TERROR EN HOLLYWOOD (Robert Bloch)
Publicado en
abril 10, 2020
La primera vez que vi a Kay Kennedy fue en el hotel Chasen, hace ya varios años.Entonces aún no era Kay Kennedy. En realidad, ni siquiera recuerdo qué nombre usaba en aquella época, algo así como Hallulah Schultz. Y tampoco era morena, sino rubia. Marilyn Monroe acababa de ponerse de moda, y como Mamie van Doren, Sheree North y otras cinco mil, esa chica tenía cabellos color platino y usaba un sostén de numeración bastante alta.
La conocí casualmente, porque estaba sentada en el bar con Mike Charles cuando éste me llamó.
—¡Cariño! Ven aquí... quiero murmurar cositas dulces junto a tu gran oreja.
Se levantó tambaleándose mientras yo me acercaba, me cogió por un brazo y me dio palmadas en la espalda.
Llevo muchos años en Hollywood y aún no me agrada que otros hombres se me dirijan llamándome "cariño", ni me gusta que me den palmadas en la espalda.
Pero sonreí, exclamé "¡Hola, guapo!" y le di un golpe en las costillas. Como ya he dicho, llevo muchos años en Hollywood.
—¿Qué quieres beber? — me preguntó.
Hice un gesto negativo.
—¡Oh, claro! ¿No bebes, verdad? — volvióse hacia su rubia compañera-. Es curioso, ese tipo nunca toma una copa. Tampoco come. ¿Cómo te las arreglas, muchacho? ¿Te alimentas de heroína?
—Úlcera -suspiré-. Sigo un régimen muy estricto.
Se echó a reír otra vez.
—No falla. Eres un productor. Para ti, régimen estricto. Por suerte, yo soy director y me he puesto a régimen de rubias. — Después se volvió hacia la joven, murmuró su nombre de modo que no pudiese oírlo, y dijo-: Querida, te presento a Eddie Stern, el hombre más amable de nuestra industria.
Sonreí y ella correspondió a mi sonrisa, lo cual no significaba absolutamente nada. Quiero decir que no significó nada para mí y que, con toda seguridad, tampoco significó nada para ella. Nadie recuerda nunca los nombres de los productores independientes. Unos pocos, como Selznich, Kramer y Huston, consiguieron establecerse a través de canales publicitarios, pero la gran mayoría permanece en el anonimato.
Por consiguiente, aquella muchacha rubia hizo piruetas con sus pestañas, suspiró, y yo di el asunto por terminado. Pero de pronto abrió la boca y me dijo:
—Edward Stern. Desde luego. He visto sus películas desde que era niña. Luna de Marruecos, Ciudad solitaria, y además...
Me soltó los nombres de ocho filmes, sin que una sola vez se arrugase su blanca frente.
Confieso que la mía se arrugó.
—¿Qué es usted? — pregunté-. ¿Una niña prodigio?
—Es que me gusta el cine -replicó-. Estudio las películas, ¿no es verdad, Mike?
El director le dio un pellizco en el brazo.
—Lo hace, lo hace -admitió. La miró sonriendo y preguntó-: Pequeña, ¿no te gustaría ser mi estrella predilecta? Te garantizo que trabajarías con un maestro experto.
—Algún día seré una estrella.
—Claro -aseguró Mike-. ¿Acaso no te lo he prometido?
—Hablo en serio -dijo ella. Y no mentía. Después se volvió hacia mí-. Por esto siento tanto interés por cada etapa de la producción. Y siempre he admirado su obra, míster Stern. Lo sitúo a la misma altura que Hal Wallis.
—¿De modo que también conoce a Wallis? Francamente, esto me sorprende.
—Lo más probable es que también sepa el nombre de su mujer -dijo Mike, disgustado.
—No faltaría más. Se casó con Louise Fazenda. Ella trabajó con Joe Cook en Lluvia o sol. ¿Sabía usted, míster Stern, que el dueño de este restaurante fue el doble de Joe Cook en la misma película?
Esto me sobresaltó. Aquella chica no fingía, estaba enterada de cuestiones cinematográficas. Yo conocía a Hal Wallis antes de que se casara con Louise, pero en general el público ignora estas cosas. Por ejemplo, ¿quién recuerda aún a Louise Fazenda? Se ha borrado de la memoria de los aficionados, a pesar de que algunas de sus contemporáneas -como Crawford, Stanwyck o Taylor- siguen siendo conocidas.
Decidí que valía la pena hablar un rato con aquella chica, pero Mike Charles tenía otras intenciones. Se levantó y me agarró por un brazo.
—Vamos allá un momento, muchacho -me dijo-. Unos minutos de conversación en privado. — Mientras me arrastraba, miró por encima de su hombro-. ¿No te importa, verdad, preciosa? Pide otra copa.
Nos dirigimos hacia el otro extremo de la barra y yo pregunté:
—¿Dónde la has encontrado, Mike? Esta chica me interesa.
—¿Esa pobre chica? — Se echó a reír-. No pierdas el tiempo. No es más que una de tantas que van en busca de trabajo. Lee el Reporter en la cama. — Adoptó un continente más sobrio-. Mira, tengo que hablarte de negocios serios.
—Adelante. Te escucho.
—Ed, quiero que me des trabajo.
—¿Como director?
—¿Qué otra cosa puede ser? Sabes que valgo. Tú ya conoces mis aptitudes.
—Todo el mundo las conoce en la ciudad, Mike -repliqué-. ¿Por qué no has pescado algo en estos últimos seis meses? — Le miré con fijeza-. ¿A causa de la bebida?
—No. Antes no bebía. Puedes preguntárselo a cualquiera. Sólo empecé a beber después del rodaje de Safari fatal, cuando corrió la voz de que yo no era grato al gran público. No finjas, estás perfectamente enterado.
—De acuerdo -admití-, estoy enterado. Pero nunca he sabido el motivo.
—La estupidez más inmensa que puedas imaginarte. Cometí el más imperdonable de los pecados, eso es todo. Tú ya sabes que Safari fatal era una de esas películas de ambiente africano, ¿comprendes? Como de costumbre, rodamos una secuencia en la que el héroe y la heroína huían cruzando uno de aquellos ríos. Y entonces hice trampa.
—¿Por qué trampa?
—Pues bien, quise mostrarme listo y diferente, y rodé toda la secuencia sin incluir ni un solo plano de cocodrilos deslizándose por las orillas para meterse en el agua. — Suspiró-. Naturalmente, nadie puede prescindir de esta escena cuando rueda una película de ambiente africano. A partir de entonces, ha sido como si me hubiera muerto. Igual que aquel individuo de la MGM que hace unos años cometió el disparate de llamarle "perra" a Lassie.
No supe si me estaba tomando el pelo o no; Mike siempre ha sido un gran bromista. Pero no bromeaba con respecto a una cosa. Quería una oportunidad.
—Por favor, Ed -murmuró-. No puedo tardar en rodar otra película. Yo llevo doce años aquí, pero tú conoces el negocio. Doce meses sin que nadie me conceda crédito y soy hombre al agua. Ayúdame.
—En estos momentos no tengo nada previsto -contesté sin faltar a la verdad.
—Pero tú sabes que yo valgo. Sabes que por tres veces he estado a punto de ingresar en la Academia...
Moví la cabeza con ademán negativo.
—Lo siento, Mike. Nada puedo hacer.
—Ed, estoy suplicando por primera vez en mi vida. Pertenezco a esta industria, he vivido en ella desde que era un muchacho. Empecé como extra, pasé por las cámaras, trabajé ocho años como ayudante, y por fin topé con mi gran oportunidad. Después he estado doce años en la cúspide. Y ahora todos me dan con la puerta en las narices. Esto no es justo.
—Es Hollywood -dije-. Tú lo sabes bien. Además, yo no soy más que un pequeño productor independiente. En esta ciudad no pinto apenas nada. ¿Por qué recurrir a mí?
Los efectos de la bebida se le habían pasado del todo. Sus ojos se clavaron en mí con fijeza, y su voz bajó de tono.
—Sabes el motivo, Ed. No se trata únicamente de que me des un empleo. Me gustaría que hablases a tu gente de mí.
—¿A mi gente?
—No te hagas el sueco. He oído habladurías. Sé lo que has conseguido tú. Y yo quiero formar parte. Creo merecerlo, después de mi largo trabajo. Pertenezco a este medio.
No pude soportar por más tiempo su mirada y me volví.
—Está bien, Mike, será mejor que lo sepas todo. Hace varios meses, hablé de ti con mi gente, como tú les llamas. Estudiamos a conciencia tu caso. Y ellos... votaron en contra.
Lanzó una breve carcajada, y después sonrió.
—¿Conque así están las cosas, eh? Gracias, de todos modos, por haberlo intentado, Ed. Hasta la vista, cariño.
Salí de allí porque no quería perder más tiempo con Mike Charles. Lo que deseaba era volver a hablar con aquella muchacha, pero de momento no podía soportar la presencia de Charles. Me parecía como si le hubiese comunicado una sentencia de muerte.
Tal vez fue tontería por mi parte adoptar semejante actitud, pero cuando al mes siguiente leí la noticia de su suicidio, no me sorprendí. Son muchos los que se suicidan después de recurrir a mí. Sobre todo si saben, o sospechan, la verdad.
Pero Kay Kennedy no se suicidó.
No sé con quién se asoció una vez Mike Charles hubo salpicado el techo con sus sesos, ayudado por un revólver del 38, pero no cabe duda de que fue la persona adecuada. Al cabo de un año se llamaba ya Kay Kennedy, y sus cabellos habían recobrado su natural tonalidad rojiza. Empecé a observarla. Una de las tareas de un productor independiente consiste en vigilar a los artistas que empiezan a labrarse una fama. Vigilar y esperar.
Vigilé y esperé durante un año, hasta que volví a verla una noche, en el Romanoff.
Había conseguido ya su primer éxito con Luz de sol y estaba sentada en una de las mesas de categoría con Paul Sanderson, cuando yo entré.
Paul me saludó a través de la sala y yo me acerqué. Cuando me la presentó, no susurró su nombre. Y esta vez, ella tampoco agitó sus pestañas.
—He estado esperando la oportunidad de verle otra vez, mister Stern -me dijo ella-. Desde luego, lo más probable es que no me recuerde.
—La recuerdo -aseguré-. ¿Sabía que Joe Cook trabajó con Chasen en Los domadores de caballos y en Fresco y pimpante?
—Desde luego -replicó-. Pero no creo que apareciese en la pantalla cuando Cook rodó Arizona Mohoney para la Paramount. Entre paréntesis, la película fue un completo fracaso.
—Sí, lo fue -asentí.
Paul Sanderson nos miró y después se levantó.
—Creo que será mejor que os deje a solas un rato -dijo-. Además, tengo que ir al lavabo.
Se alejó.
—Es mi nuevo jefe -explicó Kay-. Claro está que no es del todo nuevo, ¿no cree?
—Tengo la impresión de que lleva tanto tiempo aquí como Gilbert Roland. Pero aún conserva su buen aspecto.
—Ya lo creo. — Kay me miró-. ¿Cómo se las arreglan?
—No la entiendo.
—Sabe a lo que me refiero. ¿Cómo se las arreglan algunos de ellos para conservarse durante tanto tiempo? Personas que ya se contaban entre los Diez Grandes hace muchos años, siguen llenando las taquillas año tras año. ¿Es que nunca envejecen?
—Claro que sí. Fíjese en los que van muriendo...
Me dirigió una mirada penetrante.
—¿Eso es lo que desea que yo haga, verdad? Eso es lo que desea que hagan todos. Fijarse en los que mueren y olvidar a la docena que siempre rondan por aquí, que siempre han estado rondando por aquí. Aquellos que siguen siendo estrellas durante quince, veinte o veinticinco años y que aún siguen desempeñando primeros papeles. Y también hay unos cuantos directores y productores como De Mille, gente como usted. ¿Cuándo llegó a Hollywood, mister Stern? ¿En 1915, verdad?
—Ha estado leyendo mi correspondencia.
La joven denegó con la cabeza.
—He estado hablando con la gente.
—¿Qué clase de gente?
—Con su amigo Mike Charles, por ejemplo. Con su difunto amigo. — Hizo una pausa-. La noche en que le conocí, cuando usted se marchó, Mike bebía de lo lindo. Dijo que aquí había un pequeño grupo secreto que dominaba la situación. Ellos barajaban a los famosos, decidiendo quién se quedaba y quién debía marcharse. Dijo también que usted formaba parte de ese grupo. Me aseguró que usted le había comunicado que él era de los que debían largarse.
—Aquella noche estaba muy bebido -murmuré.
—No lo estaba la noche en que se mató.
Suspiré profundamente.
—Hay personas que sufren alucinaciones. Es uno de los caminos que conducen al suicidio.
—Aquello no era una alucinación -replicó Kay, mirándome atentamente-. Quiero saber la verdad.
Jugueteé con la servilleta.
—Vamos a suponer que hubiese algo de cierto en esa historia -admití-. Oh, nada especial, como sería un círculo todopoderoso desde el cual unas cuantas personas clave controlasen todos los grandes negocios de Hollywood; usted misma puede ver que esto sería ridículo. Ningún director, productor o estrella puede depender de un contrato o de una publicidad para seguir su camino; es el público el que tiene la decisión final. Pero supongamos que existen unos cuantos personajes selectos mimados por el público, y que hay medios que permiten permanecer en este grupo. Lleguemos incluso a afirmar que tal vez yo sepa algo acerca del método seguido. Si fuese así, ¿por qué tendría que contárselo?
—Porque yo pertenezco a este grupo -murmuró Kay Kennedy-. Voy a ser una estrella, una gran estrella. Y pienso quedarme en la cima para siempre.
—Sueños, muchacha.
—Tenía ya estos sueños cuando era una niña. ¡Vamos, ríase! Es lo que hacían mis padres. Pero conseguí que mi padre abandonase su empleo y me llevase a la costa. Trabajó por las noches en una fábrica para costearme mis lecciones de arte dramático, hasta que murió hace ya seis años. Pero mi madre ocupó su puesto, en la misma fábrica, para que pudiese seguir con mis estudios. Murió el año pasado, por la misma causa. Silicosis. Aquella fábrica no era un lugar muy saludable.
Se interrumpió para encender un cigarrillo.
—¿Quiere saber el resto? ¿Necesita saber lo demás? ¿Los nombres de los payasos como Mike Charles o los que permití impulsarme en mi camino ascendente? ¿Los nombres de los agentes, de los corredores, de los promotores, de los directores de películas pornográficas? ¿Quiere saber cómo conseguí mi primer alojamiento decente, mi primer ajuar, mi primer coche? ¿O prefiere que le hable de aquel excelente muchacho de las Fuerzas Aéreas, al que tuve que rechazar porque insistía en casarse conmigo y crear una familia?
La miré sonriendo.
—¿Por qué preocuparse? Como ha dicho, estoy aquí desde 1915. He oído la historia miles de veces.
—Sí, pero no es ésta toda la historia, Ed Stern. Hay otra parte, la más importante. Soy una actriz, y una buena actriz. Dentro de un año o dos, seré mucho mejor. ¿Cree que mi estudio correría un riesgo conmigo, con un nombre como el de Paul Sanderson, si no supieran que iba a lograrlo? Estoy dispuesta a escalar la cumbre porque estoy preparada para ello. Y así me gusta estar, siempre preparada. Cuando llegue a la cumbre, ¿cómo voy a quedarme en ella?
Di un vistazo alrededor de la sala. Paul Sanderson estaba hablando con dos hombres que, sin duda alguna, nunca serían escoltados a una de las mesas de Mike Romanoff. Eran bajos y fornidos y sus manos desaparecían en los bolsillos de sus pantalones. Paul sonreía mientras les hablaba, pero los dos hombres no correspondían a la sonrisa.
Kay Kennedy siguió mi mirada y yo le hice una mueca.
—¿Por qué no se lo pregunta a Paul cuando vuelva? — sugerí-. Tal vez él pueda decírselo.
—Lo cual significa que usted no me lo dirá.
—Todavía no, Kay. No creo que haya llegado el momento. Si consigue hacerse un nombre como desea, acaso entonces hablaremos de ello. Hasta entonces...
—Está bien -dijo, sonriendo a su vez-, pero ya he descubierto lo que deseaba saber. Mike Charles dijo la verdad, ¿no es así? Hay un secreto. — Miró a su alrededor-. Y Paul también lo conoce, ¿no es cierto? Pero usted me ha sugerido que se lo preguntase porque está seguro de que él no me lo dirá.
—Algo por el estilo.
Volvió a mirarme con fijeza.
—Es muy curioso lo que ocurre con Paul Sanderson. Habría supuesto que era uno de los suyos, aunque Mike no me lo hubiese dicho. Fue el primer astro de la pantalla que yo admiré, allá por el año treinta y pico. Y aquí estoy yo, ya crecidita y trabajando con él, y él no ha variado ni pizca.
—El maquillaje -dije-. Estos muchachos de Westmore son geniales.
—¡Oh, no se trata de esto! Ya sé que usa bisoñé. ¡Pero es tan distinto de los demás, tanto en los estudios como fuera de ellos! Cuando trabaja, nunca se fatiga, nunca se queja. Yo me siento morir bajo aquellos reflectores y él ni siquiera suda.
—Ya aprenderá a relajarse -insinué.
—No hasta ese punto. — Se inclinó hacia mí-. Voy a decirle una cosa. Durante todo el tiempo que llevamos rodando esta película, jamás me ha hecho ni la menor insinuación.
—¿Cómo es, pues, que salen tanto los dos juntos?
—Una idea de Flack. Publicidad rentable. — Hizo una pausa-. Por lo menos, así lo creí yo hasta hoy, cuando he salido con él. Y esto es lo que extraña tanto de Paul Sanderson. Toda la noche me ha estado haciendo la rosca. Y también ha estado bebiendo. Si yo no le conociera a fuerza de trabajar con él, juraría que no es el mismo. ¿Cómo se explica tal cosa?
—No me lo explico -contesté-. Se lo preguntaremos a él.
Me volví para mirar dónde estaba, pero Paul Sanderson se había marchado. Y con él los dos hombres.
Me levanté sin perder un momento.
—Perdóneme. Vuelvo en seguida.
Pero la chica no tenía un pelo de tonta.
—¿También usted los ha visto? — murmuró-. ¿A aquellos hombres que estaban con él? ¿Cree que sucede algo raro?
No contesté porque ya estaba cruzando la sala. No perdí el tiempo con la chica del guardarropa, sino que salí y me dirigí a uno de los porteros.
—Míster Sanderson -dije-, ¿ha salido hace un momento?
—Acaba de marcharse.
Señaló hacia un automóvil negro que se dirigía hacia la salida del recinto.
—Éste no es su coche.
—Le acompañaban dos hombres.
—¡Mi coche, pronto! — exclamé.
La mano de Kay Kennedy se posó en mi brazo.
—¿Qué sucede?
—Es lo que estoy tratando de averiguar. Vuelva a la sala y espéreme. Regresaré aquí; se lo prometo.
Pero ella movió la cabeza.
—Vengo con usted.
Mi automóvil se detuvo ante mí. No había tiempo que perder si pretendía seguir al coche negro.
—Está bien, suba.
Llegamos a la carretera. El otro automóvil había virado a la derecha y estaba ganando velocidad. Lo seguí.
—Esto es emocionante -comentó Kay.
No lo juzgaba yo así. Necesité toda mi atención para no perder de vista al otro coche, y más velocidad de la que me estaba permitida en la ciudad. Un retraso o una multa me habría sido fatal. Describí varios virajes, manteniéndome siempre a una manzana de distancia, mientras el coche negro describía vueltas y más vueltas, siempre acelerando, hasta llegar a la entrada del desfiladero, ya muy al norte. Entonces empezó a correr de veras.
—¿Adónde lo llevan? — murmuró Kay-. ¿Qué pretenden hacer?
No contesté. Tenía el pie derecho apoyado en el suelo y las dos manos en el volante; mis ojos seguían las pronunciadas curvas y mi cerebro no dejaba de pensar. Maldito estúpido, sabía que no podía confiar en él, nunca debí elegirle.
Pero ya era tarde para recriminarme, demasiado tarde para todo a menos que lograse adelantar al automóvil que perseguía. Al parecer, se habían dado ya cuenta de mi presencia y probablemente fue esto lo que les decidió. Habían llegado al punto más alto del cañón, cuando sucedió.
No pude ver nada porque mi coche se hallaba a unos ochenta metros de distancia cuando ellos describieron el último viraje. Pero lo oí. Tres estampidos apagados.
Enfilé la última curva y pude ver al otro automóvil alejándose por la recta que llevaba al otro lado del cañón. Sus luces de cola eran como dos pequeños ojos encarnados que me mandaban un último saludo.
No traté de seguirlo.
Me detuve junto a la cuneta, al lado de la negra y dislocada figura que había salido proyectada desde el coche a toda marcha, como si fuese una muñeca estropeada.
La muñeca tenía un agujero en la frente, otro en el pecho y un tercer orificio en el vientre. Era un cuerpo flácido e informe, con las piernas dobladas grotescamente debajo del torso.
Kay empezó a gritar y yo la abofeteé. Después me apeé y recogí la muñeca. Abrí la puerta trasera y la arrojé sobre el asiento posterior.
Kay no quiso mirar, y cuando yo volví a subir al coche tampoco me miró. Siguió sollozando, una y otra vez.
—¡Está muerto! ¡Lo han matado! ¡Está muerto!
No tuve más remedio que abofetearla otra vez.
Aquello tuvo la virtud de calmarla. Se llevó los dedos a ambos lados de la cara y dijo:
—Sus manos están frías.
Asentí.
—Me alegro de que vuelva a gozar de sus poderes de observación -observé-. Al parecer, durante unos momentos los ha perdido por completo. De lo contrario, se habría fijado en una cosa. Paul no está muerto.
—Pero si yo lo he visto... Aquel agujero en la frente, su modo de yacer en el suelo después de arrojarle desde el coche.
Quiso mirar hacia el asiento posterior, pero yo la retuve agarrándola por el hombro.
—No importa -le dije-. Tiene que aceptar mi palabra. Aún respira. Pero no durará mucho tiempo si no lo llevamos a un médico.
—¿Quiénes eran aquellos hombres? — murmuró Kay-. ¿Por qué lo hicieron?
—La policía se encargará de aclararlo -repliqué, mientras ponía el coche en marcha.
—La policía...
Apenas susurró estas dos palabras, pero fue como si las hubiese gritado. Yo sabía lo que estaba pensando. Policía, publicidad, escándalo.
—¿Tenemos... tenemos que recurrir a la policía? — murmuró.
Me encogí de hombros.
—No, nosotros no. Pero el doctor sí. La ley ordena que se informe sobre las heridas de bala.
—¿Y no hay algún médico que sepa mantener el secreto? Quiero decir...
—Sé perfectamente lo que quiere decir. — Tomé por la autopista y me dirigí hacia Bel Air-. Y conozco a un médico.
—¿Lo va a llevar allí?
—Tal vez. — Hice una pausa-. Con una condición.
—¿Cuál es?
La miré de reojo.
—Ocurra lo que ocurra, debe olvidar todo lo de esta noche. No haga nunca ni una pregunta. Ocurra lo que ocurra.
—¿Y si... muere?
—No morirá. Se lo prometo -volví a mirarla-. ¿Y usted me lo promete a mí?
—Sí.
—Muy bien -dije-. Y ahora la dejaré en su casa.
—Pero... ¿no sería mejor que fuese primero a casa del médico? Ha perdido ya mucha sangre.
—Nada de preguntas -le recordé-. Vamos a su casa.
La dejé ante la puerta y, al apearse del coche, tuvo buen cuidado de no volver los ojos hacia el asiento posterior.
—¿Me llamará? — preguntó en voz alta-. ¿Me dará noticias acerca de... su estado?
—Lo sabrá -aseguré-. Lo sabrá.
Asintió de mala gana y yo me alejé de allí. Fui directamente a ver a Loxheim y se lo conté todo.
El doctor Loxheim comprendió en seguida lo ocurrido, como yo ya había previsto.
—Deudas de juego, no cabe duda -asintió-. ¡Maldito loco! Pero es muy difícil hallar a alguien que sea totalmente digno de confianza. Y ahora debes encontrar a otro. Se necesitará cierto tiempo, y hasta entonces todos debemos tener mucho cuidado. ¿Se lo has dicho a Paul?
—Todavía no -contesté-. Pensé que primero sería mejor desembarazarnos del cadáver.
—De eso me cuidaré yo -sonrió Loxheim-. No será un problema. Estoy seguro de que los asesinos no hablarán -frunció el ceño-. Pero, ¿qué ocurrirá con la chica, con esa Kay Kennedy?
—Tampoco ella hablará. Me lo ha prometido. Además, le asusta la publicidad.
El doctor Loxheim chupó su cigarro.
—¿Sabe ella que ha muerto?
—No. Le dije que sólo estaba herido.
El médico dejó escapar una columna de humo.
—Pero sabe que fue arrojado desde un automóvil en marcha. También oyó los disparos. Vio la herida de su frente, y acaso también los otros orificios. Y hoy estamos a viernes. ¿Crees que podrá guardar silencio cuando el lunes por la mañana vea a Paul entrando en el estudio?
Levanté las manos.
—¿Y qué otra cosa podía hacer yo? — pregunté-. Pero tienes razón. Cuando ella lo vea el lunes, va a llevarse un susto.
—Un susto muy grande.
—¿Crees que yo debería estar al tanto?
—Sin duda. Creo incluso que a partir de ahora debes estar alerta y vigilarla sin cesar.
—Lo que tú digas.
—Está bien. Y ahora, vete. Tengo mucho trabajo.
—¿Quieres que te ayude a trasladar el cadáver?
El doctor Loxheim sonrió.
—No será necesario. Ya tengo cierta práctica.
Supongo que el lunes por la mañana fue un verdadero infierno para Kay Kennedy. Yo me hallaba en el estudio, trabajando con Claig, el operador independiente que dirigía las cámaras. Observé a Kay cuando entró, y pude ver que su aspecto era inmejorable.
La vigilé también cuando Paul Sanderson se dejó ver, y ni por un momento la joven exteriorizó asombro. Tal vez se debiera a que se había dado cuenta de mi presencia. Sea como fuere, se las arregló para trabajar normalmente toda la mañana. Al mediodía, la llevé a almorzar conmigo.
No comimos en el restaurante de los estudios. La llevé al Olivetti, en mi coche.
—Creo que me lo figuraba ya -me dijo-. Desde el sábado, cuando vi que los periódicos no decían nada, he estado reflexionando.
—Los periódicos no podían decir nada -le recordé-. ¿Quién iba a darles la noticia?
—Alguien habría hablado -replicó Kay Kennedy-. Si Paul Sanderson hubiese tenido que dejar de trabajar en una película durante un mes o dos, habría inventado una historia para la Prensa. Pero no publicaron ni una palabra. Entonces, yo sospeché la verdad.
—¿Y cuál es la verdad?
—Que el hombre que me acompañó aquella noche, el hombre que fue herido, no era Paul Sanderson. Recordará que yo le dije que me parecía distinto, como si fuese otra persona. Ésta es la explicación. Era otro. El doble de Paul Sanderson.
Guardé silencio.
—¿Es esto, verdad?
Evité su mirada.
—Recuerde que usted me prometió no hacer preguntas.
—Lo recuerdo. Y no tengo ninguna pregunta acerca de lo que sucedió aquella noche. No le pregunto si el doble murió, ni si estaba ya muerto cuando usted habló conmigo. No le pregunto cómo se desembarazó del cadáver. Sólo le pregunto acerca de Paul Sanderson, que nada tenía que ver con aquel asunto. Vamos a ver, ¿tengo razón?
Aplastó su tercer cigarrillo en el cenicero.
—Fuma demasiado -observé.
—Y usted no fuma nunca -replicó ella-. Tampoco bebe, ni siquiera ha tocado su bocadillo. No irá a decirme que todo esto no le ha impresionado.
—Está bien -dije-. Todo esto significa mucho para mí. Más de lo que usted pueda imaginar. ¿Está segura de que desea obtener mis respuestas?
—Segurísima.
—Perfectamente. El hombre era el doble de Paul Sanderson. Hacía varios años que lo era. Como usted misma observó, Paul ya no es un joven. Tiene que guardar sus energías para su trabajo. Cuando se trataba de apariciones en público, fiestas o demostraciones de carácter publicitario, el doble ocupaba su lugar. Se le pagaba bien, quizá demasiado bien. Al parecer, jugaba muchísimo. Se supone que perdía mucho, o por lo menos con mucha frecuencia. ¿Le satisface la explicación?
—No del todo, pero sí me aclara algunas cosas. Por ejemplo, por qué su voz sonaba de un modo tan distinto. Aunque su semejanza con Paul era asombrosa.
—Se le eligió con gran cuidado -expliqué-. También intervino un poco de cirugía plástica. Un doctor muy competente...
—¿El mismo doctor al que se dirigió usted la otra noche?
Comprendí que había hablado demasiado, pero el mal ya estaba hecho.
—Sí.
—¿Su nombre es Loxheim, por casualidad?
Abrí la boca de par en par.
—¿Quién se lo ha dicho?
Ella me miró sonriendo.
—Lo he leído. ¿Recuerda que le he dicho que desde el sábado he estado reflexionando? Pues bien, también hice algunas averiguaciones. Sobre Sanderson. Y sobre usted. El sábado por la tarde cogí su libro de recortes de Prensa en el estudio. Allí está todo, aunque las páginas empiecen ya a amarillear. Algunos de sus recortes de Prensa son ya muy viejos, querido. Como aquel de 1936, cuando sufrió su accidente de polo. Al principio, creyeron que iba a morir, pero unos días más tarde apareció la noticia que se le le había trasladado desde el hospital de los Cedros del Líbano a la clínica particular del doctor Conrad Loxheim.
—Es un hombre maravilloso -dije-. Consiguió salvarme.
—1936 -repitió Kay Kennedy-. Ha pasado ya mucho tiempo. Usted era entonces un productor independiente, y sigue siéndolo ahora. Por lo menos, esto es lo que dicen todos. ¿Cómo se explica que, a partir de entonces, no haya hecho ni una sola película suya?
—Pero si las he hecho, a docenas...
—Su nombre ha figurado como asociado -me corrigió-. En realidad, usted no ha financiado nada. Lo comprobé.
—Estoy un poco de capa caída -admití.
—Pero sigue siendo un hombre importante en Hollywood. Todos le conocen y entre bastidores ejerce gran influencia. Y ésta es una ciudad en la que nadie se mantiene en la cima si no se muestra activo.
—Tengo mis amistades.
—¿Como el doctor Loxheim?
Traté de mantener el tono normal de mi voz.
—Mire, Kay, nosotros llegamos a un acuerdo. No debe hacerme preguntas. ¿Para qué quiere saber todo esto?
Movió la cabeza con un gesto de testarudez.
—La otra noche le expliqué mis motivos. Usted posee un secreto que yo deseo saber. Y no me daré por satisfecha hasta haberlo averiguado.
De pronto, inclinó la cabeza y se echó a llorar. Su voz me llegó débil y lejana.
—Usted me odia, ¿verdad, Ed?
—No. No la odio. La admiro. Es usted valerosa. Lo ha demostrado esta mañana cuando Paul Sanderson hizo su aparición. También lo demostró aquella noche cuando no se dejó apoderar por el miedo. Y apuesto a que lo ha demostrado siempre, mientras ascendía en su carrera.
—Sí. — Aquella voz lejana parecía la de una niña-. Usted me comprende, ¿verdad, Ed? Me comprendió cuando le hablé de mis padres. No quise mostrarme cínica. Yo no quería que ellos muriesen. En mi interior, me sentí destrozada. Pero hay algo en mí que es inmune a todo. Este algo es lo que me impulsa, lo que me alienta para llegar a la cumbre. No me importa lo que deba hacer para lograrlo. ¡Oh, Ed, ayúdeme! — levantó el rostro-. Le prometo que haré lo que usted desee. Puede ocuparse de mi carrera, me separaré de mi agente, le daré a usted la comisión que le interese. El cincuenta por ciento, si quiere.
—No necesito dinero.
—Me casaré con usted, si así lo desea. No me...
—Soy un anciano.
—Ed, ¿qué puedo hace yo para demostrarle lo que soy? Ed, ¿cuál es el secreto?
—Créame, todavía no ha llegado el momento. Ya veremos. Tal vez dentro de diez años, cuando sea usted famosa. Ahora, es usted joven, bonita y todo le sonríe. Puede ser feliz. Yo quiero que usted sea feliz, Kay, se lo digo sinceramente. Y por esto no le diré nada. Pero hay una cosa que sí puedo prometerle. Siga trabajando. Ábrase camino, como usted sabe hacerlo. Y dentro de diez años, venga a verme. Entonces veremos.
—¿Diez años? — Sus ojos se habían secado y en su voz había un matiz de dureza-. ¿Cree que me puede apaciguar hablándome de diez años? Es muy posible que usted haya muerto ya.
—Estaré vivo -le prometí-. Tengo una salud excelente.
—No le bastará -exclamó-. Yo acabaré con sus nervios.
Asentí. Tenía razón, desde luego. Lo suponía. Yo no podría atajarla.
—Y si usted no me explica la verdad -continuó-, iré a ver al doctor Loxheim. Algo me dice que debería conocer a este hombre.
Volví a asentir.
—Es posible que esté en lo cierto -dije lentamente-. Tal vez no tarde en conocerle.
***
No me fue fácil convencer al doctor Loxheim, pero cuando le conté todo lo sucedido acabó por acceder.—Nos jugamos demasiado para correr un riesgo como éste -dije-. Bien lo sabes.
—¿Y los demás? — me recordó-. Tienen derecho a expresar su opinión.
—Lo pondremos a votación, desde luego. Pero es la única solución.
—¿Crees que la chica vale la pena?
—Claro que sí. En circunstancias normales, la aceptaríamos de todos modos, aunque dentro de ocho o diez años. Sigue un camino ascendente. Lo malo es que, como ya te he explicado, no quiere esperar. Por lo tanto, debemos hacerlo ahora.
—Si los otros quieren.
—Si los otros quieren. Pero accederán.
Accedieron. Aquella misma noche convocamos una reunión, en la clínica de Loxheim, y todos asistieron a ella. Conté mi historia y Paul me apoyó. Con ello bastó.
—¿Cuándo lo haremos? — preguntó Loxheim.
—Cuanto antes, mejor. Yo me ocuparé en seguida de los preparativos necesarios. Empezaremos dentro de una semana.
Y pasó exactamente una semana hasta el día en que la llevé allí. Apenas terminada su película. Apenas consiguió sus cuatro semanas de vacaciones. E inmediatamente después de acompañarla yo al despacho de mi agente Frankie Bitzer, y de que ella firmase un contrato a largo plazo.
A continuación, fuimos a dar un paseo en coche.
—¿Adónde me lleva? — me preguntó.
—A ver a Loxheim.
—¿Cómo? ¿Significa esto que voy a saber cuál es el secreto?
—Eso es.
—¿Qué es lo que le ha hecho cambiar de opinión?
—Usted.
—Usted me aprecia un poquitín, ¿verdad?
—Ya se lo dije. Si no la apreciara, no permitiría que se enterase del secreto. La haría asesinar.
Se echó a reír, pero yo no compartía su risa. Al fin y al cabo, no le había dicho más que la verdad.
El doctor Loxheim nos estaba esperando en su despacho y se mostró muy cordial. Hice que Kay prometiera no hacer preguntas hasta que el médico hubiese terminado su reconocimiento, y ella cooperó de un modo magnífico. Loxheim hizo una prueba con su sangre, obtuvo una muestra de piel, grabó la voz de Kay en un magnetófono, e incluso le cortó un mechón de cabellos.
Después inició una sesión informativa que duró más de una hora. Su interrogatorio fue muy profundo y abarcó todo el historial de la joven, los nombres de todas sus amistades, e incluso una especie de inventario de sus gustos personales, sus colores predilectos y las marcas de sus perfumes y cosméticos favoritos.
En realidad, todo esto era innecesario, pero Loxheim era un hombre metódico y quería estar preparado para cualquier contingencia. Me hice cargo al comprender que si algo no funcionaba como era debido y teníamos que actuar con presteza, él tendría a mano los datos necesarios.
Sin embargo, hasta la fecha nada había funcionado mal y yo me sentía confiado. Además, Kay no presentó la menor objeción. Tengo la impresión de que creía que la estaban psicoanalizando.
Finalmente, cuando terminaron las preguntas, se levantó.
—Bien, he contestado ya a muchas preguntas -dijo-, y creo que me toca el turno de hacer yo unas cuantas. En primer lugar, ¿cuándo podré enterarme del famoso secreto?
Me miraba a mí, pero fue el doctor Loxheim el que contestó.
—Ahora mismo, pequeña.
Acercándose a ella por detrás, insertó diestramente la aguja en la base de su cerebro.
Yo la cogí cuando se desplomaba, y entre los dos la llevamos al quirófano.
Se necesitan unas cuatro semanas para todo el proceso. Mucho me temo que el pobre Loxheim no gozó de mucho descanso.
En cuanto a mí, estuve muy atareado apaciguando a la gente de los estudios, esparciendo la cuidadosamente preparada historia sobre las vacaciones de Kay en Canadá amparándose en el incógnito, y realizando mis propias pesquisas particulares. Empleé mucho tiempo entrevistando a gente, pero finalmente encontré a la persona que me satisfizo.
Seguidamente, no tuve más ocupación que la de esperar el día 29, fecha en que podría ver a Kay. Desde luego, Loxheim la había mantenido entretanto bajo el efecto de drogas y sedantes, pero me aseguró que desde las últimas 24 horas no había tomado nada.
—Está perfectamente normal -me aseguró.
—¿Normal?
—Una manera de hablar -aclaró sonriendo-. Quiero decir que se halla en condiciones de poder asimilar la verdad. — Hizo una pausa-. ¿Estás seguro de que no sería mejor que se lo dijera yo?
Moví la cabeza resueltamente.
—Esta vez es responsabilidad mía.
—¿Tendrás cuidado con la impresión? Hasta ahora ha reaccionado de un modo maravilloso, pero nunca se sabe. ¿Te acuerdas de la reacción de Jimmy cuando se enteró?
—Lo recuerdo, pero ahora está perfectamente. Se acostumbran a ello cuando se dan cuenta de lo que significa.
—¡Pero es aún tan joven!
—Se lo advertí -suspiré-. ¡Sabe Dios que lo intenté todo! Y ahora se lo diré a mi manera.
—Buena suerte -me deseó el doctor Loxheim.
Le dejé y me dirigí al dormitorio de Kay.
Estaba descansando pacíficamente. Apoyaba la cabeza en la almohada, pero ninguna sábana ocultaba su cuerpo, sólo un largo camisón. Tenía los ojos abiertos, desde luego, y me miraron con la mirada de siempre. Todo parecía igual que antes, y tampoco su voz había cambiado.
—¡Ed! — exclamó-. El doctor me dijo que vendría a verme, pero yo no quise creerle.
—¿Por qué no tenía que venir? — pregunté sonriendo-. Está usted restablecida. ¿No se lo ha dicho también?
—Sí, pero tampoco he querido creerle.
—Pues debe creerme a mí. Está perfectamente, Kay. Vamos, ¡siéntese! Puede levantarse, si así lo desea. Puede vestirse y volver a su casa, cuando se le antoje.
Se sentó lentamente.
—Es verdad -murmuró con una vocecilla débil-. Puedo sentarme. Sin embargo, Ed, me ocurre algo muy raro. No siento nada. Por eso no estaba segura. Es como si no tuviera tacto. Estoy como... insensible.
—Esto desaparecerá -le aseguré-. Cuando salga al aire libre y haga un poco de ejercicio.
Se levantó y yo la sostuve por el brazo.
—Mucho cuidado -advertí-. Lleva mucho tiempo en cama y tal vez sus piernas estén un poco envaradas. Es como si volviera a aprender a andar.
Sus pies se movieron con cierta torpeza, pero observé que sabía coordinar los gestos. La ayudé a llegar hasta un sillón y se sentó como si nunca lo hubiese hecho en su vida. Por un momento sus ojos miraron sin poder enfocar, pero después se estabilizaron.
—Ya está -dije-. ¿Ha visto?
—Sí. Veo que estoy mucho mejor. Pero, Ed, sigo sin sentir. Es como si todo mi cuerpo fuese un pie dormido.
—No se preocupe por esto.
—Pero es que eso no es todo. Desde que me desperté, he seguido estando despierta. Durante días y más días. Se lo dije al doctor Loxheim y le pedí que me diese algún sedante, pero él no quiso. Dijo que podía ser peligroso. Y he seguido estando despierta, de noche y de día. Y lo más extraño es que no me siento fatigada.
Asentí en silencio.
—En realidad -prosiguió Kay-, no siento nada. Ni hambre, ni sed. Y ni siquiera...
Titubeó y yo le di unas palmadas en el hombro.
—También estoy enterado de todo esto. No tiene ninguna importancia.
—¿Ninguna importancia? — repitió frunciendo el ceño-. Ed, ¿qué me ha ocurrido? El doctor Loxheim no quiere explicarme nada. Sé que me hizo algo en su despacho, ¿cuándo fue? Hace mucho tiempo, ¿verdad? Y creo que me hicieron una operación. Una operación muy larga, o varias operaciones. No consigo recordarlo. — Hizo una pausa-. Cuando desperté y permanecí despierta, traté de recordar. Pero no pude.
—¿Y esto la preocupó?
—Sí. Pero hubo algo que aún me preocupó más. Quise llorar y no pude. — Me miró con ojos muy abiertos-. Ed, dígame la verdad. ¿He sufrido algún trastorno mental? ¿Me encuentro en algún sanatorio especial?
Denegué con la cabeza.
—Entonces, ¿qué ocurrió? ¿Qué me ha ocurrido?
Sonreí.
—Lo que usted tanto deseaba que ocurriera. Se enteró del secreto.
—¿El secreto?
Se acordaba, desde luego. Pude observar que lo recordaba todo hasta el momento en que le hundieron aquella aguja, y ello me tranquilizó definitivamente. Saldría adelante, y yo podía hablarle sin esperar más tiempo.
—Sí -dije-, el secreto de Loxheim. Nuestro secreto. El secreto que usted quería saber, para poder formar parte de los Diez Grandes y quedarse entre ellos. No olvide, Kay, que usted me dijo que era capaz de pasar por cualquier cosa con tal de conseguirlo. Pues bien, lo ha logrado, y no debe estar asustada.
—¿Qué me ha hecho Loxheim? — inquirió. Su voz era firme y tranquila-. ¿Y quién es este hombre?
Me senté junto a ella.
—Me sorprende un poco que no lo sepa -dije-. ¡La juzgo tan experta en cuestiones de cine! De todos modos, es de suponer que los especialistas técnicos nunca han merecido mucha atención, sobre todo en los primeros tiempos del cine.
"Por esos tiempos fue cuando Loxheim llegó aquí. Realizó algunos trabajos de animación de objetos para un par de estudios, más o menos cuando Cooper y Schoedsack rodaban King Kong. Su especialidad eran las figuras de tamaño natural y tenía unos cuantos procedimientos propios que habían resultado demasiado caros para los alemanes. También resultaron demasiado caros para nosotros. Se trataba de algo maravilloso, nada de cartón y maquinaria, ni tampoco mecanismos de relojería. Al fin y al cabo, él era un médico, y un médico brillante. Un maestro en cirugía, anatomía y neurología. Pero no había plaza para él en los estudios.
"Tan pronto como pudo conseguir una licencia para practicar, abrió una pequeña clínica en Beverly Hills y volvió a la cirugía. Cirugía plástica, la especialidad más lucrativa. Modeló unas cuantas caras y con ello se ganó una reputación. Ganó dinero. Y además, continuó sus estudios y gradualmente perfeccionó el proceso.
—¿Qué proceso?
—Permítame que se lo explique. Aún no puedo pretender dominar la jerga técnica, pero sí comprendo lo que el proceso ha hecho de mí. Y a los hombres más famosos, a esos astros y estrellas que tanto la intrigaban, aquellos que parecen capaces de seguir trabajando para siempre. Personas como Paul Sanderson y una docena más.
"Formamos una especie de corporación muy hermética, Kay. Sólo unos pocos de nosotros, los que podíamos permitirnos una operación que cuesta doscientos cincuenta mil dólares. Los que podían comprender las ventajas de permanecer en la cumbre durante veinte o más años, manteniéndose jóvenes y pimpantes mientras sus dobles actuaban en todas las actividades rutinarias para desvanecer toda sospecha. ¿Nunca lo sospechó, verdad, Kay? Incluso cuando descubrió lo del doble de Sanderson, nunca sospechó de Paul. Usted misma me dijo que no bebía, que no sudaba bajo los focos, que nunca estaba cansado, y que nunca hacía el amor. Yo puedo añadir que nunca come y nunca duerme. Porque no lo necesita. ¿Cómo va a necesitarlo con su cerebro y sus órganos vitales conectados a un sistema nervioso sintético, en un cuerpo también sintético?
Se llevó la mano a la boca y la dejó caer en seguida.
—Este es mi secreto, pequeña. El gran secreto de los hombres más famosos. Sólo unos pocos de ellos perduran, porque sólo unos pocos estuvieron dispuestos a aceptar el riesgo y a pagar el precio. Sólo los que pusieron la fama y el estrellato por encima de los dudosos placeres a los que se llama "vida". Sólo los que no titubearon en prescindir de comida, bebida, sueño y amor porque ellos sólo comían, bebían y amaban la fama.
"Usted me aseguró que éstas eran sus ideas, Kay. No quiso esperar diez años hasta verse envejecida y pensando en el retiro. Usted suplicó que se le revelase el secreto ahora mismo. Y ya lo conoce.
Kay se levantó. Se movía de un modo espasmódico, como si fuera una muñeca.
—Cuidado -le dije-. Tendrá que aprender a controlarse a sí misma. No se trata del peligro de que se rompa o se astille, pues la cubierta es prácticamente indestructible, pero el sistema de equilibrio es distinto y en sus oídos ya no hay los canales semicirculares. También se ha alterado su profundidad de foco.
Me miró con fijeza.
—Tenía miedo de estar loca -afirmó-, pero estaba equivocada. Usted es el que está loco de atar, Ed. Admítalo. ¡Decirme a mí que soy una especie de autómata...!
—Coja un alfiler -sugerí-. Descubrirá que es incapaz de hacerse sangre con él.
—¿Dónde está el doctor Loxheim? ¡Quiero ver inmediatamente al doctor Loxheim!
—Cálmese -dije-. Ya vendrá. Puede tener todas las pruebas que desee. Esta noche convocaremos una reunión y verá a todos los demás, entre ellos a Paul. Es preciso que se traten entre ustedes. Me olvidaba, estarán todos menos Betty; este mes está desconectada.
—¿Desconectada?
—Sí. Forma parte del proceso, ¿comprende? Sirve para descansar y conservar energías. Entre película y película, es mejor que los dobles se ocupen de lo demás. Se dura más. Como es lógico, no podemos permitir que una estrella se mantenga en la cima durante más de veinte años, veinticinco todo lo más, porque entonces el público cobraría sospechas. Después de este plazo, tienen que retirarse. Pero si descansan, pueden durar indefinidamente. Loxheim dice que tal vez doscientos o trescientos años. Sin envejecer, fíjese bien. Por consiguiente, la cosa no es tan desagradable cuando uno se acostumbra a ella. Pregúnteselo a Paul.
Kay dio unos pasos vacilantes.
—Paul. Betty. Todos ellos son sus amigos, ¿eh?
—Mis asociados, querida -sonreí-. Éste es mi secreto. Usted me preguntó una vez a qué se debía que yo siguiera siendo un nombre famoso en Hollywood, a pesar de que durante los últimos años no se había rodado ninguna película mía. Ello se debe a que dispongo de estos asociados. Todos ellos me deben la oportunidad de haber seguido siendo célebres. Todos ellos trabajan con Bitzer, mi propio agente. Yo cobro mi porcentaje. Es lo mismo que haré con usted.
Kay estaba tratando de abrir la puerta, tratando de no escuchar mis palabras. Me daba mucha pena, pero seguí sonriendo. Tenía que conservar la calma, en su propio beneficio.
—No haga tonterías, Kay -le aconsejé-. Reflexione otra vez. Mañana se sentirá mejor. Entonces le presentaré a su doble y empezaremos a trazar los planes necesarios.
—¿Mi doble?
—Claro. Ya le dije que se necesitaba un doble. Para esta misión he seleccionado a una joven de talento extraordinario. No sólo tiene un notable parecido físico con usted, sino que posee también una considerable habilidad histriónica propia. Mediante el estudio de sus películas ha conseguido captar la mayoría de sus gestos, y el resto lo adquirirá observándola directamente. Ha copiado su voz gracias a la cinta grabada por Loxheim y ha memorizado todos los datos que usted facilitó acerca de su vida, costumbres y aficiones. Usted se encargará de complementarlos. Las dos trabajarán juntas. — Hice una pausa-. Y a propósito, no creo que tengamos que inquietarnos pensando en la posibilidad de que se comporte estúpidamente, como hizo el doble de Paul. Sucede que esta joven posee antecedentes delictivos y yo lo sé. Y ella sabe que yo lo sé. Por lo tanto, estamos seguros de que usted le cobrará afecto. Lo espero, además, porque lo más probable es que vivan juntas durante bastantes años.
Me encaminé hacia la puerta y aparté a Kay.
—Será mejor que deje de forcejear -dije-. La puerta está cerrada.
Entonces se enfrentó conmigo y observé el desvarío en sus ojos.
—Un doble -murmuró-. ¡Ahora lo comprendo! ¿Es una jugarreta, verdad? Ha encontrado un doble mío, y usted, Loxheim y ese Bitzer se han asociado. Y Paul Sanderson también, probablemente. Creen que van a poder volverme loca, o por lo menos conseguir que la gente me crea loca si empiezo a contar esta historia. Y entretanto, ustedes hacen actuar al doble en mi lugar y se embolsan el dinero...
Coloqué las manos sobre sus hombros, la miré con fijeza y denegué con la cabeza.
—No, pequeña. La idea es magnífica para una conspiración, pero no es verdad. La verdad es que usted se ha convertido en un autómata. Y una vez se enfrente con los hechos, descubrirá que no es tan terrible como cree. Me consta.
—¿A usted?
—Desde luego. ¿Por qué cree que controlo el secreto? Porque yo fui el primero. Loxheim era mi amigo y cuando yo sufrí el accidente de polo vino a verme en el hospital donde me estaba muriendo. Le di permiso para llevarme a su clínica y le di permiso para efectuar su experimento. Cuando comprobé que había sido un éxito, comprendí lo que Loxheim había descubierto, lo que podía hacerse con su invento cuando éste se aplicase a las personas adecuadas. Durante años, esto es lo que he hecho. Como ya he dicho, sólo hay una docena de ellas, pero son las que ocupamos los puestos clave. Somos el gobierno secreto de Hollywood, las sombras animadas, los sueños que nunca mueren. Somos los inmortales, y ahora le damos la bienvenida a nuestro grupo.
Todavía no estaba preparada, no podía aceptarlo. Lo leí en sus ojos.
Entonces retiré la mano que tenía apoyada en su hombro, busqué en mi bolsillo y saqué una aguja.
—Tenga -le dije-. Pruebe usted misma.
Contempló el alfiler y su rostro reveló la tortura interior.
—No -murmuró-. Es otro truco. Todo son trucos, trucos para que me vuelva loca. Yo no soy un robot. ¡No puede ser verdad! ¿Cómo se atreve a sonreírme, cómo puede mentirme de este modo? ¡Deje de sonreír! ¡Basta! ¡Basta ya!
Y entonces se abalanzó sobre mí y de un manotazo hizo saltar el alfiler que yo sostenía. Sus uñas se hundieron en mi mejilla.
Se inmovilizó súbitamente y empezó a gritar hasta que yo oprimí la parte superior de su cráneo. El grito se apagó y Kay se desplomó. La dejé en el suelo y cogí el teléfono.
Loxheim contestó a la llamada.
—¿Y bien?
—Un ataque de histeria, como era de esperar. Pero se repondrá. Creo que mañana podremos llamar a Bitzer y decirle que prepare un nuevo contrato. Bajo en seguida.
Colgué el auricular. Después abrí el armario y saqué la caja que Loxheim había construido para ella, con su forro de terciopelo y los agujeros para la entrada de aire. El sistema respiratorio sigue funcionando por medio de oxígeno.
Ajusté las correas alrededor del cuello de Kay y la colgué. Antes de cerrar la tapa, la contemplé durante unos momentos. Era bella. Y seguiría siéndolo dentro de diez años, o de veinte años. Valía un millón de dólares. Un millón que ingresaría en la caja de nuestra sociedad.
Pertenecía ya al grupo de los Diez Grandes.
Por primera vez tuve el convencimiento de que había hecho lo que debía. La coloqué en un rincón y me dirigí silbando hacia la puerta.
Pero cuando me disponía a salir, recordé algo. Me coloqué ante el espejo y lo que vi confirmó mis temores. Pobre muchacha, no la culpé por su arrebato, pues tuve en cuenta que acababa de enterarse de todo.
Cuando me arañó arrancó unas tiras de plástico de mi mejilla, exponiendo lo que había debajo.
Por un momento me quedé mirando la brillante envoltura metálica, y después di media vuelta y me encaminé hacia la escalera.
Fin