Publicado en
noviembre 12, 2019
No los abrume con problemas políticos cuando apenas están aprendiendo a resolver sus propios problemas.
Por Stephen Hicks.
EL PERIÓDICO de la ciudad donde di clases el año pasado organizó un concurso para colegiales. Los alumnos debían dibujar una caricatura de un solo cuadro sobre cualquier tema; las mejores se publicarían en el diario.
Un niño de segundo año de primaria pintó una Tierra de cara triste, con la leyenda: "Estoy hastiada. Estoy fatigada. ¡Por favor, dejen de destruirme!" Otro chico de sexto año dibujó unas colinas junto a un cartel que rezaba: "Basurero"; allí mismo, una diminuta persona informaba a otra: "Aquí tenemos el monte más alto de la ciudad". Una niña de tercer año de primaria representó a unos animales llorando cerca de una casa en construcción, con chimeneas industriales a la distancia; la leyenda decía: "¡Queremos que nos devuelvan nuestros hogares!" Otro concursante mostró a Nelson Mandela aplas-tado bajo la bota de la apartheid, y otro más, una obra en construcción donde se leía en los árboles: "Salven a los árboles".
Al parecer, muchos escolares regresan a sus casas asustados y sin-tiendo que el mundo es un lugar frío e inhóspito. Se está matando a todos los animales peludos, y talando árboles hermosos y verdes. Incluso el aire que respiramos es peligroso.
Movidos por la mejor de las intenciones, la mayoría de los maestros se esfuerzan por convertir a sus alumnos en pensadores informados e independientes. Pero cometen un error al tratar de infundirles angustia por los problemas del mundo. Los niños no pueden hacer frente a las preocupaciones relativas al ambiente de nuestro planeta cuando todavía no se ocupan bien de su propia higiene personal. No pueden entender las relaciones raciales internacionales cuando aún no saben a ciencia cierta cómo defenderse de los buscapleitos de la escuela.
Cuando los sobrecargamos con tales problemas, se sienten frustrados y temerosos. Si el maestro insiste, se limitan a pronunciar las palabras adecuadas para agradarlo.
A mis clases en la universidad suelen asistir adultos jóvenes que, o están convencidos de que no hay solución posible (y entonces, ¿para qué molestarse?), o están tan ansiosos de soluciones, que se aferran a la primera que les sale al paso y cierran sus mentes a otras opciones. Ambos modos de reaccionar constituyen mecanismos de defensa contra la sensación de que vivimos en un mundo hostil cuyos problemas son de tal magnitud, que nos rebasan. Esa actitud suelen adquirirla los niños en los primeros años de su vida.
No pretendo decir que los educadores y los padres deban fingir que no existen problemas. Más bien, necesitamos esmerarnos en ayudar a los niños a afrontar esos problemas en una escala que sí está a su alcance.
Si queremos capacitar a nuestros pequeños de seis y siete años para que entiendan el problema de la lluvia ácida, enseñémosles primero a cuidar de un acuario de 100 litros de capacidad. Si deseamos prepararlos para tratar a los Saddam Hussein del mundo, ayudémosles a defenderse del pequeño tirano que les quita el dinero del almuerzo o les arrebata las tareas escolares para copiarlas. Este es el tipo de problemas que sí pueden resolver. No les pregunte qué harían si los terroristas lanzaran armas químicas contra su ciudad, o si la cadena alimentaria se rompiera a causa de la contaminación.
Cuando llegue a ser adulto, un niño asustado no será capaz de resolver los problemas mundiales. Para ello se requiere de confianza en la propia capacidad para hallar soluciones. Y esta saludable autoestima necesita ser cultivada durante largo tiempo, a través de incontables asuntos pequeños y cotidianos; quien abarca mucho y avanza a pasos agigantados, no consigue otra cosa que destruirla.
CONDENSADO DE "THE WALL STREET JOURNAL" (16 -IV-1991), © 1991 POR DOW JONES & CO., DE NUEVA YORK, NUEVA YORK