LA ÚLTIMA GUERRA (Thomas N. Scortia)
Publicado en
noviembre 25, 2019
Evelyn, su mujer, estaba al teléfono.
—Siento molestarte en la oficina —dijo.
—No tiene importancia —dijo Malbright. Por supuesto, sí la tenía. Sintió un furtivo mal humor que reprimió inmediatamente. El Secretario, que se había presentado en su despacho inesperadamente, más bien para intimarle, frunció el ceño y se sentó en su silla, impaciente.
—Quería que le dieras las gracias al señor Om antes de que se fuera hoy —dijo la mujer de Malbright—. Les ha enviado un regalo maravilloso a los niños... una caja de espejos... y están encantados con ella.
—Se lo diré —dijo Malbright impacientemente.
—Te llamaré a las cuatro, como de costumbre —le prometió ella, y cortó la comunicación.
Malbright abrió el comunicador interior y dijo:
—Susan, no me pase más llamadas hasta que yo se lo diga.
—Lo siento —dijo su secretaria—; no sabía que el Secretario estaba con usted.
Malbright se volvió hacia el Secretario mientras consultaba su reloj. Este dijo:
—El señor Om y su acompañante saldrán para su planeta de origen dentro de setenta minutos. El Presidente está convencido de que su repentina marcha puede ser señal de problemas. Esta nave y las muestras de su tecnología que hemos visto demuestran que pueden ser unos adversarios formidables.
—Estaría de acuerdo —dijo Malbright— si no fuera por su singular moralidad, inherente a su raza. La idea de que pudieran declararnos la guerra es impensable.
—Encuentro eso muy difícil de creer —replicó el Secretario.
—Sin embargo —insistió Malbright—, he permanecido junto a ellos lo suficiente como para saber que son incapaces de realizar ningún acto violento.
—Su vida y la vida de todos los seres humanos de la Tierra dependen de que usted esté en lo cierto —apuntó el Secretario.
Lo cual era perfectamente correcto. Gracias a Dios que los alienígenas no eran aquellos monstruos feroces de los vídeos. Por el contrario, eran unos seres sumamente civilizados..., unos seres completamente frivolos, según la opinión de los psicólogos... sin ninguna urgencia destructiva primordial, sin explosiones incontroladas de mal genio que echaran a perder su placidez. Su moralidad cultural, eónicamente vieja, hacía que la violencia directa ejercida contra cualquier especie inteligente fuera una cosa imposible para ellos. Eso era incomprensible. Pero una raza que había desarrollado una técnica para inducir la telepatía mediante radiaciones no podría haber sobrevivido si su subconsciente, ahora fácilmente accesible, hubiera sido malvado. El asesinato, escondido en la psique humana, no se encontraba en ninguna parte dentro de sus ordenadas mentes.
—Usted debe averiguar lo que planean —insistió el Secretario—. Su raza está condenada, a no ser que puedan encontrar algún lugar en donde establecerse.
—Tal vez podríamos considerar la posibilidad de permitirles que se establezcan en la Tierra —dijo Malbright—. Realmente, lo que ellos quieren es muy poco... nada más que Tasmania... y nos ofrecen a cambio una tecnología avanzada que haría de la Tierra un paraíso.
—Hemos de considerar que no sabemos nada acerca de su ciclo de reproducción —dijo el Secretario.
El propio Malbright se había dado cuenta de aquel problema y, anticipándose a aquella objeción, les había pedido información acerca de aquella cuestión crucial. Como de costumbre, el señor Om había sido claro y honesto. Durante su período fértil de setenta años terrestres, tenían dos vastagos cada once meses. Cierto era que habían desarrollado técnicas para limitar el crecimiento de su población en su actualmente sentenciado mundo; pero ¿quién podría asegurar que tal fecundidad no dominaría a la humanidad?
—Nosotros éramos su última esperanza —dijo Malbright.
—Tenemos que saber cuáles son sus planes —insistió el Secretario—. No puedo creer que vayan a aceptar la extinción de su raza tan resignadamente, por muy rígida que sea su moralidad cultural.
Cuando hubo salido el Secretario, Malbright metió sus notas dentro de una cartera, junto con su magnetofón. Tal vez podría permanecer una hora más con los emisarios antes de su partida. Después de un mes de entrevistas diarias, se dio cuenta de que cada día les cobraba más afecto.
Pidió que le trajeran su automóvil, y unos diez minutos después el coche se detuvo delante de las escaleras del Lincoln Memorial. En la plaza que había delante del Memorial, grupos de centinelas patrullaban apresuradamente junto a las barricadas de alambre de púas, tras las cuales se amontonaban los mirones que esperaban poder ver a los alienígenas. La nave esférica estaba suspendida en el aire a unos centímetros del agua en la plaza que había delante del Memorial, mientras sus rayos propulsores lanzaban tenues vibraciones a través del agua contra la que chocaban.
Dejó el coche y recorrió la distancia que había hasta la rampa inferior que conducía al interior, saludando con la cabeza al capitán que mandaba el contingente de centinelas. El señor Om fue a su encuentro a la entrada, mientras sus grandes y dulces ojos brillaban a la luz amarillenta del interior. Junto a él su compañero, cuyo nombre Malbright no había logrado conocer todavía, esperaba pacientemente. Ambos se parecían muchísimo a las nutrias.
—Mi esposa me ha pedido que le diera las gracias por su regalo —dijo Malbright, una vez hubieron intercambiado un saludo más formal.
—Estoy encantado de que les agraden tanto las cajas de espejos —dijo el señor Om—. Tanto nosotros como nuestros compatriotas que están en los demás países de la Tierra han podido constatar que les han gustado a todos aquéllos a los que se las han regalado.
—¿Es necesario que se vayan ustedes hoy? —preguntó Malbright—. Tal vez existan áreas en las cuales todavía podrían llegar a un acuerdo.
—Lo siento —dijo el señor Om—. Nos queda muy poco tiempo y además consideramos que ya hemos permanecido demasiado en su delicioso mundo.
—¿Tan próximo está el fin? —preguntó Malbright. Su voz delataba su auténtico dolor. Había llegado a apreciar a aquel amable ser, y el darse cuenta de que su función había sido la de cerrar la puerta a su inmigración y de este modo señalar el fin de su especie, pesaba enormemente sobre él.
—Me temo que sí —asintió tristemente el señor Om—. Teníamos apenas un centenar de años para completar nuestra emigración y, a pesar de que su especie puede considerar que éste es un tiempo muy largo, en la historia de las razas es relativamente corto.
—¿Qué van a hacer ustedes? —preguntó Malbright—. ¿Adonde irán?
—¿Teme usted que, sumidos en la desesperación, podríamos intentar tomar por la fuerza lo que ustedes no quieren darnos en paz? —preguntó el señor Om tristemente—. Puede leerse tal preocupación tras su pregunta.
—Debería saber que apenas podría ocultarles nada —dijo Malbright. Sonrió débilmente—. Es uno de los problemas de tratar con una raza de telépatas... o al menos de telépatas parciales. —Señaló con un gesto al compañero del señor Om.
—Es una lástima que no pueda comunicarse con mi compañero —dijo el señor Om—, pero la telepatía inducida por la radiación sólo funciona entre los sexos, ya sabe. Sin embargo, le he transmitido todas nuestras conversaciones.
—¿Entre los sexos? —preguntó Malbright, con un tono de sorpresa en la voz.
—Fue usted —señaló avergonzado el señor Om— el que insistió en llamarme «señor» Om. No hubiera sido cortés contradecirle en una distinción tan elemental. Además, era necesario cortar el contacto telepático para hablar lo más rápidamente posible. Un contacto prolongado, incluso para nosotros que hemos dominado su técnica durante eones, habría sido fatal.
—¿Son tan violentas nuestras mentes? —preguntó Malbright.
El señor Om pareció turbado.
—Hay una parte de su mente que no puede usted controlar, la antiquísima parte básica que tiende a dominar y matar ante cualquier desprecio infligido al ego. Esos pensamientos telepáticos pueden matar. Esta es una de las desventajas de nuestro sistema de comunicación, esto y el hecho de que debemos auxiliarnos con la electrónica para la comunicación a larga distancia, puesto que nuestra telepatía funciona solamente con lo que se tiene ante la vista.
—Parece una limitación muy pequeña, considerando el cúmulo de conocimientos que esta técnica le ha proporcionado a su raza.
—No ha servido para nada —dijo el señor Om—. No podemos aceptar ni tan siquiera la única concesión que nos ha hecho su gobierno. Me refiero a la de dejar depósitos de nuestras células-embrión para el caso en que, no habiendo podido encontrar un lugar donde vivir, tengamos que morir.
—Esto podría evitar su extinción —dijo Malbright—. Nosotros no somos insensibles. No deseamos ver desaparecer su raza.
—Eso, desgraciadamente, es otra de las limitaciones de nuestra telepatía. Los campos que generamos matan invariablemente las células-embrión si salen fuera de los cuerpos de los seres que las han procreado.
—¿Qué van a hacer ustedes ahora? —preguntó Malbright.
—Cien años es mucho tiempo. Nuestra gente ya está en camino y nos encontraremos con ellos en ruta. Tal vez hayan encontrado ya un lugar.
—¿En este sistema solar? —preguntó Malbright, sintiendo una vaga alarma.
—Tal vez —dijo el señor Om—. Pero ahora debemos partir de aquí.
Malbright retrocedió un paso e hizo un gesto de despedida que había aprendido de ellos.
—Adiós —dijo.
El señor Om le respondió en francés, una lengua con la que se había encariñado mucho, y Malbright descendió por la rampa hacia la plaza. Un segundo después la rampa se retiró como la brillante lengua de metal de una boca de acero, se cerró la compuerta y la nave se adentró silenciosamente en el cielo hasta perderse de vista.
El incidente que tuvo lugar cuando regresaba al departamento le dejó profundamente asustado. Un Ford conducido por una mujer delgada de cabellos rojos se saltó un semáforo en rojo y se cruzó con su coche a unos sesenta kilómetros por hora, logrando esquivarle mediante un giro violento. El conductor de Malbright soltó una palabrota. Inmediatamente después vieron cómo la mujer que había tras el volante se levantaba del asiento y caía a continuación. Luego el automóvil giró hacia un lado y rodó disolviéndose en una nube de humo, metal retorcido y vidrios pulverizados.
No había nadie en el vestíbulo, y mientras esperaba el ascensor percibió sonidos distantes, como si alguien gritara. La puerta del ascensor se abrió y por ella salieron dos hombres vestidos de blanco, llevando una camilla.
—Dios mío —dijo Malbright, reconociendo el cuerpo blanco de Susan—. ¿Qué ha sucedido?
—Y yo que sé —dijo uno de los hombres, que tenía los ojos muy abiertos y aterrorizados—. ¿Quién sabe lo que está sucediendo?
La puerta, al cerrarse, ocultó a aquellas dos apresuradas figuras. Cuando salió del ascensor vio que los pasillos estaban desiertos. La antesala de su despacho estaba igualmente desierta, pero el Secretario le estaba esperando cuando entró.
—¿Qué le ha sucedido a Susan? —preguntó Malbright.
—Intentó impedir que saliera, yo comencé a decirle algo e inmediatamente después se desplomó —respondió el Secretario.
—¿Qué está sucediendo? —preguntó Malbright.
—No lo sé —dijo el Secretario—. Las noticias llegaron hace unos diez minutos. De todo el planeta. Esas malditas cajas de espejos que los alienígenas fueron regalando. Todas ellas, todas, han explotado y han despedido una especie de radiación. Han interrumpido todas las transmisiones de radio durante tres segundos.
Malbright saltó de su asiento y se lanzó hacia el escritorio, mientras le latía con fuerza el corazón. El teléfono comenzó a sonar ante él. Sonaba, sonaba y sonaba. Consultó su reloj. Las cuatro en punto. Descolgó el auricular y dijo:
—¿Evelyn?... Quédate en casa. No salgas. ¿Me has entendido?
—¿Cuándo te veré esta noche? —preguntó ella.
—¿Verme? —preguntó él tristemente—. ¿Verme? —Colgó el auricular sin responder a su pregunta y luego le contó al Secretario su último encuentro con el señor Om.
—Usted me dijo que esos seres eran incapaces de hacernos ningún daño —le recordó el Secretario.
—No pueden hacernos daño directamente —dijo él, fatigado—, pero se han asegurado todo el espacio vital que su raza necesita para dentro de cien años.
—Puede tratarse de un accidente —dijo el Secretario—. No pueden haber querido decir eso.
—Sí, estoy seguro de ello —dijo Malbright cansadamente, recordando las últimas palabras del señor Om.
Cuando Malbright se había despedido de ellos con un triste y sencillo «Adiós», el señor Om le había contestado mientras sus ojos desprendían un fugaz destello.
Fin