PLANETA INHABITABLE (Orson Scott Card)
Publicado en
noviembre 18, 2019
Habíamos tardado tres semanas, más tiempo del que nadie recordara haber permanecido en el espacio, y éramos cuatro hacinados en esa pequeña nave tipo Cazador III. Nos inspiró respeto por los pioneros, que habían tenido que arrastrarse por el espacio a un décimo de la velocidad de la luz. Con razón sólo se fundaron tres colonias. Los demás debían de haberse engullido unos a otros al cabo de un mes en el espacio.
Harold intentó seducir a Amauri el último día, y si no hubiéramos recibido la señal yo habría ordenado regresar a Nuncamais, que era mamá y pastel de manzanas para todos menos para mí, que soy de Pennsylvania. Pero recibimos la señal y pedí al ordenador que estudiara viejos mapas, y al cabo de unas horas estábamos en órbita estacionaria sobre Prescott, Arizona.
Al menos eso decía el ordenador, y los ordenadores nunca mienten. Arizona no tenía el aspecto que sugerían los viejos libros.
Pero había una señal que decía en inglés antiguo: «Dios bendiga América, venid. Se garantiza aterrizaje seguro». El ordenador nos aseguró que en inglés antiguo la palabra garantizar no era obscena, sino que se relacionaba con una declaración que inspiraba confianza. Eso nos pareció muy gracioso.
Pero además estábamos entusiasmados. Cuando los tatarabuelos de nuestros tatarabuelos se largaron de la vieja Terra Firma hace ochocientos años, fue para escapar de los estragos de la guerra microbiológica que estaba comenzando (algunos gérmenes en un ataque sorpresivo a Madagascar, propagándose hasta alcanzar proporciones epidémicas; Sudáfrica negándose a entregar el antídoto al resto del mundo; rápida represalia con cáncer virulento; adivinad el resto). Aun a un par de kilómetros de altura, era evidente que la guerra no se había detenido ahí. Y sin embargo recibíamos esta señal.
—Obviamente automática —observó Amauri en lingua deporto.
—Que máquina, que nao poja em tantos anos, bichinha! Nao acredito! —replicó Harold, y temí que ocurriera lo del día anterior.
—En inglés —dije—. Será mejor acostumbrarse. Tendremos que hablarlo durante varios días.
—Merda —suspiró Vladimir.
Reí.
—Vale, puedes hacer tus comentarios escatológicos en lingua deporto.
—¿Estás seguro de que hay alguien con vida allá? —preguntó Vladimir.
¿Qué podía decirle? ¿Que lo sentía en los huesos? Le arrojé una esponja, desparramando agua en toda la cabina, y durante unos minutos tuvimos una pelea de agua. Ya sé, disciplina, disciplina. Pero no somos un ejército de tierra, y qué diablos, prefiero que mis tripulantes se comporten como niños locos a que se conviertan en adultos locos.
En realidad, no creía que el nivel de tecnología de nuestros antepasados de 1992 les permitiera construir una máquina que siguiera funcionando hasta 2810. Alguien tenía que estar vivo allá, o bien se habían vuelto más listos. Pero la superficie de la vieja Tierra no daba muchos indicios de que alguien se hubiera vuelto más listo.
Así que alguien estaba vivo. Y eso era precisamente lo que habíamos ido a averiguar.
Se quejaron cuando ordené que se pusieran monos.
—¡Es la vieja Madre Tierra! —protestó Harold. A pesar de ser un hipogloso con un cociente de 150, a veces actuaba como un baiano.
—Muéstrame las ciudades —respondí—. Muéstrame los millones de personas que toman sol en ropa de verano.
—Y puede haber gérmenes —añadió Amauri con su voz más socarrona, y de inmediato tuve otra discusión con dos hombres lo bastante morenos como para ser más sensatos.
—Seguiremos el procedimiento convencional —dije con mi desagradable voz de capitán—, trátese de la Madre Tierra o de la madre…
Y en ese momento la monótona señal cambió.
—Por favor responda, por favor identifíquese, por favor responda o abriremos fuego.
Respondimos. Y pronto nos encontramos en mono, sumergidos hasta el ombligo en una espesa sopa de guisantes (si hubiéramos podido hallar nuestro ombligo sin un mapa, rodeados como estábamos con dispositivos de protección), aguardando a que alguien abriera una puerta.
Una puerta se abrió y nos levantamos de un suelo muy duro. Parte de la sopa de guisantes había caído por la escotilla con nosotros. Un gas penetró en la cámara de esterilización donde esperábamos, y pronto la sopa de guisantes se transformó en barro.
—Mariajoseijesus! —masculló Amauri—. Aquela merda vivía!
—Inglés —mascullé por el parlante del traje—. Y modera tu lenguaje.
—Esa porquería tenía vida —comentó Amauri, moderando su lenguaje.
—Y ahora no, pero nosotros sí. —Costaba ser paciente.
Por lo que sabíamos, lo que aquí se hacía llamar humanidad quizá desayunara hombres del espacio. O los sacrificara a una deidad local. Pasamos cuatro horas de nerviosismo en ese cubículo. Yo ya había trazado cinco infructuosos planes de fuga cuando se abrió una puerta y entró una persona.
Vestía un traje blanco de granjero, o algo parecido. Era muy bajo, pero sonrió simpáticamente y saludó. Prueba irrefutable. Seres humanos vivos. Misión cumplida. Hoy sabemos que no había razones para alegrarse, pero en ese momento nos alegramos. Palmadas en la espalda, abrazos a nuestro anfitrión (con temor a triturarlo por un instante), y luego bajamos al laberinto del Puesto de Guerra MB 004 de Estados Unidos.
Todos eran muy pequeños—140 centímetros de altura— y lo primero que pensé fue que la humanidad había crecido mucho desde entonces. «Las estrellas nos sientan bien», pensé.
Hasta que el sereno y metódico Vladimir, blanco como un fantasma (no podía evitarlo), hizo girar un picaporte y tocó un interruptor (era mecánico). Ambos estaban por encima de la cabeza de nuestros pequeños amigos. Así que los colonos no habíamos crecido, sino que nuestros primos de la vieja Gea se habían encogido.
Tratamos de ponerlos al corriente en historia, pero sólo les interesaban sus problemas políticos.
—¿Son americanos? —preguntaron una y otra vez.
—Yo soy de Pennsylvania —dije—, pero estos pobretones son de Núncamais.
No comprendieron.
—Núncamais. Es decir «nunca más». En lingua deporto.
Más desconcierto. Pero formularon otra pregunta.
—¿De dónde provino su colonia? —Seguían emperrados en lo mismo.
—Pennsylvania fue colonizado por americanos de Hawaii. Ignoramos por qué llamaron Pennsylvania al maldito planeta.
Uno de los pequeñines gorjeó:
—Es evidente. Cuna de la libertad. ¿Y ellos?
—De Brasil —dije.
Conferenciaron en voz baja, y al parecer decidieron que tener antepasados brasileños no era una ofensa capital pero tampoco les confería rango de seres humanos. A partir de entonces, no intentaron hablar con mis tripulantes. Solos los observaban con cautela y hablaban conmigo.
A mí me adoraban.
—Dios bendiga América —dijeron.
Me sentí cómodo.
—Dios bendiga América —respondí.
Luego, de nuevo al unísono, hicieron una sugerencia procaz sobre lo que yo debería hacer con el ruso. Miré a mis compatriotas y compañeros de viaje y me encogí de hombros. Repetí el deseo de los pequeñines para júbilo sexual del ruso.
Hora de explicaciones. No os fatigaré repitiendo las sagaces preguntas y sondeos que nos procuraron la siguiente información. En parte porque no se requirieron preguntas. Parecían haber ensayado durante años lo que dirían a los visitantes del espacio exterior, sobre todo a los descendientes de los colonos perdidos. La historia era la siguiente:
La guerra con gérmenes había comenzado en serio tres años después de nuestra partida. Tres eficaces virus cancerígenos se habían propagado por el mundo, al parecer sin ser obra de nadie, pues los rusos y americanos lo negaban y los chinos estaban muertos. Fue entonces cuando los científicos se pusieron manos a la obra.
La ciencia del ADN recombinante era rudimentaria cuando mis antepasados despegaron rumbo a las estrellas, y no la habíamos desarrollado mucho desde entonces. Cuando uno conquista planetas agrestes hay cosas más urgentes que hacer. Pero bajo la presión de la guerra, la ciencia de la genética improvisada prosperó en el planeta Tierra.
—Continuamente desarrollamos nuevas cepas de virus y bacterias —dijeron—. Y continuamente los rusos nos bombardean con sus armas más recientes. —Estaban bajo presión. No quedaban muchos en ese Puesto de Guerra MB, y los ataques del enemigo eran arteros.
Y al fin la imagen se aclaró. Para todos. Y de golpe. Fue Harold quien dijo:
—Fossame, mae! ¿Eso significa que durante ochocientos años estos conejos han estado aquí abajo?
No respondieron hasta que yo formulé la pregunta, por supuesto con más tacto, pues había notado que esas inescrutables mandíbulas se cerraban con hosquedad cuando Harold los llamó conejos. Bien, eran conejos, totalmente blancos, pero fue de pésimo gusto que Harold los llamara así, sobre todo delante de Vladimir, que tenía una tez blanquísima.
—¿Los americanos están atrapados aquí desde que comenzó la guerra? —pregunté, tratando de expresar asombro. Lo conseguí. A fin de cuentes, el asombro no está tan lejos del espanto.
Se pusieron radiantes de orgullo. Yo comenzaba a interpretar algunas de sus expresiones faciales. Mientras yo prodigara elogios para América, todo estaba bien.
—Sí, capitán Kane Kanea, nosotros y nuestros antepasados hemos estado aquí desde el principio.
—¿No se sienten hacinados?
—Somos soldados americanos, capitán. Por el derecho a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad sacrificaríamos cualquier cosa. —No le pregunté cuánta libertad y búsqueda de felicidad eran posibles en un agujero bajo la roca. Nuestro héroe continuó—: Luchamos para que millones puedan vivir libres y respirar el limpio aire de una América exenta del flagelo del comunismo.
Entonces entonaron algunos himnos escogidos sobre montañas rojas y olas amarillas con un creciente coro donde Dios bendecía a América. Todo terminaba con un grito estentóreo: «Mejor muertos que rojos». Cuando terminaron les preguntamos si podíamos dormir, pues según nuestra hora de a bordo ya era tiempo de acostarse.
Nos dieron una pequeña habitación con tres literas que eran demasiado cortas. No importa. De todos modos no estaríamos cómodos con nuestros monos.
Harold quiso hablar en lingua deporto en cuanto estuvimos solos, pero logré convencerlo —sin siquiera usar el botón disciplinario del mono— de que no convenía hacerles sospechar que procurábamos guardar secretos. Todos dábamos por sentado que nos estaban vigilando.
Y nuestra conversación fue ese tipo de charla que podía llegar a oídos de un hato de patriotas desaforados.
AMAUR I: Me asombra su gran amor por América, que ha persistido durante tantos siglos. —Traducción: «¿Por qué cuernos estos tíos están tan enfervorizados por algo tan muerto como el antiguo imperio norteamericano?».
YO: Tal vez han podido sobrevivir tanto tiempo gracias a su inconmovible lealtad a la bandera, Dios, la patria y la libertad. —Admito que exageraba la nota, pero más valía ser precavido. Traducción: «Quizás hayan logrado sobrevivir en este agujero sólo porque eran fanáticos chiflados».
HAROLD: Me pregunto cuánto podremos permanecer en este bastión de la democracia antes de regresar a regañadientes a nuestra colonia del glorioso sueño americano. —Traducción: «¿Nos dejarán ir? A fin de cuentas, están tan chalados que quizá se crean que somos espías».
VLADIMIR: Sólo espero que podamos aprender de ellos. Su ciencia es infinitamente superior a la que nosotros hemos desarrollado con nuestros magros recursos. —Traducción: «No nos iremos hasta que tenga la oportunidad de hacer mi trabajo e investigar la flora y la fauna local. Ochocientos años de recombinar ADN tiene que producir algo que podamos llevar a Núncamais».
Y así continuó la conversación hasta que nos hartamos de las flores y perfumes que exhalábamos por la boca. Nos dormimos.
El día siguiente fue el día del viaje combinado, el día del ataque ruso, y casi el adiós a los tripulantes de la buena nave Pollywog.
El viaje combinado nos llevó aquí y allá casi toda la mañana. Vladimir había activado el ordenador de rastreo del mono. El mío analizaba las implicaciones de todos sus comentarios mientras Amauri absorbía las cuestiones científicas y Harold trataba de averiguar cómo hurgarse la nariz con los guantes puestos, pues no tenía mucho que hacer. Era nuestro experto en armas, nuestra precaución. Gracias a Dios.
Comenzamos a distinguir a un pequeñín del otro. George Washington Steiner era nuestro guía habitual. El gran jefe, que nos había impartido la lección de historia del día anterior, era Andrew Jackson Wallichinsky. Y el tío que dirigía el coro era Richard Nixon Dixon. El ordenador nos contó que eran nombres de amados presidentes americanos, con apellidos añadidos.
Y el análisis de mi traje también nos contó que el dirigente coral era el verdadero jefe, mientas que Andrew Jackson Wallichinsky era sólo director de investigaciones científicas. Parece que los políticos dirigían a las lumbreras, y no al revés.
Nuestro guía, G. W. Steiner, estaba muy orgulloso de su función. Nos lo mostraba todo. Aunque el mono me liberaba de tres cuartos de la gravedad, tenía los pies llagados a la hora del almuerzo (un rápido sorbo de xixi y coco reciclados). Y era impresionante. De nuevo, lo resumiré: Aunque la instalación era técnicamente hermética, los virus y bacterias del enemigo podían penetrar. A principios del siglo XXI los rusos habían dejado de hacer emisiones radiales. (Sé que parece una incongruencia. Paciencia, paciencia). Al principio los americanos del puesto 004 pensaron que habían vencido. De pronto, llegó el embate de otra enfermedad. A esas alturas los investigadores del 004 nunca habían sido afectados personalmente por ninguna enfermedad. El sistema hermético funcionaba. Pero el comandante de esa época, Rodney Fletcher, había empezado a sospechar.
—Pensó que era un truco de los comunistas —dijo George Washington Steiner. Comencé a vislumbrar las raíces del exacerbado patriotismo en la historia de 004.
Rodney Fletcher ordenó a los científicos que trabajaran para fortalecer el sistema de anticuerpos del personal de la base. Trabajaron en ello dos semanas y lograron crear tres nuevas cepas bacterianas que devoraban de forma selectiva prácticamente cualquier cosa que no debiera estar en el cuerpo humano. Y justo a tiempo, pues en ese momento atacó la nueva enfermedad. El sistema hermético no la detuvo porque en vez de ser un virus se trataba de dos pequeños aminoácidos y una molécula de lactosa, combinados precariamente. Pasó por los filtros. Esquivó los antibióticos. Penetró en los pulmones de cada hombre, mujer y niño de 004. Y si Rodney Fletcher no hubiera sido paranoico, todos habrían perecido. Aun de ese modo, sólo sobrevivió la mitad.
Los dos aminoácidos y la molécula de lactosa tenían capacidad para insertarse en un lugar preciso del ADN humano y lograr que el ADN se replicara de cierto modo. Un cambio ínfimo, pero pronto los nervios dejaban de funcionar.
Las tres nuevas cepas bacterianas permitían frenar el avance de la enfermedad hasta hallar un tapón que encajara mejor en ese lugar del ADN, manteniendo fuera los dispositivos rusos. (¿Se pueden llamar virus? ¿Se puede decir que estaban vivos? Dejaré estos interrogantes a los teólogos y filósofos).
El problema consistía en que el tapón también hacía que los hijos de los soldados alcanzaran muy poca talla, perdieran los dientes y quedaran ciegos a los treinta años. G. W. Steiner estaba orgulloso de que hubieran logrado corregir el problema ocular al cabo de cuatro generaciones. Sonrió y por primera vez notamos que sus dientes no eran como los nuestros.
—Los fabricamos a partir de unas bacterias que se endurecen cuando están expuestas a determinados virus. Es un invento de mi bisabuela. Siempre creamos herramientas nuevas y útiles.
Le pregunté cómo lo lograban, lo cual nos lleva a lo que vimos ese día en el viaje combinado. Vimos los laboratorios donde once investigadores practicaban juegos de ingenio con el ADN. Yo no comprendía nada, pero mi traje me aseguró que el ordenador lo estaba registrando todo.
También vimos el sistema de armamentos. Era muy ingenioso. Consistía en poner una bandeja con un cultivo de un arma espantosa en una caja, cerrar la puerta de la caja y apretar un botón que abría otra puerta hacia la caja que conducía al exterior.
—Desde allí la lleva el viento —explicó Steiner—. Calculamos que un arma nueva tarda un año en llegar a Rusia. Pero para entonces se ha desarrollado tanto que es irresistible.
Le pregunté de qué se alimentaban las bacterias.
—De cualquier cosa —rió. Resulta ser que el material básico es una bacteria que puede fotosinteizar y disolver cualquier forma de hierro, ambas cosas al mismo tiempo—. Introducimos muchos cambios en cada arma, pero no alteramos eso. Nuestras armas pueden viajar a cualquier parte sin organismo huésped. Las cuarentenas no sirven de nada.
A Harold se le ocurrió una idea. Me enorgullecí de él.
—Si esos gérmenes pueden disolver el acero, George, ¿por qué no disuelven toda esta instalación?
Steiner parecía estar aguardando esa pregunta.
—Cuando desarrollamos nuestras cepas básicas, también desarrollamos un musgo que inhibe la reproducción y la alimentación de las bacterias. El musgo sólo crece sobre el metal y las esporas mueren si están lejos del musgo y el metal durante más de un septuagesimoséptimo de segundo. Eso significa que el musgo rodea la instalación… y nada más. Mi decimocuarto tío abuelo, William Westmoreland Hannamaker, creó el musgo.
—¿Por qué insiste en mencionar, su consanguinidad con estos inventores? —pregunté—. Al cabo de ochocientos años, todos han de ser parientes.
Suponía que era una pregunta sencilla. Pero G. W. Steiner me miró fríamente y continuó la marcha, llevándonos a la habitación contigua.
Encontramos bacterias que procesaban otras bacterias que procesaban otras bacterias que transformaban el excremento humano en alimentos sabrosos y nutritivos. Decidimos no comprobar si eran sabrosos. Claro que nosotros comíamos lo nuestro reciclado por los tubos del traje. Pero al menos sabíamos dónde había estado.
Tenían bacterias que, sin necesidad de luz solar, procesaban dióxido de carbono y agua para transformarlos nuevamente en oxígeno y almidón. Toma fotosíntesis.
Y recibimos una lista de lo que una interminable serie de armas podía hacer a un cuerpo humano no preparado. Si alguna vez alguien rompía esos frascos en Núncamais, Pennsylvania o Kiev, todos desaparecerían, totalmente devorados e incorporados al sistema vital de las bacterias, los virus y los conjuntos adiestrados de aminoácidos.
Lo dije en cuanto lo pensé. Pero no pasé de la palabra «Kiev».
—¿Kiev? ¿Una de las colonias se llama Kiev?
Me encogí de hombros.
—Sólo hay tres planetas colonizados: Kiev, Pennsylvania y Núncamais.
—¿Antepasados rusos?
Epa, pensé. Epa es una palabra multiuso que representa toda clase de juramento, blasfemia y exculpación pornográfica y escatológica que se me pudiera ocurrir.
El viaje combinado terminó ahí.
Una vez en el dormitorio, advertimos que la hospitalidad se había disuelto. Al cabo de un rato Harold observó que era culpa mía.
—Demonios, capitán, si no les hubiera hablado de Kiev no estaríamos encerrados aquí.
Le di la razón, con la esperanza de aplacarlo, pero no se calmó hasta que usé el botón disciplinario de mi traje.
Luego consultamos los ordenadores.
El mío informaba que había dos áreas que quedaban totalmente excluidas de las explicaciones que nos habían dado. Aunque era evidente que en el pasado los pequeñines habían trabajado muchísimo en el ADN humano, no había indicios de trabajos actuales. Y aunque nos habían dicho que se habían arrojado toda clase de armas contra los rusos del otro lado del mundo, no habían mencionado efectos limitados de armas antipersonales aquí.
—Oh —djo Harold—. Nada nos impide salir de aquí cuando queremos derribar la puerta. Y puedo derribar la puerta cuando se me antoje —dijo, jugando con los botones del traje.
Le ordené que aguardara a que los informes estuvieran completos.
Amauri nos anunció que había reunido suficiente información de sus palabras y con los ojos del traje, de modo que podíamos irnos con toda la ciencia de la recombinación del ADN oculta en el ordenador.
Y luego el traje de Vladimir proyectó un holomapa de 004.
Las líneas delgadas, verdes y brillantes indicaban paredes, puertas, pasadizos. Reconocimos los corredores que habíamos atravesado esa mañana, localizamos los laboratorios, descubrimos dónde estábamos prisioneros. Y luego reparamos en un área más vasta en medio del holomapa, que parecía vacía.
—¿Alguien vio esa habitación? —pregunté.
Los demás sacudieron la cabeza. Vladimir preguntó al holomapa si habíamos estado allí. El traje respondió con su susurrante voz de traje:
—No. Sólo he delineado el perímetro no penetrado y registré entradas que quizá permitan acceso.
—Vaya, así que no nos dejaron entrar allí —protestó Harold—. Sabía que esos marranos ocultaban algo.
—Pensemos —dije—. Esa habitación tiene algo que ver con armas antipersonales, o con investigaciones acerca del ADN humano.
Nos sentamos a digerir esas revelaciones y comprendimos que no nos llevaban muy lejos. Al fin habló Vladimir, y nuestro semiconejo supo usar la mollera mejor que tres morenos. Lo cual demuestra que toda teoría racista es una sarta de patrañas.
—A la porra con el antipersonal. No necesitan armas antipersonal. Sólo tienen que abrir un orificio en nuestro traje y dejar pasar los gérmenes.
—Nuestros trajes se cierran de inmediato —adujo Amauri, y luego se corrigió—: Supongo que un virus tarda poco en pasar, ¿eh?
Harold no lo entendía.
—Si uno de esos conejos intenta cortarme con un cuchillo, lo partiré en dos desde el trasero hasta la axila.
Lo ignoramos.
—¿Qué te hace pensar que hay gérmenes aquí? Nuestros trajes no lo registran —señalé.
Vladimir ya había pensado en ello.
—Recuerda lo que dijeron. Los rusos hicieron entrar aquí esos aminoácidos.
—Rusos —resopló Amauri.
—Sí, en efecto —dijo Vladimir—, pero baja la voz, viado.
Amauri se ruborizó.
—Quem é que ce chama de viado! —protestó, pero oprimí el botón disciplinario. No había tiempo para sandeces.
—Modera tu lenguaje, Vladimir. Ya tenemos bastantes problemas.
—Lo siento, Amauri, capitán —dijo Vladimir—. Estoy un poco tenso.
—Todos lo estamos.
Vladimir recobró el aliento y continuó:
—Una vez que esos gérmenes entraron aquí, 004 se debe haber vuelto permeable. Los… rusos deben de haber introducido más variaciones de lo mismo en 004.
—¿Y por qué no han muerto todos?
—Creo que muchos han muerto, pero los sobrevivientes son aquellos cuyos cuerpos se adaptaron a los tapones que inventaban. Los tapones ahora forman parte de su química corporal. Tiene que ser así. Nos explicaron que se legaba a la siguiente generación a través del ADN.
Comprendí. También Amauri, quien dijo:
—Es decir, que han tenido siete u ocho siglos para seleccionar y adaptar.
—¿Por qué no? —preguntó Vladimir—. ¿No lo has notado? Once investigadores están desarrollando nuevas armas. Y sólo dos desarrollan nuevas defensas. No parecen muy preocupados.
Amauri sacudió la cabeza.
—Oh, Madre Tierra, ¿qué ha sido de ti?
—Sólo ha cogido un resfriado —dijo Vladimir, y se echó a reír—. Un virus. Llamado humanidad.
Nos quedamos mirando el holomapa. Encontré cuatro caminos que conducían desde donde estábamos hasta la zona secreta, si queríamos ir allí. También encontré tres caminos hasta la salida. Se los indiqué a los demás.
—Sí —convino Harold—. El problema es que no sabemos si esas puertas van a esa zona desconocida. Qué diablos, tres de esas cuatro puertas podrían llevar a los armarios o las estaciones de servicio.
Buena observación.
Nos preguntamos si debíamos regresar al Pollywog o tratar de descubrir qué había en esa zona oculta cuando el ataque ruso tomó la decisión por nosotros. Se produjo una tremenda explosión. El suelo tembló como si un perro gigante hubiera hincado los dientes en 004 para darle una buena sacudida. Cuando terminó, las luces parpadearon y se apagaron.
—Una oportunidad de oro —señalé.
Los otros estuvieron de acuerdo. Así que activamos las luces de los trajes y las apuntamos a la puerta. Harold de pronto se sintió importante. Avanzó hasta la puerta y pasó su dedo mágico por el contorno. Luego retrocedió y movió una palanca del traje.
—Daos la vuelta —dijo—. Esto puede deslumbraros.
Aunque no miraba hacia la pared, la explosión me deslumbró Unos segundos. El mundo estaba verdoso cuando di media vuelta. La puerta estaba hecha trizas en el suelo, y la jamba no parecía en muy buen estado.
—Buen trabajo, Harold.
—Graças a Deus —respondió, y tuve que reírme. Era curioso, pero las frases religiosas se negaban a morir, incluso con un filho de puta irreverente como Harold.
Entonces recordé que yo daba las órdenes. Y las di. La segunda puerta que probamos conducía a las habitaciones que queríamos ver. Pero cuando entramos, se encendieron las luces.
—Demonios. Tienen la estación de nuevo en funcionamiento —dijo Amauri.
Pero Vladimir señaló corredor abajo.
La sopa de guisantes había penetrado. Se desplazaba parsimoniosamente hacia nosotros.
—Los rusos deben de haber abierto un buen boquete en la estación. —Vladimir apuntó su dedo láser a la viscosa nube. Incluso con plena potencia, sólo vaporizó una parte. El resto seguía avanzando.
—¿Alguien quiere nadar? —pregunté. Nadie. Así que entramos en esa habitación no tan oculta.
En el interior había algunos pequeñines, agazapados en la oscuridad. Harold los envolvió en capullos y los amontonó en un rincón. Así que tuvimos tiempo para echar un vistazo.
No había mucho que ver. Equipo de laboratorio convencional y treinta y dos cajas de un metro cuadrado. Estaban bajo lámparas solares. Miramos el interior.
Los animales tenían aspecto semisólido. No toqué ninguno, pero por la lentitud con que desplegaba sus seudópodos, llegué a la conclusión de que el que yo observaba tenía una piel correosa, con gelatina dentro. Eran de color marrón claro, aún más claro que la piel de Vladimir. Pero había manchas verdes aquí y allá. Me pregunté si hacían fotosíntesis.
—Mira en qué están flotando —dijo Amauri, y me di cuenta de que era sopa de guisantes.
—Han creado una ameba gigante que vive de los demás microorganismos —dijo Vladimir—. Tal vez la hayan entrenado para que lleve bombas. Contra los rusos.
En ese momento Harold comenzó a disparar su arsenal, y advertí que los pequeñines se habían reunido a las puertas del laboratorio. Parecían inquietos. Los de adelante parecían muertos.
Harold los hubiera matado a todos, pero aún estábamos cerca de una caja con una ameba gigante. Cuando él gritó, vimos que la criatura le cogía la pierna. Harold cayó, y la mitad inferior de la pierna se le desprendió mientras la ameba le devoraba el muslo.
Nos quedamos mirando el tiempo suficiente para que los pequeñines nos rodearan en tal cantidad que la resistencia no tenía sentido. Además, no podíamos apartar los ojos de Harold.
A la altura de la entrepierna, la ameba dejó de comer. Harold ya estaba muerto de todos modos. No supimos qué enfermedad lo afectó, pero en cuanto se fisuró el traje empezó a vomitar. Tenía pústulas en todo el rostro. En síntesis, la teoría de Vladimir acerca del contenido vírico del Puesto 004 era bastante acertada.
Y ahora la ameba cobraba forma de pentágono. Cinco lados muy lisos, y la criatura se puso a horcajadas en la herida abierta que había sido una pelvis. De pronto, con una convulsión, todos los lados se dividieron, formando ángulos, de modo que ahora tenía diez lados. Una fisura delgada apareció en el medio. Y luego, como gelatina cortada en el medio por fin decidida a dividirse, las dos mitades cayeron a ambos lados. Formaron nuevos pentágonos, desplegaron más seudópodos, y continuaron devorando a Harold.
—Bien —dijo Amauri—, sí tienen un arma antipersonal.
Cuando habló, el hechizo de la inmovilidad se rompió y los pequeñines nos hicieron tender en mesas apuntándonos con objetos cortantes. Si nos perforaban el traje, moriríamos. Nos quedamos muy quietos.
Richard Nixon Dixon, el pez más gordo, nos interrogó personalmente. Todo comenzó con muchas preguntas acerca de los rusos, cuándo los habíamos visitado, por qué habíamos decidido servirlos a ellos y no a los americanos, etcétera. Replicamos que decían tonterías.
Pero cuando amenazaron con abrir una puerta en el traje de Vladimir, decidí que ya era suficiente.
—¡Díselo! —grité por el altavoz del traje.
—De acuerdo —dijo Vladimir, y los pequeñines se dispusieron a escuchar—. No hay rusos.
Los pequeñines se aprestaron a abrir orificios.
—No, esperen, es verdad. Cuando recibimos su señal, antes de aterrizar, hicimos siete sobrevuelos orbitales por todo el planeta. No hay vida humana en ninguna parte, salvo aquí.
—El comunista miente —dijo Richard Nixon Dixon.
—¡Es la pura verdad! —exclamé—. ¡No lo toque, hombre! ¡Está diciendo la verdad! ¡Lo único que hay en todo el maldito planeta es esa sopa de guisantes! Cubre cada centímetro de tierra y cada centímetro de agua, excepto unos pocos agujeros en los polos.
Dixon se quedó desconcertado, y los pequeñines murmuraron. Supongo que mi voz era convincente.
—Si no hay gente —dijo Dixon—, ¿de dónde vienen los ataques rusos?
Fue Vladimir quien respondió. Por ser un conejo, reaccionaba con bastante rapidez.
—¡Recombinación espontánea! Ustedes y los rusos desarrollaron nuevas cepas microbianas hasta el delirio. Toda la gente, todos los animales, todas las plantas murieron. Y sólo sobrevivieron los microbios. Pero ustedes han introducido nuevas cepas continuamente, duros competidores para esas fieras que hay allá afuera. Las que no pudieron adaptarse perecieron. Y ahora sólo quedan las que se adaptan. Continuamente.
Andrew Jackson Walichinsky, jefe de investigaciones, asintió.
—Es posible.
—Si algo hemos aprendido de los comunistas en los últimos mil años —dijo Richard Nixon Dixon— es que sólo un idiota confiaría en ellos.
—Bien —dijo A. J.—. Es fácil de comprobar.
Dixon asintió.
—Adelante.
Así que tres pequeñines fueron hacia las cajas y cada cual regresó con una ameba. Pronto fue evidente que pensaban ponerlas encima de nosotros. Amauri gritó. Vladimir se puso blanco. Yo habría gritado pero estaba demasiado ocupado tragándome la lengua.
—Calma —dijo A. J.—. No les harán daño.
—Acredito! —grité—. ¡Ya vi que no hacían daño a Harold!
—Harold estaba matando gente. Éstas no les harán daño. A menos que mientan.
Sensacional, pensé. Como la antigua prueba para las brujas. Las arrojas en el agua: si se ahogan son inocentes, si flotan son culpables y hay que matarlas.
Pero tal vez A. J. dijera la verdad y no nos hicieran daño. Y si no permitíamos que nos pusieran esos bichos encima «sabrían» que mentíamos y nos abrirían boquetes en el traje.
Así que pedí a los pequeñines que me pusieran una sólo a mí. No era preciso que nos probaran a todos.
Y luego me puse la lengua entre los dientes, dispuesto a morder con fuerza y tragarme la sangre cuando esa maldita cosa comenzara a devorarme. Pensé que moriría más feliz si yo colaboraba un poco.
Me apoyaron esa cosa en el hombro. No penetró en mi traje. En cambio se deslizó hacia mi cabeza.
Pasó sobre el visor y el mundo se oscureció.
—Kane Kanea —dijo una tenue vibración en el visor.
—Meu deus —murmuré.
La ameba hablaba. Pero yo no tenía que hablar para responderle. Una pregunta se formaba a través de esa vibración en el visor. Y luego captaba mi respuesta. Así de fácil. Yo estaba tan asustado que me oriné dos veces durante la entrevista. Pero mi imperturbable traje lo limpió todo y lo preparó para el desayuno, como de costumbre.
La entrevista terminó. La ameba se deslizó por el visor y regresó a los brazos de uno de los pequeñines, quien se la devolvió a A. J. y R. N. Los dos hombres apoyaron las manos en la cosa y nos miraron sorprendidos.
—Dicen la verdad. No hay rusos.
Vladimir se encogió de hombros.
—¿Por qué íbamos a mentir?
A. J. se me acercó con ese monstruo vibrante que me había interrogado.
—Me mataré antes de permitir que esa cosa me toque de nuevo.
A. J. se sorprendió.
—¿Aún le tiene miedo?
—Es inteligente —dije—. Me ha leído la mente.
Vladimir se quedó asombrado y Amauri masculló algo. Pero A. J. sonrió.
—No hay ningún misterio. Puede leer e interpretar los campos electromagnéticos del cerebro, combinados con el flujo de amitrón de la glándula tiroides.
—¿Qué es? —preguntó Vladimir.
A. J. puso cara de orgullo.
—Es mi hijo.
Esperamos el final del chiste. No hubo tal cosa. Comprendimos que habíamos encontrado lo que buscábamos: el resultado de las investigaciones de los pequeñines en el ADN humano recombinante.
—Hemos trabajado en ello durante años. Hace cuatro años dimos en el blanco —dijo A. J.—. Eran nuestra última línea de defensa. Pero ahora que sabemos que los rusos han muerto… bien, no hay razones para que permanezcan en sus nidos.
Y el hombre puso la ameba en la sopa de guisante, que ahora alcanzaba sesenta centímetros de altura. Inmediatamente se acható en la superficie hasta alcanzar un metro de diámetro. Recordé la voz que me susurraba en el visor.
—Es demasiado flexible para tener cerebro —objetó Vladimir.
—No tiene cerebro —respondió A. J.—. Las funciones cerebrales están distribuidas en el cuerpo. Si lo cortáramos en cuarenta trozos, cada trozo tendría memoria suficiente y función mental suficiente para seguir viviendo. Es indestructible. Y cuando varias se juntan, organizan un campo simpático. Se vuelven muy brillantes.
—El mejor de su clase y todo eso, claro —dijo Vladimir. No podía ocultar su repulsión. Yo estaba tratando de no vomitar.
«Conque ésta es la próxima etapa de la evolución —pensé—. El hombre estropea el planeta hasta que sólo es apto para microbios, y luego se modifica para alimentarse con una dieta a base de bacterias y virus».
—Es el paso perfecto en la evolución —prosiguió A. J.—. Este sujeto puede adaptarse casi por reflejo a nuevas especies de bacterias y virus parasitarios. Controla mentalmente la constitución de su ADN. Manipula el ADN de otros organismos absorbiéndolos por las membranas semipermeables de células especializadas, alterándolas y liberándolas de nuevo.
—Por alguna razón, no siento el menor impulso de alimentarlo ni de cambiarle los pañales.
A. J. se echó a reír.
—Como se reproducen por fisión, nunca son bebés. Oh, si el trozo fuera muy pequeño, tardaría un rato en recobrar un nivel de competencia adulta. Pero en circunstancias normales es siempre adulto.
A. J. bajó el brazo, dejó que su hijo se le subiera al brazo y regresó adónde estaba Richard Nixon Dixon. A. J. apoyó el brazo que sostenía la ameba en el hombro de Dixon.
—Dé paso —dijo A. J.—. Si los rusos han muerto, la maldita guerra ha terminado.
Dixon quedó sorprendido.
—¿Y?
—Ya no necesitamos un comandante.
Antes de que Dixon pudiera responder, la ameba le había devorado el cuello y lo había matado. Una revuelta contundente, pensé, y miré a los demás pequeñines para ver cómo reaccionaban. A nadie parecía importarle, como si ese militarismo patriótico a ultranza fuera sólo superficial. Sentí un vago alivio. Quizá tuvieran algo en común conmigo, pese a todo.
Decidieron dejarnos libres y nos complació aceptar el ofrecimiento. Cuando salíamos, nos mostraron qué había causado la explosión durante el último «ataque ruso». El musgo que protegía la superficie de acero de la instalación había mutado ligeramente en un sitio, permitiendo que las bacterias que devoraban acero entraran en relación simbiótica. La mutación se produjo en el lugar donde se hallaban los tanques de hidrógeno. Al abrirse un orificio, uno de los conjuntos de aminoácidos que flotaban con la sopa de guisantes se había combinado radicalmente con el hidrógeno puro. El efecto fue una explosión demográfica de tres segundos. Arrancó un buen pedazo del Puesto 004.
Cuando regresamos a nuestra nave, nos alegró haber dejado al viejo Pollywog flotando a cuarenta metros del suelo. Aun así había sufrido ciertos daños. Uno de los microbios aéreos tenía habilidad para alojarse en fisuras y reproducirse deprisa, ensanchando brechas microscópicas en la estructura de la nave. A pesar de todo, Amauri consideró que podíamos despegar.
No dimos un beso de despedida a nadie.
Así que ahora os revelaré la verdadera historia de nuestra visita a Madre Tierra en 2810. El paralelismo con nuestra situación actual es evidente. Si permitimos que Pennylsvania se inmiscuya en esa insensata guerra entre Kiev y Núncamais, seremos merecedores de las consecuencias. Porque esos malditos conversores de antimateria causarán tales calamidades que, en comparación, la guerra bacteriológica parecerá un juego de niños.
Y si algo humano sobrevive a la guerra, no se parecerá en nada a lo que hoy llamamos humano.
Quizá no le importe a nadie más, pero a mí sí me importa. No me gusta la idea de tener amebas por nietos, y tener un sobrino nieto de antimateria me atrae aún menos. He sido humano toda la vida, y me gusta.
Opino que debemos activar nuestros represores y esperar a que termine esta maldita guerra. Esperar a que se hayan exterminado y continuar con la tarea de mantener la humanidad con vida, y humana.
Aquí termina mi discurso político. Si votáis por la guerra, os prometo que más de una nave enfilará hacia la agreste negrura del espacio. Hemos colonizado antes, y podemos hacerlo de nuevo. Por si nadie ha entendido la insinuación, estoy pidiendo voluntarios, por si sucede lo peor. Cambio y fuera.
Hola de nuevo. Cuando este programa se imprimió por primera vez, recibí muchos mensajes preguntando por qué no informamos de todo esto cuando regresamos. La respuesta es sencilla. En Núncamais es delito capital alterar la bitácora de una nave. Pero era necesario.
En cuanto abandonamos la Madre Tierra, Vladimir pidió al ordenador que expusiera todos sus hallazgos, datos y conclusiones sobre el recombinante ADN. Y luego lo borró todo.
Quizá lo hubiera detenido de haber sabido lo que estaba haciendo. Pero una vez que lo hizo, Amauri y yo comprendimos que tenía razón. Esa merda no tenía lugar en el universo. Sistemáticamente borramos nuestras huellas. Eliminamos toda referencia al Puesto 004, anulamos toda alusión a una señal. En el ordenador sólo dejamos un registro de nuestro sobrevuelo, sin mostrar nada más que sopa de guisantes de un viscoso mar al otro. Tuvimos que esforzarnos, pero camino a casa añadimos un grave desperfecto en el sistema de soporte vital para salidas extravehiculares, el cual nos costó la vida de nuestro querido amigo y camarada Harold.
Y luego escribimos en la bitácora: «Planeta inhabitable para pobladores humanos. No hallamos vida humana».
Qué diablos. Ni siquiera era una mentira.
Fin
Apostilla del autor
Jim Baen escribió un editorial en la revista Galaxy, donde pedía a los autores de ciencia ficción que dejaran de describir los «futuros» de siempre y echaran un vistazo a lo que la ciencia estaba haciendo. ¿Dónde estaban, por ejemplo, los cuentos que hicieran extrapolaciones sobre las actuales investigaciones en ADN recombinante?
Entonces yo aún trabajaba en la revista The Ensign, y Jay, Lane y yo lo tomamos como un desafío personal. Por cierto, en la tradición de los jóvenes autores del género, tomé mecánicamente la idea del injerto genético (había leído Scientific American como un buen chico, así que podía inventar de forma convincente), la llevé al extremo y la serví en una trama estereotipada acerca de dos países empeñados en una guerra a muerte, sólo que uno de los contendientes no se da cuenta de que el otro ha sido exterminado tiempo atrás y que ahora lucha contra el mundo que ha destruido. Creo que el cuento todavía funciona como polémica sobre el tema «dejad de desquiciar el mundo». Como relato, es sin duda una obra de juventud. El ADN recombinante ha merecido mejor tratamiento desde entonces, tanto en mis novelas (Wyrms, La voz de los muertos) como en la obra de otros escritores que le han hecho más justicia al asunto. (Pienso ante todo en el magnífico trabajo realizado por Octavia Butler en Amanecer, Ritos de adulto e Imago). Si alguien desea pruebas de que yo era un adolescente jugando a ser escritor, sólo hay que mirar el título, un mal retruécano sobre una pegadiza pero obtusa canción popular que, según creo, fue escrita como tema musical de un anuncio de tejanos. [El juego de palabras se basa en una similitud de pronunciación entre el título del cuento en inglés, Put My Blue Genes On («Me puse mis genes azules»), y el estribillo de la canción, Put My Bluejeans On («Me puse mis blue jeans»). (N. del T).].
Ahora noto, sin embargo, que algunos intereses posteriores ya afloraban en Planeta inhabitable. Por lo pronto, puse brasileños en el espacio. No fui el primero en hacerlo, pero puede considerarse el comienzo de mi campaña para señalar a los autores americanos que el futuro quizá no pertenezca a Estados Unidos. La ciencia ficción de la primera preguerra siempre ponía ingleses y franceses en el espacio; ahora, en este mundo postimperialista, nos parece una idea extravagante. Creo firmemente que dentro de cincuenta años la idea del liderazgo americano parecerá igualmente anacrónica, y sólo quienes ponemos brasileños, tailandeses, chinos y mexicanos en el espacio pareceremos vagamente proféticos.
Desde luego, quizá me equivoque en cuanto a mi predicción. Pero hay otra razón para abrir la ciencia ficción a otras culturas, y es que la ciencia ficción es la única aportación estadounidense duradera a la literatura en prosa. En las demás áreas somos derivativos, no hasta la médula, porque en esas áreas no tenemos médula. En otros países nadie aspira a escribir westerns y en Rusia, Alemania o Japón no leen a Updike o Bellow para aprender a escribir novelas «serias». Ya cuentan con tradiciones literarias más antiguas y mejores que lo que nosotros consideramos óptimo. Pero en ciencia ficción todos nos toman como ejemplo. También quieren escribir ciencia ficción porque quienes la leen en todos los países la ven como la ficción de la posibilidad, la ficción de la extrañeza. Es el único género que permite al escritor practicar la sátira sin que se reconozca como sátira, practicar la novela metafísica sin que se considere proselitismo filosófico ni religioso. En resumen, es la literatura más libre y abierta del mundo actual, y es la única literatura que los escritores extranjeros aprenden principalmente de los norteamericanos.
Entonces, ¿por qué nuestros autores de ciencia ficción insisten en imaginar únicamente futuros americanos? Nuestro público trasciende nuestras fronteras.
Hay países donde nuestras palabras se toman mucho más en serio que en el nuestro. Si aspiramos a cambiar el mundo con nuestros relatos —y no se me ocurre ninguna otra razón para coger la pluma— debemos hablar al mundo. Y un modo de indicar al mundo que le hablamos es incluir a los ciudadanos de otros países, a los hijos de otras culturas, en nuestros futuros. Lo contrario es como abofetearlos en la cara y decir: «He visto el futuro y no estáis ahí». Bien, yo he visto el futuro, y ellos están ahí, en gran número y con gran poder. Quiero que mi voz haya sido una de las que ellos escucharon mientras escalaban para ser los reyes de la colina. En Planeta inhabitable di mi primer paso en esta dirección.
Título original: Put My Blue Genes On. Primera edición en Analog, agosto 1978.