MI GRAN AMOR (Sarah Dunn)
Publicado en
marzo 22, 2020
Capítulo 1
Para ser justa con él, tengo que decir que no había manera de que Tom me dejara y yo me sintiera bien. Lo que pasa es que no estoy de humor para ser justa con el, así que, como mucho, haré lo posible por ser precisa. Fue el ultimo fin de semana de septiembre. Habíamos organizado una cena. Los invitados estaban a punto de llegar. Me quede sin mostaza de Dijon, imprescindible para la salsa del pollo, así que mande a mi novio Tom -mi «novio residente», como lo llamaba siempre mi madre- a la tienda, para que comprara un tarro. «Que no sea de la picante» estoy casi segura que le dije, porque una de las invitadas era Bonnie, mi mejor amiga, que en aquel momento estaba embarazada de siete meses, y la comida picante la hace sudar mas de lo habitual; me pareció que lo que menos falta hacia en la cena era una mujer con una barriga enorme y las axilas de la ropa empapadas. Luego resulto que no, que no era eso lo que menos falta hacia en la cena. Lo que menos falta hacia es lo que paso: al cabo de una hora de haberse marchado, Tom me llamo desde una cabina para decirme que empezara sin el, que no iba a volver, que no había comprado la mostaza y que, por cierto, estaba enamorado de otra.
¡Y teníamos invitados! Según la educación que he recibido, cuando se tienen invitados no se hace nada extraño o grosero, ni siquiera remotamente humano. Por eso hice lo que hice. Con toda tranquilidad, asome la cabeza a la sala de estar y llame a mi amiga.
—Bonnie, ¿te importa venir a la cocina un momento?
Bonnie entro en la cocina con paso torpe.
—¿Dónde esta Tom? — preguntó.
—No va a venir -dije.
—¿Por que?
—No lo se.
—¿Cómo que no lo sabes?
—Me ha dicho que no va a venir a casa. Creo que acaba de romper conmigo.
—¿Que? ¿Por teléfono? Es imposible -dijo Bonnie-. ¿Que te dijo, exactamente?
Se lo conté.
—Dios mío, ¿de verdad te ha dicho eso? ¿Estas segura?
Me eche a llorar.
—Pero bueno, esto es intolerable. — Bonnie me abrazo con todas sus fuerzas-. Es imperdonable.
Imperdonable, desde luego. Por lo que a mi respectaba, lo mas imperdonable de todo no era solo que Tom hubiera puesto fin a nuestra relación de cuatro años sin previo aviso, o que lo hubiera hecho por teléfono, ni siquiera que lo hiciera en mitad de una cena, sino que encima había colgado sin darme la oportunidad de decir ni una sola palabra. Eso, para mi, era casi inconcebible. En cambio, según la opinión de Bonnie, lo imperdonable era que aquello no era mas que una estratagema de Tom para no tener que proponerme matrimonio a corto plazo. Me expuso esta teoría mientras todavía me abrazaba, pensando que con eso me tranquilizaría.
—Los hombres hacen lo que sea para evitar el matrimonio -me dijo-. No le encuentran la gracia. — Me acaricio el pelo-. Miran a sus amigos casados y les parecen derrotados.
Como si lo acabaran de llamar a escena, en aquel momento entro en la cocina Larry, el marido de Bonnie, con un paño de cocina a rayas colgado de la cintura y dos fuentes de polio al Marsala en las manos. Larry estaba orgullosísimo de su éxito con el pollo. Al ver que Tom no llegaba con la mostaza, se le ocurrió la idea del Marsala y preparo la salsa con los champiñones que saco de la ensalada. Podría contarles muchas cosas sobre Larry. Cuando aun era novio de Bonnie la engaño, la engaño a diestro y siniestro, pero allí estaba ahora, padre de dos hijos, cocinero de pollo al Marsala, la viva imagen de la tranquilidad domestica. Tal vez fuera un hombre derrotado, pero era un hombre derrotado y fiel.
—Tom no va a venir -dijo Bonnie a Larry-. Dice que esta enamorado de otra.
—¿De quien? — pregunto Larry.
Yo sabía de quien estaba enamorado, claro. Ni siquiera me había molestado en preguntárselo. Estaba enamorado de Kate Pearce. ¡Y yo lo sabia! ¡Lo sabía! Bonnie también lo sabia, se le notaba en la cara. De hecho, ella y yo habíamos hablado mucho sobre Kate, la antigua novia de Tom en sus tiempos de universidad, sobre todo desde que lo invito al primero de lo que luego se convirtió en una serie de almuerzos amistosos, hecho que coincidió con la adquisición por parte de Bonnie de un teléfono inalámbrico manos libres en forma de cascos. Si menciono el manos libres es solo porque, desde que lo compro, Bonnie se dedicaba casi en exclusiva a hablar por teléfono.
—Anoche, mientras ponían Nightlime, Tom empezó a hacer abdominales -!e comenté a Bonnie durante una de nuestras conversaciones telefónicas-. ¿Por que crees que será?
—Por nada -respondió Bonnie.
—Pues yo no me creo que alguien empiece a hacer abdominales de un día para otro y no sea por nada.
—Hace unas semanas pusieron Rocky en la TNT y al día siguiente Larry instalo su equipo de pesas en el garaje, así que podría ser por nada.
—¿Te ha dicho de quien? — me pregunto Larry. Dejo el pollo al Marsala sobre la encimera de la cocina-. ¿Te ha dicho de quien esta enamorado?
—Esta enamorado de Kate Pearce -respondí. Decir en voz alta una frase como aquella me resulto doloroso, increíblemente doloroso. Me senté a la mesa de la cocina y enseguida rectifique-: Bueno, cree que esta enamorado de ella.
—Seguro que no es mas que una aventura -apunto Bonnie.
—¿Y eso esta permitido? — pregunto Larry.
—Claro que no -replico ella-. Lo que quiero decir es que se le pasara enseguida.
—Tu no la conoces -dije-. Es muy guapa.
—Tu también eres muy guapa -dijo Bonnie.
Estiro el brazo sobre la mesa para darme unas palmaditas en la mano, con lo que consiguió que no me sintiera ni remotamente guapa. A ninguna mujer guapa le dan palmaditas al tiempo que le dicen lo guapa que es. Simplemente no hace falta.
Mi amiga Cordelia entró en la cocina para ver que pasaba, y en cuanto la vi me eche a llorar otra vez. Cordelia también rompió a llorar. Me levante y allí nos quedamos las dos, de pie sobre el sintasol gris de la cocina durante lo que pareció una eternidad, abrazadas como se abrazan dos personas que acaban de perder a un familiar. Solo mucho mas adelante me entere de que en aquel momento Cordelia pensó que mis lagrimas tenían que ver con un familiar muerto y que, si hubiera sabido lo que pasaba en realidad, no habría llorado tanto, ni mucho menos. Tiene una actitud muy filosófica en lo que respecta a los asuntos del corazón, tan filosófica como solo la puede tener una persona que ya ha estado casada y no tiene la menor intención de volver a casarse. El ex marido de Cordelia se había vuelto loco dieciocho meses después del día de la boda, aunque ella decía siempre que debería haberse dado cuenta mucho antes de que no estaba en sus cabales, con todos sus picores, sus llantinas y su manera de hiperventilar. En realidad aquellos primeros días acabaron por parecer la edad de oro de la estabilidad mental comparado con lo que vino después, e incluso ahora, pasados ya cinco años de su divorcio. Cordelia seguía recibiendo de cuando en cuando una llamada de alguien que había visto como su ex se quitaba los pantalones por la ventana en Good Morning, América, o como patinaba por Fairmount Park sin mas ropa que unos calcetines y un gorro de Santa Claus. Últimamente ya se lo toma a risa. Bueno, reír, lo que es reír, no se ríe, pero tiene un buen repertorio de chistes sobre ex maridos locos que cuenta cuando esta de humor. Por ejemplo, Cordelia asegura que lo peor de tener un ex marido loco es intentar contar a los demás que tu ex marido esta loco, porque nadie te cree: todas dicen que sus ex maridos están locos. Hay que empezar a dar detalles y mas detalles sobre su locura, hasta que al final el interlocutor te mira con cara de entender y dice «¡Ah, a si que tu ex esta loco de verdad!».
—Pues no puede ser, no puede cortar contigo por teléfono -dijo Cordelia después de que Bonnie le contara lo que pasaba-. Vivís juntos. Tenéis un sofá a medias.
—Esto no te lo había dicho nunca -me dijo Bonnie-, pero siempre he odiado ese sofá.
—Lo eligió Tom -expliqué. Aquello hizo que me echara a llorar de nuevo-. Yo no quería que tuviera la sensación de que al venir a vivir conmigo ya no podía seguir eligiendo los sofás.
—Ese sofá -le dijo Bonnie a Larry- es el motivo de que no te deje elegir sofás.
Un poco mas tarde, Bonnie salió al cuarto de estar y mando a su casa al resto de los invitados. Después, entre Larry y ella limpiaron la cocina, para que al despertarme no me tuviera que enfrentar a un montón de platos sucios. Luego Cordelia me metió en la cama con una botella de vino. Le dije que prefería quedarme sola, y por fin los tres se marcharon.
Debería dejar constancia de que mi primer pensamiento después de colgar el teléfono tras la conversación con Tom fue que lo del anillo había sido un error. Esto es lo que había pasado: unos meses antes había visto en una revista la foto de un anillo de compromiso que me gusto mucho. Me avergüenza reconocer que la recorte, y mas vergüenza todavía me da decir que se la metí a Tom en el maletín mientras se estaba duchando. No tenia intención de que saliera corriendo a comprar el anillo al día siguiente, pero pensaba que no le iría mal tener el dato archivado, para utilizarlo en algún momento de un futuro indeterminado. Cuando Larry le pregunto a Bonnie como le gustaban los anillos de compromiso, ella le dijo que no quería un solitario, que prefreía algo diferente, y el respondió «vale, algo diferente, yo me encargo». De repente Bonnie tuvo una visión de lo que sucedería si se encargaba el (hay que tener en cuenta que Larry es quien, en cierta ocasión, colgó con grapas dos toallas marrones en la ventana del dormitorio y las dejo ahi durante cuatro años), de manera que cogió una servilleta de papel, dibujo una gran alianza de diamantes y debajo escribió las palabras «Platino», «Talla doce», «GRANDE» y «PRONTO». Larry, obediente, llevo la servilleta a la joyería, y ahora Bonnie lleva en el dedo algo que parece una tuerca con abundantes chispitas.
Aunque claro, también puede que yo esté exagerando con el tema del anillo, pero es que tengo tendencia a centrarme en un detalle y olvidarme de todo lo demás. Me pasa desde siempre. En preuniversitario cogí una asignatura de dibujo al natural, y al final de la primera sesión de dos horas lo único que había en mi libreta de bocetos era una exquisita reproducción del gigantesco pene incircunciso del modelo. Pero bueno, el caso es que, evidentemente, no tendría que haber metido en el maletín de Tom la foto de aquel anillo. Evidentemente, deben haberme puesto firme con el tema de Kate desde el principio. Ahora lo veía todo clarísimo. ¡Pero es que ni se me paso por la cabeza que Tom estuviera teniendo una aventura! Bueno, eso tampoco es cierto. Se me pasaba por la cabeza constantemente, pero siempre que sacaba el tema Tom me aseguraba que era una tontería.
—Así no puedo vivir -me decía-. Si no confías en mi, será mejor que pongamos fin a lo nuestro ahora mismo.
Y se mostraba tan tranquilo y sereno, tan lógico, que yo pensaba: tiene razón, son cosas mías, soy una paranoica, esto me pasa por-que mi padre nos abandono cuando tenia cinco anos, yo estaba en plena fase edípica, tengo un miedo irracional al abandono y he de superarlo. Y luego me venían a la cabeza pensamientos como «no aprietes entre los dedos al gorrión, sostenlo en la mano abierta; si vuelve es que era tuyo, si no vuelve es que nunca lo fue». Y me quedaba satisfecha, en pleno estado zen, y trataba de recordar de donde había salido lo del gorrión y entonces me acordaba de El principito de Antoine de Saint-Exupery, aunque entre ambas cosas no hay mas conexión que una especie de obviedad adolescente un tanto bobalicona, lo que a su vez me hacia recordar la posesión mas preciada de Tom, una bobalicona camiseta de El principito pintada a mano por Kate durante los años de preuniversitario, si, la misma Kate con la que tanto salía a comer... y así volvía a estar como al principio.
—Mira -le dije en cierta ocasión a Tom, en el transcurso de una de nuestras discusiones acerca de Kate-, no me sienta bien que vayas a comer tan a menudo con una antigua novia.
—Soy perfectamente capaz de seguir siendo amigo de una persona con la que he salido -replico Tom-. Además, tu sigues siendo amiga de Gil.
—En primer lugar, yo no sigo siendo amiga de Gil -le dije-. En segundo lugar, Gil es homosexual, así que aunque siguiera siendo amiga suya no tendría importancia, porque no le interesa acostarse conmigo. Cuando se acostaba conmigo no le interesaba acostarse conmigo.
—Kate tiene novio -insistió Tom. Puse los ojos en blanco-. Andre y ella viven juntos -siguió. Yo disimule un bufido-. No pienso seguir hablando de este tema -concluyo, y se fue a jugar a squash.
Todas aquellas discusiones no servían de mucho. Tom seguía yendo a comer con ella. ¡Hasta quería que yo fuera a comer con ella! Llego a darle mi numero del trabajo.
—Kate te va a llamar la semana que viene. Quiere ir a comer contigo -me dijo.
Me pase todo el fin de semana dando vueltas a mi plan en la cabeza. Tome la decisión de no devolverle la llamada. No respondería al teléfono, y cuando recibiera el mensaje no le devolvería la llamada, a ver si pillaba la indirecta. Y adivinen lo que paso: ¡no llego a llamarme! En aquel momento debí imaginarme a lo que me enfrentaba. Aunque no hubiera servido de mucho. Cuando una mujer como Kate Pearce decide que quiere a tu novio, no se puede hacer nada para impedirlo.
No estoy diciendo que Tom no tuviera ninguna responsabilidad en el asunto. Ya se lo había advertido yo. «No quiere que seáis solo amigos», le decía. «Las mujeres no actúan así», le decía. «No va a parar hasta que se acueste contigo.» ¡Tom había llegado a hablar de invitarla a la cena de aquella noche! «Es que no tiene muchos amigos», me había dicho. Si, claro, pensé yo. Primero la invito a una cena, luego intima con mi grupo de amigos y cuando me quiero dar cuenta se esta tirando a mi novio. Ya se como funciona esto, pensé. Por desgracia no sabia como estaba yendo aquel asunto en concreto, porque Kate se había saltado los preliminares. Ya se estaba tirando a mi novio. ¡Llevaba cinco meses haciéndolo!
—No tenemos sillas suficientes para Kate y para Andre -le dije a Tom cuando propuso que la invitáramos a la cena.
—Solo vendría Kate -dijo Tom-. Y yo me sentare en una silla plegable.
—¿Que ha sido de Andre? — quise saber. — Ya no esta con el.
—¿Cómo que ya no esta con él?
—Han cortado. Creía que lo sabías.
—¿Como lo iba a saber?
Seguro que se están preguntando una cosa: si el asunto llevaba en marcha cinco meses, ¿por que Tom no se había marchado antes? Pues es una buena pregunta. No estábamos casados. No teníamos hijos. Podría haber roto conmigo, marcharse de casa y luego empezar a salir con Kate, todo ello sin perder el norte en la brújula moral. ¡Pero resulto que Tom no había seguido el orden lógico porque Kate quería ir poco a poco! ¡Y el, claro, no quena asustarla presionándola! Como si Kate fuera un cervatillo en un claro del bosque o algo así. Pero lo mas molesto era el motivo por el que Kate quería ir poco a poco. Por lo visto la madre de Andre estaba enferma, muy enferma (sufría un cáncer de páncreas en estado avanzado), y a Kate no le parecía bien abandonarlo cuando mas la necesitaba. De manera que así estaba Tom, a la espera de que la madre de Andre muriera de cáncer de páncreas y pasara un lapso de tiempo razonable para que Kate le pegara el hachazo a Andre con la conciencia tranquila, y entonces, solo entonces, se tomaría el la molestia de romper conmigo. ¡Amigos, tengo treinta y dos años! ¡No me sobra tanto tiempo!
Pero la noche de la mostaza yo no sabia nada de todo esto. Aquella primera noche, lo único que sabia a ciencia cierta era que Tom se había pasado el verano comiendo con su ex novia y que había leído un libro de poemas japoneses sobre la muerte titulado Poemas japoneses sobre la muerte. Si no cualquier otra cosa, al menos el asunto de los poemas sobre la muerte tendría que haberme puesto sobre aviso. Una persona que es feliz no lee poemas sobre la muerte, y menos poemas sobre la muerte escritos momentos antes de la defunción de cada uno de los poetas, que de eso iba aquel libro. Resulta que el subtitulo era Escritos por monjes zen y autores de haikus al borde de la muerte. Tom se leía unos cuantos poemas de estos cada noche antes de acostarse y luego no estaba de humor para tener relaciones sexuales. A veces hasta me leía alguno en voz alta, cosa que en su momento me pareció muy bonita (Tom y yo nunca habíamos sido de esas parejas que se leen en voz alta el uno al otro, éramos mas bien de las del tipo «cuando lo termine lo tienes que leer»), aunque ahora mucho me temo que lo hacía para que yo tampoco estuviera de humor para tener relaciones sexuales. Aquellos poemas eran deprimentes hasta limites inconcebibles. Como un tronco podrido /casi cubierto por la tierra, mi vida /que no alcanzó a florecer, llega /ahora a su triste fin.
En fin, el caso es que estaba yo en la cama hojeando el libro de poemas sobre la muerte, bebiendo vino y tratando de no pensar en Tom, ni en Tom y Kate, ni en lo que harían juntos, ni en si lo estaban haciendo en aquel mismo instante, cuando sonó el teléfono.
El corazón me dio un vuelco.
Deje que saltara el contestador. Era Nina Peebie, una de las que habían estado un rato antes en mi cuarto de estar, que me llamaba desde el móvil.
—Solo quiero que tengas presente una cosa, Alison -dijo Nina al contestador-. Siempre acaban por volver.
Capítulo 2
Lo último que me dijo Tom aquella noche antes de colgar el teléfono fue «No escribas acerca de esto». Se temía que sintiera la tentación de coger la mostaza, la cena y la llamada de teléfono, convertirlas en setecientas palabras y publicarlas en mi columna semanal. Llevaba escribiendo básicamente la misma columna desde los tiempos de preuniversitaria, pero en el momento en que Tom y yo rompimos se publicaba en un periódico alternativo, The Philadelphia Times. The Philadelphia Times tenía vocación de ser como The Village Voice, una publicación abierta y cultural, solo que esto es Filadelfia, no Nueva York, lo que pone la cosa bastante difícil. Mi amigo Eric se crió aquí y ahora vive en Manhattan, y siempre dice que Filadelfia es de esas ciudades donde a los locutores de la televisión local se los considera famosos. Eric tiene un montón de frases por el estilo, frases certeras de una manera evidente y fundamental, y a la vez de lo mas deprimentes.
De todos modos, como decía, no me imaginaba como iba a poder evitar escribir sobre Tom. Tom Hathaway era un personaje recurrente de mi columna, era imposible hacerlo desaparecer de repente, como si tal cosa. Me iba a ver obligada a contar la verdad, cosa que conllevaría varios problemas de índole general y uno muy concrete Para empezar, no había sido de esas rupturas que dejan a la victima en muy buen lugar. De eso me había dado cuenta nada mas colgar el teléfono. La verdad era que, si no hubiera tenido la sala de estar llena de invitados, con toda probabilidad habría retocado un poquito la historia. Habría hecho que el comportamiento de Tom resultara menos repulsivo, y no para protegerlo, sino para protegerme. Luego estaba la pregunta que surge siempre en este tipo de situaciones, a saber, que hacia ella (yo) con él (Tom) para empezar. Faltaban demasiadas piezas del rompecabezas, y si resultaba evidente para mi, que era quien había estado viviendo en medio de las piezas del rompecabezas sin saber resolverlo, era fácil suponer como lo vena cualquiera desde fuera. Esos eran los problemas generales. Ahora, el problema concreto: resulta que Tom es abogado y se me ocurrió que, si escribía sobre lo que había sucedido aquella noche después de que el me lo prohibiera, acabaría con una demanda. Conozco a cierto tipo de periodistas que despilfarran un montón de energía preocupándose por si les ponen una demanda, y por lo general solo son idiotas que se dan demasiada importancia, pero a decir verdad en este caso no las tenia todas conmigo. Me temo que el hecho de que llame siempre a la gente por el mismo nombre que tienen en la vida real solo sirve para empeorar las cosas. Pero no lo puedo evitar. De lo contrario no me salen personajes creíbles. Tampoco me gusta cambiar demasiado los detalles. Es lo que los libros sobre técnicas de escritura te dicen siempre que debes hacer: «Cambia los detalles demasiado identificativos». Pero yo no puedo.
Considero oportuno señalar que me convertí en la columnista que soy mucho antes de que fuera un cliché, mucho antes del fenómeno contagioso de De repente, Susan, mucho antes de que todo esto se volviera aburrido, estúpido y manido. Pero cuando Llegó todo eso ya era demasiado tarde. Ya era adicta. Me imagino que, si me hubiera sumergido en Dorothy Parker a una edad impresionable, habría querido ser como ella de mayor, pero en Arizona, cuando yo era niña, no teníamos ninguna Dorothy Parker; teníamos a Nora Ephron. Así que quise ser Nora Ephron de mayor. Hasta muchos anos mas tarde, después de que me hubiera sumergido en Dorothy Parker por mi cuenta y hubiera contemplado vagamente la posibilidad de ser como ella, no descubrí que Nora Ephron había querido ser Dorothy Parker de mayor, cosa que me alegro bastante.
Por desgracia, no es fácil para alguien como yo convertirse en alguien como Dorothy Parker. Ni en alguien como Nora Ephron, ya que estamos, dado que no soy judía. Y no es solo que no sea judía, es que soy todo lo contrario a judía. Me educaron como cristiana evangélica, cien por den «renacida»*, tribu que carece por completo de tradición cómica, y casi carece de tradición intelectual. Bien pensado, tampoco estamos muy bien surtidos en el tema de tradición autocrítica, aunque bien sabe Dios que el resto del mundo esta deseando que la desarrollemos lo antes posible. Porque, y me imagino que a nadie le supondrá una novedad, todo el mundo detesta a los cristianos evangélicos. Los detestan, los detestan, los detestan. Detestan el derecho cristiano, detestan la Superioridad Moral, detestan a Jerry Falwell, detestan a los pro-vida, detestan a los que llevan el pececito de plata en la parte trasera de sus monovolúmenes, detestan al tipo de la oficina con ese extraño corte de pelo que no pone dinero para la porra de fútbol. El tipo de la oficina con el extraño corte de pelo podría ser mormon, claro, pero no se por que la gente no detesta a los mormones. La mayoría piensa que los mormones son una especie de supercristianos inofensivos. De hecho, los únicos que no consideran cristianos a los mormones son los mormones y los cristianos. Hace unos años, mi madre me llamó por teléfono y me dijo que los nuevos vecinos eran mormones.
—¿Tienen cama elástica? — pregunte.
—¿Cómo lo sabes? — se sorprendió mi madre.
—A los mormones les encantan las camas elásticas -dije-. No me preguntes por que, pero les encantan.
El caso es que mi madre se hizo amiga de la nueva vecina y las dos se pasaron los tres años siguientes intercambiándose recetas de platos únicos y tratando en vano de convertirse la una a la otra. Lo que nos lleva al problema fundamental que tiene la gente con los cristianos renacidos, y es que se niegan a dejarse convertir. Se niegan incluso a considerar la idea de que tal vez tuvieran que convertirse. Lo que pasa es que, en algún momento de la conversación, el candidato a converso pregunta algo como «¿Y que sucede si paso?», y el convertidor pondrá cara de sincero pesar y responderá «Pues que te pasaras el resto de la eternidad en el infierno». Esto molesta mucho, aunque pienses que tu interlocutor no dice mas que gilipolleces. Por no mencionar que el resto tampoco es nada divertido.
Incluso de niña yo ya sabia que no era nada divertido. En el instituto, fuera lo que fuera lo que estuviéramos haciendo, siempre saltaba alguno de la pandilla y decía «¿Lo veis?, no hace falta beber para divertirse». Y ya entonces sospechaba yo lo que ahora se a ciencia cierta que es mas divertido beber, consumir drogas y hacer el amor. Pero que mucho mas divertido.
Me imagino que se preguntaran que hacia yo viviendo en pareja con mi novio Tom si era cristiana evangélica. Pues la verdad es que no he sido lo que se dice muy cristiana desde hace tiempo. Desde el preuniversitario, para ser sinceros, aunque algunos de los efectos secundarios mas llamativos, como los jerséis rosas y el pelo mal cortado, me acompañaron hasta los veintitantos. Si me hubiera parado a pensar en el tema me habría bajado del tren antes de empezar el preuniversitario, porque ser cristiana evangélica en el preuniversitario es aburrido a mas no poder. A tu alrededor los demás se dedican a beber, a fumar, a probar hongos psicodélicos, a tener experiencias lésbicas y a lamer gelatina del ombligo de un desconocido en Cancún durante las vacaciones de Pascua, mientras tu te quedas ahí parada y tratas de ser buena. Lo peor que te puede pasar es ser cristiana evangélica en una universidad de las mas prestigiosas, precisamente mi caso, porque no solo tienes que tratar de ser buena, encima tienes que tratar de ser lista. Acabas manteniendo una y otra vez esas conversaciones sobre creacionismo o evolución en el dormitorio común... pero adivina de que lado estas tu. Adivina a que bando te toca defender. Y luego esta todo el tiempo que te pasas sentado en círculos reducidos con otros cristianos, planteándote cuestiones imponderables. Una de las clásicas es: ¿podría Dios crear una roca tan grande que ni El pudiera levantarla? ¿Podría crear un gato negro que fuera blanco? ¿Podría crear un circulo cuadrado? Después vienen los temas que de verdad importan. Por ejemplo, hasta donde puedes llegar sin que dejen de considerarte virgen. Es un punto muy debatido, pero hay algo que les puedo garantizar: lo que se dice de las chicas cristianas y las mamadas es completamente cierto. En cambio no es verdad lo que se dice de las chicas cristianas y el sexo anal, con la excepción de unas pocas pioneras, de las cuales yo solo he conocido a una.
Ahora caigo en la cuenta de que aquí hace falta aclarar un poco las cosas, y señalar que con el cristianismo evangélico no hay medias tintas. Mamadas aparte. Por ejemplo, es posible recibir una educación católica y luego crecer, dejar de obedecer las normas, dejar de ir a la iglesia, que en tu vida no quede nada que pueda sugerir a un ser humano medianamente razonable que eres católico, y aun así, para ti y para el resto del mundo, seguirás siendo católico. Con el evangelicalismo la cosa no funciona así. O estas dentro o estas fuera. O estas con ellos o estas contra ellos. Así que, antes de seguir, quiero dejar bien claro que en la actualidad yo estoy fuera. Otra cosa que quiero dejar bien clara es que este tipo de cosas son las que me resultaron siempre mas molestas del evangelicalismo.
No me gusta confesar esto en publico, por mis padres. Mis pobres padres. Mis queridos, mis bondadosos, mis devotos y cristianos padres. De verdad, no han hecho nada para merecerse esto. Bueno, he estado yendo al psicólogo durante once años, así que es de suponer que habrán hecho algo para merecerse algo, pero nada para merecerse esto. Me da reparo hablar de mis once años de psicoterapia porque sin duda van ustedes a pensar que estoy mal de la cabeza. El hecho de que una persona con problemas normales tenga que ir a un psicólogo durante once años solo lo entiende otra persona mas o menos normal que también lleve mucho tiempo de terapia, así que no sirve de nada que intente explicarme aquí. En cambio, lo verdaderamente interesante es como me he podido pagar las sesiones. Cuando termine el preuniversitario estaba en la ruina y deprimida, así que empecé a acudir a una clínica publica en la que solo me cobraban trece dólares por hora, y para cuando me quise dar cuenta habían pasado once anos. No hice lo que se dice muchos progresos, sobre todo porque era una clínica de practicas donde los estudiantes recién graduados trabajaban durante un año antes de empezar a ejercer en consultas particulares, de manera que cada mes de septiembre mi terapeuta le entregaba mi informe al nuevo y los dos teníamos que volver empezar otra vez, desde el principio, contando mi infancia.
No hace falta que intenten seguirles la pista a todos mis terapeutas. He tenido demasiados, de verdad. El mas reciente se llamaba William y sufría de vértigo. Yo soy de las que habían creído toda la vida que el vértigo es un dolencia inventada, de esas que los guionistas de cine se sacan de la manga para explicar por que el chico de la película no puede cruzar el puente para salvar a la chica, pero William tenia vértigo de verdad. Hasta tal punto que a veces, durante las sesiones, se deslizaba de la silla hasta el suelo para quedar tendido a mis pies. «Puedes seguir -decía-. No es nada, solo uno de mis ataques.»
—Debería marcharme -dije la primera vez que lo hizo.
—¡Por que deberías marcharte? — respondió William. Me estaba mirando desde la alfombra-. ¿Esto te hace sentir incomoda?
—Si -dije.
—¿Por que te sientes incomoda? — preguntó William.
—Porque mi loquero esta tumbado en el suelo.
—Tumbarme en el suelo es una respuesta lógica a mi ataque de vértigo -dijo William-. ¿Por que debería hacerte sentir incomoda?
—No lo se. Pero estoy incomoda.
—¿Te provoca algún tipo de respuesta sexual?
—Ni de lejos.
—Me cuesta creerlo -dijo.
—¿Y eso por que?
—Porque te sientes atraída por hombres no accesibles, hombres como Tom, que puede que sea tu novio pero emocionalmente es inaccesible para ti; y yo, como terapeuta tuyo, soy inaccesible por definición.
Todo esto desde el suelo.
—A mi no me pareces tan inaccesible, William.
—¿Quieres decir que crees que siento una inclinación sexual hacia ti?
—Yo no he dicho eso.
—Pues si la siento -replico el-. ¿Quieres que exploremos ese terreno?
Ya, ya lo se, tendría que haber dejado las sesiones con William, pero no lo hice. Hay que tener en cuenta que solo pagaba trece dólares la hora, y por trece dólares la hora estaba dispuesta a soportar un comportamiento no del todo convencional por parte de mi terapeuta. Además, tampoco me interesaba armar jaleo en la clínica, porque si alguien se paraba en serio a examinar mi expediente no tardaría en darse cuenta de que tenían que subirme la tarifa. Cosa que, por desgracia, fue precisamente lo que sucedió tres semanas antes de la noche de la cena. Cuando me presente para mi cita habitual del lunes por la mañana, la directora de la clínica asomo la cabeza por la sala de espera y me dijo que pasara a su despacho. Se sentó frente a mí tras el escritorio y con toda tranquilidad me informo de que William ya no trabajaba allí. Lo habían tenido que mandar al manicomio, con camisa de fuerza y todo, aunque ese detalle no me lo contó ella, me lo dijo mas tarde Yolanda, la recepcionista. Por lo visto fue todo un espectáculo. El caso es que resulto que yo era la única paciente de William que no había presentado una queja sobre el, y por eso termine en el despacho de aquella mujer. Dio por hecho que yo debía de tener algún problema. Todos los que iban a la clínica tenían problemas, claro, pero dio por hecho que los míos eran de los gordos.
Todo lo anterior es solo para poner de relieve algo tan sencillo como que, aunque llevaba once anos de terapia, en el momento de los acontecimientos aquí relatados, los acontecimientos que componen esta historia, no tenia terapeuta. Y tampoco estaba curada, cabe señalar. Lo que si tenia era cierta afinidad, interés y familiaridad con mi yo interior. Por eso, ahora que me paro a pensarlo, el hecho de que me cogiera por sorpresa me cogió por sorpresa. ¡Once años de psicoterapia! ¡Un padre que me abandono a los cinco anos! No hay que excavar tanto para llegar a mi subconsciente, esta a plena luz, instalado en mi vida, disfrazado de destino. La verdad es que lo que me había pasado con Tom era de lo mas predecible. Lo que aun no he conseguido es averiguar como se pasa de comprender por que te suceden cosas malas en un momento dado a aprender a evitar que te sucedan. Ese truco sigo sin cogerlo. Es la pregunta para la que no he conseguido una respuesta directa de ninguno de mis terapeutas. Se la llegue a plantear a Janis Finkle (mi última terapeuta de verdad, la predecesora inmediata de William) en la ultima sesión que tuvimos juntas.
—No se puede -me dijo.
—¿No se puede?
—No se puede.
—Entonces, ¿para que sirve todo esto? — quise saber.
—¡Para que crees tú que sirve? — dijo Janis.
Sigo sin saber para que sirve. Otra de las cosas que tampoco he llegado a descubrir es si la religión de mi infancia es la fuente de mis problemas neuróticos o la solución para ellos. Por supuesto, he descubierto otras muchas cosas, pero la mayor parte no sirven para nada.
Capítulo 3
Aquel domingo por la noche, a última hora, sonó el timbre de la puerta. Llevaba veinticuatro horas en casa, sola, aguardando aquel momento. Y estaba cien por cien preparada. Me había preparado mentalmente un discurso larguísimo, un discurso que comenzaba con una condena sin paliativos del despreciable comportamiento de Tom, proseguía con un estudio psicológico de las tres partes involucradas, y culminaba con el hecho de que yo amaba a Tom y el me amaba a mi, y que podríamos superar juntos aquella crisis, siempre y cuando accediera a visitar a un consejero de parejas y prometiera no volver a dirigirle la palabra a Kate Pearce. Era un discurso muy bueno, y la verdad era que estaba deseando soltarlo. Fui hacia la puerta y eche un vistazo por la mirilla.
—Tengo que contarte algo muy desagradable -me dijo a través de la puerta un hombre que no era Tom-. Tu novio tiene una aventura con mi novia.
Solté la cadenilla y abrí la puerta.
—Tu debes de ser Andre -dije.
—¿Cómo lo sabes?
—Se todo lo que hay que saber acerca de Tom y Kate -dije-, de manera que me imagine que serias Andre.
La presencia de Andre en la puerta de mi casa me hizo sentir mejor en muchos aspectos, sobre todo porque era obvio que estaba mucho peor que yo. No me refiero a la ropa que llevaba -un chándal verde-, ni al hecho de que saltaba a la vista que no se había afeitado hacia tiempo; no, el que Andre se hubiera tornado la molestia de localizarme y de llamar a mi puerta era un acto tan evidente de desesperación absoluta que, en comparación, me sentí relativamente cuerda. Le dije que entrara, nos sentamos a la mesa de la cocina y abrimos de inmediato una botella del whisky escocés de Tom.
—Cuéntame todo lo que sabes -pidió Andre-. Yo te contaré todo lo que sé.
Yo no sabía gran cosa. En realidad, lo único que sabia a ciencia cierta era que Tom y Kate habían estado almorzando juntos, y Andre sacudió la cabeza impasible cuando se lo dije porque eso ya lo sabia. Resulto que estaba enterado de todo. Llevaba meses espiándolos, cinco meses, para ser exactos, que era el tiempo que duraba su aventura, y lo que no había averiguado espiándolos se lo había dicho Kate a la cara cuando por fin rompió con el hacia cuatro días. Kate le había dicho que se marchara del apartamento y Andre se había negado con tozudez, a mudarse, porque creía, o eso me dijo, que podrían arreglar las cosas siempre y cuando no hicieran nada muy drástico... de manera que ella le narro con humillante detalle su aventura con Tom, supongo que con la esperanza de apelar a su orgullo. Hacia solo unos quince minutos que conocía a Andre, pero ya presentía que apelar a su orgullo servia mas bien de poco.
—Y cuando por fin se dio cuenta de que no pensaba marcharme, se fue ella -termino Andre.
—¿A donde? — pregunte.
—Esa es una de las cosas que pensaba que a lo mejor sabias tu -dijo.
—Pues no. Y aunque lo supiera, no nos serviría de nada ni a ti ni a mi.
Andre me miro como si pensara que mi inocencia rayaba con la estupidez. Evidentemente, necesitaba conocer el paradero de Kate y Tom si quería seguir espiándolos.
—¿Por que tienes tantas ganas de recuperarla? — quise saber.
Respiro profundamente.
—Esa mujer es como una droga.
—Genial -dije.
—Nunca me canso de ella.
Nos quedamos allí un momento, callados, Andre con una expresión de amor desdichado dibujada en el rostro. Estaba a punto de decirle que tal vez fuera hora ya de que se marchara cuando se volvió hacia mi y me pregunto que tal era Tom en la cama.
—No te lo pienso contar -replique.
—Vamos -suplicó-. Tengo que saber a que me enfrento.
—No creo que el problema sea que tal es cada cual en la cama.
Andre me miro como si no entendiera nada.
—Entonces, ¿cual es? — preguntó.
—Creo que Tom esta atravesando una etapa y tiene que aclarar unas cuantas cosas.
—¿De verdad?
—Si. Y no tengo intención de reaccionar de forma exagerada.
—Eres fuerte, ¿sabes? — dijo Andre-. Pareces una persona muy fuerte.
—Gracias.
—Y muy agradable -dijo al tiempo que asentía con la cabeza, pensativo.
—Gracias.
Nos volvimos a quedar en silencio un momento.
—Mi madre se esta muriendo. Tiene cáncer de páncreas -dijo como quien no quiere la cosa.
Luego extendió el brazo por encima de la mesa de la cocina y me cogió la mano.
La verdad es que fue un momento algo embarazoso. Yo no sabia si estábamos cogidos de la mano porque la madre de Andre agonizaba victima de un cáncer de páncreas, o porque nuestros amantes nos habían abandonado, o porque los dos estábamos borrachos. Aparte la mano con delicadeza.
—Lo siento -dijo Andre.
—No pasa nada -respondí.
Con la mano recién liberada hice girar el whisky en el vaso.
—Quizá tengas razón -dijo-. Puede que solo sea una fase.
—Creo que es una etapa -señalé-, no una fase.
—¿En que se diferencian?
—Una etapa implica crecimiento -dije-. Cuando atraviesas una etapa, al salir de ella te encuentras en un nivel superior.
—¿Y entonces que es una fase, tirarte a un desconocido sin mas?
—Si, y ya te he dicho que no creo que se trate de eso.
—Que mas da, ya no tiene importancia. Ahora que los dos lo sabemos todo no durara mucho -dijo Andre.
—¿Por que?
—Kate se cansará de él -dijo-. Le dará la patada en el culo, Y el volverá contigo.
No era así como había imaginado el regreso de Tom a mis brazos -con el corazón roto, el rabo entre las piernas y el culo pateado por su diabólica amante-, pero me tendría que conformar. Me conformaría. Estoy enamorada de el, pensé.
—Estoy enamorado de ella -dijo Andre. Sonaba mucho peor dicho por el que pensado por mí-. No lo puedo evitar.
—El noventa y cinco por ciento de la felicidad consiste en enamorarse de la persona adecuada -dije.
—¡Y el cinco por ciento restante? — pregunto Andre.
—No tengo ni idea.
Al final Andre se marcho, pero no sin dejarme su tarjeta y apuntar mi número de teléfono, además de hacerme jurar que le avisaría si me enteraba de algo nuevo y de prometerme que me avisaría si se enteraba de algo nuevo. Yo no veía de que me iba a servir cualquier cosa nueva de la que me enterase, sobre todo teniendo en cuenta que lo que acababa de saber era mas que suficiente para hundirme en la miseria. Si de algo estoy segura en lo que respecta a una mujer que es como una droga es que en la cama es mejor que yo. No es que Tom y yo tuviéramos problemas graves en ese sentido, es que he acunado mi propia definición de «buenas relaciones sexuales»: son relaciones sexuales sin discusión, y a mi tener relaciones sexuales sin discusión me resulta casi imposible. Cualquier cosa sin discusión me resulta casi imposible. A veces me gustaría ser como esa gente con la que me cruzo por la calle, que a primera vista no tienen vida interior (aunque claro, es posible que tengan vida interior, me imagino que una de las características de la vida interior es que no salta a la vista para los que te cruzas por la calle), bueno, ya saben a que tipo de gente me refiero. A esa gente que se las arregla para pasar por la vida sin estar todo el tiempo pensando en todo.
Ya se que cuando te pasa una cosa como esta, cuando tu novio o tu marido te deja porque tiene una aventura con otra mujer, tienes que decir cosas como «Lo que me duele no es que se haya acostado con ella, es que me ha mentido»; pero, a decir verdad, en mi caso lo que me dolía era que se había acostado con ella. Ese punto lo tuve siempre muy claro. Reconstruirlo todo en torno a una mentira era inútil. Si, incluso después de que Andre se marchara y yo empezara a juntar las piezas, a reconstruir las diversas mentiras que Tom me había contado acerca de las horas extras hasta el anochecer, los torneos de squash de seis horas los sábados por la tarde y los viajes de negocios, todo aquello no era mas que un ejercicio intelectual. Masoquista, si, pero ejercicio intelectual. Lo que de verdad podía conmigo, lo que me despertaba del sueño mas profundo, era imaginar a Tom y a Kate juntos, a Tom y a Kate en la cama. No podía pensar en otra cosa. Me imaginaba a mi misma llegando a casa del trabajo antes que de costumbre, abriendo la puerta de la calle, subiendo las escaleras, abriendo la puerta de nuestro piso, dejando mi bolso sobre la mesita del recibidor, quitándome los zapatos de una patada, entrando en el dormitorio y pescándolos juntos en la cama. Dejaba escapar un gritito de sorpresa y luego salía corriendo escaleras abajo, me iba a la calle, porque me parecía que es lo que habría hecho si me hubiera encontrado en esas circunstancias, pero también porque quería ver si Tom salía detrás de mi a buscarme. Quería ver si, en mi fantasía, Tom tenia al menos la decencia de saltar de la cama, atarse una toalla a la cintura y salir al portal gritando: «¡Por Dios, Alison! ¡No es lo que parece!». Me imagine la escena tantas veces que al final ya no salía corriendo: llegaba al dormitorio y me quedaba en la puerta mirándolos con fría repugnancia, igual que Gwyneth Paltrow en Dos vidas en un instante. De hecho, bien pensado, era tan similar a Gwyneth Paltrow en Dos vidas en un instante que estoy casi por jurar que se lo copie entero. Pese a todo considere que era un progreso.
Me doy perfecta cuenta de que corro el peligro de atribuir al sexo demasiada importancia, si es que tal cosa es posible (cosa que dudo mucho, pero puede que sea porque atribuyo al sexo demasiada importancia). Siempre he pensado que, si hubiera tenido un poco mas de experiencia en ese tema concreto, si me hubiera acostado con mas hombres, las cosas me irían mejor. Tendría mas puntos de referencia. Pero no había sido así. No me apetece nada contarles con cuanta gente me he acostado, así que lo dejare en que han sido menos de cinco. Mas de uno y menos de cinco. Y no han sido ni cuatro ni tres.
Parte del problema estriba en que perdí la virginidad tarde, tardísimo, para ser sincera. Tenia veinticinco años, así que estarán de acuerdo conmigo en que eso me convierte en lo que técnicamente se denomina un bicho raro. Y puede que ni siquiera entonces hubiera hecho el amor si no fuera porque mi terapeuta me convenció.
—¿Cuando tomaste esa decisión? — preguntó Celeste, que era mi terapeuta de entonces, cuando por fin me abrí a ella y se lo conté.
—Cuando tenia trece años. Fue en un campamento que organizaba la iglesia. Hice una promesa.
—¿A quién? — quiso saber Celeste.
—¿Como que a quién?
—¿A. quién le hiciste esa promesa?
—A Dios.
—A Dios -repitió, y tomo nota en su libreta amarilla.
Mi fe en Dios era una de las cosas de las que Celeste intentaba liberarme. Bueno, no, no es justo que lo diga así. A ella no le preocupaba que creyera en Dios, solo que no quería que interfiriese en cosas importantes como mi libertad, mis decisiones o mi vida sexual. Y claro, en eso es en lo que consiste Dios. Renuncias a algunos de los privilegios mas interesantes de la vida y a cambio le pierdes el miedo a la muerte.
—Esa decisión te resulto útil a los trece años, pero puede que a los veinticinco sea hora de reconsiderarla.
De modo que la reconsideramos. La reconsideramos una y otra vez. Celeste la comparaba con el embargo a los puros cubanos. Tal vez tuviera lógica en los años sesenta, pero ¿que sentido tenia en nuestros tiempos, tras la caída del Muro de Berlín, cuando ya había un McDonald's en la Plaza Roja? He de reconocer que tampoco hacia falta mucho esfuerzo para convencerme. Le había estado dando vueltas a la idea desde que Lance Bateman me metió la mano en las bragas en el ultimo ano de instituto, pero me las arregle para mantenerlo a raya. Durante mucho tiempo estuve esperando mi noche de bodas, y cuando la espera empezó a parecerme estúpida, inútil y un autoengaño total, sin saber por que seguí esperando. Supongo e lo que esperaba era una razón convincente para dejar de esperar. Aquella noche acudí a ver a mi novio Gil-el-homosexual, y le dije que por fin me sentía preparada para acostarme con el. El embargo al pene quedaba levantado. Le dije que lo había hablado con mi terapeuta, que una decisión que me había sido útil a los trece años quizá no tuviera sentido ya a los veinticinco, y que, por tratarse de mi novio, el era el candidato lógico para la desfloración. Hasta me había parado por el camino para comprar una caja de doce condones, suponiendo que al enterarse de la buena nueva Gil me tiraría al suelo de la cocina y haría lo que quisiera conmigo, tal vez no doce veces, pero sin duda mas de tres, que eran los dos únicos tamaños de cajas en los que se presentaban los condones. Pero Gil no me tiro al suelo de la cocina. Se quedo sentado donde estaba, sacando brillo a sus zapatos con un cepillo de dientes de cerdas suaves, y me dijo que necesitaba tiempo para pensárselo. Que no estaba seguro.
Me gustaría decir que rompí con el en aquel mismo momento, que le solté un comentario desdeñoso y cruel y que me largue sin volver la vista atrás, pero no fue así. Aquel tipo tenia una misión. En ese sentido soy muy practica. No soy de las que tiran una batidora en perfecto estado solo porque haya que zarandear un poco el cable para que funcione. Me resultaba insoportable la sola idea de empezar otra vez de cero, de conocer a un hombre y comenzar a salir con el, tener una primera cita, luego la segunda, luego la tercera, y al final hablarle de mi estatus sexual y quedarme mirando como retrocedía muy despacio al tiempo que me explicaba que no quería involucrarse en nada serio. Y reconozcámoslo, acostarse con una virgen de veinticinco años es de lo mas serio que hay, De manera que, después de zarandear un poco el cable, Gil-el-homosexual y yo nos acostamos, y luego no solo no rompí con el, sino que mantuve la relación ocho meses mas, con la mente confusa no solo por el sexo (termino que no se podía aplicar del todo a lo que hacíamos), sino por la idea de que, ya que me había acostado con el, tenia que casarme con él.
Cuando salíamos juntos yo no sabía que Gil-el-homosexual era gay. O sea, tenia ciertas sospechas (tendrían que haber visto como se hacia la cama ese hombre), pero hacia todo In posible por no pensar en ellas, sobre todo porque había sido un alivio inmenso conocer a un hombre que quisiera ser mi novio sin acostarse conmigo. No se pueden ni imaginar que hallazgo fue. Salíamos unas tres veces por semana, yo me quedaba a pasar la noche en su casa, nos dábamos el lote un rato, luego nos quedábamos dormidos juntos, abrazados, y por la mañana, en cuanto mis pies tocaban el suelo, se ponía a hacer la cama. Colocaba las mantas, las sabanas y las almohadas con tal talento y precisión que uno se sentía como si estuviera en el departamento de camas de unos grandes almacenes, con cartelito de «prohibido sentarse» incluido. Porque esa era otra, una vez hacia la cama no le gustaba que me sentara en ella. Ni siquiera para ponerme los zapatos. Además, por las noches me obligaba a beber en vasos de papel, porque decía que si tenia platos sucios en el fregadero no podía conciliar el sueño. Por lo que a mi respecta, a veces he conciliado el sueño incluso con platos sucios en la cama. Digamos que aquello se convirtió en un punto de desacuerdo.
Es una de las cosas que pasan cuando esperas tanto antes de tener relaciones sexuales: acabas saliendo con hombres a los que ya no les interesan. Al menos no les interesan contigo. Y luego, si eres una chica como yo, acabas casándote con uno de ellos, y el tío sigue sin mostrar interés, pero ahora ya tienes que cargar con el porque es m marido. Lo haces todo como debe ser, como esta mandado, y al final acabas bien jodida. Es una de las cosas que no te cuentan en los campamentos que organiza la iglesia. Eso y que lo de pasarte el día prometiendo que no tendrás relaciones sexuales acaba creándote complejos. Ni os imagináis hasta que punto tengo complejos. Tantos que ni siquiera aparezco en mis propias fantasías sexuales. Y no estoy insinuando que me quede, pongamos por caso, sentada en un rincón, en un sillón inmenso, fumando y mirando. ¡No, ni siquiera estoy en la habitación! ¡Estoy en otra parte! ¡De compras, seguro! Y la verdad, la increíblemente triste y patética verdad, es que me puedo considerar afortunada por tener algún tipo de fantasía sexual. Tengo la sensación de que las fantasías sexuales mas jugosas He la gente tienen su raíz en las obsesiones de la adolescencia, y mi obsesión de la adolescencia era Jesús: ni siquiera yo estoy tan pirada como para tener una fantasía sexual con Jesús.
Les empecé a contar todo esto porque quería que comprendieran por que la confianza en el aspecto sexual no era precisamente mi punto fuerte, y por que eso de que Kate fuera como una droga era lo que me estaba volviendo loca de celos, pero también quiero decirles que, por mucho que me doliera que Tom me hubiera dejado por Kate, se me paso por la cabeza la idea de que al fin podría tener relaciones sexuales con alguien que a) no fuera Tom, y b) no fuera gay. Y la perspectiva tenia su encanto.
Capitulo 4
El lunes por la mañana, cuando me desperté, me encontré con la vista clavada en los paneles de latón del techo y preguntándome que iba a ser de mi. Lo digo en todo el sentido Jane Austen de la expresión. ¿Que demonios iba a ser de mi? Cuando Gil-el-homosexual y yo rompimos por fin -debido al rodal que mi lata de Coca-Cola Light había dejado en una de sus mesillas de noche de cerezo-, salí a la calle a la mañana siguiente y me fui directa a comprar un billete de avión barato a Praga. Alquile un apartamento diminuto en el casco antiguo y me pase allí tres meses. Estaba embriagada de independencia. Por fin era libre. Bebí café turco, leí gruesos volúmenes de obras clásicas y di largos y emotivos paseos por los puentes. Y aquí estaba otra vez, libre de nuevo, y no podía dejar de pensar en Tom. Me eché a llorar. ¿Qué pasaría si no recuperaba la cordura? ¿Qué pasaría si no regresaba? ¿Qué haría yo? ¿Con quién saldría? ¿Qué iba a ser de mí?
Habíamos estado juntos cuatro años. ¡Cuatro anos! Seguro que están pensando que aquello no era tan duro como un divorcio. Eso mismo me decía todo el mundo. No es tan duro como un divorcio. Y yo les respondía. Le decía que no estaba tan segura. Al menos una mujer divorciada es comprensible para los demás. Una mujer divorciada solo ha sido rechazada por un ser humano en concreto. Salir con una mujer divorciada es como ponerse un jersey que ha estado colgado en el armario de otro: a ellos no les había ido bien, pero quizá...
No crean, me doy perfecta cuenta de que lo que digo no tiene sentido. El divorcio de Cordelia fue lo más horripilante que había presenciado jamás. Y aquella mañana, mientras miraba al techo convertida en la viva imagen de la desdicha, recorriendo mentalmente los dibujos del latón en un intento de tranquilizarme, sabía que no había punto de comparación entre ambas cosas. Pero aquello era doloroso, y me estaba pasando a mi. Cosa que, bien pensada, era uno de los motivos de que estuviera resultando un golpe tan duro Hacia tiempo que no me pasaba prácticamente nada. Es lo que tiene vivir en Filadelfia, los mismos acontecimientos se desarrollan en una sucesión siempre predecible, año tras año, el Desfile de los Payasos y la Exposición Floral, la Feria del Libro y la Feria de la Gastronomía, el Festival de Jazz y el Baile de las Bellas Artes, y acabas adormecido en una especie de coma. Siempre ves las mismas caras en las mismas fiestas, disfrutas del mismo otoño perfecto y vivificante un día después de los mismos meses de mi verano húmedo y bochornoso, acabas con las mismas hojas apestosas de gingko en las suelas de los zapatos cuando cometes el error de bajar por la Calle Veintidós durante la estación en que dan fruto, y al final dejas de darte cuenta de que no te esta pasando nada, porque por lo visto a nadie le pasa nada. Si a alguien que vive en Filadelfia le pasa algo importante de verdad, se muda a Nueva York.
A una persona que conocía le paso algo importante de verdad unos ocho meses antes de todo esto. Fue al editor de nuestro periódico, Sid Hirsch, que salió en las noticias porque su mujer apareció muerta en el fondo de su piscina. La verdad, siempre he sido de la opinión de que si una persona de mas de ocho anos, por decir una edad, aparece muerta en el fondo de una piscina, es porque alguien la puso allí, de manera que el hecho de que una cosa semejante le pasara a un conocido, saber que la esposa de mi jefe había acabado muerta en el fondo de la piscina que tenían en su casa de Bucks County... Caray, casi no lo pude soportar. ¡Si hasta había nadado en aquella piscina! Igual que todos mis compañeros de trabajo. Todos los meses de agosto, Sid y su esposa daban una gran fiesta junto a la piscina para el personal del periódico, y una de las primeras conjeturas que se plantearon en la oficina era si aquel año se celebraría la fiesta o no, y en caso afirmativo si alguien se atrevería a meterse en el agua. Luego resulto que a Sid lo declararon inocente de cualquier crimen de manera oficial y canceló para siempre la fiesta de la piscina, dos hechos que no bastaron para dispersar la nube de repugnancia que pendía sobre su cabeza a los ojos de los demás. Siento mucho la muerte de la mujer de Sid, de veras, pero parte de mi casi la agradece, porque así me ahorro la molestia de tener que incluir aquí el asesinato de un personaje.
Me incorporé en la cama. Me di cuenta de que había dejado de llorar. Lo que menos falta me hacia era quedarme sentada en la cama pensando en Sid Hirsch, así que me levante y me fui al periódico.
The Philadelphia Times fue fundado en 1971. En un principio se llamaba El Vengador del Pueblo, y luego, durante un tiempo, El Vengador a secas; pero en los años ochenta Sid decidió darle un nombre mas convencional para atraer a los anunciantes. Todavía quedaban unos cuantos periodistas de los tiempos del Vengador, y de vez en cuando publicábamos sus diatribas sobre la explotación infantil de nuestras empresas en países del tercer mundo, el agujero de la capa de ozono o la injusticia racial, pero sobre todo hacíamos reseñas. Reseñas de libros, reseñas de películas y reseñas de discos. Hacíamos reseñas de obras de teatro, reseñas de conciertos y reseñas de restaurantes. A veces me pregunto si los años que me he pasado reseñando cosas son la causa de que mi Critico Interior hable tan alto, pero la verdad es que mi Critico Interior habla igual que mi madre, de manera que no sería justo que le echara la culpa a mi empleo. En fin, el caso es que además de reseñas publicábamos unas cuantas columnas de opinión y agendas de acontecimientos locales, y una cantidad a todas luces excesiva de cartas de los lectores. De hecho, publicábamos tantas reseñas, columnas, agendas y cartas que en el periódico apenas si quedaba espacio para las noticias. Lo mas probable es que ni siquiera nos hubiéramos ocupado de publicar noticias de no ser por Warren Plotkin. Warren había recibido un premio de Periodismo Nacional al principio de su carrera por un reportaje en ocho artículos sobre madres adolescentes que recibían ayuda de la asistencia social, publicado en el Daily News de Filadelfia. Una semana mas tarde salió a la luz que la mayor parte de su reportaje era un plagio de un ensayo de graduación que había encontrado en Internet. El Daily News lo despidió en el acto, y en el acto Sid Hirsch lo llevó a cenar a The Palm y le ofreció el puesto de redactor jefe de actualidad por dos tercios de lo que cobraba en el Daily News. Fue una suerte para nosotros que viniera a trabajar al periódico. La verdad es que es una suerte que cualquiera venga a trabajar a este periódico, cosa que no quiere decir que mi empleo no tenga sus cosas buenas.
Lo cierto era que había muchas cosas que me gustaban de mi trabajo en el Times. El sueldo no, y el prestigio menos, puesto que ambas cosas eran insignificantes. Pero me gustaba que fuera uno de esos sitios en los que te dejan llevarte el perro al despacho. No es que yo tenga perro, pero me resultaba agradable saber que, si algún día me decidía a tenerlo, me lo podría llevar al despacho. También me gustaba saber que podía escribir casi cualquier cosa que me apeteciera y luego ver mi texto impreso una semana mas tarde, sin apenas el menor cambio. Para un escritor es una situación muy atractiva, y el hecho de que el periódico se regalara en cafeterías, peluquerías y salas de espera no le quitaba ni pizca de encanto. Pero lo que mas me gustaba era que todos los que trabajaban allí estaban un poco descentrados. Había adictos a la hierba, plagiadores, comunistas, depresivos, alcohólicos, neuróticos y tipos sencillamente raros, lo que implica que lo que mas me ha fastidiado siempre de mi, que no se me mueve un pelo de la cabeza haga lo que haga, o sea, mi tensa normalidad burguesa de clase media, allí me hacía destacar.
Fui andando a trabajar. Siempre iba andando a trabajar, así es como se me ocurren las mejores ideas. Antes de entrar en el edificio me pare en la tienda coreana que hay en la acera de enfrente. Cogí el Daily News y el Philadelphia Inquirer, y pedí un café para llevar. Cruce la calle y, al llegar al portal, tuve que dejar los periódicos en la acera para bucear por el bolso en busca de las llaves. Justo cuando estaba a punto de abrir la puerta oí el tañido de la campana de una iglesia, lo que me hizo consultar el reloj, que por casualidad llevaba en la muñeca de la mano con la que sostenía el café, de manera que termine derramando todo el café encima de los periódicos que había dejado en el suelo. Di un salto rápido hacia la izquierda con lo que evite echármelo todo por encima, pero aun así aquello casi hizo que me echara a llorar otra vez. Tire a la papelera los periódicos empapados, subí a pie los dos tramos de escalera y recorrí el pasillo largo y mal iluminado que llevaba al baño para limpiarme.
Y allí estaba yo, de camino al baño, cuando vi a un guaperas con a camisa azul. Caminaba por el pasillo directo hacia mi y tenia nos andares de los que llaman la atención. Me pregunte que haría el guapo desconocido vagando por nuestro pasillo. Pensé que tal vez se hubiera perdido. Me sonrió. Pensé que tal vez estuviera soltero. Le devolví la sonrisa. Nos cruzamos, di tres pasos mas y gire la cabeza por encima del hombro para mirarle el culo. (Hasta el día de hoy sigo sin saber por que hice semejante cosa. No soy de esas mujeres que van mirándoles el culo a los hombres. Ni siquiera me interesan los culos, quiero decir como característica física de los hombres. Unos buenos hombros y un pecho bonito están mas arriba en mi lista de prioridades; si me apuran, unas manos atractivas también.) Sea como sea, el caso es que mientras giraba la cabeza para mirarle el culo, en aquel preciso instante, el tipo de la camisa azul giro la cabeza para mirarme el culo a mi, con lo que nuestras miradas se cruzaron. Deje escapar una carcajada chispeante, el sonrió y sacudió la cabeza, y los dos seguimos caminando sin detenernos. Pase junto a la cocina, entre en el baño y cerré la puerta con cerrojo. Hice lo que pude para quitarme las manchas de café, luego me subí en el retrete y me di la vuelta para verme el culo en el espejo que había sobre el lavabo. Me di cuenta de que el corte de los pantalones hacia que pareciera engañosamente pequeño (¡todo un logro!), y luego me baje del retrete, abrí la puerta y fui a ver si averiguaba quien era aquel tipo.
Yo compartía despacho con Matt, el redactor jefe de música, y Olivia, que escribía una columna sobre temas sexuales. Cuando entré, Olivia estaba sentada ante su escritorio, revisando una pila de cartas de sus lectores. Cogió una escrita en papel azul claro, la abrió y empezó a leer en voz alta:
—Querida Olivia: «Después de muchos meses de ashtanga yoga he conseguido la suficiente flexibilidad en la columna y en el cuello para darme placer oral a mi mismo. Como comprenderá, estoy muy satisfecho, pero también un poco preocupado por las enfermedades de transmisión sexual, así que quería saber si uno se puede contagiar el sida a si mismo.»
Olivia alzo la vista hacia mi e inclino la cabeza con gesto expectante.
—Algo muy gordo esta fallando en la educación publica de este país -comenté.
—¿Tú crees? — me dijo.
Por lo general, la columnas de Olivia funciona así: ciudadanos de Filadelfia con diferentes perversiones, fetiches y peculiaridades sexuales le envían cartas en las que describen con minucioso detalle que es exactamente lo que los excita. Luego le preguntan si son normales o no. Ella les asegura que si, que son normales. En cierta ocasión una mujer le escribió contándole que le gustaba tener relaciones sexuales con su pastor alemán, y quería saber si estaba bien. Bueno, pues Olivia (que, por cierto, es bisexual) se puso por fin del lado de la decencia, la moralidad y la atemperación, y le dijo que tener relaciones sexuales con el perro no, no, no estaba bien, porque -y en este punto casi se podía ver como se agitaban los engranajes del cerebro de Olivia, que por lo genera! esta en la onda del «todo vale» y «yo me tiro a cualquier cosa que tenga dos patas»; y es que hasta Olivia se dio cuenta de que su estándar arbitrario de las dos patas no iba a convencer a aquella señora de que renunciara a su nueva afición- porque, iba diciendo, el perro no daba su consentimiento. Así es el Times. Un periódico que desaconseja el bestialismo porque el animal involucrado no es capaz de articular la palabra «no».
(De todos modos, prueben a ser cristianos evangélicos, aunque sea solo de nombre, aunque sea en un pasado remoto, y al mismo tiempo trabajar en un periódico alternativo; es una buena manera de saber lo que sentiría un judío trabajando para el alto mando nazi. O sea, que lo tienes que ocultar. Lo tienes que ocultar muy bien. Por suerte, no es de los temas que suelen salir en una conversación normal. Pero a ver que pasaría si por ejemplo Sid Hirsch me preguntara como se gana la vida mi padre. Pues bien, uno de mis padres es un hombre de negocios republicano ultraderechista que se pasa la vida haciendo cosas ultraderechistas, como asistir a desayunos de oración John Ashcroft o intentar privatizar las prisiones estatales de Texas. Mi otro padre es el consejero espiritual de una famosa cristiana evangélica tetrapléjica que pinta con la boca y teclea con un palito libros edificantes y canta canciones religiosas en las actuaciones de los telepredicadores. Así que siempre respondo «Es dentista».)
Matt abrió la puerta de golpe. Se detuvo en el umbral con una sonrisa de oreja a oreja en la cara y una revista enrollada debajo del brazo.
—Acabo de perder seis kilos. Preguntadme como.
—Dios mío, Matt, ¿esa revista es mía? — dijo Olivia.
Matt bajo la vista hacia el ejemplar de Entertainment Weekly que llevaba bajo el brazo, como si lo viera por primera vez.
—Puede.
—Quédatela.
—El Psicópata del Baño estaba atrapado dentro -dijo Matt. Se dejo caer en el sillón-. Lo he salvado de pasarse otro día encerrado ahí.
El Psicópata del Baño trabajaba en el departamento de publicidad. Tenia fobia a tocar la puerta del cuarto de baño, aunque a los tres nos hizo falta mucho tiempo de elucubraciones para llegar a esa conclusión. Hasta entonces había sido el Tardón del Baño.
—Puede que yo tenga problemas graves, pero no importa comentó Matt-. Al menos soy capaz de tocar la puerta del lavabo de hombres.
—Si -dijo Olivia con voz atona-. Siempre te quedara eso.
—Pregúntame como me ha ido con la chica con la que he salido -me dijo Matt.
—¿Como te ha ido con la chica con la que has salido?
—Me saltaré los trozos aburridos -dijo. Hizo una pausa momentánea-. Así que volvemos a su apartamento. Y resulta que tiene dos gatos. Y mientras nos lo estamos montando en el sofá oigo un estruendo en la cocina. Ella no quiere que vaya a ver que pasa. Yo me empeño en ir, claro. Y adivina lo que encuentro en la cocina.
—¿Qué? — pregunte.
—Otros dos gatos -me dijo.
—No lo entiendo.
—Resulta que tiene cuatro gatos. Pero no quiere que la conozcan como «La chica de los cuatro gatos», así que siempre que la visita un tío encierra a dos en la cocina. Con lo que se convierte en «La chica de los dos gatos», cosa tan poco remarcable que no requiere clasificación.
—¿Y por que no encierra a los cuatro y se convierte en «La chica sin gato»? — quiso saber Olivia.
—Ahí viene lo mejor -dijo Matt-. No puede, por el olor.
Olivia asintió, comprensiva.
—¿Vas a volver a salir con ella? — pregunte.
—Claro que voy a volver a salir con ella. Esa mujer ha demostrado un nivel de retorcimiento que se ha ganado mi respeto -respondió Matt-. Aunque no sea por otra cosa, tal vez pueda aprender algo de ella.
Justo cuando iba a preguntarles a los dos si sabían quien era el tipo de la camisa azul, Sid Hirsch apareció en la puerta.
—Reunión dentro de cinco minutos en la sala de conferencias -dijo.
—¿Que pasa? — pregunte.
—Algo gordo, gente. — Dio tres puñetazos en la jamba-. Algo gordo.
Me siento un poco culpable por meter a Jeffrey Greene en esta historia, y no contaría lo que le paso si pudiera evitarlo, pero no puedo. Siempre he querido mucho a Jeffrey. Todo el mundo le quiere. Era el redactor general del periódico y se había mantenido anclado con firmeza en su puesto durante dieciocho años. Era amable e inteligente, un gay dulce y satisfecho, y tan metódico que si alguien me dijera que tenia que lamer tres veces el interruptor de la luz antes de apagarlo me lo creería. De hecho, Jeffrey Greene había sido quien me contrato, no Sid. Cuando regrese de Praga envié a Jeffrey algunas de las antiguas columnas que había escrito para el periódico de la universidad y me llamo para una entrevista. Estábamos en mitad de la reunión cuando Sid paso junto al despacho de Jeffrey, se detuvo un momento y asomo la cabeza por la puerta abierta.
—Escribes muy bien -me dijo.
Y se marcho.
Aquello hizo que Sid me cayera bien durante mucho tiempo, un simple cumplido le había bastado para ganarse una enorme cantidad de excelente disposición por mi parte, y aunque luego paso a comportarse como un payaso, un presuntuoso y un imbécil, durante años creí que en el fondo era un hombre perspicaz, divertido e inteligente. Luego ya no. Y empecé a detestarlo, como todo el mundo. Cuando por fin pude odiar a Sid de todo corazón fue un gran alivio. Era una emoción agradable, pura, nítidamente blanca y negra en un mundo de grises. En fin, el caso es que en el periódico todo el mundo llevaba mucho tiempo esperando que Sid hiciera algo espantoso de verdad, algo que se saliera del mapa, algo peor que pagarnos mal, menospreciarnos, negarse a encender el aire acondicionado hasta el veintiuno de junio y obligarnos a meter cincuenta centavos en una caja de zapatos cada vez que queríamos una taza de café, y al final lo había hecho: había despedido a Jeffrey Greene.
Me entere en la reunión de personal. Igual que todo el mundo. Fue una autentica conmoción. El caso es que en The Philadelphia Times no se despedía a nadie. Aquí es donde acababa uno cuando lo despedían de otro trabajo. Estábamos todos en torno a la mesa de conferencias, que en realidad consistía en dos tablones viejos de aglomerado montados sobre caballetes, cuando Sid entro en la sala.
—Jeffrey Greene ya no trabaja en el periódico -dijo en tono definitivo.
Otra cosa que también tengo que contarles acerca de Jeffrey es que yo siempre había querido su puesto. Llevaba cuatro años y medio queriendo su puesto. Ahora que lo pensaba, querer el puesto de Jeffrey era lo mas parecido a una ambición que había sentido jamás. Bueno, no, no es del todo cierto. Tenía un buen puñado de ambiciones inasequibles, pero el puesto de Jeffrey era la única que podía nacer realidad sin un esfuerzo extraordinario por mi parte. Para empezar, estaba en la cola para obtenerlo, y el Times era uno de esos sitios donde estar en la cola tiene su importancia. Era uno de los legados del pasado hippie del periódico: allí se desconfiaba de los de fuera y de los hambrientos de poder. Y en la oficina no había nadie mas, ni en la cola ni fuera de ella, que estuviera mismamente cualificado para ocupar aquel puesto. Cualquiera que hubiera estado mismamente cualificado para ocupar el puesto de Jeffrey se habría marchado mucho tiempo atrás, cuando quedo bien claro que Jeffrey no tenia la menor intención de dejar el trabajo. Yo no me había marchado. Me había quedado aguardando aquella oportunidad durante cuatro años y medio. Y allí la tenia. Y estaba lista.
—Todos vamos a echar de menos a Jeffrey. Todos apreciamos a Jeffrey -dijo Sid-. Pero quisiera señalar que uno de los motivos de que apreciemos a Jeffrey es que nos dan miedo los cambios.
Sid me miro directamente, y por un momento tuve miedo de que se hubiera enterado de lo de Tom y estuviera tratando de decirme algo. Le devolví la mirada para tratar de decirle algo a mi vez. Estoy preparada para el cambio, pensé mientras le clavaba los ojos. Venga, sigue. Sentí un pequeño rayo de esperanza. Quizás así estuvieran predestinadas las cosas, pensé. Quizá Tom tuviera que dejarme para que pudiera concentrarme en mi trabajo, y entonces pasaría eso que pasa a veces cuando una mujer desvía la energía de su relación sentimental hacia su profesión: que el hombre, en este caso Tom, de repente volvería a encontrarme interesante. Todo tenia una lógica aplastante.
—Quiero presentaros a una persona -dijo Sid.
Abrió la puerta de su despacho e invito a entrar a alguien que estaba fuera esperando, alguien que resulto ser el guaperas de la camisa azul que me había cruzado en el pasillo, que resultó ser el que iba a ocupar el puesto de Jeffrey. Toda esta información me cayo encima tan deprisa que no tuve oportunidad de reaccionar, por suerte, ya que aunque solo entonces empezaba a sospechar que al parecer no era una buena redactora, he sabido de siempre, más allá de toda duda, que no soy una buena actriz.
Capitulo 5
Se llamaba Henry Wick, y había trabajado como periodista para la revista Rolling Stone. De hecho, así nos lo presento Sid, como Henry Wick Que Trabajaba Como Periodista Para Rolling Stone. La evidente satisfacción de Sid resultaba repugnante. Si se había sentido de lo mas satisfecho consigo mismo cuando consiguió contratar a un plagiador notorio al que habían despedido del Daily News local, cazar a un periodista de verdad del Rolling Stone casi le provoca una apoplejía. En fin, el caso es que Sid nos largo un discurso sobre su decisión de que ya era hora de que, como organización, subiéramos al siguiente nivel, y como Henry nos iba a ayudar en ese camino, y que se le había olvidado mencionar que Henry había escrito en GQ y en Details, y que hasta había publicado un articulo en The New York Times Magazine. Para ser justa con Henry tengo que señalar que durante todo el discurso pareció algo avergonzado. Y para seguir siendo justa añadiré que, cuando Sid nos lo fue presentando uno a uno, me estrecho la mano y me dirigió una sonrisa encantadora.
—Me alegro de que por fin nos veamos cara a cara -dijo.
Luego, Sid se encerró con él en la sala de conferencias el resto del día, es de suponer que para planear como iban a transformar The Philadelphia Times en Rolling Stone.
El miércoles Bonnie me llevo a almorzar al Opera Café para animarme. Me hacia mucha falta que me animaran. Tom me había abandonado. Mi vida profesional se había ido por el desagüe. Me habían pescado mirándole el culo a mi nuevo jefe. Ya se que hay mujeres a las que les encanta dramatizar, que se inventan culebrones para sentirse las estrellas de sus propias vidas, pero yo no soy de esas, me parece que en parte por eso acabe viviendo con Tom. No le iban los dramas para nada. Si alguna vez se me ocurría ponerme dramática, salía de la habitación.
—Larry y yo queremos que conozcas a un amigo -dijo Bonnie cuando nos sentamos.
—Tom me dejo hace cinco días -señalé.
—¿Y que?
—Que todavía estoy enamorada de el.
—Por eso, es perfecto -dijo Bonnie-. Si todavía estas enamorada de Tom, te resultara fácil comportarte como una persona normal. No te estarás jugando nada. Es una cena, ni mas ni menos.
En este punto conviene aclarar que, seis años atrás, Bonnie me dio el teléfono de su primo Jake, que trabajaba como consultor y que casualmente estaba de paso por Filadelfia. El dice que lo llame nada menos que ocho veces. Esta información falsa llego a oídos de Bonnie a través de una compleja red de comunicaciones que consistía en su tía, sus primas, su madre y su hermana Lisa, y como resultado Bonnie y toda su amplia familia están convencidas de que, cuando hay de por medio un hombre soltero, me comporto como la paciente de un psiquiátrico.
—Sabes que dicen que una ha de comportarse como si el tío no le interesara, ¿verdad? — insistió Bonnie-. Pues así no tendrás que comportarte. Es que de verdad el tío no te interesa.
—Si no me interesa, ¿para que voy a salir con el? — pregunte.
—Tómatelo como si fuera un entrenamiento.
—Un momento, un momento. ¿Esto es una cita de verdad o una cita de entrenamiento?
—Depende, si el tipo te gusta es de verdad, si no, es de entrenamiento.
—Ya habíamos dejado claro que no me puede gustar porque todavía estoy enamorada de Tom, así que es una cita de entrenamiento, y en este momento de mi vida lo que menos falta me hace son citas de entrenamiento.
—Hace mucho que no sales con hombres. A los treinta y tres, las citas no son como a los veintiocho.
—Para empezar, tengo treinta y dos años. Para seguir, tu te casaste a los doce años, así que, ¿qué sabes tú de como son las citas a los treinta y tres? — dije-. Por cierto, mi interés por saberlo es simplemente teórico, ya que tengo treinta y dos. — Cuando tienes treinta y dos años, o treinta y tres, es decir, cuando la palabra treinta entra en tu descripción, los hombres creen que quieres tener un bebe. Miran la televisión. Leen los periódicos. Están familiarizados con el creciente índice de mongolismo. Piensan «No esta mal la chica, pero si empiezo a salir con ella, antes de seis meses me estará apretando las tuercas». Si tienes veintiocho años creen que aun les queda margen. Ellos están mas relajados, tu estas mas relajada, hay mas posibilidades de que la cosa vaya bien.
—A mi aun me queda margen -dije.
—No.
—Sí.
—Alison, tu margen lo desperdiciaste con Tom.
Plácido Domingo empezó a cantar una canción de West Side Story. Puede que Bonnie tenga razón, pensé. Puede que esto no sea sencillamente otro fracaso sentimental. Tal vez este sea el que va a destrozar mi vida, el que será la raíz, de todas mis futuras frustraciones. Mi incapacidad para tener hijos, mis padres demasiado viejos para ver como mi hija adoptiva Ping se gradúa, el hecho de que acabaré sola sin nadie que me quiera... Pinché un trozo de queso de la ensalada. Me pregunte si tendría que ir a China a recoger a Ping o si la meterían en un avión y nos conoceríamos en la sala de espera de un aeropuerto. La verdad es que nunca he tenido interés en ir a China.
—No estoy diciendo que tengan razón -siguió Bonnie-. Te queda mucho tiempo. Wendy Wasserstein tuvo un hijo a los cuarenta y ocho años.
—Lo ultimo que quiero es tener un hijo a los cuarenta y ocho años con esperma descongelado y que mi madre me sostenga la mano en la sala de partos -dije.
—Para entonces tu madre tendrá casi ochenta -dijo Bonnie-. Puede que hasta esté muerta.
—No creas, las mujeres de mi familia son muy longevas.
Es cierto que las mujeres de mi familia son muy longevas. Mi tía abuela Ellie seguía cortando el césped de su casa cuando tenia ciento siete años. Mi abuela, a la que todo el mundo llama abuela Texas a pesar de que vive en Idaho, tiene noventa y cuatro años, todavía conduce a diario su Chyrsler LeBaron de 1984 (aunque debido a su edad ahora se limita casi en exclusiva a girar a la derecha), y trabaja como voluntaria en el Hospital St Luke, aunque el Hospital St Luke ya no depende de la Iglesia católica sino que es propiedad de una mutua, que pese a todo le permite ocupar el mostrador de información durante tres horas todos los martes por la mañana, completa-mente gratis. Pocos días después de que Tom me dejara llame por teléfono a la abuela Texas. Le conté lo que había pasado, e hice lo que me pareció un pequeño chiste.
—Bueno, ahora soy la solterona de la familia -le dije.
—No seas tonta -me respondió la abuela Texas en tono amable, abuelil-. La solterona es Claire.
Es cierto, mi prima Claire tiene treinta y ocho años y no esta casada. También es cierto que es lesbiana, pero nadie se ha animado a explicárselo a la abuela Texas, que sigue creyendo que Claire y su compañera Karen solo son dos chicas trabajadoras que no tienen suerte en cuanto a hombres se refiere. Claire y Karen llevan once años viviendo juntas, y cada mes de diciembre envían felicitaciones navideñas con una foto en la que aparecen las dos abrazando a algún perro abandonado que han encontrado cojeando en las cercanías de una gasolinera. Ellas mismas se han abandonado tanto que hay consenso general al decir que tienen una suerte inmensa de tenerse la una a la otra. Tras la conversación con la abuela Texas, fue precisamente este hilo de pensamientos el que me hizo comprender que no se podía considerar solterona a Claire, ya que había encontrado algo que parecía felicidad duradera con otro ser humano, cosa que me hizo enfrentarme a un hecho: la solterona de la familia era yo. Era un pensamiento tan deprimente, pero tan deprimente, que ni siquiera me pare a pensar en lo idiota que era en el fondo. Pero algo le pasa a la gente que esta en una situación así. Bueno, a mí al menos me pasaba algo.
—Vale, saldré con el -le dije a Bonnie cuando nos trajeron la cuenta.
—Estupendo. Le diré a Larry que le de tu número.
—Como se llamar -quise saber.
—Bob.
—¿Bob?
—No empieces.
—No estoy empezando nada.
—Larry dice que es un tipo muy agradable.
—¿Hay algo que yo deba saber?
—¿Como que?
—¿Hay algo que me hará llamarte para decirte que no me puedo creer que no lo mencionaras antes?
—Esta empezando a quedarse calvo.
Guarde silencio.
—Oye, a mi me gustaría que Larry se quedara calvo -dijo Bonnie-. Así me podría relajar de una vez.
—¿Alguna cosa mas? — pregunte.
—No.
—Vale.
Salimos a la calle. Hacia un día muy agradable. Bonnie me dio un abrazo.
—No hagas tonterías, Alison. No le cuentes todo el rollo de Tom en la primera cita.
—Pensaba que el objetivo era que pudiera mostrarme tal como soy.
—Ya tendrás tiempo de mostrarte tal como eres mas adelante, si la cosa va bien y le gustas -dijo Bonnie-. Pero al principio compórtate como Audrey Hepburn en Desayuno con diamantes. Ya sabes. Ligera. Vaporosa.
Capitulo 6
Para cuando llego el viernes ya me empezaba a parecer un poco raro que Tom no me hubiera llamado. Llevaba una semana preparándome para su llamada, para la llamada siguiente, para la llamada que me daría la oportunidad de decir todo lo que no había podido decir en la primera llamada, que me había dejado muda de la sorpresa. Le iba a decir que era un gilipollas, un carbón, un hijo de puta y un imbécil, y que no sabia que le había visto para salir con el. Le iba a decir que Kate Pearce y el se merecían el uno al otro. Le iba a augurar que ella lo abandonaría de nuevo, igual que había hecho la primera vez, y que no se molestara en volver conmigo arrastrándose porque no lo aceptaría en mi vida ni muerta, ni por todo el oro del mundo, ni aunque fuera el ultimo hombre que quedara en la Tierra. El viernes por la tarde, sentada ante la mesa de mi despacho, repasaba mentalmente todo esto una y otra vez cuando de repente se me ocurrió que quizá Tom no me llamara jamás. Quizá pensara que con lo de «Estoy enamorado de otra» ya había cubierto el expediente. Quizá ni siquiera me iba a dar el gusto de decirle lo gilipollas, lo cabrón, lo hijo de puta y lo imbécil que era. Seria muy propio de el, el muy cerdo. Y entonces supe lo que tenia que hacer. Tenia que llamarlo. Tenia que llamarlo y decirle que debíamos hablar, hablar cara a cara, que, como mínimo, me merecía esa consideración. Aunque no fuera por otra cosa, era imprescindible que discutiéramos el tema de nuestra cohabitación. O sea, ¿tenía intención de pagar su parte del alquiler del mes siguiente? ¿Creía que le iba a servir de guardamuebles de sus efectos personales de manera indefinida? Puede que a Tom no le importara seguir en las nubes de su bruma sexual un poco mas de tiempo, ni ir al trabajo con la ropa vieja de sus amigos con tal de aplazar el momento de enfrentarse a mi, pero yo tenia que ocuparme de muchos detalles, hacer muchos planes.
Consulte mi reloj. Las seis y cuarto. Me di cuenta de que tenia que llamarlo de inmediato, porque si no lo cogía antes de que saliera del trabajo habría que esperar hasta el lunes, ya que no sabía donde dormía. Sabía con quien dormía, pero no donde. Cogí el bolso y me dirigí hacia las escaleras para ir a buscar una cabina. No podía esperar hasta el lunes. Si esperaba hasta el lunes iba a reventar.
—Eh, hola -dijo Henry. También el iba hacia la puerta.
—Hola, Henry -respondí.
—¿Adonde vas?
—A ninguna parte.
—¿Quieres ir a cenar cualquier cosa?
—¿Contigo? — pregunte.
—Eso es lo que quería decir.
Consulte de nuevo el reloj. Daba igual, seguro que Tom había salido ya de su despacho. Seguro que en aquellos momentos volvía corriendo a casa para acostarse con Kate, Eso es lo que se hace al principio, volver corriendo a casa. El muy cabrón.
—Bien -dije-. Por mi bien.
Así que nos fuimos a cenar. Henry y yo. Estaba tan distraída pensando en que Tom no me había llamado, en Tom follando con Kate, en Tom en la cama con Kate, que hasta la segunda copa de vino no mire a Henry, sentado al otro lado de la mesa. No lo mire bien, quiero decir. Me estaba contando algo acerca del primer apartamento que había tenido en Nueva York. Pensé que era muy guapo. De hecho, demasiado guapo. Siempre he sido de la opinión de que salir con un hombre muy guapo es como comprar un sofá blanco: es bonito, pero te pasas el tiempo preocupada por el. (Por si se lo están preguntando, Tom no es que sea feo, pero tampoco es lo que se dice guapo. Se podría decir que es el equivalente a un sofá beis con un estampado discreto.)
Al grano: Henry. En un momento dado, no sabría decir en cual, la conversación dio un giro y de repente Henry y yo ya no éramos dos compañeros de trabajo que hablaban de su profesión y sus apartamentos, sino un hombre y una mujer un poco borrachos, en un restaurante chino, con una vela en medio de la mesa. Bueno, la verdad es que si sabría decir en que momento me. Henry se había levantado para ir al baño, y al volver tuvo que apretarse un poco con mi silla para llegar a la suya. Mientras pasaba se inclinó un poco hacia delante.
—Hueles muy bien -dijo.
Nada mas, un simple «hueles muy bien», pero de pronto nuestras risas tenían un tono un poco mas conspirativo, nos rozábamos el antebrazo el uno al otro para subrayar una frase, como quien no quiere la cosa mencionábamos películas que nos gustaría ver y coincidíamos en que deberíamos ir juntos a verlas.
—¿No le importara a...? No me acuerdo de como se llama, el tipo que sale en tu columna -pregunto Henry.
—Hemos roto -le informe.
—Ah.
—Si. Bueno -dije-. Si.
—¿Que paso?
De manera que le Cont. a Henry lo que había pasado con Tom, aunque omití los detalles mas humillantes, y la verdad es que una vez eliminados los detalles humillantes no quedaba mucho que contar. Por ejemplo, le explique que Tom y yo queríamos cosas diferentes, pero sin mencionar que lo que yo quería era a Tom y lo que Tom quería era a Kate Pearce. De manera que, aunque no le dije ninguna mentira, podría decirse que para cuando termine de contárselo Henry pensaba que Tom y yo nos habíamos sentado un día y habíamos decidido que nuestra relación, aunque seguía siendo maravillosa, se había agotado; que habíamos tornado la decisión de una manera increíblemente racional y saludable, sin necesidad de sexo con terceras personas, ultimátum maritales ni nada por el estilo; y que los dos habíamos terminado sin el corazón roto, solo conociéndonos un poco mejor y quizá con una pizca de pesar. Y lo que es peor, me las arreglé para dejarlo con la sensación de que todo aquello había pasado hacia cierto tiempo, de que había tenido ya ocasión de recuperar la perspectiva y cerrar aquella etapa. Me da vergüenza reconocerlo pero lo dije con esas palabras.
—¿Te has fijado que en los chinos no hay nunca postres buenos? — comentó Henry cuando por fin nos trajeron la cuenta.
—¿A que te refieres?
—Imagínate cuanto dinero mas gastaría la gente en los restaurantes chinos al ano si tuvieran algún postre medio pasable. Podrían adoptar uno. Que digan que es chino y lo pongan en!a carta.
—Tiramisu -sugerí.
—Perfecto. Hasta suena a chino.
—La gente no tardaría en empezar a decir «Oye, me apetece un tiramisu, vamos a un chino».
—¿Sabes una cosa? — dijo Henry.
—¿Que?
—Me apetece un tiramisu.
Así que pagamos la cuenta y fuimos caminando a un restaurante italiano que estaba a pocas manzanas de allí. Nos sentamos a la barra y compartimos un tiramisu y unas copitas de Sambuca. Henry me hablo de su infancia en Florida y yo a el de la mía en Arizona, y después de tanto alcohol empecé a sentir que teníamos muchas cosas en común, como el importante papel que habían tenido los cítricos en nuestras respectivas infancias, la desorientadora ausenta de estaciones, la añoranza de una vida con nevadas, luciérnagas y museos de arte en los que se exhibiera algo que no fueran restos de cerámicas de nativos americanos. Puede que acabe habiendo sexo, me dije. Así se lo monta la gente. Salen por ahí, se emborrachan, hablan, el chico dice a la chica que huele muy bien, se van a casa y se acuestan. En este caso, claro, estaba la complicación dc que Henry era mi jefe, pero no seria la primera vez. Bueno, para mi si, pero no seria la primera vez en general. ¿Quería ser yo de esas chicas que tienen relaciones sexuales indefinidas pero probablemente sin futuro con su jefe? ¿Podía ser yo una de esas chicas? ¿Estaba dentro de lo posible? ¿Podía ser yo una de esas chicas que tienen relaciones sexuales indefinidas pero probablemente sin futuro con su jefe y al día siguiente se arrepienten pero, aun así, si la situación se diera de nuevo volverían a hacer lo mismo? Tienen que comprender que, hasta aquel momento de mi vida, la parte de mi cerebro dedicada al Arrepentimiento Sexual estaba ocupada por completo por gente con la que no me había acostado. Por ejemplo, estoy segura de que si me hubiera acostado con Lance Bateman cuando tenia diecisiete años y me moría de ganas, toda mi vida habría sido muy diferente. No lo digo porque me llame a engaño en cuanto a las proezas sexuales de Lance sino porque de haberme acostado con él habría salvado el escollo por decirlo de alguna manera, y luego mi vida habría seguido y me habría acostado con gente con la que luego lamenté no haberme acostado, al menos en su mayoría. A estas alturas seria un poco más dura, estaría un poco mas herida, seria un poco mas puta... pero también mas lista. Seria una puta lista.
Lo que estoy intentando explicar es como acabo Henry en mi apartamento.
Creo que uno de los motivos por los que me he acostado con tan pocas personas es porque tarde mucho tiempo en entender algo muy sencillo: los hombres lo piden una sola vez. La verdad es que ni siquiera lo piden. Lo intentan. Lo intentan una sola vez. Por eso se quedo Holly Hunter tan contrariada cuando se quedo atrapada en la casa de Albert Brooks y no pudo acostarse con William Hurt después de que el le hubiera toqueteado la teta izquierda delante del Monumento a Jefferson. Sabia que quizá no tuviera una segunda oportunidad. Y estaba en lo cierto, no tuvo una segunda oportunidad, porque el guionista se interpuso en su camino. Una parte de mi sabía que si no me lanzaba y me iba a casa con Henry aquella primera noche, nunca habría nada entre nosotros. La ventana de la oportunidad se cerraría para siempre. De manera que, cuando Henry me acompaño a casa y me pregunto si podía subir a ver mi apartamento, le dije que sí.
Cuando entramos fui a la cocina a servir algo de beber. Desde allí oí a Henry rondar por la otra habitación.
—¿Te vale una cerveza? — pregunte.
—Perfecto -dijo Henry.
—Bien.
—¿Juegas al golf? — quiso saber.
—No. ¿Y tu?
—Un poco.
Henry se materializó en la puerta de la cocina. Se apoyo en el marco de la puerta con los brazos cruzados sobre el pecho y me miró.
—¿Tienes por casualidad un hermano que juega al golf y guarda sus palos en el vestíbulo de tu apartamento?
—No -dije.
—Empiezo a tener la sensación de que tal vez no debería estar aquí.
—¿Por que no?
—¿Cuanto hace que se fue, una semana?
¿Tan evidente resultaba?
—Mas tiempo -dije.
—Ningún hombre que juegue al golf tan a menudo como para guardar los palos en la entrada de casa se pasa mas de una semana sin ellos.
—No hace mucho que se fue, pero si que lo nuestro terminó.
—Ah.
—Tu y tus ahs.
—Me dan tiempo para pensar -dijo Henry.
—¿Y en que estas pensando?
—Me preguntaba cuando ibas a escribir sobre eso.
—No se si lo escribiré.
—Pues es justo el tipo de cosas acerca de las que escribes.
—Voy a escribir sobre los restaurantes chinos y el tiramisu.
—Yo creo que no vas a escribir acerca de ello hasta que estés segura de que ha terminado.
No dije nada.
—Lo que quiere decir que no estas segura de que haya terminado -siguió Henry-. Lo que quiere decir que yo debería marcharme.
—No es estrictamente imprescindible -dije con voz ronca. Nada mas decirlo ya estaba arrepentida. Tal vez Henry estuviera buscando una manera elegante de irse y yo se lo había puesto imposible. Tal vez le había cortado la retirada-. Si quieres marcharte, márchate -dije, y luego, aterrada, temiendo que pensara que quería que se marchase, lo interne arreglar-. Pero no te marches por... ya sabes, por él.
A ver si me explico, que se entienda lo que quiero decir. A mi me parece que si uno no tiene relaciones sexuales entre los dieciséis años y los veintidós, por poner una edad, se pierde algo muy importante. Hay un montón de cosas cruciales que yo no llegue a aprender, por ejemplo como se pasa de una mirada significativa por del tiramisu a la cama sin humillarse por el camino. A veces la sensación de que hay todo un mundo de signos, señales y puede que de apretones de manos secretos que yo me he perdido, y que el resto de la humanidad se dedica a decirse junto a las maquinas expendedoras de agua y en las colas de los supermercados si quieren tener relaciones sexuales o no, si se apuntan solo para pasar un buen rato o si quieren llegar a algo importante, mientras yo paso por ahí sin enterarme de nada.
Por suerte, Henry acudió al rescate. Dejo la cerveza en la encimera de la cocina, tomo mi rostro entre sus manos y me dio un beso un beso de primera, por si les interesa.
—¿Tu que quieres que haga? — pregunto.
—Creo que deberías quedarte -dije.
—Bien.
—Pues eso.
—Pues eso.
Nos sentamos en el sofá. La cosa siguió su curso. Cuando fue del todo evidente adonde nos llevaba aquello, sentí algo muy parecido a un ataque de pánico. Hice lo único que se me ocurrió, que fue disculparme para ir al baño.
Cerré la puerta y me senté en el retrete. Vergüenza me da decirles lo que estaba pensando... Vale, lo diré: «¿Y si después me echo a llorar?». Eso era lo que estaba pensando. Y otra cosa aun mas alarmante: «¿Y si durante me echo a llorar?». Es cierto que se puede decir que doy demasiadas vueltas a las cosas, pero la posibilidad de que me echara a llorar era muy evidente. No solo me iba a acostar con un hombre del que no estaba enamorada, me iba a acostar con un hombre del que no estaba enamorada al tiempo que estaba enamorada de otro hombre. En el pasado no había hecho nada ni remotamente parecido, y por los datos que tenia tal vez mi sistema nervioso central no pudiera soportarlo. Los plomos se fundirían. Además, llevaba siete días llorando mucho en la cama, entraba dentro de lo posible que hubiera desarrollado una especie de respuesta pavloviana al contacto con las sábanas. Pensé que seria mejor que lo hiciéramos en el suelo. Si, en el suelo. Por un momento me sentí mejor, hasta que me di cuenta de que era probable que Henry estuviera ya en la cama -¿hasta que punto éramos adultos?-, y si era el caso no había manera de sacarlo y tumbarlo en el suelo sin quedar como una chiflada. Aquello me hizo recordar la ultima vez que había tenido relaciones sexuales en el suelo, con Tom, claro, hacia ya muchos, muchos meses, en mi antiguo apartamento. Recordé como había abierto los ojos en mitad del asunto y me había encontrado mirando directamente al anverso de la mesa de mi cocina (sí, fue en el suelo, y encima en la cocina), y vi que alguien había pegado allí una bola de chicle verde, y cuando me di cuenta de que estaba pensando en quien habría pegado el chicle en vez de en lo que estaba pasando, en el sentido sexual, sentí una tristeza terrible. Al día siguiente se lo comenté a Bonnie y me dijo que no era para tanto, que a veces ella se descubría preparando mentalmente la merienda de sus hijos mientras hacia el amor con su marido, Larry, cosa que solo sirvió para entristecerme todavía mas. En aquel momento, sentada en el baño tantos meses después, me di cuenta de que si Tom había querido hacer el amor en el suelo de la cocina era seguramente para incrementar el nivel de pasión de nuestra relación, y mientras allí estaba yo, pensando en el chicle. Kate es como una droga.
Me levante. Me miré la cara en el espejo del lavabo. Para mi era evidente que algo estaba a punto de cambiar, y no sabia si seria para bien o para mal. Lo cierto era que no sabia nada, excepto que iba a salir y a acostarme con Henry, y aunque con eso no borraría a Tom de mi mente, o no era seguro que lo borrara, si que lo situaría un poco mas lejos, al menos por un tiempo, cosa que a mi me bastaba.
Abrí la puerta del baño. Efectivamente, Henry se había ido al dormitorio y, aunque todavía no estaba dentro de la cama, se encontraba lo suficientemente cerca como para que lo del suelo quedara descartado, y me mejor así, teniendo en cuenta como se desarrollaron los acontecimientos. Nos besamos durante un rato, luego hicimos el amor y luego Henry se quedo dormido y yo mire el techo con una sonrisa idiota durante hora y media, y luego me levante para ir al baño y cuando volví Henry estaba despierto y lo volvimos a hacer otra vez, y luego yo también me quede dormida, toda feliz.
(Vale, vale, ya se que quieren detalles. Se que quieren saber acerca del tamaño de su pene, descripciones de los orgasmos, las posturas, las maniobras, las mamadas y todo eso, pero hay un problema: "'madre vive todavía. Y por mucho que quiera contarles todo esto, si lo hiciera la tendría que matar. Además, mis pobres padres tampoco lo podrían soportar, ninguno de los dos. Tendría que matarlos también a ellos. Y a mi abuela Texas. Y a los posibles hijos que llegara a tener; en cuanto aprendieran a leer tendría que matarlos para ahorrarles sufrimientos. Aun así, comprendo que me han acompañado ustedes un largo trecho y merecen saber ciertas cosas. Merecen saber que Henry resulto ser lo que suele denominarse habitualmente «Bueno En La Cama». También merecen saber que por primera vez comprendí por que esa cualidad de algunos hombres goza de tan alta estima entre las mujeres, no se si me entienden, me imagino que si...)
Capítulo 7
Puede que estén pensando que, para estar enamorada de otra persona, me había dado mucha prisa en meterme en la cama con Henry. O sea, yo misma pensé que me había dado mucha prisa en meterme en la cama con él, así que me imagino lo que deben de opinar ustedes. Me veo en la obligación de señalar que aquello era impropio de mi. Bien pensado, era tan impropio de mi que tal vez hubiera dado la vuelta completa y fuera propio de mi. Una de las cosas mas duras de tener un pasado religioso como el mío es que hace muy difícil saber que partes de ti son tuyas y que partes no. En ese aspecto era donde mis once años de psicoterapia a trece dólares la hora se estrellaban siempre contra un muro de piedra. Cuando me veía enfrentada a un dilema moral, el terapeuta de turno, fuera el que fuera, decía siempre lo mismo: «Confía en ti misma». Era como un mantra. Confía en ti misma. Confía en ti misma. Y yo me quedaba allí sentada, en una de las sillas de plástico naranja de la clínica, y lo intentaba con todas mis fuerzas, pero siempre acababa enfrentada al hecho de que una de las cosas que me habían enseñado en la iglesia era a no confiar en mi misma.
No me gusta eso de culpar a la iglesia de todo lo que me ha ido mal en la vida. Me doy cuenta de que, para ser algo que no me gusta, lo hago muy a menudo, pero la verdad es que tengo la sensación de que el resto del mundo ya se dedica bastante a vapulear a los cristianos evangélicos, no hace falta que yo contribuya. Al fin y al cabo, un cierto nivel de chifladura en lo que respecta al sexo no es un precio alto a cambio de pasar por la vida con la seguridad inamovible de que vas a acabar en el cielo. Pero lo malo de madurar con una visión del mundo dualista y muy polarizada es que, si te decides a salirte del camino y hacer las cosas a tu manera, lo único que te queda es lo malo.
Lo primero que pensé la noche de la cena no fue, como creo haberles contado, que lo del anillo había si do un error. Eso fue lo segundo que pensé. Lo primero que pensé fue «Vaya, así es como ha decidido castigarme Dios». Como si Dios hubiera dejado de lado su apretada agenda y su tarea de rescatar de los tejados a victimas de inundaciones y cerrar agujeros en los corazones de recién nacidos, para castigarme haciendo que Tom fuera a comprar mostaza y no volviera. Ya se que hablo de manera muy factual, muy literal, de algo que solo existe en una realidad metafísica, y eso si existe, pero es otro de los problemas que tenemos los evangélicos. Somos muy literales. Si no me creen intenten insinuar a un evangélico que a veces un símbolo no es mas que un símbolo y ya verán.
Gil-el-homosexual era cristiano evangélico cuando lo conocí (ahora que es gay no se que será). En aquella época, Gil era tan cristiano que nos conocimos en el sótano de una iglesia, cuidando a niños desfavorecidos. Nuestra iglesia había puesto en marcha un programa que ponía a un grupo de chiquillos bajo nuestra influencia todas las tardes de los martes. Les cantábamos canciones sobre Jesús mientras se tiraban cosas unos a otros y luego les ayudábamos a hacer los deberes del colegio. El truco consistía en conseguir que te asignaran a uno de los adorables niños de siete años, a los que se podía sorprender con regalos como cuadernos para colorear, pegatinas y cajas de lápices de colores, en vez de un beligerante adolescente de catorce que te recibiera cada semana con un «¿Que me traes esta vez?». La verdad es que no se por que lo hacíamos. Los niños supongo que porque querían las pegatinas. Yo porque quería un novio. Quería un novio que fuera cristiano pero sin pasarse, que fuera guapo e inteligente, que tuviera un trabajo interesante y sentido del humor, que pudiera decir «joder» si la situación lo requería, que hubiera intentado leer La ciudad de Dios de San Agustín sin conseguir acabárselo, que discutiera sobre política con mi madre y sobre negocios con mi padre, que disfrutara de la comida india y tuviera amigos simpáticos y vistiera bien y quisiera vivir en el extranjero algún día. Estaba en el sótano de la iglesia, mire a mi alrededor, y allí estaba Gil.
Acabo de darme cuenta de que no les he dicho el apellido de Gil, lo que implica que les he privado de una buena parte de su historia.
El apellido de Gil era Chang. Pese a lo que pueda parecer Gil Chang no era asiático, lo que me lleva a la parte de la historia de Gil que no les he contado todavía. Gil había asistido a una diminuta universidad baptista de Alabama donde, entre otros anacronismos, a los estudiantes se les prohibía besarse a menos que estuvieran prometidos. Todo el mundo se prometía, claro. Todo el mundo se prometía, luego la mayor parte de ellos se casaban, y nada menos que un sesenta por ciento se divorciaban menos de tres años después de la graduación.
El caso es que, según lo cuenta Gil, el quería besar a una dulce muchachita que estaba con el en la clase de Nuevo Testamento, y para cuando se quiso dar cuenta se había casado con ella. Se llamaba Lily Chang, era china, y Gil había pensado que para sus futuros hijos seria mas fácil ir por la vida si tuvieran un apellido étnicamente apropiado, de manera que había adoptado el de Lily, una actitud muy progresista por su parte, si lo piensan bien. Lily también resulto ser muy progresista, aunque a su manera: ocho meses después del matrimonio lo abandono por un profesor de tango argentino. Gil se quedo con los amigos, los muebles, los regalos de boda y, en una decisión estrafalaria que nunca se digno a explicarme de manera satisfactoria, con el apellido de Lily.
Esa fue una de las cosas a las que me aferré cuando empecé a enfrentarme a las pruebas de la homosexualidad latente de Gil: el hecho de que había estado casado. Los gays no se casan, pensaba yo cuando lo veía sujetar una bombilla con un pañuelo antes de desenroscarla. Luego, cuando ya apenas podía seguir engañándome a mi misma, Gil y yo empezamos a acostarnos juntos. Los gays no se acuestan con mujeres, pensaba yo cada vez que se levantaba de la cama en mitad de la noche para quitar el polvo. No se como había llegado a la conclusión de que les era imposible en el sentido biológico, que la hidráulica no funcionaba. Y el hecho de que Gil hubiera estado casado explicaba muchas cosas. De hecho, por eso tenia una cama imperio de cerezo: había sido el regalo de boda de los padres de Lily. Aquella cama ocupaba la mitad de su apartamento. La otra mitad estaba abarrocada de bandejas de plata, candelabros de bronce y jarrones de cristal, y había una vajilla de catorce servicios de porcelana, exhibidos con toda delicadeza en un aparador de cristal en la sala de estar, por no mencionar los juegos de posavasos sobre cada mueble, que por supuesto estaban pulidos hasta resultar deslumbrantes.
Claro que tendría que haberme imaginado lo de Gil. Igual que uno sabe lo de las latas de conservas melladas. Pero ocurre una cosa: a todo el mundo se le advierte sobre el peligro de las latas melladas, pero no todas las latas melladas están malas, de lo contrario estaría prohibido venderlas, ¿no? Así que alguien compra esas latas melladas. Alguien se las lleva a casa, las abre, examina el contenido y se la juega a ver si esta en condiciones para comérselo o no. Y les voy a decir la verdad: cuando una tiene veinticinco años, es virgen, se niega a salir con hombres que no sean cristianos, y no solo eso si no que además han de ser un tipo de cristianos muy concretos, todas sus opciones son latas melladas. Cuando por fin Gil y yo rompimos, eche otro vistazo a mi alrededor en el sótano de la iglesia y tuve Lo mas parecido a una visión de verdad que he tenido en toda mi vida. Allí estaba Brian Berryman. Soltero. Treinta y dos años. Abogado. Príncipe entronizado del sótano de la iglesia. Con una moralidad tan estricta que no creía en salir con chicas; creía en la oración. Llevaba desde los dieciséis años pidiendo una esposa en sus oraciones. Había escrito una lista con todas las cualidades que quería que poseyera, se pasaba la vida repasándola y luego rezando sobre ella, volviéndola a repasar y luego caminando como quien no quiere la cosa entre las mujeres solteras de la iglesia. Una mujer de corazón puro, decía la lista. Un espíritu tranquito y gentil. Una naturaleza sumisa. Oí una voz que me decía: «¿Es esto lo que quieres de un marido?». Bueno, en realidad no oí ninguna voz, pero me resulto claro como la luz. Comprendí que si seguía buscando maridos en sótanos de iglesias iba a acabar con una lata muy, muy mellada. Y, pese a todos sus defectos, Gil al menos me había librado de mi virginidad, así que ya estaba en condiciones de aventurarme por el mundo y salir con hombres normales que querrían acostarse conmigo. Que hasta lo considerarían normal.
Ya me gustaría a mi saber que habrían hecho ustedes si hubieran estado en mi pellejo. Sí, ¿qué habrían hecho? No hay manera de explicar a todo lo que me enfrentaba. A años y años de perogrulladas sobrecogedoras que me habían predicado una y otra vez como si fueran el Evangelio «Nadie quiere la ropa que todo el mundo ha estado manoseando en las rebajas. Nadie quiere una flor cortada antes de florecer.» Y durante mucho tiempo todo esto me pareció de lo mas lógico. Claro que nadie querría ropa manoseada. Claro que nadie querría una flor cortada antes de florecer. Pero un buen día me di cuenta: no soy una flor, y no soy una prenda de vestir, me dije. No era un objeto. Me sentí de maravilla al superar aquello, y hasta el día de hoy sigo considerando que aquella revelación fue el principio de mi despertar feminista, algo atrofiado, lo reconozco. Tom me decía siempre que yo era tradicional cuando me convenía ser tradicional y liberada cuando me convenía ser liberada, y aunque no pretendía que fuera un piropo a mi siempre me lo pareció. De todos modos a menudo me he preguntado por que nunca he sido capaz de convertirme en una feminista hecha y derecha. A veces creo que es porque, tras escapar de una rama de la ortodoxia farisaica, no quería meterme en otra, pero también es posible que sea porque soy una pavisosa de mierda. En fin, que mas da. Soy lo suficientemente feminista para que ciertas cosas me hagan enfadar. O sea, una cosa es vivir en una sociedad que considera que las mujeres son objetos, y otra muy diferente que una niña vaya a la iglesia y le metan en la cabeza que es un objeto. Me entraron ganas de dejarme manosear entera solo para molestarlos. Eso hice, y fue muy divertido, y durante una temporada pensé que me había liberado de todo aquello. Pero no me había liberado, en el fondo no, o al menos no de una manera significativa. Porque cada vez que me paraba a pensar en lo que nos había sucedido a Tom y a mi, una parte de mi seguía creyendo que la base del problema era sencillamente que él había perdido el interés por el chicle que ya había mascado. Había estado consiguiendo leche gratis y por tanto no había comprado la vaca, y de repente le apetecía una vaca nueva. ¿Que derecho tenia yo a sorprenderme? Al fin y al cabo, era lo que me habían estado advirtiendo toda mi vida. Se me había explicado en términos bien claros cuales eran los resultados de la libertad sexual: que terminaría sola, sin nadie que me quisiera, sin marido, sin hijos, que seria objeto de desprecio y compasión, sin ni siquiera el consuelo de mi fe. Así que allí estaba yo, tendida en la cama, la mañana siguiente a haberme acostado con Henry, sola (porque ya se había marchado), sin nadie que me quisiera (puedo confirmas que no me sentía nada querida), y preguntándome qué parte de todo lo que me habían dicho no se estaba haciendo realidad.
Me doy cuenta de que, al hablar del teme de mi fe, me he concentrado casi exclusivamente en lo del sexo. Seguro que están pensando que en la tradición espiritual de san Pablo, Tomás de Aquino y Martín Lutero tiene que haber algo más. Pues sí, pero no les voy a aburrir con todo eso. Lo cierto es que mis sentimientos al respecto son un tanto complicados. Muchos de ellos son negativos, sin duda, y los que no son negativos me cuesta trabajo formularlos. Supongo que si hubiera recibido una educación de cristiana cientista todas esas locuras girarían en torno a otra cosa completamente diferente, como ir al médico. La cosa sería así: no habría ido al médico en mi vida y cuando por fin lo hiciera sería a causa de las dudas, la curiosidad y una necesidad desesperada de atención médica, y al ver que el mundo no había dejado de girar por haber ido al médico sentiría aún más dudas, y no tardaría en estar yendo al médico constantemente, y ya no sería cristiana cientista. Por supuesto que veo que esto es ridículo. Lo que no siempre es tan fácil es ver lo ridículo que resulta uno mismo.
Capitulo 8
Cuando me desperté el sábado por la mañana Henry se había marchado. Me quedé un rato en la cama, a solas, analizando mis sentimientos. Era una de las cosas que había aprendido durante los años de terapia. El problema era que últimamente, cuando me sentaba para analizar mis sentimientos, veía que lo que sentía eran ganas de vomitar. Traté de recordar lo que me había dicho Janis Finkle: «Deja que pasen a través de ti como una ola. Contémplalos igual que contemplas las nubes que se mueven por el cielo». Me incorporé en la cama y decidí que no me iba a comportar como una lunática. Aquello había sido sexo informal, yo me iba a mostrar informal al respecto. Me levanté y fui al baño, y allí fue donde encontré la nota. Estaba apoyada contra el espejo del lavabo. De inmediato, cogí el teléfono y llamé a Cordelia. (En situaciones como ésta mi amiga es Cordelia, no Bonnie.)
—¿Y que dice? — me preguntó Cordelia cuando le conté lo de la nota.
—Ten en cuenta que es mi jefe -le dije-. Así que me parece que esto es un especie de broma de oficina.
—Buen trabajo.
—¿Buen trabajo?
—Sí. Dice «Buen trabajo, Alison. Henry».
—Vale, ya entiendo, es una broma -dijo Cordelia-. Una nota ingeniosa. De ninguna manera ofensiva.
—Lo mismo opino.
—Pero...
—Ya lo sé.
—Bueno, no te preocupes.
Sí estaba preocupada.
—A mi me parece que si has tenido unas relaciones sexuales estupendas con una persona, y no una vez, sino dos, te quedas para repetir por la mañana, ¿no?
—¿Lo hicisteis dos veces? — quiso saber.
—Sí.
—¿Dos veces seguidas o dos veces con intervalo?
—Dos veces con intervalo -dije-. Entre medias se quedo dormido. ¿Tiene eso importancia?
—Lo cierto es que no -respondió Cordelia-. Pero me gusta saber todos los detalles.
—¿Tú que opinas?
—A ver. — Mi amiga respiro hondo-. ¿Es posible que las relaciones sexuales fueran estupendas para ti... y para el solo fueran relaciones sexuales?
Tarde un momento en responder.
—¿Es eso posible?
—Y tanto que si. Con Jonathan era lo mas normal, yo me lo pasaba en grande y el nada, tumbado allí, deseando que yo fuera una modelo de ropa interior.
—¿Te lo llegó a decir?
—Era muy sincero conmigo -asintió Cordelia-. El muy cabrón.
Era verdad que Jonathan era un cabrón de primera, y le había hecho cosas espantosas a Cordelia. Ella decía siempre que si lo había aguantado tanto tiempo había sido por el sexo. Para Cordelia el sexo es muy importante. Ha tenido muchas relaciones, y tiene teorías muy interesantes sobre el tema. De hecho una de las teorías de Cordelia fue la causa de que yo supiera que las relaciones sexuales que tenia con Tom no eran buenas, mucho antes de tener unas relaciones estupendas con Henry. Ahí va la teoría: el sexo, cuando se hace bien, es como en las películas. Si ves a los actores hacer el amor en una película y dices para tus adentros, «Venga ya, en la vida real nadie hace el amor así, eso solo pasa en las películas», entonces es que tus relaciones sexuales no son de las buenas. Cuando empecé a acostarme con Gil-el-homosexual intenté discutir este punto con Cordelia. «¿Y que pasa con Atracción fatal? — recuerdo que le dije-. ¿Con el grifo abierto y todos los platos en el fregadero?» Cordelia se limito a arquear una ceja, un gesto muy típico de ella, y me quede convencida de que si ella lo decía algo habría de verdad.
—Vale, sigo. Me lo he pasado en grande -dije-. Dos veces. Me lo he pasado en grande dos veces. Y voy, me quedo tumbada, mirando al techo, y adivina en que estoy pensando.
—¿En que estas pensando?
—En cuanto tiempo tendrá que pasar para que nuestra relación llegue al punto en el que pueda levantarte e ir al baño a ponerme crema hidratante nada mas terminar.
—Estas mal de la cabeza -dijo Cordelia-. ¿Lo sabias?
—Claro.
—Este tipo no es el tipo. Te lo digo yo.
—Ya lo se.
—Haría falta mucho para convertir a este tipo en el tipo -siguió-. Pero tal vez pueda ser tu tortita grasienta.
—¿Mi que?
—Cuando estas preparando tortitas, la primera chupa toda la grasa de la sartén, y tienes que tirarla -explico Cordelia-. Henry puede chuparse toda la grasa que te ha dejado Tom encima. Y luego ya tendrás la sartén lista.
—No me parece muy buena metáfora -dije-, pero me gusta.
—Es de mi madre. Solo que ella esta casada con su tortita grasienta. Siempre que se pelean me dice lo mismo: «No cometas el mismo error que yo, tira a la basura las tortitas grasientas».
—Entonces, ¿que tengo que hacer? — pregunte.
—Muy sencillo -respondió Cordelia-. Disfruta de tu tortita grasienta. Y luego tírala.
Me preocupa haberles causado la impresión de que estaba disgustada por lo que había hecho con Henry, así que voy a tomarme un momento para corregir esa impresión. Pues no, no estaba tan disgustada. Bueno, a un nivel objetivo sabia que debería sentirme ofendida: Henry se había largado en mitad de la noche, me había dejado la notita de «buen trabajo», no me llamo ese sábado, ni siquiera el domingo... Pero también he de reconocer que sentía una cierta emoción, era innegable. Vaya, ¡pero si aquel tipo ni siquiera sabia mi segundo nombre! Era como si de repente estuviera viviendo una vida que hasta entonces solo había conocido por los libros, como si un buen día me levantara y me encontrara convertida en un vaquero de rodeo, un explorador portugués del siglo xvi o una geisha. Así de importante me sentía. Tras pasarme toda la vida bajo una amplia variedad de restricciones, expectativas y admoniciones -muchas dc las cuales se podrían resumir en la idea de que el sexo se utiliza para arrancarle a un hombre un compromiso de por vida, y cualquier cosa que quede por debajo de eso se considera un fallo táctico por parte de la mujer, un fallo de consecuencias calamitosas-, por fin había tirado por la ventana todas las advertencias, tras muchos años de estar a punto de tirarlas. Y que digan lo que quieran acerca de los peligros de la libertad sexual, nadie me había contado la verdad sobre el tema y es que se parece muchísimo a la verdadera libertad.
El domingo por la tarde escribí una columna acerca de los restaurantes chinos y el tiramisu. Me doy cuenta de que como transición no es gran cosa, pero es lo malo de contar una historia como la que les estoy contando: hacen falta demasiadas transiciones. Estoy acostumbrada a escribir columnas, columnas muy breves, y por tanto lo de las transiciones no se me da bien. Una buena columna explora una idea, bumba, nada mas entrar ya estas saliendo, luego el lector hace su propia transición, a otro articulo, o a anudarse los zapatos, o a bajar del autobús o a lo que sea. Pero aquí tengo que seguir narrando la historia, y del resto de ese fin de semana en concrete lo único que hace falta saber es que escribí mi columna el domingo por la tarde, como hago siempre, y el lunes por la mañana entre en el despacho, como hago siempre, con mi texto sobre los restaurantes chinos y el tiramisu en un disquete. Iba guapa. O sea, iba mas guapa que de costumbre, aunque no supe cuanto hasta que entre en el despacho y Olivia y Matt empezaron a hacer comentarios al respecto. Supongo que tema el mismo aspecto que tendría un lunes por la mañana una chica que se hubiera acostado con su jefe el viernes por la noche, pero no quería que Olivia lo adivinara y por eso acabe contándoles a ambos lo que había pasado con Tom. Olivia es de las que se huelen estas cosas a distancia. Es una firme partidaria de la escuela de sexualidad «donde hay humo hay fuego», o sea, que si te parece que dos personas se acuestan juntas, es que se acuestan juntas (y el corolario de que si te parece que una persona es gay, es que lo es).
—¿Por que vienes tan arreglada? — pregunto Matt.
—No voy tan arreglada -respondí.
—Claro que si. ¿Verdad, Olivia? — insistió-. ¿A que Alison esta muy guapa esta mañana?
Olivia me miro de arriba abajo sin perder detalle y asintió.
—Tom y yo hemos roto -dije.
—¿Que? — exclamo Olivia-. ¿Cuando?
—No quiero hablar del tema -dije-. Estabais preguntando que por que venia tan arreglada y ahora ya lo sabéis.
—Porque vuelves a estar de caza.
—No estoy de caza -replique-. Lo que pasa es que me sentía mal y quería tener buen aspecto, no fuera a ser que me viera en el espejo y acabara aún mas deprimida.
—¿Que paso? — pregunto Olivia.
—No quiero hablar de eso -dije.
—Por supuesto que quieres hablar de eso -dijo Olivia-. Cuéntanos lo que paso.
Los mire a los dos. Era obvio que no iba a escapar de allí sin hablar.
—Tom dice que nos estamos distanciando.
—Chorradas -bufo Olivia.
—No tienen por que ser chorradas -le dijo Matt-. A lo mejor se estaban distanciando de verdad.
—Es justo la clase de excusa chorra con la que salen siempre los hombres -insistió Olivia-. Significa que quiere follar con desconocidas, ni mas ni menos.
—En realidad, creo que sabe muy bien con quien quiere follar -señalé.
—¿Con quien? — quiso saber Olivia.
—Se llama Kate Pearce y ya se la esta follando.
—¿Cómo lo sabes?
—Tienen una aventura desde mayo.
—¿Te lo ha dicho el?
—Me dijo que estaba enamorado dc otra. El resto lo he averiguado yo.
Olivia se acerco a mi escritorio y aposento una nalga sobre el.
—¿Quien es? — quiso saber.
Les hable un poco de Kate. Les dije que era huesuda y que el pelo se le pegaba a la cabeza como un casco. Les dije que tenía una fragilidad de niña pequeña que me daba ganas de vomitar. Les dije que le había regalado lasaña a Tom por su cumpleaños y que debería haberme imaginado como iba a terminar aquello, pero no me lo imagine. (Tentada estoy de dejar fuera de esto el asunto de la lasaña, porque es un detalle un poco desorientador. Kate Pearce no es de las que preparan lasaña, pero si, preparo una para Tom al principio, antes de que empezaran a acostarse, y la verdad, fue una jugada muy astuta.)
—¿Que quieres decir con lo de huesuda? — pregunto Matt-. ¿Que es delgada?
—Quiere decir huesuda -dijo Olivia-. La palabra «huesuda» existe.
—No. Tiene razón. Es delgada -dije-. Es muy guapa. Es delgada y muy guapa.
—Es nueva -señalo Olivia.
—De eso se trata. No es nueva. Salieron juntos tres años en la universidad y al final ella lo planto.
Entonces les conté a Matt y a Olivia mi teoría, la que había estado desarrollando) durante la mayor parte de la semana anterior. Cuando Tom tenia dos años, su madre se fue a Hollywood para convertirse en una estrella del cine, pero lo máximo que consiguió fue un pequeño papel secundario como enfermera en una serie que se llamaba Daniel Denby, medico. La abuela de Tom, que fue la que lo crió, le ponía el pijama y lo sentaba delante del televisor todos los jueves por!a noche, para ver si veía a su madre aunque fuera un instante, pero hasta eso solía acabar en decepción, porque su papel era tan minúsculo que en muchos episodios lo cortaban. En mi opinión, eso explicaba algunas cosas de la psicología de Tom. Tenia una gran cantidad de rabia contenida contra las mujeres. Sentía una fuerte añoranza inconsciente de su madre. Y mi teoría era que el regreso de Kate a la vida de Tom después de tantos anos había disparado aquellos sentimientos y el no pudo resistirse.
—Si -asintió Olivia-. Esta reviviendo el psicodrama de su infancia.
Matt se giro hacia mi.
—Y adivina quien es la abuela -dijo.
Deje caer la cabeza sobre el escritorio. Olivia empezó a dar vueltas por el despacho.
—Es perfecto. Quiere a la mujer que lo abandono. No lo puede evitar. Esta predestinado. Su aparente imposibilidad de comprometerse con la abuela...
—Por favor -suplique.
—Pero esta vez, mami también lo quiere. Empiezan a acostarse, y tienen esas relaciones tan ardientes que solo se tienen cuando hay algo mas, algo primario, algo trasgresor, aunque en realidad Tom no sabe lo que le esta pasando. Sencillamente cree que ha encontrado a su alma gemela. Cree que ha encontrado su pieza perdida.
—Me están dando arcadas -dije.
Olivia me miro.
—Pero claro, puede que me equivoque -dijo.
—Me voy a suicidar -dije.
—No seria la primera vez que me equivoco.
—Los tíos se quieren acostar con sus ex novias. Punto final -dijo Matt. Se volvió hacia Olivia-. Es increíble que te paguen por escribir una columna de consejos.
Olivia se fue a buscar una taza de café y, tras un momento, Matt se acerco a mi escritorio y se sentó encima.
—Supongo que te darás cuenta de que ha sido lo mejor para ti -dijo.
—¿A que te refieres?
—Cuando tu pareja te abandona, siempre es mejor que sea por otra persona -señalo Matt.
—¿Y eso por que?
—Porque si no significa que de verdad, de verdad, no te puede soportar.
Me lo quede mirando.
—Así, de esta manera, no es nada personal -siguió.
—A mi me parece muy personal -dije.
—Tú confía en mi.
—Lo intentare.
Capitulo 9
El martes por la noche después del trabajo me encontré con Bob, mi cita a ciegas, en un restaurante italiano. mi cita a ciegas, en un restaurante italiano. Lo divise nada mas entrar. Era el tipo calvo sentado a la barra. Pago su consumición y nos sentamos a la mesa.
—¿Te importa si te pregunto cuantos años tienes? — dijo Bob.
—Treinta y dos -respondí-. Y no, no me importa. ¿Cuantos años tienes tú?
—Cuarenta y seis -dijo.
—¿Tienes cuarenta y seis años?
—Si.
—Vaya -dije.
—¿Que pasa?
—Nada. Solo que me sorprende que Bonnie no mencionara el tema de nuestra diferencia de edad.
—A mí no me parece que haya una gran diferencia de edad -replico Bob.
—¿Catorce años no te parecen una gran diferencia?
—La verdad es que no.
—¿Cuando me la ultima vez que saliste con una mujer de sesenta años? — pregunte.
Bob se echo hacia atrás en la silla y me miro con los ojos entrecerrados, de una manera que el debía de considerar muy seductora, seguro.
—Ya me insinuó Larry que habría algún problema contigo.
—¿Que te dijo?
—No recuerdo las palabras exactas. Solo me dejo con la impresión de que habría algún problema contigo. ¿Te preocupa el tema de mi edad?
—Pues sí, un poco.
—¿Y eso por que?
—Porque algún día, cuando tenga cuarenta años, tal vez quiera salir con un tipo que tenga cuarenta y seis, sea soltero y medico, y no podré porque todos estaréis saliendo con mujeres de treinta y dos años con los óvulos mas frescos.
—Desde el punto de vista fisiológico, los óvulos a los treinta y dos años ya no son tan frescos -dijo Bob. Se puso en plan medico-. Eso de la barrera de los treinta y cinco es un mito. La fertilidad desciende de manera brusca a partir de los treinta y cinco, pero mucho antes ya se ven irregularidades cromosómicas en un numero estadísticamente significativo.
—¿Cuanto antes? — pregunte.
—A los veintiocho o a los veintinueve. Si yo fuera mujer habría tenido todos mis hijos antes de los treinta. No es una opinión muy popular hoy en día, ya lo se, pero hay pruebas científicas,
Hice una larga pausa.
—No puedes tener esta conversación con las mujeres con las que salgas -dije por fin.
—¿Y eso por que?
—Porque... Porque te lo prohíbo.
Se echo a reír.
—Así que me lo prohíbes.
—Exacto -dije-. Como persona que se ve obligada a compartir este planeta contigo, te prohíbo que vuelvas a mantener esta conversación con una mujer con la que estés saliendo.
—Si tuvieras unos años mas no habría hablado de esto contigo. En serio. Muchas veces salgo con mujeres de treinta y cinco años y no menciono el tema -dijo Bob-. Mira, cuando una mujer soltera de treinta y cinco años me ve, de inmediato piensa que soy su oportunidad de tener un bebe y de paso reducir de manera drástica las posibilidades de padecer cáncer de mama.
Pensé que no sen a mala idea tirarle algo. Tal vez uno de los panecillos. Y con fuerza.
—Hace poco leí un articulo muy interesante -siguió-. Decía que las mujeres de cuarenta y tantos años que no consiguen quedarse embarazadas no tienen por que preocuparse, ya que la ciencia esta evolucionando tan deprisa que solo tienen que esperar veinte años mas y tener un hijo a los sesenta.
Esto es el colmo, pensé. Cogí el panecillo y se lo tire. Le paso rozando la sien derecha, cayo al suelo y rodó hasta detenerse a un par de metros, debajo de una mesa cercana. Bob se quedo mudo un instante y luego se echo a reír. La verdad es que se lo tomo mucho mejor de lo que cabria esperar. Rió a carcajadas durante largo rato, como si en su vida le hubiera pasado nada tan divertido como verse golpeado en la cabeza por un trozo de pan.
—Es genial. Genial. La mayor parte de las chicas no lo habrían hecho. No le tirarían comida a una cita a ciegas.
—Para mi también ha sido la primera vez -dije.
—De todos modos, no te preocupes -dijo Bob-. No saldrás con nadie a los cuarenta.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque lo sé -sentencio Bob-. Se como están las cosas ahí fuera.
Había muchas cosas que me estaban fastidiando en aquella cita, y mientras estaba allí sentada, mientras Bob me contaba con todo detalle que les pasaba de malo a las mujeres que aún estaban «ahí fuera», trate de destilarlas para quedarme con la esencia. Por fin di con lo que era. Bob pensaba que, de nosotros dos, el era el apetecible. No importaba que tuviera catorce años mas que yo. No importaba que fuera un soso, o que careciera de pelo, o que se le moviera, casi imperceptiblemente, la punta de la nariz cada vez que se rozaba el labio inferior con e! superior. Aun así, Bob era el apetecible. Y no estoy tratando de decir que yo no tuviera nada que ver en eso. ¡De pronto, me descubrí pensando que el era el apetecible! Ni siquiera me gustaba y aun así lo consideraba el apetecible. Y antes de que digan que eso se debía a que era medico, les diré que siempre he relacionado el deseo de casarse con un medico con cierto tipo de racionalidad burguesa de la que me he librado de puro milagro, así que no, no era por eso. Era mucho peor. Bob era una silla. La vida era un juego de sillas musicales y los dos sabíamos sin lugar a dudas que cuando cesara la música alguna mujer estaría sentada sobre el, y tal vez yo me hubiera quedado de pie.
Me pase el resto de la velada dándole vueltas a aquella idea, repasándola mentalmente e intentando verla desde todos los ángulos, y en eso estaba cuando, poco a poco, me di cuenta de lo que era en realidad, o sea, una soberana tontería. Si uno de los dos era una silla, el papel me correspondía a mi. Yo era la silla. Me sentí muy bien. Era estupendo ser la silla. Ahora que lo pienso, me pregunto si será así como se sienten ciertos hombres cuando salen con una mujer que no esta a la altura de Christie Turlington en el apartado de aspecto físico. No tengo ni idea de como serán las cosas si la mujer tiene el mismo aspecto que Christie Turlington, seguro que las normas cambian, pero si hay algo que me interesa menos que los problemas de las mujeres de hermosura increíble son los problemas de los hombres que quieren salir con mujeres de hermosura increíble. Bien, el caso es que me pase el resto de la cena con Bob inmersa en mi propia silleidad, cosa que en aquel momento me pareció peligrosamente cerca de una autoestima saludable, aunque ahora ya me doy cuenta de que no lo era. Ahora comprendo que el hecho de haberle dado la vuelta a la tortilla solo significaba eso, que le había dado la vuelta a la tortilla. De todos modos, en aquel momento me sentí estupendamente, y mentiría si dijera lo contrario.
La verdad es que estuve tan ocupada meditando sobre todo esto para mis adentros que no fue hasta bien entrado el postre cuando me di cuenta de que en aquella cita me estaba comportando con una discreción completamente impropia de mi. De hecho, estaba siendo tan discreta que ni yo me reconocía. Ni siquiera tenia esa sensación que tengo siempre en las citas a ciegas -solo he tenido dos citas a ciegas en mi vida, pero recuerdo con toda claridad que en ambas sentí la misma sensación-, me refiero a la necesidad de gustar a la otra persona solo para que quienquiera que fuera que concertó la cita se quede convencido de que eres una persona deseable. Pues a la mierda, recuerdo que pensé al mirar desde el otro lado de la mesa a Bob, que en aquellos momentos farfullaba no se que acerca de su apartamento en multipropiedad en Maui. La punta de la nariz se le movía cada vez que pronunciaba una palabra que tuviera una «b», una «m» o una «p». Soy apetecible. ¡Soy la silla!
Por su parte, Bob no parecía darse cuenta de que yo no aportaba gran cosa a la conversación. Pago la cuenta y fuimos caminando por la calle Walnut en dirección a mi apartamento. Al llegar a la plaza Rittenhouse, la cruzamos para ir hacia la fuente, que estaba funcionando e iluminada. La verdad es que era muy bonita.
—¿Crees en el amor? — me pregunto Bob cuando llegamos a la fuente.
—¿Cómo dices?
—Que si crees en el amor.
—Claro que si.
—No. Piénsalo en serio.
—Todo el mundo cree en el amor -dije.
—Todo el mundo cree que cree en el amor -replico Bob-. Pero si todo el mundo creyera en el amor de verdad las cosas serian muy diferentes.
Empecé a preocuparme por el rumbo que tomaba la conversación. En cierta ocasión había tenido una primera cita espantosa con un tipo que, cuando le dije que ya era hora de que me fuera a casa, me cogió la mano por encima de la mesa y dijo «Si vamos a meternos en un lío, metámonos ya». Tal vez mi recién descubierto encanto era mas potente de lo que creía.
—Me siento en la obligación de decirte que no te voy a volver a llamar -dijo Bob cuando llegamos a mi portal.
O tal vez no.
—Me encuentro en un momento de mi vida en que me gusta ser sincero con las mujeres con las que salgo. Así soy yo.
—Es muy considerado por tu parte -dije.
—Gracias -dijo Bob-. Por eso lo hago.
Abrí la puerta del portal y entre. Me volví y lo mire.
—Me siento en la obligación de decirte que, si me hubieras llamado, habría esperado dos semanas para devolverte la llamada, te habría telefoneado en un momento en el que estuviera cien por cien segura de que te encontrarías en el trabajo, y te habría dejado en el contestador un mensaje vago y poco convincente diciendo que estaba muy ocupada y que te volvería a llamar en cuanto tuviera un momento libre. Y luego, no lo tendría -dije-. El momento libre, quiero decir.
Le sonreí con toda dulzura y le cerré la puerta en las narices.
Diez minutos mas tarde sonó el teléfono.
—¿Que tal la cita?
Era Henry.
—No hay palabras para describirla -dije.
—Cuéntame lo mejor y lo peor.
—Bueno -dije-, le tuve que tirar un panecillo a la cabeza para que se callara.
Se echo a reír.
—¿Y lo mejor?
—De eso no hubo.
—Venga, algo tuvo que haber.
«Este momento es lo mejor», pensé.
—Pedí salmón y no estaba mal.
—Al menos has sacado algo de la cita, un buen trozo de pescado -dijo Henry-. ¿Me puedo pasar por tu casa?
—¿Ahora?
Mire el reloj de la cocina. Eran mas de las once.
—Estoy por tu barrio -dijo Henry-. En una cabina telefónica. Estoy justo al lado de un cubo de basura gigante, cerrado con candado. Será para que la basura no se pueda escapar.
—Pues no se -dije.
—A ver que te parece esto. Voy a hacer como si se me hubiera cortado la llamada, y luego me presentare en tu casa, momento en el cual podrás hacer conmigo lo que quieras.
La llamada se corto y yo di unos pasitos de baile.
Después de hacer el amor me sentí tan próxima a Henry que acabamos teniendo una de esas conversaciones en las que te da la sensación de que ya no tiene sentido ocultar nada, te acabas dc entregar tanto a la otra persona que te dan ganas de correr por el apartamento, abrir los cajones, los armarios y las despensas, sacar todas las cosas vergonzantes, ponerlas encima de la cama y gritar «;Mira esto! ¡Y esto! ¡Pero quiéreme!».
—Prométeme que no te vas a reír -dije.
—Te lo prometo -dijo Henry.
—Tres.
Se echo a reír.
—Lo siento, pero es que... tres... -dijo Henry. Apoyo la cabeza en la palma de la mano y me miro con interés casi científico-. ¿Cuantos años tienes?
—Treinta y dos.
—Sales a uno por década -señaló.
—A los diez años no andaba acostándome con nadie.
—Eso parece.
—Bueno, que, ¿para ti supone algún problema?
—No, que va. Me parece muy tierno -dijo-. De repente tengo unas ganas locas de besarte en la frente.
Se inclino hacia delante y me beso en la frente.
—Háblame de ellos -pidió.
—¿De quienes?
—De los Tres Magníficos.
Me lo quede mirando.
—Un momento -dijo Henry-. ¿Yo soy el tercero?
—Es lo que te acabo de decir.
—Creía que era el cuarto -dijo-. Creía que te referías a tres sin contarme a mi.
—Eres el tercero.
—Cielo santo, cielo santo es... es una tragedia. Una tragedia. Eres una crisis humanitaria individual.
—No te lo tendría que haber contado.
—No, no. Has hecho bien en contármelo. Solo que ahora tengo la sensación de que debería haberlo hecho mejor. Que debería haberte dado material de primera.
—¿Eso no ha sido material de primera?
—No se -dijo Henry-. Ha sido mas bien mi material de estar algo borracho llamando desde una cabina. Te mereces algo mejor.
—La próxima vez será -dije.
Henry se sentó en la cama.
—Es obvio que no deberías volver a acostarte conmigo. Con esta exclusividad no vas a llegar a ninguna parte. En cuanto salga por la puerta, tendrías que coger el teléfono y empezar a llamar. En poco tiempo conseguirás una cifra respetable.
—¿Qué cifra sería respetable? — pregunté-. En los tiempos que corren, quiero decir. Para una mujer de mi edad.
—Nueve -dijo Henry.
—¿Nueve?
—Creo que he sido el noveno para todas las mujeres con las que me he acostado.
—¿De verdad?
—Ahora que lo pienso, siempre soy el noveno -dijo-. Esas zorras me han estado engañando.
Henry se levanto de la cama y fue al baño.
—No me preguntes con cuantas mujeres me he acostado, porque te tendría que mentir -me grito desde allí-. Estamos mostrando una sinceridad sin precedentes, me gustaría que siguiéramos así tanto como fuera posible.
—De acuerdo -dije.
—Vale. Tres -le oí decir-. Cielo santo.
Capitulo 10
El teléfono volvió a sonar a primera hora de la mañana.
Era Bonnie.
—Pues si que estas de buen humor -me dijo.
—Pues si -le dije.
—Así que todo fue bien.
—De maravilla.
—Cariño -grito Bonnie a Larry-, a Alison le gusto Bob.
—No. La verdad es que fue una mierda.
—¿Que?
—Que Bob no me gusto. O yo no le guste a el -dije-. No me nada bien.
—Entonces, ¿de que estabas hablando?
Por lo general no le habría contado a Bonnie lo de que me había acostado con Henry, o no se lo habría contado tan pronto, por motivos que la conversación subsiguiente dejara claros como el agua. Pero estaba atrapada, así que se lo conté.
—O sea, ¿que llamo a tu puerta y te acostaste con el? — dijo Bonnie con una voz que subió una octava al pronunciar las cuatro ultimas palabras.
—No -replique-. Antes me llamo desde una cabina. Además, solo quería hablar conmigo. Lo de acostarnos fue circunstancial.
—Alison, no puedes permitir que tu jefe te llame a medianoche desde una cabina, que vaya a tu casa y se acueste contigo.
—No fue así -dije, aunque me daba perfecta cuenta de que había sido exactamente así.
—No es una actitud inteligente.
—Es que a lo mejor me he hartado de tener una actitud inteligente.
Bonnie no dijo nada.
Tal vez ahí estuviera mi problemas -añadí-. En que siempre planeo las jugadas con cinco movimientos de antelación.
—No te digo que tengas que planear con cinco movimientos de antelación. Pero con uno si, por lo menos. E! movimiento en el que deja de acostarse contigo pero sigue siendo tu jefe.
—¿Y que pasa si no quiero planear nada? ¡Qué pasa si, por una vez en mi vida, dejo que las cosas sucedan y ya esta?
—Alison, ya se que estas triste por lo de Tom. Es normal. Pero lo que estas haciendo es impropio de ti. Tal vez deberías estar sin pareja una temporada.
—No tengo pareja, Bonnie.
—Quiero decir sin pareja y siendo tu misma, no ir por ahí acostándote con nadie.
—¿Alison se acostó con Bob? — oí que Larry le decía a Bonnie-. Bravo, Alison.
—Dile que no -pedí a Bonnie. — No se acostó con Bob. Se acostó con su jefe. — Que mas da -dijo Larry-. Bravo, Alison. — ¿Por que no eres tu así? — pregunte a Bonnie-. Creo que esto ha sido bueno para mi.
—No lo puedo evitar. Es que me preocupo por ti. — ¿Que es lo que te preocupa, concretamente? — Me preocupa que ese tipo te este utilizando para acostarse contigo, y que cuando acabe estés aun peor que ahora -dijo Bonnie.
—En cierto modo -dije-, se me ha pasado por la cabeza que yo lo estoy utilizando a el para que se acueste conmigo. — ¿De verdad? — inquirió Bonnie, intrigada. — No estoy segura -dije-. Pero una cosa si que se. Si fuera a utilizar a alguien para que se acostara conmigo, lo utilizaría a él.
Aquel mismo día fui a comer con Cordelia. Me hablo de su nuevo novio, Naldo, que era de Wisconsin y trabajaba como camarero en Bookbinders.
—Lo malo es que tiene el pene muy grande -me contó. — ¿Tiene el pene tan grande que resulta un problema?
—No interfiere en el aspecto sexual -explicó-. Lo que pasa es que desconfío de los hombres que tienen el pene grande.
—¿Y eso?
—Creo que les cuesta ser fieles, porque siempre tienen ganas de enseñárselo a otras.
Lo medite durante un instante.
—Es como tener un coche sensacional y que solo te dejen conducirlo en un circuito cerrado -dije al final.
—Además, a los hombres les encanta lucir sus coches. Solo así se explica que exista un lugar como Los Ángeles. Así que un hombre con el pene grande que se tiene que conformar con una sola mujer esta yendo contra su naturaleza. Doblemente contra su naturaleza.
—Entonces deberíamos buscarnos hombres con los penes tan pequeños que les diera vergüenza enseñarlos -dije.
—Ni los hombres con los penes pequeños se avergüenzan de ellos -replicó Cordelia-. Deberían avergonzarse, pero no.
Cordelia me cae de maravilla. Nos parecemos en muchas cosas, pero una de las mas raras es que a!as dos nos criaron en un entorno religioso cuyo nivel de intensidad rayaba la locura, solo que su entorno era mormon, no cristiano. La familia de Cordelia es tan mormona que su tatarabuelo había estrechado la mano a Brigham Young. De hecho, así se presenta su abuela cuando conoce a otros mormones: «Está estrechándole la mano a una mujer que estrecho la mano de alguien que le estrecho la mano a Brigham Young», Y aunque a primera vista no parezca que eso baste para que tengamos mucho en común, la verdad es que da miedo ver hasta que punto los dos equipos han leído el mismo libro. Cuando Cordelia y yo nos pusimos a hablar y comparamos nuestras experiencias fue espeluznante. ¿Recuerdan lo que les conté que me decían, lo de que ningún hombre querría una flor cortada antes de florecer? Bueno, pues en la iglesia de Cordelia lo hacían literalmente. Primero, a cada adolescente le daban una rosa blanca de tallo largo. Luego, una de las jóvenes casadas de la iglesia les largaba una charla sobre la castidad. (Siempre son las mujeres las que hacen estas cosas; mucha gente se horroriza al saber que la mano que empuña el bisturí en las clitoridectomías es una mano de mujer, pero a mí no me sorprende ni un pelo.) Luego, la joven de la castidad recorría la estancia y, con una mano bien sucia, estrujaba la rosa de cada niña, le arrancaba un puñado de pétalos, y le preguntaba si quería ser como la flor, si quería acabar así, si era eso lo que quería entregar a su esposo en la noche de bodas. Cosa que viene a explicar por que la rebelión de Cordelia ha dejado chiquita incluso a la mía.
Me gustaría dedicar unos minutos a aclarar una cosa relativa a las mujeres y la Iglesia. Muy a menudo, a pesar de que el tema no es de los primeros en la lista de cosas de las que me gusta hablar, me encuentro enzarzada en conversaciones acerca del papel de la mujer desde el punto de vista de la Iglesia. Siempre llega un momento en el que mi interlocutor a (y de nuevo es siempre una mujer la que dice este tipo de cosas, aunque supongo que si me las dijera un hombre le daría un puñetazo en las narices) me intenta explicar por que no le importa que, según la tradición, a las mujeres no se les permita predicar, dar la comunión, enseñar a los hombres ni ocupar cargos de importancia. Por que no le importa que su función primordial sea tener hijos y someterse a la voluntad de su esposo. Por que esto in siquiera le parece problemático. «Un papel no es peor que el otro -dicen siempre estas mujeres-. Solo son diferentes.» Y yo les digo que no. Que no es verdad. Que uno es peor que el otro. Es peor ser el seguidor, el sometido, el eterno numero dos. No es solo diferente de ser el jefe, el líder, el numero uno por voluntad divina. Es mucho peor. Y creo que una de las mejores cosas que he sacado de mi amistad con Cordelia ha sido comprender que, en este tema concreto, los mormones y los evangélicos se llevan de maravilla. El lenguaje que utilizan no es solo parecido, es idéntico. Las metáforas que empiezan no son solo parecidas, son idénticas. No importa que ellos piensen que nosotros vamos a ir al infierno y que nosotros pensemos que ellos van a ir al infierno. Cuando se trata de controlar a sus mujeres, los dos bandos están completamente de acuerdo.
—No tengo tan claro que tu teoría sobre los penes grandes sea correcta -le dije a Cordelia-. El pene de Tom es de tamaño corriente. Nada como para escribir a la familia.
—Queridos padres, he conocido a un hombre con un pene de tamaño corriente -dijo Cordelia-. Tienes razón, Nadie escribiría una carta así.
—De todos modos, Kate ya se lo había visto en la universidad, así que no creo que esa relación se base en el deseo de Tom de enseñárselo.
—A menos que... -y en este punto Cordelia se animo, como le pasa siempre que dice tonterías-. A menos que le haya crecido.
Comí un poco mas de ensalada.
—Y por eso haya querido enseñárselo otra vez -insistió.
La mire fijamente.
—Reconozco que no es muy probable -concedió.
—Creo que los penes no tienden a crecer en la edad adulta -dije.
—Cosa que es una verdadera pena -suspiro Cordelia. Me miro desde el otro lado de la mesa-. Supongo que te das cuenta de que lo mas probable es que nunca llegues a entender esto.
—¿Te refieres a lo de Tom?
Asintió con la cabeza.
—No puede ser -dije-. Necesito entenderlo.
—Eso mismo pensé yo cuando se rompió mi matrimonio. Pero llego un momento en que tuve que aceptar que no lo iba a entender, que nunca le vería la lógica, que no podía culparme a mi misma, ni siquiera podía culparlo a el.
—Pues lo estuviste culpando mucho tiempo -señalé.
—Ya lo se. Pero el pobre estaba tan chiflado que yo sabia que no era justo echarle la culpa a el. Así que empecé a echársela a la vida. Ahora lo enfoco de otra manera.
—¿Como?
—Acepto la vida tal como es. No -dijo Cordelia-, asumo la vida. Tal como es.
Aquello me recordó a esos libros de autoayuda que te dicen que aceptes tu cuerpo tal como es, y como a mi me resulta imposible seguir su consejo, porque si aceptara mi cuerpo tal como es significaría que va a seguir siendo como es, cosa que me resulta inaceptable. Se lo dije a Cordelia.
—Por eso yo no puedo asumir la vida tal como es -terminé-. Si asumo la vida tal como es, va a seguir siendo tal como es.
—Es que va a seguir siendo tal como es -me señaló.
—Ya lo se -dije-. Pero no quiero aceptarlo.
Capitulo 11
Tengo la teoría de que la mayoría de los hombres tratan mal a las mujeres con las que salen, al menos en parte. Con los buenos, el periodo de maltrato es solo una fase, una manera de lidiar con sus sentimientos en conflicto acerca del compromiso y la mortalidad, hasta que al final se reconcilian con la idea de acostarse con la misma mujer una y otra vez el resto de sus vidas, y luego morir. En cambio, con los malos... ahí esta el problema. Si los buenos te tratan mal y los malos te tratan mal, cuesta distinguirlos, ¿no? Mi amiga Angie conoció a un tipo a través de un anuncio, llevaban varios meses saliendo y estaban muy enamorados, o eso creía ella hasta que descubrió que el iba de cuando en cuando a casa de su ex novia y le dejaba en el buzón notitas de amor. Angie no se habría enterado en la vida si no hubiera ido a la fiesta del recién nacido de su prima. Allí una mujer comento en voz alta el comportamiento de su ex novio, las notas que le dejaba, lo patética que resultaba y que no sabia que había visto al principio en él. El tipo patético se llamaba Julian, y aquella mujer se llamaba Gennifer con G, y a Angie le pareció raro, porque su Julian antes había salido con una tal Jennifer, de manera que cuando llegó a casa le pregunto que como escribía Jennifer su nombre, y cuando Julian le dijo que con G Angie le dio una patada en cada espinilla. Pero -y ahora viene lo desconcertante- el lo confesó todo, pidió perdón, dejo de hacerlo y ahora Angie y Julian llevan casados dos años y parecen muy felices. Vale, parecen razonablemente felices. Parecen felices igual que parecen felices la mayor parte de mis amigos casados: las mujeres parecen aliviadas, como gigantescas tortugas marinas que hubieran encontrado una buena playa donde poner los huevos después de conseguir llegar sin que la resaca las arrastrara mar adentro, y los hombres... bueno, los hombres parecen reconciliados con la inevitabilidad de lo que les ha sucedido.
Dos días después de que Henry y yo nos acostáramos por segunda vez, entre en su despacho y cerré la puerta.
—Hola-dije.
—¿Que pasa? — pregunto Henry.
Estaba rebuscando algo en el montón de papeles que tenia sobre el escritorio.
—Quería hablar contigo acerca de nuestra relación -dije.
(Ya, ya, ya lo se. No tengo perdón. De hecho, estoy desesperada buscando alguna disculpa, alguna explicación razonable para la conversación que estoy a punto dc contarles, y la verdad es que no la tengo. Es esa parte de mi misma que jamás comprenderé, la que no consigo en tender, la que me gustaría que alguien sacara del granero en medio de la noche para fusilarla.)
—¿Relación? — pregunto Henry, todavía ocupado con los papeles-. ¿Que relación?
—Ya sabes -dije-. Esta.
Henry alzo la vista.
—¿Que? — insistí.
—Bueno, es que no sabia que tuviéramos una relación -dijo Henry.
—Entonces, ¿cómo lo llamas tú?
—No lo se. No me había parado a pensarlo. No sabia que hubiera que ponerle un nombre.
—Nos hemos acostado cuatro veces -señalé.
Henry frunció el ceño.
—Nos hemos acostado dos veces.
—Nos hemos acostado cuatro veces, solo que en dos ocasiones diferentes -dije.
—No soy ningún experto en el tema, pero si estamos hablando de nuestra relación... -y puso todo el énfasis en la palabra «relación», como si la hubieran inventado exclusivamente para aquella charla-, creo que cuentan como dos.
—¿Que quieres decir?
—Quiero decir que esta conversación me parece un poco prematura.
—Vale. Muy bien. Ya se lo que quería saber -dije.
Me di media vuelta.
—¿Que querías saber? — pregunto Henry.
—Que solo estamos follando. Me parece muy bien. Solo quería saberlo.
—Yo no lo diría así -dijo Henry.
—¿Y como lo dinas?
—A ver, déjame pensar. — Se acomodo en la silla y miro hacia arriba-. Lo estamos pasando bien. Es algo a medio camino entre «solo follando» y «una relación».
—Vale -dije.
Me sentí un poquito mejor.
—Excelente. Bien. ¿Todo claro, entonces?
—Creo que si -dije.
—Bien -respondió el, y volvió a concentrarse en los papeles.
Me di la vuelta para salir. Esto te pasa por acostarte con tu jefe, pensé. Esto es lo que te pasa si dejas que tu nuevo jefe te llame desde una cabina a las once de la noche, suba a tu casa y se acueste contigo dos veces, o bien un total de cuatro veces en dos ocasiones diferentes. Querías diversión. Querías novedades. Querías ser como las chicas de Sexo en Nueva York y Henry ha cumplido con su papel, te ha entregado la mercancía, no es justo que ahora se comporte como un lunático. No se compromete. El tipo no se quiere comprometer.
—El caso es que... no me interesa pasarlo bien -dije.
—No te interesa -dijo Henry.
—No.
—¿Me estas pidiendo que me case contigo?
—¡No!
—¿Me estas pidiendo que te pida que te cases conmigo?
—No.
—¿Quieres que vivamos juntos?
—No.
—Entonces no veo donde esta el problema -‹lijo Henry.
—No hay ningún problema.
Se hizo el silencio durante un largo instante.
—Alison -dijo Henry con tono gentil-, aunque yo haya sido el Numero Tres, eso no significa que tengas que estar enamorada de mi.
—No estoy enamorada de ti -dije.
—Ya lo se. Pero te sentirás mucho mejor si no te olvidas de que no estas enamorada de mi.
¿Es inevitable que una chica como yo acabe pensando que esta enamorada de todos los hombres con los que se acuesta? ¿Es irremediable? A ver, en el fondo la pregunta es: ¿ustedes lo veían venir? Porque yo no. Les prometo que no. Les prometo que pensé que podía tener relaciones sexuales sin mas con Henry, que seria mi tortita grasienta, que podría seguir con mi vida de siempre, tomarlo o dejarlo sin siquiera mirar atrás. ¿Es eso posible para mi? No estoy preguntando si es adecuado, deseable o bueno, simplemente si es posible. No lo se. No se que habría pasado si me hubiera metido en la cama con otro, con alguien que no hablara mi idioma, por ejemplo. ¿Habrían sido relaciones sexuales sin mas, tan sin mas como para evitar las complicaciones?
(Una cosa, no estoy hablando por todas las mujeres. Nunca tendría la osadía de hablar por todas las mujeres, pero menos aun en este tema concreto. Se que hay mujeres que consiguen practicar este tipo de actividades sin enredarse con sentimientos, sin pensar que están enamoradas de un hombre solo porque las ha visto ir al baño desnudas y luego volver a la cama. Se a ciencia cierta que existen mujeres así. Cordelia es una de ellas. Cordelia se ha acostado con dieciocho hombres. Reconozco que no es una cifra asombrosa para una mujer de treinta y cuatro años, pero a mi me deja boquiabierta. ¡Dieciocho hombres! ¡Y eso la ultima vez que los contó! Pero a lo que iba: no se enamora de todos ellos. Solo se enamora de algunos de ellos.)
Si lo de enamorarse es inevitable -quede claro que no lo considero una conclusión definitiva, aun tengo que recopilar mas datos (ni siquiera se cuantos datos hacen falta, pero desde luego mas de tres)-, ¿que significa eso para las partes involucradas? Cuando dije que Henry no se comprometía, ¿era verdad? ¿Que hacia acostándose conmigo, si no era una relación y no era una locura? Tengo que creer que, incluso antes de la conversación del Numero Tres, para Henry tenia que ser muy evidente donde se metía, y me pregunto en que demonios estaba pensando. ¿En que estaba pensando? Hace unos años, mi amigo Eric me contó que el verano en el que cumplió los trece años tenía ocho o nueve orgasmos al día; la mayoría de ellos los obtenía apretándose contra los chorros de agua de la piscina de su vecino. Una pequeña parte de mi no se lo quiso creer, otra pequeña parte de mi pensó «vale, seguro que tenía algún problema», y una gran parte de mi pensó que nunca volvería a ir a nadar con Eric. Se lo comento porque se me quedo grabado -ya verán como a ustedes también se les queda grabado-, pero además porque la respuesta puede ser así de sencilla. Tal vez en eso estaba pensando Henry. O sea, que no estaba pensando. Tal vez, cada vez que intentara buscar lógica y raciocinio en una situación en la que hubiera hombres y sexo, debería recordar a Eric corriéndose en la piscina de su vecino.
Y otra cosa. Esto es acerca de la recopilación de datos. Es posible que, para cuando tenga suficientes datos como para llegar a alguna conclusión sobre la inevitabilidad de que una chica como yo se enamore de todos los hombres con los que se acuesta, ya no sea una chica como yo, con lo que la cuestión carecerá de sentido. La propia experimentación cambiara la naturaleza fundamental de la muestra. Así que tal vez debería limitarme a aceptarlo, a aceptar que acabare enamorada de todos los hombres con los que me acueste. Y ya que estamos, a aceptar que para cuando me haya acostado con tantos como para que ya no sea cierto, me habré convertido en otra persona.
Capitulo 12
Una de las ventajas de escribir una columna de opinión en una ciudad como Filadelfia es que de vez en cuando te llaman para esos actos y ceremonias de los que, en las ciudades mas grandes, se ocupa alguien famoso de verdad. Por lo general se trata de juzgar algo, y por lo general dices que si.
Aquel jueves por la noche era una de estas ocasiones. Me habían llamado para formar parte del jurado de un concurso de tartas rellenas. La cosa iba de comida, había un montón de categorías diferentes, y no se por que a mi me tocaron las tartas rellenas. La cuestión es que me pareció bien. Me gustan las tartas rellenas. La verdad es que todo salió estupendamente, el mismo dic de la conversación de «no estoy enamorada de ti» con Henry salí del despacho para ir a evaluar catorce tartas rellenas diferentes, atendiendo a aspectos como calidad crujiente de la corteza y sabor del relleno. Se trataba de una fiesta con el visto bueno de mi trabajo. Después fuí a casa a cambiarme, y a eso de las ocho volví a Reading Terminal para la fiesta en la que se anunciarían los nombres de los ganadores.
El Mercado Reading Terminal es una de las cosas de Filadelfia que gustan a todo el mundo, y con razón. Es un mercado campesino instalado en el edificio de una vieja terminal de ferrocarriles, lleno de mujeres amish que venden miel en jarritas con cuadraditos de guinga encima de la tapa y hombres sonrientes que te sacan brillo a los zapatos por tres dólares. Hay un puesto en el que solo se venden libros de cocina de segunda mano, en otro solo rosquillas con azúcar por encima y en otro solo lacitos caseros de pan. Y todo esto a un precio razonable, que no es poco merito. Tom y yo acostumbrábamos a ir allí a tomar un desayuno tardío todos los sábados por la mañana. Comprábamos el Philadelphia Inquirer y The New York Times en el quiosco, desayunábamos en el Down-home Dinner y luego, antes de marcharnos, pasábamos por el Salumeria para escoger algún queso interesante. En una relación hacen falta cosas así. Hacen falta cosas que te recuerden que es mejor formar parte de una pareja que estar solo, porque fa mera idea de ir solo todos los sábados a Reading Terminal, leer el periódico solo, comprar el queso solo y luego irte a casa a comértelo solo era insoportable. Aquella noche, mientras me dirigía a la Calle del Mercado, me pregunte si Tom habría llevado a Kate allí el sábado anterior, y en caso contrario cuanto tardaría en llevarla. No era tan ingenua como para pensar que no la llevaría. Las mañanas de los sábados en Reading Terminal eran ideales, y solo porque me hubiera abandonado no había motivo para pensar que no iba a intentar salvar una de las mejores cosas de nuestra relación. Me pregunte que pasaría si un día llegaba allí y encontraba a Tom y a Kate desayunando, pasándose las diferentes secciones de The New York Times por encima de las tazas de café. Me pregunte si tendría el valor dc ir hacia ellos para decirles algo hiriente. Me pregunte si se me ocurriría algo hiriente que decirles, algo que no sonara a preparado. Seguro que no. Cruce las puertas giratorias de Reading Terminal y deje de pensar en Tom. Allí, junto a una maceta enorme en la que crecía una palmera, estaba mi archienemiga, Mary Ellen.
Me doy perfecta cuenta de que, a estas alturas de la historia, no es correcto presentar a un archienemigo. Va contra todos los principios dramáticos. No es que este relato se haya atenido a ningún principio dramático, pero quiero pensar que, al menos hasta ahora, tampoco he tirado por tierra ni pisoteado ninguno. En fin, el caso es que tengo una archienemiga y se llama Mary Ellen. Si no la he mencionado hasta ahora es porque se trata de uno de esos archienemigos de los que una se olvida durante periodos de tiempo prolongados. Para empezar, rara vez la veo. Eso si, leo su columna todas las semanas para ver si me sigue lanzando dardos envenenados. Me he prometido a mi misma no poner su nombre en letra impresa jamás en la vida. Mi manera de enfocar nuestra rivalidad es aparentar que estoy por encima de ella, al menos en publico hago ver que para mi no supone mayor problema que si hubiera pisado algo desagradable por casualidad, por eso daría cualquier cosa por poder saltarme esta parte. Me encantaría, pero es imposible, porque no puedo dejar de relatar lo que sucedió aquella noche.
Me doy cuenta de que, hasta ahora, habrán creído que The Philadelphia Times era el periódico mas marginal de Filadelfia, y ahora van a descubrir que hay otro mas marginal todavía. Es el Hello, Philly!, y se regala, igual que el nuestro, pero el Times se distribuye en cajas metálicas situadas en las esquinas, como toda prensa americana que se precie, mientras que el Hello, Philly! se mete por debajo de las puertas de las casas, igual que los folletos de los supermercados. A nosotros nos parecía una diferencia fundamental. Me doy perfecta cuenta de que todo esto parecen menudencias, y en mi interior se desarrolla una batalla, un bando quiere transmitirles la impresión de que no eran menudencias mientras que el otro preferiría encogerse de hombros y rendirse. Yo me rindo. El caso es que aquí pasaba lo mismo que con todas las menudencias: cuando uno se encuentra en medio de ellas parecen de tamaño normal.
Cuando Mary Ellen empezó a escribir para el periódico que se metía por debajo de las puertas causó de inmediato la sensación que siempre he querido causar yo, sin conseguirlo nunca. Su primera columna hablaba de los desafíos de practicar el sexo oral en lugares públicos, pero no fue eso lo que causo sensación, sino la carta que el periódico publico a la semana siguiente. Era de la madre de Mary Ellen y solo constaba de una frase: «Ahora todo el mundo sabe que mi hija es una chupapollas». Y bum, así sin mas, Mary Ellen obtuvo lo que todo columnista necesita, una personalidad. De repente era un ser humano con una madre que leía su columna todas las semanas y luego enviaba cartas que incluían palabras como «chupapollas». Fue un atajo maravilloso, de veras, y resulto muy útil para compensar el hecho de que Mary Ellen no es gran cosa como columnista. Igual piensan que lo digo por malicia, pero es la verdad. En el fondo, no es mas que una de esas chicas que gustan de escribir acerca de lo bien que se lo montan en la cama.
Y por eso Olivia la detestaba todavía mas que yo. Olivia creía que había monopolizado ese mercado concreto, al menos en Filadelfia. Aquí tengo que pararme un momento para señalar lo que quizá les parezca un matiz nimio. Olivia es una escritora que responde cartas sobre sexo, mientras que Mary Ellen escribe una columna acerca de su vida, lo que pasa es que su vida incluye una cantidad increíble de sexo. Ya se lo dije antes, seguro que todo esto les parecen menudencias, pero sin querer adelantarme a los acontecimientos les diré que es raro ver dos columnas habituales sobre sexo en un solo periódico alternativo, aunque bien sabe Dios que a los que mandan les encantaría poder tenerlas sin parecer demasiado verdes, demasiado alcahuetes. Creo que no quieren parecer demasiado alcahuetes porque eso llamaría la atención sobre el hecho de que eso es lo que son, ni mas ni menos. Tarde mucho tiempo en darme cuenta de que los anuncios del final del periódico para el que trabajaba eran de prostitutas. No se bien que pensaba que vendían esas señoras; solo que creía que estaba prohibido que las prostitutas pusieran anuncios. Sea como sea, este prohibido o no, el caso es que se anuncian. De hecho, el autentico auge de los periódicos alternativos en Estados Unidos se dio entre la liberalización de los números 906 y la entrada arrolladora del porno en Internet.
Uno de los inconvenientes de escribir una columna de humor con fecha de entrega es que, a veces, no sale. Y cuando tu trabajo consiste en escribir una columna y no sale, y acabas garabateando cualquier cosa que empieza por algo y acaba en no se sabe donde, no te molesta ni la décima parte de lo que debería, sobre todo debido al alivio que experimentas al abrir el periódico al día siguiente y ver allí palabras, en lugar del gigantesco espacio vacío que la noche anterior estabas segura de que ibas a encontrar. Lo lograste. Te salió. Y el hecho de que lo que te salió fuera trivial, o autocompasivo, o vergonzante, o estúpido... bueno, piensas, igual no estoy siendo objetiva. Una cosa si que tiene de bueno este tipo de creatividad, la creatividad a punta de pistola, y es que a veces acabas escribiendo cosas que en circunstancias normales no habrías escrito jamás, y de cuando en cuando surge una joya. Lo malo es que la mayor parte de las veces no es así. La mayor parte de las veces lo que surge es cualquier cosa menos una joya. Y creo que mi verdadero problema con Mary Ellen era que leer su columna me lo recordaba, leer su columna me recordaba que la frontera entre un texto refrescante y un texto desvergonzado es peligrosamente estrecha.
Leía la columna de Mary Ellen y pensaba: he aquí una idiota, escribiendo idioteces.
Y además... además es que no es una buena persona. Esa es la otra. No es buena persona ni es simpática. Se que yo me preocupo demasiado por ser buena y simpática. También se que hay otras muchas cualidades que una persona debería desarrollar, que a la gente como yo habría que quitarnos a bofetadas tanta bondad y simpatía, y que seguramente me iría mejor si fuera un poco mas mala y un poco mas antipática, pero aun así... Como me pasa con cualquier mujer a la que no le importe un rábano pinto ser buena o simpática, lo que de verdad me sucedía con Mary Ellen era muy sencillo: me daba miedo. No entendía las normas según las que jugaba, y para mis adentros creía que jugaba sin normas.
—¿Que has juzgado tu? — me pregunto Mary Ellen en cuanto me vio entrar.
—Tartas rellenas -dije-. Para ser exactos, catorce tartas rellenas. ¿Y tu?
—Bizcochos -respondió-. Nos han adjudicado la comida de chicas.
—Matt se comió doce bocadillos de carne con queso.
Mary Ellen se enredo en el dedo un largo mechón de cabello rubio.
—Siento mucho lo de Tom -dijo.
Asentí con la cabeza.
—Kate se siente muy mal por todo esto -siguió.
Tarde un momento en comprender lo que decía.
—¿La conoces?
—Es amiga mía.
—Claro -dije-. Claro. No me extraña.
—Este tipo de cosas no son normales en ella -dijo Mary Ellen-. Le dije hace meses que no estaba bien. Que no estaba nada bien.
Me estaba empezando a dar vueltas la cabeza.
—Dice que Tom solo tiene palabras elogiosas para ti.
—Ya, claro. Disculpa -dije-. Me están esperando.
Me dirigí al lavabo de señoras como si estuviera mareada. Tarde un minuto en juntar todas las piezas del rompecabezas, aunque solo era de tres piezas y encajaban de manera muy evidente. Mary Ellen se había enterado de que Tom se acostaba con Kate Pearce antes que yo. Y en cierto modo lo peor era que quería que yo supiera que ella lo había sabido. Por lo visto no era suficiente con que me humillaran sin que me enterase. Necesitaba llamarme la atención sobre mi humillación. Ya me la imaginaba leyendo mis columnas semana tras semana, las columnas en las que contaba satisfecha como me había ido a vivir con Tom, como había comprado un sofá con Tom, como era mi felicidad perfecta con Tom, y ella sabiendo todo el tiempo que Tom follaba con Kate Pearce a mis espaldas. Sentí ganas de vomitar. De verdad que me habría gustado morirme, Una parte de mi podía soportar el hecho de que Kate lo supiera. Es decir, tenia razones mas que sobradas para detestar a Kate, y el hecho de que ella supiera de su propia aventura con Tom no era una de las principales, ¡pero Mary Ellen...! ¡Mi archienemiga! ¡Una mujer que no me deseaba nada bueno! Me sentía mortificada. De verdad, no podía creerme que Tom me hubiera puesto en semejante situación. Se que parecerá una locura, pero una parte de mi comprendía que Tom hubiera acabado acostándose con Kate Pearce, incluso que siguiera viéndose con ella muchos meses a mis espaldas, pero que lo hiciera sabiendo que Mary Ellen acabaría por enterarse, sabiendo hasta que punto eso me humillaría... parecía casi imposible. ¿Como había sido capaz?
Tom debía de haberme odiado mucho. Me quede allí sentada en la tapa del retrete, con la cara llena de lagrimas, asaltada por aquel pensamiento. Tom debía de haberme odiado mucho. No había otra explicación posible, a mi no se me ocurría ninguna que tuviera lógica. Solo así se comprendía todo lo que había pasado. Al pensar en aquellas palabras, al pensar en aquella frase, sentía una tristeza tal que me impedía respirar. ¿Que le había hecho yo para que me odiara tanto? ¡Y como era posible que no me hubiera dado cuenta? Quiero decir que hasta cierto punto comprendía como podía Tom esconderme la infidelidad, comprendía como las mentiras se amontonaban unas sobre otras como ladrillos... pero ¿como demonios había escondido su odio?
La puerta del baño se abrió y oí unas voces. Entraron dos mujeres a las que no conocía, hablando de un ayudante de chef de Treetops que por lo visto había tratado de influir en los jurados. Hice un esfuerzo por tranquilizarme. No estaba en el lugar ni en el momento oportunos. Tendría que seguir con aquello mas tarde, en un lugar que no fuera una estación de tren restaurada donde se encontraba toda la elite culinaria y periodística de Filadelfia.
Las mujeres salieron. Abrí la puerta del retrete y me dirigí a uno de los lavabos. Me moje la cara con agua fresca, y me la seque cuidadosamente con toallas de papel. ¿Por que mis grandes momentos emocionales tenían que ocurrir siempre en cuartos de baño?, me pregunté. Un buen psicólogo encontraría una explicación para una conducta reiterada de este tipo, aunque no se si me gustaría mucho la concusión a la que llegaría. ¡Seguiría ese hipotético psicólogo llamándolo represión? Supongo que sentir cosas en los cuartos de baño es menos reprimido que no sentir nada. Me mire la cara en el espejo del lavabo y trate de pensar en Henry, de no seguir pensando en Tom. Henry, que había demostrado que era una buena distracción, Henry, del que me había creído enamorada unos sesenta segundos aunque no lo estaba, pero con el que pese a todo seguía queriendo acostarme, a ser posible aquella misma noche, solo que en aquel momento había dos graves inconvenientes para mi plan. El primero era la escenita que le había montado aquel mismo día en su despacho. El segundo era que, en aquel momento, tenia cara de mapache. Abrí el bolso y, con toda calma, empecé a recomponerme el maquillaje.
Cuando salí del cuarto de baño la fiesta estaba en todo su apogeo. Las luces eran tan tenues que pensé que podría pasar por normal.
—Dios santo, Alison -dijo Matt nada mas verme-. ¿Que te ha pasado?
—¿Tanto se nota?
—Casi nada -respondió. Cogió dos copas de vino de la bandeja de una camarera que pasaba por allí, y me tendió una-. Toma, bebe.
—Gracias.
—No seguirás todavía deprimida por lo de Tom, ¿verdad?
Asentí con la cabeza.
—Cuéntamelo.
Nos recostamos contra una gruesa columna en el centro de la estancia y nos dedicamos a observar a los asistentes a la fiesta mientras conversábamos.
—Es como si en esa relación yo hubiera sido dos personas diferentes -le conté-. Parte de mi estaba allí, en medio de todo, y otra parte evaluaba la situación desde lejos.
—Como Napoleón, que observaba el campo de batalla desde la cima de una colina -dijo Matt.
—Exacto -asentí-. E iba a haber un vencedor. Y un perdedor.
—¿Que quieres decir?
—Si nos casábamos era que ganaba yo, y en caso contrario el que ganaba era Tom.
—¿Que ganaba?
—Se llevaba!os mejores anos de mi vida y luego podía volver a empezar con otra.
—Para ser una persona con una autoestima tan alta, tienes la autoestima bajísima.
Me encogí de hombros.
—Luego me di cuenta de que un hombre siempre puede volver a empezar con otra. Hasta cuando tiene ochenta años. Así que la verdad es que la única manera de que yo ganara era que el se muriera. Que estuviera conmigo mucho tiempo y luego se muriera. Entonces ganaba yo.
—Cásate conmigo -dijo Matt.
—Soy consciente de que estoy loca -dije-. Algo es algo, ¿no?
—Lo digo en serio. Cásate conmigo. Aunque puede que quiera permiso para seguir saliendo con chicas como ella.
—¿Como quien? — pregunte.
Matt hizo un gesto en dirección a una mujer que llevaba un top de flecos. Ella lo miro de arriba abajo y luego le dio la espalda con gesto gélido. Era una de esas espaldas impecables, delgadas pero carnosas.
—Es como esas estatuas que hay a la entrada de los templos japoneses -me dijo Matt-. Tiene la mano derecha alzada, como para detenerme. Pero la mano izquierda esta abajo y me llama con timidez.
—¿Eso ha hecho?
—Si. Pero esta noche no tengo tiempo -dijo Matt-. Esta noche voy a coger la fruta madura.
Olivia se acerco a nosotros. Llevaba en la mano una bandejita de plástico llena de canapés. Arquee una ceja y mire a Matt.
—No tan madura -se apresuro a decir.
—¿Que? — pregunto Olivia.
—Nada -dije yo.
—No quisiera alarmarte -me dijo Olivia.
Señaló en dirección a una de las tarimas que habían instalado al fondo. Sid Hirsch y Mary Ellen estaban juntos al lado de una mesa, inmersos en una conversación.
—¿Cual de nosotras debería preocuparse? — pregunte a Olivia.
—Eso me gustaría a mi saber.
Hasta mucho mas tarde no vi por fin a Henry. Estaba de pie junto a una barra provisional que habían instalado a lo largo de la pescadería, y hablaba con una mujer que cada vez que se reía echaba la cabeza hacia atrás. Tenia un cuello increíblemente largo, yo no podía dejar de mirárselo. De hecho, eso era lo que estaba haciendo cuando Henry me diviso. Le miraba el cuello a la mujer. Vi como le tocaba el brazo y luego se dirigía hacia donde estaba yo.
—Hola -dije.
—Que hay -dijo Henry.
—Tu pareja tiene un cuello larguísimo -dije.
—¿Eh? — Se volvió un instante para mirar a la mujer-. No es mi pareja.
—Pues, si te gusta, intenta no mirárselo -dije-, porque cuando se lo miras no puedes parar. Es hipnótico.
Henry la miro y, como si le hubieran dado el pie, ella hizo lo del cuello.
—Fascinante -dijo.
—Esa es la palabra exacta.
—Alison -dijo Henry.
Esbozó una sonrisa a medias y no dijo nada.
—¿Que pasa? — pregunte.
Respiro hondo.
—No puedo contigo.
Me lo quede mirando.
—Lo he estado pensando y he llegado a la conclusión de que no puedo -dijo Henry.
—Oh.
—Me gustaría si no hubiera cosas raras.
Le gustaría si no hubiera cosas raras.
—No hay problema -respondí.
Sonreí, como intentando demostrarle que podía no ser rara.
—Bien.
Me puso una mano en el hombro derecho. Me lo apretó. Y luego volvió junto a la barra, con su copa y la chica del cuello.
Aquella noche me fui a casa y escribí una columna acerca del Valor de Mercado del Amor. Hacia años que quería escribir aquella columna en concreto pero me había contenido, y por dos motivos. El primero era que la idea no era mía. La había copiado para añadirla a mi repertorio, la había modificado un poco, y había sido hacia tanto tiempo que no recordaba de donde la había copiado ni hasta que punto la había cambiado, cosa que se hace en la vida cotidiana con toda tranquilidad pero que cuando he de hacer por escrito y para publicarlo me pone nerviosa. El segundo es que es un poco ofensivo. Cuando entregue la columna a la mañana siguiente Olivia se lanzo hacia mi escritorio en picado.
—¿Que estas diciendo? ¿Que a los hombres les gustaría mas si fuera mas delgada y mas guapa?
El asunto era un poco mas complejo... pero en resumen, si. Eso era lo que estaba diciendo. El Valor de Mercado del Amor es precisamente eso: el valor de una persona en el mercado del amor. Es lo que te hace pensar que dos personas encajarían, que deberían emparejarse, que una no va a largarse en busca de otro compañero mejor porque ambos son mas o menos iguales, es decir, tienen aproximadamente el mismo VMA. Y, siendo objetiva, la chica del cuello tenia un VMA mayor que el mío, porque era bonita. Ya he aceptado el hecho de que mi belleza es un gusto adquirido, que no soy para todos los paladares, y por lo general lo llevo bien (me basta con ser para el paladar de algunos), pero eso hace que baje mi Valor de Mercado del Amor y hay veces que eso me cabrea un montón.
Me resulto fácil escribir aquella columna. Me limite a redactar unos cuantos párrafos con las diversas cosas que habían desquiciado a mis amigos a lo largo de los años. Por si aun no se han dado cuenta, lo desquiciante es que el Valor de Mercado del Amor se basa en cosas diferentes para los hombres y para las mujeres. A las mujeres se las tasa en función de la juventud y de la belleza, y a los hombres en función de la riqueza y el poder. Resulta insultante para ambos sexos, pero como les dirá a! momento cualquier mujer no es igual de insultante para ambos sexos. Y no se puede decir que lluevan protestas por parte de los hombres jóvenes y guapos.
En fin, el caso es que, como les he dicho, se trata de una de mis teorías predilectas y me sentí bien al plasmarla por fin sobre el papel, aun que mas tarde, mientras releía el texto una ultima vez ya en la cama, me di cuenta de una cosa muy rara. De repente vi con claridad ultraterrena que creía a pies juntillas todo lo que había escrito. Lo creía en lo mas hondo de mi ser, tan hondo como se supone que una cree en el amor. Me gustaría ser de esa gente que vive el momento, que no planifica ni prevé ni trama ni controla, pero no se si mi cerebro lo soportaría. ¿En que demonios iba a pensar todo el día? Mi cerebro juega con las relaciones. A eso se dedica. Veo a una pareja feliz, y de inmediato quiero saberlo todo. ¿Cómo se conocieron? ¿Quien quiere mas a quien? ¿Quien tiene el poder?
Porque, en definitiva, de eso es de lo que estoy hablando. Del poder. ¿Quien tiene el poder? Eso es lo que siempre me ha encantado del concepto de Valor de Mercado del Amor, que es un intento de cuantificar aquello que mas fascinante me parece. Me gusta su lógica casi matemática, el hecho evidente de que en ciertas relaciones, tras un tiempo, el desequilibrio de poder es tan exagerado que aparece la necesidad de reequilibrar la balanza. Pero lo cierto es que el poder es mucho mas elusivo. Yo les voy a decir lo que es el poder.
La persona que ama menos tiene el poder. La persona que esta mas deseosa de abandonar la relación tiene el poder. Y les voy a decir una cosa mas. La infidelidad es el poder. Haya pasado lo que haya pasado en una relación, el miembro de la pareja que va follando por ahí acapara todo el poder.
Y yo, que todo el tiempo había pensado que mi problema era que Tom me había abandonado, empezaba a pensar que el problema era mas de base. Que tal vez el amor no debería ser cuestión de poder. Quizá. todos mis problemas se basaban en que había confundido poder y amor.
Capitulo 13
—Cuanto mas viejo me hago, más lejos del urinario empiezo a bajarme la bragueta -me comentó Sid Hirsch cuando entro en su despacho.
Era viernes por la tarde y yo estaba ya en el despacho de Sid, esperándolo, porque me había hecho llamar. Sid llamaba a la gente a su despacho y luego se esfumaba, porque le gustaba hacer apariciones espectaculares. Se dirigió hacia su escritorio y se sentó encima con las piernas cruzadas al estilo indio.
—Es yoga -explico. Inhalo una bocanada de aire profunda, purificadora, y me miró a los ojos-. Tenemos un problema -dijo.
Mierda, pensé. Sid se ha enterado de lo mío con Henry. ¿Cómo se puede haber enterado de lo mío con Henry? Sopese la posibilidad de que suscribiera la teoría de Olivia, esa según la cual si piensas que dos personas se acuestan es que se acuestan (y el corolario de que si te parece que una persona es gay, es que lo es).
—¿Cual? — pregunte.
—Me he enterado de lo tuyo con tu novio -dijo Sid.
—Vaya.
—Y de verdad que lo siento.
—No pasa nada -dije-. Lo superare.
—Claro que lo superaras.
—¿Cual es el problema?
Sid se presiono las sienes con los dedos y se puso los dedos bajo la barbilla para formar una pirámide de poder.
—Tu columna trataba de una buena chica que trataba de engatusar a un pobre idiota para que se casara con ella. Había un hilo de continuidad. Todos estábamos esperando a que le pusiera el anillo en el dedo. Ahora ha resultado que el tipo es un cabrón de mierda. Vale. Escribe esa ultima columna. Pon punto final a la historia.
Me lo quede mirando.
—Vas a darle mi columna a Mary Ellen -dije.
—Para empezar, no es tu columna. Es mi periódico, así que es mi columna -dijo Sid-. Y para seguir, si, se la voy a dar.
A ver, si, ya había pensado que podría hacer cuando dejara de trabajar en el periódico. De hecho había pasado muchos ratos Iibres fantaseando acerca de eso. Había varias versiones de la fantasía, todas las cuales giraban en torno a como me ofrecían un montón de dinero por algo que había escrito. A veces se trataba de un libro. A veces se trataba del guión para una película. A veces se trataba de un libro que escribía, luego interesaba a la gente del cine, y me suplicaban que escribiera el guión, Lo malo era que no estaba escribiendo nada, pero por raro que parezca eso no interfería en mi fantasía. Algún día lo escribiría, y entonces allí estaría la fantasía, esperándome. Pero esta situación en concreto no me la había planteado nunca. Nunca se me había pasado por la cabeza que me pudieran despedir.
—No me lo puedo creer -dije.
—No te lo tomes como algo personal -dijo el.
—Me estas despidiendo, Sid. No puedo evitar que me parezca personal.
—No es por ti. Es que hay una tendencia.
—¿Que tendencia, si no te importa concretar?
Sid se bajo del escritorio y empezó a pasear a su alrededor.
—Pues eso -dijo-. Chicas calentorras en los bares que hablan sobre consoladores. Desvergonzadas en lo que a su sexualidad respecta. Son mujeres con un par.
—Yo soy una mujer -dije.
—Tu columna había de una buena chica. La gente te quiere, pero no desea follar contigo. Metafóricamente hablando, claro. Seguro que hay montones de tíos que desean follar contigo -dijo Sid-. Yo follaria contigo.
—Que te follen, Sid.
Alzo la mano derecha como si estuviera encajando el golpe de buena gana.
—Esta chica tiene veintisiete años -dijo-. Es bi algo. Creo que sus padres han muerto.
—Los padres de Mary Ellen no han muerto -replique-. Su madre es la que manda las cartas.
—El caso es que escribe como si sus padres hubieran muerto -dijo Sid-. Si fuera mi hija, yo me suicidaría.
—¿ Y si yo empezara a salir con otros tíos? — dije. Sopese la posibilidad de contarle!o que había pasado con Henry... no porque se tratara de Henry, sino porque me había acostado con un tío cuatro veces en dos ocasiones diferentes y estaba deseando escribir sobre el tema-. Podría ser mas explicita.
—Ya se me había ocurrido -dijo-. No saldría bien. No se puede convertir a Mary Tyler Moore en una puta y que los lectores se lo crean.
No dije nada.
—No te preocupes porque sea patético -siguió-. Hoy en día, no hay nada a lo que la gente se pueda enganchar.
—Si que hay algo a lo que se pueden enganchar -replique-. Yo. La gente se puede enganchar a mi.
—Lo siento, Alison. Pero tienes todo tu futuro por delante.
—Todo el mundo tiene el futuro por delante, Sid. Por eso lo llaman futuro.
Me levante para marcharme.
—Te voy a dar un consejo -dijo Sid.
—Cual.
Se pellizcó un mechón de vello que le salía por el cuello en forma de V de la camiseta.
—Trasládate a Pittsburgh.
¿A Pittsburgh?
—Allí hay un semanario muy agradable. Mas bien pequeño. Tendrás que completar los ingresos haciendo de camarera. Si quieres telefoneare al editor para recomendarte. Se llama Ed -dijo Sid. Puso cara de desconcierto-. O Ted. Tengo que buscarlo.
—Que te den por culo, Sid -dije.
Y me marche.
Recorrí el pasillo en un estado de pánico creciente. Escribir una columna para un periódico alternativo no es gran cosa, pero era todo lo que tenía. Y lo acababa de perder. No me cabía una gota mas de humillación en todo el cuerpo. Al llegar a la altura del despacho de Henry mire la puerta, que estaba cerrada. Por supuesto, no se me escapaba la ironía fa de la situación, me había embarcado en una aventura clandestina con uno de mis jefes y el otro me despedía porque nadie quería follar conmigo. (¿Eso es ironía? Con la ironía siempre me confundo. Y aunque sea ironía, seguro que se vuelve mucho menos irónico cuando se añade el hecho de que seguramente Henry ya no quería seguir follando conmigo. En realidad, eso ya no es ironía, es solo deprimente.)
Estaba también el problema del dinero. No me gusta tocar este asunto en concrete porque da una imagen patética de mi, pero lo cierto es que mi plan de ganar un montón de pasta por algo que iba a escribir había tenido repercusiones nada positivas, por ejemplo que había conseguido acumular una montaña de deudas con la tarjeta de crédito y ya no tenia manera humana de pagarlas. No tenia manera humana de pagarlas cuando contaba con un empleo remunerado, y después de perderlo no tenia ni con que afrontar los gastos mínimos. ¿Por que dejan tarjetas de crédito en manos de personas como yo? ¿Por que, por que, por que? En el momento de amasar mi deuda, mi lógica, aunque puede que lógica no sea la palabra mas adecuada, era que yo era como esos cineastas renegados que hacen películas enteras sin mas financiación que sus tarjetas de crédito. Solo que yo me había saltado la parte de hacer la película. Había ido a Marruecos. Había comprado zapatos.
Al llegar al despacho abrí la puerta. Matt estaba sentado tras mi escritorio y leía mi columna.
—Camilla Parker-Bowles -dijo sin alzar la vista.
—¿Que?
—Si tu teoría del Valor de Mercado del Amor es correcta, ¿como explicas lo del príncipe Carlos con Camilla Parker-Bowles?
—La verdad es que no lo se, Matt.
Se levanto y se dirigió hacia mi. Me escudriñó con gesto serio.
—¿Que te ha pasado?
—Sid me acaba de despedir -dije.
—Imposible.
Asentí con la cabeza.
—No es posible.
—Mucho me temo que si.
—Dios mío. Esto es una locura -dijo Matt-. Si te puede despedir a ti, a mi puede... no se, ejecutarme sumariamente en el pasillo. ¿Te ha dicho por que?
Repase la conversación con Sid.
—Por lo visto no escribo suficiente sobre consoladores.
—Cosa cierta. Completamente cierta -dijo Matt-. Aunque no sabia que por una infracción como esa te podían despedir.
—Ni yo.
—Lo puedes demandar.
—Nadie me creería -dije-. Casi no me lo creo ni yo, que estaba presente...
—Vámonos de aquí.
Bajamos por las escaleras y salimos a la calle. Tras una breve consulta nos dirigimos a casa de Matt. Le conté todo lo que había pasado en el despacho de Sid, mientras el intercalaba las exclamaciones pertinentes. Empecé el relato bastante trastornada, y luego me puse furiosa hasta niveles increíbles, pero para cuando llegamos a casa de Matt me sentía casi normal otra vez. Es el efecto que surte Matt sobre mi, nunca he sabido por que.
—Te voy a preparar algo de comer -dijo cuando entramos.
—No sabia que cocinabas.
—Pues claro que cocino. Solo se preparar un plato, pero lo hago mejor que nadie.
—¿Que plato?
—Huevos a la florentina.
—Nunca he probado los huevos a la florentina.
—¿Sabes que ingredientes llevan?
—Ni idea.
—Mejor.
Matt despejó un espacio en la barra de la cocina para que me acomodara, me senté en uno de sus taburetes altos y empecé a picotear de los pistachos que tenia en un cuenco. El abrió una botella de vino tinto y sirvió dos copas generosas. Me tendió una y luego alzo la suya para brindar.
—¿Te cuento mi ultima teoría? — pregunte.
—Claro.
—Creo que brindar es la nueva forma de rezar -dije-. Es la manera aceptada por la sociedad de ceder al impulso de la plegaria comunitaria. Por eso ya nadie dice «chin-chin».
—En ese caso -brindo Matt-, santos-Jesús-Maria-y-José-ayúdanos-Dios-del -Cielo-ayúdanos.
Chocamos las copas y bebimos.
Matt empezó a picar un manojo de albahaca.
—¿Sabes una cosa? — dijo-, al final resultara que esto es lo mejor que te podía pasar.
—No digas eso -suplique.
—¿Por que?
—Porque es lo que dice todo el mundo cuando te pasa algo espantoso, y además no tiene la menor base real -respondí-. Pasan montones de cosas malas que son solo eso, malas, y la gente nunca se repone, su vida nunca vuelve a ser como era; por el momento es imposible saber si esta es de esa clase de cosas o de la otra clase de cosas.
—¿La otra clase de cosas?
—Las cosas malas que al final son cosas buenas.
—Creo que te repondrás de esto -dijo Matt.
—Te lo agradezco.
—Y creo que también te repondrás de lo de Tom.
—Puede que me reponga y puede que no -dije. Bebí un largo sorbo de vino-. Tu no lo puedes entender, porque no tienes que preocuparte de estar haciéndote demasiado mayor para tener hijos.
Matt dejo de picar albahaca y alzo h vista.
—Oye, me gustaría tener hijos antes de ser demasiado viejo como para abusar de ellos.
Me eche a reír. No lo pude evitar.
—Mira, eso es una buena serial. Tu vida se esta derrumbando y todavía eres capaz de reír de chistes sobre abusos. No todo esta perdido.
—Se ha perdido mucho.
—Pero no todo.
Subí al piso de arriba para ir al baño. Matt vive en una de esas casas adosadas que se construyeron a mediados del siglo xix, cuando por lo visto los habitantes de Filadelfia eran diminutos. La cocina esta en el sótano, el dormitorio arriba del todo, y entre ambas habitaciones hay una sala de estar. A mi me recuerda a una casa de muñecas necesitada de una buena dosis de restauración.
Cuando volví a bajar nos sentamos a la mesa a comer. No encontré ninguna diferenta entre los huevos a la florentina de Matt y una tortilla de tomate y albahaca.
—¿Te importa si me emborracho esta noche? — pregunte.
—¿Por que me iba a importar?
—Cuando me voy a emborrachar, prefiero avisar antes a quien quiera que este conmigo. No quiero que nadie piense que es un accidente.
—De manera que prescindes de la conciencia de manera consciente.
—Si -dije-. Supongo que se podría calificar de comportamiento alcohólico, pero no estoy segura.
—Salí con una mujer que estaba en Alcohólicos Anónimos y según ella todo lo que yo hacia era comportamiento alcohólico.
—¿Por ejemplo?
—Cualquier cosa -respondió Matt-. Como emborracharme todos los días.
Sonreí.
—No confiar en la vida. No dejaba de decirme que tenía que confiar en la vida. En mi vida. Y si algo me ha demostrado mi vida es que la vida no es digna de confianza.
—¿Que le pasa a tu vida?
Matt se arrellano en la silla y cerro los ojos un instante.
—Bueno -dijo-, el pasado fin de semana tuve que ir al funeral de mi tía Mitzie.
—Lo siento mucho.
—No pasa nada -dijo Matt-. A ella si, claro. Esta muerta. Pero yo estoy bien.
—Estupendo.
—El caso es que mi tío, que tiene setenta y seis años y no goza de la mejor salud del mundo, se ha quedado solo. Mi tía era la que lo cuidaba, pero un buen dic, puff, va y se muere mientras duerme. Bueno, el caso es que estamos en la sinagoga y mi tío esta sentado en la primera fila en su silla de ruedas, y se pasa la ceremonia entera gimiendo «Me quiero morir. Por favor, que alguien me ayude a morir, ya no quiero vivir mas, quiero morir». Ni te puedes imaginar lo deprimente que resultaba. O sea, no tiene hijos, esta muy enfermo, y la que ha sido su esposa durante cincuenta años va y se cae muerta en mitad de la noche. Estaba en la cama, Ali que no se cayo muerta en el sentido literal, puesto que estaba acostada...
—Al grano.
—Al grano. Nos vamos todos en los coches al cementerio. El ataúd esta allí, a punto para que lo metan bajo tierra, y la gente dice lo que se dice en estos casos, solo que casi no se oye nada porque sopla un viento espantoso y mi tío no para de gemir, «Solo quiero morir, por favor, que alguien, quien sea, me ayude a morir. Ya no puedo seguir así. Libradme de tanto sufrimiento». Y al momento siguiente se vuelve hacia el que le empujaba la silla de ruedas y dice «Tengo frío, llévame a sentarme al coche». — Matt bebió un buen sorbo de vino-. Eso resume a la perfección mi situación psicológica. Quiero morir, pero también tengo frío y quiero ir a sentarme al coche.
—Buena historia.
—Lo se. Estoy pensando utilizarla cuando tenga una cita -dijo Matt-. ¿Como quedo?
—Gracioso. Perceptivo -dije-. Un poco desequilibrado.
Me levante para buscar un vaso de agua. Me quede de pie ante el fregadero mientras lo llenaba. Mire por encima del hombro a Matt, que se había quedado sentado a la mesa. Tenia una expresión rara en el rostro.
—¿Que pasa? — pregunte.
—Se te esta poniendo un culo muy bonito -dijo.
—No digas eso.
—¿Por que? Es un piropo.
—No me gusta que alguien a quien conozco me monitorice el culo -dije-. Ni para bien ni para mal.
—De acuerdo. Cancelare mi programa de monitorización del culo de Alison -dijo.
Volví a sentarme a la mesa.
—¿Por que no le monitorizas el culo a Olivia?
—Ya lo hago.
Mas tarde subimos al piso de arriba y nos sen tamos en el sofá. Matt había abierto otra botella de vino y ya habíamos dado buena cuenta de ella. Me arrope las piernas con una manta.
—No hay nada peor que un funeral judío -dijo Matt-, porque no tenemos otra vida.
—Algo tendréis -señalé.
—Cuando era niño le pregunte a mi padre si cuando muriera iría al cielo. Me dijo que no, que los judíos no creemos en el cielo. Y yo voy y le pregunto, bueno, entonces ¿en que creemos? Y me dice que en nada.
—¿Eso te dijo? ¿De verdad? ¿En nada?
—En nada -suspiro Matt-. Yo tenia nueve años. Lo que significa que la crisis existencial provocada por aquel «nada» ya tiene mas de un cuarto de siglo. La mayor parte del tiempo se le quita importancia, pero te puedes imaginar que durante un funeral sale el tema.
—¿Que dice la gente?
Hizo girar el vino en la copa.
—Por lo visto la tía Mitzie va a vivir en mi recuerdo. Por desgracia para ella, porque invierto muy poco tiempo en recordar a los muertos -dijo Matt-. Tu eres católica, ¿no?
—No, protestante.
—Es lo mismo -dijo-. Al menos vosotros tenéis cielo. Al menos tenéis ángeles con arpas diminutas y eso de «ve hacia la luz blanca».
La verdad es que me parece que no creemos en lo de la luz blanca, pero no quería ser picajosa, así que no dije nada.
—Aunque no sea cierto, a veces resultaría agradable creer que lo es -dijo Matt.
Nos quedamos en silencio un instante. La cabeza me empezaba a dar vueltas de tanto vino.
—En fin -dijo Matt. Se había puesto muy serio-. ¿Quieres follar?
Solté una carcajada breve, sorprendida.