EL SEÑOR PETER (Peter Christen Asbjornsen)
Publicado en
enero 07, 2020
Cuento Noruego seleccionado y presentado por Ulf Diederichs. Tomado de la recopilación hecha por Peter Christen Asbjornsen.
Érase una vez un matrimonio muy pobre que tenía tres hijos. Ya no recuerdo cómo se llamaban los dos mayores, pero el más joven se llamaba Peter. Cuando los padres murieron y los hijos fueron a repartirse la herencia, no había más que un puchero, una panera y un gato. El mayor, que quería quedarse con lo mejor, cogió el puchero.
—Si lo presto, siempre me quedará dentro algo que rascar —dijo. El segundo cogió la panera:
—Si la presto, siempre me quedará algo que rascar —dijo. Para el más joven no quedó más que el gato.
—Si lo presto, no sacaré ningún provecho de él —dijo—, pues si alguien le da un poco de leche, él mismo la lamerá.
Pero aun así cogió el gato, pues le daba pena dejarlo morir.
Una vez repartida la herencia, los tres hermanos salieron a recorrer mundo en busca de fortuna, y cada uno siguió su camino. Cuando el más joven había caminado un rato, el gato le dijo:
—No te arrepentirás de haberme llevado contigo en lugar de haberme dejado morir en la vieja cabaña. Iré al bosque y atraparé toda clase de animales; deberás llevárselos al rey de ese palacio que ves allí, y le dirás que le traes un pequeño regalo. Cuando te pregunte quién le manda ese regalo, dirás: «El señor Peter».
Dicho esto, el gato se adentró en el bosque y regresó enseguida con un reno; le había saltado a la cabeza, se había colocado entre sus cuernos y le había dicho: «Como no vayas sin rodeos al palacio del rey, te sacaré los ojos de un zarpazo». Así que el reno no se atrevió a hacer nada que no fuera lo que el gato le había dicho.
Cuando Peter llegó al palacio, entró en la cocina con su animal y dijo:
—Vengo a entregarle al rey un pequeño regalo, si tiene a bien aceptarlo.
Se lo comunicaron al rey. Este fue de inmediato a la cocina y, al ver aquel reno grande y hermoso, se alegró extraordinariamente.
—Mi querido amigo —le dijo a Peter—, ¿quién me envía un regalo tan precioso?
—Oh, el señor Peter —dijo el muchacho.
—¿El señor Peter? ¿Y dónde vive el tal señor Peter? —dijo el rey, pues le parecía una vergüenza no conocer a un hombre así. Pero el muchacho no se lo quiso decir; afirmó que su señor no le permitía decirlo. El rey le dio entonces una buena propina y le rogó que saludara a su señor, y también que le diera encarecidamente las gracias.
Al día siguiente, el gato volvió a adentrarse en el bosque, saltó a la cabeza de un ciervo, se colocó entre sus ojos y le obligó, también con amenazas, a ir al palacio del rey. Cuando Peter entró en la cocina, volvió a decir que había ido allí para entregarle al rey un pequeño regalo, si éste tenía a bien aceptarlo. El rey se alegró por el ciervo aún más que por el reno y preguntó quién le enviaba un regalo tan precioso.
—El señor Peter —dijo el muchacho. Sin embargo, cuando el rey quiso saber dónde vivía el señor Peter, obtuvo la misma respuesta que el día anterior, y en esta ocasión le dio a Peter una propina aún mayor. Al tercer día, el gato regresó con un alce (la especie más grande entre los cérvidos). Cuando Peter entró en la cocina del palacio y dijo que traía un pequeño regalo para el rey, sus criados corrieron a comunicárselo. El rey salió, vio aquel alce tan grande y hermoso y empezó a dar saltos de alegría, tras lo cual le dio a Peter una propina mucho mayor aún; seguro que por lo menos eran cien táleros. Pero entonces el rey quiso saber a toda costa dónde vivía el señor Peter, e investigó y preguntó de todas las formas posibles. Pero Peter dijo que no se lo podía decir, pues su señor se lo había prohibido terminantemente.
—Dile entonces al señor Peter que le ruego que venga a visitarme —dijo el rey.
El muchacho contestó que sí, que así lo haría. Cuando Peter volvió a reunirse con el gato, le dijo:
—¡Anda, en menudo aprieto me has metido! Ahora el rey quiere que le visite, pero no tengo más que estos andrajos que llevo puestos.
—Oh, no te preocupes por eso —dijo el gato—. Dentro de tres días tendrás caballo y carruaje, y una ropa tan bella que rezumará oro; entonces podrás visitar al rey. Pero de todo lo que veas en el palacio del rey, tendrás que decir que en casa tú lo tienes más bello y más espléndido aún; no lo olvides.
Peter dijo que no, que no lo olvidaría.
Transcurridos los tres días, llegó el gato con carruaje, caballos, ropa y todo lo que Peter necesitaba. Todo aquello era tan magnífico que nadie había visto jamás nada parecido. Peter se dirigió entonces a palacio en su carruaje, y el gato le siguió corriendo detrás. El rey recibió al muchacho con mucha amabilidad. Pero le enseñara lo que le enseñara y le ofreciera lo que le ofreciera, Peter siempre decía que todo aquello estaba muy bien, pero que él en casa lo tenía mucho más bello y más espléndido aún. El rey no estaba en absoluto dispuesto a admitirlo, pero Peter se mantenía siempre en lo dicho. Al final, el rey se hartó tanto que ya no se pudo contener.
—Bien, viajaré contigo —dijo— para ver si es verdad que lo que tú posees es mucho mejor y más bello que lo mío. Pero ¡que Dios te ampare si estás mintiendo! No diré nada más...
—¡Ahora sí que me has metido en un buen lío! —le dijo Peter al gato—. El rey quiere viajar conmigo a mi casa, pero no va a ser nada fácil encontrarla...
—¡No te preocupes por eso! —dijo el gato—. Yo iré delante; lo único que tienes que hacer es seguirme.
Emprendieron pues la marcha: el gato delante, a continuación Peter, que le seguía en su carruaje, y finalmente el rey con toda su corte.
Cuando ya habían recorrido un buen trecho, llegaron hasta un gran rebaño de ovejas que tenían unas lanas tan largas que les colgaban hasta el suelo.
—Si dices que este rebaño de ovejas pertenece al señor Peter, te daré esta cuchara de plata —le dijo el gato al pastor. (Había cogido la cuchara del palacio real.) Sí, el pastor así lo diría.
Cuando el rey llegó ante el rebaño exclamó:
—¡Oh! ¡Oh! ¡Nunca había visto un rebaño de ovejas tan grande y hermoso! ¿A quién pertenece, mi pequeño zagal?
—Pertenece al señor Peter —dijo el pastor.
Un rato después llegaron a un rebaño grande y hermoso de vacas de piel manchada, que estaban relucientes de puro gordas.
—Si cuando el rey te pregunte dices que este rebaño pertenece al señor Peter, te daré esta tina de plata —le dijo el gato a la moza que apacentaba el ganado. (La tina también la había cogido del palacio.)
—¡Sí, con mucho gusto! —dijo la moza.
Cuando el rey llegó, se quedó muy asombrado al ver aquel rebaño tan grande y hermoso; dijo que nunca había visto un rebaño de vacas parecido. Cuando el rey preguntó a la moza a quién pertenecía aquel rebaño, ella dijo:
—Oh, pertenece todo él al señor Peter.
Avanzando un trecho, llegaron a una grande y hermosa reata de caballos; eran los caballos más hermosos que jamás hubiera visto nadie. Todos eran grandes y gordos, y había seis de cada color: seis rojos, seis bayos y seis azules.
—Si cuando el rey te pregunte le dices que esta manada de caballos pertenece al señor Peter, te daré este molde de plata —le dijo el gato al pastor. (El molde también lo había cogido del palacio.) Sí, el mozo así lo diría.
Cuando el rey llegó, se quedó absolutamente maravillado de aquella grande y hermosa manada de caballos y afirmó no haber visto nunca caballos como aquéllos. Le preguntó al pastor a quién pertenecían todos aquellos caballos rojos, bayos y azules, y éste dijo:
—Todos ellos pertenecen al señor Peter.
Después de continuar su viaje durante un buen trecho, llegaron a un palacio. La primera puerta era de latón, la segunda de plata y la tercera de oro. El propio palacio era de plata. Cuando llegaron, el sol se reflejaba en él de tal forma que cegaba los ojos de quienes lo miraban. El gato estuvo esperando la ocasión propicia para susurrarle al muchacho al oído, sin que nadie se diera cuenta, que tenía que decir que aquél era su palacio. El interior del palacio era mucho más magnífico aún que el exterior: todo era de oro, tanto las sillas como las mesas y los bancos. Cuando el rey hubo recorrido todo aquello, examinándolo detenidamente de arriba abajo, se quedó completamente avergonzado.
—Sí, las posesiones del señor Peter son mucho más espléndidas que las mías, —dijo—. De nada sirve negarlo. Y, dicho aquello, quiso emprender de nuevo la marcha. Peter le rogó que se quedara a cenar con él, y el rey, de mala gana, aceptó, aunque todo el tiempo puso muy mala cara.
Mientras estaban sentados a la mesa, llegó el trol al que pertenecía aquel palacio y llamó a la puerta.
—¿Quién se está comiendo mi comida y bebiéndose mi hidromiel como los cerdos? —exclamó.
En cuanto el gato oyó la voz del trol, salió corriendo, llegó a la puerta y dijo:
—¡Espera un momento! Te voy a contar lo que hace el labrador con los cereales de invierno.
Y, a continuación, le contó al trol todos los detalles sobre los cereales de invierno: cómo el labrador araba primero la tierra, cómo la abonaba después y volvía luego a ararla, y así sucesivamente, hasta que de repente salió el sol.
—¡Date la vuelta y verás a una hermosa doncella! —le dijo el gato al trol. El trol se dio la vuelta, miró al sol y se rompió en pedazos.
—Ahora todo te pertenece a ti —le dijo entonces el gato a Peter—, pero antes tienes que cortarme la cabeza; ésa es la única recompensa que te pido por todos los servicios que te he prestado.
Pero Peter no estaba dispuesto a hacerlo en absoluto.
—Si no lo haces —dijo el gato—, te arrancaré los ojos de un zarpazo.
A Peter no le quedó pues más remedio que hacer lo que el gato le decía, por muy difícil que le resultara, así que de un tajo le separó la cabeza del tronco. De repente, sin embargo, se encontró ante él con la más bella princesa que jamás hubiera visto, y Peter se enamoró locamente de ella en el acto.
—Antes, todas estas maravillas me pertenecían —dijo la princesa—, pero el trol me hechizó y me obligó a vivir en casa de tus padres convertida en gato. Ahora puedes hacer lo que quieras, puedes tomarme por esposa o no, pues eres el rey de todo este reino.
A Peter ni se le pasó por la cabeza decir que no. Se celebraron las bodas y un banquete que duró ocho días enteros. Y ya no sé lo que pasó después, porque ya no me quedé más tiempo con el señor Peter y la joven reina.
Fin