul. A Susi enseguida le gustó la bata por su suave color azul claro. Kati también hizo constar:
—No está mal.
Otra vez dejaron fuera a Karcsú y entraron ellas.
Salió a su encuentro una señora de pelo blanco y con gafas. Vino de un cuarto trasero. No cerró la puerta, por lo que se podía oír el traqueteo de las máquinas de coser.
—¿Qué queréis, niñas? — preguntó.
La cabeza de Susi se aturdió por completo. No tenía ni idea de lo que debía contestar. Por suerte, Kati respondió sin el menor desconcierto:
—Quisiera hablar con la señora directora.
—Yo soy la jefa de esta cooperativa.
—¡Besos! — Kati inclinó la cabeza-. Quisiéramos informarnos.
—Muy bien -dijo la señora con gafas, sonriendo.
—Mi amiga Susi quisiera matricular a su mamá en esta cooperativa...
La señora se echó a reír.
—Esto, queridas niñas, no es un colegio donde haya que matricularse -y preguntó a Susi-: ¿Qué hace tu mamá?
—Cose.
—¿Dónde?
—Por las casas.
—¿Y le gustaría entrar en la cooperativa?
—No lo sé... -contestó Susi, dudando.
—¿Entonces?
—A mí me gustaría que entrase...
—Y ¿por qué te gustaría, niña?
—Porque por la noche trabaja hasta muy tarde.
—¿Y a ti te gustaría que no trabajase tanto?
—Me gustaría que estuviese más tiempo en casa.
La señora asentía repetidamente con la cabeza, como quien sabe perfectamente de qué se trata. Se quitó las gafas y se restregó los ojos.
—¿Dónde vivís? — preguntó después-. ¿En este distrito?
—Sí.
—Pues, que tu mamá venga a vernos.
—No vendrá -dijo Susi, mirando desanimada a la señora.
La señora con gafas parecía tan desalentada como Susi. Kati quería participar también de la Preocupación común, así que dijo:
—Así gana más. Quiere comprar una lavadora.
La señora volvió a ponerse las gafas mientras decía:
—Puede que gane más, pero eso no es vida. La lavadora no lo es todo.
Susi pensó que la señora tenía toda la razón pero no dijo nada. Sólo la miraba fijamente con la frente fruncida.
—No hay otra forma -suspiró la señora-. Tiene que venir ella personalmente. Dile que aquí también se puede ganar bastante y que terminaría a las cuatro y media. Dile que la señora Bernat ha dicho que la esperamos con cariño y que con nosotras lo pasará bien. Señora Bernat, ¿no lo olvidarás?
—No -prometió Susi. Y Kati y ella se despidieron.
SUSI lo estuvo pensando durante mucho tiempo. No sabía cómo empezar. Después se volvió hacia su madre cuando ésta ya había terminado de abrir la lata de paté:
—La señora Bernat es muy agradable. Mucho más agradable que la señora doctora o la señora Pitter.
—¿Quién es la señora Bernat? — preguntó su madre, mirándola.
—Pues, la jefa de la cooperativa.
—¿De qué cooperativa?
—La de la calle Flor.
—¿Qué hacías tú allí?
—Fui con Kati a pedir información.
La madre apartó la lata abierta y miró a Susi con tanto interés que ésta tuvo que continuar:
—Hemos preguntado si podrías entrar tú en esa cooperativa. Hacen batas de casa. Son unas batas muy bonitas. Más bonitas aún que la de la abuela doctora.
—Y ¿fuiste allí por mí?
—¡Claro!
—Pero, ¿por qué?
—Porque trabajas hasta muy tarde. Donde la señora Bernat, terminarías a las cuatro y media.
Su madre se quedó un rato mirando la mesa de la cocina. Después preguntó:
—¿Quieres que te haga también un huevo pasado por agua?
Susi meneó la cabeza. Con el paté sería suficiente. Además, eso no tenía importancia en aquel momento.
—Bueno, ¿qué dices?
—¿De veras que fuiste allí porque te da pena que trabaje tanto? — la voz de la madre era sedosa.
Susi se abrazó al cuello de su madre.
—Entonces, ¿vas a entrar?
—¿Dónde?
—¡Pues, en la cooperativa!
—¿Por qué iba a entrar? Allí se gana mucho menos.
—La señora Bernat ha dicho que allí se gana bastante -las manos de Susi cayeron mustias del cuello de su madre-. También ha dicho que la lavadora no lo es todo y que lo que tú haces no es vida. Y que allí te esperan con cariño -continuaba insistiendo con un afán creciente hasta el punto de que, al pronunciar la última frase, sus brazos enlazaron de nuevo el cuello de la madre.
Ésta se desprendió de ellos con un movimiento breve e irritado y respondió:
—¡Déjame ya en paz con la señora Bernat!
Capítulo 16
HASTA hacía sol. Claro que lucía como quien no se toma en serio ni a sí mismo. De todas maneras, Susi luchó y discutió hasta que se le permitió ponerse el abrigo de entretiempo, que habían comprado en el almacén Corvin, en vez del estrecho abrigo de invierno. También intentó luchar por la llave. ¡No hubo manera!
Quizá su madre se disgustó cuando Susi le dio el recado de la señorita Magdi: que fuera a hablar con ella algún día antes de la una. Su madre se asustó al principio:
—¿No habrás hecho algo malo?
Susi tuvo que insistir durante diez minutos en que, de verdad, de verdad, no había hecho nada.
—¿Estudias poco?
Susi se encogió de hombros.
La madre estaba desesperada.
—Trabajo desde la mañana hasta la noche. ¿Cuándo podría tomarte la lección? ¿Cuándo podría comprobar si has hecho los deberes o no? ¿Te hace falta algo? ¿No te compro todo lo que quieres?
«¡Ay si empieza a llorar!», pensaba espantada. Susi. Y le contó apresuradamente que el día anterior había sacado un diez en matemáticas. Y era verdad; pero también era verdad que no hacía ni dos semanas que la señorita Magdi le había puesto un tres también en matemáticas.
—Pero, entonces, ¿por qué quiere hablar conmigo? — dijo preocupada la madre, quien se había acostumbrado, a lo largo de su vida, a que sólo la reclamasen cuando había una profunda razón por medio.
—No lo sé -respondió Susi. De ningún modo quería decir que la señorita Magdi también estaba enterada de lo de la cooperativa.
Después, la preocupación de su madre se redujo sólo a cómo dejar un mediodía a la señora Ovillo, estando como estaban en plena temporada y cuando ni se las podía ver entre las montañas de jerséis que tenían que terminar.
De la llave no quería saber nada.
—Después del colegio te vienes enseguida conmigo. ¿Comprendes? — dijo como advertencia.
Susi asintió, pese a que sabía que eso sería imposible. ¡Ya lo habían acordado el día anterior!
DESPUÉS de la última clase iba a casa con Kati. Entonces, Susi ya ni se acordaba de que su madre la esperaba en casa de los Ovillo. Desde el recreo, no pudo pensar más que en el lavadero. En el recreo Kati le dijo que fuera a su pupitre.
—Mira -dijo, sacando del mismo su cartera. De la cartera salió la bolsa de plástico en la que su abuela guardaba el ganchillo. Realmente, había allí un montón de labores y hasta trozos amarillos de algo tejido. Susi los colocó sobre el pupitre y enseguida comprobó que se trataba de la espalda y las dos mangas de un jersey.
—No importa -contestó Kati-; son bonitos. Y volvió a meter todo con dificultad en la bolsa de plástico, la bolsa en la cartera y la cartera en el pupitre. Susi comprendió entonces por qué había sacado la pobre Kati un uno en la clase de lectura, cuando la señorita Magdi se dio cuenta de que no tenía el libro.
—Lo olvidé en casa -dijo Kati, cosa que ya entonces Susi no pudo creer. Kati jamás olvidaba nada en casa. El motivo, pudo ahora comprobar, era simplemente que el libro no cabía en la cartera. ¿Por qué no lo llevó en la mano? ¡Kati era demasiado exquisita para eso!
Así pues, se dirigían juntos al antiguo lavadero. Susi también llevaba consigo lo que definitivamente destinaba al lavadero: la foto de su padre. Sólo Soki se había dejado en casa su colección de envoltorios de bombones de Navidad. Por eso salió corriendo, de repente, con los brazos extendidos y zumbando como un avión. Cuando ya las había dejado atrás, les gritó, dejando de zumbar por un instante:
—¡Enseguida voy! — y embistió contra la cesta de una señora.
Karcsú ya las esperaba en el patio, sentado en las escaleras del vestíbulo del lavadero. Su cara parecía terriblemente excitada. Susi intuyó enseguida que habría ocurrido algo muy importante.
—¡Mirad! — dijo Karcsú. Y las hizo entrar en el lavadero.
Kati se quedó en la puerta emocionada. Lo notó inmediatamente. Apoyado en el ruinoso fogón estaba el espejo del recibidor de los Karcsú. Delante los cuatro tornillos preparados, por los cuales se veía que Pedro había hecho un buen trabajo. Bueno, pero innecesario, porque con dos tornillos hubiera bastado. Las esquinas de arriba del espejo se habían roto.
—¡Ay! — dijo Kati, volando hacia el espejo. Y se agachó delante de él para comprobar si se había puesto bien la boina. ¡Por supuesto que se la había puesto bien! Karcsú le retorció enseguida el rabillo de la boina.
—Bajaré también la brocha -propuso Karcsú.
Las dos niñas inclinaron sus cabezas.
—Bueno, ¿venís? — dijo Pedro con una naturalidad tal que parecía que durante años no hubieran tratado más que de esto. Por supuesto que subirían con él por la brecha.
La pared del recibidor de los Karcsú parecía chillar. Se apreciaba claramente el hueco del espejo y, en sus cuatro esquinas, se abrían cuatro agujeros bien grandes. Susi los miró preocupada, pero Karcsú trotó enseguida hacia su cuarto.
—¿Llevamos también el florero? — preguntó a Kati al llegar, con dificultad, a la parte de arriba del armario.
—Claro -contestó Kati-. ¿Dónde pondríamos si no la brocha?
Pedro daba vueltas, pensativo, al florero de cerámica multicolor.
—Pero éste es feísimo. Mejor llevemos un frasco de confitura.
Susi lo aprobó, entusiasmada, desde el sofá de Pedro en donde se había dejado caer.
Los tres fueron a la despensa. Mejor dicho, sólo Karcsú porque únicamente él cabía. Las dos niñas se quedaron en la puerta.
—¿Vale éste de pepinos? — y bajó del estante un gran frasco. Convinieron en que sí. Un frasco grande se puede utilizar para varias cosas. Para muchas más que un frasco pequeño.
Susi contemplaba los estantes con ojos desorbitados. Entre los frascos vacíos, había casi una docena que estaban llenos de mermeladas o confituras.
—¡Pero si tenéis mermelada! — dijo sorprendida.
—La hace la señora Teri -contestó Karcsú-. ¿Quieres?
—Bajemos un frasco al lavadero -dijo Susi, abrazando fuertemente un frasco con mermelada de albaricoque.
Cuando llegaron abajo ya les esperaban Soki y Eta. Eta arrastraba sus botas y Soki tiraba de una gran caja de cartón marrón. En la caja, estaba escrito con letras negras: «Remite: Sra. de Bela Keserü, Valle de Solt. Contenido: nueces». También Eta descifró la inscripción y observaba con gran interés cómo abría Soki la tapa de la caja. No apareció ninguna alegría en su rostro cuando descubrió que estaba repleto de envoltorios de bombones.
Susi se quedó perpleja. Nunca hubiera pensado que el bobo de Soki pudiera ser tan ordenado. Guardaba cada papelito cuidadosamente planchado.
Soki, por el momento, dejó la caja en un rincón del lavadero, al lado de las carteras de Susi y Kati. Después dijo a Eta que se fuese con él y ambos se marcharon corriendo. Karcsú los miró diciendo:
—Apuesto a que se le ha ocurrido una idea tonta.
La gran perspicacia de Karcsú se descubrió al cabo de diez minutos. Eta y Soki aparecieron en la puerta del lavadero sudando y jadeando. Arrastraban un pupitre.
«Mira, éste también tiene pupitre», pensaba Susi asombrada. Pero no pudo dedicar mucho tiempo al descubrimiento porque Karcsú puso el gritó en el cielo.
—¿Y esto para qué, imbécil? — gritó lleno de rabia, dando una patada al pupitre.
—Los deberes... -balbuceaba Soki.
—¿Te has vuelto loco? ¿Un pupitre aquí? — chilló indignado y, después de dar algunos bufidos de rabia, les ordenó que se volviesen a llevar el pupitre, o que lo rompiesen en pedazos, o que se lo tragasen; pero ¡que no lo dejasen allí ni un minuto más! Después, metiendo la mano en el bolsillo hasta el codo, pescó un trozo de carbón. En la pared de enfrente del fogón, que se había reservado para sí mismo cuando repartió las paredes, escribió: LEY. Y abajo: No se deben traer de casa pupitres ni otras cosas serias.
Kati sacaba poco a poco los encajes y la labor de punto amarilla. Karcsú sacó un puñado de clavos de su bolsillo y, cogiendo un pedazo de ladrillo, procuró clavarlos en la pared de Kati. Era difícil. El revoque se desconchaba y la pared seguía rechazando los clavos. Cuando logró colocar las piezas amarillas, estaba ya totalmente agotado. Los grandes y preciosos tapetes de ganchillo ni los extendió. Solamente clavó dos clavos y los colgó de ellos. Pero, aun así, quedaba realmente bonito.
Soki clavó la foto del padre de Susi con una escarpia en la pared. Allí donde Susi pensaba: entre la puerta y la ventana y a la altura de su cara.
Eta recogió los trozos de madera que había por el suelo y los amontonó delante del fogón.
—Encenderemos el fuego -se dijo a sí misma. A nadie más lo hubiera podido decir. Todos estaban terriblemente ocupados. Soki también sufrió lo suyo con el retrato del padre de Susi. Al final quedó en su sitio, pero la escarpia atravesaba su frente por lo que no se podía apreciar tan bien su bonito pelo ondulado.
Kati sacó del bolsillo de su bata del colegio el nomeolvides. Lo había comprado el día anterior, para celebrar la fecha, cuando decidieron que aquel día se trasladarían al lavadero. Estaba un poco arrugado. Arregló hábilmente sus pétalos y, después, se quedó largo tiempo pensando en dónde colocarlo. Corrió al fogón ruinoso, quitó de él el polvo y los cascotes, colocó dos ladrillos uno junto al otro y apretó el tallo del nomeolvides entre ellos. La pequeña flor azul asomaba la cabeza por entre los ladrillos del fogón desmantelado como si todo esto le pareciese una broma.
Susi metió la brocha en el frasco de pepinillos, con el mango hacia abajo, como se debe, y lo colocó al lado de la pared. Después miró a su alrededor, buscando un sitio donde poner la despensa para la mermelada de albaricoque que habían traído de casa de Karcsú. Cogió dos trozos de madera de delante del fogón. Soki encontró una tabla que colocaron, sobre los trozos de madera, debajo de la ventana. Quedó como un estante y, encima de éste, colocaron la mermelada. Eta siempre estaba detrás de ellos. Cuando terminaron, llegó el turno a los papelitos de bombones.
Soki vació el contenido de la caja en el centro del lavadero. Todos lo rodearon. ¡Eran tan bonitos aquellos papeles multicolores y relucientes! Karcsú se sentó encima del montón de envoltorios.
—¡Magnífico! — dijo con reconocimiento-. Éste será nuestro asiento.
Todos lo probaron. Se acurrucaron amontonados sobre la pila de papelitos, apoyándose cada uno contra la espalda del otro.
Todos, excepto Eta. Eta, al principio, sólo contemplaba el frasco de mermelada. Después, lo cogió en la mano y le dio vueltas hasta que, por fin, le quitó lentamente el celofán. Entonces se dieron cuenta todos de lo que estaba haciendo.
A Susi le hubiera gustado que dejase la despensa en paz, pero no dijo nada. Eta metió el dedo en la mermelada, lo sacó y lo chupó. Volvió a meterlo, esta vez ya un poco doblado, para coger más mermelada y lo chupó de nuevo. Su cara se quedó sucia. Sorbía ruidosamente. Kati la observaba, poniendo una cara como cuando pegan a alguien sin que se sepa por qué.
Eta levantó la mirada y deslizó confusa el frasco hasta su barriga. Sus grandes manos rojas quedaron también manchadas de mermelada. Nadie dijo nada. Sólo se oía el murmullo de los envoltorios de los bombones de Navidad cuando alguno de ellos se movía.
—Karcsú dio, de repente, un grito:
—¡Chicos, vamos a jugar al escondite!
Se levantaron tan de prisa que parecía que estaban esperando exactamente esa llamada. Un montón de papelitos voló por el aire tras ellos. Soki procuró alcanzarlos con cara de susto; pero, después, los dejó revolotear cuando Karcsú gritó de nuevo:
—¡Soki se queda!
Aún no llevarían una hora jugando, cuando apareció la señora Popperman, con sus corbatas, en la puerta. Primero les dijo:
—Me vuelven loca vuestros gritos. ¿No podéis jugar más silenciosos?
¡Claro que no podían! Eso no era una clase de matemáticas donde uno se alegra si no tiene que hablar. Karcsú había localizado a Eta, que también jugaba con ellos después de haber vaciado el frasco de mermelada, y que se había escondido entre los ladrillos del fogón. Y, cuando Karcsú la descubrió, tuvo, naturalmente, que soltar un grito. ¿Iban a explicar todo eso a la señora Popperman? ¡Qué va!
La señora miró el lavadero y batió palmas:
—¡Dios mío!, ¿qué estáis haciendo?
Karcsú se inclinó, cortésmente, delante de la señora de las corbatas.
—¡Buenas tardes! — la saludó, señalando de este modo que la visita, por su parte, había concluido. Y, en efecto, la señora los dejó. Cuando llegó delante de su puerta, aún seguía moviendo la boca. Susi no sabía si la señora Popperman estaba hablando para sí misma o los estaba regañando en voz alta sin que se pudiera entender una sola palabra por los chillidos que Kati y Karcsú daban a coro:
—¡Tonto Soki! ¡Tonto Soki!
Y lo rodeaban bailando, cosa que él soportaba con una sonrisa de indiferencia.
Susi se dio cuenta de que Eta no había devuelto el frasco de mermelada al estante, sino que lo había dejado en el fogón. Enseguida lo cogió y lo devolvió a su sitio. Al fin y al cabo, ¡en una despensa también puede haber frascos de mermelada vacíos!
Kati se cansó de Soki. Además, recordó que el espejo todavía no estaba colocado. Junto con Karcsú, lo llevó hasta su pared. Pedro procuró sujetarlo con dos tornillos por donde no se había roto. Pero la asquerosa pared no quiso aceptar los tornillos. Pedro probó entonces con clavos corrientes. Fue pura suerte el que Soki estuviera a su lado y pudiese coger el espejo al vuelo. Kati resolvió el asunto:
—¡Que se vaya al diablo! — dijo con ternura a Pedro-. No hace falta colgarlo. Así, apoyado, estará bien.
Kati se puso delante del espejo. Se podía ver justamente desde la cintura para abajo...
—¡Estupendo! — dijo alegremente-. La abuela también tiene un espejo en el recibidor en el que sólo me veo la cabeza. Aquí sólo me veo los pies. Me miraré la cabeza en casa y los pies aquí. — Y con esto se agachó para estirar sus calcetines de cuadros azules. ¡Hay que ver qué útil era un espejo así! ¡Podía ver enseguida que sus calcetines se habían bajado!
Susi también estaba satisfecha con el espejo, la despensa, el nomeolvides y los brillantes y coloridos papelitos de bombones amontonados en el centro del lavadero, y el retrato de su padre en la pared, y todo... Fue hacia la puerta y volvió, corriendo. Luego, se abrazó al cuello de Kati y la besó en las mejillas. Se quedaron un rato abrazadas. Después dijo Susi:
—¿Verdad que es maravilloso?
Capítulo 17
LA MADRE de Susi se decidió, al fin, y fue a visitar a la señorita Magdi. Susi la vio, por casualidad, desde el cuarto piso. En el recreo de las once; estaba con Soki colgada de la barandilla de la escalera, cuando éste miró hacia abajo y dijo:
—¡Mira, ahí va tu madre!
Era verdad. Vio cómo, en el primer piso, su madre estrechaba la mano de la señorita Magdi. Después, dio la vuelta y bajó por las escaleras. Por un instante, Susi pudo ver también la cara de su madre porque pasó muy cerca de la barandilla con la cabeza levantada. Sentía como si una mano agarrara y apretase su corazón. Su cara estaba triste y parecía tan cansada como si hubiera estado llevando un pesado saco durante horas.
Eran muy contadas las veces en que Susi había pensado que su madre también podía estar triste o alegre, que le podía doler algo o que se cansaría en el trabajo. La madre se ponía la bata gris y se sentaba en cuartos extraños, al lado de máquinas de coser extrañas; y entre voces ajenas, cazuelas ajenas y frases ajenas, hasta convertirse ella también en un poco ajena.
Pero, ¿por qué no estaba en casa? Y ¿por qué no intercambiaban frases conocidas que no oyera nadie y que ya se hubieran dicho muchas veces? Por ejemplo: «Cariño, ¿has comprado el pan?» o «Susi ven a ayudarme a pelar patatas». Y comer en una mesa conocida con platos propios las comidas de siempre. Los guisos de su madre...
Susi se inclinó sobre la barandilla para ver mejor la cara de su madre. Pero ya había desaparecido su cara y también su figura. Por lo visto iba más adentro. Aún pudo ver su mano que se deslizaba sobre la barandilla.
De repente, sintió un deseo enorme de tocar los dedos duros, llenos de pinchazos, de su madre. Por donde cogía las tijeras, tenía una callosidad...
—¡Madre! — gritó Susi. Pero la mano se escapó de su vista. Sonó el timbre, y la voz de Susi quedó absorbida por el fragor del momento.
Al mediodía le dijo Kati que se fueran al lavadero; pero ella, en cualquier caso, quería ir con su madre. Tenía un poco de remordimiento porque en los últimos tiempos jugaban casi a diario en el lavadero. Y lo pasaban estupendamente hasta que aparecía la señora Popperman. Y después también. Pero tenía que pasar media hora, cuando menos para Susi. Karcsú no se preocupaba ni un minuto. Casi flotaban aún las corbatas de la señora delante de sus narices, cuando Karcsú ya empezaba a gritar de nuevo. Kati siempre sonreía a la cara furiosa de la señora Popperman. Y Soki... ¡Bueno! Soki no se inquietaba ni cuando la señorita Magdi los mandaba hacer el examen de matemáticas: al cabo de media hora, aún estaba inclinándose tranquilamente hacia atrás y sin haber resuelto ni un solo problema. Eta, por su parte, ni siquiera levantaba la vista cuando la señora Popperman los estaba regañando. Pero a Susi le afectaba la cosa. Sentía la misma angustia que cuando iba al colegio sin haber hecho los deberes.
Sentía como si el lavadero no fuese de ellos. Como si las palabras furiosas de la señora los pudieran expulsar de allí. Como si no fuera posible quedarse allí hasta la eternidad...
Una vez entró también la portera, la señora Mariska. Aquel día Karcsú no volvió a gritar.
Y surgieron otras complicaciones. Por ejemplo, con el espejo del recibidor de los Karcsú y ya al día siguiente de bajarlo al lavadero. Hacia la noche, el gran coche negro trajo al señor Karcsú a su casa. Se bajó con su gran cartera negra y subió por la escalera con la cabeza muy derecha. Al cabo de diez minutos le daba personalmente una bofetada a Karcsú, cosa que se podía considerar casi como un honor.
Karcsú descolgó el espejo. Mientras lo estaba cogiendo para llevarlo a su casa no tenía valor para mirar a Kati. Pero esta situación sin espejo no duró mucho: al día siguiente volvió a presentarse Pedro con el espejo y lo apoyó contra la pared de Kati.
—No lo quieren -dijo- porque se le han roto las dos esquinas. ¡Como si esos centímetros significaran tanto!
Kati se agachó enseguida delante del espejo para peinarse.
La madre de Susi también estaba enfadada. El día que fue al colegio de visita, no le dirigió la palabra en toda la tarde. A Susi le dolió la cosa, así que, la tarde siguiente, se quedó en el lavadero sólo hasta las cuatro. Sin embargo, al otro día, ya no pudo irse de allí hasta la noche. Sólo se marcharon todos cuando la madre de Karcsú lo llamó: «Ven cariño a cenar». Susi esperó a su madre junto a la puerta y, pese a que recibió dos bofetadas delante de la señora Popperman, no se arrepintió.
Y es que Karcsú les había contado esa tarde «Los muchachos de la calle Pal». Todos se sentaron sobre el montón de envoltorios de bombones, juntos y apoyados unos contra otros, y Pedro empezó a contar: existía un solar y en el solar había montones de maderas, que eran las fortificaciones, y cada una tenía un cañón. Boka, Nemecsek y los otros defendían el castillo contra los camisas rojas. Karcsú se levantaba, saltaba de acá para allá, se lanzaba y se agazapaba para explicar cómo era la batalla: se bombardearon y se escondieron detrás de los montones de madera; si enarbolaban la bandera, significaba que el enemigo había tomado el castillo; pero no la llegaron a enarbolar, ya que Boka recurrió a un ardid. Toda la tarde, Pedro lo estuvo contando gráficamente: se tiraba de bruces al suelo, apretaba contra sus hombros una madera, atacaba con ella a Soki, y seguía contando lo de los montones de madera.
Susi, al principio, no salía de su asombro. También ella había leído hacía poco tiempo «Los muchachos de la calle Pal». Al pobre Nemecsek lo metieron en el lago. Se resfrió y su madre lo cuidaba. Su padre también estaba en casa, pero tenía que trabajar. Era modisto. Y cuando murió el pobre Nemecsek, los padres se sintieron muy desgraciados. De esto trataba «Los muchachos de la calle Pal» y no de los montones de madera, pero no dijo nada: ya llegaría Karcsú a contar lo del lago y la muerte.
No llegó. Seguía contando con creciente entusiasmo cómo luchaban los muchachos de Boka contra los camisas rojas.
Susi escuchaba y contemplaba los grandilocuentes gestos de Karcsú. A decir verdad, así también resultaba muy interesante «Los muchachos de la calle Pal»...
Pero, ese día, ¡no iría de ninguna manera al lavadero! La estaban tentando inútilmente tanto Kati como Soki: se iría con su madre a casa de la señora Ovillo.
¿Qué le habría dicho la señorita Magdi a su madre?
Le abrió la puerta Verónica. ¡Vaya! Seguro que se juntarían para murmurar y ella no podría hablar ni una palabra con su madre.
—¡Hola, vagabundo! — le dijo la señora Ovillo desde el cuarto al oírla llegar. Su voz rodaba hacia el recibidor, al encuentro de Susi, como un gran ovillo rojo.
Su madre levantó la cabeza de la máquina de coser. Su cara estaba cansada y triste. La mano desconocida penetró de nuevo en el corazón de Susi para apretarlo.
Fue hacia ella y la besó en la mejilla. Su madre no le devolvió el beso, sólo le dijo con voz opaca:
—¡Vete a comer!
La señora Ovillo la condujo enseguida a la cocina y le dijo, señalando el gas:
—Te lo puedes calentar tú, ¿verdad? ¿Sabes dónde encontrar platos y cubiertos?
Susi asintió con la cabeza.
—Pues entonces come cuanto quieras -dijo la señora Ovillo, animándola, y la dejó en la cocina
Susi levantó las tapas. En una cazuela había sopa; en otra, carne con salsa, seguramente algún estofado, y, en una tercera, patatas. Susi sabía que no podría tomar ni un bocado. Entonces, ¿para qué calentarlo? Se apoyó en la puerta, mirando a la pared. Allí donde aún se podía distinguir, había diminutas flores azules. En muchos sitios, habían aparecido ampollas y se había caído ya la pintura.
Susi reflexionaba. ¿Habría comentado la señorita Magdi algo sobre la cooperativa? ¡Lo había prometido! ¡Pero a Soki también le prometía siempre que lo mandaría fuera si dibujaba en clase y jamás lo hacía!
¿Y por qué estaba su madre tan triste? Quizá porque la señorita Magdi le había dicho también que ella se estaba atrasando en los estudios.
Tocó con el dedo la pared donde estaba levantada la pintura. Las pequeñas flores azules se descompusieron y cayeron al suelo. Susi tocó algunas ampollas más y volvió al cuarto, pensando en que ya había transcurrido el tiempo que uno puede tardar en comer.
Su madre estaba hilvanando un jersey de caballero. La señora Ovillo y Verónica sacaban los hilos. Verónica susurraba algo muy excitada. Incluso dejó de coser para poderlo explicar con más ardor.
La madre de Susi echó una mirada a su hija por encima de la cabeza de Verónica. Esa mirada era titubeante y pensativa. Se notaba que los cuchicheos excitados de Verónica no la interesaban. ¿En qué pensaría ella entonces? ¿Acaso en Susi? Después, empezó a hablar. Su voz atravesó el susurro de Verónica y la cara atenta de la señora Ovillo. Dijo:
—Vete a hacer los deberes. Apréndetelos bien porque en casa te los preguntaré.
Susi empezó a reír. Su risa no venía allí a cuento, pero era necesaria. ¡Su madre la preguntaría en casa! ¡Nunca lo había hecho!
En casa, recitó prácticamente toda la lección de «Conocimientos del medio ambiente» y todo lo que sabía de los verbos. Su madre estaba satisfecha, pero no reveló lo que había hablado con la señorita Magdi. Mejor dicho, sólo mencionó que, según la profesora, Susi estudiaba menos que antes.
—Y ¿no hablasteis de otra cosa? — preguntó la niña, mientras se le arrugaba totalmente su libro de gramática.
—Sí... -contestó ella en tono difuso-. De muchas cosas.
PROMETIÓ a su madre que acudiría, sin falta, a casa de los doctores. ¡Claro que iría! Sólo iba a estar un ratito, una hora, en el lavadero. Kati se había llevado al colegio una graciosa cacerolita roja y tres cajas vacías de crema de zapatos. Ya habían jugado a cocinar una vez, pero no tenían dónde preparar la comida. Entonces movieron las macetas que la señora Popperman tenía sobre el fogón, hasta que se presentó ella, e hirviendo de cólera, las recogió.
Karcsú era el marido de Kati y Soki el de Susi. Eta era su hija. Hija común. Pese a que Kati dijo que dos matrimonios no suelen tener la misma hija, no se preocuparon por ello. Todos lo sabían, pero, si sólo había una Eta, ¿qué podían hacer?
Susi contempló, encantada, la cacerolita roja ¡En ella hasta se podría hacer comida de verdad! A Soki también le entusiasmó, hasta el punto de que a mediodía corría junto a ellas hacia la casa de Susi. Eta ya los esperaba en el portal. Susi notó algo extraño. ¿Por qué estaba Eta delante del portal, si siempre solía esperarlos en el lavadero apoyada en el fogón? Y los estaba mirando con tanta tristeza...
—¿Qué pasa? — preguntó enseguida Susi. Pero Eta sólo respondió:
—No lo sé -y fue tras ellos, arrastrando sus zapatos. Cuando ellos se detuvieron, se detuvo también.
Y es que Susi, Kati y Soki se quedaron delante de la puerta del lavadero mudos y petrificados. En la puerta colgaba un enorme candado cubierto de herrumbre.
Desde la escalera les llegó el grito de Karcsú:
—¡Hola! ¡Qué hay! ¿Os habéis quedado mudos?
Aún no sabía por qué. ¡Dos saltos más y se enteraría!
Karcsú vio el candado y lanzó un grito tremendo. Era un grito doloroso, como si le hubieran dado una patada en las espinillas.
Susi miraba el candado. Jamás en su vida había visto un candado tan grande. Después, bajó la mirada hasta el suelo de cemento del pequeño vestíbulo. Alguien había tirado sus cosas frente a la bajada del sótano. Los encajes y trozos del jersey amarillo estaban rotos. Sobre ellos, el frasco de mermelada vacío y el retrato del padre de Susi con una raja tremenda. Susi se agachó por él, lo alisó y lo metió en su cartera.
Karcsú se acercó a la puerta cerrada y le dio una patada con todas sus fuerzas. La madera contestó con un tono vacío e insonoro.
Eta tan sólo pestañeaba y Soki repetía nervioso: «los papelitos de bombones... los papelitos de bombones...» Como un disco rayado. Lo dijo mil veces, hasta que Karcsú le gritó:
—¡Cierra ya la boca!
Kati dejó caer su cartera al suelo. La pequeña cazuela roja y las cajas de crema de zapatos resonaron en ella.
—El nomeolvides -suspiró, inclinándose por la florecita que yacía pisoteada delante de la puerta. Sus pequeños pétalos azules estaban todos sucios. Pero ella lo cogió, lo limpió con su pañuelo y lo guardó al lado de la cacerolita roja.
—¿Qué hacemos ahora? — preguntó Susi. Y sentía que era inútil levantar la cabeza hacia el cielo. Sus lágrimas caerían de todas maneras.
—¡Matemos a la señora Popperman! — rechinaba Pedro entre dientes-. ¡Lo hizo esa bruja! — y se encaminó hacia la ventana de la mujer.
Hacía ya casi una semana que el sol calentaba y, desde entonces, la señora Popperman dejaba abierta su ventana. Todos los vecinos podían ver cómo limpiaba y planchaba las corbatas.
Karcsú se paró delante de la ventana de la señora Popperman. Ella miró hacia fuera y, en un tono tan suave como el de un viejo, le preguntó:
—¿Quieres la llave, hijito? Me la ha dejado la señora Teri...
—El candado -contestó Pedro-. ¿Por qué está allí el candado...?
—¡Ay, hijito! Una se vuelve loca con vuestros juegos. Ahora que tengo la ventana abierta, es insoportable. Por cierto, vuestro espejo se quedó dentro. Si os hace falta, se lo diré a la señora Mariska. Ella tiene la llave del candado.
—¡El lavadero es nuestro!
—¡No me digas! ¿Y quién os lo ha dado? ¡Es ya un milagro que Mariska os dejara trastear allí hasta ahora! Ese lavadero debe estar cerrado. Si hubiera venido una inspección, hubieran multado a la pobre Mariska.
—¡Era nuestro! — gritó Karcsú fuera de sí.
—He de entregar hoy el trabajo y no tengo tiempo de hablar contigo -contestó la señora Popperman y se alejó de la ventana. Todavía les dijo desde el fondo del cuarto como desde un túnel:
—Y llevaos vuestras cosas de allí, porque por la noche, cuando recojamos la basura, las tiraremos.
Pedro miró con la cara lívida por la ventana. En la penumbra, la señora Popperman conectaba el cordón de la plancha en el enchufe de la pared. Y Pedro, tendiendo su mano hacia la ventana, arrancó de un tirón la cabeza de un geranio rojo, después de otro y de un tercero más. La señora saltó hacia la ventana:
—¡Vete de aquí enseguida! — gritaba-. ¡Ya verás, se lo diré a tu padre!
—¡No me importa! — chillaba Pedro-. ¡Haga lo que quiera! ¡Bruja! ¡Bruja! — y corrió a la puerta del lavadero, la sacudió, la golpeó con sus puños y le dio patadas. Después, apretando su frente contra la sucia madera, estalló en sollozos:
—¡Nos lo han quitado! — gemía-. ¡Nos lo han quitado!
Kati estaba doblando los encajes y, en sus grandes ojos azules, no había ni el menor asomo de sonrisa. Soki repetía desesperado:
—¡Seguramente los tiraron! ¡Tiraron los papelitos de bombones! Los estoy coleccionando desde hace cuatro años...
Susi ya no mantenía la cabeza hacia arriba. Si Pedro también... Dejó caer sus lágrimas y no pudo decir nada. Tampoco cuando vio que Eta atravesaba el patio, arrastrando sus botas atadas con cuerdas. Eta se paró, por un momento, al lado de la barandilla de la escalera, se apoyó sobre ella como un abrigo viejo sobre una percha vieja. Después siguió arrastrando los pies hacia el portal. Aún tocó con sus grandes manos rojas la gruesa madera antes de salir por la puerta.
La calle la absorbió enseguida.
Capítulo 18
AL DÍA SIGUIENTE, el colegio resultaba muy extraño. Soki no le envió ni un solo tanque a Susi y, cuando sonó el timbre, salió de la clase, corriendo como si alguien le persiguiese. Cogió a Blas en el pasillo y cuando, por casualidad, miró hacia donde estaba Susi, retiró la vista rápidamente.
La verdad es que Susi tampoco insistió en ir tras Soki. Observaba a Julio Ester, que sacó un peine roto y un papel de seda y, tras enrollar el papel alrededor del peine, sopló una melodía. Susi se lo pidió para probarlo también. El papel de seda le hacía cosquillas en la boca; pero, con todo, eso era mejor que Soki. Con él, hablaría del lavadero y, si no hablaban (¿qué quedaba por decir?), pensarían en él. Y en el enorme candado oxidado. Y eso era mejor olvidarlo.
Kati se presentó sólo en el último recreo. Se fue junto a Susi y le dijo:
—No importa, ¡ya te escribirá tu papá!
Susi se excitó mucho.
—Y ¿qué me escribirá?
Kati se quedó pensando.
—Pues que eres una niña muy guapa -dijo después-. Porque colorearon tu retrato. Y que quiere verte. Mi papá también lo dice siempre cuando no voy a verle durante una semana. ¡Y, a ti, ya hace mucho tiempo que no te ha visto!
«¡Esta Kati tiene un ángel!» Eso era lo que pensaba Susi cuando, al llegar a su casa desde la de los Ovillo, encontraron una tarjeta en la puerta. Claro que desde lejos no se veía que era una tarjeta y Susi creyó que era una carta. Su madre la sacó de la rendija de la puerta y, entonces, Susi ya no pensó en nada. Se trataba solamente de un impreso con texto oficial. Esperaba que su madre abriese la puerta.
Pero no abrió. Se quedó leyendo las horribles letras impresas en la tarjeta. ¿Qué pasaba? ¿Se lo quería aprender de memoria?
Por fin empezó a hablar. Pero en un tono tan extraño que parecía que no era ella quien hablaba. Preguntó:
—¿Tú has escrito a tu padre?
Susi estaba tan consternada que, al principio, no pudo articular palabra. Después cogió la tarjeta de la mano de su madre y gritó:
—¡Así, que sí que ha contestado!
—Es decir, que tú le has escrito -lo dijo en un tono tan bajo que apenas se la podía entender. No obstante, Susi sintió como si le hubiera dado una bofetada.
—¿Por qué no? Otros también tienen papá. Otros también le escriben -dijo encolerizada. Escudriñaba la tarjeta, pero allí no había nada más que el nombre y la dirección de su padre y un texto frío y oficial, en el cual avisaban a Susi de que había recibido veinte dólares, por cuyo valor podía comprar géneros en un sitio llamado IKKA.
Susi lo leyó en el umbral. Su madre ya había entrado en la cocina. Puso las cosas en su sitio y tenía en la cara la misma expresión de tristeza que se le quedó desde que fue a ver a la señorita Magdi. Susi también entró. Estaba tan enfadada con su madre que le hubiera gustado gritar. ¡Su padre había contestado! ¡Existía! ¡Se interesaba por ella!... ¿Por qué se enojaba su madre por eso? ¿Por qué quería arrebatarle a su padre? Al fin y al cabo, todos tienen derecho a su padre. Miró otra vez la tarjeta y, cuando empezó a hablar, prácticamente chillaba de felicidad:
—Vamos a esa calle IKKA. Seguramente papá habrá mandado la carta allí.
—IKKA no es una calle -contestó ella sin mirar a Susi-. IKKA es un almacén, en donde aceptan dólares.
—Pues, entonces, a ese almacén, por la carta...
—Los familiares que viven en el extranjero envían dólares, que en IKKA se pueden cambiar por telas, jerséis, café y otras cosas.
—Pero si le he escrito mi dirección. No entiendo por qué mandó allí la carta...
—¡Así ayudan a los parientes pobres! Piensan que, con enviar algunos dólares, se arregla todo. Y entonces ya se puede dar la espalda para siempre a hijos, esposas, padres...
—¿Cuándo nos vamos por la carta?
—¿De qué carta estás hablando?
—Pues de la carta de papá...
—¿Qué carta?
—La que me escribió..., la que está allí, donde los dólares..., en esa IKKA, o como se llame...
—Allí no hay ninguna carta. ¡Eso no es una oficina de correos!
—¡Seguro que sí! — gritaba Susi-. Si hay dinero, habrá una carta también. Yo le pedí que me enviase una carta.
—Y te mandó dólares. Por veinte dólares puedes tener un saco de chocolate. ¡Más del que te hubiera podido comprar durante siete años aquí en casa!
Susi se acercó a su madre. En sus ojos oscuros chispeaba la rabia.
—Pues, ¡sí que ha escrito! ¡Entérate de que ha escrito! — las lágrimas inundaron su cara-. ¡Yo no quiero chocolate, ni telas, ni jerséis! ¡Yo quiero la carta de mi padre! Yo quiero leer: «Querida hija...».
Su madre, sin decir nada, entró en la habitación. Susi se apoyó en el armario de la cocina, dejó que las lágrimas le resbalaran. Pensaba en la fotografía de su padre, en el joven de boca sonrosada y de cabellos ondulados. La foto se había roto. Estaba en el libro de lectura. Tendría que volver a dejarla en la caja de zapatos por si acaso la buscaba su madre. No, ella jamás la buscaría...
Se le pasó totalmente la furia. Sólo sentía que el pomo del cajón de los cubiertos se clavaba horrorosamente en su cintura.
Entró en el cuarto. Su madre estaba medio inclinada en el sofá, ocultando su rostro en el pañuelo. Era blanco y ribeteado. Siempre lo usaba, a pesar de que en el armario se alineaban doce pañuelos de distintos colores, endurecidos por el planchado. Susi odiaba aquellos pañuelos blancos, pero era en vano, porque su madre nunca utilizaba los pañuelos de colores. A lo sumo, le daba uno a Susi cuando iba a algún sitio.
Pero en aquel momento, Susi no se preocupó del pañuelo totalmente mojado. Se acurrucó en el suelo delante de su madre.
—No te enfades -dijo.
Su madre levantó la cara llena de manchas rojas de llorar.
—No estoy enfadada -contestó.
—También le envié una foto. Me la hice expresamente para él.
De nuevo empezaron a deslizarse las lágrimas por los ojos de su madre.
—Yo lo sabía -dijo llorando-. Por eso no quería que le escribieras. Él es así.
Susi inclinó la cabeza sobre la mano de su madre.
—No importa -dijo-. Así, las dos juntas, también estamos bien. Y si no quieres ir a esa cooperativa, me iré contigo a casa de los Pitter y a todos los sitios. Jugaré con Maruja y con los críos de los Fehér. Y eso que el mayor me dio una patada el otro día...
—No hablemos de eso ahora -dijo su madre-, acariciando el pelo de Susi.
—¿Y qué haremos con este dinero? — preguntó después Susi cuando su madre salió del cuarto de baño. Ahora no sólo tenía manchas rojas, sino toda la cara colorada de haberse frotado con la toalla.
—¿Con éste? — preguntó la madre, apartando la tarjeta que estaba sobre la mesa de la cocina, como si se tratara de basura.
—Con éste.
—Es tuyo. ¿Qué quieres hacer?
—No lo sé... ¿Tú qué harías?
—Yo lo devolvería.
Por un momento, apareció delante de los ojos de Susi un saco. Un saco de carbón. Igual que aquel en que el señor Pista subía el carbón a los Karcsú. Sólo que no era de carbón de lo que estaba lleno, sino de chocolate. Después, desapareció el saco y sólo quedó la tarjeta de IKKA sobre la mesa con sus asquerosas letras negras de imprenta.
—Pues, lo devolvemos -asintió Susi.
Capítulo 19
NI AUN Susi sabía cómo empezó todo. Posiblemente porque ella había dado un paso hacia atrás en casa de los doctores.
Después, la señora doctora le preguntó varias veces que por qué había dado ese paso hacia atrás.
Que ¿por qué? No lo sabía. Daba un paso atrás cuando alguien entraba en el cuarto donde estaba ella en casa de los doctores, de los Fehér, de los Pitter. Daba un paso atrás para meterse en la pared, en el armario, en la nada. Para no estorbar, para no molestar, para que no se diesen cuenta de su existencia. Porque ella siempre hacía ruido en las casas a las que iba su madre, siempre se dejaba la comida en el plato, siempre movía los pies, nunca ponía la cartera en el sitio adecuado, nunca saludaba como es debido... Total, siempre existía. Era natural que diese ese paso atrás...
La señora doctora entró en la habitación con una bandeja en la mano y, sobre ella, la cafetera y las tacitas rojas. Susi sintió, por un momento, que la señora doctora iba hacia ella. La columna del rincón de la habitación empezó a tambalearse y el bizco jabalí de bronce se cayó al suelo en medio de un estrepitoso ruido a pocos milímetros de Susi.
La madre de la niña dio un grito enorme y ella se quedó, paralizada por el susto, mirando al feo animal al lado de sus zapatos.
Su madre se levantó de la silla y voló hacia ella. La abrazó, la besó y la apretó con tanta fuerza contra la bata gris que Susi casi no podía respirar.
—Cielo mío, cariño. No te ha pasado nada -repetía una y otra vez.
Susi sentía en su cara los fuertes latidos del corazón de su madre.
La señora doctora puso la bandeja sobre la mesa y revoloteó a su alrededor como una gallina asustada. Tocó alternativamente el brazo de Susi y el de la madre. No sabía a quién dirigirse, porque Susi estaba anonadada sin decir nada y la costurera lloraba ostensiblemente.
—¡Ay! Si le ocurriese algo, no lo podría soportar.
—Cálmese ya, Rosita. Ya ve que no ha pasado nada. Bueno... No llore más.
Puso café en una taza.
—Venga, bébaselo. Hoy será el día en que tiraré este desgraciado jabalí. Mi marido ya está harto de él.
La abuela doctora también entró desde la cocina. Probablemente habría oído el ruido de la caída del animal de bronce.
La señora doctora se puso café también para ella. Lo bebió de un trago. Se recuperó y empezó a interrogar a Susi: ¿Por qué había dado ese paso hacia atrás? ¿De qué se había asustado? ¿Por qué se metía en ese rincón si sabía que la columna era inestable? Era inútil preguntarle. Susi ni la miraba. Sólo estaba atenta a la mano de su madre que ponía entonces dos terrones de azúcar en su taza. Sacó enseguida uno con la cucharilla y se lo ofreció a Susi. El terrón oscuro, empapado en café, casi se cayó al suelo de tanto como le temblaba la mano a la madre.
La abuela doctora, al parecer, también se dio cuenta de esto porque le dijo:
—Bueno, Rosita, ¡tranquilícese ya! — y, cogiendo a Susi de la mano, añadió:
—Y a ti, te enseñaré algo.
Se la llevó a la cocina.
En la cocina, la abuela mantenía siempre un orden ejemplar. Ni aun cuando guisaba, dejaba los cacharros y las cosas por allí. No estaba tranquila hasta que devolvía la cesta de patatas a la despensa después de haber pelado las que necesitaba para la comida. Cuando ya no tenía que utilizar la harina, la ponía enseguida en su estante. La vajilla ya innecesaria la fregaba y la colocaba al instante en su sitio. Pero entonces...
¡Qué revuelo! La cortina de colores que cubría la esquina estaba corrida, la cama apartada y un chico con mono colocaba una pequeña estantería en la pared. La estantería tenía muy buen aspecto: tres estantes de madera sujetos por un armazón de hierro. La abuela asesoró al del mono para que la colocase sobre su cama de tal modo que al levantar ella la mano pudiese alcanzar cómodamente el estante de abajo.
La madre entró en la cocina.
—¡Ah! Estás aquí -miró a Susi y volvió enseguida a su trabajo.
Y ¿dónde pensaba su madre que podía estar ella? ¡En casa de los doctores era muy difícil perderse!
Mientras el del mono estaba trabajando, la abuela sacó de su armario varias cosas envueltas en papel de seda o de periódico. Susi tenía una enorme curiosidad por saber qué podrían contener los paquetitos; pero, por el momento, no pudo enterarse ya que la abuela los colocó de uno en uno sobre la cama.
El del mono terminó. Con unos movimientos extremadamente lentos y prudentes, colocó sus herramientas en un estuche de cuero tan gastado que Susi tuvo que pensar en que se pasaría las mañanas mordisqueándolo.
Y eso no era nada absurdo: Julio Ester siempre abría su cartera con los dientes.
La abuela sacó su monedero y preguntó:
—Entonces, ¿cuánto le debo, hijo?
El del mono miró al techo como si hubiera apuntado allí la suma.
A continuación, Susi ya no prestó atención. Estaba observando la estantería. ¡Qué buena pinta tenía! Casi le dio pena cuando la abuela empezó a colocar las cosas allí encima porque así ya no se podrían ver tan bien los flamantes estantes con su brillo y todo.
La abuela quitó el periódico amarillento de un vaso que colocó en lo más alto. Mientras tanto, musitaba al periódico, al vaso y al estante:
—Me he traído conmigo algunos recuerdos queridos. He pensado: por fin los sacaré.
Entonces, se dirigió a Susi:
—¿Verdad que así queda más agradable este rincón?
Susi asintió con entusiasmo, cogiendo otro paquete de la cama y dándolo a la abuela.
—Me preguntó mi hija si me gustaría algo -continuó la abuela, diciéndoselo entonces al vaso-. Ya hacía tiempo que me había fijado en esta estantería.
Después, liberó un pequeño jarrón de cerámica barnizada de su infinito envoltorio de papeles. Ya hacía un buen rato que ordenaba, en silencio, los vasos de cristal multicolor, los perritos de porcelana y los floreros, cuando dijo despacio:
—Poco a poco ya me estoy acostumbrando...
Susi sacó el pequeño taburete y se sentó. Contemplaba cómo se estaba esforzando la abuela para colocar cada pieza sobre el estante. Cuando tenía que levantar el brazo del reuma (y también en otras ocasiones) solía sisear, pero jamás permitió que Susi la ayudara. Y ella no insistía. Sabía que estas cosas prefiere hacerlas uno personalmente. Si ella tuviera un pequeño estante, tampoco permitiría que otro le ayudase.
En realidad, ya tuvo uno... Una vez y por muy poco tiempo. En el lavadero. Lo hizo Soki y colocaron encima el frasco de mermelada de los Karcsú. Hubieran podido poner otras cosas también. Ya estaba pensando en sentar allí a Cleofás. Pero llegó el gran candado oxidado... Desde entonces, no tenía estante. Si lo pensaba bien, ¡no tenía nada! Lo único, Cleofás y una muñeca que sabía dormir y que estaba encima del armario. La muñeca era preciosa y hasta tenía pelo auténtico que se podía peinar. Su madre le hizo vestiditos. Pero estaba encima del armario, atrás y completamente pegada a la pared para que no se la viese. Y las raras veces que Susi quería bajarla, ya antes de cogerla, le decía su madre:
—¡Pero, después, ponla en su sitio!
¡Era mejor no cogerla!
La verdad es que su madre le quería comprar un pupitre. Susi se hubiera sentido muy feliz con él si se lo hubiera comprado antes de Navidad. Una vez, Karcsú levantó la tapa de su pupitre y apareció un montón de castañas silvestres. ¡Castañas silvestres brillantes y pulidas! Susi hundió, encantada, sus manos en ellas. ¡Si su madre le llega a decir entonces lo del pupitre! Pero lo mencionó mucho más tarde y en casa de los Fehér. La señora Fehér la llevó al cuarto de los niños porque había que hacer una manta para el sofá de Jorge, y habló tanto sobre el pupitre, que Susi ya casi no lo podía soportar: que era muy práctico porque todos los cuadernos del crío cabían en él..., que el crío se acostumbraba al orden..., que el crío se podía responsabilizar de sus cosas..., que el crío aprendería así cuál era lo suyo...
Su madre escuchaba, entusiasmada, la perorata. Y eso disgustaba aún más a Susi. Se le ocurrió que habría que llenar la pared del cuarto con letreros de: «¡No tires basura!», «Se prohíbe pisar el césped», «Tose y estornuda en tu pañuelo». A la señora Fehér, seguramente le gustaría la idea. Naturalmente, no se lo dijo. Más que nada porque su madre le preguntó:
—Cariño, ¿te gustaría que te comprase un pupitre tan bonito como éste?
Susi sabía que su madre lo preguntaba por cariño. Y que llevaba el mismo abrigo de invierno desde que la niña tenía uso de razón. La señora Ovillo le había dicho ya entre risas: «Rosita, si la veo también el año que viene con ese horror, yo misma le haré uno nuevo». Sin embargo, si pudiera a ella le compraría el pupitre en ese momento... Susi contestó pese a todo:
—No lo quiero.
Por la cara de su madre notó que le había sentado muy mal esa respuesta. Pero, ¿qué podía hacer? No quería el «pupitre-según-señora-Fehér» porque tendría que sentarse en él como los niños Fehér y porque su madre, en casa, se haría eco del sermón de la señora Fehér sobre las relaciones niño, pupitre y orden. ¡No!
La madre no dijo nada, pero la señora Fehér empezó:
—Es terrible lo desagradecidos que son estos niños de hoy. ¿Cuándo me hubiese atrevido yo a contestar así a mi madre?
Susi se sonó haciendo mucho ruido. Cuando uno se suena así, durante ese tiempo no puede oír nada. Ella no tuvo la culpa de que Jorge empezara a reírse. Su madre dijo con mucha tristeza:
—¡Siempre me tengo que avergonzar de ti!
Así que rechazó el pupitre. «Pero un estante como éste sí que le gustaría», pensaba Susi, mirando a la abuela que ya arreglaba el estante del centro.
Pondría allí a la muñeca que sabía dormir, a Cleofás y sus libros, que guardaba en la parte baja del armario junto a las sandalias de verano de su madre. Y si tuviera un estante, con el tiempo, también tendría vasos de colores y jarros de cerámica como la abuela. Si no exactamente vasos y jarros, al menos cosas que fuesen suyas y sólo suyas. Y podría quitarlas y ponerlas y contemplarlas y ordenarlas...
¿Cuándo?
¿Por la noche? Entonces, comían de prisa, se lavaban de prisa y se acostaban de prisa.
¡Qué estupendo sería que su madre trabajase en esa cooperativa! Cuando estuvo allí con Kati, la amable señora Bernat hasta había dicho que los sábados terminaban a la una. Y seguramente, su madre tendría también vacaciones. Esto no lo dijo la señora Bernat; pero todos tenían vacaciones y, entonces, iban al lago Balaton. Susi todavía no había visto el Balaton. Ni había ido nunca de viaje a ningún sitio porque su madre trabajaba también todo el verano. Decía que si descansaba no se lo pagaban.
Pero su madre no quería ir a esa cooperativa. Tampoco sirvió de nada el que la señorita Magdi hablase con ella. Si hubiera servido, su madre ya hubiese dicho algo. Pero no había dicho ni una palabra.
Susi pensaba que quizá la señorita no le había dicho nada. Pero, el otro día, antes del recreo, la llamó y le preguntó:
—¿Hay alguna novedad?
—Ninguna -contestó Susi. Y la cara blanca de goma de borrar de la señorita se torció en un gesto.
Los paquetitos de papel de seda y de periódico, que había sobre la cama, se terminaron y la abuela sacó un libro del armario. Antes de ponerlo en el estante de abajo, se lo enseñó a Susi.
—El libro de las setas -dijo-. Algún día lo miraremos juntas. Están todas aquí: el níscalo, el champiñón y todas. Ya lo verás -y puso el libro en el estante.
Susi la ayudó a barrer y a colocar la cama en su sitio. Cuando habían terminado, se presentó de nuevo su madre en la cocina.
—¿No tienes hambre? — le preguntó.
—No.
—¿No tienes frío?
¿Cómo se le había ocurrido esa idea? En casa de los doctores había calefacción central y la cocina era igual de caliente que cualquier habitación.
—Hoy nos vamos a casa más temprano. ¿Quieres?
—Sííí -respondió Susi con una sonrisa de felicidad.
—¡Ay, ese jabalí! — dijo la madre, quejándose entonces a la abuela-. Si le cae en el pie, se lo destroza. Todavía no he podido recuperarme. ¿Qué sería de mí si a esta niña le ocurriese algo?
—Bueno, Rosita, tiene que olvidarlo ya -contestó la abuela-. Mire mi nueva estantería.
—Ven -dijo Susi, corriendo hacia ella. Se la llevó detrás de la cortina de percal-. Es muy bonita, ¿verdad?
—Sí -asintió enseguida su madre.
—Sobre mi cama, también cabría una -dijo Susi.
—Claro -dijo su madre, riéndose-. Y siempre estaría desordenada.
Susi no contestó.
—Echarías todo encima...
Susi se agachó a recoger un trocito de papel de seda que se había quedado allí.
—Ni se vería de tantos cachivaches... -la madre empezó, entonces, a contemplar seriamente la estantería y, después, preguntó a la abuela:
—¿Cuánto ha costado?
—Doscientos cuarenta.
—Los vale -aprobó la madre con la cabeza. De nuevo se dirigió a Susi.
—Así que ¿te gustaría una así?
—Sí.
—Pues, si me prometes no tenerla siempre revuelta...
Susi se le echó al cuello, riendo gozosa.
—Si me ayudas ahora -dijo su madre- y me mojas el trapo de planchar, podremos estar a las cinco en casa.
¡Cómo no! ¿Dónde estaba el trapo...?
AL DÍA siguiente, al salir del colegio, subió de nuevo a casa de los doctores. Su madre estaba, como siempre, junto a la máquina de coser. Levantó los ojos y toda su cara rezumaba sonrisas. Hasta la bata gris sonreía también y, con ello, se había vuelto menos gris.
¿Qué le habría pasado?
—Cariño -le dijo-, no te quites el abrigo. Corre y tráeme de la mercería cinco botones de color marrón oscuro para este vestido.
Su madre apartó el vestido y se levantó.
—Te buscaré un trozo de tela y te la llevas.
Buscaba en el costurero de los doctores.
—Y también un botón para muestra. Éste de nácar servirá -dijo. Y sacó uno, que colocó sobre la mesa al lado del trozo de tela.
—Pero no vayas a traer botones de nácar, sino marrón oscuro. Que sean del mismo tamaño que éste de nácar.
Susi lo comprendía perfectamente, pero su madre seguía explicando:
—La tela es un poco más clara, pero los botones han de ser marrón oscuro. ¿Comprendes? ¿No lo olvidarás? Marrón oscuro. ¿Te lo apunto?
¿Por qué habría de apuntarlo? Si se había podido aprender de memoria todo el largo poema de «Juan el Paladín», ¿cómo iba a olvidarse de esa palabra?
Susi puso cara de desesperación. ¡Qué suerte tenía Kati! ¡Kati podía resolver todo con tanta facilidad...! Los mayores también lo reconocían. La señorita Magdi siempre la enviaba a ella por el café. En la misma calle del colegio había una cafetería. Kati iba allí por el café de la señorita Magdi. Dejaban chorrear el café, gota a gota, en el vaso (para que fuese más concentrado) y después lo tapaban con una servilleta. Kati se lo llevaba a la señorita Magdi con tanta habilidad que no se le caía ni una sola gota. La señora que hacía el café siempre le daba un terrón de azúcar.
¿Pero ella?
Su madre le explicó, otra vez, que debía traerlos marrón oscuro. Otro día le dijo la señora Pitter: «Tú, pequeña torpe», y mandaron a Maruja a la tienda por una cremallera de veinte centímetros por si acaso ella se confundía.
¿Por qué? ¿Cuándo se había equivocado? Sólo una vez y en casa de los Pitter. En vez de corchetes, había traído clipes para sujetar papeles. Pero es que la tienda estaba completamente vacía cuando ella entró. Le preguntaron tres dependientes a la vez: que qué deseaba, que si hacía frío y que por qué no salía a la lluvia a ver si crecía un poco. No era de extrañar que se confundiera. Después, mandaron a Maruja, que trajo victoriosa los corchetes.
Su madre calculaba en voz alta cuánto podría costar un botón de color marrón oscuro.
—Más o menos, cinco florines -dijo decidida. Y contó en la mano de Susi tres billes de diez florines por si acaso eran a seis florines o más.
Susi quería irse ya, pero su madre le dijo:
—Cuando vuelvas te diré algo.
Y de nuevo sonreía con tanto brillo que la bata gris se quedó también más bonita.
Susi corrió por las escaleras como si se deslizase por la nieve. Entró jadeando en la mercería, compró de prisa los botones y corrió a casa. Ni Kati hubiera podido hacerlo más rápido, ni hubiera podido traer los botones más bonitos. Los cinco eran del mismo color marrón oscuro y justo del tamaño del de nácar.
—Está bien -dijo su madre al coger los botones. Y con su sonrisa radiante a nadie»-: De parte de la señora Bernat de la cooperativa, que eres una niña muy ágil y avispada...
Fin