Publicado en
enero 07, 2020
John Cammarata arriesgó su vida para salvar a cinco familias que viven en su cuadra.
HACIA LAS LLAMAS
Por Lynn Rosellini
ERAN LAS 4:00 de una gélida mañana de diciembre de 2004 cuando John Cammarata oyó los gritos. Ya una vez había sido despertado en su casa de Staten Island, Nueva York, por su hijo John, de nueve años, asustado por una pesadilla. Ahora, Cammarata se levantó por segunda ocasión y se abalanzó hacia la ventana. Asomándose al exterior, vio un vivo resplandor rojo al otro lado de la calle. ¡Dios mío, esa casa se está incendiando!, pensó. Marcó el teléfono de emergencias y luego corrió escaleras abajo, cubierto sólo por sus calzoncillos. "¡Ponte los pantalones, John!”, gritó su esposa, Denise. Luego de echarse encima ropa y zapatos deportivos, Cammarata corrió hacia fuera. Al otro lado de la calle explotó una ventana, diseminando fragmentos de vidrio en el jardín. Las flamas consumían el marco, y una onda de calor explotó en el rostro de Cammarata. A sus 40 años, John Cammarata no reunía exactamente el perfil de un superhéroe. Tiene sobrepeso, es diabético, sufre una enfermedad cardiaca y recientemente había sido sometido a una angioplastia. Hacía sólo tres meses que había regresado a su trabajo como conductor de autobús en la ciudad de Nueva York. Pero los due-ños de la casa en llamas, los Gallo, tenían cuatro hijos adoptivos. Bastante han sufrido ya esos niños, pensó. No sería capaz de seguir viviendo en esa cuadra si permanecía impasible mientras ellos morían. La ventana de la sala arrojaba llamaradas. Janet Gallo, la madre, había salido corriendo y gritando con Christopher, de 17 meses de edad, y Larry, de 9 años. Ella había despertado repentinamente cuando el horno explotó con un gran estruendo, incendiando la casa. Cammarata tomó al bebé y alejó de la casa a la conmocionada madre. "¡Métanse!", gritó, señalando su propio hogar. Larry había vuelto a introducirse en la casa incendiada. "¡Mi gato!", vociferaba Larry mientras Cammarata lo arrastraba hacia fuera del humeante vestíbulo. Como todos los niños Gallo, Larry, un pelirrojo pecoso y platicador, era amigo de los tres hijos de Cammarata. Ahora el rostro del niño estaba tan blanco como un gis. Cammarata regresó a las llamas. Detrás de él, oyó la voz de Denise diciéndole: "¡Piensa en tu corazón! ¡Cúbrete la boca!" Un rugido estrepitoso inundó sus oídos, puntuado por el ruido de vidrios al quebrarse, el estallido de muebles, crujidos y explosiones. Humo negro descendía vertiginosamente por el hueco de la escalera. Cammarata retuvo el aliento, pero tenía los ojos empapados. Avanzando a tientas a lo largo de la ardiente pared del vestíbulo, encontró a Michelle, de 13 años de edad, paralizada por el miedo. Cammarata la agarró y la condujo al exterior. Su hermano Shdell, de 9 años, había escapado por sí mismo. Sólo quedaba ahora una persona en la casa, Vincent Gallo, el padre de los niños. ¿Dónde estaba? Cammarata sabía que, como todas las casas de la calle, el hogar de los Gallo utilizaba gas como combustible, y le preocupaba que la tubería pudiera explotar. Tosiendo, se introdujo por tercera vez. En la oscuridad, pudo ver a Vincent que subía por la escalera. Arriba de ellos, el segundo piso era presa de las llamas. "¿Qué estás haciendo?", preguntó Cammarata. "¡Tengo que rescatar al gato!" ¿Vamos a morir aquí por un gato? "¡Ni hablar!" Cammarata asió a su vecino por el cuello, lo abrazó fuertemente y lo condujo hacia fuera. El fuego había empezado a saltar de un techo a otro, incendiando las cinco casas de la cuadra. Cammarata corrió hacia la siguiente casa, donde uno de sus residentes sufría una cardiopatía. Golpeando la puerta, gritó: "¡Tu casa se está quemando!" Cuando oyó revuelo en la sala, siguió adelante. Las otras familias ya estaban afuera. Sólo quedaba la casa de los González, al final de la calle. La señora González acababa de tener un bebé y estaba aún en el hospital. "¡Rodney!", gritó Cammarata, golpeando la puerta. "¡Levántate!" No hubo respuesta. Cammarata arremetió con un hombro contra la puerta de acero, esperando poder derribarla. Pero al embestirla, González la abrió, y Cammarata cayó en sus brazos. "¿Dónde está Ari?", gritó Cammarata, refiriéndose a Ariana, de cuatro años. ¿Estaba dormida en su cuarto en el tercer piso, inundado ahora por el humo? Sin embargo, ella había descendido por la escalera durante la noche. Su padre la encontró, la envolvió en una cobija, y la aventó a Cammarata, quien la atrapó como una pelota de fútbol americano. Ambos hombres corrieron al exterior, mientras caían escombros en llamas y los cables de electricidad explotaban sobre sus cabezas. Para entonces ya habían llegado carros de bomberos, con un equipo que al final ascendería a 110 miembros. Tomó a los bomberos más de dos horas someter el incendio.
Pero la labor de Cammarata no había terminado. Él y su esposa reunieron a los vecinos sin casa en su cocina, para ofrecerles café y chocolate caliente. Luego, antes de que los rescoldos se enfriaran, empezaron a planear una colecta de dinero y de ropa para las víctimas. Para Cammarata, el incendio fue particularmente doloroso. Veintidós años antes, su padre había perdido todo cuando su fábrica de tejidos en Brooklyn se quemó hasta los cimientos. Cammarata, que entonces tenía sólo 18 años, culpó al incendio cuando su padre murió de un ataque cardiaco dos semanas después. Luego de la muerte de su padre, tuvo que encargarse de su madre, confinada a una silla de ruedas por la esclerosis múl-tiple, y de su hermana menor. Incluso ahora que tiene sus propios hijos considera su deber cuidar de los demás. "Siempre pienso que quizá pueda hacer algo que marque una diferencia", afirma. "No me inspira respeto la gente que no actúa solidariamente".
Al día siguiente del incendio, Cammarata despertó para encontrarse con la noticia de que había sido descrito como héroe en la primera plana del New York Daily News. Tras leer la crónica, una persona anónima donó $2,500 a cada una de las cinco familias a quienes el fuego despojó de sus hogares. Y cuando Cammarata apareció en su ruta de autobús en Harlem, los pasajeros le aplaudieron. Sin embargo, ni las noticias de primera plana ni los honores son los que nos hacen merecedores de respeto, refiere Cammarata. "Oír que mi esposa y mis hijos me digan: 'Estoy orgulloso de ti', en cambio, es una enorme satisfacción".