LA MUCHACHA DEL MACHO CABRÍO (Peter Christen Asbjornsen)
Publicado en
mayo 19, 2020
Cuento Noruego seleccionado y presentado por Ulf Diederichs. Tomado de la recopilación hecha por Peter Christen Asbjornsen.
Había una vez un rey y una reina que no tenían hijos. La reina estaba tan afligida por ello que casi nunca tenía un momento de alegría. Se quejaba de lo aburrida y tranquila que estaba la corte real.
—Si tuviéramos hijos, pronto estaría todo lleno de vida —dijo.
En cualquier zona del país por la que viajara, incluso en las más pobres cabañas, había numerosa prole, y siempre oía al ama de casa llamar a sus hijos y decir: «Ya has vuelto a hacer un disparate». Pero a la reina le alegraban tanto estas palabras que sentía deseos de poder decirlas también. Finalmente, el rey y la reina decidieron adoptar a una niña pequeña, a la que educaron en la corte real y trataron como si fuera su propia hija.
Un buen día, la pequeña hija adoptiva andaba por el patio del palacio jugando con una manzana dorada cuando llegó una pobre mujer acompañada de una pequeña muchacha. Al poco tiempo, la muchachita y la pequeña señorita hicieron buenas migas y empezaron a jugar tirándose la manzana de acá para allá, haciéndola rodar de la una a la otra. Cuando la reina lo vio, golpeó en el cristal de la ventana y le pidió a su hija adoptiva que subiera. La muchacha subió acompañada de su amiguita pobre. Cuando llegaron a la sala donde estaba la reina, ambas iban cogidas de la mano. La reina regañó a la pequeña señorita:
—No es digno de ti andar por ahí saltando y jugando con una sucia muchacha mendiga —dijo, y quiso expulsar de allí a la muchacha.
—Si la reina supiera lo que mi madre es capaz de hacer, seguro que no ordenaría que me echaran de aquí —dijo la pequeña.
La reina le preguntó qué quería decir con eso y la muchacha le contó que su madre podía conseguir que la reina tuviera un hijo. La reina no dio crédito a lo que acababa de oír, pero la muchacha insistió, dijo que no era ninguna mentirosa y que la reina no tenía más que intentar convencer a su madre de que lo hiciera. Entonces, la reina le ordenó a la muchacha que llamara a su madre.
—¿Sabes lo que ha dicho tu hija? —le preguntó a la mujer en cuanto entró por la puerta.
La mujer contestó que no, que no lo sabía.
—Dice que si quieres puedes conseguir que tenga un niño —dijo la reina
—No es propio de una reina escuchar las invenciones de una muchacha mendiga —dijo la mujer, marchándose de allí rápidamente.
La reina se puso muy furiosa y quiso echar de nuevo a la muchacha, pero ésta repitió que sólo había dicho la verdad:
—La reina no tiene más que intentarlo.
Volvieron a llamar a la mendiga, le sirvieron todo el vino y el hidromiel que ella quiso, y sin apenas darse cuenta, empezó a hablar más que una cotorra. Entonces la reina volvió a preguntarle lo mismo que la vez anterior.
—Sí, conozco un medio —dijo la mendiga—. Por la noche, cuando se vaya a acostar, la reina debe pedir que le lleven a su alcoba dos cubos de agua, lavarse en ellos y luego verter el agua debajo de la cama. En cuanto amanezca, la reina mirará debajo de la cama y verá que han brotado dos flores: una muy bella y otra muy fea. Debe comerse la flor bella y dejar la fea. Pero ¡que no olvide esto último! —dijo la mendiga.
La reina hizo lo que la mendiga le había recomendado; pidió que le subieran agua en dos cubos, se lavó en ellos y los vertió debajo de la cama. Cuando se levantó por la mañana, debajo de su cama había dos flores: una era fea, horrible, con las hojas negras, pero la otra era tan hermosa y radiante como nunca antes había visto, así que la comió inmediatamente. La flor bonita estaba tan buena que no pudo reprimirse y decidió comerse también la otra. «Seguro que no me hará ningún mal», pensó.
Algún tiempo después, la reina dio a luz. Primero alumbró a una niña que iba montada en un macho cabrío y llevaba un cucharón en la mano; era sumamente fea y horrorosa, y en cuanto vino al mundo exclamó:
—¡Mamá!
—¡Si yo soy tu madre, que Dios me ampare!
—Consuélate, pronto vendrá otra más guapa —dijo la pequeña que iba montada en el macho cabrío.
Y, efectivamente, poco tiempo después, la reina dio a luz una segunda niña que era tan guapa y agradable que jamás se había visto antes muchacha tan preciosa. La reina, como es de imaginar, se alegró mucho. A la mayor la llamaba «la muchacha del macho cabrío» y «cabecita desgreñada», pues era desaliñada y desgreñada; llevaba el pelo en forma de casquete que le colgaba en auténticas greñas de la cabeza. Como a la reina no le gustaba verla, las criadas siempre intentaban encerrarla en otra habitación, pero era inútil, pues allí donde estuviera la hija pequeña quería estar ella también, y no había manera de separar a las dos niñas.
Cuando ya eran unas señoritas, durante una Nochebuena se oyó un ruido y un estrépito amenazador en el zaguán. La muchacha del macho cabrío preguntó qué eran aquellos golpes y aquel alboroto que se oía desde el zaguán.
—No merece la pena preguntarlo —dijo la reina.
Pero la muchacha del macho cabrío no se dio por satisfecha; tenía que saber qué estaba pasando. La reina le contó entonces que eran las brujas, y los espíritus malignos, que estaban celebrando su fiesta de Navidad.
La muchacha del macho cabrío dijo que iba a salir a espantar a las brujas, y aunque le rogaron que no lo hiciera, fue en vano, pues ella quería y tenía que ir a expulsar a las brujas. Antes de salir, le rogó a la reina que hiciera cerrar bien todas las puertas. Luego salió cabalgando, con el cucharón en la mano, dispuesta a perseguir y expulsar a las brujas, y se armó tal ruido y tal estrépito en el zaguán, que jamás se había oído nada semejante. El estruendo y el estrépito eran tan grandes que parecía que estuvieran derribando todas las vigas de la casa. Pero, sea como fuere, el caso es que se abrió un poquito una puerta; la hermana quiso saber qué pasaba fuera y ver a la muchacha del macho cabrío. De repente, llegó una bruja, le arrancó la cabeza y le puso en su lugar una cabeza de ternera. La princesa empezó a caminar de un lado a otro de la estancia mugiendo.
Cuando la muchacha del macho cabrío volvió a entrar y vio a su hermana, se enfadó mucho y regañó a todo el mundo por no haber tenido más cuidado y no haber protegido a su hermana. Les preguntó si acaso pensaban que, convertida en ternera, la vida iba a irle mejor.
—Bueno, ahora tengo que intentar salvarla —añadió.
Le pidió al rey un barco bien equipado, aunque no quiso piloto ni ma—rineros, pues dijo que quería hacerse a la mar ella sola con su hermana. Al final, también en esto se hizo su voluntad.
Así pues, la muchacha del macho cabrío zarpó e inmediatamente puso rumbo al país de las brujas. Cuando llegó al puente de barcas, le dijo a su hermana que se quedara en el barco y permaneciese muy quieta. La muchacha del macho cabrío, por su parte, se montó en su macho cabrío y se dirigió al palacio de las brujas.
Al llegar allí, se asomó por una ventana del salón que estaba abierta y pudo ver la cabeza de su hermana. Entonces entró en el patio al galope, cogió rápidamente la cabeza y salió de allí; pero las brujas corrieron tras ella dispuestas a recuperar la cabeza. Se acercaron tanto a la muchacha y eran tantas que parecían un hervidero de hormigas; pero el macho cabrío las embistió y las empujó con sus cuernos, y ella misma las pegó y golpeó con su cucharón, de tal forma que la chusma brujeril tuvo que retirarse y desistir. La muchacha del macho cabrío llegó de nuevo al barco, cambió la cabeza de ternera por la de su hermana, que volvió a convertirse en un ser humano, y, así, navegaron muy, muy lejos, hasta llegar a un reino desconocido.
El rey de aquel país era viudo y tenía un único hijo. Cuando vio el barco extranjero, ordenó que unos sirvientes bajaran a la orilla del mar para averiguar de dónde venía y a quién pertenecía. Pero cuando los vasallo: del rey llegaron abajo, no vieron en el barco a más ser viviente que la muchacha del macho cabrío. Recorría de un lado a otro la cubierta, montada en su macho cabrío, y sus desgreñados cabellos revoloteaban salvajemente alrededor de su cabeza. A la gente aquello le pareció muy extraño, así que preguntaron si había alguna otra persona a bordo.
—Oh, sí, llevo conmigo a mi hermana —dijo la muchacha del macho cabrío. La gente quiso verla, pero la muchacha del macho cabrío dijo:
—No, nadie la verá, salvo el rey..., si tiene a bien venir hasta aquí.
Y empezó a pegar tales saltos de un lado a otro con el macho cabrío, que la cubierta hizo un estruendo terrible.
Cuando los sirvientes regresaron al palacio y contaron lo que habían visto y oído en el barco, el rey quiso bajar inmediatamente para ver a la muchacha del macho cabrío. En cuanto llegó, la muchacha del macho cabrío le presentó a su hermana, y como era tan guapa y agradable, el rey se enamoró inmediatamente de ella. Condujo a ambas al palacio y quiso hacer reina a la hermana. Pero la muchacha del macho cabrío dijo que eso no sería posible a menos que el príncipe la tomara a ella por esposa.
Es fácil imaginarse que al príncipe no le entusiasmaba la idea de casarse con un espantajo como la muchacha del macho cabrío. Pero el rey y todos los súbditos del palacio real dedicaron tantas horas a convencerle y le dijeron tantas cosas hermosas que finalmente aceptó y prometió que la haría su esposa, aunque le resultaba muy duro y no se alegraba en absoluto de ello.
Se hicieron pues los preparativos para la boda; se preparó comida y bebida y, cuando todo estuvo listo, se pusieron en marcha hacia la iglesia. Para el príncipe, aquel viaje a la iglesia era el más duro de toda su vida. Delante iba el rey con su prometida, que estaba tan bella y radiante que en el camino todos se quedaban parados y la seguían con la mirada hasta perderla de vista. Detrás de ellos iba el príncipe a caballo y, a su lado, la muchacha del macho cabrío, que iba trotando sobre su macho cabrío, como siempre con el cucharón en la mano. El príncipe parecía más alguien que acompañaba a un cadáver hasta su tumba que alguien que cabalga a su propia boda. Naturalmente, no decía ni una palabra.
—¿Por qué no hablas? —le dijo la muchacha del macho cabrío cuando llevaban ya un rato cabalgando.
—¿De qué iba a hablar? —contestó el príncipe.
—Podrías preguntar, por ejemplo, por qué voy montada en este horrible macho cabrío —dijo la muchacha del macho cabrío.
—¿Por qué vas montada en ese horrible macho cabrío? —preguntó el príncipe.
—¿Es acaso un macho cabrío? No, es el caballo más bello que una novia pueda montar —contestó la muchacha del macho cabrío, e inmediatamente el macho cabrío se convirtió en un caballo que, además, era el más hermoso que el príncipe había visto jamás.
Siguieron cabalgando un trecho, pero el príncipe seguía muy afligido y apenas era capaz de pronunciar una sola palabra. Entonces, la muchacha del macho cabrío le preguntó de nuevo por qué no hablaba, y cuando el príncipe contestó que no sabía de qué iba a hablar, la muchacha del macho cabrío dijo:
—Podrías preguntar, por ejemplo, por qué llevo este horrible cucharón en la mano.
—¿Por qué llevas ese horrible cucharón en la mano? —preguntó el príncipe.
—¿Es acaso un horrible cucharón? No, es el abanico de plata más hermoso que una novia pueda llevar en su boda —dijo la muchacha del macho cabrío, e inmediatamente el cucharón se convirtió en un resplandeciente abanico de plata.
Volvieron a cabalgar otro trecho; el príncipe seguía afligido y abatido, así que no decía ni una sola palabra. Después de un rato, la muchacha del macho cabrío le volvió a preguntar por qué no hablaba y esta vez le rogó que le preguntara por qué llevaba en la cabeza aquel ceniciento y horrible casquete de pelo.
—¿Por qué llevas en la cabeza ese ceniciento y horrible casquete de pelo? —preguntó el príncipe.
—¿Es acaso un horrible casquete? No, es la corona de oro rojo más resplandeciente que una novia pueda llevar —contestó la muchacha del macho cabrío, e inmediatamente así fue.
Siguieron cabalgando durante algún tiempo, pero el príncipe continuaba tan afligido, callado y taciturno como antes. La novia le volvió a preguntar por qué no hablaba y entonces le rogó que preguntara por qué tenía una cara tan cenicienta y fea.
—Sí, ¿por qué tienes una cara tan cenicienta y fea? —preguntó el príncipe.
—¿Que soy fea? ¡Seguramente mi hermana te parece guapa, pero yo soy diez veces más bella! —dijo la novia, y cuando el príncipe la miró, era tan guapa y bella que le pareció que no podía haber en el mundo entero una muchacha tan hermosísima como ella.
No es de extrañar, pues, que el príncipe empezara a hablar y dejara de llevar la cabeza gacha. A continuación, bebieron juntos durante mucho tiempo por su boda. Después, el rey y el príncipe, cada uno con su esposa, viajaron al palacio del padre de las princesas, y allí volvieron a celebrar las bodas, durante tanto tiempo que parecía que aquello no iba a terminar nunca.
Ponte en camino hacia el palacio, pues es posible que aún queden para ti unas gotas de la cerveza de la boda.
Fin