LOS JARDINES DE LA MEMORIA (Michel Quint)
Publicado en
octubre 14, 2019
«Y qué conmovedora es la granada en nuestros espantosos jardines.»
Caligramas, Guillaume Apollinaire
A la memoria de mi abuelo Leprêtre, ex combatiente en Verdún, minero, y a la de mi padre, antiguo resistente, maestro, que me abrieron de par en par la memoria del horror y, en consecuencia, el aprendizaje de la lengua alemana, porque estaban convencidos de que el maniqueísmo en Historia es un disparate.
Y a la memoria de Bernhard Wicki.
Algunos testigos afirman que en los últimos días del proceso contra Maurice Papon, la policía impidió que un payaso, un augusto, por añadidura muy mal maquillado y con el traje hecho un guiñapo, entrase en la Sala de Audiencias del Palacio de Justicia de Burdeos. Parece ser que, ese mismo día, esperó la salida del acusado, limitándose a observarlo a distancia sin dirigirle la palabra. Quizá el ex secretario general de la Prefectura de Gironde se percatara de la presencia de ese payaso, pero no es seguro. Después, el hombre volvió regularmente, sin su disfraz, para asistir al final del proceso y a los alegatos. Siempre ponía sobre sus rodillas una maleta de cuero totalmente rozado que acariciaba sin descanso. Un ujier recuerda haberle oído decir, una vez pronunciado el veredicto:
—Sin verdad, ¿cómo puede haber esperanza...?
¿Y sin memoria? De las leyes de Vichy: del 17 de julio del 40, sobre el acceso a los cargos en las administraciones públicas; del 4 de octubre del 40, relativa a los residentes extranjeros de raza judía; del 3, la víspera, sobre el estatuto de los judíos; del 23 de julio del 40, relativa a la pérdida de la nacionalidad de los franceses que hubiesen abandonado Francia; todas esas actas en las que Pétain comienza por «Nos, Mariscal de Francia...», y esa otra ley que me afecta, del 6 de junio del 42, que prohíbe a los judíos ejercer la profesión de comediante...
Yo no soy judío. Ni comediante. Pero...
Siempre, por más que me remonte en el tiempo, a las épocas en las que todavía pasaba por debajo de las mesas, incluso antes de saber que estaban destinados a hacer reír, los payasos han provocado en mí la tristeza. Deseos de lágrimas y desesperación desgarradora, agudos dolores y vergüenzas de paria.
Sobre todo he detestado a los augustos. Más que el aceite de hígado de bacalao, los besos a las viejas parientes bigotudas y el cálculo mental, más que cualquier tortura de la infancia. Para expresar lo más exactamente posible el sentimiento, en los tiempos de mi inocencia sentía ante esos hombres zurcidos con cuerdas, con ojos desorbitados por el albayalde, grotescos, el virtuoso espanto de los muchachos aún vírgenes al cruzarse con una prostituta pintarrajeada, según la idea gráfica y sumaria que yo me hacía, o el repentino pánico de los rosales al descubrir en el jardín florecido a un gnomo obsceno, itifálico. Si se me imponía el espectáculo de la pista, me aterrorizaba hasta enrojecer, tartamudear, orinarme en los calzoncillos. Hasta volverme sordo. Loco. Hasta morirme.
Sólo de pensar en una bola en la nariz, en una peluca roja, en la perspectiva de una mañana en el circo, tanto mis compañeros de clase y mi hermana Françoise como todos los chavales de constitución normal sentían deseos de reír; se les estiraban las comisuras de los labios. Experimentaban el éxtasis de la risa, de reírse a carcajadas. Yo, sin embargo, me encogía en lo más profundo de mí mismo hasta ser incapaz de tragar ni una regla de gramática ni la cena.
Evidentemente, los manuales de psicoanálisis vulgarizado están para utilizarlos; hace ya mucho tiempo que identifiqué las causas de mi neurosis.
Mi padre, que era maestro, buscaba y agarraba por los pelos todas las ocasiones de exhibirse como augusto aficionado. Enormes zapatones, nariz roja y toda una serie de bártulos chapuceros de sus viejos trajes y de utensilios de cocina arrinconados. A eso hay que añadir algunos encajes, abandonados por mi madre, que le daban un colorido equívoco. Armado y disfrazado de esa manera, cubierta la cabeza con un colador de esmalte descascarillado, acorazado con un corsé rosa de ballenas, pasapurés nuclear en la cadera, cascanueces supersónico en la mano, era un guerrero despavorido, un samurai de hojalata que salvaba a la humanidad intergaláctica y también a la nuestra, retrasada, en un número patético de necio solitario que se veía obligado a darse a sí mismo bofetadas y patadas en el trasero. Una especie de Matamoros de vía estrecha, un Tintín de arrabal, cuyo galimatías apenas articulado nadie conseguía entender, pero que tenía chispa para conmover a los asistentes. Tal vez porque era torpe, se pillaba de verdad los dedos en el tambor del rallador de queso que le servía de ametralladora, cantaba fatal e invariablemente moría de hambre, de amor o... De amor. Pensándolo bien, sí, imitando a Charlot, moría sobre todo de amor.
Y eso aumentaba mi malestar. En cuanto a mamá, aunque intentaba ocultarlo, para mí era evidente que ver a papá realizar caídas y saltos bruscos de agonía, con una flor de papel en la mano para una doncella elegida entre los asistentes, tampoco le hacía ninguna gracia. Pero ¡en fin!
Acudía a las fiestas de Fin de Año, las meriendas de Navidad, los aniversarios y las fiestas de los comités de empresa. Las tardes recreativas de las obras laicas, preferente y evidentemente, hasta saciar la sed. En todos los sentidos. Porque este tipo de actos ya sabemos lo que es; lo amistoso es la regla, y aquel buen payaso había sudado bajo los focos; había que velar por llenar regularmente su jarra de cerveza. Mi padre volvía de sus prestaciones lleno de reconocimiento líquido y satisfecho de estar ebrio en aras del deber. Y yo me avergonzaba de él, renegaba de él, lo ignoraba, y se lo habría dado al primer huérfano que pasara si hubiera creído que alguno podría aceptarlo. Odiaba a mi madre por meterlo en la cama, enjugándole la frente y murmurándole palabras tiernas.
Nunca pidió un céntimo por actuar, por habernos estropeado un sábado en familia, o un domingo, o habernos obligado a renunciar a un estupendo jueves entre nosotros. Lo llamaban directamente a casa, por teléfono. Escuchaba y preguntaba únicamente el lugar y la hora. Después informaba a mamá de su contrato. Ella lo observaba mientras sacaba su maleta de un armario del sótano y verificaba sus accesorios. De su bolsillo salía la gasolina para el coche, el billete del tranvía y todos los gastos. Simplemente, antes de partir, nos interrogaba con la mirada y respetaba una tradición: dudar, hacer como si le causara pesar dejarnos plantados, sacrificarnos a su placer. Casi renunciaba, dejaba la maleta en el suelo; no, no, no iría; era demasiado cruel abandonarnos. Todo ese cuento para que nosotros interpretásemos nuestro papel en la mascarada con tiernos e imposibles desgarros; para que mamá condescendiese a acompañarlo con orgullo, incluyéndonos a mi hermana Françoise y a mí en la rendición.
En realidad, mamá no condescendía, sencillamente reivindicaba su estatuto de mujer de payaso al estilo de patriota iluminada: no íbamos al sacrificio, sino al triunfo. Para mí, el sacrificio sí que existía, me pesaba la salida obligatoria, tendría que usar la astucia, desmarcarme claramente de los míos no dirigiéndoles la palabra mientras durase el número: traicionar. Yo me sentía como un perro apaleado, consolándome apenas con los dulces, los canapés rancios y las limonadas desvaídas que nos servían a veces. Como a los pobres.
Lo que no éramos.
Como he dicho, mi padre era maestro. Y popular como ninguno de sus colegas, amado por sus alumnos de la municipal precisamente por esa lamentable y poco habitual vocación cómica en un honorable pedagogo.
Mi padre era el más triste de los payasos tristes. Al menos ésa era mi impresión. Y que se hacía daño a propósito, que haciéndose tan desgraciado se castigaba por una falta inconfesable. Incluso, habiendo hojeado por pura perversión un catecismo que había confiscado y olvidado en el cajón de su mesa, llegué a sospechar que deseaba un destino como el de Cristo. La absurda idea de que por el dolor y el sacrificio podía redimir no sé qué de oscuro, la cara inconfesable de la humanidad. En realidad, detrás de su maquillaje, ridículo, perdiendo su tiempo y su reputación, su dignidad de funcionario íntegro, regocijando a ingratos, sabiendo que era un mal artista, exultaba de felicidad. Estúpida y admirablemente, como un pescador de caña, un cazador, un jugador de petanca...
Años cincuenta, principio de los sesenta. Teníamos un Dyna Panhard, un largo sapo de morro redondo, amarillo canario, con asientos de skay imitación cebra y ruido de cacerola. Un coche de payaso. Mi padre se felicitaba por su elección. Era el único. Los demás padres conducían Citroëns DS, Peugeots, Fords... ¡Incluso Simcas! Si por lo menos hubiera tenido un Étoile Six bicolor, esa especie de ballena raquítica con grandes barbas, se lo habría perdonado. ¡Pero un Panhard! A veces pienso que nos llevaba a mamá, a Françoise y a mí porque éramos feos, porque pegábamos con el coche, porque con nuestros cabellos amarillo Flandes, nuestras narices de porra y nuestras gafas redondas, éramos una prolongación del cascajo. Yo temía que un día acabase por sacarnos al escenario, bueno, a los estrados miserables en los que oficiaba las mejores tardes. También temía que nos ofreciese, como Pirandello -a quien yo no conocía todavía-, ese triste jefe de familia de seis personajes que expone sus bajezas domésticas a actores; sí, temía que nos abandonase a la curiosidad malsana de una merienda de chavales o de empleados de la seguridad social. Nos habrían hecho preguntas sobre nuestras desgracias y nuestras bajezas, y nuestra turbación les habría procurado goces mórbidos. Sin embargo, ¡no lo necesitaba para tratarlos en clase, para envidiarlos por tener padres normales! ¡Incluso un padrastro indiferente, hasta el amante perezoso de una madre viuda y veleidosa era mejor que un extraño augusto con un morro de alce y un cerebro capaz de resolver todos los problemas de grifería!
Lo peor ocurrió cuando mi padre me tuvo como alumno en segundo de primaria. Se atrevió a venir al colegio y dar su clase llevando bajo la blusa gris su parafernalia de augusto, el corsé y todo el resto. Por lo menos, no se atrevió con el maquillaje y la peluca, ni tampoco con los zapatones. Si lo hubiera hecho, creo que me habría tirado al paso de un tren o a las ruedas del Dyna cuando lo sacase del garaje...
De todas formas, impresionado, aquello me pareció un principio de apocalipsis. Pero fui el único que alucinó: era de notoriedad entre los alumnos del último curso, quienes ya habían pasado por las manos de mi padre, que cada año, no mucho después de la Epifanía, o sea, hacia carnaval, se permitía la misma extravagancia. Le pasaban sin problemas esta incongruencia sin conocer su verdadero significado.
Mi padre era un gracioso; eso era todo. Decían que un fenómeno. ¡André es un fenómeno! Cuántas veces lo oí antes de que se apercibiesen de mis tormentos y guardasen silencio delante del chico del fenómeno... ¿Fenómeno en qué? Quienes empleaban la expresión no sabían, como yo también ignoraba, y nadie suponía que el dedo de Dios se hubiera posado un día sobre mi padre para santificarlo; pero el calificativo, otorgado generosamente, hacía de él un ser diferente.
De hecho, hoy lo sé, merecía la distinción, la Legión de Honor del reconocimiento, y quienes se cruzaban por la acera con su mirada dulce tendrían que haberse descubierto. Porque se pasó la vida rindiendo homenaje, pagando su deuda de humanidad, lo más dignamente que creía. Durante treinta años estuvo con el sombrero en la mano, saludando. Superada la primaria, tuve la confusa sensación de que actuaba por deber, como un ritual expiatorio, y me hubiera reído del atontado que le hubiese reconocido talento de augusto. Sabía que era un mal payaso; no sentía vergüenza alguna por ese fracaso e, incluso, le agradaban sus lamentables payasadas. Mi padre era un hombre de dulce obstinación y de necesidad interior.
Con certeza, sólo lo supe después. Cuando consideró que había llegado el momento de liberarme.
•••
No fue él, mi padre, quien me contó el porqué, quien me liberó de la maldición del augusto. La misión, o el incordio, corrió a cargo de su primo Gaston.
Gaston. Un inútil del que mi madre tenía lástima. Un James Cagney desgarbado, rubio apagado, casado con una Nicole rolliza que se reía a carcajadas sin cesar. No tenían un céntimo y no les importaba. Simplemente, los domingos -casi todos- que venían a comer con nosotros, cuando llegaba el postre, una vez acabado el Burdeos ya-verás-lo-que-es-bueno, terminaban callándose, sus manos se entrelazaban sobre el mantel adamascado, Nicole daba un gran suspiro que se convertía en risa nerviosa forzada, y Gaston limpiaba sus gafas. Después se abandonaban y se abrazaban, verificando la ternura y la vida con largos besos en el cuello. Sin pudor, ni vergüenza, ni perversidad. Como buenos salvajes.
No tenían hijos; nunca los tendrían. Se les envidiaba esa posibilidad de eterna luna de miel. Ellos, sin embargo, se morían de ganas de tenerlos.
Cuando oíamos cómo se les partía el corazón, mi madre bajaba la cabeza y mi padre miraba para otro lado. En cuanto a la idiota de mi hermana, Françoise, se daba aires de iniciada, hacía gestos de afligida inconsolable, ponía cara de ser el patrón de medida del sufrimiento universal. Demasiado vieja para su edad. Si hubiera podido, habría pagado novenas de penitencia. Por el momento, lloraba con mucha elegancia, sin estropearse los párpados y a voluntad.
A mí me fastidiaban las maneras de todos ellos. Yo era un buen alumno, con futuro, y mezclarme en sus emociones de fin de banquete era demasiado. A medida que me encaminaba hacia la adolescencia, todos esos remilgos se convertían en hastío, en consuelos mezquinos, en el placer mórbido de una pena secreta y desagradable, tal vez sobrestimada, falsa incluso, reavivada por algunos íntimos. Lamentable.
Hasta los avances dominicales de Gaston, que me proponía jugar al futbolín en su intento por codearse con un muchacho como el que hubiera deseado tener, yo los rechazaba, firme e incorruptible. ¡Y no hablemos de las propuestas de Nicole de enseñarme los bailes populares, con las manos en sus caderas y la nariz en sus tetas!
Yo me había equivocado totalmente sobre mi padre, y de la misma forma estaba ciego respecto a esa pareja aparentemente simple. Ahora es cuando sé lo admirables que eran, Gaston y Nicole, cuando vislumbro cuánto tuvieron que apretarse el cinturón para sobrevivir, cuando me abofetearía por haberlos despreciado, por haber tenido miradas sarcásticas ante los puños deshilachados de Gaston o los pies hinchados de Nicole, cuando se quitaba debajo de la mesa sus escarpines de tacones desgastados.
Nicole era guapa. Hoy, examinando mis recuerdos, apostaría por ello. Entonces yo no estaba en condiciones de juzgarlo. Sin embargo, sospecho que mi padre lo había notado. Y que a mi madre no se le había escapado esa tierna tentación. Tal vez fuera de ese amor, inconfesable, del que más se moría cuando era payaso. En cualquier caso, existe la prescripción. Y ahora... Está olvidado.
Por supuesto, Gaston y Nicole ya no están entre nosotros. Esas pobres vidas cesaron una mañana o una noche, y no se desperdició ninguna lágrima para llorarlas, ni una frase para lamentar su partida. En ausencia de mis padres, ya desaparecidos, se llevaron al paraíso fotos de familia, raras e infieles, que se tirarán cuando ya no se pueda identificar a ese gran bobalicón con gafas y el pelo revuelto, y a esa tontorrona tierna y regordeta que lo abraza delante de un macizo de rosas. Conservo esos clichés en la memoria, pero no los he encontrado en mis cajones. Tendría que haber preguntado a Françoise, que ahora es maestra en Normandía. Ella se llevó y conserva los bártulos de nuestros padres, que se fueron igual que Gaston y Nicole. Incluso más pronto. Tendría que haber ido a visitar a la piadosa Françoise, la guardiana de las cintas y de las flores marchitas, la eterna emocionada de lo que no ha vivido, la Emma Bovary de los catedráticos de alemán. No, gracias. Habría sido el apocalipsis; los por qué y los para qué.
Y, además, yo no sé llorar con el arte consumado que ella despliega para dejar fluir nobles lágrimas. Yo berreo con grandes borbotones, mocos y los ojos hinchados. Sin esa dignidad de la pena que justifica su causa por la belleza de las efusiones. No, gracias. A Gaston y a Nicole los guardo tal cual, lejanos pero cada vez más sorprendentes en mi memoria. Vivos.
Porque... Sí, decía que Gaston me liberó de la maldición del augusto... Mi entrada en los secretos de los mayores tuvo lugar en el bar del cine en el que proyectaban El puente. Creo que era el Tramway, o el Métro... Una sala con un nombre de medio de transporte, de eso estoy seguro, en algún lugar de un barrio obrero, detrás de Roubaix o de Tourcoing, en una época en la que el estribillo de la Fox y un bombón helado de chocolate y vainilla todavía curaban el dolor de muelas a los chavales. Un domingo por la tarde.
Íbamos amontonados en el Dyna. Tres en el asiento delantero, con Nicole entre mi padre y mi madre, y Gaston detrás, bien ancho entre Françoise y yo. Todo el mundo de punta en blanco, oliendo bien y con brillantina. Había algo de solemne en las caras, incluso en la de Gaston. Yo me barruntaba un acontecimiento excepcional sin llegar a adivinarlo, y era evidente que mi hermana tampoco.
Esperaba que la película me diera la solución y no me equivoqué. En los créditos del principio, cuando apareció el nombre de Cordula Trantow, la única mujer, y los demás, que eran todos alemanes, se produjo un pequeño sobresalto: en el lado Gaston-Nicole-papá hubo codazos y los traseros se reacomodaron. Y luego, nada más.
Hasta que surgió el «Fin» y se encendió la luz. Parpadeamos, conservando todavía la imagen en la retina, entumecidos, y caminamos por el pasillo en cuesta, un poco mareados, siguiendo a las personas que salían, diciendo a media voz, disfrazando la emoción, que no estaba mal, que a ellos les había gustado esa historia de muchachos desembarcados en un ejército derrotado. Un oficial humano destina a esos chavales a la defensa de un puente sin importancia estratégica, y serán tan estúpidos, tan idealistas, para morir jugando a los mayores. Insoportable, pero sin relación aparente con nosotros, familia y asociados, que estábamos del lado de los vencedores y en el lote de los supervivientes de la segunda guerra. No obstante, yo tenía un nudo en la garganta, y Françoise, ojos de pésame.
Al final de este descenso de la cruz, una vez que alcanzamos el reducido vestíbulo, nuestras mujeres quisieron cruzar a la acera de enfrente para comprarse un cucurucho en el puesto de patatas fritas. Mientras salían, en el paso obligado por el bar, Gaston y mi padre intercambiaron una mirada y Gaston me detuvo un poco más allá de los surtidores de cerveza. Dos taburetes redondos, una limonada, una caña. Gaston dio un gran suspiro. Ante tal ceremonial, comprendí que tenía algo importante que decirme y que se estaba preparando, ordenando las ideas. Gaston tenía una misión que cumplir. Mi padre se había repantigado con una cerveza al fondo del mostrador, donde la chica que cortaba las entradas se instalaba para fumar nada más comenzar la sesión. Durante todo el tiempo que Gaston estuvo hablando, mi padre no tocó su cerveza ni echó una mirada hacia la chica de las entradas. Miraba a su interior, y era todo suavidad. En cuanto a Gaston, la palabra fluía, sin rencor ni odio, sin alterarse, simple y humilde, para mirar al suelo.
El primo Gaston hablaba patois. Un dialecto que yo comprendía perfectamente, pero, cuando sobre esa mesa astillada me contó el porqué de las chifladuras de mi padre, realmente se excedió. Casi he olvidado sus palabras exactas, sus barbarismos. Y, salvo algunas expresiones o pasajes que aún resuenan en mis oídos, he olvidado también lo esencial de esa lengua que Gaston no simulaba; sus palabras no eran la sombra de cosas y momentos inhumanos, sino que me abrían su vida y me ofrecían humildemente todo lo que tenía, espantosos jardines, devastados, sangrientos, crueles.
... Fue a finales del 42, principios del 43. Yo y después tu padre, de nuestro pequeño grupo de resistentes, habíamos recibido la orden de hacer saltar todos los transformadores del barrio. Y, primero, el de la estación de Douai. Nunca he sabido por qué...
Mi Gaston comenzó su relato con toda indulgencia. De vez en cuando, antes de dirigirse a mí de nuevo, como por nostalgia de paleto, sus ojos se desplazaban a los viejos carteles colgados detrás del mostrador, sobre la bella violencia de los vaqueros y los escotes perversos de las damas. Burt Lancaster, Virginia Mayo, Elizabeth Taylor, Monty Clift y todos sus colegas, sólo héroes y estrellas para babear mirándolas. Lo que yo hacía, como mis compañeros más avispados. Pero ese día, al lado de Gaston, de mi padre y también de Nicole, no eran nada para mí. Solamente pálidas ilusiones.
Fuera lucía el sol. Gaston hablaba de una época en que predominaba la noche. Gaston volvió al asunto:
... El regusto del invierno. Como los de aquí. Sobre todo frío húmedo, lluvia y no mucha luz. La guerra omnipresente, los duelos, las restricciones y el sentimiento de que la humillación no se terminaría mañana... Pero, no creas, la gente podría tener triste el alma, pero intentaba no doblar demasiado el espinazo. Nosotros, lo mismo. Escucha lo que te digo: los demás, no sé, pero, en cualquier caso, tu padre y yo nos metimos en la resistencia por divertirnos, para no aburrirnos, por lo menos al principio... Como si hubiéramos ido al baile... El fino ambiente Horst Wessel lied, banda militar, a nosotros nos daba ganas de bailar. Así que, cuestión de tocar nuestra propia música, el sabotaje del transformador de la estación de Douai lo hicimos tu padre y yo alegremente, estilo baile popular, los dedos en los tirantes del pantalón y a otra cosa. Una tarde, justo cuando caía la noche. Como dos inconscientes, sin tomar precauciones... Sólo con monos de electricista y bolsas con explosivos. Porque nos parecía la mejor tapadera... Porque no pensábamos más allá...
¡Bumm! Estábamos subiendo por el campo cuando oímos la explosión detrás de nosotros, y luego, como se dice habitualmente, los fuegos artificiales y todo el circo... Bueno, nos dijimos, ¡ya está hecho! Y nos fuimos tranquilamente a dormir. ¡Ni siquiera nos constipamos en el camino!
Durante una docena de horas, creímos que nos habíamos librado sin problemas. Como cada vez, simplemente evitando tomar precauciones... Como a la lotería: sólo se gana el gordo cuando te trae sin cuidado perder. ¿Comprendes?
En cualquier caso, esta vez ganamos el gordo dos veces. Una por la noche cuando no nos cogieron, y luego...
Por la mañana nos pescaron en el sótano. El de tus abuelos maternos. En medio de las confituras y los tarros de pepinillos. Un verdadero tesoro. Puedes reírte, los boches no se equivocaron: el hombre atrapado en un lugar de placer clandestino, rodeado de tantas riquezas, forzosamente es peligroso. Son las crueldades de la suerte porque, como te decía, incluso si habíamos volado el transformador, no nos escondíamos para parecer inocentes. Yo ayudaba a tu padre a instalar estanterías para las conservas de verduras de su futura suegra. Eran cuatro soldaditos que se atropellaban en la pequeña escalera y nos cayeron encima. El tiempo de volvernos, y ya nos estaban empujando contra la pared, los cerrojos de sus fusiles sonaron y André y yo nos dijimos adiós. Con rapidez, con las piernas temblorosas. El heroísmo, el corazón que asoma por la camisa abierta, la Marsellesa que les cantas en la cara hasta el último aliento, ¡de eso nada!; eso pasa en las novelas. En la realidad, no sabes adónde mirar, qué objeto coger que puedas llevarte para siempre, algo que te ocupe las manos, los ojos, los labios. Lo mejor de todo es una cara de mujer. Pero nosotros no teníamos ninguna a nuestra disposición. Sólo había pepinillos. Así que, mientras nos apuntaban, mientras oíamos a tu madre y a la madre de tu madre gritar en el piso de arriba, y los latidos de nuestros corazones, André y yo simplemente nos cogimos de la mano, como dos críos a la salida de la escuela, para no irnos solos, con la mirada fija en los botes de pepinillos gigantes, no en los que eran al vinagre sino en los que estaban en salmuera dulce, a la polaca. ¿Te imaginas el cuadro? Esperábamos las detonaciones y la negra muerte... Y todo se detuvo.
Un ruido de botas en la escalera, un oficial jadeante que aparece gritando artoung y los y wek, y, milagro, ¡no nos fusilan! Sólo los empujones con la culata, los puntapiés en las nalgas para ayudarnos a subir con más entusiasmo. Y es ahí cuando surgió el miedo, al sentir que muy bien hubiéramos podido no sentir nada, ¡el miedo apareció por el hecho de que sentíamos que sobrevivíamos!
Más tarde, después de la caminata a través de todo el pueblo, para exhibirnos ante las personas que miraban desde detrás de los visillos, con los labios rotos y la sonrisa despellejada, después de un paseo en un camión tumbados boca abajo, donde esos señores limpiaron sus botas a nuestro lado, más tarde, entrevista con el oberyoquesé en la Ortskommandantur... ¿Sabes dónde es? Pues en la misma calle en la que tú naciste, en la calle Jean Jaurès, donde está el largo muro del parque de la casona; si no te pones demasiado lejos ni demasiado cerca aún es claramente visible «Ortskommandantur», en letras blancas... El ladrillo se bebió la pintura, así que se ha quedado a la fuerza... Y no está mal: ¡así no lo olvidamos! Sí..., nos llevaron allí. Dos o tres palabras, una o dos bofetadas con todo desprecio y, finalmente, nos dicen, ¿cómo se llama eso?: los cargos. Eso es: ¡los cargos! ¡Ley del 14 de agosto del 41! ¡La que Pétain hizo aprobar el 22, después del atentado de Fabien en el metro de Barbès, y a la que le puso una fecha anterior para poder ejecutar legalmente a los rehenes y calmar a esos señores verde-gris!
Y no lo adivinarías: ley del 14 de agosto, pues, y como los compañeros de París a causa de Fabien, nos encontramos siendo rehenes por culpa del transformador volado. ¡Por las buenas! Si en tres días no se entregaban los autores del atentado, habría llegado nuestra última hora. ¡Y esta vez sin solución!
¿Te das cuenta de la ironía del asunto? No cabía esperar que alguien se denunciase, ya que los culpables éramos nosotros dos y ya que los cornudos de los boches nos habían encontrado por casualidad. De todas las formas estábamos perdidos; ¡nos iban a agujerear como rehenes o como terroristas, anarquistas o comunistas! ¡Ley del 14 de agosto!
O tal vez nos habían elegido porque habíamos sido lo suficientemente idiotas para presumir de ser resistentes, aunque sólo fuera en voz baja, para deslumbrar a algunas chavalas... Querían eliminarnos, pero que antes confesáramos algo más, que delatáramos a compañeros, o algo así... O tal vez era una forma no muy sucia de torturarnos, de mostrar su poder a la población. No, ni siquiera eso, nada de eso... Por más que le dábamos vueltas al asunto, por más que nos mirábamos, no podíamos creer que fueran tan astutos. De lo que teníamos miedo era de la tortura, la bañera, la carrera de baquetas... No estábamos seguros de aguantar. Probablemente no querían desperdiciar el agua, o quizá no nos tomaban en serio, porque dejaron de hablarnos. Tuvimos que estar de pie de dos a tres horas, firmes, en medio del invernadero, delante de la gran cristalera que se había convertido en el despacho del Oberboche. Moverse chtrengue verboten.
No entendíamos nada.
Claro, ahora sabemos con seguridad que fuimos elegidos por los policías franceses. ¡Fueron ellos quienes dieron la lista de rehenes a los schleus! No adivinarías nunca por qué se vengaron de nosotros...
En fin, al crepúsculo, vuelta al camión. Diez minutos largos rodando por caminos más maltrechos que nosotros, y nos tiraron a un agujero de arcilla, casi redondo, profundo y con paredes lisas. Allá, al borde del Pas-de-Calais, un lugar en el que se extraía arcilla para una fábrica de ladrillos y un tejar, que en esa época ya estaban desafectados. Tu padre dijo que ya se hacía en los tiempos de los romanos o de los griegos eso de meter a gente en el fondo de un barranco.
La prisión más simple y eficaz. Ni siquiera necesitaban custodiarnos. La cárcel también era muy cruel: lloviznaba a ratos, de cuando en cuando caían chaparrones, y en el fondo chapoteábamos en cinco o seis centímetros de agua. No había manera de evitarlo.
Yo estaba viendo que se nos iba a levantar la piel debido a la humedad de los zapatos, que nos íbamos a llenar de ampollas y sabañones. Intentando ponerte a salvo en la base de la pendiente, escalando la pared, te escurrías y te encontrabas con el culo al fresco, bien emplastado. En realidad, eso no tenía importancia: para meternos ahí, el camión cubierto con una lona había retrocedido hasta casi caerse en el agujero, nos habían pegado en el trasero con el cañón de un fusil y habíamos rodado hasta el fondo rebozándonos en el barro. Estábamos tiesos con toda esa porquería. Así que los remilgos...
Recuerdo que tu padre habló de granadas y de espantosos jardines. No lo entendí; él no lo explicó.
Más tarde, con los zapatos ya para escurrir, encontramos y allanamos, raspando, golpeando con la suela, un saliente pequeño y liso donde podíamos tener los pies a salvo del agua. Imposible atrevernos a más, a intentar escaparnos, a cavar una escalera en uno de los laterales del acantilado y largarnos: se desprendía, se te escapaba entre las manos, se tragaba el calzado, o bien estaba completamente liso, sin posibilidad de agarrarse a ningún sitio; terreno traidor. Incluso admitiendo que hubiésemos conseguido llegar a la boca del agujero, no éramos tan ingenuos para creer que los boches nos hubieran dejado largarnos. Suponíamos que había metralla al acecho en alguna parte, y que no habrían tenido la menor dificultad para acribillarnos en el intento de fuga.
Así que nos contentamos con esperar, en chaqueta, bajo la llovizna. Sin hablar, resignados. La lluvia nos sirvió de ducha. Una vez bien lavada la sangre, sólo quedaban los moratones de los porrazos.
Éramos cuatro para pisotear treinta metros cuadrados a lo sumo. Tu padre había calculado el diámetro aproximado y la superficie con pi 3,14 y toda la pesca. Resultado: treinta metros cuadrados. Nos importaba una leche. Aunque hubiéramos tenido un imperio que repartirnos, a partir del momento en que era para morir y ser enterrados en él, la superficie se podía ir a hacer puñetas. Nos decíamos: maldito regalo, ¡tenemos el placer y el privilegio de visitar nuestra propia tumba! Pues claro, gilipollas, ni siquiera es necesario malgastar balas, o en todo caso sólo para lisiarnos, para que no tengamos fuerzas para revolvernos, perdidos por perdidos. ¡Y luego, simplemente echándonos arcilla encima a talonazos, una pequeña escuadra nos enterraría en el fondo antes de lo que se tarda en decirlo!
Los otros dos, Henri Jedreczak y Émile Bailleul, sí eran verdaderos rehenes... Quiero decir inocentes, teniendo en cuenta que nosotros, tu padre y yo, éramos rehenes culpables. Atrapados, Henri y Émile, a la salida de la fosa 2 al final del turno de la mañana. Pero por casualidad. Hablando en nuestro agujero comenzamos a comprender cómo habían ocurrido las cosas, y por qué Émile y Henri eran el tercero y el cuarto del lote. Los boches habían conseguido su cosecha en un grupo constituido: ¡los rehenes éramos una parte de nuestro equipo de fútbol! Jugábamos los cuatro, por lo que forzosamente nos conocíamos. Tu padre jugaba de delantero, yo de extremo izquierda, los otros tal vez de defensa y de medio derecha, no lo recuerdo. Pero lo que sí recuerdo bien es que tu padre y yo preparábamos nuestros sabotajes en la ducha, después del partido, y que Henry y Émile no tenían ni idea de nuestras diversiones... Salvo que nos hubiera denunciado alguien del equipo, pero no se nos ocurría nadie tan cerdo... Hasta después de la guerra no supimos la verdad: los policías estaban a favor del equipo de Hénin-Liétard, y nosotros, los futbolistas del Hénin, ¡les habíamos ganado por tres a cero en la primera vuelta de la copa de Francia del 39! Así que habían vengado su honor como habían podido... Designándonos como rehenes... Cuatro deportistas aficionados, elegidos por su propia policía, presuntos inocentes y fusilados a causa de la cobardía de saboteadores terroristas: nuestros primos los boches lo veían muy cruel, y por lo tanto muy divertido. ¡Presentada así, nuestra muerte gratuita forzosamente impresionaría la imaginación de la gente y haría que a todos se les encogiera el ombligo!
Henri y Émile no comprendían esa espiral de terror. Nos bombardeaban con ¿por qué? y ¡ah!, pero... Si lo del transformador lo habéis hecho vosotros, decidlo; ya que de todas formas os van a liquidar, que por lo menos vuestra muerte sirva para salvarnos... Incluso si no habéis sido vosotros, si os sacrificáis, salváis a vuestros compañeros de la resistencia... Ese bla, bla, bla no terminaba, con argumentos cada vez más absurdos. Tu padre les dijo que lo único que tenían que hacer era denunciarnos cuando volvieran los boches; que tuviesen el valor... Nosotros los miraríamos con tanto rencor que les creerían, y que así se salvarían. Que lo hicieran si creían que se iban a salvar a ese precio. Tu padre les decía que para él no tenía importancia: estaba seguro de que de todas formas nos iban a liquidar a todos, y que lo que debíamos hacer era admitir cuanto antes esa muerte.
A Henri y a Émile les daba vergüenza todo eso; dijeron que había que hablar de ello, que pensaban en sus mujeres... Y volvían a la carga... Es cierto que estaban casados y nosotros no, pero que estaban de nuestro lado aunque fuéramos culpables... ¡Y dale que te pego al molinillo! ¡Y vuelta a empezar a hablar de lo mismo! Para volverse loco... Tu padre y yo nos hubiéramos tragado nuestras licencias de fútbol. Tendríamos que haberlo hecho desde la declaración de guerra, y no jugar al balón con personas honestas como Henri y Émile. En tiempos como aquellos, el deporte es demasiado peligroso. Si no, la prueba... ¡Ja, ja, ja!
¿Por dónde iba? Ah, sí...
De modo que ahí estábamos los cuatro. Tres horas después de la hora de comer, que había transcurrido sin nada que comer precisamente, tiritando de frío y de humedad. Y setenta y dos horas de vida. Y sin tener mucho que decirnos porque, si tu padre y yo hubiéramos declarado lo del transformador, seguro que los otros se habrían cabreado por debernos el infierno y, a no dudarlo, habrían intentado denunciarnos. ¿A quién?, me preguntarás tú. Ya que no había nadie escuchando el silencio a nuestro alrededor, los pájaros y los bichos miedosos que corrían por las inmediaciones de nuestro agujero: estábamos solos en medio del campo. Tal vez hasta se olvidarían de nosotros y podríamos preparar con tranquilidad nuestra evasión... Nos pasó por la mente la idea de que podíamos creerlo.
Pero no lo creímos durante mucho tiempo.
Porque aún era de día cuando se desprendió tierra de una pared, en el lado oeste. Miramos hacia arriba y allí estaba. De espaldas a la llovizna, las piernas colgando dentro de sus buenas botas, fusil en bandolera, el capote bien abotonado, sentado encima de unos sacos, al borde de nuestro agujero. El casco a ras de las cejas y una sonrisa ancha y pánfila como no te puedes hacer idea. Nuestro guardián. Finalmente, nos habían enviado a uno. ¡Un retrasado, un simplón! ¡Seguramente porque era incapaz de hacer otra cosa! En cualquier caso, incluso custodiados por un idiota, ¡nos podíamos olvidar de la evasión!
Observaba cómo nos pudríamos, desde arriba, impasible, con las manos en las rodillas. Y, de pronto, ¡ni te lo imaginas!, ¡nos hizo una mueca! ¡Una grande, de crío, moviendo las pupilas en redondo y poniendo la boca como el culo de un pavo! ¡Nos quedamos pasmados! Si nos hubiera insultado, bombardeado con piedras, meado encima, habría estado dentro del orden de las cosas, nos habría parecido normal. ¡Pero burlarse de unos rehenes, hacer el crío para hombres que iban a morir, era indigno, insoportable! Intentamos tirarle bolas de barro, pero no servía de nada: ¡nos caían encima del melón! Y para colmo, ¡el ostrogodo saca un paquete, su merienda! Sólo era un trozo de pan, ¡pero al verlo se nos caía la baba! ¡Y lo sacó de una forma insospechada, con esfuerzos enormes, como si su bolsillo tuviese tres kilómetros de profundidad y dentro hubiera animales que le mordían los dedos! ¡Daba pequeños gritos de miedo, como un perro apaleado! Eso fue demasiado. Jugar con la comida delante de hambrientos, burlarse de nosotros...: ¡lo habríamos matado! No podíamos impedirlo; estábamos ahí, babeando delante de la comida, diciéndonos que ese cabrito estaba tomándonos el pelo y que nos iban a liquidar... Pero, al mismo tiempo, piensa lo que quieras, que éramos inconscientes, miserables o lo que sea, pero, al mismo tiempo, no pudimos resistirlo, ni los otros ni yo. Creo que tu padre fue el primero que comenzó a reírse de la facha de nuestro guardián, y entonces no aguantamos más. Todos nos echamos a reír a carcajadas. ¡Ja, ja, ja!
Cuanto más nos desternillábamos los del fondo, más dificultades tenía él para sacar el pan de su bolsillo. Apenas lo había sacado, y tan pronto como enseñaba los dientes para atrapar el trozo de pan que asomaba, su capote lo volvía a absorber y gemía, se mordía los dedos, hacía como si hubiese tomado la decisión de no pensar más en la comida, miraba para un lado y para otro durante tres segundos y, ¡hala!, de golpe, por sorpresa, ¡volvía al asalto de su bolsillo! Nunca me he reído tanto, ni tu padre tampoco. ¡La caza del mendrugo! Teníamos los ojos llenos de lágrimas. Y nunca hemos llorado con tanto placer.
De que íbamos a palmarla, ya ni nos acordábamos. No, ya no lo pensábamos; todavía éramos niños hasta ese punto, y él era gracioso hasta ese extremo...
¡Y luego, de repente, vemos a nuestro amigo Fritz levantarse de un salto, al borde del agujero, hundir las manos en los bolsillos y sacar rebanadas envueltas en papel de periódico! ¡Seis que se iba a zampar, el animal! Acto seguido se puso a hacer malabarismos con las rebanadas; y muy bien: ni siquiera se salían de la envoltura. Nosotros, abajo, teníamos la boca abierta y babeábamos. En esto que falló una rebanada, aunque finalmente la cogió en el último momento. Como te puedes imaginar, nosotros ya habíamos tendido los brazos, convencidos de que era nuestra; pero no, ¡el cabrito la agarró cuando hubiéramos dicho que ya era imposible! Gritamos como locos, por instinto, como perros a los que haces sufrir antes de lanzar una pelota. Aparentemente, eso distrajo al verde-gris ¡y todos sus malabarismos se desbarataron! Se había creído muy hábil para burlarse de nosotros, y todas sus rebanadas cayeron en el agujero. ¡La lluvia de rebanadas nos cayó encima! ¡Ya te puedes suponer que no se nos escapó ni una! ¡Rebanadas como una mano de grandes, untadas de paté y con pepinillos por encima, tal vez los del sótano! Pensamos que nos habían saqueado las conservas después de habernos detenido. Pero no nos importó; estaba tan bueno que lamimos el papel de periódico en el que estaban envueltas. Tuvimos la cara impresa hasta que la lluvia, la de verdad, la del cielo, nos la lavó, como nos había lavado la sangre. ¡Maldita sea!, estábamos orgullosos, nos abrazábamos, leíamos en voz alta una página todavía potable, con dibujos; una historia de Cafougnette, que vuelve a su casa después de un partido de fútbol, borracho perdido, y le dice a su mujer que ha ido a casa de un amigo para ser la prueba viviente de que ha estado en el partido con él. Nos reímos y nos reímos. Nunca volveríamos a estar borrachos como una cuba ni a estallar los botones a carcajadas, pero reíamos nuestra última risa; habíamos ganado a nuestro boche: por astucia, por el estómago y por desenvoltura lo habíamos dejado sin las provisiones de setenta y dos horas. Le estaba bien empleado. ¡Eso le enseñaría a no ser cruel gratuitamente y a respetar a los demás!
Él se había vuelto a sentar y con la oscuridad, caída la noche de golpe mientras devorábamos, sólo veíamos su silueta, más oscura que el cielo; ni siquiera veíamos su mirada bajo la visera del casco. Y nos reíamos menos: estaba claro que había hecho su número a propósito para torturarnos un poco más a fuego lento. Esas rebanadas eran para nosotros, se nos debían, tal vez eran nuestra última comida. Jugar con ellas, arriesgarse a que se cayeran en el barro, burlarse de nosotros ¡realmente era una ofensa! Pero, en fin, no íbamos a refunfuñar en la oscuridad ni a estropearnos la digestión dándole vueltas al asunto.
Por la mañana distinguimos sus ojos. Al salir, el sol le acertaba en ellos. No se había movido en toda la noche. Y no era la mirada de un idiota ni la de un verdugo. A nosotros nos castañeteaban los dientes; habíamos dormido apretujados los unos contra los otros, con un ojo abierto, medio erguidos medio recostados contra las paredes del agujero. Teníamos llenos de pegotes de barro los abrigos y los trajes. Émile lloraba en silencio y Henri, con la mirada perdida, se hablaba a sí mismo en polaco. Tu padre estaba muy entero. Levantó la cabeza y dijo -me acordaré siempre de su voz-, como en una primera mañana de vacaciones en la playa:
—¿Sería posible que nos sirvieran el desayuno? — le preguntó a nuestro cancerbero.
Y el otro, tan tranquilo, va y responde:
—¿Sabes, compañero?, ¡en el hotel de las corrientes de aire, el desayuno es el viento!
Sin acento. Nada. Habríamos jurado que era francés. Y llamar «compañero» a tu padre, como si fuera un amigo de toda la vida... ¡Eso no era católico! Hasta el punto de que entrecerramos los ojos: tal vez los boches habían puesto a un miliciano para que nos vigilase... Pero no, el uniforme era verde-gris, Wehrmacht.
—Me llamo Bernhard. Me llaman Bernd. Y, fuera de broma, voy a intentar encontraros..., ¿cómo decís vosotros?, «pescar» algo para zampar... El pan de anoche era mi ración de intendencia... Pero no puedo sisar siempre en el mismo lugar... ¡Al final, me meterían a mí en el agujero!
¡Y lo dijo con una ridícula mueca, con los ojos cruzados, la boca de ano y una voz de niño miedoso! ¡Irresistible!
Más tarde, tu padre y yo comenzamos a desconfiar completamente. A primera hora de la tarde se nos ocurrió que ese tipo, Bernd, hablando francés, tan amable, que se apiadaba de nosotros, correcto, etc., lo que estaba intentando era que fuésemos lo bastante imbéciles para confiarnos, para desvelar la red, los escondites de las armas y los siguientes sabotajes... ¿Y qué más? Era un poco tarde para pensar en ello y caer en la cuenta, pero, felizmente, el mal no estaba hecho, no habíamos dejado que se filtrase nada.
Ni siquiera le dijimos una palabra de agradecimiento cuando se fue un momento y volvió luego para lanzarnos patatas asadas entre cenizas. ¡Regalo bendito! Por supuesto, antes de la distribución de patatas no pudo evitar hacer malabarismos con ellas. Incorregible. ¡Ese Bernd se pasaba el tiempo haciendo el idiota! Nos reímos, pero no dijimos nada.
Mientras devorábamos las patatas, sostenía su fusil como una trompeta. Mejor dicho, un saxo. Soplaba en el cañón imitando una melodía. Viéndolo, habrías dicho que se servía todos los días de su fusil para tocar música. Durante unos segundos..., ni siquiera sé si los demás pudieron verlo, pero yo sí: su pulgar en el gatillo, ¡a punto de pegarse un tiro! Él vio que yo lo veía, me hizo su mueca de rigor y se terminó... Sólo quedaba un jirón de bruma en el fondo de sus ojos...
Devoramos las patatas.
En ese instante, cuando nos estábamos chupando los dedos, llegó una pequeña patrulla. Se situó en posición, en el borde del agujero, con los fusiles apuntándonos. Con un Feldwebel, o algo así, tal vez un coronel, con pantalones bombachos, con los puños en la cintura y con el aspecto de no gustarle nada perder el tiempo. Nos dijimos que había llegado la hora, que habían adelantado la ejecución, adiós al día, adiós, amigos, no había tenido tiempo de servir para mucho, ni siquiera un amor, ¿me va a doler?, ¿me voy a mear en los pantalones?, ¿dónde van a enterrarnos?, ¿qué van a decir mis padres?, ¿cómo habría sido la mujer que me amaría?, ¿cuál habría sido su nombre? Todo eso te pasa por la mente como un relámpago y después tiemblas y no te pones chulo, ¡te lo aseguro! Piensas que vas a morir a los veinte años y que eso no está de moda...
Émile se había puesto de rodillas, llorando a más y mejor con pequeños hipidos que le sacudían los hombros. Tenía cara de bailarín de tango, lo recuerdo, o de bailarina, con los rizos en la frente. O tal vez era la lluvia la que le rizaba el pelo. Pero lo recuerdo bien... Y que Henri rezaba en polaco, muy recto, con los párpados cerrados, las manos juntas, los dedos cruzados, con su chaqueta y su pantalón de mono, que colgaban empapados... ¡Y venga con su bla, bla, bla en polaco! No oíamos bien porque el de arriba se había puesto a gritar en alemán. Ni siquiera sabíamos a quién ladraba así. Apoyé una mano en el hombro de tu padre, o quizá fuera él quien pusiese la suya en el mío; en fin, nos tocamos los brazos y nos abrazamos, adiós, André, hasta la vista, Gaston, y luego nada, ya que yo no creía en Dios ni él tampoco. Después intentamos levantar a Émile, manteniéndolo en pie entre nosotros, al lado de Henri, para no irnos como cobardes, sino en formación, como al final de los partidos, cuando saludábamos al público...
A Bernd lo separaban unos dos pasos. La correa del fusil colgaba floja de su hombro y, con la cabeza agachada hacia nosotros, nos miraba de frente, con los ojos muy abiertos, como quien quiere recordarlo todo, guardar la escena impresa en lo más profundo de sus ojos.
Tuvimos la impresión de que el tiempo se comprimía, de que se hacía más corto; ni pájaros, ni viento, ni el gemido sombrío de la tierra; la impresión de que el tiempo se atascaba y dejaba lugar al fusilamiento. Pero no. De pronto, la vida volvió. Un gesto del oficial, y los tipos del pelotón se metieron en sus capotes. ¡Otra falsa alarma! El lechuguino con gorra de visera y pantalón bombacho ladró algo e hizo una seña a Bernd para que lo tradujera. Por la noche, uno de nosotros sería ejecutado si no se había denunciado un culpable en la Kommandantur. Nosotros teníamos que elegir quién.
Después, media vuelta a la derecha y se marcharon. Aún los oímos hablar un rato, reírse y silbar, mientras se alejaban por el campo mojado. Hasta el camión. Aparcado tan lejos que casi tuvimos que adivinar el ruido del motor. En ese preciso momento, Bernd maniobró con el cerrojo de su fusil. Ignoro si para subir una bala o para quitarla. No sé nada de armas. Pero él estaba muy pálido.
Final de la tarde.
¡Menuda tregua! ¡Sólo eran dos horas más quemándonos la sangre! Y a devorarnos entre nosotros para decidir quién sería el primero.
Decidimos jugárnosla a la paja más corta. Por supuesto, excluyendo a Émile y Henri. Tu padre puso dos trozos de raíz blanquecina en su puño y me dejó elegir. Pero, curiosamente, Émile no lo aceptó. Un momento antes estaba dispuesto a ir hasta Berlín de rodillas para salvar su vida, y ahora tomaba a mal, como un insulto, que no le permitiéramos intervenir en esa elección podrida. Émile era un impulsivo, un sensible. Mientras no estuviera de verdad al pie del paredón, y sólo se tratase de teorizar sobre el peligro, era valiente como nadie. ¡Pero era del tipo que palidecía delante del sillón de un dentista! ¡Así que imagínate con un fusil apuntándolo! Durante toda la discusión, Henri nos miraba y finalmente dijo:
—No insistas, Émile, ¿no comprendes que son ellos?
—Ellos, ¿qué?
—Los tipos del transformador. Los culpables. Si no fuera así, ¿por qué nos harían un regalo?
—Ya os lo he dicho: porque vosotros estáis casados -respondió tu padre.
—En mi opinión, sean cuales sean vuestras responsabilidades en el sabotaje, estáis equivocados si entráis en el juego del Herr Oberst... Lo ideal es obligarlo a fusilaros a todos o a ninguno... Si le ofrecéis una víctima expiatoria, colaboráis, lo justificáis, su propuesta de elección inhumana se hace razonable, casi caritativa...
Todas esas palabras, tan bellas, refinadas, de las que me acuerdo como de las estrellas, eran de Bernd, que se había sentado de nuevo en el borde del agujero. «Víctima expiatoria, elección inhumana...»
—Tú hablas alegremente -dijo Henri-. ¡Más vale sacrificar a uno para salvar a tres, que ponerse chulos y morir los cuatro!
—Conceder a otro el poder de la vida y la muerte sobre sí mismo, o creerse tan por encima de todo para poder decidir el precio de tal o cual vida, es perder toda dignidad y permitir que el mal se convierta en un valor. ¡Perdón por estar, con este uniforme, del lado del mal!
Luego se alejó hasta donde no pudiéramos verlo desde lo más profundo de nuestro agujero. Tu padre tiró los trozos de raíz y nos quedamos en silencio. Hasta que una botella rodó por una de las paredes, yendo a incrustarse en el barro del fondo. Era ginebra, aguardiente, un alcohol blanco; la botella estaba a medias. Cuando levantamos la mirada, Bernd ya había vuelto a desaparecer. Tu padre gritó «¡Gracias!», y creo que Henri fue el primero que bebió.
Regresaron a la caída de la tarde. De esa forma supimos la hora aproximada. Íbamos a morir de día. Hacía ya mucho que la botella estaba vacía.
Pantalón bombacho el primero. Se instaló al borde del agujero, con las piernas separadas, las manos cruzadas en la espalda, con aire altanero. Y su pequeña tropa llegó después. Cuatro de ellos con palas en las manos. Miraron al oficial, y a su señal comenzaron a echar paladas de tierra dentro del agujero. Nos caían encima la porquería y los trozos de arcilla. ¡Esos animales nos estaban enterrando vivos! Creo recordar que Bernd intentó preguntarles, tal vez impedírselo, pero no tuvo tiempo de traducir. Émile, muerto de miedo, volvió a ponerse histérico, comenzó a gritar como loco, tratando desesperadamente de escalar las paredes; ¡creíamos que no se pararía nunca! ¡Fue necesario un disparo para hacerlo callar! ¡En seco! ¡Durante un segundo pensamos que estábamos muertos! ¡Pero no! El oficial había disparado al aire; aún se distinguía el eco cuando oímos que Bernd decía:
—¡Estáis salvados, muchachos, estáis salvados! ¡No tengáis miedo! ¡Lo que están haciendo es echar un poco de tierra porque no hay cuerdas y la escala del camión es demasiado corta!...
Y los otros se reían meneando la cabeza. ¡Como si fuera fácil comprender, cuando se está condenado a muerte y con los dos pies en la tumba, que nos echasen tierra encima para sacarnos! Si los boches hubieran estado en nuestro lugar, ¡también se habrían muerto de miedo!
Así que retrocedimos para dejarles echar la tierra suficiente para elevar el fondo. Después pusieron la escala y comenzamos a subirla, travesaño por travesaño, con el cacharro ese oscilando, las patas hundiéndose, a dos dedos de caer al abismo. Hasta tal punto que Bernd, intentando coger la mano de Émile, que subía el primero, perdió el equilibrio y todo el cirio, escala, Bernd y Émile, ¡fueron a parar al fondo! Nervios arriba, las armas en batería, pero nosotros nos limitamos a ayudar a levantarse a Bernd, lleno de barro, y a devolverle su fusil. Y luego, viéndonos él y nosotros, así, en el fondo, igualmente apresados e igualmente llenos de porquería, nos echamos a reír... Por supuesto, los de arriba no comprendían nada; Pantalón bombacho comienza a dar gritos y no nos queda más remedio que calmarnos, dejar de darnos manotazos en los muslos, enderezar la escala, y ¡allá vamos!; la sujetamos para que Bernd suba, y después lo hacemos nosotros... Cuanto más avanzamos más se balancea la escala, pero lo conseguimos, ¡lo habríamos conseguido aunque nos hubiéramos tenido que sujetar con los dientes!, y Bernd nos tiende la mano porque la maldita escala no es lo bastante alta. Y, finalmente, nos encontramos de nuevo en tierra firme. Amontonados como no te puedes imaginar, todos juntos, como críos que no quieren perderse.
Nos dirigimos a donde el camión está aparcado. Bernd va delante, llevando cuatro palas: así pueden apuntarnos con sus fusiles el mismo número de soldados. Pantalón bombacho viene detrás.
Luego, en el camión, como estaba tan pringoso como nosotros, Bernd se sentó en el suelo a nuestro lado, entre las piernas de sus compañeros, que iban sentados en los bancos laterales. Tu padre le preguntó cómo se llamaba y qué hacía en la vida civil. Bernd sonrió:
—Me llamo Bernhard Wicki y soy payaso.
—¡Ah, payaso!
Bernd hizo un gesto, como excusándose:
—Augusto, con una peluca roja y una gran nariz...
—Yo soy profesor -dijo tu padre-. Así que los dos hacemos reír a los niños... ¿Y a qué debemos la gracia?
—Un hombre se ha denunciado por el sabotaje del transformador. Ya ha sido fusilado...
No pudimos continuar. Pantalón bombacho gritó por la ventanilla de la cabina y Bernd tradujo gritando también, para dar buena impresión, que cerráramos la boca, ¡que si no...! Y así fuimos hasta una pequeña estación donde había vagones de ganado esperando.
No estábamos muertos, pero nos deportaron. Hasta un campo de clasificación al lado de Colonia. De ahí nos evadimos los cuatro y otros diez tipos, pasando en formación, a pie y al paso, por delante de los centinelas. ¡Los idiotas creyeron que era una salida oficial y que íbamos a trabajar a algún sitio! ¡Y viva la libertad! Lo que no sabes es lo más gracioso... Sí, claro que lo sabes. Esa historia ya te la ha contado tu padre: que volvimos por Bélgica, que pasamos dos noches en un convento de monjas ¡que ni siquiera tenían miedo de que las violásemos! Y luego, y luego... Que nos metimos en la resistencia a plena dedicación, hasta no saber siquiera qué día era, ni quiénes éramos, sólo que queríamos continuar siendo hombres...
Émile murió estúpidamente en el 49: se tiró a un tren de la mina de hulla porque su mujer no quería saber nada de él. Henri había vuelto a Polonia hacía ya tiempo. Es posible que viva todavía y que les cuente la misma historia a sus hijos.
La mañana aquella en que nos perdonaron la vida y nos deportaron, pasaron cosas. Así, sin importancia... En realidad, el hombre que se había culpado por el asunto del transformador de la estación de Douai nunca había estado con nosotros. Ni siquiera con nadie de las redes de la resistencia. Fue su mujer quien lo denunció a los boches. Ella tampoco era de la resistencia, ni cornuda, y no tenía por qué salvarnos. El asunto del transformador había sido sonado, los boches gritaban traición, la gente tenía miedo, pero ella no, al contrario, eso la decidió a no permitir que las cosas ocurrieran así, a no decir amén a los asesinos. Cuando se enteró de que los boches habían cogido rehenes y que iban a ser fusilados, resulta que su hombre, un mes escaso después de la boda, estaba agonizante. Cuestión de horas. No tenía fuerzas siquiera para dar un beso. Así que ella se dijo que los restos mortales de su hombre todavía podían servir para algo. ¡Y fue a denunciarlo como saboteador a la Kommandantur!
Naturalmente, los boches comenzaron a reírse: todos los días veían mujeres guapas que ponían los cuernos a sus maridos, pero una que quería desembarazarse de él haciendo que lo ejecutasen por terrorismo, ¡eso merecía la pena presenciarlo! No sabes a qué velocidad fueron a contárselo al hombre de esa mujer, y a pedirle confirmación. Lo encontraron con un hilillo de vida, ni para aguantar hasta la noche. No comprendían nada: ¡esa mujer no tenía más que esperar siquiera un día y sería libre! Y, sin embargo, el hombre, en su lecho de muerte, lo confirmó. Dijo sí mirando a su mujer a los ojos; sí, él era el único responsable de la voladura del transformador. Y que pagaba por su acto, pero no lo lamentaba. Eso cabreó a los boches; ¡lo sacaron de su casa, lo ataron a un poste y lo fusilaron, con las vendas volando bajo las balas y la inmensa herida de su cuerpo quemado!
Por eso nos soltaron los boches. Creyeron a la mujer y también al hombre. ¿Sabes por qué? ¡Porque trabajaba en la compañía eléctrica y se había quemado en la explosión del transformador! Pero quemado hasta los huesos... Y lo más grande de todo: ¡fuimos nosotros los que matamos a ese hombre, y era él quien nos salvaba la vida! ¡Habíamos hecho saltar el transformador de la estación sin saber que él estaba dentro! Nos había visto entrar en el local, disfrazados de electricistas y, en fin, él, que era un empleado serio, un poco tímido, no pensó en un sabotaje, simplemente creyó que queríamos robar el cobre del transformador. Solo contra dos, no se atrevió a intervenir; esperó a que saliéramos para ir a verificar y alertar a la compañía si fuera necesario. Y ¡bum! Lo encontraron enseguida unos ferroviarios, con quemaduras de tercer grado. Lo conocían; pensaron que había bebido mientras realizaba su propio sabotaje y se lo llevaron a escondidas a su mujer, para que no lo pescasen los boches. Después de la guerra, hubo quienes quisieron dar su nombre a una calle, como resistente y mártir. Su mujer se negó. Firmemente, y sin decir la razón. Por supuesto, salvo la historia del nombre de la calle, lo demás lo supimos después de evadirnos, pero naturalmente había que callarse; como tu padre y yo éramos refractarios al Servicio de Trabajo Obligatorio, nos hicimos mineros, que eran los únicos excluidos de ese servicio, caras negras, irreconocibles, todo el tiempo en el foso o en caseríos mineros de la resistencia... Y los dinamitazos, los sabotajes... Así que no tuvimos tiempo de ir a dar las gracias a la viuda antes del fin de la guerra...
Era un domingo. Despejado. Tu padre había vuelto a trabajar como maestro y yo como electricista. Vivos. Íbamos muy elegantes, corbata y zapatos lustrados, con cartón en el fondo porque las suelas estaban agujereadas, pero no se veía, y cada uno con un ramo de flores en la mano. Rosas del jardín de tus abuelos. Dejamos apoyadas nuestras bicicletas en la fachada de su casa y llamamos a la puerta. Una casa pequeña, al principio de la calle de Belin, en Douai.
Ella abrió, y ahí estábamos nosotros como dos gilipollas, respirando fuerte y apretando los dientes, porque si hablábamos íbamos a berrear como magdalenas; ella cogió un pico de su delantal, se enjugó los ojos y nos abrazó. ¡No te lo puedes imaginar...! Nos quedamos con ella toda la tarde, le cortamos leña y bebimos cerveza que hacía ella misma. Y hablamos, hablamos... Por la noche estábamos los dos enamorados perdidos...
Se llamaba Nicole. Y así se sigue llamando. Sólo que hoy está casada conmigo...
Y eso fue todo. Gaston apuró el insípido resto de su cerveza caliente y todo quedó dicho. Exhibía su sonrisa a lo Laurel, guiñaba el ojo por haberme liado desvelando lo más tarde posible lo más bello de la historia, el papel de Nicole, y disfrutaba de la languidez del domingo que se terminaba. En el extremo de la barra estaba Nicole, que había regresado ya, con su cucurucho de patatas fritas agotado hacía bastante. Miraba a mi padre y a Gaston y ellos la miraban; entre los tres sobraban las palabras. Mi madre tenía la cara de cuando le dolían los pies y mi hermana su aspecto de cursi sabelotodo. Yo contemplaba el nombre que figuraba en la parte superior del cartel de El puente, la película que acabábamos de ver: «Una película de Bernhard Wicki.» El guardián de los rehenes. El payaso-soldado.
De modo que, con su peluca zanahoria, mi padre vivió con el sombrero quitado, humildemente. En los dos sentidos de la expresión, ya que nunca llevó sombrero. Y la Dama Negra se lo llevó un día de escarcha, tal vez por error, porque, para esperarme en Lille, una estación con corrientes de aire, lucía una gorra nueva. Yo mismo, al descender del tren, divisando ese cuerpo medio oculto por los servicios de urgencia que intentaban darle un masaje cardíaco, no pensé que pudiera tratarse de él. No, con esa gorra vuelta a su lado como si pidiera limosna después de un último número.
Tu maleta la tengo yo, papá. Está en el portaequipajes del TVG que me lleva de Bruselas a Burdeos vía Lille. Con el muestrario completo de los cosméticos Leichner, las pinturas grasas, los lápices ordenados por colores, tal como tú los dejaste, y los viejos atavíos de pista. ¡Si viesen mi equipaje y conocieran mis intenciones mis colegas, los altos funcionarios europeos de la Comisión de Finanzas! Con toda seguridad, creerían que he perdido un tornillo, víctima de una mujer desdeñosa y loco de amor frustrado. Tendrían pensamientos convencionales, como cada vez que piensan.
Todo esto, papá, la maleta con pingos, tus extravagancias de maestro-payaso, el pobre relato de Gaston, todo esto estaba guardado en el fondo de mis armarios íntimos. El sordo rastro de nuestra cita fallida en la estación de Lille, mi pesadilla familiar.
Lo he sacado todo; lo he desempolvado.
Mañana son las últimas horas del proceso de un tipo honorable, si hay que creer a algunos llenos de medallas, aun cuando, bajo una autoridad autoproclamada «Gobierno del Estado Francés» y durante los balbuceos de una carrera que comenzó en la Secretaría de la Prefectura de Burdeos y se convertiría en la de un gran funcionario del Estado, haya cometido por aquí y por allá algunos crímenes, aunque, eso sí, ¡fugaces, involuntarios, y de los que se arrepintió rápidamente! Pero, en cualquier caso, crímenes contra la humanidad... ¡Porque Vichy existió, porque en Historia no existen los paréntesis, porque la humanidad profunda, la dignidad, la conformidad con el bien moral exceden al derecho, a la legalidad! Por tanto, me parece que este tren me conduce al proceso de un ogro y de un monstruo. Y que tengo el deber de representarte, papá, y a Gaston, a Nicole, a Bernd y a los demás, a esas sombras dolorosas, sean de donde sean, porque ese hombre que intenta hacer una mascarada de su proceso, que quiere fingirse un lastimoso payaso, fue peor que cualquiera de los enemigos de entonces, y muchos de ellos lo habrían odiado por traicionar toda dignidad.
Así que vamos a ver si la dignidad de una Sala de Audiencias que ha permitido a tal verdugo disfrutar de algunas migajas de libertad, como si tuviese la capitalización indivisa de todo el tiempo, toda la eternidad robada a quienes deportó, vamos a ver si esa dignidad espléndida de armiño y púrpura se adapta al sentido de lo macabro y del humor. ¿El nombre del acusado? Recuerdo, apenas, un eco brutal, como una bofetada despreciativa, e incluso esto deseo haberlo olvidado mañana para conservar sólo en la memoria a los seres cuya vida deportó.
Mañana tendré en los ojos grandes ojeras subrayadas de negro y en las mejillas una plasta de falso cadáver. Intentaré, papá, ser todos aquellos cuyas risas se terminaron en los bosques de hayas, en los bosquecillos de abedules, allá, hacia el alba, y que tú trataste de resucitar. También intentaré ser tú, que nunca perdiste la memoria.
Lo mejor posible. Haré el payaso lo mejor posible. Y así tal vez conseguiré hacer el hombre, en nombre de todos. ¡Sin brooomas!
Fin