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diciembre 24, 2019
Las dos faniilias habían sufrido lacerantes pérdidas. Juntas, en lucha desesperada por salvar una vida, descubrieron la renovación interior.
Por Peter Michelmore
DESPUÉS DE QUE RANDY, su hijo de 17 años, falleció súbitamente en 1978 a consecuencia de una anomalía cardiaca, Steve y Mary Shivers se mudaron de la ciudad de Richmond, Virginia, a una granjita cercana. Ambos conservaron sus empleos (Mary, como consejera en una escuela secundaria, y Steve, como encargado de una gasolinera). Y en su tiempo libre convirtieron su propiedad en una caballeriza.
Hacía tiempo que Mary había opinado: "El exterior de un caballo es bueno para el interior de un hombre". Y así había sido. Su esposo y su hijo mayor, Stevie, encontraron alivio para su sufrimiento montando y lazando a las nobles bestias. Y la vigorosa compañía de estas también ayudó a Mary a restañar sus heridas. La mujer se consoló al pensar, como Steve, que Dios se había llevado a Randy por algún designio especial.
Sin embargo, el 10 de diciembre de 1984, el mundo de la familia se hizo añicos. Stevie, entonces de 24 años, se desplomó en el camino de entrada a la casa. Mary, horrorizada, contempló desde la ventana de la cocina los esfuerzos de su esposo por resucitar al muchacho. "¡Señor, por favor!", imploró Steve, "no te lo lleves. ¡Lo necesito!".
Los médicos atribuyeron el deceso a una arritmia cardiaca aguda, como en el caso de Randy, pero no acertaron a explicar por qué la enfermedad se había ensañado con dos muchachos de la misma familia, robustos y de buena complexión. Después de varios meses de angustia, Steve finalmente empezó a comprender que Dios no se había llevado a sus hijos para castigarlo. El mundo era imperfecto, y el sufrimiento que había en él era indiscriminado. Pese a su quebranto, Steve contaba sólo 47 años y tenía que seguir adelante con su vida y su trabajo.
Mary no reaccionó en la misma forma; estaba desolada. "Todo cambiará, cariño", le dijo Steve. "Un día, todo cambiará". Sin embargo, nada aliviaba el dolor de aquella apesadumbrada madre.
Mary asistió a las reuniones de una organización de ayuda mutua para padres desconsolados por la muerte de sus hijos. A pesar de ello, se hundió en una depresión que la consumía y la aislaba de la persistente lucha que libraba Steve por sobreponerse. A Mary, él le parecía duro e indiferente.
Transcurrió un año, y otro más. El 28 de enero de 1987, la escuela se cerró a causa de una intensa nevada, pero a Mary le causaba muy poco placer contemplar desde su ventana los reflejos del sol en la nieve. "Mis sentimientos están muertos", comentó con Sherri Tolley Arden, una mujer de 37 años que dirigía el grupo de padres desconsolados de Richmond. Acompañada por sus dos hijas, Sherri visitaba esa tarde a Mary. "Jamás volveré a querer a nadie", le dijo esta.
De pronto Brett, una niña de 11 arios, hija de Sherri, llegó corriendo por el prado y entró en la casa. " ¡Lance se cayó en el estanque!", gritó. Lance era un caballo de raza appaloosa que tenía 23 años y formaba parte de la caballeriza.
En un instante, las dos señoras y el herrero Jim Roberts, de 36 años, que estaba tomándose una taza de café con ellas, salieron de la casa. Avanzando trabajosamente por la nieve, llegaron al congelado estanque, en el centro de la pradera. Doce metros más allá, la cabeza de Lance subía y bajaba en un oscuro boquete abierto en el hielo. Resoplando de pavor, el animal se retorcía e intentaba poner los cascos en un lugar sólido. Por desgracia, en ese sitio el estanque tenía seis metros de profundidad.
"Saquen cuerdas del establo", pidió Mary a los presentes. "Voy a llamar por teléfono a Steve".
Las indicaciones de su marido fueron precisas y tajantes: conservar la cabeza del caballo fuera del agua mientras él llegaba, en 15 o 20 minutos. Mary colgó el auricular y telefoneó a la propietaria de Lance, Patti McFarland.
Los rescatistas se reunieron en el estanque; llevaban cuerdas y una hoja de madera contrachapada para distribuir el peso sobre el hielo. Avanzando poco a poco, Jim intentó lazar el cuello del caballo, pero el despavorido animal se volvió hacia el otro lado. La única manera de salvarlo sería caminar sobre el hielo y sujetar la soga a la argolla del cabestro de Lance.
—Brett lo hará —anunció Sherri—. Es la que menos pesa.
—Sí —insistió Brett—. Yo puedo hacerlo.
Mary las miró, perpleja. Seis años antes se había ahogado Jason, el hijo de diez años de Sherri. La madre y la hermana habían presenciado la desgracia. ¿Cómo osaban correr tal riesgo?
—¡No! —declaró Mary—. Dejen que se muera el caballo.
Sherri no quitaba los ojos del afligido animal. La escena de Jason en Virginia Beach se le vino a la mente. Su deslizador salía disparado por una ola a sus espaldas, y la cara se le contorsionaba en el momento en que la tabla le golpeaba la nuca y lo enviaba a las profundidades. Sherri había corrido hacia él; se había metido en el agua turbia de la arena que subía en remolinos. Todo había sido en vano, pues Jason ya había desaparecido. Jamás lograron recuperar el cadáver.
"Brett lo hará", repitió Sherri mientras amarraba una cuerda al cinturón de su hija. La valiente niña se acostó sobre la tabla, y Jim la hizo deslizarse hasta la orilla. Sherri sujetó fuertemente la cuerda. A su lado estaba su otra hija, Wesley, de ocho años.
"Acércate, Lance; ven Lance", pidió con voz suave Brett. Se dío cuenta de que los belfos del caballo, lacerados por el hielo, estaban amoratados de frío. La chiquilla se estremeció de miedo. Sus dedos estaban tan helados y torpes, que tuvo que hacer varios intentos antes de poder sujetar la cuerda al cabestro.
Una vez que la arrastraron a lugar seguro, se unió a los demás, que tiraban de la cuerda. Lance era una bestia corpulenta —pesaba 550 kilos—, y el hielo tenía ocho centímetros de espesor. Los rescatistas confiaban en que, al tirar de él, podrían abrir un canal en el hielo hasta llegar a un lugar poco profundo. Estaban tirando de la cuerda con fuerza cuando se rompió la argolla del cabestro, y todos se cayeron en la nieve.
Sherri cogió de inmediato otra cuerda, se acostó sobre la tabla y le pidió a Jim: "Esta vez empújame".
¿Por qué?, pensó Mary, ¿por qué está haciendo esto?
El peso de Sherri hizo que crujiera el hielo. Se imaginó hundiéndose y quedando bajo los cascos de Lance, que se agitaban furiosamente. A tientas encontró el cabestro dentro de las gélidas aguas, ató la cuerda e hizo señas de que tiraran de ella para regresar.
El animal ya estaba agotado y su respiración era entrecortada. Quienes sujetaban la cuerda apenas lograban conservar la cabeza de Lance fuera del agua. En eso llegó Steve.
Este condujo un tractor en marcha atrás hasta la orilla del estanque, ató la cuerda a él y empezó a tirar. Lance se irguió, pero sus grandes cuartos delanteros golpearon el hielo. La soga se rompió, y el animal cayó nuevamente al agua.
Steve condujo el tractor a toda máquina hasta el establo. Regresó con un cable de acero delgado, hizo con él un lazo y lo envió zumbando por el aire, como todo un experto. Con el cuello enlazado, Lance hizo otro esfuerzo por avanzar, pero ya estaba exhausto. Sus cuartos delanteros quedaron atrapados en una brecha en forma de v que había en el hielo. Hundió la cabeza y agachó las orejas. "Esto lo matará", declaró Steve mientras apagaba el motor del tractor.
En el grupo de personas allí reunidas, Steve distinguió a Patti McFarland. Desde que era niña tenía a Lance. Para ella, el caballo era mucho más que una mascota; era su mejor amigo. En esos momentos, la cabeza de Patti reposaba sobre el hombro de Sherri. La joven, de 25 años, sollozaba.
Haciendo girar velozmente otra cuerda, Steve lazó el pescuezo de Lance. Después se dirigió al extremo más alejado del agujero. Con los tacones de las botas encajados en el hielo, tiró fuertemente para liberar los cuartos delanteros del animal. De pronto, se cuarteó el hielo. Steve cayó hacia adelante. Sintió un peso enorme en las piernas cuando se le llenaron de agua las botas. Hasta aquí llegué, pensó, al ver que el agua le cubría la cabeza.
Instintivamente, se lanzó hacia la cola del caballo. La sujetó con ambas manos, se impulsó hacia arriba y rodeó el pescuezo del animal. Pasando una mano sobre la otra, llegó al hielo firme, por el cable tendido entre la bestia y el tractor.
El agua se derramaba de la parte superior de sus botas y estaba calado hasta los huesos; pero cuando se incorporó, ya no sentía frío. No te das por vencido fácilmente, se dijo.
"¡Voy por los mazos!", gritó. "¡Sacaremos a Lance rompiendo el hielo!"
Cuando regresó Steve, él y Jim empezaron a golpear la superficie congelada del estanque. Se desprendió un gran trozo de hielo, y Lance avanzó a duras penas.
¡Qué orgullosa se sintió Mary al contemplar a su marido! Al principio, cuando lo vio hundirse en las aguas heladas, se horrorizó al pensar que su corazón tal vez no resistiera el choque; pero después se maravilló al verlo correr por la nieve, con las ropas empapadas. Pase lo que pase, lo seguirá intentando, reflexionó. ¡Y yo creí que Steve no tenía sentimientos!
Pedazo a pedazo, el hielo se abrió, formando un canal. Steve tensó más el cable hasta que, por fin, los cascos de Lance pisaron suelo firme.
Cuando el agua le llegaba a las rodillas al caballo, Steve dejó el mazo sobre el hielo. "Ven, Lance", le ordenó afectuosamente. Levantando la cabeza, el viejo animal pisó el hielo sólido, y Patti, llorando, se acercó a él para abrazarlo.
Después de cubrir a Lance con frazadas y llevarlo a caminar durante tres horas para que entrara en calor, Steve y Patti le administraron jarabe contra la tos y lo llevaron a la caballeriza. Pronto se recuperaría.
El rescate, que duró una hora, había sido una prueba extenuante; pero todos retornaron a la casa sintiendo que habían compartido una vivencia maravillosa.
A Mary le pareció que volvía a entrar en una dimensión de la vida que había olvidado. Posteriormente, al calor de la chimenea, ya no pudo contener su emoción. "¿Se dan cuenta de lo que hicimos?", preguntó. "¿Pueden captar en esto algún mensaje?"
Aquella noche, Mary dio vueltas y más vueltas a los acontecimientos y a la mañana siguiente le dijo a Steve: "Ya comprendí el mensaje de lo que sucedió ayer: que sí nos importan los demás".
Y en los resplandecientes ojos de Mary Steve leyó el mensaje del estanque. Para él, era la afirmación de un Dios amoroso. Al entregarse por entero para salvar una vida, habían descubierto una forma de renovar la propia. "Sí, mi amor, así es; sí nos importan los demás" contestó Steve. "Siempre nos han importado".
La besó, se cubrió el canoso pelo con un sombrero tejano, y salió a dar a Lance su ración de avena. Es el impulso que esperábamos, reflexionó. Mary se sobrepondrá a su pena.
Y en ese momento Steve Shivers sintió un irrefrenable deseo de cantar.
Ilustración: Dan Brown