LA SEMILLA PRAGMÁTICA (Howard Fast)
Publicado en
enero 11, 2020
La semilla fue llevada por el espacio hace cuatro, cinco, seis billones de años. Entonces la semilla no era más que una semilla, no tenía conocimiento de sí. Era impulsada por los vientos electrónicos y magnéticos del universo, y para ella no existían ni el tiempo ni el espacio Todo era azar, y la semilla no tenía idea de qué quería ni cuál era su último destino. Se movía a través de un espacio estrellado, increíble, pero también por un espacio vacío, porque entonces las estrellas y las galaxias eran sólo pequeños focos de iluminación en el infinito.
El profesor y el sacerdote eran viejos y buenos amigos, y por eso sus charlas eran tranquilas y sin muchas discusiones. Uno enseñaba física y el otro religión. Los dos tenían cincuenta y tantos años, habían dejado atrás la mayoría de las pasiones, y encontraban deleite en las cosas simples. Ese día de otoño se reunieron después de la cena y empezaron a pasear por el parque de la universidad. Era una tarde hermosa y fresca de octubre. Habían comido temprano, y quedaba una hora de luz. Los grandes arces y los robles se lucían en maravillosos tonos herrumbre y ámbar. Era una tarde apropiada para que se renovara la fe en Dios, como hizo notar el sacerdote.
—Yo siempre había pensado —dijo el profesor— que la fe era algo absoluto.
—No lo es.
—¿Cómo puede ser de otra manera? Claro —agregó el profesor—, que hablo como hombre de poca fe.
—Lo que es una lástima.
—Pero con algunos conocimientos.
—De lo que me alegro.
—Gracias. Pero, ¿no estamos los dos en la misma situación? Si su fe necesita ser renovada periódicamente, y puede ser influenciada por hechos tan comunes como la acción de ciertas sustancias químicas en las hojas de los árboles deciduos, es tan relativa como mi pequeño caudal de conocimiento.
El sacerdote permaneció ensimismado en sus pensamientos durante un minuto, y luego reconoció que el profesor había esgrimido un argumento interesante.
—Sin embargo —dijo—, lo que necesita renovación no es mi fe, sino yo. Mi fe es absoluta, como Dios.
—Pero es imposible conocer a Dios, si es que uno cree en Él. ¿Es su fe imposible de conocer también?
—Quizá... en cierta forma.
—Entonces agradezco a Dios que la ciencia no dependa de la fe. Si así fuera, estaríamos todavía viviendo en épocas primitivas.
—Lo cual no sería lo peor del mundo —dijo el sacerdote.
En la infinidad del espacio, sin embargo, las leyes del tiempo y el azar dejan de existir, y en un millón o un billón de años (dos cifras que carecen de sentido), los vientos del espacio llevaron la semilla hacia otra galaxia, un gran molinete de incontables estrellas brillantes. En cierto lugar del espacio, la galaxia ejerció su atracción de gravedad sobre la semilla, y ésta se precipitó a través del espacio hacia el borde exterior de la galaxia. Por último se acerco a una de las aspas alargadas del molinete y quedó atrapada en el campo de gravitación de una de las incontables estrellas que componían la galaxia.
Obedeciendo ciegamente a las leyes del universo, la semilla dio vueltas formando un gran círculo alrededor de la estrella, igual que otros trozos de pecio que se habían incorporado al campo de la estrella. Pero si bien todos obedecían las leyes del azar, la semilla era distinta. La semilla estaba viva.
—Puede no ser lo peor del mundo —reconoció el profesor—, pero como recién me recupero de una infección que muy bien podía haber acabado conmigo de no ser por la penicilina, me quedo con la ciencia.
—Es comprensible.
—Y desconfío de una fe que se renueva con la belleza del crepúsculo—. Señaló el magnífico despliegue de colores en el oeste.
—Sin embargo —dijo el sacerdote suavemente—, la fe es más constante y segura que la ciencia. ¿Reconoce eso?
—De ninguna manera.
—Pero la ciencia es pragmática y empírica a la vez.
—Naturalmente. Experimentamos, observamos, anotamos los resultados. ¿Qué otra cosa podría ser la ciencia si no pragmática y empírica? Lo que tiene de malo la fe es que no es ni pragmática ni empírica.
—Eso no es exacto —dijo el sacerdote—. Por el contrario, ése es el fundamento de la fe.
—De nuevo me perdí —dijo el profesor.
—Entonces se pierde con facilidad. Permítame darle un ejemplo que puede entender su mente científica. ¿Ha leído a San Agustín?
—Sí.
—Si le digo que esencialmente mi fe no se diferencia fundamentalmente de la de San Agustín, ¿lo aceptaría?
—Si, creo que sí.
—Habrá leído también, estoy seguro, el Almagesto de Claudio Ptolomeo, que establecía a la tierra como centro del universo.
—Eso no es ciencia —dijo despreciativamente el profesor.
—Por el contrario, fue ciencia, y muy buena hasta que Copérnico la desbarató. Como ve, mi querido amigo, el conocimiento empírico es siempre seguro y absoluto hasta que surge otro nuevo conocimiento y demuestra que está equivocado. Cuando el hombre postuló, hace miles de años, que la tierra era plana, tenía la evidencia de sus propios ojos en qué basarse. Su conocimiento era seguro y demostrable, hasta que surgieron nuevos conocimientos que eran a su vez seguros y demostrables.
—Eran más seguros y demostrables. Hasta su clara mente jesuita debe aceptar eso.
—Soy paulista, aunque no importa, pero acepto su corrección. Más demostrable y más seguro. Y enormemente diferente de la teoría anterior. Sin embargo, la fe de San Agustín todavía me sirve.
La vida de la semilla y la estructura de esa vida tenían una relación especial con la luz y la energía que salían de la estrella. Absorbían la radiación y la convertían en alimento, y con el alimento crecían. Durante miles y miles de años la semilla giró alrededor de la estrella y se alimentó de la fuente interminable de radiación, y durante miles y miles de años siguió creciendo. La semilla se convirtió en fruta, planta, ser, animal, ente, o quizá simplemente una fruta, ya que todos estos términos describen cosas completamente distintas de la cosa en que llegó a convertirse la semilla.
El profesor suspiró y meneó la cabeza.
—Si me dice que la creencia en los ángeles sigue siendo la misma, me hace acordar del hombre que cultivaba acónito para que no se acercaran los vampiros a su casa. Tuvo un éxito increíble.
—Ese es un golpe bastante bajo, para provenir de un hombre de ciencia.
—Mi querido amigo, usted puede mantener la fe de San Agustín porque no requiere experimento, ni observación, ni catálogo de resultados.
—Yo pienso que sí —dijo el cura, casi disculpándose.
—¿Experimentos como el de hoy, caminar en el crepúsculo y sentir que se renueva la fe?
—Quizá. Pero dígame, la medicina, es decir la práctica de la medicina, ¿es empírica?
—Ahora mucho menos que antes.
—¿Y hace cien años? ¿Era empírica la medicina entonces?
—Claro, cuando usted habla de la medicina —dijo el profesor—, y dice que es empírica, es como si dijera que es pura charlatanería. Eso se debe a que en el caso de la medicina, se trata de vidas humanas.
—Lógicamente, y cuando ustedes experimentan con bombas atómicas y con plasma y cosas por el estilo, no se trata de vidas humanas.
—Estamos a mano. Touché.
—Pero hace cien años, el médico estaba tan seguro de su profesión y de sus curas como el de hoy. ¿Quién era ese hombre que le sacó el intestino grueso a medio centenar de pacientes porque estaba convencido de que era la causa del envejecimiento?
—Claro, la ciencia progresa.
—Sí quiere llamarlo progreso —dijo el sacerdote—. Pero ustedes los científicos construyen castillos de conocimientos con arena muy húmeda. Sigo pensando que mi fe descansa sobre una base más sólida.
—¿Qué base?
La forma que tomó la cosa que antes había sido una semilla fue la de una esfera, una esfera enorme de veinticinco mil millas de circunferencia, medida con la vara humana, pero una medida muy insignificante dentro del universo. Era la tercera masa de materia, contando a partir de la estrella, y su forma no era distinta a la de las otras. Vivió, creció, tomó conciencia de sí, no como conocemos nosotros la toma de conciencia, pero de cualquier manera no se puede negar que tomó conciencia de sí. En el curso de los eones de su existencia aparecieron pequeñas culturas en su superficie, igual que hay pequeños organismos que prosperan en la piel del hombre. Un aura de oxígeno y nitrógeno la rodeó y protegió su piel de los pinchazos de los meteoros, pero la cosa era diferente, no se daba cuenta de las culturas que aparecían y desaparecían de su piel. Durante una eternidad navegó por el espacio, rodeando al astro que la alimentaba y le daba vida.
—La sabiduría y el amor de Dios —replicó el cura—. Una base muy sólida. Por lo menos no está sujeta a alteraciones cada década—. Ustedes estaban muy contentos con su física de Newton, seguros de haber desentrañado todos los secretos del universo, y después vinieron Einstein y Fermi y Jeans y los demás, y todas las certezas se desmoronaron.
—Todas no.
—¿Qué queda, si la luz puede ser tanto una partícula como una ola, sí el universo puede tener límites o ser ilimitado, si la materia tiene su contraparte, la antimateria?
—Por lo menos aprendemos, trabajamos con realidades.
—¿Realidades? ¡Vamos!
—Oh, sí. La realidad cambia, se amplía nuestra visión, seguimos adelante.
—¿Con la esperanza de que por lo menos su visión pueda compararse a la fe? — Preguntó el cura, sonriendo.
Los miles de años se convirtieron en millones y éstos en billones, y la cosa que antes había sido una semilla seguía girando alrededor del sol. Pero ahora estaba madura, plena. Sabía que se le terminaba su tiempo, pero no se oponía ni protestaba contra el cielo eterno de la vida. Vagamente sabía que la semilla original se había desprendido de la fruta madura, y sabía que lo que había ocurrido debía volver a ocurrir en el ciclo interminable de la eternidad, que su propósito era propagarse: con qué fin, no lo sabía ni le interesaba. Su plenitud aceptaba los hechos.
El día llegaba a su fin. El sol, que ya estaba bajo en el horizonte, se había refugiado detrás de un encaje de nubes rojas, púrpuras y anaranjadas, y contra este fondo las hojas doradas de los árboles formaban un todo que ridiculizaba el arte de los mejores orfebres. Una fresca brisa nocturna coronaba un día perfecto.
—Qué día perfecto —dijo el cura. No se discutió más.
—Qué cosa extraña.
Habían llegado al final del parque, donde terminaba el césped y empezaban los campos.
—Qué cosa extraña —dijo el profesor, señalando el campo de maíz.
—¿Qué es extraño?
—Esa grieta. Ayer no estaba allí.
El sacerdote siguió con la mirada lo que señalaba con el dedo extendido el profesor y vio la grieta la que se refería, como de un metro de ancho, atravesando el campo.
—Muy extraño —acordó.
—Evidentemente es una falla. No sabía que había una aquí.
—Se está ensanchando, sabe —dijo el cura.
Y siguió ensanchándose cada vez más y más y más y más.
Fin
Título original: The Pragmatic Seed (1973)