Publicado en
octubre 21, 2019
A Patricia Lucas, Marta Olavarría, Elena Arroyo y Miguel Blasco: la pandilla de Hong Kong.
A Robert Balabar, Orlando V Abinion y a la gente del Museo Nacional de Filipinas de Manila.
A la escritora Blanca Riestra, en algún lugar de Alburquerque, Nuevo México.
A Ana Escarabajal, por sus inestimables consejos.
A Blanca Rosa Roca y Carlos Ramos, de Roca Editorial, por la fe que depositaron en este texto.
Y a Antonia Kerrigan y a los miembros su equipo: Lola, Víctor y Bernat, por el gran trabajo que realizan.
La porcelana china, continuó, era una de esas sustancias legendarias, como el cuerno del unicornio o el oro alquímico, de los cuales los hombres esperaban beber el contenido de la Fuente de Juvencia. Se decía que una taza de porcelana se agrietaba o se decoloraba si vertían veneno en ella.
Desde el siglo XVIII, explicó, los emperadores de China habían ejercido una influencia colosal sobre la imaginación europea. Se pensaba que eran muy sabios y que vivían hasta edad muy avanzada, haciendo de árbitros y jueces imparciales guiados por leyes que emanaban de la Tierra y el Cielo. Bebían de cuencos de porcelana. Construían pagodas de porcelana. La superficie suave y lustrosa de la porcelana armonizaba con la superficie suave y lisa de ellos mismos. La porcelana era su material, así como el oro era el material del Roi Soleil.
BRUCE CHATWIN, UTZ,1988
1
Me alegró el día recibir una invitación de la Sociedad Geográfica anunciando una conferencia que esa misma tarde iba a dictar el explorador Pablo Solórzano, bajo el extraño título de «El secreto de la porcelana».
Pese a que no me encontraba entre el círculo de amigos íntimos de Solórzano, ambos éramos miembros de la mencionada sociedad y sentíamos respeto y admiración mutua. Soy médico, y siempre me han interesado las enfermedades tropicales, en especial la malaria. De hecho, fue en el transcurso de una conferencia sobre dicha enfermedad cuando conocí a Solórzano. Bastó que intercambiáramos unas cuantas frases para que quedara de manifiesto que si en mi carácter prevalecía el espíritu científico, el suyo estaba dominado por el ánimo de aventura. En realidad, ni siquiera creo que Solórzano pueda ser tomado por un explorador o geógrafo al uso, al estilo del insigne Iradier, por ejemplo, sino por un aventurero.
Pero al margen de estas consideraciones, había algo que sobresalía en la personalidad de Solórzano: una innata habilidad para narrar sus experiencias delante de un nutrido auditorio. En la mayoría de los casos, nada de lo que refería tenía que ver con el descubrimiento de un nuevo continente, de un río o de una cadena montañosa. Su especialidad eran los hombres, el «elemento humano», como gustaba llamarlo, pues según él, el carácter de cada pueblo estaba marcado por su entorno, y era precisamente esa circunstancia la que demostraba que todos los seres humanos, con independencia de la raza o de la religión, éramos iguales antes Dios o la Evolución. Así al menos lo atestiguaba el descubrimiento reciente del llamado Hombre de Java (Homo erectus), una suerte de espécimen degenerado en tamaño y cultura, probablemente a causa de una dieta pobre y un ambiente hostil. Como Leibniz, Solórzano creía que la distinción entre pueblo civilizado y salvaje era de carácter histórico y se correspondía con etapas alcanzadas en el proceso evolutivo. Esta heterodoxa teoría, tan distinta de las que entonces estaban en boga, unida a ciertos excesos verbales que sobrepasaban la moral de la época y a unas dotes interpretativas más que aceptables, eran lo que convertía las conferencias de Solórzano en únicas.
Además, adornaba sus palabras con extravagantes ropajes o insólitos objetos y utensilios procedentes de las culturas de las que hablaba; por no mencionar que no tenía reparos a la hora de mostrar en público las secuelas físicas que le deparaban sus expediciones, ya fuera la cicatriz dejada por la zarpa de una fiera o las amputaciones sufridas tras haber sido torturado por no se sabe qué tribu ignota y salvaje.
Yo sabía que Solórzano había pasado el último año y medio en las Filipinas. Dado que la situación política en aquella remota colonia se había complicado en los últimos meses, pensé que tal vez su conferencia pudiera arrojar luz sobre lo que allí estaba ocurriendo. Los periódicos hablaban de la existencia en el archipiélago de una organización criminal llamada Katipunan -en realidad, el nombre completo en tagalo era Kataastaasan Kagalanggalang Katipunaii ng mga Anak ng Bayan, cuya traducción al castellano era «Suprema y Venerable Asociación de los hijos del Pueblo», y que operaba bajo las siglas KKK-, un grupo de filibusteros cuyo cabecilla era un tal Andrés Bonifacio, heredero del fundador del movimiento, Marcelo Hilario del Pilar, que pretendían la emancipación de la colonia. De hecho, la sensación que transmitían las noticias llegadas desde Manila era que la rebelión podía dar lugar a una guerra inminente.
Así que cuando tuve la invitación en mi poder, sentí un gran regocijo que se fue tornando en impaciencia conforme se iba aproximando la hora señalada.
2
Solórzano subió al estrado vistiendo una camisa de cáñamo de Manila y una chaqueta de dril de color crudo, y tocado con un singular salacot de fibra de nito, un helecho autóctono de las Filipinas. Lucía un aparatoso vendaje en la mano izquierda, y con la derecha se apoyaba en un bastón de carabao con empuñadura de carey. Tras descubrirse y saludar a los miembros de la Sociedad Geográfica y al numeroso auditorio, se arrancó a hablar:
—Hubo un tiempo en que la fórmula para fabricar porcelana fue un secreto de Estado por el que pugnaban las grandes monarquías europeas. Digo europeas y no mundiales porque existía un país donde se conocía la ansiada receta: China.
»Durante siglos, fueron muchos los occidentales que viajaron hasta aquel remoto reino en busca del secreto de la porcelana, pero, de manera incomprensible, ninguno fue capaz de dar con él. Cada nuevo viajero que regresaba de la China traía consigo una fórmula distinta a la anterior. El gran Marco Polo aseguró que la porcelana se obtenía de una arcilla que se apilaba en montañas enormes y que había que exponer al viento, la lluvia y el sol durante treinta años. Guido Pancirollus aseveró que la porcelana se fabricaba a base de cáscara de huevo, caparazones de langosta y yeso, mezcla que había que extender sobre la tierra durante un período de tiempo de ochenta años. Otros viajeros, por el contrario, afirmaron que el secreto de la porcelana estaba en mantener enterrada la arcilla en profundas galerías, lejos de la luz del sol y del viento.
»Se analizaron muestras de arcilla, se la mezcló con vidrio pulido, con huesos, con conchas, con arena e incluso con polvos de talco, pero el resultado era siempre el mismo: la loza obtenida carecía de la traslucidez, de la dureza y de la belleza de la porcelana china. Incluso adolecía de la música que emitía la porcelana de buena calidad cuando se la golpeaba. Nadie encontraba la forma de fabricar un objeto que atesoraba la blancura de la luna y a su vez era casi transparente. Parecía cosa de magia.
»Convertida en uno de los objetos más deseados por reyes y magnates, la consecución de su fórmula pasó a ser prioritaria, pues las posibilidades que ofrecía de negocio eran infinitas.
»La historia que ahora voy a contarles es la de uno de estos pioneros, quien expuso su vida con el único propósito de encontrar el ansiado secreto para su señor, el rey de España, Felipe V.
»Imagino que, tras esta breve introducción, habré disipado la incógnita que en muchos de ustedes había despertado el título de esta conferencia, aspecto fundamental de cualquier proyecto que aspire a ser entendido y aceptado por el gran público, pues como dijo Confucio:
Si el título no es correcto, las palabras parecerán inverosímiles
»Pero antes de proseguir, permítanme que aclare mi garganta bebiendo un sorbo de té de esta taza de porcelana...
3
En la mañana del 14 de febrero de 1897 embarqué en el vapor Santo Domingo de la Compañía Trasatlántica, atracado en el puerto de Manila. Se trataba de un formidable paquebote de hierro construido por Robert Naiper Co. en Glasgow, de 104,34 metros de eslora, 11,68 metros de manga, dos palos cruzados, tres cubiertas, cinco bodegas y proa de violín, con capacidad para 113 pasajeros en primera clase, 56 en segunda, 8 en tercera y varios centenares de emigrantes.
Me esperaban largas semanas de travesía, y pese a que dejaba atrás una estancia de dieciocho meses en el archipiélago filipino, no sentía nostalgia por la marcha.
Yo había llegado a las Filipinas con el propósito de entrar en contacto con las tribus de pigmeos negritos, los primitivos pobladores de aquellas tierras, empujados al interior de la selva por la invasión de pueblos malayos (tagalos e igorrotes principalmente; es decir, los actuales filipinos). La rebelión de los Katipunan, en cambio, convirtió la selva en refugio de guerrilleros. Mi trabajo de campo se fue haciendo cada día más peligroso, hasta que la situación de inseguridad general me obligó a replegarme en Manila, a la espera de que las revueltas y disturbios fueran definitivamente sofocados. Desgraciadamente, eso no ocurrió. Al contrario. Los sabotajes y ataques a los españoles fueron en aumento, incluso dentro del perímetro de la capital. Cansado de perder el tiempo, y decepcionado por la forma en que nuestras autoridades afrontaban el «problema» filipino (para que ustedes se hagan una idea, cuando don Ramón Blanco, el capitán general del archipiélago, recibió las primeras informaciones sobre la conjura que se estaba gestando, se limitó a decir con desdeñosa indiferencia: «El filibusterismo es un hoyo cuyo fondo se toca con un dedo, y su gravedad no existe más que en la cabeza de los frailes y de los españoles fanáticos»), decidí regresar a la península.
Cuando el Santo Domingo alcanzó en mar abierto la máxima velocidad de diez nudos, y el perfil del archipiélago filipino fue tragado por el horizonte, me di cuenta de que aquella fortaleza flotante se había hecho diminuta frente a la inmensidad del océano. Una insignificancia que atañía a cada uno de los que viajábamos en la nave, con independencia de que lo hiciéramos en primera, segunda o tercera clase.
La mar, con sus peligros, transforma a los hombres que se atreven a surcarla, ungiéndolos con la brea invisible de la solidaridad. En la mar, los seres humanos no tienen más que una opción: permanecer unidos. Como señaló Baudelaire, frente a los temores individuales, la multitud es el asilo para el desterrado, además de un narcótico para aquellos que se sienten abandonados. Y en la mar todos los hombres se sienten desterrados o abandonados a su suerte en un mismo destino común.
De forma casi espontánea, pues, los viajeros se fueron abriendo los unos a los otros, en busca de un círculo idóneo de personas que les permitiera afrontar la larga travesía con la seguridad que otorgan los grupos. Sí, en ningún otro lugar resulta el hombre tan gregario como en la mar.
Yo encontré el mío en la amura de estribor de la cubierta de primera clase, donde se había instalado un oficial del ejército colonial. En realidad, el hombre se había agazapado en una hamaca, con las piernas, los brazos y buena parte del tronco cubiertos por una manta, por lo que no era fácil distinguir el uniforme de rayadillo debajo del cobertor. Teniendo en cuenta que el viaje de regreso a la península solía ser motivo de regocijo entre los militares, me llamó la atención la quietud de aquel individuo, que contrastaba con el vaivén del barco y con la algarabía del resto del pasaje. Además, tenía el rostro del color del marfil gastado, a pesar de que la brisa que corría en cubierta era un tónico perfecto para las mejillas. Pensé que se trataba de un enfermo de alguna dolencia tropical, y a la vez que me presentaba le pregunté si se encontraba bien. No me respondió. Aunque mantenía los ojos abiertos, su vista estaba perdida en la lejanía. Unos ojos vidriosos, enfebrecidos, alucinados. Era como si contemplara el averno en el horizonte, si bien en realidad el infierno estaba dentro de él.
—¿Se encuentra bien, señor? — repetí la pregunta.
—Soy una marioneta sin hilos -balbució.
En ese momento, una joven sangley, una china nacida en Filipinas, se precipitó con diligencia sobre el hombre, al que ayudó a levantar.
—Discúlpenos. Ya es hora de irnos a descansar -se dirigió a mí en un castellano casi perfecto.
Me sorprendió sobremanera que la sangley hablara por los dos, y no únicamente por su señor, según la costumbre de la servidumbre.
Un mar agitado volvió a reunirnos en la misma cubierta tres días más tarde. El enfermo había recuperado parte de su vigor. Era como si los sobresaltos del oleaje le resultasen beneficiosos para el ánimo.
—¿Se encuentra mejor? — me interesé.
—¿Es usted quién intentó entablar una conversación conmigo la otra tarde? — me interrogó-. Discúlpeme si no pude corresponderle como es debido. Le oía y le veía vaga, lejanamente... Estaba bajo los efectos del opio. No se escandalice. Los katipuneros de Bonifacio quisieron descuartizarme en pedacitos, pero no lo consiguieron del todo. A falta de existencias de láudano, los médicos me recomendaron que fumara opio para mitigar los fuertes dolores que me producían las heridas. Entre los remedios que Dios todopoderoso se ha dignado dar al hombre para aliviar su sufrimiento, ninguno es tan eficaz como el opio. Ahora vuelvo a España para morir, y aunque sé que no sobreviviré a la travesía, quería evitar a toda costa que la parca me asestara su golpe mortal en suelo filipino. ¿Ha probado el opio? No lo pruebe jamás, porque quien lo hace deja de ser prisionero de la realidad para convertirse en esclavo de un sueño... Pero ni siquiera me he presentado. Me llamo Miguel Blasco Castiñeira.
—Yo soy Pablo Solórzano -me presenté.
—¿Comerciante, político, hombre de mundo? Yo me decantaría por lo último.
—Soy explorador. Miembro de la Sociedad Geográfica.
—No suelo fallar. Pero no es mérito mío. Cada hombre lleva escrita su profesión en la frente.
Conforme aumentaba la mar gruesa y el capitán del Santo Domingo se empeñaba en navegar amurado, más difícil resultaba mantener el equilibrio en cubierta.
—Este barco no es más que un pequeño pez nadando en un gigantesco océano -dijo a continuación-. ¿Y qué es la mar sino la patria del azar, la cual es a su vez una parte del caos? Aun cuando el hombre descubra el nacimiento de todos los ríos y escale las cumbres más altas del planeta, la mar seguirá siendo la última frontera, ¿no le parece?
—No puedo negar que de la mar sabemos incluso menos que de las estrellas -reconocí.
—Ahora haga el favor de decirle a mi sangley que venga a ayudarme. Soy una marioneta sin hilos.
Era la segunda vez que se refería a sí mismo empleando esa frase.
—Sin duda yo puedo ocuparme de usted -le ofrecí mi ayuda.
—Sin duda, pero los servicios que requiero son demasiado específicos incluso para un hombre de mundo como usted. Necesito fumar, y sólo la sangley sabe preparar la pipa como es debido. No quiero que piense que mi estado es consecuencia de una vida de libertinaje... Desabotóneme el uniforme y mire mi espalda, tal vez entonces comprenda que no exagero.
Mi desconcierto era tal que me limité a obedecer. Alguien había marcado con un hierro incandescente la palabra tagala kalayaan en la espalda de aquel hombre.
—«Libertad», eso es lo que significa la palabra kalayaan. Me la hizo grabar Bonifacio tras apresarme en Cavite. Mató a todos mis hombres, y me dejó a mí porque quería que trasladara un mensaje a las autoridades españolas. Le aseguro que esa palabra escrita en mi piel es la herida que menos me duele... Algún día de éstos le contaré el resto de la historia, pero ahora haga el favor de llamar a mi sangley -me explicó el militar.
La sensación de lejanía insondable que transmitía la mar en su inmensidad se tornó en un abismo negro cuando cayó la noche; una oscuridad opaca oprimía los flancos de la embarcación como muros de un presidio.
Tres días más tarde, la sangley vino a buscarme a cubierta. Miguel Blasco quería verme en su camarote.
Le encontré tumbado encima de la cama, vestido con su uniforme de rayadillo y la manta cubriéndole medio cuerpo.
—Le ruego que me disculpe, pero hoy me duelen las rodillas y apenas puedo ponerme en pie. Bonifacio permitió a sus katipuneros que me cortaran el tendón rotuliano de ambas piernas, para que tuviera que arrastrarme como un reptil. Luego un médico hizo lo que pudo, que no fue gran cosa, de ahí que use a la sangley como báculo...
Como ocurría con muchos orientales, la mujer sabía mimetizarse con el entorno de tal forma que su presencia pasaba inadvertida. Buscaba un rincón, y allí se sentaba en cuclillas, con las asentaderas apoyadas en los calcañares. Ni siquiera se notaba cuando entraba o salía de la cabina.
—¿Dónde la conoció? Parece una mujer muy diestra y discreta -dije.
—Lo es. Pero es algo más que eso. Digamos que yo había comenzado a descender a los infiernos, y ella me ayudó a salir de nuevo a la superficie... Ahora conteste a una pregunta, ¿ha publicado usted algún libro?
—Tres relacionados con mis viajes, y también una cincuentena de artículos en periódicos y revistas especializadas.
—Entonces puedo suponer que conoce a un editor, ¿no es así?
—En efecto, conozco a más de uno. ¿Puedo preguntarle a qué viene su repentino interés por mis publicaciones y el mundo editorial?
—¿Ve ese escritorio que hay ahí? Abra el primer cajón y coja el cuaderno que se encuentra encima de la ropa de cama. La historia que narra es la más extraordinaria que he oído jamás, tanto que durante un tiempo dudé de su veracidad. Me gustaría que la leyera, y que en el supuesto de que yo no llegue con vida a España, haga las gestiones necesarias para su publicación.
Del cajón se escapó el denso aroma del opio, oculto en una caja de madera lacada sobre la que descansaba una panoplia con armas y medallas militares. Una mueca de desagrado se dibujó en mi rostro.
—Veo que le repugna el olor del anfión (ése es el nombre del opio en tagalo). Pero le aseguro, amigo mío, que el mundo huele a cosas peores -observó el militar.
Cogí el cuaderno con suma prevención, como si su contacto pudiera contagiarme.
—¿Es usted el autor? — me interesé.
—Sí, aunque no soy el protagonista. Aborrecería tener que escribir sobre mí. Digamos que alguien me contó la historia en un fumadero de opio, y que yo aproveché los escasos momentos de lucidez (una de las características del opio es que provoca paroxismos intermitentes en el fumador) para pasarla al papel. Soy consciente de que vivir una experiencia no es lo mismo que describirla con palabras, pero en cierta forma la historia que cuenta ese cuaderno es parecida a la mía, porque está llena de desencanto. Si tuviera que definirla, diría que se trata de una historia ejemplarizante, ahora que estamos tan necesitados de buenos ejemplos.
Nada hay más tedioso que una larga travesía. Al cabo de los días, la mar se transforma en un espejo que emite siempre los mismos reflejos. El vaivén de las olas se vuelve un movimiento monótono y cansino. Los menús y las conversaciones se repiten, y hasta las damas tienen que exhibirse con el mismo vestido noche tras noche, de modo que la mejor distracción que se puede encontrar en un barco es una buena lectura.
—De acuerdo, leeré el cuaderno si ése es su deseo; en cuanto al asunto de su publicación, podrá encargarse usted mismo...
—No se engañe, la muerte suele concedernos a los enfermos terminales la prerrogativa de la clarividencia. Además, el uso inmoderado del opio causa problemas digestivos, insuficiencia respiratoria, asma y angina de pecho. Y le aseguro que mi consumo de opio es excesivo desde hace algunos meses. No, amigo Solórzano, no sobreviviré a esta travesía... Pero centrémonos en el cuaderno. No soy lo que se dice un autor de raza, de modo que le autorizo a introducir los cambios que considere necesarios, siempre que se comprometa a mantener intacto el espíritu que rige la narración en su conjunto. Ahora prométame que se hará cargo de su publicación.
Era evidente que el estado de salud de aquel hombre era sumamente delicado, de modo que tuve que aceptar el encargo de convertirme en albacea de aquel cuaderno.
—Lo prometo, aunque sigo pensando que no será necesario que cumpla con mi palabra.
Regresé a la amura de estribor, cada vez más fascinado por aquel pobre diablo cuyo sufrimiento era inimaginable para mí. Me recosté en la hamaca que solía ocupar el enfermo, abrí el cuaderno y comencé a leer.
4
Solórzano aprovechó para aclarar de nuevo su garganta con un sorbo de té, tras lo cual sacó de uno de los bolsillos de su chaqueta de dril un pequeño cuaderno de tapas de piel azul, y comenzó a leer:
I
Encontré todo lo que buscaba, y eso me condujo al fracaso. O mejor dicho, el fracaso me acompañó en cada nuevo descubrimiento, hasta apoderarse por completo de los resultados.
Me llamo Damián Ossorio y soy comerciante de porcelana. O lo fui. Ahora soy un monstruo en el sentido amplio de la palabra, en el que abarca el cuerpo y el alma.
Llegué a Manila en el año del Señor de 1699, último del reinado de nuestro bien amado y poco ponderado monarca Carlos II, aunque fuera bobo de remate. Nunca he tenido ojeriza a los idiotas, porque sin ellos no identificaríamos a los que no lo son. En cambio, no le perdono a nuestro rey bobo que no procreara. Al no hacerlo, los buitres cayeron sobre los despojos de su reino y dieron lugar a la peor situación posible: un imperio sin monarca con dos aspirantes a serlo, cada uno de los cuales representaba a su vez a un reino extranjero. Expresado así puede parecer que quiero jugar con las palabras, pero ésa era la situación. Un reino, a fin de cuentas, es una suma de intereses, y si hay algo que no conoce fronteras ni respeta el nombre de las naciones, es el interés.
El 18 de febrero de 1701 entraba en Madrid como nuevo rey de España Felipe V, nieto de Luis XIV de Francia, el Rey Sol. No en vano, ésa había sido la última voluntad (inducida por los franceses) de Su Majestad Carlos II. Quince meses más tarde, en mayo de 1702, una alianza formada por Inglaterra y las Provincias Unidas declaró la guerra a Francia y España.
El 12 de septiembre de 1703, el archiduque Carlos de Austria fue coronado rey de España en la ciudad de Viena, con el beneplácito de ingleses y holandeses. A partir de entonces y durante diez años las tropas aliadas, a las que se había sumado Portugal, lucharon en su nombre en territorio español.
El verdadero trasfondo de esta guerra era el control del comercio de las Indias.
El 27 de junio de 1707, fruto de una acertada campaña militar, el archiduque Carlos entró en Madrid y fue proclamado rey por segunda vez. Todo parecía indicar, por tanto, que la victoria iba a decantarse del lado de los aliados. Felipe V, acuciado por los elevados gastos de su ejército y por las derrotas que el enemigo le había infligido en el campo de batalla, necesitaba una fuente de ingresos estable para darle un giro a la situación. La idea que se le ocurrió al joven monarca francés fue encontrar el secreto de la porcelana, de la que hablaba todo el mundo en Europa en aquellos días, con el fin de fabricarla en España y así obtener los medios que le permitieran modificar el curso de la guerra.
Fue entonces cuando me fue encomendada la misión que iba a cambiar mi vida.
Yo era por aquel entonces el mayor comerciante de porcelanas de Manila. Disponía de un gran almacén en el «parián de los sangleyes», el mercado asiático de la capital filipina. Tenía a mi cargo a una veintena de sangleyes, que es como aquí llamamos a los chinos nacidos en la colonia (la palabra es una deformación de la expresión china Kiang lay, comerciante buhonero), y era propietario de un junco de treinta toneladas y dos mástiles que me permitía navegar hasta Cantón en busca de mercancías. Mi especialidad, como digo, eran las porcelanas, aunque no desdeñaba la seda, los objetos de laca, las alfombras persas del Medio Oriente o las piezas de algodón de la India.
Entre mis méritos estaba el hablar aceptablemente el yué o cantonés y el mandarín (en realidad, se trata de lenguas muy parecidas), y conocer los rudimentos de la escritura china, a fuerza de leer una y otra vez las tablillas que cada comerciante clavaba en la puerta de su establecimiento dando razón de lo que se podía encontrar dentro. Además, contaba con un agente en Cantón, un chino llamado Yuan que era miembro del gremio local de comerciantes, el Co-hong, y mantenía excelentes contactos con el Hoppo, el director del comercio en Cantón nombrado por el emperador.
Los chinos llaman a su país Dyung Go, que significa País del Medio, y eso implica que creen que China (Thien-Hia, lo que está bajo el cielo, el Celeste Imperio) es el núcleo o centro del universo. Nada, pues, puede enseñarle un extranjero a un chino; en cambio, un chino tiene que enseñarle todo a un extranjero; todo, salvo aquello que está prohibido enseñar, como el secreto de la porcelana. Se trataba sencillamente de una cuestión de superioridad moral y material, de ahí que no fuera posible una negociación entre el gobierno virreinal y el imperial. ¿Acaso un rey de Francia o de Inglaterra negociaría con un reyezuelo tribal de igual a igual? Pero como era innegable que el comercio con los extranjeros reportaba beneficios a las arcas del Estado, el emperador había autorizado las transacciones comerciales desde el puerto de Cantón, que quedaba a tres meses de viaje por tierra de Pekín. Eso sí, bajo la supervisión del Hoppo (que era miembro de la dinastía reinante), y únicamente durante unos cuantos meses al año (de septiembre a marzo). El resto del tiempo había que permanecer en Macao, el vecino asentamiento portugués. Además, los comerciantes extranjeros tenían prohibido viajar con sus esposas y familiares, y no podían portar armas. Tampoco estaban autorizados para visitar la ciudad o sus alrededores sin el permiso de las autoridades. De modo que la vida se circunscribía a la calle de las Trece Factorías, un suburbio de barracas de madera, extramuros, a orillas del río de las Perlas. Únicamente se podían realizar excursiones a los jardines públicos de Honan, tres veces al mes, siempre que se fuera acompañado de un intérprete y en grupos que no superaran las diez personas. Bajo estas condiciones, las relaciones comerciales con los chinos eran posibles, pero siempre desde el ámbito privado.
Por eso, cuando el gobernador general de la colonia me trasladó el encargo de dar con la fórmula que permitiera fabricar porcelana en España, me invadió el escepticismo.
—Tengo además que comunicarle una noticia buena y otra mala -continúo el gobernador general, después de concederme unos segundos para que asimilara sus palabras-. La buena es que dispondrá de dos barras de plata para sobornos. La mala es que no podrá regresar hasta que obtenga resultados positivos, bajo pena de muerte.
Esta vez solté una sonora carcajada.
Yo había tenido que huir de España tras batirme en duelo con un hombre (al que había encontrado en el lecho con mi mujer) y darle muerte. El enfrentamiento, en cualquier caso, había suscitado algunos interrogantes entre las autoridades, habida cuenta de que mi contrincante se había presentado sin padrino ni testigos y que se trataba de un duelo a primera sangre. Pero en cuanto logré herir en un brazo a mi adversario, dando por finalizada la disputa, se revolvió contra mí a traición. Justo cuando la punta de su sable estaba a punto de alcanzarme en el corazón, resbalé fortuitamente y, desde el suelo, sólo tuve que levantar la hoja de mi espada para hundirla en su vientre. Como mi llegada a la colonia había coincidido con el fallecimiento de Su Majestad Carlos II y la posterior disputa por su trono entre el aspirante francés y el austriaco, mi situación legal estaba a expensas del resultado de la guerra que se libraba en España.
—Excelencia, ¿pretende que compre el secreto mejor guardado de China con dos barras de plata? Lo que su Excelencia hace es mandarme a un muerte segura -le hice ver.
—Estoy autorizado para comunicarle en nombre de Su Majestad, Felipe V, que si logra su objetivo, será honrado con un título nobiliario: marqués de la Porcelana. Además, recibirá una importante suma de dinero como recompensa, y su causa será sobreseída y su expediente quedará limpio. Podrá regresar a España como si nada hubiera pasado.
—Si me pliego a sus deseos, moriré; si no lo hago, también moriré -reflexioné en voz alta.
—Entonces de usted depende elegir su destino -observó el gobernador general.
Como dice un proverbio chino: «La vida tiene su destino; en cambio, la fortuna depende de la providencia». En la calle me aguardaba Lu Fu, mi conductor y hombre de confianza, un sangley nacido en Davao, en la isla de Mindanao. Lu Fu, cuyo nombre significaba literalmente «ciudad» y su apellido «calle» (algo que tenía que ver, al parecer, con el hecho de que fuera hijo de la inclusa), se había convertido al cristianismo, siguiendo el ejemplo de la mayoría de los treinta y cinco mil chinos de la colonia, y hablaba un inteligible dialecto conocido como «español bambú», una especie de idioma criollo del castellano característico de los tenderos chinos de esa región. Para complicar más las cosas, el «español bambú» que chapurreaba Fu estaba salpicado de palabras japonesas. Todo porque los nativos de la isla de la que era natural mantenían relaciones comerciales con comerciantes nipones.
—Llévame al parián, y luego ve al puerto y prepáralo todo para zarpar dentro de una semana -le ordené.
—¡Corre pronto! ¡Cae aguacero! Yo habla contigo cuando sale casa lleva payong -quería decir «paraguas»-. No quiere ahora mucho mojado -me reprendió.
La conversación con el gobernador me había hecho olvidar el monzón. Una cortina de agua caía sobre la calle con el fragor de una cascada, anegándolo todo y convirtiendo el polvo en lodo.
Una vez en el almacén, Fu me obsequió con su frase favorita siempre que yo anunciaba una nueva travesía al continente.
—¡Ah, negocio Cantón! Cuando malo negocio, come nugaw -en realidad, ligaw, puré de arroz-, pero cuando bueno negocio, patay manok -matar y servir un pollo-.
—Sí, Fu, mataremos un pollo cuando cerremos el negocio -le seguí la corriente.
5
II
De todos los juncos que tenían su amarre o recalaban en el puerto de Manila, el mío, llamado El Batavia, era el mejor de todos. Y lo era porque a pesar de tratarse de una embarcación enteramente china, yo había introducido ciertas modificaciones en los astilleros de Cavite que habían logrado mejorar sus prestaciones. Por ejemplo, la quilla de los juncos es casi plana, y en vez de estrave, cuenta con dos especies de aletas que se elevan por encima del agua; pues bien, El Batavia disponía de una quilla con su estrave. Además, sustituí el ancla de madera por una de hierro, así como la gavia y la arboladura. Todo lo cual consiguió que la embarcación resultara mucho más estable cuando arreciaba el viento, evitando que cayera en demasía sobre los costados.
Con el junco reluciente por el japez -una especie de betún a base de cal y aceite que los chinos empleaban a modo de brea para calafatear los barcos-, nos hicimos a la mar.
Navegamos con rumbo norte, desde la bahía de Manila hasta la provincia de Ilocos primero y más tarde hasta el cabo Bojeador, el extremo que remata la isla de Luzón por el oeste. Tras superar ese punto, inclinamos la derrota hacia poniente.
En total, ciento ochenta leguas hasta las costas de China, para una travesía que solía durar entre seis o siete días a lo sumo.
Como en esta ocasión no iba a llevar a cabo transacción comercial alguna, me permití atracar en el puerto de Cantón, en vez de hacerlo en el vecino puerto de Whampoa, a orillas del mar, donde se desarrollaban las operaciones de carga y descarga. Al poner el pie en la dársena, me sentí como Hernán Cortés cuando llegó a Nueva España y quemó sus naves para no poder dar marcha atrás. Yo, por si acaso, ordené a Lu Fu que tuviera el junco a punto. Tras inhalar todo el aire que cabía en mis pulmones, puse rumbo al pequeño almacén que poseía en la calle de las Trece Factorías. Allí escribí una nota para Yuan anunciándole mi llegada, y se la hice llegar por medio de un mozo.
Un proverbio chino atribuye a Cantón tres particularidades: el cielo sin nubes, los árboles siempre verdes y los habitantes que escupen sangre. Las dos primeras premisas se sustentan en la situación meridional de la ciudad, cuyo clima es tan benigno que permite dos cosechas anuales de arroz. En cuanto al hecho de que los cantoneses esputaran sangre, se debía a la costumbre extendida entre la población de mascar continuamente hojas de betel, planta de la familia de las piperáceas con cierto sabor a menta, pero que teñía la saliva de rojo. De modo que caminar por Cantón era lo mismo que hacerlo sobre un gigantesco charco de sangre.
Yuan me encontró contemplando un cuenco de porcelana de la dinastía Song con una veta con forma de gota de aceite en uno de sus costados.
—Una belleza con defectos y tachas, Oso -dijo a modo de saludo.
Después de darle muchas vueltas a la pronunciación de mi nombre y apellido, Yuan había decidido llamarme Oso, más corto que Ossorio y más fácil de pronunciar que Damián para un chino.
Hombre seráfico, de una altura y delgadez considerables, Yuan era tan elástico como una vara de bambú (algo que también podía aplicarse a su carácter, que se adaptaba a cualquier circunstancia). Sus ojos parecían dos cuentas de ábaco negro como el azabache; su pelo, del mismo color y largo hasta la cintura, le tenía que servir para ser arrastrado hasta el cielo, según la tradición china; y su piel olía a gallina hervida en caldo de jengibre aromatizado con cilantro, como la ciudad de Cantón.
—No te quedes ahí, entra -le dije.
—¿No es más pronto de lo habitual? Todavía no dispongo de toda la mercancía, Oso. — Se adelantó al tiempo que hacía un aspaviento con las manos, en las que sobresalían las uñas más largas que había visto en mi vida.
La buena posición económica de Yuan le había permitido dejarse crecer las uñas en señal de que podía llevar una vida ociosa. Pero en realidad se trataba de una impostura: Yuan no era un mandarín, un miembro de la «burocracia celeste» que tuviera que demostrar que era un hombre de pensamiento que no trabajaba con las manos, sino que era un excelente comerciante, y no concebía su vida sin una ocupación.
—Este viaje no es el habitual. Estoy en un grave aprieto y necesito tu ayuda -reconocí.
Después de siete años negociando y conviviendo semanas, la relación entre ambos había traspasado la frontera de lo comercial para adentrarse en la esfera de lo personal; tanto que habíamos llegado a sentir afecto mutuo, como lo demostraba el hecho de que Yuan, cuyo nombre completo era Wei Yuan, me permitiera llamarlo por su nombre de pila, algo poco frecuente entre los chinos, que anteponían el apellido como forma de honrar a sus antepasados. Además, Yuan llevaba varios meses coqueteando con el catolicismo, gracias a la intervención de la docena larga de jesuitas que predicaban en la región. En ocasiones, en vez de llamarme por mi nombre, se refería a mí como «hermano cristiano».
—Te escucho -dijo.
—Me han encargado desvelar el secreto mejor guardado de China: la fórmula para fabricar porcelana.
Yuan frunció el ceño antes de decir:
—Ya hemos tenido esta conversación cien veces, Oso. La porcelana se hace con cuerpo y con hueso, es tan simple como eso. El problema es que tus ojos de bárbaro no te lo permiten ver. Ése es el verdadero secreto de la porcelana: los bárbaros sois incapaces de dar con la forma de fabricarla. Cuerpo y hueso, Oso, hueso y cuerpo. Y un buen horno. Eso es lo que requiere la buena porcelana.
—Me han prohibido regresar hasta que no cumpla con mi misión. ¿Entiendes lo que eso significa, Yuan?
—Puedes quedarte a vivir en Cantón cuanto quieras. Tienes todo el barrio europeo a tu disposición. También podrías establecerte en Macao, con los portugueses.
—Manila está a la vuelta de la esquina. Mi país está en guerra y mi rey furioso. Enviarían a alguien a pedirme cuentas. Mi vida corre peligro, Yuan. Hablo en serio.
—También mi vida correría peligro si te ayudara... Ninguna furia supera la del emperador Kangxi. Además, si tú fabricas la porcelana, ¿qué te vendería yo a ti? La porcelana también es mi negocio -razonó.
Yuan tenía razón. El castigo para el artesano que osase divulgar el secreto de la porcelana era la muerte. Los talleres donde se fabricaba eran propiedad del emperador, y una legión de mandarines se encargaba de controlar cada paso de la producción.
—China tiene otros productos que interesan en Europa. Además, la porcelana china será siempre la porcelana china. Incluso si los europeos llegamos a descubrir cómo se fabrica, tardaríamos siglos en alcanzar su calidad y perfección. Insisto, Yuan, perderé la vida si no me ayudas.
Para un chino, la amistad no es un sentimiento inútil; al contrario, se trata de un preciado deber, así que era una cuestión de tiempo que Yuan diera su brazo a torcer.
—Te prometo, Oso, que yo tampoco he visto fabricar la porcelana. Como acabo de decirte, sé que sus componentes son cuerpo y hueso, porque eso es lo que nos enseñan, pero nunca he estado en un horno. Únicamente los artesanos autorizados conocen el secreto de la porcelana... Yo sólo soy un comerciante como tú...
—Necesitaré algunos salvoconductos, un caballo, un guía discreto provisto de mapas y también un buen disfraz -solicité-. Estas dos barras de plata servirán para conseguir lo que te pido. Es todo el capital con que cuento para afrontar esta empresa.
—Ni siquiera un millón de carolas -así se llamaban las monedas de plata que se acuñaban en Nueva España- servirían para pagar por lo que me pides. Si te disfrazaras, te detendrían antes de cruzar las murallas de la ciudad. Tu nariz es demasiado larga, tus ojos son demasiado grandes, y tu cabello demasiado corto... ¡Está bien, Oso, veré lo que puedo hacer por ti! Ahora regresa a tu barco. Mañana me pasaré por allí cuando tenga noticias.
Fu aguardaba en cubierta sentado sobre sus talones, oteando un horizonte de murallas (las de la ciudad), sampanes que oscilaban mansamente en las aguas del barrio flotante, animales, vehículos terrestres y porteadores que, haciendo balancear las perchas de bambú cargadas hasta los topes, se abrían camino al grito de: Yang!, yang! (¡Paso!, ¡paso!)
—¿Bueno negocio? ¿Por qué usted no anda paseo? Kára -nada- tiene carruaje. Viaje usted. ¿Cosa hace dinero? Trabaja mucho. No goza -me dijo al verme.
Al mismo tiempo que hablaba, Fu movía los dedos de sus pies, diez bloques de carne diminuta compacta y aplastada por los caminos y la mar.
6
Un silencio sepulcral se había apoderado de la sala cuando Solórzano volvió a quebrar su discurso con el propósito de superponer una nueva historia:
Mientras Damián Ossorio aguardaba la visita de Yuan, a miles de leguas de allí, en la corte de Augusto II el Fuerte, Elector de Sajonia y rey de Polonia, un joven llamado Johann Frederick Böttger permanecía encerrado en Albrechtsburg, el castillo que el monarca poseía en la ciudad de Meissen. Impostor, alquimista o simplemente demente, Böttger había convencido al rey de ser capaz de descubrir el arcano de la piedra filosofal, la transmutación del metal en oro. Augusto le había creído, más por necesidad que por convencimiento. Sea como fuere, la habilidad de Böttger era única y había que preservarla de miradas inoportunas, por lo que el rey ordenó encerrarlo en aquella fortaleza fantasmagórica que comunicaba con la catedral de la ciudad a través de un puente levadizo, y que llevaba abandonada años. Augusto II el Fuerte sentía una debilidad enfermiza por la porcelana, y para comprarla necesitaba grandes sumas de dinero. De modo que Böttger se convirtió en la encarnación de la avaricia del monarca.
No era en cualquier caso la primera cárcel que pisaba el joven alquimista, antes había estado en la Casa del Oro, un aparte del castillo real de Dresde, aunque en mejores condiciones, a pesar de la estrecha vigilancia a la que era sometido. En Dresde, Böttger contaba con una cómoda y bien equipada estancia, no le faltaban buenos alimentos, comía en vajilla de plata, tenía un mono amaestrado y disponía de tiempo para pasear por los cuidados jardines de palacio. Incluso se le permitía asistir a cenas con otros prohombres de la corte sajona. A pesar de todo ello, Böttger había intentado huir sin éxito, algo que sin duda complicó su situación. Augusto temía que, en caso de producirse el feliz descubrimiento, el secreto volara inmediatamente como un pájaro a otra corte. Además, no había príncipe elector en Alemania que no deseara conocer los resultados de las investigaciones de Böttger, en especial Federico I de Prusia, a quien había dejado plantado. Para colmo, el joven había empezado a dar muestras de cierta inestabilidad mental, todo lo cual aconsejaba que se le vigilara de cerca, en un lugar donde no tuviera más distracción que el trabajo.
Cuando una mañana el prisionero fue a asomarse a una ventana, se encontró que éstas habían sido tapiadas. Luego, al salir de su estancia, descubrió que el personal se había reducido a cinco personas, mineros y fundidores en su mayoría. Al parecer, Augusto había dado la orden de preservar a toda costa la intimidad del lugar de la mirada de los curiosos. Se prohibieron las visitas y se construyeron una veintena de hornos, de modo que lo único que acabó entrando libremente en Albrechtsburg eran las muestras de arcilla que iban llegando de los distintos yacimientos del reino. En realidad, el verdadero valedor del joven alquimista en la corte era el matemático, físico y mineralogista Ehrenfried Walther von Tschirnhaus, a quien Augusto le había encomendado (por decreto de 25 de mayo de 1704), junto con el Bergrat (o inspector de minas), la tarea de vigilarle. Nacido en la Bohemia sajona de familia noble, Tschirnhaus había cursado estudios de matemáticas en la Universidad de Leiden, Holanda, de donde pasó a Londres. Más tarde se instaló en París para trabajar conjuntamente con Leibniz en la resolución de un problema matemático y asistir a la Academia de Ciencias. Su siguiente paso fue Italia, donde se relacionó con el alquimista Athanasius Kircher. De regreso en Holanda, ayudó a preparar para su publicación los trabajos del filósofo herético Spinoza, que era gran amigo suyo. Por último, gracias al doctor Mateo Pauli, médico de cámara del rey, fue comisionado por Augusto II el Fuerte para localizar yacimientos de piedras preciosas e impulsar la industria del reino. Puso en marcha tres fábricas de vidrio y otra de tejidos, y fabricó gigantescos espejos ustorios de cobre -uno de ellos tenía una lente de 76 cm. de diámetro-, con los que logró fundir materiales cerámicos y metales. Pero por encima de todo, Tschirnhaus estaba empeñado en encontrar el secreto de la porcelana al precio que fuera después de haber visitado una fábrica de pâte tendre en Francia, y de haber fabricado él mismo una «porcelana artificiosa» obtenida de limo de arcilla; intuía que el arcano de la piedra filosofal y el de la porcelana podían tener alguna relación.
Partiendo de estos principios, el trabajo de Böttger se duplicó en Albrechtsburg. Si no encontraba la forma de transmutar los metales en oro, al menos debía encontrar la forma de fabricar la porcelana (el oro blanco) que tanto complacía a su señor. Al fin y al cabo, como le gustaba decir al maestro Tschirnhaus siempre que se encontraba con una dificultad en sus investigaciones:
—Es una ley que todo tenga ley.
7
III
Yuan se presentó en el junco a primera hora de la mañana. Traía el pelo recogido en un coco que cubría con una fina malla de oro, y vestía un sayo de seda con muchos pliegues y las mangas muy anchas y abultadas. Era su uniforme para las grandes ocasiones.
—¿Una taza de té? — le ofrecí.
Asintió.
Serví el agua caliente por tres veces sobre las hojas de té de verde de Longjing, que previamente había depositado en sendos cuencos de porcelana de celadón de comienzos de la dinastía Ming, de color verde amarillento cálido. Según se decía, el primer agua era un encuentro, la segunda un placer y la tercera una despedida.
—¿Sabías que el té de Longjing es el más caro y apreciado de todos cuantos se cultivan en China, y que la cosecha de primavera, cuando los brotes son más tiernos, se paga como tributo para consumo exclusivo del emperador? — me interrogó.
—No. Compro el té de Longjing porque el comerciante que me lo vende es de la ciudad de Hangzhou, que es donde se cultiva -le dije al tiempo que colocaba frente a él uno de los cuencos de porcelana.
—Uno no se cansa de contemplar objetos como éstos -observó. Y tras tomar aire, recitó:
Hombres de Xingzhou y Yuezhou,
Todos hacen vasijas de porcelana;
Redondas como la luna que cae del cielo,
Ligeras como volantes masas de nubes;
El té gira cual remolino en la taza,
Su fragancia humedece los dientes...
—Son unos versos muy hermosos -admití.
—Es el «Poema de la taza de té», de la época Tang. Mi padre siempre decía que la porcelana es la verdadera piel de China -dijo, dejándose llevar por la nostalgia.
—A mí, en cambio, pronto me arrancarán el pellejo -le hice ver.
Yuan me observó con abatimiento, como si estuviera de acuerdo conmigo. Luego dijo:
—He encontrado una solución para tu problema, pero no sé si te satisfará. Correrás tantos peligros que casi te recomendaría que te quedaras aquí cruzado de brazos, a la espera de que tu rey vuelva a acordarse de ti.
—¿A qué peligros te refieres, Yuan?
—A los que conlleva que un extranjero se haga pasar por chino para infiltrarse en Jingdezhen, la ciudad de los tres mil hornos.
En Jingdezhen, provincia de Jiangxi, se fabricaba la mejor porcelana azul y blanca de toda China. La leyenda aseguraba que había funcionando tres mil hornos día y noche.
—¿Y cómo conseguiré hacerme pasar por un chino? Tú mismo lo dijiste ayer, mi nariz es demasiado larga, mis ojos son excesivamente grandes y mi melena demasiado corta.
—Unos hombres te ayudarán a conseguirlo. Tendrás que hacer todo cuanto te ordenen, sin desobedecer ni hacer preguntas. Además, añadirás otras cuatro barras de plata para sufragar los costes del viaje, la manutención y los arrendamientos de las casas en los lugares a los que te lleven.
En ese momento, conseguir esa cantidad de plata se me antojaba más difícil incluso que adquirir el aspecto de un chino.
Me encogí de hombros para transmitirle a Yuan la imposibilidad de lo que me pedía.
—Vende el junco. Te pagarán cinco barras de plata por él -me recomendó.
—¿Vender El Batavia? ¿Y qué será de mis hombres? No puedo dejarlos abandonados como a perros.
—Podrán regresar a las Filipinas con la barra de plata sobrante.
Estaba claro que Yuan había pensado en todo.
—¿Y quiénes son esas personas que me van a ayudar? — pregunté a continuación.
—Son miembros de una organización llamada los Ocho Trigramas. Los ocho trigramas son la base de la escritura china, por lo que puede decirse que se trata de una fraternidad de carácter tradicionalista. Su propósito es derrocar al emperador Kangxi.
—Por qué? — pregunté como si de verdad me importaran las razones por las cuales aquellos chinos querían acabar con su emperador.
—Porque Kangxi no es chino. Es manchú. Un extranjero del norte. La historia de Cantón se remonta veinte siglos atrás. Durante ese tiempo, la ciudad ha sido la capital de un estado independiente, el reino Yué del Sur; otras, en cambio, nos hemos tenido que conformar con ser un estado tributario. Hace algo más de cincuenta años, la ciudad se sublevó contra los manchúes en nombre de la dinastía Ming, que había sido derrocada por aquéllos. La represión fue feroz y, tras un año de asedio, los cantoneses tuvieron que doblegarse. Un total de setecientas mil personas perecieron en la defensa de la ciudad. Desde entonces existen los Ocho Trigramas. Sus miembros son sustituidos cuando mueren.
El ascenso al poder de la dinastía manchú había transformado la vida en China. Millares de funcionarios letrados y señores feudales optaron por el suicidio tras la caída de los Ming. Se prohibieron la crítica al poder y los matrimonios mixtos; se abolieron los exámenes para acceder a la función pública, cuyos aspirantes eran elegidos hasta entonces por sus conocimientos del confucionismo, e impusieron en todo el país un mismo estilo en el vestir y en el modo de llevar el cabello. Los manchúes eran en realidad guerreros tunguses venidos de Siberia e infiltrados en Manchuria, de modo que los varones solían afeitarse la parte frontal de la cabeza para evitar que los pelos les cubrieran la vista en la caza y en la lucha. Además, trenzaban sus largas coletas, que les servían de almohadas durante la noche, así que impusieron ese modo de peinarse entre los vencidos como signo de sumisión (la otra opción permitida era llevar la cabeza completamente rasurada). Incluso en las grandes ciudades se practicó la segregación territorial, creando barrios chinos y manchúes. Todo lo cual dio origen a revueltas populares, sobre todo en el sur del país, como las protagonizadas por la «Sociedad del Lirio Blanco» y por un pirata llamado Ching-Yi, que había conseguido reunir una flota de quinientos navíos en el Mar del Sur de la China.
—¿Y qué me dices de ti? ¿También detestas al emperador? — le pregunté.
—Como dijo Confucio, un gobierno opresor es más cruel que un tigre. La primera medida que tomó el Hoppo nombrado por Kangxi para reorganizar el comercio en Cantón llevó a mi padre a la bancarrota. Y en China, la bancarrota es un delito social, así que mi progenitor fue desterrado al Norte, a Manchuria, donde murió al cabo de un año. De modo que podría decirse que no estoy en contra de un nuevo cambio de dinastía.
Me sorprendió descubrir que Yuan pudiera anidar en su corazón sentimientos como el odio o el rencor.
—Sigo sin comprender en qué punto confluyen mis intereses y los de esa organización de la que hablas -dije.
—La exportación de porcelana es una de las principales fuentes de riqueza de China, de manera que si un europeo consiguiera robar el secreto de su fabricación, la economía del país se resentiría gravemente. El descontento de la población aumentaría, y Kangxi tendría que soportar el oprobio de haber perdido uno de los secretos más queridos de China. En ese escenario, resultaría relativamente fácil arrebatarle el trono, y sentar en él a un verdadero chino. De esa forma la ciudad de Cantón se vengaría de los manchúes.
—Comprendo.
Preferí no seguir indagando. Ni siquiera quise reflexionar sobre las consecuencias de lo que acababa de contarme Yuan. De una forma u otra, lo único que tenía garantizado era la muerte. Y eso, por alguna inexplicable razón, había dejado de preocuparme.
—¿Cuándo conoceré a esos hombres?
—Esta noche, después de la puesta del sol. Pero antes hemos de vender el junco.
Hay dos formas de cerrar un trato comercial en China: la que se prolonga durante un año de interminables negociaciones y diferentes interlocutores, y la que lleva un minuto. El que una negociación dure un año o un minuto es otro de los grandes secretos de China.
Dos horas más tarde había vendido el junco por cinco barras de plata, tal y como había pronosticado Yuan. Cuando me presenté delante de Lu Fu para que se ocupara de repartir la barra de plata sobrante entre la marinería, me dijo:
—Male negocio, come nugaw. No junco, Lu Fu no más patay manok. Lu Fu mucho triste.
8
IV
Media hora antes de que el sol se pusiera, nos vimos arrojados a la dársena del puerto, cada uno con su impedimenta y aún sorprendidos por la celeridad de los acontecimientos. Le dije a Lu Fu que se instalara con la marinería en el almacén del barrio europeo, hasta que encontraran un medio para regresar a Manila.
—¿Dónde ikaw -tú- ir? Ako habala -yo hablo- en serio. ¡Mucho peligro! ¡Ikaw correr mucho peligro! — me advirtió.
Luego, a la hora convenida, vino a recogerme el palanquín de un gran señor. Lo supe por dos razones: por las finas y delicadas pantallas de seda que lo recubrían y el adorno en forma de perinola de la cubierta; y por el silencio de los porteadores, que eran todos mudos. Cuando un gran señor chino tiene cosas importantes que hablar con otro gran señor, se rodea de sirvientes mudos. Es la costumbre.
Una vez en el interior de la litera, uno de los porteadores selló el cortinaje con unos pasadores de hierro, de forma que ni yo pudiera reconocer el camino ni tampoco ser visto desde el exterior.
Tras un viaje en volandas que duró algo más de veinte minutos, me hicieron apear en el patio interior de una casa iluminada por un enjambre de lámparas de papel lacado en rojo, desde donde se columbraba el tejado ondulante, retorcido en los extremos, de la pagoda de los Quinientos ídolos, cuyo interior guardaba otras tantas figuras de madera a la usanza budista y de tamaño natural, una de las cuales representaba a Marco Polo.
Allí aguardaban Yuan y un hombre llamado Gu Feng. Feng, que en chino significa viento, era un ser antitético a Yuan. Su porte era el de una persona adusta, sus ojos penetrantes, su rostro circunspecto, con el rictus del rigor impreso como una máscara, sus espaldas anchas y su barriga oronda. Vestía una túnica de seda de color ciruela, y de su cuello colgaba un grueso collar de cuentas de jade.
De inmediato fui conducido hasta un pabellón que ocupaba el centro de un jardín aledaño, cuyas únicas fuentes de luz eran media docena de braserillos de bronce donde ardían aromáticas resinas que emitían destellos de luciérnagas. Un biombo partía la estancia en dos. Cuando me acostumbré a la penumbra, comprobé que se trataba de una pieza de sándalo rojo, la madera más cara de cuantas se utilizaban en China para fabricar mobiliario doméstico, formada por cuatro paneles plegables. Sin duda, me encontraba en la mansión de un gran señor. A continuación, comenzaron a moverse sombras y a oírse susurros al otro lado del biombo. Agucé el oído y llegué a la conclusión de que eran varios hombres hablando en cantonés culto. Pese a que trataban por todos los medios que el tono de sus voces no sobrepasara los límites del mueble, tuve la certeza de que abominaban de mí. Como todo complot tiene su jerarquía, supuse que aquellos hombres no tenían intención de dejarse ver. Entonces Gu Feng, que había traspasado la zona oculta por el biombo y regresaba llevando las manos enlazadas sobre el corazón en señal de acatamiento, según las costumbres locales, me dijo:
—A partir de este momento, yo me ocuparé de usted. Los Ocho Trigramas me piden que le diga que, una vez aquí, ya no hay marcha atrás. Hará todo lo que se le ordene, no se quejará por el sufrimiento y no protestará por el hambre o la sed. En caso contrario, al primer signo de rebeldía, de inconformismo o de debilidad, yo mismo me encargaré de acabar con su vida. Es usted un hombre muerto, pero si obedece y es disciplinado, tal vez al final del largo camino que le espera pueda regresar al mundo de los vivos con el secreto que tanto anhela. ¿Está conforme?
Asentí.
—Al menos no es un hung mao. Eso haría imposible su transformación. Hable, quiero oír su acento -añadió. Se refería a que yo no era pelirrojo como muchos holandeses que comerciaban en Cantón.
—Estoy conforme -dije en cantonés.
—Repita lo mismo en mandarín.
Obedecí.
—Hasta un sordo se daría cuenta de que es usted un bárbaro -refunfuñó Gu Feng.
En chino, los términos «bárbaro» y «extranjero» se expresaban con la misma palabra.
Pero al margen de mi mala pronunciación, existían otras barreras que me hacían ser pesimista a la hora de hacerme pasar por un nativo. Por ejemplo, cuando un chino movía la cabeza de arriba abajo con fuerza, estaba negando; en cambio, cuando hacía el mismo movimiento que nosotros realizamos para negar, estaba consintiendo. Además, leían al revés y de derecha a izquierda, vestían de blanco en señal de luto y la clase social con más predicamento de todas era la campesina. ¿Cómo, pues, iba a ser capaz de adaptarme a aquellas extrañas costumbres tan diferentes a las mías?
Miré a Yuan, cuyo rostro estaba demudado.
—Tenemos mucho trabajo por hacer. Empezaremos esta misma noche. No perdamos más tiempo -añadió Gu Feng.
Regresamos al patio. El lujoso palanquín que me había transportado hasta aquel lugar había sido sustituido por otros dos de aspecto mucho más humilde.
—Usted irá en el segundo -me indicó a continuación.
—Oso, le pido a los dioses no haber adelantado la fecha de tu muerte. No me perdonaría que algo te ocurriese -intervino Yuan.
—Yuan, Gu Feng tiene razón, ya estoy muerto, lo estaba desde que zarpé de Manila, de modo que a partir de este momento, lo único que puedo ganar es la vida. Quédate tranquilo. Sólo has hecho lo que te he pedido -le respondí.
—Toma.
Yuan me entregó un papelito doblado.
—¿Qué es esto?
—Hace muchos años, en tiempos de la dinastía Tang, se puso de moda entregar un poema a un amigo en las despedidas. Yo me he tomado la libertad de escribirte unas líneas. Son unos versos de Li Bai que me he permitido adaptar para la ocasión.
Abrí el papel. Yuan había escrito:
Yo abordo el bote a punto de partir.
En la orilla escucho una música lejana que es como una señal.
Las aguas del lago de la Flor de Durazno no son tan profundas
como el sentimiento que me embarga al despedirme de ti.
Un abrazo sirvió para reafirmar nuestra amistad.
El segundo viaje en litera resultó mucho más breve que el primero.
Después de atravesar la puerta de la Eterna Pureza primero y más tarde la de la Eterna Alegría, pero sin traspasar las murallas interiores que dividían el barrio chino del manchú, nos internamos por un dédalo de callejones diminutos y malolientes que nos condujeron hasta un taller de artesanía (de laca, según rezaba el cartel de la puerta), en cuya segunda planta estaba instalada la vivienda de Gu Feng.
Me sorprendió comprobar que el espacio no estuviera compartimentado mediante tabiques de papel de arroz, sino a base de biombos de laca de Coromandel, una clase de mobiliario que los chinos fabricaban exclusivamente para la exportación. Eran los ingleses quienes habían acaparado el comercio de esos biombos, y como los embarcaban en el puerto indio de Coromandel, todo el mundo en Europa los llamaba por ese nombre. Me inquietó pensar que Feng pudiera tener alguna clase de trato con los británicos, que eran los enemigos más encarnizados de mi señor, Felipe V.
—¿Ha cenado? — me preguntó mi anfitrión.
—No -respondí.
—Le traeré un poco de sopa de serpiente. Su aposento está detrás de aquel biombo. Allí encontrará todo lo que necesita por ahora.
Según lo que había detrás de aquel biombo, lo único que yo necesitaba era un pequeño espacio rectangular provisto de un canapé con una estera para poder tumbarme, un almohadón, una silla y un escritorio con papel, pinceles y toda clase de tintas y un poco de agua para desleírlas.
Luego bebí el caldo y desprecié los pedazos de reptil, y eso motivó la primera reprimenda de mi anfitrión.
—Un chino jamás haría lo que usted acaba de hacer -me recriminó-. Quien desprecia un alimento, se desprecia a sí mismo. Esta noche empezará a estudiar los seis métodos y los cinco estilos de escritura. Además, quiero que se aprenda para mañana la lista de las siete emociones.
Y tras introducir una mano en una de las bocamangas de su túnica, me hizo entrega de una hoja donde había escrito siete caracteres chinos.
Hsi, alegría.
Nu, cólera.
Yu, preocupación.
Szu, tristeza.
Nei, aflicción.
K'ung, temor.
Ching, sorpresa.
—Escriba cada uno de esos caracteres hasta que le duela la mano. Y no olvide que la escritura se detiene, pero el significado continúa. Aunque se abandona el pincel, su poder es inagotable -concluyó Feng.
Pronto descubrí que la caligrafía china no tenía nada de meliflua, y que requería un gran esfuerzo de concentración.
Caí en los brazos de Morfeo repitiendo aquellas palabras como si formaran parte de una oración a Dios.
9
V
Cuando abrí los ojos por la mañana, olía a tela chamuscada. Gu Feng había decidido quemar mi equipaje, con el propósito de hacer desaparecer todo vestigio de mi pasado.
De día me pareció que era un hombre de mayor tamaño, y su porte más altivo y bizarro que la noche anterior. Sólo le faltaba un poco más de mentón (algo de lo que carecía la raza china) para parecer un occidental arrogante. Incluso podría decirse que la altura y la complexión de ambos eran similares. Eso me hizo concebir la esperanza de que mi transformación fuera rápida.
—He estado pensando que necesitará un nombre y unos orígenes. ¿Sabe hablar algo de minnan hua, el dialecto de la provincia de Fujian?
—Ni una palabra. ¿Por qué?
—Verá, en la ciudad costera de Quanzou, en la provincia de Fujian, vivieron muchos comerciantes árabes y persas durante la dinastía Tang. Esos comerciantes acabaron mezclándose con la población local, de modo que todavía hoy abundan los descendientes de éstos. Muchos de ellos no parecen chinos de la etnia Han. Aunque entre usted y ellos sigue habiendo enormes diferencias físicas.
Yo había oído hablar de los comerciantes árabes de Quanzhou, pues se decía que ellos habían introducido la brújula, la imprenta y la pólvora en Occidente.
—¿Quiere que me haga pasar por el descendiente de un comerciante árabe de Quanzou?
—Fujian es una provincia de la que han emigrado muchos de sus habitantes a otros lugares del país, de modo que diremos que es usted de Cantón, pero de origen fujianés, descendiente de uno de esos comerciantes árabes de Quanzou. Eso justificará que no hable el dialecto local, y también su aspecto físico. Aunque más adelante tendremos que efectuar algunos cambios que suavicen sus rasgos. En cuanto a su nombre, se llamará Lao Xun.
—Lao Xun. No suena mal. ¿Tiene algún significado? — me interesé.
—Es el nombre de un primo mío que falleció hace un año.
Luego, tras desayunar un tazón de congee, un engrudo de arroz con tiras de carne de cerdo que sabía a rayos, Feng me entregó una nueva lista de caracteres:
Shu, calor.
Shih, humedad.
Tsao, sequedad.
Huo, fuego, calor interno.
Shan, montaña.
Hai, mar, también lo inagotable.
Yang, océano.
Tou, cabeza.
Lian, cara.
Mu, ojo.
Bi, nariz.
Zui, boca.
Mei, ceja.
Estaba repitiendo por enésima vez aquella lista, cuando descubrí que había un par de pies detrás de uno de los biombos. Unos pies diminutos, femeninos, inmóviles y, lo que era más asombroso, que no tocaban el suelo, como si levitaran. Advertí a Feng de mi descubrimiento y, tras reprenderme de nuevo por mi mala pronunciación, me dijo:
—Es mi ayudante. Se llama Yú (Jade). Trabaja la laca labrada y las incrustaciones de nácar. La haremos pasar por su esposa a su debido momento, si es que llega ese momento. Ahora concéntrese en la pronunciación.
Pero no pude dejar de mirar y de pensar en aquellos diminutos pies ni un solo instante.
Por la tarde, cuando me enfrentaba a la repetición de una nueva lista de caracteres, un suave rumor traspasó el biombo tras el que Jade se ocultaba. Cantaba, y lo hacía maullando como una gata.
Diez días más tarde, había elaborado cien listas de caracteres y repetido mil veces la pronunciación de cada uno de ellos, tanto en cantonés como en mandarín. Y también había mirado otras tantas los pies de Jade, de los que creía haberme enamorado perdidamente. Pero ¿acaso se puede sentir amor por alguien a quien no se ha visto? ¿Se puede enamorar una persona de un ojo, un brazo o un pie, por separado? Para colmo, yo estaba al tanto de las costumbres chinas, y sabía que aquellos pies eran fruto de un largo y tortuoso proceso, que comenzaba cuando las niñas cumplían los cinco años de edad. Entonces las madres efectuaban una consulta astrológica, y el día elegido para la iniciación ofrecían a los dioses pasteles de arroz para que éstos permitiesen que los pies de sus hijas fuesen tan suaves como los dulces. Tras cortarles las uñas, les doblaban los ocho dedos menores de ambos pies hacia adentro, en forma de cuña (de manera que se adhiriesen a la planta), y se los vendaban. Los vendajes se cambiaban una y otra vez hasta que los huesos se quebraban y, en consecuencia, los pies dejaban de crecer. Durante un período de seis meses, y hasta que el nervio moría del todo, padecían terribles dolores. El resultado eran dos muñones deformes, de apenas tres pulgadas, cuyos únicos puntos de apoyo eran los talones y los dedos gordos. Los chinos llamaban a éstos pies de loto dorado o sancunjinlian, conjunción de siete caracteres que expresan el concepto de unos pies delgados, pequeños, agudos, curvos, fragantes, suaves y simétricos. Lo cierto era que detrás de aquella costumbre, además de una razón estética, se escondía otra de carácter práctico: las mujeres con los pies de loto dorado tenían mucho más difícil abandonar la casa del marido, además de no poder llegar muy lejos en caso de hacerlo. Como decía un aserto chino: «Un par de pies pequeños cuestan un pozo de lágrimas». Pero si de día los pies de loto podían despertar compasión, por la noche se convertían en táctiles objetos de placer entre el sexo masculino.
La noche del undécimo día tuvo lugar un episodio que me hizo cambiar mi opinión sobre Feng. Tras acercarse al biombo donde trabaja Jade bajo la luz de los candiles, la obligó a descalzarse. Durante unos minutos contempló los pies deformes de la joven, hasta que alcanzó un estado de excitación irreversible. Entonces la poseyó con suma violencia, tanta que el cuerpo de la muchacha percutía una y otra vez contra las paredes lacadas del biombo. Chirrió y se tambaleó el mueble; en cambio, Jade volvió a maullar corno cuando cantó la primera vez. Pero era imposible saber si aquel sonido tenía su raíz en el placer o surgía del reproche.
A la mañana siguiente, Feng me comunicó que había llegado la hora de dar el siguiente paso en mi aprendizaje.
—Esta tarde, cuando termine con los ejercicios de pronunciación, fumará su primera pipa de opio -dijo.
—¿Opio? ¿Para qué necesito fumar opio? — le pregunté.
Pero no me respondió siguiendo los principios de nuestro acuerdo.
Los chinos ingerían el opio crudo como medicina (de hecho, la palabra china para el opio es a-fu-jung, que significa «medicina extranjera») para eliminar los dolores y como remedio contra la disentería; en cambio, en los últimos veinte años habían empezado a cocerlo y fumarlo, y su consumo se había disparado. A pesar de esa circunstancia, fumar opio seguía estando mal visto entre las autoridades chinas porque atentaba contra la moral confucionista. Confucio había dicho que el cuerpo de una persona era el legado que recibía de sus antepasados, para que sirviera de puente entre ellos y sus descendientes, de manera que quien se autodestruía (y era evidente que el opio era destructivo) estaba cometiendo una ofensa. Siendo así, ¿por qué Gu Feng quería que me iniciara en el consumo del opio? ¿Tal vez porque yo no era más que un bárbaro o simplemente porque buscaba mi destrucción?
A las seis en punto de la tarde, cuando el sol declinaba tras la colina de las Nubes Blancas, Gu Feng me ordenó que lo dejara todo y me tumbara sobre el canapé. Portaba una bandeja de madera lacada con la parafernalia que se usaba para fumar opio: una pipa recta de cuarenta centímetros de longitud de madera con incrustaciones de madreperla, envases para guardar la droga, un preparador, un quemador y un raspador. Además, en la bandeja había también un cuchillo de hoja curva.
—Si se niega a fumar, es hombre muerto -me advirtió.
Después de doce días de convivencia, había aprendido algo sobre Gu Feng: nunca bromeaba.
El tabaco había sido prohibido en China por Cheng-Cheu, último emperador de la dinastía Ming, en 1644. Como consecuencia los chinos sustituyeron el tabaco por el opio. Como el comercio del opio estaba en manos de holandeses, portugueses e ingleses, y Gu Feng fabricaba en su taller biombos para éstos, pensé que tal vez el opio era la moneda de aquel intercambio.
—Desde luego, fumaré. Aunque no entiendo en qué puede ayudarme una pipa de opio para los fines que persigo.
Para cuando terminé de exponer mis dudas, Gu Feng ya había colocado una cazoleta semiesférica de barro, en cuyo interior había depositado previamente una bolita de pasta amasada con consistencia de resina, en uno de los extremos de la pipa.
—Los efectos del opio comienzan entre diez y quince minutos después de ser fumado, y duran cuatro o cinco horas. Ahora, inhale con fuerza cuando vea el opio al rojo vivo -dijo a continuación.
Obedecí.
La boca se me llenó de humo de un intenso sabor amargo. Diez minutos más tarde sentí náuseas, que me llevaron a vomitar. Luego comenzó a arderme la cabeza, hasta que, poco a poco, presa de una inmovilidad parecida a la de los pies de Jade suspendidos en el aire, caí en un profundo y pesado sueño.
Desperté ocho horas más tarde con la desagradable sensación de no saber dónde me encontraba. Inspeccioné la estancia y descubrí que Feng se había olvidado el cuchillo de hoja curva. Pensé levantarme, clavárselo en el corazón mientras dormía y huir de aquella casa para siempre, pero cuando hube reunido el suficiente valor para llevar a cabo mi plan, volví a oír los maullidos de Jade. Debían de ser las tres de la madrugada, y esta vez los ruidos no provenían de detrás de su biombo, sino de la zona que Feng utilizaba como dormitorio.
«Le mataré mañana», pensé, y volví a dormirme.
Me despertó Feng cuatro horas más tarde. Parecía cansado pero satisfecho, y traía un tazón de congee en la mano derecha.
—Para poder saborear los beneficios del opio, primero hay que acostumbrar el organismo a la droga. Esta tarde le prepararé otra pipa -me dijo.
Un persistente dolor de cabeza me persiguió durante todo el día. Y mi pronunciación se volvió más pastosa que de costumbre.
Feng apareció con la bandeja del opio en cuanto el sol se hubo ocultado. Repetimos la misma operación del día anterior, y diez minutos más tarde estaba de nuevo vomitando, entre convulsiones y náuseas. Cuando desperté, busqué el cuchillo curvo, pero en esta ocasión no lo había olvidado. Me arrastré (tenía las extremidades como dormidas) hasta el biombo y traté de escuchar. Gu Feng fornicaba de nuevo con Jade, aunque esta vez los gemidos provenían de la garganta del hombre.
«Feng, viento huracanado», pensé.
La tercera pipa de opio me sumió en un profundo sueño que me arrojó a un mundo dominado por la laxitud y la inexistencia de tiempo.
El cuarto día fumé dos pipas: una por la mañana y otra por la tarde.
El quinto fumé tres pipas: una por la mañana, una por la tarde y otra por la noche.
El sexto cuatro pipas: una por la mañana, una por la tarde, una por la noche y otra de madrugada.
El séptimo día fumé cinco pipas, y perdí la noción de las horas.
No volví a recuperarla hasta pasadas varias jornadas (no me atrevo a aventurar una cifra). Lo único que sé es que pasaba todo el día tumbado sobre el canapé, tratando de alcanzar una y otra vez aquel mundo sin conciencia cuyas puertas me abría la droga. En realidad, lo que hacía el opio era establecer un dique de contención entre el convulso mundo exterior y yo. De pronto, caía en un estado de complacencia absoluta, de placidez estática. Estaba consciente, pero al mismo tiempo podía entrar y salir del ensueño como se entra y sale de una habitación. No estaba dormido, pero tampoco despierto. Ni siquiera tenía la necesidad de comer o de beber.
—Si se acostumbra a fumar ocho pipas diarias, vivirá cinco años -me advirtió Feng.
Entonces me acordé de la porcelana y de la misión que me había llevado hasta allí, y pensé que lo que pretendía Feng obligándome a fumar opio era socavar mi dignidad, convertirme en su esclavo, tal vez para venderme más adelante a los ingleses como un biombo de Coromandel.
—Creo que el opio se ha convertido en un obstáculo. Cuando fumo, ni siquiera me importa lo que pueda pasarme -reconocí, en un intento por recobrar la lucidez que me permitiera reaccionar.
—Un calígrafo llamado Wang Xizhi escribió hace muchos años: «Abandonar las ambiciones, olvidar la existencia física». Un adagio que puede aplicarse a los efectos que causa el opio entre quienes lo consumen. Comprendo su preocupación, y le prometo que esta noche descubrirá cuál es el papel del opio en esta historia. Le aseguro que no se trata de un hecho secundario, menos aún de un mero capricho. ¿Le he dicho que su pronunciación gana mucho cuando está fumado?
En alguien tan serio como Feng aquel comentario era una novedad. Además, era la primera vez que me prometía algo, y eso me inquietó. Al menos hasta que me fumé la primera pipa del día.
A las seis de la tarde había fumado tanto que de nuevo me encontraba en un estado de semiinconsciencia. Era como si hubiera excavado una profunda fosa para escapar de la realidad. Tenía el cuerpo contraído, de lado, con las manos apoyadas en las rodillas, y miraba al suelo sin verlo. Notaba las gotas de sudor recorriendo mi rostro y mi piel rezumaba un intenso olor acre, pero no me importaba. El opio conseguía que no me debilitara cuando me quedaba a solas con mis pensamientos. De hecho, los relegaba con idéntica indiferencia a como eludía todo contacto con el mundo real. Si alguien se hubiera acercado hasta mí para decirme que yo no era más que una coliflor, no hubiera tenido deseo ni fuerzas para responderle que estaba equivocado. Tanto es así que ni siquiera parpadeé cuando vi que Feng se acercaba en compañía de dos extraños. Me conformé con centrarme en escuchar aquellas voces nuevas y subordinadas. Los chinos suelen hablar tan rápido que el efecto del opio hacía del cantonés una lengua aún más incomprensible. Pero era precisamente ese detalle el que llamaba mi atención. Por alguna extraña razón que se me escapaba, lo único que yo deseaba era descifrar la conversación de aquellos dos intrusos, cuyas palabras parecían rebotar en mis oídos.
—Es diestro, ¿verdad? Ahora muerda esto -se dirigió Feng a mí, al tiempo que me colocaba una rama entre los dientes y se apoderaba de mi mano izquierda.
Quise decir algo, pero al abrir la boca la rama se coló dentro.
—Cierre los ojos, trate de relajarse -añadió en tono conciliador.
Empezaba a creer que todo era fruto de una alucinación, algo que vino a corroborar un extraño destello plateado, que fue cambiando de manos hasta llegar a las de Feng. Entonces mi anfitrión dijo:
—Ahora, señores, agárrenlo con todas sus fuerzas.
Los dos acompañantes obedecieron, y una vez inmovilizaron mi cuerpo (en realidad no estaba en disposición de oponer resistencia), Feng hundió aquel destello plateado en mi mano izquierda, rompiendo huesos y desgajando la carne. Comprendí entonces que se trataba de la hoja de un hacha.
El dolor que sentí fue tan intenso que logré zafarme de mis captores y revolverme como una fiera herida. Miré al suelo, sobre cuya superficie yacían en medio de un charco de sangre mis dedos meñique y anular. Lancé un golpe con la mano derecha al rostro de Feng, pero atrapó mi puño como si se tratara de una mosca en vuelo.
—Tranquilícese, amigo, ya ha pasado todo. Ahora, procure relajarse mientras le curamos las heridas -me dijo.
De pronto, el rostro de Feng se transformó en la vela con forma de ala de murciélago de un junco chino. Luego el aire dejó de llegarme a los pulmones y perdí el conocimiento.
10
Mientras Damián Ossorio seguía preguntándose por qué le habían amputado dos dedos de la mano izquierda, Johann Frederick Böttger se miraba las manos sin reconocerlas -sus propios dedos le parecían barrotes de una celda-, y reflexionaba sobre la posibilidad de perder la razón antes de dar con la fórmula del oro o con la de la porcelana. Incluso cabía la posibilidad de alcanzar ambas cosas ya demenciado. ¿No era a esa clase de hombres a los que la humanidad llamaba genios? Sí, locura, inconformismo y un logro que conformara a los conformistas, eso era ser un genio. Él llevaba intentando serlo desde los diecinueve años, cuando por primera vez transmutó unas monedas de plata en oro en la trastienda de la botica del farmacéutico Frederick Zorn, donde trabajaba como aprendiz desde los catorce años. El secreto de la transmutación de los metales lo había obtenido de mano de un monje griego llamado Laskaris, y básicamente consistía en unos polvos mágicos, la Tintura Roja o «León Rubí» de la que hablaban todos los tratados de alquimia. Laskaris había visto en él a un verdadero alquimista en potencia, y por eso había accedido a hacerle partícipe de su secreto, a pesar de su corta edad. No en vano, había leído a todos los autores que tenía que estudiar un verdadero arkanisten, es decir, a Ramón Llull, a Basilio Valentino, a Paracelso y a Van Helmont. En cambio, había desoído los consejos de otro sabio, Alberto Magno, que sugería evitar cuidadosamente la asociación con príncipes y nobles y cultivar la discreción y el silencio cuando se trataba de practicar el arte de la alquimia. Por aquel entonces, sólo deseaba un poco de protagonismo, él que había sido motivo de mofas y de chanzas entre sus compañeros aprendices (sobre todo desde el día en que lo encontraron en la rebotica semiasfixiado después de haber inhalado accidentalmente efluvios de arsénico). Pero guardar un secreto en Berlín no era posible en aquellos días, máxime si tenía que ver con el oro. Federico I de Prusia, como buen príncipe, era avaricioso y estaba necesitado de dinero para alimentar su ego y sus ejércitos. En consecuencia, cuando el rey oyó hablar de un joven mancebo que transformaba los metales en oro en la trastienda de una botica de la capital, lo llamó a su presencia para que hiciera una demostración en palacio. Su respuesta fue aceptar la invitación y huir en cuanto cayó la noche. La razón para adoptar semejante medida era fácil de entender: pese a que seguía creyendo con fe ciega en la transmutación de los metales, los experimentos que había llevado a cabo en la botica del farmacéutico Zorn no habían sido del todo honestos; es decir, había tenido que realizar algunos trucos para que el resultado fuera la consecución de oro salido de un crisol puesto al fuego donde previamente había introducido monedas de plata. Si Zorn y todos los demás se habían creído que lo que habían presenciado era obra del descubrimiento del arcano de la piedra filosofal, allá ellos. El problema era que no podía hacer lo mismo delante del rey, cuya fama de hombre cruel era proverbial. Así que había decidido huir y refugiarse en la vecina ciudad de Wittenberg que, aunque cercana en la distancia a Prusia, pertenecía al reino de Sajonia. Allí pensaba estudiar medicina y, en cuanto se pasara el revuelo, reanudar sus experimentos, esta vez con el propósito de trocar de verdad los metales en oro. Pero la conmoción que habían causado sus experimentos no cesó. Al contrario. Federico I de Prusia no estaba dispuesto a dejar escapar a alguien que, según numerosos testimonios, había fabricado oro delante de sus narices, así que puso precio a su cabeza (1.000 táleros, nada más y nada menos) y ordenó que le siguieran. Pero lo peor estaba aún por llegar. Cuando Federico I reclamó su devolución al vecino reino de Sajonia, las autoridades locales mostraron interés por su caso que, al cabo, llegó a oídos de Augusto II, Elector de Sajonia y rey de Polonia, quien era a su vez el mayor enemigo del monarca prusiano. Desgraciadamente, había algo en lo que Augusto II de Sajonia se parecía a Federico I de Prusia: su necesidad de oro para sufragar una vida de disipación. Además, ambos monarcas sentían celos el uno del otro, y rivalizaban en todo lo que tuviera que ver con la ostentación. De esa forma, por tratar de escapar del rey de Prusia, había caído en las garras del rey de Sajonia. Böttger se percató de la gravedad de la situación cuando, por indicación del gobernador de Sajonia, el príncipe Egon von Fürstenberg, quien a su vez recibía órdenes directas del rey, fue conducido de madrugada a un carruaje y escoltado por dieciséis jinetes hasta Dresde, la capital del reino. Lo que vino a continuación fue una cárcel en un palacio. El tiempo de duración de la condena era el que tardara en transformar el metal en oro. Ni un día más, ni un día menos. Para colmo, los primeros intentos habían resultado un fiasco, y cuando la inversión en aquel proyecto del que él era máximo responsable alcanzó la astronómica cifra de 40.000 táleros, se vio impelido a huir de nuevo. En esta ocasión puso rumbo a Bohemia. Por supuesto, los esbirros del rey de Sajonia se las apañaron para dar con su paradero. Para que Augusto II el Fuerte le perdonara la vida después de aquello, había tenido que prometerle que no intentaría escapar de nuevo y que pondría todos sus conocimientos en la obtención de resultados positivos; promesa que refrendó en un documento de veintidós páginas en el que se comprometía a fabricar ciertas cantidades de oro en las siguientes dieciséis semanas, a las que había que añadir otras dos toneladas en los ocho días posteriores. La única salida que le quedaba era, por tanto, cumplir con la palabra dada.
Ahora le dolía la cabeza y era incapaz de reconocer los dedos de sus manos, pero después de las vicisitudes pasadas, aquello era lo de menos. La humanidad tendría un nuevo genio, y llevaría su nombre. De eso estaba completamente seguro. Antes de retirarse a descansar, contó los dedos de sus manos:.
—Tengo diez dedos, cinco en cada mano. ¿Son muchos, son pocos o son los justos? — reflexionó en voz alta.
11
VI
Cuando abrí los ojos dos días más tarde, creí reconocer uno de los pies vendados de Jade a escasa distancia de mi rostro. Tras ajustar la vista convenientemente, descubrí que se trataba dé mi mano izquierda, o mejor dicho, del muñón envuelto en vendas, que yo había colocado a la altura de mis ojos. Lo más paradójico era que la zona de la mano que me dolía terriblemente era precisamente la que habían ocupado los dedos amputados.
—En pocos días habrá superado el dolor, pero ahora es imprescindible que se alimente como es debido para reponer fuerzas. Jade se ocupará de usted a partir de ahora -dijo Feng, aproximándose a los pies del canapé.
Trataba de reunir fuerzas y un poco de saliva para escupirle a la cara, cuando la mujer apareció como por arte de magia detrás del sayo de Feng, cuyas mangas eran tan anchas que parecían alas de mariposa desplegadas.
Pese a que el diminuto par de pies apenas si bastaba para que la joven pudiera mantener el equilibrio, cumplía al pie de la letra los cánones de la belleza de la mujer china: rostro con forma de óvalo, el nacimiento del cabello rasurado, cejas finas, boca con forma de capullo, dedos largos y afilados y la piel suave y blanca como la flor del almendro. Llevaba además los labios coloreados con una sombra de «cereza madura», e iba maquillada con polvo de arroz. La expresión de su rostro era impasible, y sus movimientos delicados y elegantes. Pero su atributo más destacado era sin duda que poseía el don de la exquisitez, lo que los chinos llaman xiaogiao, una combinación de lo pequeño y lo ligero.
Su belleza era tan incomparable que sólo podía pertenecer a la etnia Han, cuyas mujeres habían cautivado a la corte de los emperadores de la dinastía Qing.
Feng no tardó en captar mi indecisión.
—Conviene que comience a familiarizarse con ella. Eso no significa que deba crearse falsas esperanzas. Su familia ha recibido una parte de su plata a cambio de que ella le sirva y se haga pasar por su esposa. La cohabitación no está incluida en el precio.
Pensé que era evidente que sí lo estaba, aunque era él quien le sacaba partido.
El dolor lograba mantenerme despierto y lúcido, así que aproveché para pedirle una explicación.
—No entiendo por qué era necesario amputarme dos dedos.
—Porque el número ocho es considerado de buen augurio debido a que su pronunciación en cantonés, ba, es similar a fa, que significa acumular riqueza, de modo que un hombre con ocho dedos es un talismán -me respondió-. Es posible que a la finalización de su aprendizaje fallen muchas cosas, pero éstas serán suplidas precisamente con su tara. Un hombre con ocho dedos es motivo de respeto entre nuestro pueblo. Ahora, haga el favor de comer.
Bastó una sutil indicación de Feng para que Jade se postrara de hinojos delante de mí. Me deslumbró el rojo bermellón de su cheongsam de seda, con cuello mandarín y botones de mariposa, que al entrar en contacto con la luz emitía destellos irisados. Luego me asaltó un fuerte olor a incienso, una fragancia característica de muchas mujeres chinas, que se someten a sahumerios de esa sustancia para perfumarse.
—Yo le daré de comer -dijo Jade con la vista puesta en el suelo.
De nuevo su voz era un lastimero maullido. Jade maullaba al hablar, al cantar y al fornicar.
—Gracias, pero todavía tengo una mano sana -rechacé el ofrecimiento dejándome llevar por el orgullo. Sin embargo, en cuanto introduje la mano en el cuenco de arroz, éste se volcó.
Jade se apresuró a recoger lo que yo había vertido.
—Coma de mi mano -dijo.
Ahora su tono de voz era el de una gata solícita.
—¿Como un perro?
Los ojos más tristes que había visto en mi vida me dieron la respuesta: los esclavos no tienen derecho a remilgos ni a formular reclamaciones, y ahora yo era un esclavo.
Comencé a comer desesperadamente de aquellas manos de una blancura insólita. Cada cuanto lamía un grano de arroz al tiempo que un trozo de piel aromatizada. El simple contacto con una piel que era como el propio jade me hacía pensar que yo seguía siendo un hombre libre y que no todo estaba perdido.
Continué lamiendo aquellas manos incluso después de que hubiera desaparecido el último grano de arroz. Jade me miraba con asombro, pero sin atreverse a ponerle punto final a la escena. Paré cuando las lágrimas comenzaron a brotar de mis ojos.
Esa tarde-noche fumé cuatro pipas de opio que me preparó Jade. En uno de los intervalos, la oí cantar con su suave y característico maullido. La letra rezaba:
El canto triste se armoniza con las lágrimas,
mirar la lejanía se armoniza con la nostalgia.
Mis pensamientos van siempre a mi tierra natal,
y mi pena se acumula.
Quisiera volver, mas mi casa está vacía,
quisiera cruzar el río, pero no tengo barca.
Mis pensamientos profundos no puedo expresarlos,
giran en mi pecho como ruedas de carro.
Pensé que, a veces, detrás de un poema se escondía una prueba de culpabilidad.
Esa noche soñé que Jade y yo nos lamíamos las heridas mutuamente. Pero cuando desperté abruptamente de madrugada, comprobé que el biombo de Feng se tambaleaba con las acometidas de su pelvis.
Durante una semana comí y cené de las manos de Jade como un perro fiel. Lo más curioso era que a ella también parecía gustarle. A veces permanecía con las manos unidas, formando un imaginario recipiente, incluso después de que yo hubiera engullido el último grano de arroz. Era como si hubiera encontrado en mí a un subordinado, alguien que estaba por debajo de ella, y creo que eso la asombraba. El hecho de que yo fuera blanco, con una barba espesa y una nariz tan larga que a veces llegaba a la comida antes que mi lengua, también ayudaba para que sintiera cierta fascinación por darme de comer. De hecho, en ocasiones la pillaba observándome como mira el amo a su perro mientras éste se alimenta.
Nada allana tanto el camino de las relaciones personales como el contacto físico. Tocar una piel es lo mismo que golpear la puerta de la confianza y que se abra. Y aquellos pequeños encuentros entre mi lengua y la palma de su mano formalizaron cierta clase de relación entre ambos, así que un día me atreví a preguntarle:
—¿Le ama?
Jade me miró como si acabara de ultrajarla.
—¿Acaso el esclavo ama a su amo? — dijo con desdén-. Le ganó una apuesta de juego a mi padre, y yo fui el pago.
Si había algo a lo que los chinos eran aficionados, todavía más que al opio, era al juego. Incluso había empezado a verse a comerciantes y marineros ingleses, holandeses y portugueses sentados frente a un tablero de mah-jong en la calle de las Trece Factorías.
—Me dijo que su familia había recibido una suma de dinero para que usted se hiciera pasar por mi esposa.
—Le mintió. Él es quien ha recibido parte de su plata. Yo sólo soy su esclava.
—¿Y qué razones tenía para mentirme?
Los estrechos ojos de Jade se estiraron para evidenciar que lo que acababa de preguntar sólo tenía una respuesta posible.
—Gu Feng siempre miente. No se fía de nadie desde que estuvo en Nan-Fou. La mentira es su verdad. La utiliza como arma de defensa.
—¿Nan-Fou?
—El Palacio del Sur del emperador, en Pekín. Gu Feng fue raptado con seis años, cuando jugaba en una plaza de Cantón, y llevado a Nan-Fou para que se iniciara en la «pasión de la manga cortada».
—Sigo sin comprender una palabra -reconocí.
—Hace muchos años, en tiempos de la dinastía Han, hubo un emperador llamado Ai. Éste tenía un favorito, Dong Xian. Una tarde, Dong se quedó dormido sobre la manga del ropaje de su señor. Cuando el emperador quiso levantarse, prefirió cortar la manga de su túnica antes que despertar a su amigo.
»Nan-Fou es el harén masculino del emperador. Allí adiestran a cientos de jóvenes en las más refinadas artes, que incluyen los masajes, el canto, el dibujo, la caligrafía y, por supuesto, el amor a otros hombres. A estos jóvenes se les conoce como Sian Kou, y los caballeros de buena posición se disputan sus favores a cambio de dinero y caros presentes.
—Pero yo he oído cómo Gu Feng y usted... Lo oigo cada noche...
—Se acuesta conmigo para demostrarse a sí mismo que está por encima de las enseñanzas que aprendió en Nan-Fou. Gu Feng detesta haber sido un Sian Kou, a pesar de los privilegios que eso le ha proporcionado, y quiere vengarse del emperador. El problema está en que si huyes de tu demonio, le obligas a perseguirte.
—¿Y usted también quiere vengarse del emperador?
—No, ningún esclavo debe compartir los deseos de su amo, porque eso le alejaría aún más de la libertad. Un viejo proverbio dice: «Cásate con un gallo y serás de un gallo; cásate con un perro y serás de un perro» -me respondió.
—Comprendo.
—Además, admiro a las mujeres manchúes y espero que algún día todas las mujeres del imperio podamos ser como ellas. ¿Sabía que estudian desde pequeñas equitación y tiro con arco, y que no les vendan los pies?
—Sí, lo había oído. Sin embargo, los emperadores manchúes prefieren a las mujeres Han, que sí llevan los pies vendados -le hice ver.
—Las prefieren como concubinas, nada más. Yo me dejaría cortar las manos con tal de tener dos pies como las mujeres manchúes. Tal vez, cuando viajemos a Jingdez-hen como marido y mujer, encuentre la ocasión para huir.
—¿Es eso lo que desea? — le pregunté.
—Sí, más que ninguna otra cosa. En China, la mayor virtud que puede tener una mujer es no tener cualidades.
Entonces, para mi sorpresa, Jade desabotonó primero su cheongsam y luego el mo-hsiung, una especie de sujetador ancho, dejando a la vista unos pechos pequeños y níveos en los que sobresalía una constelación de pequeños puntos rojos parecidos a las marcas del sarampión.
—Sólo he accedido a entregarme a él a punta de cuchillo, así que cada vez que se acuesta conmigo, me inflige una herida -me explicó.
«Una belleza con defectos y tachas», pensé recordando la frase que Yuan empleaba para referirse a la porcelana con imperfecciones.
12
VII
Cuando no estaba bajo los efectos del opio, pasaba las horas contemplando de reojo cómo Jade transformaba las toscas maderas de los biombos en delicadas y lustrosas láminas de superficie suave y transparente. Primero añadía aceite vegetal, sulfato de hierro, vinagre de arroz y pigmentos minerales a la goma resinosa extraída del árbol de la laca. Luego pulimentaba la superficie del mueble, sobre la cual iba pegando papel o seda, según el caso. A continuación, sobre ese fondo, comenzaba a aplicar la pasta de laca refinada con un pincel plano de pelo corto, pelo humano, que dejaba secar para más tarde pulimentarla con piedra de lao-hang-chi. Paradójicamente, la laca tenía la particularidad de que se secaba mejor en una atmósfera húmeda como la de Cantón. Esta operación la repetía con todos los muebles entre tres y dieciocho veces. Por último, a base de cincelar y colocar pacientemente con los dedos, adornaba las lacas con colores, con oro en polvo, o con incrustaciones de marfil, jade, coral, malaquita o nácar.
Se trataba de un proceso largo y monótono, que requería más de treinta operaciones y estaba lleno de dificultades técnicas, aunque Jade era sumamente hábil. En ocasiones, era ella misma la que se quedaba contemplando los resultados. Cualquier pequeño detalle que estuviera fuera de su sitio podía romper la armonía de la pieza y convertir el orden en caos; algo que yo era incapaz de apreciar, pero que ella descubría de un vistazo, por ejemplo: una mariposa que volaba demasiado cerca de la cascada de agua y demasiado lejos del árbol; un insecto cuya escala resultaba excesivamente grande en relación con el resto de elementos decorativos; una taracea de nácar cuya tonalidad de arco iris no encajaba en un conjunto falto de fulgor. Entonces le sobrevenía una especie de crisis que se manifestaba con la siguiente frase:
—No hay duda. Algo no encaja.
Las explicaciones iban dirigidas a sí misma, de igual forma que también a ella le correspondía encontrar las soluciones.
Yo me limitaba a mirar el mueble con la cabeza boca abajo, con la esperanza de que una visión invertida me diera las claves que me permitieran acercarme a su punto de vista, a su forma de entender el mundo, aunque lo único que conseguía era calcular aproximadamente sus méritos, habida cuenta las diferencias entre sus conocimientos y los míos, entre su sensibilidad y la mía. Pero de la misma manera que no alcanzaba a comprender los principios estéticos de aquel arte que requería una habilidad y una delicadeza extraordinarias, me maravillaba en cambio el hecho de que Jade no se valiese de su belleza para llevar a Feng a su terreno, algo que le hubiera hecho la vida mucho más fácil. Pero a su manera, y dentro de las limitaciones que imponía su condición de mujer, Jade era una rebelde.
—¿Quién le enseñó el oficio? — le pregunté en una ocasión.
—Mi madre -me respondió-. En realidad, mi padre era quien trabajaba la laca, pero pasaba demasiado tiempo jugando y apostando. Luego mi madre fue torturada hasta morir y mi padre acabó perdiendo el único bien que le quedaba en este mundo: yo. No he vuelto a saber nada de él desde entonces.
—¿Qué delito cometió su madre para merecer semejante castigo? — me interesé.
Jade se tomó unos segundos antes de responder.
—Conocía la lengua nushu, y eso le costó la vida.
—Nunca he oído hablar de ese idioma, ¿qué tiene de particular?
—Se trata de una lengua con más de dos mil palabras que sólo entienden las mujeres del condado de Jiangyong, en la provincia de Hunan, que es de donde soy natural. Se transmite de madres a hijas, o entre hermanas de sangre. Su escritura se utiliza en bordados, abanicos y piezas del ajuar femenino, y también en unos libros que se conocen como Cartas del tercer día. La escritura nushu ha sido un instrumento de libertad para las mujeres de mi pueblo durante más de mil años. Cuando una mujer muere, es enterrada con todos los textos nushu que haya escrito en vida. De esa forma se salvaguarda el secreto generación tras generación. Cuando Kangxi subió al trono, ordenó a sus mandarines que descifraran la escritura nushu, porque pensaba que podía ser utilizada por sus enemigos para labores de espionaje. Mi madre fue interrogada, y como se negó a hablar, fue torturada. Su corazón no lo resistió.
—Lo siento.
—Luego los esbirros del emperador llegaron a la conclusión de que la lengua nushu no entrañaba ningún peligro para la seguridad del país, así que la olvidaron. La muerte de mi madre resultó inútil.
—No estoy de acuerdo con usted. Creo que su madre murió por defender aquello en lo que creía, y eso debería hacerla sentir orgullosa -observé.
—Claro que me siento orgullosa de mi madre, sobre todo porque gracias a ella yo también conozco el secreto de la lengua nushu. En ocasiones, cuando quiero sacar a Gu Feng se sus casillas, le hablo en nushu. Se pone furioso, porque sabe que hay algo de mi persona que queda fuera de su control. Una parte de mí que jamás podrá poseer.
Fue entonces cuando descubrí que lo que me atraía de Jade era precisamente su lado nushu, esa parte inaccesible de su personalidad. En cierta forma, Jade era mucho más libre de lo que yo lo sería jamás, pues, al contrario que ella, carecía de un instrumento que me permitiera diferenciarme de los demás. A ella, en cambio, le bastaba con mirar dentro de sí para encontrar la libertad. Era como disponer de una senda alternativa que corría paralela al camino de la vida, como poder vivir un sueño cuando la realidad mostraba su cara más amarga, algo que estaba al alcance de muy pocas personas. Sí, las cadenas de la esclavitud eran mucho menos pesadas para Jade gracias a aquella misteriosa lengua exclusiva de las mujeres.
13
Durante diez días no volví a tener noticias de Miguel Blasco. Y cuando me encontraba a la sangley en un corredor y le preguntaba por el estado de salud de su patrón, se limitaba a decirme: «El señor se encuentra bien, pero ha decidido no recibir visitas por ahora. Está tratando de poner su conciencia en orden».
La repentina desaparición del militar coincidió con un incidente que llenó las diferentes tertulias del pasaje durante varias jornadas. A uno de los camareros filipinos que servían en primera clase le fue incautado un documento que el capitán del navío tildó de proclama subversiva. Se trataba de un fragmento de la novela El filibustero, escrita por el doctor José Rizal en 1891. Como el mencionado médico había sido fusilado a finales del mes de diciembre del año que acababa de terminar acusado de instigar a la rebelión a los nativos del archipiélago, el texto pasó por las manos de todos los caballeros que viajábamos en el Santo Domingo, con el fin de que estableciéramos su grado de peligrosidad. En realidad, la proclama era una hoja arrancada de la novela aludida, y rezaba:
Dentro de algunos siglos, cuando la humanidad esté ilustrada y redimida, cuando ya no haya razas, cuando todos los pueblos sean libres, cuando no haya tiranos ni esclavos, colonias ni metrópolis, cuando rija una justicia y el hombre sea ciudadano del mundo, sólo quedará el culto a la ciencia, la palabra «patriotismo» sonará a fanatismo, y al que alardee entonces de virtudes patrióticas le encerrarán sin duda como a un enfermo peligroso, como a un perturbador de la armonía social...
Se decidió encerrar al camarero en el único pañol que quedaba libre en la bodega -se tuvo que inutilizar la portilla para que el reo no pudiera arrojarse al mar-, y mantenerlo bajo vigilancia las veinticuatro horas del día, por temor a que pudiera tener cómplices que pretendieran llevar a cabo alguna clase de sabotaje.
Dos días más tarde, Miguel Blasco me sorprendió en plena lectura de su cuaderno. De nuevo parecía sumido en un «paroxismo de actividad», según sus propias palabras.
—¿Por casualidad no habrá visto a mi camarero? — me preguntó a bote pronto-. Es como si se lo hubiera tragado la tierra.
—¿Se refiere al joven que está detenido por esconder una proclama subversiva? — le respondí con otra pregunta.
—¿Una proclama subversiva? Que me parta un rayo si lo que le entregué a ese joven era una proclama subversiva. Se trataba de una simple hoja de esa novelita de Rizal que tanto pica a los españoles. Le aseguro que si hay un crimen que España pagará caro, será el fusilamiento de Rizal, un hombre pacifista y preclaro. El asesinato de Rizal es lo que en el ejército llamamos «errar el tiro».
—El texto que le dio al joven era un alegato en contra de toda forma de patriotismo. Cuando menos resulta extraño que un militar como usted posea un libro de Rizal y encima alabe sus teorías secesionistas -le recriminé.
—No poseo un libro de Rizal, sino dos. En cuanto a su extrañeza, permítame decirle que tengo el cuerpo mutilado en pos del patriotismo de una clase política que si es analizada detenidamente resulta no ser más que una partida de negreros. Un patriota es ante todo un hombre sin escrúpulos, sobre todo cuando tiene que «actuar» fuera de su patria. De hecho, los escrúpulos de un patriota son inversamente proporcionales a la opresión que ejerce sobre aquel que no piensa como él. En cambio, Rizal, que detestaba toda exaltación patriótica, era un hombre que amaba su patria. ¿Se da cuenta de la diferencia?
—No creo que sea el momento de criticar la valía de nuestra clase política -le hice ver.
—¿Y por qué no, señor explorador? Tal vez muera mañana, o pasado, así que le he perdido el miedo a las palabras y a los hombres. Veo que está leyendo el cuaderno que le entregué. ¿Ha llegado al capítulo de las amputaciones?
—Acabo de leerlo esta misma mañana.
—Ya ve cómo son las cosas, un hombre con ocho dedos es para nosotros un inválido; en cambio, para los chinos es un amuleto de la buena suerte. Ahora míreme las manos y dígame cuántos dedos ve en ellas.
Miguel Blasco me mostró las dos manos, que hasta ese momento siempre había mantenido ocultas debajo de la manta que utilizaba para taparse.
Conté ocho dedos: cinco en la mano derecha y tres en la izquierda.
—¡Dios santo! ¿Quién le ha hecho eso?
—Un patriota, naturalmente. Detesto tener que dejarle en ascuas, amigo mío, pero me siento en el ineludible deber de interceder por ese joven al que están tratando de crucificar. En otro momento le contaré cómo yo también me convertí en un «hombre talismán».
Una pregunta me rondó la cabeza durante las jornadas siguientes: ¿Cómo era posible que a Miguel Blasco le hubieran sido amputados los mismos dedos de la misma mano que a Damián Ossorio? ¿Acaso existía una relación entre su caso y el del comerciante de porcelana que el militar no me había contado?
Esa misma tarde, la sangley me hizo llegar una nota de don Miguel junto con una hoja suelta de un libro. En la nota había escrito:
Querido amigo, no crea que sólo colecciono libros de Rizal. Aquí le envío una página de la obra de Thomas de Quincey titulada Confesiones de un inglés comedor de opio, de la edición de 1856. Léala. Tal vez así consiga entender mejor mi punto de vista.
El párrafo de la obra de De Quincey rezaba:
La ciudad de... Manila... representaba la tierra con sus dolores y tumbas, dejada atrás aunque no perdida de vista ni enteramente olvidada. El océano de movimiento eterno y sosegado, sobre el que se cernía una quietud de paloma, podía representar con justicia la mente y la sensación que la embargaba. Por primera vez sentía como si estuviese lejos del estruendo de la vida, indiferente a él; como si el tumulto, la fiebre y la lucha se interrumpiesen, y se me concediera una tregua a las penas secretas del corazón, un sábado en calma, un descanso en mis trabajos. Aquí las esperanzas que florecen en los caminos de la vida se reconciliaban con la paz de la tumba; el movimiento de la inteligencia era incesante como el de los cielos y una inmensa calma aplacaba todas las ansiedades, una tranquilidad que no parecía fruto de la inercia sino resultado de vastos antagonismos en equilibrio: actividades infinitas, infinito reposo.
¡Oh, justo, sutil y poderoso opio! Que a los corazones de ricos y pobres, a las heridas que no cierran y a los tormentos que tientan al espíritu con la rebelión traes un bálsamo que apacigua: opio elocuente que con tu fuerte retórica deshaces las victorias de la ira...
Y en el margen en blanco de la hoja impresa, don Miguel había vuelto a escribir de su puño y letra:
Créame, el opio consigue que el dolor sea sólo un eco.
14
En realidad, los dolores de cabeza de Böttger habían comenzado tiempo atrás. Las cefaleas, además, solían ir acompañadas de repentinos cambios de humor, de modo que tan pronto se sentía eufórico como caía en una profunda melancolía.
Claro que su enfermedad estaba relacionada con su situación, con su encierro. Ser consciente de eso le hacía concebir esperanzas. Sí, a falta del cegador brillo del oro (que se resistía a aparecer en sus crisoles), se había dejado hipnotizar por los destellos dorados del vino de la región. ¿Qué otra cosa podía hacer? Ahora tenía un problema con el alcohol, que además de agriarle el carácter le provocaba delirios y brotes de histerismo. Sin ir más lejos, una noche había soñado con Marco Licinio Craso, el procónsul romano a quien los partos habían vertido oro fundido por la garganta, y se preguntaba qué significado podía tener aquel sueño. Desde luego Craso y él tenían algo en común: ambos sentían debilidad por el áureo metal. En su caso, tanta que ni siquiera el vino conseguía apagar su sed de oro. Pero, a pesar de esta similitud, entre él y el procónsul romano también existían notables diferencias. Por ejemplo, el gusto de Craso por el oro era fruto de una avaricia sin límites; para él, en cambio, el oro era la imagen de la luz solar; el oro era el cuerpo de los dioses, según aseguraban los alquimistas chinos; el oro, en definitiva, era un símbolo de la inmortalidad y, como tal, su obtención formaba parte de un ejercicio místico. De modo que quien de verdad se parecía a Craso era su señor, Augusto II el Fuerte. Mirándolo bien, Augusto no tenía nada de hombre fuerte. Era cierto que físicamente era un hombre recio, y que sus proezas sexuales eran proverbiales (se aseguraba que había engendrado tantos hijos como días tenía el año de otras tantas mujeres), pero su fama de caballero dadivoso no le iba a la zaga. La dama que le servía satisfactoriamente en el lecho podía estar segura de recibir un generoso presente, que en ocasiones consistía en un traje bordado con piedras preciosas. Y cada uno de esos vestidos no hacía sino aumentar la cuenta de gastos del reino. Otro tanto ocurría con el ardor guerrero del monarca. En su afán por anexionarse Polonia y Letonia, que entonces eran provincias de Suecia, había provocado una interminable guerra con ese país. Y eso se traducía en un continuo dispendio, de modo que su necesidad de dinero era tan acuciante como el hambre de sus tropas. No, Augusto no era un hombre fuerte. ¿Acaso podía serlo un hombre que vivía sometido al hechizo de trescientas sesenta y cinco mujeres? ¿Es que no estaba fracasando en la guerra? Por no mencionar la porzellankrankheit, la «enfermedad de la porcelana» que padecía; una dolencia que le había llevado a gastar 100.000 táleros en porcelanas procedentes de China. Él, Böttger, sí que era fuerte. Y lo era porque sabía con exactitud matemática cuánto valía su vida: una moneda de oro. El problema era que, al mismo tiempo, él era la mina de donde habría de extraerse dicho tesoro. Y si pensaba en esos términos, no le quedaba más remedio que arrojarse a los brazos del vino. De esa forma el círculo volvía a cerrarse.
Un día, el bueno de Von Tschirnhaus se presentó en el laboratorio y le dijo con el tono condescendiente, casi paternal, que siempre empleaba:
—Su majestad acaba de decirme que China es la palangana donde se desangra Sajonia. Y nos pide que le pongamos remedio.
Cualquiera hubiera tomado ese comentario como un ultimátum. Y en realidad, lo era.
Cuando Tschirnhaus se retiró, Böttger pensó para sí: «Nadie ha demostrado fehacientemente que se pueda fabricar oro, yo mismo lo he intentado cada día durante es tos últimos años sin éxito; en cambio, la porcelana es una realidad cuyo secreto es terrenal, de modo que es cuestión de probar suerte una y otra vez».
Por último, escribió el mismo encabezamiento en todas y cada una de las hojas de su cuaderno de notas: «La necesidad engendra audacia».
15
VIII
Desconozco si Feng tuvo acceso a mi conversación con Jade, pero al cabo de unos días se presentó en mi estancia portando el fragmento de un libro titulado Jou-pu-t'uan (algo así como Alfombras de la plegaria de la carne), de un escritor que firmaba bajo el seudónimo de Li Yü. Según me dijo, había llegado la hora de dar un salto cualitativo en mi aprendizaje. A mí, en cambio, me pareció que con aquella novela quería enseñarme algo más que la lengua china; tal vez la clase de relación que mantenía con Jade. El personaje principal de la obra era un joven letrado llamado Wei Yang-sheng, cuya esposa principal (en realidad tenía seis mujeres en total), llamada Perfume de Jade, era la hija de un afamado profesor de literatura. El problema era que Perfume de Jade había recibido una educación teórica, siempre confinada en su casa bajo la estrecha vigilancia de su padre y, en consecuencia, desconocía cómo había de comportarse en la vida real, sobre todo en materia de sexo. A Wei Yang-sheng, que era apasionado y sumamente diestro en el arte de la alcoba, no le había quedado más remedio que manipular a la joven para llevarla a su terreno:
Tan pronto como él hacía una insinuación pasional, ella se sonrojaba y huía precipitadamente. Wei Yang-sheng prefería mantener relaciones sexuales durante el día y le gustaba ver cómo se despertaba su deseo cuando miraba las partes íntimas de la mujer. Varias veces trató de aflojar los pantalones de Perfume de Jade durante el día, pero ella enseguida comenzaba a protestar en voz alta y a comportarse como si la fueran a violar, con lo cual él tenía que abandonar inmediatamente sus propósitos. Durante la noche ella se dejaba abrazar por él, pero sólo porque pensaba que era su obligación. Y en cuanto a las posiciones, siempre se colocaba en las normales, negándose a probar cualquier variación. Cuando él quería «atrapar el fuego más allá de la montaña», ella protestaba diciendo que no se debía hacer porque una esposa no debía darle la espalda a su marido, y cuando él quería que ella «humedeciera la vela invertida», ella decía que eso era imposible porque significaba invertir la posición correcta de los principios masculino y femenino. Sólo después de asiduos esfuerzos él logró convencerla para que al menos pusiera los pies sobre sus hombros. Al alcanzar el orgasmo ella no gritaba: «¡Me matas!, mi vida!», o exclamaciones análogas que agrandaran el prestigio del hombre en la batalla. Y cuando él le decía: «Querida mía» o «Vida de mi vida», ella no respondía y actuaba como si fuera muda.
Wei Yang-sheng estaba sumamente contrariado al ver a Perfume de Jade tan fría a sus deseos. Pensó entonces que sólo tenía que hacer una cosa, es decir, ponerse a trabajar para educarla y lograr así el cambio deseado...
Desde luego, aquel texto no admitía una lectura ponderada. ¿Acaso Feng pretendía decirme que no creyera la versión de Jade sobre la verdadera naturaleza de la relación que ambos mantenían? Era evidente que existían numerosas similitudes entre el protagonista de la novela y él, sobre todo en cuanto a su obstinación por mantener relaciones a toda costa. Pero también las había entre Jade y Perfume de Jade, además del nombre, al menos en lo concerniente a la pertinaz resistencia de ambas.
Al margen de estas consideraciones, llegué a la conclusión de que entregándome aquel texto, Feng quería amputar mi virilidad una vez que había hecho lo propio con mis dedos.
Esa noche, mientras Jade me prepara la última pipa del día, le mostré el fragmento del libro.
—¿Sabe qué pretende Gu Feng obligándome a leer semejante texto? — le pregunté.
—Es evidente. Verá: una antigua leyenda cuenta que un emperador llamado Tachonan, que era aficionado al Khawai Shuh, el arte de proporcionar vida a los muñecos, le regaló un autómata a su esposa. El artefacto mecánico era tan parecido a un ser humano que podía pasar por tal. Poseía trescientas sesenta y cinco articulaciones, y era capaz de moverse, correr, sentarse y levantarse. Incluso sabía bailar y cantar. Y, lo más grave, era extraordinariamente bello e inteligente. Así las cosas, se dice que la emperatriz se enamoró de la máquina. Una noche, al finalizar una danza, el artificio se quedó mirando fijamente a la emperatriz. El cruce de miradas fue tan intenso, tan lleno de deseo, que Tachonan no lo pudo resistir más, se levantó y comenzó a golpear al autómata hasta destruirlo en mil pedazos.
—¿Gu Feng siente celos de mí? — pregunté perplejo.
—Para Gu Feng, usted no es más que un autómata, pero al mismo tiempo teme que yo, como la emperatriz del cuento, acabe subyugada.
16
IX
Unos días más tarde tuvo lugar un incidente que estuvo a punto de costarle la vida a Jade y de dar al traste con todos nuestros planes.
Como cada jornada a la hora del almuerzo, la muchacha me trajo un cuenco de arroz mezclado con carne de cerdo. Feng había salido y estábamos solos en la casa. Pese a que mi cabeza no estaba demasiado despejada por haber fumado una pipa de opio durante la mañana, nada más echar un vistazo al recipiente me di cuenta de que no era el mismo de siempre. Se trataba de un tazón de porcelana con forma de flor de loto, de textura fina y de color gris. El esmalte era duro, con tonalidades de ágata. Una pieza única, sin duda.
Miré a Jade para que me explicara de dónde había salido aquella porcelana extraordinaria.
—Horno de Ruyao, en Ruzhou. Dinastía Song -dijo, esgrimiendo una amplia sonrisa, tras la que trataba de ocultar los dientes. Sonreír enseñando la dentadura no es taba bien visto entre las jóvenes chinas, sobre todo si habían recibido una buena educación, y Jade trataba de cumplir con esa costumbre a rajatabla.
La porcelana del horno de Ruyao se encontraba entre las más valiosas y raras de toda China, entre otras razones porque su producción estaba destinada en exclusiva a la corte imperial.
—¿De dónde lo ha sacado? — pregunté entre admirado y perplejo.
—Pertenece a Gu Feng, por supuesto. Es el único objeto que guarda de su paso por Nan-Fou. Supongo que fue el pago que recibió por acostarse con un mandarín de la corte. Gu Feng adora este tazón, es su mayor tesoro, y me mataría si supiera que le he servido la comida en él.
Jade elevó el tazón como si se tratara de un cáliz. Una luz opalescente se filtró a través de sus paredes.
—Tiene motivos para sentirse orgulloso. Además de ser verdaderamente hermoso, debe de tener quinientos o seiscientos años -observé-. No podría comer en un tazón de loto de la dinastía Song. Me temblarían las manos.
—¿Prefiere comer en las mías?
—Desde luego.
Jade se puso de pie, volcó el contenido del tazón sobre una de sus manos y, acto seguido, arrojó la porcelana contra uno de los biombos. La flor de loto se desintegró en mil pedazos, como si un viento invisible le hubiera arrancado de un soplido todos y cada uno de los pétalos.
—Feng la matará -logré balbucir sin dar crédito a la escena que acababa de presenciar.
—Nadie puede matar a un muerto. Además, me necesita para que me haga pasar por su esposa. Usted es mi esclavo, yo soy la esclava de Gu Feng y él es esclavo de los Ocho Trigramas. Y todos somos esclavos del odio.
Me despertó un estruendo de muebles y objetos que volaban de un sitio a otro de la casa. Al principio no caí a qué podía ser debido aquel alboroto, hasta que oí los maullidos lastimeros de Jade al recibir los golpes que Feng le propinaba. Desconocía cómo éste había descubierto que su tazón de porcelana de la dinastía Song estaba hecho añicos, pero me sorprendió sobremanera que rompiera objetos y golpeara a Jade sin alzar la voz. Cuando un ser humano es capaz de pegar a sus semejantes sin proferir siquiera un grito de cólera, es que se trata de un asesino despiadado e implacable. Además, Feng no practicaba una violencia ciega, sino que seguía una pauta, tenía un método. Sí, detrás de aquella inclemencia había algo más que la mera intención de castigar. No me quedó más remedio que salir en defensa de Jade. Fuera lo que fuese lo que ésta le había contado a Feng, yo estaba dispuesto a asumir la culpa de lo ocurrido. Diría que me había levantado hambriento, todavía bajo los efectos del opio, que había encontrado arroz y un recipiente donde servirlo..., y que luego me había tropezado.
Antes de que pudiera abrir la boca, Feng me advirtió:
—Si da un paso más, juro que la mato.
La ira había encendido sus mejillas, a pesar de que no movía un sólo músculo de su cara, como alguien acostumbrado a infligir sufrimiento y posiblemente también a padecerlo.
Miré a Jade y, para mi sorpresa, descubrí una expresión en su rostro que indicaba precisamente su anhelo de que Feng se dejara de amenazas y pasara a la acción. No parecía desear compasión ni tampoco había en ella el menor atisbo de resistencia.
—De acuerdo -me detuve en seco-. Pero piense en la reacción de los Ocho Trigramas.
Que yo me atreviera a pronunciar en voz alta el nombre de esa organización secreta unido al verbo reaccionar sorprendió a Feng, que me replicó:
—Usted no sabe nada de los Ocho Trigramas. Ni siquiera debería mencionar ese nombre mientras permanezca en esta casa. Las paredes oyen. Los manchúes tienen espías en cada rincón de la ciudad.
En efecto, yo no sabía nada sobre los Ocho Trigramas, pero su sola invocación había bastado para que Feng centrara su atención en otro asunto y dejara de maltratar a Jade, que era lo que yo buscaba.
—También las paredes oyen cada vez que la golpea. De modo que mátela o déjela en paz de una vez.
A veces puedo ser un experto en el arte de irritar al prójimo, así que rematé mi desconcertante propuesta con un proverbio que Yuan me había enseñado y que tenía que ver con los valores que se le suponen a una persona noble de corazón:
—Haga lo que haga, no olvide que los principios morales de un caballero son como el jade, que representa la nobleza, la perfección, la constancia y la inmortalidad del espíritu. Además, está demostrado que lo que no se puede conseguir después de tres horas de pelea, se puede lograr a veces con apenas tres palabras impregnadas de afecto.
Feng y Jade se quedaron atónitos. Por primera vez, había hablado (o mejor dicho razonado) genuinamente como lo hubiera hecho un chino.
Antes de retirarme de nuevo a mi estancia, recogí del suelo uno de los botones de mariposa del cheongsam de Jade, que Feng le había arrancado durante la refriega, y lo deposité en la palma de la mano derecha de la muchacha.
—Gracias -dijo.
Dos horas más tarde, Jade vino a prepararme la última pipa del día. Había cosido de nuevo el botón de mariposa sobre la pechera de su cheongsam, y ahora el objeto parecía agitar las alas acompasadamente siguiendo el ritmo de su respiración. ¿Acaso había empezado a sentir algo por mí? Esta vez fui yo quien recitó unos versos:
El sentimiento, suave como el agua.
El tiempo, insustancial como un sueño.
17
X
Un terrible dolor me arrancó del sueño. Era como si algo me hubiera desgarrado parte del rostro. Luego, una desagradable sensación de humedad viscosa se fue filtrando a través de mis labios hasta inundar mi boca por completo.
Al reincorporarme bruscamente me di de bruces con Feng, que me contemplaba con el cuchillo curvo en una de sus manos.
—¿Qué diablos me ha hecho? — le pregunté entre aturdido y desconcertado.
—Le he arrancado la nariz. La puerta correcta sólo cabe en el marco de la casa adecuada, y su nariz era demasiado larga. Ahora permítame que le cure la herida.
Aproveché un descuido de Feng para apretarle el cuello con mi mano derecha. Mi deseo era estrangularlo, pero el opio había consumido todas mis fuerzas, con lo que al instante comencé a dar muestras de flaqueza.
—Disfruta haciéndome daño, ¿verdad? — le reproché.
—No vuelva a ponerme una mano encima -me espetó cuando se hubo zafado de mí-. Si lo hace, juro que le atravieso con este cuchillo.
Estaba claro que había recuperado su amor propio y la iniciativa después del incidente del cuenco de porcelana.
—Ya le dije que no sería fácil, que tendría sufrir -continuó-. Piense que su fracaso es también el mío. Aunque no lo parezca, nuestros intereses son comunes, así que procure no estropearlo todo. Su vida no es la única que corre peligro.
—¿Le queda algo por arrancarme? — le pregunté amargamente.
—No, aunque todavía hay que afeitarle la barba y acondicionar su cabello al estilo manchú.
A continuación, busqué el trozo de nariz que me faltaba en el suelo. Creí reconocerla junto a una de las patas del diván, pero cuando fui a cogerla se me escurrió de entre los dedos. Se trataba de una pequeña lagartija de color pardo.
Dos chasquidos de los dedos de Feng bastaron para que Jade se acercara hasta nosotros. Portaba la bandeja con la parafernalia del opio y media docena de compresas bañadas en agua para enjugar la sangre de mi rostro y otras tantas embadurnadas con pasta de agrimonia o té del bosque para cicatrizar las heridas, sanar las úlceras y taponar la hemorragia. Me tumbé y dejé que me curara primero y que luego me preparara una nueva pipa, más cargada que de costumbre. Cinco minutos más tarde el opio había borrado el dolor de mi nariz, y la frontera entre el sueño y el delirio se hizo tan difusa que no sabía distinguir uno de otro. Los ojos de Feng titilaban como estrellas lejanas, la hoja del cuchillo curvo refulgía en su mano como un cuarto de luna balanceándose en un firmamento en movimiento, y el color apagado de la seda de su sayo ponía fin al universo que componía su figura. Esa visión me hizo recordar unos versos de Li Bai que había leído esa misma tarde:
Ante la cama veo un reflejo de luna,
parece escarcha en el suelo.
Alzo la cabeza, veo la luna brillante.
Bajo la cabeza, pienso en mi tierra natal.
—No le temo, Feng. Sólo desprecio su debilidad moral -dije.
Luego todo se disolvió en una quietud que se parecía mucho al olvido.
18
XI
La fiebre me provocó tanta desorientación que cuando abrí los ojos y vi mi reflejo en un espejo ni siquiera me reconocí. Claro que tenía el rostro abotargado y cubierto de compresas impregnadas en el color carmesí de la sangre seca que había brotado de mi carne amputada, que a su vez descansaban sobre pegotes de emplaste de pasta de hojas de agrimonia. Visto así, la protuberancia de mi nariz parecía normal. Pero no lo era. Se trataba de una mera ilusión.
Tras ingerir el desayuno, algo que me costó un gran esfuerzo, pues el efecto anestésico del emplaste me había adormecido el labio superior, Jade se presentó con los aperos de afeitar. Primero me rasuró la barba, luego despejó mi frente y, a continuación, embadurnó mi cabello, que para entonces había crecido considerablemente, con afeites y ungüentos que lograron domar las ondas. Para terminar, fue trenzando la coleta resultante.
—Tendrá que aprender a utilizar la coleta como almohada -me dijo.
—¿Y usted? ¿Duerme también sobre la coleta?
—¡Oh, no, de ninguna manera! Eso arruinaría mi peinado. Yo duermo sobre una almohada de porcelana.
Cuando volví a mirarme en el espejo, vi a un hombre oriental con ojos occidentales.
—Así está mucho mejor. Le dejaré el espejo para que se acostumbre a su nueva imagen. Un pájaro es más feliz cuando ve otro pájaro reflejado, puesto que entonces cree que está acompañado -dijo Feng, quien contemplaba la escena desde la distancia.
—Es usted muy considerado, pero en ningún caso me siento solo. Si tuviera que compararme con un pájaro, diría que vivo en una jaula de oro en compañía de otras dos aves: Jade y usted. De modo que tanto usted, como Jade, como yo mismo, somos tres espejos enfrentados entre sí. No había, pues, necesidad de un nuevo espejo.
—El final está muy cerca, así que le pido que tenga un poco más de paciencia. Si todo sale según lo previsto, en tres o cuatro semanas podrá viajar a la provincia de Jiangxi.
Como la mayor parte del tiempo vivía en un estado mental de perenne ausencia, las palabras de Feng me dejaron indiferente. Pedirle a un opiómano que tuviera paciencia era lo mismo que rogarle a una tortuga que caminara despacio.
Esa tarde, después de fumarme la pipa vespertina, probé la trenza como almohada. La enrosqué como una serpiente en torno a mi nuca, y apoyé la cabeza sobre ella.
Más tarde me llegó el estridente canto de las chicharras desde un jardín vecino. Vi cómo la sombra de Feng se asomaba al balcón para deleitarse con aquel sonido repetitivo e infernal que anunciaba la llegada del verano. Pensé que mi misión estaba abocada al fracaso por el hecho de que yo detestaba la presencia de cucarachas en la casa -mientras que para los chinos era señal de prosperidad-, y no soportaba el canto de langostas, chicharras y grillos, a quienes mis anfitriones llamaban «hermanos chirriadores» y dispensaban un trato de reyes, construyéndoles pequeñas jaulas de bambú, hueso, madera pulida o incluso marfil, y alimentándolos con las mejores frutas.
19
La entrevista de Miguel Blasco con el capitán no hizo sino enredar la situación aún más, tanto que a su finalización el militar corrió la misma suerte que el camarero, aunque atendiendo a su brillante hoja de servicios se le permitió permanecer en su camarote, que previamente fue registrado a conciencia. Se encontraron dos libros del doctor Rizal: la novela El filibustero y otra obra de ficción titulada Noli me tangere (No me toques), en la que se cuestionaba el dominio español en las Filipinas. El imprudente comportamiento de Miguel Blasco se achacó a su afición al opio, de modo que se decidió privarle de él.
Cuarenta y ocho horas más tarde, el militar comenzó a sufrir delirios, sudoraciones y convulsiones que agravaron su estado de salud. El médico del barco tuvo que prescribirle de nuevo una cuantas pipas de opio, si bien su intención era la de ir rebajando las dosis paulatinamente hasta acabar con la adicción del paciente. Y como por una razón de mera desconfianza se prohibió a la sangley todo contacto con el prisionero (se temía que a través de ella el militar pudiera instigar a la sublevación a otros subalternos nativos), tuve que hacerme cargo de la preparación de las pipas.
—No comprima la bolita de opio en la cazoleta, sólo introdúzcala, de lo contrario le faltará aire para la combustión. Y mantenga la llama encima de la droga hasta que don Miguel haya llenado sus pulmones de humo. Cuando vea que ha terminado de inhalar, repita inmediatamente la operación -me aleccionó la sangley antes de transferirme la parafernalia.
Mientras atendía a sus explicaciones, descubrí que sus manos eran pequeñas e infantiles, a pesar de que ya debía de haber cumplido los treinta, y que se movían con soltura de hormigas. Era como si llevara repitiendo los mismos movimientos toda la vida.
Un miembro de la Guardia Civil me abrió la puerta del camarote del militar, cuyo interior, agitado por la marea del desorden que había causado el registro y la posterior indolencia de su propietario, parecía un lugar aciago en el que estaba a punto de acontecer una tragedia. Los cajones estaban abiertos, algunos incluso habían sido sacados de sus cajoneras y vueltos del revés; la ropa alfombraba buena parte del suelo; el respaldo de una silla hacía cuña sobre la cómoda, mientras que otra estaba tumbada. Ni siquiera se había tomado la molestia de ventilar la estancia, que olía a madriguera.
—Esperaba a la sangley, pero supongo que tendré que conformarme con usted. No obstante, si trae la misión de sonsacarme, ahórrese el esfuerzo. Soy tan inocente como incompetente es nuestro capitán. Me refiero a sus dotes deductivas, naturalmente.
El rostro de Miguel Blasco había perdido su tono macilento y adquirido una palidez mortuoria. Los dientes le castañeteaban y el pulso le temblaba, como si estuviera aterido de frío. Pero al mismo tiempo la fatiga le había dejado inmóvil, de modo que su aspecto era el de un pez agonizando fuera del agua.
—Sólo vengo a traerle la pipa de la paz -dije, al tiempo que le mostraba la parafernalia del opio.
—Entonces sea bienvenido.
—¿Cómo se encuentra?
—¿Cómo quiere que me encuentre? Mal. Rematadamente mal. El aire no me llega a los pulmones, y llevo veinticuatro horas con calambres.
Preparé una pipa siguiendo las instrucciones de la sangley. Era una operación bastante simple. No obstante, el militar siguió cada uno de mis movimientos con una atención que rayaba en la veneración. Incluso si me retrepaba en la silla, se inclinaba hacia delante con la sinuosidad con que una cobra persigue el sonido de la flauta.
Bastó una dosis de droga para que recuperase el aliento y la lucidez necesaria para entablar una breve conversación.
—A veces me pregunto quién fue el idiota que dijo eso de que la gente se entiende hablando. Nada hay más fácil de manipular que el significado de las palabras -dijo a modo de queja.
—Creo que se precipitó. Tal y como está la situación en Manila, el fragmento de su libro ha sido como recibir un telegrama anunciando una declaración de guerra -le hice ver.
—No creo haberme precipitado. Ni siquiera reconozco haber cometido un error. He obrado de buena fe. Lo que ocurre es que una injusticia suele dar paso a otra -me replicó-. El capitán está convencido de que una rebelión se sofoca encerrando a los rebeldes en una celda, sin tener en cuenta que no existe en el mundo enfermedad más contagiosa que la libertad. Es como querer acabar con una jaqueca a martillazos.
—También la derrota es contagiosa. Tal vez lo que pretende el capitán es evitar que cunda el desánimo entre el pasaje, que acabemos sintiéndonos inseguros. No hay que olvidar que viajamos en un barco, y que la única manera de que las cosas marchen como es debido es manteniendo el orden y la disciplina.
—Precisamente porque conozco el valor que tienen el orden y la disciplina en toda organización militar, le aseguro que se puede derrotar a un ejército, pero ningún general ha logrado jamás que se rinda el ansia de libertad de un pueblo. Eso es algo que está por encima de las personas, que supera la individualidad, porque forma parte del inconsciente colectivo, y a la larga siempre se manifiesta como una fuerza irrefrenable. Un adagio chino asegura que es más fácil apoderarse del comandante en jefe de un ejército que despojar a un miserable de la libertad. Y es cierto. No quiero que me malinterprete y deduzca de mis palabras que estoy a favor de los rebeldes filipinos, porque no es exactamente así.
—¿Cómo es entonces? — me interesé.
—Pitágoras dijo que cuando tu patria sea injusta, cual una madrastra, adopta para con ella el partido del silencio. Y ésa es mi postura. La revuelta filipina sólo puede sol cionarse impartiendo justicia. Pero, para ser justos, los españoles tienen, tenemos, que ser críticos con nosotros mismos. Le aseguro que nada me gustaría más que acabar con los katipuneros de Bonifacio, pero al margen de lo que me han hecho padecer en el plano personal, lo creo necesario porque han respondido a las injusticias que sin duda hemos cometido con otra serie de injusticias. De ahí que resultara tan importante salvaguardar la vida de Rizal, que era un intelectual que anteponía la razón y el diálogo a la fuerza. Al darle al camarero esa hoja del libro de Rizal estaba haciendo lo contrario de lo que creía el capitán. Un filipino que admire a Rizal no podrá estar de acuerdo jamás con Bonifacio, y eso librará a nuestros pueblos de incurrir en nuevos y más atroces crímenes -argumentó.
—Entonces, según usted, ¿qué es lo que hay que hacer? — me interesé.
—Sin duda alguna, dar marcha atrás. Lo que le duele a España es la voluntad inesperada de los rebeldes. Los filipinos querían que Filipinas se convirtiese en una provincia más de nuestro país, y no conseguirlo les ha abierto los ojos: España no es su madre biológica, sino una madre adoptiva o una madrastra como de la que habla Pitágoras que, llegada la hora de la verdad, ha preferido alejar al vástago de su regazo cuando lo que éste le demandaba era precisamente que lo estrechara con fuerza entre sus brazos. Y esa situación ha sido refrendada en las Cortes. Así que ahora los filipinos se sienten huérfanos.
—Digamos que si el propósito de los rebeldes es asesinar a todos los españoles de la colonia, se quedarán huérfanos -observé.
—Imagino que habrá oído hablar de la batalla de Bailén, durante nuestra guerra de la Independencia, ¿no es así? — me preguntó.
—Todo el mundo conoce lo que ocurrió en Bailén en julio de 1808. El General Castaños le propinó una soberana paliza al ejército de Napoleón, que dirigía el general Dupont.
—En efecto, pero la historia de la batalla de Bailén no terminó el 26 de julio de 1808 con la rendición de Dupont. Y esa parte es precisamente la que me interesa resaltar. Una vez que Dupont firmó la rendición, sus hombres fueron conducidos hasta Sanlúcar de Barrameda y encerrados en pontones. Según el acuerdo al que habían llegado las partes, los prisioneros franceses tenían que ser trasladados por mar hasta Rochefort. Sin embargo, los españoles no cumplimos con nuestra parte del compromiso y nueve mil franceses fueron llevados hasta el islote de Cabrera, un peñasco de apenas dieciséis kilómetros cuadrados, y abandonados a su suerte. Sin edificios donde refugiarse y sin apenas alimentos y agua, los prisioneros empezaron por comer los escasos conejos y lagartos que allí había, luego las pocas hierbas y el cuero de correajes y botas, hasta que, cuando ya no hubo nada que ingerir, se comieron los unos a los otros, literalmente. Al finalizar la guerra, sólo quedaban con vida tres mil seiscientos hombres.
—Olvida lo que Napoleón hizo con los miles de prisioneros españoles.
—No olvido nada. Sólo digo que la forma de actuar de un soldado ha de ser consecuente y, desde luego, también caballerosa. Quien no sabe administrar la guerra tampoco sabe administrar la paz.
De pronto el enfermo pareció perder todo interés por la conversación, como si habláramos de noticias aparecidas en un periódico atrasado. El brillo de sus ojos comenzó a apagarse, y su mirada se volvió vidriosa y afligida. A continuación, la frente empezó a sudarle copiosamente, anticipando un inminente estado de sopor. Antes de que éste lo sumiera durante las siguientes cuatro horas en un estado de letargo, tuvo tiempo para preguntar:
—¿Sabe si navegamos ya por el océano Índico?
—Ayer cruzamos el estrecho de Malaca -respondí.
—¿De veras? Este vaporcito navega más rápido de lo que pensaba. Todo lo más que puede ocurrir es que aguante vivo hasta Port Said. Si he de serle sincero, había calculado que mi corazón se pararía en Ceilán. En cualquier caso, la mar será una tumba más que espaciosa, ¿no le parece?
Ésas fueron las últimas palabras que pronunció antes de adentrarse en el mundo del opio con una placidez complaciente.
Aunque no tenía motivos, un impulso del todo irracional me llevó a envidiar la vida de aquel hombre que se moría. Durante unos instantes, comprendí que no había nada nuevo ni revelador que esperar de este mundo, y que éste funcionaba de un modo extraño.
20
XII
Me despertó un intenso escozor en los ojos. Feng había vuelto a hacer de las suyas. Esta vez las víctimas de su cuchillo fueron mis párpados, que sajó en sus extremos sin ninguna contemplación. Viendo su rostro, comprendí por qué en China el oficio de verdugo era honorífico.
—Me aseguró que las amputaciones habían terminado -le reproché.
—Si le hubiera dicho que aún faltaban por arreglar sus ojos, se hubiera puesto a la defensiva. Los chinos decimos que cuando el miedo crece dentro, se convierte en un ser que lucha por seguir vivo. Así que no me importa que me odie, pero no quiero que me tenga miedo. Eso limitaría su capacidad de actuación en el futuro.
A pesar de que veía con dificultad por culpa de la sangre, descubrí que llevaba una vara cilíndrica de bambú en el refajo, cual espada. Y como en China era habitual el uso de una vara de bambú para castigar a los delincuentes, le pregunté:
—¿No pensará flagelarme?
—¿Con la «esposa de bambú»? No, no se alarme. Su uso es completamente inocente. En las noches demasiado calurosas como ésta, los chinos tenemos la costumbre de colocar una gruesa vara de bambú entre las piernas, para evitar que al juntarse transpiren en exceso. Se la he traído para que empiece a acostumbrarse a ella.
—Así que primero me da a leer un libro erótico, y ahora que me veo privado temporalmente del sentido de la vista, me trae una «esposa de bambú» -dije.
Feng pasó por alto mi observación.
—Si de verdad quiere que sanen sus heridas, tendrá que dejarme que le cubra los ojos con hojas de té negro con miel. Se trata de un excelente cauterizador.
Cerré los ojos y dejé que Feng aplicara aquel emplaste sobre mis párpados.
—No le tengo miedo, ni tampoco le odio, Gu Feng. Sólo siento lástima por usted. Las cicatrices de su alma son mucho más profundas que las de mi cuerpo -le dije cuando noté su aliento cerca de mi rostro.
—A partir de mañana sólo podrá fumar dos pipas al día, que se reducirá a una pipa por la noche dentro de siete días.
—¿Es mi castigo por lo que acabo de decirle?
—No sea ridículo. Me he educado en la corte imperial; nada de lo que pueda decir un bárbaro puede afectarme. Permití que se iniciara en el opio porque se trata del mejor anestésico de cuantos existen, pero ahora que hemos acabado con su cuerpo, conviene que su mente recupere cierto grado de lucidez. Partiremos para la aldea de Guling dentro de tres semanas.
—¿Qué hay en Guling? Creí que íbamos a Jingdezhen -dije sorprendido.
—Irá a Jingdezhen más adelante, cuando esté preparado para trabajar en uno de los hornos imperiales, pero antes tendrá que aprender a pintar la porcelana, y en Guling vive uno de los mejores pintores de China: Lüzi Hsi -me explicó.
—No quiero estropearle su plan, pero jamás he pintado -objeté.
—Por eso necesita que le enseñen. Los empleados de los hornos imperiales son ciudadanos de Jingdezhen. Familias enteras ejercen las mismas labores desde comienzos de la dinastía Ming. De manera que la única manera de entrar a trabajar en un horno es siendo un buen pintor.
—Tardaré años en aprender a pintar. Incluso cabe la posibilidad de que no lo consiga jamás -traté de hacerle ver.
—Su caligrafía ha mejorado considerablemente en este tiempo, y se trata de un arte que no es precisamente sencillo. Creo que un buen maestro podrá hacer de usted un decorador de porcelanas aceptable en un plazo razonable. Pero si no lo lograra, no tiene de qué preocuparse. Acabaré con su vida y estudiaremos otra forma de derrocar a Kangxi. Después de todo, China tiene otros muchos secretos que vender.
21
Cuando la paciencia de Augusto llegó a su límite (algo que ocurría cada cierto tiempo), Von Tschirnhaus advirtió a Böttger de que, en caso de no ofrecerle al monarca algún resultado positivo en un breve plazo de tiempo, ni siquiera su intercesión podría salvarle la vida. Eso significaba que a partir de ese momento no contaría con otro escudo protector que el que le proporcionara su propio talento. El problema era que definitivamente no había podido superar los entresijos del vas hermeticum, la retorta ovalada en la que se generaba la piedra filosofal. Lo peor de todo era que no sabía dónde estaba el fallo. Su fe seguía siendo inquebrantable, y abrigaba la invencible convicción de estar actuando correctamente, siguiendo los rígidos principios de un buen «adepto» (es decir, de aquel que conocía los secretos de la obtención y utilización del lapis philosophorum). ¿Qué era, pues, lo que le hacía fracasar una y otra vez? Quizás el problema no era él, no estaba en él, sino en las personas para las que trabajaba. No en vano, la alquimia podía ser considerada como el arte de la multiplicación de las riquezas, y eso era algo que había suscitado inquietudes éticas entre los propios alquimistas. Por ejemplo: ¿cuál debía ser el destino social de esas riquezas?, ¿acaso la superproducción de metales en manos de un príncipe ávido no podía provocar el colapso de la economía de una región o incluso de un país entero? Sin duda. La alquimia era ante todo una filosofía, una manera de llegar a la esencia primera de las cosas, y no una vulgar fórmula para subvertir el orden social. La alquimia no era un taller donde fabricar oro, sino un camino que conducía a la contemplación de lo divino, dentro de una dinámica de superación personal y ascenso espiritual del «adepto». De modo que el fracaso de sus experimentos había que achacárselo a Augusto, y no a su incompetencia, pues de haber logrado el Gran Arte de transmutar los metales, se habría convertido en un vulgar «soplador», que era el nombre que recibían aquellos alquimistas que sólo buscaban la obtención del oro por el oro.
Afortunadamente Von Tschirnhaus, que aún confiaba en su talento, le había proporcionado un sinfín de cuadernos repletos de apuntes para que los estudiase. Eran notas que hablaban de espejos ustorios y de cómo trabajar con la cerámica a altas temperaturas. Así que apartó temporalmente su atención de los crisoles y se dedicó por entero a descifrar la sabiduría que su maestro había dejado escrita en torno a la porcelana.
La primera nota decía: «Los hornos son cuencos del azar».
Tras analizar todas y cada una de las anotaciones, y conocedor como era de los efectos que el calor ejercía en los distintos minerales, llegó a la conclusión de que una de las claves pasaba por cocer la cerámica a una mayor temperatura. Si algo estaba claro era que la mezcla de arcilla con vidrio no había dado como resultado la vitrificación, así que la única forma de lograr algo positivo pasaba inevitablemente por la transmutación de alguna clase de mineral. Es decir, para obtener porcelana como la china resultaba imprescindible no tener la mentalidad de un ceramista, sino la de un alquimista. Había que descomponer para luego crear.
El siguiente paso consistió en sistematizar los ensayos, mezclando diferentes combinaciones de arcillas y minerales, que luego cocía a temperaturas superiores a las que hasta entonces se empleaban, con el fin de que el calor fundiera los materiales y no los amalgamara. Además, había otro elemento a tener en consideración: la mayor temperatura de cocción equivalía a una mayor resistencia del producto final. Y si había una característica que destacaba en la porcelana china era precisamente su dureza.
A fuerza de probar una y otra vez, un día obtuvo muestras de un gres rojo, vitrificado y altamente resistente, pero de fina textura.
Tras contemplar los resultados, que a él mismo le sorprendieron, esbozó una amplia sonrisa, algo que le costó lo suyo habida cuenta que llevaba años sin reír por falta de motivos.
No cabía la menor duda, acababa de realizar un gran hallazgo.
Empero, sin tiempo para llevar a cabo nuevas pruebas, recibió la orden de interrumpir los experimentos y poner rumbo a Königstein, la fortaleza más inexpugnable del reino. Carlos XII de Suecia había derrotado a Augusto II en Polonia y cruzado la frontera de Sajonia con la intención de tomar Dresde. Para empeorar aún más la situación, las órdenes incluían ocultar (es decir, abandonar) el laboratorio en una de las estancias secretas de Albrechtsburg. Además, el número de sus ayudantes se reduciría de cinco miembros a tres, los cuales tendrían que llegar a Königstein por sus propios medios, algo que a él le hubiera gustado poder hacer para huir. No, su régimen de vigilancia no varió un ápice, pues, a pesar de las circunstancias, Augusto continuaba confiando en su talento, y deseaba que siguiera a su servicio una vez finalizara la contienda con los suecos.
Königstein se convirtió entonces en la peor cárcel de todas para Böttger, y no sólo por las murallas de roca de hasta cuarenta metros de altura que rodeaban la fortaleza. Al ambiente siniestro que presidía aquel lugar y a la incertidumbre por lo que le depararía el futuro inmediato había que añadir la falta absoluta de actividad, que se acentuó cuando le fueron negados el papel, la tinta y los libros. Así las cosas, su estado mental volvió a resentirse. Pese a caer en una nueva y más profunda melancolía que se agudizó con la ingesta indiscriminada de vino, sacó fuerzas para mantener contacto con algunos de los presos con los que compartía presidio, y con los que tenía prohibido relacionarse, e idear un plan de fuga. Pero en esta ocasión, lo hizo por puro entretenimiento, para ejercitar la mente, sin intención de escapar realmente. Y después de suplicar a sus carceleros, consiguió que le entregaran pluma y papel con los que escribir vehementes cartas a su señor, en las que reclamaba libertad para poder completar sus experimentos. ¡Casi había tocado el secreto de la porcelana con la punta de los dedos! ¡Si dispusiera de un poco más de tiempo! En realidad, Böttger también estaba equivocado en esto con respecto a su amo. Para Augusto, él era mucho más que la más hermosa y delicada de las porcelanas chinas; era el tesoro más valioso de Sajonia, la única persona capaz de fabricar una ingente cantidad de oro con el que sacar al país de la ruina, por lo que ni siquiera se tomó la molestia de responder al joven.
22
XIII
Un viejo sampán de velas remendadas nos condujo río arriba hasta la provincia de Jiangxi. Además de Jade, Feng y yo, el pasaje lo componían dos viajeros arriscados, cuatro campesinos, tres cerdos, cinco patos y seis gansos. Conforme remontábamos el río de las Perlas, el agua iba adquiriendo una tonalidad cada vez más fangosa, al tiempo que nuestros huesos probaban la verdadera aspereza de la pobreza. La comida escaseaba, el agua potable era la que caía del cielo en forma de lluvia -y que el capitán del barco se encargaba de recoger en sendos recipientes de latón-, y las únicas atenciones iban dirigidas a los animales, mucho más valiosos para aquellos campesinos que la vida de cien hombres. No obstante, de la misma manera que Jade y Feng eran ignorados, mi presencia en aquel sampán causaba cierto respeto. La hinchazón de mis párpados, la herida en la nariz y la falta de dos dedos me convertía en un objeto curioso. A tenor de cómo me miraban de soslayo, sin atreverse a acercarse más de lo necesario, se diría que temían un posible contagio de la lepra o de mi malignidad.
Del río de las Perlas pasamos al Yangtsé, y a través de su corriente llegamos a la ciudad Jiujiang. Tras permanecer varios días en el Pabellón de la Niebla y el Agua, a orillas del lago Gantang, proseguimos viaje hasta la montaña de Lushan.
Con más de ciento setenta picos y una belleza incomparable, Lushan era uno de los lugares más famosos de China, tanto que se la conocía como la montaña de la poesía. En las paredes de sus acantilados había grabadas más de cuatrocientas inscripciones, que cantaban las excelencias de un lugar único donde el rumor de las cascadas se transformaba en sosiego, el calor del estío en frescor primaveral y el canto de los pájaros en sinfonía alegre de la vida. El clamor de la montaña de Lushan era tan propicio para ver colmado cualquier anhelo del espíritu que se había convertido en refugio de sabios, hombres santos y artistas de toda índole.
Durante varias jornadas ascendimos por escarpadas pendientes, dejando a derecha e izquierda lugares de nombres tan evocadores como la Fuente de las Tres Caídas, el Camino de las Flores o la Caverna de los Inmortales, hasta la aldea de Guling.
Antes de dirigirnos a la casa de Lüzi Hsi, Feng me puso en antecedentes. Al parecer, Lüzi Hsi había sido uno de los pintores más influyentes de China en tiempos del último emperador de la dinastía Ming. No en vano, su verdadero nombre era Lü Hsi, pero gracias a sus méritos se le había añadido a su apellido la partícula -zi, que significaba «maestro». Lüzi Hsi era considerado el miembro más destacado de la escuela Wu de la ciudad de Suzhou, la más sobresaliente en el arte de la pintura tradicional china. Con los manchúes, su figura había caído en desgracia por lo que representaba. Como ya no era un hombre joven, había decidido retirarse a las montañas. En Guling había sido contactado por los Ocho Trigramas, pues su pintura encarnaba como ninguna otra los valores ancestrales de China frente al mundo caótico y fútil que había propiciado la nueva dinastía. Su ascendiente moral sobre el grupo era tan grande que era considerado como el «noveno trigrama».
Hombre de pequeña estatura y complexión gruesa, el rasgo más distintivo de su rostro era una barba rala, que crecía en mechones dispares y desiguales. Su voz era al mismo tiempo untuosa y algo atropellada. En otro ambiente, hubiera podido pasar por el jefe de eunucos del emperador. Teniendo en cuenta su avanzada edad, se movía con una inusitada agilidad, y sus ademanes eran imperiosos como los de una persona acostumbrada a ser obedecida.
Lo primero que hice fue advertirle sobre mi desconocimiento del arte de la pintura.
—El primer talento que ha de cultivar un artista es su perseverancia. No se preocupe, todo cuanto necesita está en usted -me respondió.
Llegado el momento de instalarnos en nuestros aposentos, Feng lo hizo en la misma alcoba que Jade. Afortunadamente, Lüzi Hsi puso las cosas en su sitio.
—Amigo Gu Feng, Guling no es más que una pequeña aldea cuyos habitantes no entenderían que un marido deje su lugar a un tercero para que yazca en el lecho con su esposa. Como es requisito imprescindible que la presencia de todos ustedes pase lo más desapercibida posible, tendrá que buscar otra alcoba y no mantener más relación con la joven que la propia de un amigo de la familia -argumentó.
Era mi primera victoria sobre Feng, aunque procuré que mi rostro no reflejara la satisfacción que me embargaba por dentro.
—En cuanto a usted, joven bárbaro, le ruego que evite cualquier distracción que pueda entorpecer su aprendizaje. Para vivir muchos años, es necesario ante todo regular los placeres. ¿Ha oído hablar de Liu Xiawei? — se dirigió a mí el pintor.
—No -respondí.
—Es un famoso personaje que vivió durante la guerra del Período de Primavera y Otoño. Fue capaz de pasar una noche con una mujer desnuda entre sus brazos sin mantener relaciones.
—Comprendo.
Ni siquiera aquella invitación a la castidad disminuyó mi alegría.
Lo cierto fue que al disponer el kang de tres camas de ladrillo, Jade prefirió dormir sola.
Pasé la noche en vela, tratando de filtrar todos los sonidos que llegaban a mis oídos desde el otro lado de la estancia, esperando escuchar una invitación a tumbarme a su lado, pero lo único que logré percibir con nitidez fueron los latidos de mi corazón, que resonaban dentro de mi pecho como los cascos de un caballo al galope, y el chisporroteo del picón del brasero que calentaba mi cama.
Sentir a Jade tan lejos cuando físicamente la tenía tan cerca, terminó de convertirla en algo cada vez más codiciado.
Las dos semanas siguientes transcurrieron sin sobresaltos. Me levantaba a las cinco y cuarto de la mañana, media hora antes de que amaneciera, me daba un baño de agua fría, desayunaba un tazón de mijo y seguía a Lüzi Hsi por alguno de los tortuosos senderos que conducían a la montaña de Lushan. A veces, caminábamos hasta la vecina aldea de Hanpokon o hasta el pico de los Cinco Inmortales, en un recorrido de ida y vuelta que nos llevaba más de diez horas. La finalidad de aquellas excursiones era que yo aprendiera a observar la naturaleza antes de atreverme a pintarla.
—Confucio dijo que el verdadero conocimiento consiste en saber que sabes cuando sabes, y cuando no sabes, saber que no sabes. De modo que pinte sólo aquello que esté seguro de conocer -me explicó en el transcurso de nuestra segunda salida.
Y como al día siguiente me quejé porque me estaban saliendo llagas en los pies de caminar sin rumbo, no dudó en reprenderme.
—Me lo contaron y lo olvidé. Lo vi y lo entendí. Lo hice y lo aprendí. Si no lo ve, nunca lo entenderá, y si no lo entiende, no aprenderá a hacerlo. Ahora siga caminando y observe todo lo que hay a su alrededor sin pensar en sus pies, en el dolor o el cansancio.
Cada día, el paisaje adquiría nuevas formas y diferentes significados. Una flor de durazno, una grulla, un pino cuyo vigoroso tronco se había desarrollado entre los intersticios de una roca o las cascadas de San Diequan, daban pie a largas paradas en las que Lüzi Hsi me pedía que le describiese lo que veían mis ojos, de forma que cada detalle quedara fijo en mi memoria.
—Lo fundamental en la pintura es el trazo. Mediante el trazo se unen armónicamente pincel y tinta. Y para obtener una traza suelta y libre, es necesario previamente haber efectuado una meditación. Sólo así podemos fijar la imagen que queremos representar en la memoria, de manera que a la hora de ejecutarla el trazo surja por sí solo, sin interrupciones, de forma natural -me dijo Lüzi Hsi tras describirle una peonía.
En otras ocasiones, cuando la niebla era demasiado espesa, ascendíamos hasta la cumbre del pico de los Cinco Ancianos, desde donde podíamos contemplar un mar de nubes pegado a la piel del paisaje. Pero si desde aquella atalaya el panorama resultaba sobrecogedor, por cuanto que todo a nuestro alrededor se volvía difuso y mórbido, aún eran más turbadores los sonidos que, como invisibles columnas, eran arrastrados en una espiral ascendente desde lo más profundo de los desfiladeros. Parecía música surgida de la piedra. Una música que de tanto golpear las paredes en su búsqueda de un espacio abierto, se volvía ronca y áspera.
Un día, al preguntarle por qué había elegido aquellas montañas para vivir, me respondió con unos versos de Li Po, poeta de la dinastía Tang:
¿Por qué vivir en el corazón de estas verdes montañas?
Sonrío sin responder, el espíritu sereno.
Caen las flores, corre el agua, misteriosa senda...
El otro mundo está allá, no éste, el de los hombres.
Las tardes las pasaba practicando el arte de la caligrafía, pues según mi maestro, «para hacer un buen trabajo, primero hay que afilar las herramientas».
Por las noches, Jade me preparaba la única pipa de opio que me estaba permitido fumar, y luego se tumbaba en su cama. Pero más que ausente o distante, parecía esperar algo. Durante varios días me mortificó la idea de que echara de menos las incursiones nocturnas de Feng. Para colmo, mis salidas me llevaban desde el alba hasta que el sol se ocultaba, con lo que no sabía a qué se dedicaba Feng en mi ausencia.
Todos mis temores se disiparon cuando una noche, después de prepararme la pipa, me preguntó a bote pronto:
—¿Por qué no intenta acostarse conmigo? ¿Es que no le gusto?
—¡Claro que me gusta! Lo que ocurre es que no sabía cómo plantearlo. Además, siempre he pensado que mi rostro le repugnaba -reconocí.
Jade respondió a mis argumentos despojándose del cheongsam. A continuación se metió en mi cama con la ropa interior puesta y se pegó a mí con tanto ímpetu que no tardó en contagiarme su calor corporal. Olía a aroma de canela y se había untado las manos con ungüento de almizcle. Jade era Perfume de Jade desinhibida. Me sorprendió que aquellos huesos tan livianos y frágiles hubieran soportado los continuos abusos de Feng sin quebrarse. Pero yo ya sabía que la verdadera fortaleza de Jade residía en su interior y hablaba la lengua nushu. Un minuto más tarde comenzó a besarme con una voracidad meticulosa y a frotar su sexo contra mi cuerpo. Era una maestra en el arte del contoneo. Súbitamente me vi embargado por un intenso estado de excitación que, empero, no logró que mi sexo despertara.
—¿Acaso no desea entrar por la Puerta de Jade? — me preguntó.
—Lo deseo con todas mis fuerzas, pero tendremos que esperar hasta que se me pase el efecto del opio -me justifiqué.
—Tal vez mañana no esté aquí -dijo con tono sombrío.
—¿Piensa escapar?
—¿Con estos pies? No llegaría muy lejos -reconoció.
En ese momento me percaté de que Jade ni siquiera se había quitado los zapatos para meterse en la cama, siguiendo uno de los principios fundamentales del arte de la alcoba.
—¿Entonces?
—Había pensado quitarme la vida, para volver como fantasma y hacerle pagar a Feng todo lo que me ha hecho padecer -reconoció.
El suicidio se había convertido en una costumbre muy extendida entre las mujeres chinas, pues era una creencia general que quien se quitaba la vida podía regresar como espectro para amedrentar a quienes se lo merecieran. De esa forma, las mujeres chinas creían detentar el poder que les era negado en vida.
—Tal vez exista otra solución menos drástica -sugerí.
—¿Cuál?
—Yo podría ayudarla a escapar, cuando haya encontrado la fórmula de la porcelana -le propuse.
—¿Huir juntos?
—Mis pies serán sus pies. Yo la cargaré sobre mis hombros si hace falta.
—¿Y adónde iremos?
—Lejos de China, naturalmente. ¿Ha oído hablar de las Filipinas? ¿Y de España?
—No.
—Tengo un negocio en las Filipinas. Y si consigo descubrir el secreto de la porcelana, me nombrarán marqués y seré un hombre rico. Entonces podré volver a España...
Yo mismo era consciente de que aquellas palabras que brotaban de mi garganta formaban parte de un sueño imposible. Pero era lo único que podía ofrecerle.
—¡Abráceme! — imploró.
Obedecí.
Luego se produjo una lucha entre el efecto del opio, que me empujaba hacia su cueva, y Jade, que había tomado entre sus manos el tallo de mi miembro y no cesaba de masajearlo. Cuando vencido cerré los ojos, me susurró al oído:
Vivo en la vertiente soleada del Monte de las Hechiceras,
donde la cumbre se hace inexpugnable.
Por la mañana soy nube del alba,
por la tarde lluvia que se desliza cada aurora,
cada atardecer, al pie de la Terraza del Sol.
23
XIV
La relación con Jade regeneró mi cuerpo y mi alma. Pasaba los días pintando, bajo la atenta mirada de Lüzi Hsi, y las noches fornicando. Una actividad que prolongaba hasta el alba y que, contrariamente a lo que pudiera parecer, me insuflaba una renovada vitalidad. Jade no me permitía eyacular, ni en el interior ni fuera de su vagina, pues según las creencias chinas, en todo acto sexual el hombre ha de fortalecer su vitalidad evitando desperdiciar su esencia y absorbiendo la energía de su compañera. Incluso cuando no estábamos mano sobre mano, yo prefería no dormir y disfrutar de aquella especie de reposo familiar, que tanto me recordaba a mi antigua vida de casado. Tanta complicidad con Jade me acabó mostrando otra faceta de su personalidad que hasta entonces había permanecido oculta: debajo de su carácter aparentemente coriáceo se escondía una mujer cándida y afable; una joven a la que sistemáticamente le había sido negada toda forma de felicidad. De hecho, creo que la fogosidad que mostraba en sus besos no era más que un intento por rebañar la felicidad que pudiera haber pegada a mis labios. A veces, me resultaba imposible distinguir entre la humedad de su saliva y la de sus lágrimas, que eran la representación de un miedo que por fin había encontrado el camino para salir a la superficie.
Conforme fui recuperando el vigor antaño perdido, más enérgico resultaba el arte que salía de mis pinceles, que sin duda reflejaba el estado de entusiasmo en que vivía sumido. Pero no todo era exaltación, también había cordura en lo que hacía. Creo que la combinación del componente emocional y del racional transformó mi pintura en una aspiración a lo sublime, donde no tenía cabida la zozobra. En cierta forma, mi relación con Jade me había dotado de mi propia lengua nushu, ese idioma desconocido y al mismo tiempo singular al que aspira todo artista. Obviamente, semejante transformación no pasó desapercibida para Lüzi Hsi ni para Feng. En cuanto a éste, el odio acabó apoderándose de su carácter y su humor se volvió cambiante, más hosco que de costumbre. No en vano, mi éxito era, aunque no lo reconociera, su derrota.
Unos versos del poeta Li-Tai-Pe reflejan a la perfección cuál era mi estado de ánimo:
¡La copa de jade de un sorbo bebamos!
Hay en cada senda profusión de luces.
Yo soy insaciable,
yo soy un arado,
yo soy un arado de nubes;
y por donde paso,
las flores brincan y se suben
a mis manos.
No hablo; balbuceo. Velan mis pestañas.
Se abre silenciosa una ventana.
Se pierde en la noche callada,
en la noche oscura del corazón,
una bandada
de pájaros, como fantasmas
que entonasen una canción.
A medida que pasaban los días, llegó el momento de aprender todo cuanto tenía que ver con la simbología de la pintura china -por ejemplo, el murciélago personificaba la felicidad, mientras que las peonías encarnaban a la mujer-, así como que el buen conocimiento de la tinta permitía dotar a las formas de sutiles matices.
El siguiente paso fue instruirme en la obtención del tono «azul suboni», distintivo de la porcelana azul y blanca de la dinastía Ming. El problema era que las existencias de esa pigmentación, que en su día había importado el almirante Zheng He, se habían agotado, y ahora se utilizaban los pigmentos azules de Zhejiang y de Yunnan, que había que refinar previamente hasta lograr una tonalidad capaz de emular el «azul suboni». El proceso era a veces tan largo que nos llevaba una jornada completa. Por último, fui adiestrado en el llamado método de «división del agua», una técnica de lavado mediante la cual la tinta se iba separando en cinco colores distintos, que eran los que luego se aplicaban en la pieza, según las necesidades. Así se conseguía que las obras obtuvieran profundidad, luces y sombras.
Cuando hube alcanzado una técnica lo suficientemente depurada, Lüzi Hsi me obligó a pintar en pequeños trozos de porcelana que él mismo se encargaba de romper en cien pedazos. Cada fragmento era más pequeño que el anterior, con lo que tuve que aprender a templar el pulso y evitar que el pincel resbalara fuera de la superficie.
Para lograrlo, tomaba un baño de agua helada todos los días, antes de que el sol saliera. Y cuando llegaron las primeras nieves a la montaña de Lushan, enterraba las manos en los neveros hasta que el dolor me hacía retirarlas. Una madrugada, mientras llenaba el barreño que empleaba como bañera, me encontré a Lüzi Hsi saliendo de la alcoba de Feng.
—Yo fui quien le regaló el tazón con forma de loto del horno de Ruyao que la joven hizo añicos -se justificó sin que yo le hubiera reclamado una explicación.
Tuve que hacer un gran esfuerzo por mantener la mandíbula pegada a la quijada.
—Se trataba de una pieza extraordinaria -dije.
Por alguna extraña razón ambos nos empeñábamos en mantener viva una conversación en torno a aquella certidumbre, como si no hacerlo fuera lo mismo que tratar de ocultarla.
—También lo fue mi relación con Gu Feng en Nan-Fou -prosiguió-. Por aquel entonces, Kangxi acababa de ascender al trono, y aún no había decidido qué hacer conmigo, si utilizar mi arte para beneficio de la nueva dinastía o, simplemente, despreciarme. El emperador tardó más de un año en tomar una decisión, y durante ese tiempo tuve prohibido acercarme a un pincel. Un texto muy antiguo dice que las palabras del soberano son como un cordón que, una vez pronunciadas, pueden transformarse en una soga. Y eso fue lo que ocurrió conmigo. Cuando Kangxi me comunicó que no podría volver a pintar jamás, sentí como si me ahorcara. Me aniquiló. Fue entonces cuando conocí a Gu Feng, el joven más rebelde de Nan-Fou. Verlo entre los otros muchachos era lo mismo que ver volar una luciérnaga en una noche oscura. En cambio, cuando te acercabas a él, su orgullo estaba tan afilado como un aguijón. Por no hablar de sus palabras, que eran tan venenosas como la mordedura de una serpiente...
—Comprendo.
Dos días más tarde, Gu Feng anunció su marcha. Al parecer, tenía que viajar hasta los bosques de los árboles de la laca, que se encontraban en la desembocadura del Huang He o río Amarillo, para comprar materia prima. Pero yo sabía que la razón de su partida era otra y tenía que ver con un remoto lugar llamado Nan-Fou. Gu Feng no sólo era esclavo de los Ocho Trigramas; como había sugerido Jade, también lo era de aquel lugar.
—Jade sigue perteneciéndome, así que hágase a la idea de que tendrá que devolvérmela cuando todo esto concluya -me dijo después de empaquetar su equipaje.
No recuerdo cuánto tiempo me llevó todo este aprendizaje, pero cuando terminó el invierno ya estaba listo para viajar a Jingdezhen.
24
La renuncia de Augusto al trono de Polonia revertió la situación. El monarca volvió a pensar en el oro y Böttger en la porcelana. Desde el punto de vista del alquimista, parecía un trato justo, al menos para intentar salvar la vida. Aunque por el momento se limitó a escribirle una nota a su señor en la que decía vagamente:
Tengo la esperanza de poder presentar, con la ayuda del señor Von Tschirnhaus, algo grande dentro de dos meses.
Claro que, al no tener una guerra que atender, Augusto decidió seguir de cerca los avances del joven, al que mandó trasladar de Königstein a Dresde. En la capital, le hizo montar un nuevo laboratorio en el llamado «Bastión de la Doncella», un lugar húmedo y lóbrego con reputación de cámara de torturas. Según se decía, el nombre del lugar tenía su origen en una diabólica máquina de acero con forma de dama que allí había, preparada para descuartizar a los enemigos del régimen, cuyos cadáveres eran arrojados a las aguas del Elba.
Ya fuera por lo siniestro del lugar o por el plazo de dos meses que él mismo se había impuesto para calmar la ira de su señor, Böttger no tardó en reproducir el éxito logrado un año antes en Albrechtsburg, fabricando una pieza de gres rojo. Luego puso el reino patas arriba en busca de una arcilla que le sirviera para fabricar porcelana blanca. La encontró en una mina de Colditz, que mezcló con alabastro como material fungible que dotara a la arcilla de propiedades vítreas. Una leyenda propagada por uno de los ayudantes de Böttger asegura que descubrió la arcilla de Colditz de manera accidental, después de presenciar cómo un criado empolvaba una peluca.
El 15 de enero de 1708, Böttger introdujo en el horno siete mezclas diferentes. Una de ellas llevaba sólo arcilla. Las otras seis contenían una mezcla de arcilla de Colditz y alabastro en distinta medida. Tras cinco horas en el horno, las tres placas que contenían una proporción superior a siete partes de arcilla por una de alabastro aparecieron intactas ante sus ojos. El color de las piezas era de un blanco translúcido, parecido al de las mejores porcelanas chinas.
—¡Es una ley que todo tenga ley! — exclamó.
Y acto seguido labró en la puerta de su laboratorio la siguiente frase:
DIOS, NUESTRO CREADOR, HACONVERTIDO A UN FABRICANTE DE ORO ENALFARERO.
Pese a haber dado el primer paso en la obtención de la porcelana, el camino que le faltaba por recorrer iba a estar lleno de dificultades y de sufrimientos. El primero le llegó el 11 de octubre de 1708, cuando murió Von Tschirnhaus enfermo de disentería.
—No sólo un horno es una cueva de azar, también lo es la vida -comentó el alquimista con resignación cuando le fue comunicada la noticia.
Desde entonces Böttger se empeñó en demostrarle a su rey que la porcelana era un justo sustitutivo del oro, tanto por su valor como por su belleza y su utilidad, para lo cual tuvo que hacer uso de su más refinada verborrea de alquimista. La porcelana, como el oro, era engendrada en el seno de la tierra, y bien comercializada podía a la larga proporcionarle al reino tantos réditos como el áureo metal. Sin olvidar el plano metafísico, que también emparentaba el oro con la porcelana en cuanto sustancias místicas cuyo anhelo último era poner al hombre en contacto con el secreto de la inmortalidad. Pero Augusto le dijo que pensar en la inmortalidad era un lujo que sólo podía permitirse un hombre sumamente rico, que un reino sin oro para armar un ejército que defendiera sus fronteras era un reino mortal y vulnerable.
Sin la protección de su mentor, y sin un horno capaz de alcanzar las temperaturas que requería la cocción de la porcelana, Böttger volvió a sentir el soplo de la muerte en la nuca. La obstinación de Augusto por el oro ni siquiera le permitía apreciar la importancia de sus descubrimientos en su justa dimensión. Para colmo, el desvelamiento de la fórmula de la porcelana requería una inversión para poner en marcha una fábrica y contratar a personal cualificado, cuando lo que Augusto demandaba era dinero líquido. De modo que todo volvió a estar como el primer día: si quería obtener la libertad y salvar la vida, tenía que fabricar las cantidades de oro que habían acordado, sin importar lo que hubiese descubierto. Y antes de que Böttger tuviera la ocasión de preguntarle a su señor qué cantidades eran ésas, habida cuenta el tiempo transcurrido desde que empeñara su palabra, Augusto le recordó:
—Cincuenta ducados al mes, hasta alcanzar los sesenta millones de táleros, que es lo que me prometisteis.
¡Promesas! ¡Desde hacía diez años su vida valía lo mismo que una promesa incumplida! A estas alturas, Böttger sabía que jamás podría cumplir con la palabra dada, pues para entonces estaba convencido de que, como había confesado un colega alquimista en el lecho de muerte, «para fabricar oro hay que partir del oro». Naturalmente, se trataba de un secreto que no pensaba revelar a su señor. Sólo imaginar la cara de Augusto al escuchar su petición de oro para fabricar oro le hacía temblar de miedo.
Al cabo, le llegó una noticia procedente de Berlín que agudizó la melancolía crónica que padecía desde hacía algún tiempo. Al parecer, después de su huida de Prusia, el rey Federico I se había hecho con los servicios de un alquimista napolitano llamado Domenico Manuel Caetano. Impostor entregado al engaño, Caetano no había tenido escrúpulos a la hora de prometerle a su nuevo señor que fabricaría oro en un plazo de sesenta días. Como ya había hecho en la corte de Bruselas, de la que había huido con 60.000 gulden en la bolsa (la misma cantidad que se había comprometido a doblar en oro) Caetano había abandonado Berlín justo antes de que concluyera el plazo. Pero en esta ocasión Federico I estaba sobre aviso, así que sus hombres habían dado caza al prófugo en Hamburgo y llevado de regreso a Prusia. En Berlín, el alquimista napolitano había sido vestido con una túnica dorada tejida con hilo de oro y ahorcado en el cadalso de la ciudad, que previamente había sido ornamentado también con motivos dorados.
Durante cinco noches seguidas, Böttger volvió a soñar con Lucio Craso. En cada uno de los sueños, el cónsul romano bebía oro fundido de una copa también de oro. El líquido descendía por la garganta de Craso como lava incandescente, hasta anegar por completo el estómago, los pulmones y el esófago del militar. Entonces Craso le tendía la copa y le decía:
—Un hombre con sed de oro se dirigió una mañana al puesto del comerciante de oro. Iba bien vestido y, tras contemplar el brillo del metal, robó una pieza y salió huyendo. No llegó muy lejos, pues era día de mercado y la plaza estaba atestada de gente. Cuando un oficial le preguntó por qué había robado el oro en presencia de tanto gentío, el ladrón respondió: «Porque cuando cogí el oro, no vi a nadie. No vi más que oro». Sí, amigo Böttger, el oro ciega. Le pasó al ladrón de la fábula y también a mí. Algún día la gente dirá: Craso cometió un terrible error porque tuvo que beberse su avaricia. Y el nombre de Craso se convertirá en el adjetivo craso. Tenga cuidado, porque para que un nombre propio se convierta en un adjetivo basta con cometer uno de los pecados capitales.
Corría el mes de diciembre de 1709, y ante la posibilidad de acabar sus días como Caetano (o como Lucio Craso), Böttger decidió escribir a su señor unos versos en los que reconocía por primera vez su incapacidad para fabricar oro, si bien volvía a ofrecerle en compensación el tesoro de la porcelana:
El rey anhelará el fruto dorado,
que la débil mano no puede otorgarle todavía.
Así las cosas, ahora no arroja sino cristales de porfirio y bórax
ante el trono del rey para sustituir el sacrificio.
Sí, esa mano le tiende el corazón en vasijas de porcelana
y como ofrenda aquí ofrece ambos.
Es decir, Böttger le ofrecía al monarca su corazón en una vasija de porcelana, a cambio de que éste no se lo arrancara por no haber logrado fabricar oro.
25
Contraviniendo las órdenes del médico del barco, escamoteé una determinada cantidad de droga y en vez de reducir las dosis de opio las fui aumentando, hasta el punto de que el enfermo volvió a estabilizarse. Es decir, dejó de temblar y de delirar, y recuperó los períodos de paroxismo. Lo más curioso era que el médico, sin duda poco familiarizado con los efectos del opio, consideró que la disminución de los períodos de desasosiego del militar eran debidos precisamente a su recomendación de ir rebajando las dosis. Todavía hoy me pregunto por qué actué como lo hice. Pero era evidente que la salud de Miguel Blasco había entrado en una fase irreversible, de modo que no entendía que se le privara de lo único que le procuraba alivio. El opio, con sus inconvenientes, le concedía períodos de lucidez y de paz. Se me puede achacar que con mi actitud lo que hacía era ahondar más en la herida, arrojar al enfermo a los brazos de la muerte, pero era ése precisamente el premio que la providencia le había concedido a cambio de arrebatarle la vida. Y yo no estaba dispuesto a interponerme.
Aunque he de reconocer que, conforme fueron pasando los días, los períodos de lucidez dieron lugar a conversaciones cada vez más funestas.
En una ocasión, mientras esperaba a que el sueño le venciera después de haber fumado una pipa, logró hilvanar una perorata:
—¿Le he dicho alguna vez que sólo creo en media humanidad? O para ser más exacto: sólo creo que tenga derecho a la vida la porción de la humanidad que sufre por culpa de la otra parte. Sí, sólo los que sufren se han ganado el derecho a vivir; el resto, usted y yo, no merecemos estar en este mundo. Piense en este barco, en eso que llamamos progreso, que no es más que la forma arrogante de someter y sojuzgar la voluntad de aquellos que ni siquiera se plantean la necesidad de cambiar, de ir más rápido, de llegar más lejos. Pero se trata de un camino que no tiene final, porque el progreso no se detiene. Es como si la vigencia de las ideas dependiera exclusivamente del éxito económico de las mismas. El progreso, como los patriotas, carece de verdadera patria. O mejor dicho, su patria es el proselitismo...
—¿No le parece que exagera? Si fuera exterminada la mitad de la humanidad que, según usted, hace sufrir a la otra mitad, pronto la mitad resultante volvería a escindirse en dos nuevas mitades, una dominante y otra sometida. Siguiendo lo que propone, al cabo de un siglo la humanidad se habría extinguido por completo. Siento discrepar, pero lo que pierde a los seres humanos no es el progreso o el patriotismo, sino algo que forma parte de nuestra esencia: la codicia.
—Imagino que por su profesión se habrá visto obligado a remontar un río de aguas bravas o a huir del acoso de una tribu salvaje -me replicó-. Yo, en cambio, he tenido que luchar contra otra clase de elementos: aquellos que deshumanizan al hombre ya humanizado, y que acaban por convertirlo en la peor fiera de todas. De hecho, conozco a una docena de caníbales que visten trajes a medida. Hombres sin escrúpulos. Hombres perfectos en su imperfección. Hombres salvajemente civilizados. Le Dantec dijo que el edificio social se asienta en un egoísmo inextinguible, cuya piedra angular es la hipocresía. Naturalmente, estaba en lo cierto. Y ya que hablamos de extinción, codicia y egoísmo, me gustaría pedirle un nuevo favor. Es mi deseo dejarle todos mis bienes a la sangley, y quiero que sea usted el albacea.
—¿Para qué quiere que la sangley herede sus bienes? ¿Acaso desea que acabe formando parte de la mitad de la humanidad que hace sufrir a la otra mitad? — le repliqué.
—Ella es distinta -me respondió.
—¿En qué es distinta?
—Ha tenido que luchar contra la marginación, contra el desprecio y contra el hambre. Me hubiera gustado casarme con ella, pero no creo que las circunstancias sean las más apropiadas.
Aquella confesión me dejó atónito. No porque aquella relación me pareciera inapropiada, sino porque me sorprendió que sus sentimientos pudieran estar «vivos», a pesar de su estado de salud. En el fondo, yo no concebía que un moribundo pudiera amar, como si el amor fuera un órgano más del cuerpo humano sujeto a la oxidación. Pero esa noche, mientras revisaba la biblioteca del Santo Domingo, encontré la respuesta a mis dudas en una cita de Goethe, que rezaba:
El estremecimiento es la mejor parte del hombre. Por mucho que el mundo se haga familiar a sus sentidos, siempre sentirá lo inmenso con profunda emoción.
¿Y acaso existía algo más inmenso que el amor? No. Ni siquiera el océano que se abría ante mis ojos alcanzaba las dimensiones del amor.
26
XV
Nunca olvidaré la primera visión que tuve de Jingdezhen desde las verdes montañas que rodean la ciudad, con sus miles de chimeneas exhalando un humo blanco durante el día y púrpura durante la noche, con la lluvia perenne de ceniza que caía sobre sus calles, con su olor a leña quemada y a arcilla cocida, que todo lo impregnaba, desde el arroz hasta la ropa. De la media docena de ciudades que conocía de China, Jingdezhen era tal vez la menos agraciada en cuanto a belleza, porque escondía un averno en sus entrañas, que tenía reflejo en su superficie en los espeluznantes fulgores que enmarcaban el cielo, sobre todo de noche. Uno tenía la impresión de estar contemplando una escena del infierno de Dante. En Jingdezhen, las ventanas de las casas permanecían cerradas todo el tiempo, y ni siquiera se veían niños o ancianos jugando o asomados a los pórticos y balcones. No había pulmones que resistieran mucho tiempo el aire contaminado de la ciudad. Algunos hornos tenían el tamaño de una casa de dos plantas, y de sus bocas nacían interminables hileras de chinos que se encargaban de alimentarlos de leña durante períodos ininterrumpidos de veinticuatro horas, que era lo que duraba la cocción de la porcelana. Quien no se dedicaba a estas tareas, se encargaba de embalar las frágiles piezas con paja de arroz, antes de que fueran embarcadas y navegasen hasta Cantón o Macao surcando las aguas del Yangtsé.
Lo primero que descubrí fue que el número de hornos era muy inferior a tres mil. Luego me enteré de que no todos los hornos eran oficiales, también había un buen número de ellos en manos privadas: entre doscientos y trescientos, que empleaban a un total de cien mil artesanos. No obstante, los hornos imperiales controlaban las mejores materias primas y reunían bajo su administración a los artesanos más diestros. Supe además que la porcelana dedicada a la producción mercantil, dentro de la cual estaba incluida la que era exportada a Europa, era la que salía de los hornos privados. La reflexión que me hice entonces fue la siguiente: «Si las maravillas que dejan boquiabiertos a reyes y magnates de Europa están fabricadas con los materiales que ni siquiera quieren los hornos imperiales, ¿qué clase de belleza única atesorará la porcelana que salga de las entrañas de éstos?».
A pesar de esa circunstancia, mientras que por un tazón de porcelana de celadón salido de un horno de Chuzhou, por poner un ejemplo, se pagaban ciento cincuenta guanes, uno de un horno privado de Jingdezhen se cotizaba a trescientos.
Teniendo en cuenta que la vigilancia en estos hornos privados era igual a la de los hornos oficiales, y la calidad de la porcelana muy inferior, decidí probar suerte en la oficina de la Porcelana, lugar desde donde los funcionarios imperiales supervisaban y controlaban la producción de los hornos a su cargo.
Allí me informaron de la imposibilidad de entrar a trabajar como pintor en un horno imperial sin la autorización -es decir, la recomendación- de un mandarín de la etnia manchú, que eran quienes detentaban el poder en la región. Además, según el funcionario que me atendió, los pintores que trabajaban para su Celeste Majestad en Jingdezhen no sólo debían ser diestros en su arte, también tenían que poseer amplios conocimientos de química, pues en muchos casos se veían obligados a intervenir en la preparación de los colores. No obstante, en el plazo de un mes se iba a proceder a examinar a cuantos candidatos desearan optar al puesto de «retocador», operario de escala inferior que se encargaba de culminar algunos detalles menores de la pieza, tales como el fileteado.
—Si quiere tomar parte en el examen, tendrá que darme su nombre y su lugar de nacimiento.
—Me llamo Lao Xun, y soy natural de Cantón, aunque mi familia proviene de la ciudad de Quanzhou.
El funcionario imperial escrutó mi rostro antes de preguntarme:
—¿Algún ascendiente árabe?
—Sí. Pero de eso hace más de dos siglos.
—Está bien. Preséntese dentro de treinta días en esta misma oficina.
Pero si mis ochos dedos no me trajeron toda la suerte que hubiera necesitado en esta ocasión, tengo que reconocer su influencia el día de la prueba. Desde luego acudí sin ninguna fe en superarla, después de haber pasado un mes sin apenas practicar, encerrado junto a Jade en una pequeña casa de alquiler, sin poder abrir las ventanas ni salir al patio para respirar aire puro.
Para mi sorpresa, el examen consistió en insertar un texto en latín en un cuenco de porcelana azul y blanca decorado con tres escudos heráldicos, que contenían a su vez una criatura de siete cabezas, además de un rosario budista, una pagoda, varias flores y una grulla en un estanque de lotos. Un texto que decía: «Sapiente nilhi novum» (Para el hombre sabio nada es nuevo).
Evidentemente, aquel cuenco había sido fabricado para la exportación, de ahí los escudos heráldicos y la inscripción en latín, y desde luego ningún candidato logró reproducir con tanta fidelidad aquellos extraños caracteres escritos en una no menos extraña lengua bárbara.
La primera noche de luna llena después de la Festividad de la Primavera se celebró la Fiesta de los Faroles, y Jingdezhen se iluminó como una luciérnaga. Ni en Cantón ni en la aldea de Guling había visto algo parecido. Las calles se llenaron de dragones danzantes, cuyos porteadores llevaban colgadas linternas que agitaban a medida que el animal avanzaba, retrocedía o giraba sobre sí mismo. Se oían tambores por todas partes, y grupos de zancudos se ocupaban de distraer a los viandantes con sus juegos de equilibrios. De cada casa colgaban vistosos farolillos adornados con tiras de papel con sus correspondientes adivinanzas, y todo el mundo comía yuanxiao, bolas de arroz glutinoso rellenos de carne o de dulce.
También Jade colgó de nuestra puerta un farolillo rojo con su adivinanza. Decía:
«¿Cómo se transforma una barra de acero en una aguja de coser?».
Le dediqué una sonrisa antes de responder:
—No lo sé. Dímelo tú.
—Golpeándola una y otra vez. Siendo tenaz, perseverante y repetitivo. De esa forma se transforma una barra de acero en una aguja de coser.
—¿Y qué me dices del amor? ¿Cómo se puede convertir una aguja de coser punzante en una barra de acero romo?
Jade se tomó unos segundos antes de responder:
—Supongo que con fe.
Dos semanas más tarde comencé a trabajar en el Horno del Dragón, uno de los más importantes de Jingdezhen, en cuya entrada rezaba el siguiente lema:
LA PORCELANA HA DE SER BLANCA COMO EL JADE, FINA COMO EL PAPEL, BRILLANTE COMO UN ESPEJO Y CON LA SONORIDAD DE UNA CAMPANA.
Antes de incorporarme, tuve que jurar que jamás revelaría ninguno de los secretos relacionados con mi trabajo. Pronto descubrí que ésta era una medida de seguridad puramente formal, y que existían otras muchas de carácter práctico. Por ejemplo, el trabajo estaba dividido en especialidades y perfectamente jerarquizado, de manera que cada especialista sólo intervenía en el proceso de producción que le correspondía. Cada especialidad ocupaba un taller propio y era supervisada por un número indeterminado de mandarines. Además, cada empleado era registrado concienzudamente a la finalización de su turno. Afortunadamente, los «retocadores» teníamos acceso a las piezas justo antes de que fueran introducidas en el horno por primera o segunda vez, puesto que la mayoría de los colores requerían ser aplicados en el último momento a tenor de sus características químicas. Eso me otorgaba cierta libertad a la hora de visitar distintos departamentos.
No obstante, mi primer cometido fue familiarizarme con los cuatro estilos decorativos característicos de la porcelana de Jingdezhen. Es decir, el quighua o azul o blanco; el jihong o arco iris; el doucai o azul y blanco satinado; y el fencai o familia de los rosas.
Tuvieron que pasar dos meses hasta que se me permitió trabajar directamente en una pieza de cerámica a medio cocer. Se trataba de un tibor sobre el que había que escribir una nueva leyenda latina: «Credo ut agam; ago ut intelligam» (Creo para obrar; obro para comprender) antes de que fuera introducido en el horno para la segunda cochura. Desde luego, me hubiera bastado con llevarme una porción de aquella pieza para resolver en parte mis problemas, pues aquella porcelana a medio cocer guardaba en su composición el secreto que tanto anhelaba conseguir. La cuestión era que sacar un trozo de pasta cerámica de aquel horno resultaba imposible habida cuenta el celo que ponían los supervisores imperiales a la hora de llevar a cabo los registros. Durante unas cuantas semanas, estuve ideando sin éxito distintas formas para sacar un trozo de porcelana de aquel horno, hasta que se me ocurrió que la única forma posible pasaba por tragármelo y luego vomitar lo ingerido. Claro que para poder comerme un trozo de pasta de cerámica era necesario romper la pieza en pedazos, de forma que los supervisores imperiales no se dieran cuenta de la falta de material. Al tratarse además de una cerámica ya medio cocida y decorada, tampoco estaba seguro de que los diferentes pigmentos no pudieran resultar nocivos para mi salud. Con todo, no me quedó más remedio que arriesgarme. Una mañana, aprovechando un momento de descuido de mi supervisor, dejé caer una pieza al suelo y, una vez hecha añicos, me tragué cuatro trozos pequeños. El dolor que me causó la pasta de cerámica al atravesar el esófago fue indescriptible, tanto que no pude contener las lágrimas.
No sé si mis ocho dedos intervinieron de nuevo, pero el hecho de que el supervisor me encontrara con lágrimas en los ojos, mitigó su reprimenda.
Esa misma mañana, uno de los encargados de trasladar la cerámica tras la primera cocción desde el horno hasta nuestro taller, rompió otra pieza, y como fueron varios los hombres que se agacharon para ayudar a recoger los fragmentos, yo aproveché las imprecaciones del supervisor al culpable para tragarme otros dos pedazos.
Cuando llegué a casa, vomité y rescaté de entre la bilis los seis trozos de pasta de cerámica. Al contemplarlos, era como si se hubieran terminado de cocer con los ácidos de mi estómago. A pesar de lo cual, tras enjuagarlos en abundante agua, los guardé en una bolsa cual tesoro. Jade siguió la operación sin entender nada.
—¿Ya está? ¿Se acabó? ¿Ya podemos irnos? — preguntó.
Ni siquiera yo mismo sabía qué responder a esas preguntas, aunque después de pensarlo detenidamente, llegué a la conclusión de que si bien disponía de unas muestras de pasta de cerámica a medio cocer, necesitaba otra de pasta de cerámica cruda. Por no mencionar que desconocía el nombre de los elementos empleados, la proporción y, sobre todo, el tiempo y la temperatura de cocción.
—Me temo que esto no ha hecho más que empezar -reconocí.
Diez días más tarde, volví a tener suerte. En esta ocasión pude hacerme con dos nuevos trozos de cerámica, si bien esta vez cruda. Se trataba de una vasija, a la que había de pintar los contornos de varios tallos y hojas antes de ser introducida por primera vez en el horno. Con el mango del pincel arranqué la cerámica cruda, que luego traté de recomponer con los dedos. De nuevo opté por tragármelos.
Todavía hoy recuerdo la impresión que me causó ver mi primera hornada de piezas de porcelana dentro de un barreño con agua, donde habían sido introducidas para que se enfriaran. La transparencia del agua unida a la translucidez de la porcelana creaba un efecto único, hipnotizador.
Pasé el mes siguiente tratando de descubrir todo aquello que tuviera relación con aquella pasta. Me enteré, por ejemplo, de que la cerámica sobre la que pintábamos era la mezcla de una arcilla que se obtenía en una montaña cercana a Jingdezhen -cuyo nombre era Kao-liang o «Cima Alta»- con feldespato -mineral que los chinos conocían como petuntse o «Piedra de China»- y cuarzo. La arcilla de caolín (el nombre es un derivado de la palabra china Kao-liang) era considerada como el cuerpo de la porcelana, mientras que el feldespato era lo que los chinos llamaban el hueso. En cambio, no logré obtener ninguna información acerca de las proporciones y el proceso de horneado.
La situación parecía estancada cuando Jade, que daba muestras de estar cada vez más cansada de tener que vivir encerrada y sola mientras yo trabajaba en el horno, me propuso encargarse ella de sonsacar a un maestro hornero.
La ingenuidad me llevó a preguntarle:
—¿Y cómo piensas hacerlo?
—Acostándome con él, por supuesto -me respondió con toda naturalidad.
Y tras comprobar el efecto que su propuesta había tenido en mi rostro, añadió:
—Siento el deseo de escapar de esta ciudad a cada minuto, y además detesto verme arrastrada por la melancolía. Cuando lloro no tengo a nadie que me escuche y consuele. Y cuando en vez de llorar me da por meditar, tampoco escucho una voz que me saque de mis reflexiones. Necesito poder salir a la calle y respirar un poco de aire fresco.
A pesar de que yo estaba enamorado de ella, mis dotes deductivas habían llegado a su límite, así que aferrándome al argumento de que también amaba a Jade cuando fornicaba con Gu Feng, acepté su plan. No resultó fácil encontrar a un maestro hornero que trabajara en el turno de noche, fuera soltero y viviera además solo. De esa forma, Jade podía llevar a cabo su «infidelidad» mientras yo me encontraba trabajando. La única condición que le puse fue que no mencionara jamás el nombre de aquel hombre en mi presencia. El día que descubriera lo que andábamos buscando, lo escribiría en un papel y me lo entregaría. En ese momento, huiríamos de Jingdezhen dejando atrás el pasado para siempre.
Desgraciadamente, existe un abismo entre la teoría y la práctica, máxime cuando intervienen los sentimientos, de modo que, poco a poco, los celos y la curiosidad me fueron consumiendo por dentro. Para olvidar lo que Jade hacía durante el día, volví a fumar opio durante las noches. Gracias al opio conseguía no perder los estribos y la paciencia. A veces, me embargaba un irrefrenable deseo de zarandearla para que confesara qué ocurría en aquella casa que visitaba por las mañanas y me explicara el estado de sus indagaciones, pero me calmaba aspirando una pipa que terminaba por anularme. En cuanto la droga hacía su efecto, me sumía en un estado de ensimismamiento que transformaba aquel dolor punzante (nunca hubiera podido imaginar que la mezcla de celos y curiosidad pudiera derivar en semejante síntoma) en una sensación placentera. Si el opio tiene una cualidad, es la del relativismo.
Lo cierto fue que, aunque el maestro hornero tardó apenas unos días en dejarse embaucar por los encantos de Jade, en cambio se resistió a compartir los secretos de su oficio con ella. Para colmo, el hombre le daba el mismo trato que él recibía en el horno. Es decir, era despiadado e hiriente como lo es el fuego con la piel que tiene cerca, y después de acostarse con ella, completaba su desfogue llenándole el cuerpo de golpes.
De manera que el plan de Jade también fracasó, se estancó ante la negativa de su amante a hablar. En esa situación, no me quedó más remedio que tomar cartas en el asunto.
Un día le dije a Jade que empaquetara aquellas cosas que resultaban imprescindibles para un largo viaje y que luego me condujera hasta la casa de su amante. Allí esperé a que el hombre volviera del trabajo para caer sobre él por sorpresa. Tras propinarle varios golpes, conseguí reducirlo y maniatarlo. En cierta forma, el hombre creía que, en mi condición de marido cornudo, mi ira estaba justificada, por lo que opuso menos resistencia de la que daban a entender sus músculos. Por lo menos era diez años menor que yo.
Tras desenfundar un cuchillo de hoja curva parecido al que Feng empleaba para amedrentarme, le dije:
—No me iré de esta casa hasta que no me cuente todos los secretos de su oficio. Si se resiste, le iré cortando los dedos uno a uno, hasta dejarle dos dedos en cada mano.
Si me decidí por esa cantidad era porque para los chinos el número cuatro era considerado de mal agüero, puesto que su pronunciación suena igual que la palabra muerte.
—Y si está pensado en delatarme a las autoridades, tenga en cuenta las consecuencias que podría acarrearle -proseguí-. No olvide que se ha estado acostando con mi mujer, y piense en cómo los supervisores imperiales interpretarían ese detalle. No me costaría convencerles de que usted formaba parte del complot, a cambio de recibir los favores sexuales de mi esposa. Si me delata, yo moriré, pero le aseguro que usted no correrá mejor suerte. Ahora tiene un minuto antes de que le ampute el primer dedo.
—Si le cuento lo que sé, ¿se marchará de Jingdezhen para siempre? — me interrogó.
—Tan pronto como haya escuchado lo que quiero oír. No volverá a verme ni a saber de mí. Tiene mi palabra.
—¿Y si los supervisores imperiales dan con su paradero y lo capturan intentando huir? ¿Qué será entonces de mí? — me preguntó.
Pensando en los supervisores imperiales, yo había dejado a la vista un resto de opio en la casa donde vivíamos, de modo que creyeran que mi ausencia del horno tenía relación con mi adicción a esa droga. Algo por otra parte muy habitual en China a pesar de las recomendaciones de las autoridades.
—Los supervisores no tienen por qué saber que he huido de Jingdezhen llevándome el secreto de la porcelana. En el supuesto de que me capturen, inventaré una excusa.
—Le aseguro que los supervisores imperiales tienen métodos infalibles para persuadir a los interrogados. Le seguirán y darán con usted más temprano que tarde. Y también le sacarán la verdad.
—En ese caso, tendrá que arriesgarse y confiar en mi buena suerte. Ahora decídase. Ya ha pasado un minuto. Para reafirmar mis palabras, le mostré mi mano amputada.
—Está bien. ¿Qué es lo que desea saber?
—Las medidas exactas que se emplean de caolín y de feldespato para crear la pasta de cerámica, y la temperatura a la que se cuece la porcelana.
Traté de ver en sus ojos si había algún atisbo de ira o de fanatismo que pudiera poner en peligro mi propuesta, pero a esas alturas estaban anegados de lágrimas. Tras unos segundos, se arrancó a hablar:
—Todo depende del número de veces que la pieza tenga que pasar por el horno. Si la pieza se hornea una sola vez, la pintura ha de aplicarse sobre la pasta de cerámica cruda...
—Soy pintor, de modo que conozco esa parte del proceso -le interrumpí.
—Comprendo. Hablemos entonces de las piezas que requieren mayores atenciones que son, además, las de mayor calidad. Antes de nada hay que lavar el caolín, expurgarlo de impurezas. Luego se muele, tamiza y amasa, hasta formar la base de la porcelana. Otro tanto se hace con el petuntse o feldespato, que hay que reducir a polvo por medio de un gran pilón movido por un molino de viento o por una rueda. Este polvo también hay que desleírlo en agua. El siguiente paso es el modelado y prensado en platos, tazas, fuentes y demás piezas. A continuación, se efectúa una primera cocción a una temperatura que oscila entre los seiscientos y los ochocientos grados Celsius, entre doce y quince horas. El resto ya lo conoce. Una vez que las piezas se han enfriado, se pintan o reciben el esmaltado, que consiste en aplicar capas de pintura con materiales fundentes. Y se vuelven a introducir en el horno. En esa ocasión la temperatura ha de alcanzar los mil quinientos grados, durante un período de catorce horas.
—¿Cuál es la proporción de pasta de arcilla y de feldespato para obtener una correcta vitrificación? — le pregunté.
—La proporción varía en función de la calidad de la porcelana que se quiera obtener. Además, olvida que a la mezcla de arcilla y feldespato hay que añadir también un poco de cuarzo. Entre siete u ocho partes de arcilla por una de material fundente garantiza una porcelana de gran calidad. En esta segunda quema, los esmaltes se funden y adhieren firmemente al barro. De esa forma, el caolín se convierte en un material indeformable. Las piezas que llevan calcomanías con figuras vegetales o animales requieren una tercera hornada algo más corta, a una temperatura de ochocientos o novecientos grados. Creo que eso es todo.
Guardé todos los secretos que me reveló el maestro hornero en mi cabeza, cargué con Jade y con la impedimenta sobre las espaldas, y huimos de Jingdezhen antes de que los supervisores imperiales fueran a nuestra casa a buscarme.
Nada más cruzar las murallas de la ciudad, me di cuenta de que en realidad no contaba con un verdadero plan de huida. Al menos no con uno que incluyera a Jade y a sus pies de loto dorado. Desde luego, era imposible que pudiera viajar hasta Cantón con ella a cuestas. Tras detenernos a descansar en las inmediaciones del horno de Hutiang, construido durante la dinastía Yuan hacía casi quinientos años y que ahora estaba abandonado, decidí dirigirme a la montaña Lushan y pedirle ayuda a Lüzi Hsi.
Por temor a ser encontrados, evitamos los caminos y las ciudades principales, por lo que no nos quedó más remedio que llevar una vida montaraz, comiendo bayas y raíces y durmiendo al raso. Todo lo cual me fue restando fuerzas para cargar a Jade, a pesar de que también ella se volvía cada día más ligera. Para colmo, últimamente había aumentado el número de pipas de opio, y ahora la droga empezaba a escasear y, dada nuestra situación, resultaba imposible encontrarla. Por no mencionar que cada pipa retrasaba nuestro avance unas cuantas horas. En cierta manera, podría decirse que el opio era para mí el equivalente a los pies de loto dorado de Jade. Un obstáculo. Un freno a nuestras pretensiones de avanzar lo más rápido posible.
Las zarzas y sarmientos de los campos de abrojos terminaron de convertir el camino en una alfombra de espinos. En esa situación, Jade era mi cruz y al mismo tiempo mi María Magdalena.
27
XVI
Tras pasar dos semanas sin apenas probar bocado, Jade tomó la decisión de poner rumbo a un pueblo donde buscar alimentos. Si accedí, fue ante la remota posibilidad de encontrar un poco de opio en aquella lejana región.
Nada más llegar a la aldea, fuimos detenidos por la escolta de un funcionario imperial que había llegado esa misma mañana. Temí haber caído en una trampa. Sin embargo, se trataba de un joven funcionario que se dirigía a una provincia del sur para tomar posesión de su cargo. Uno de esos jóvenes que acababan de ser nombrados por el mismísimo emperador delante de la Puerta de la Paz Celestial. Iba además acompañado por un viejo eunuco que se dirigía a su lugar de nacimiento, donde había comprado un templo para ser enterrado. Formaban una pareja de lo más pintoresca.
Nuestra situación física, unida al estado andrajoso de nuestras vestimentas, me proporcionó la coartada perfecta para hacerme pasar por un labriego al que las inundaciones habidas durante los últimos inviernos habían dejado sin trabajo.
Dada la importancia social de la clase campesina y el interés del joven funcionario por aquellas cuestiones que afectaban directamente a la marcha del Imperio, fuimos bien acogidos.
Al cabo, el joven funcionario centró su atención en mí; en tanto que el eunuco hizo buenas migas con Jade.
—¿Y esas aguas, no hay forma humana de retirarlas de los campos? — me interrogó el funcionario.
Me puse a temblar ante la posibilidad de que a continuación me saeteara a preguntas relacionadas con las labores del campo o, simplemente, que se extrañara de la falta de callosidades de mis manos. Así que traté de recordar aquellos proverbios y aforismos que conocía y que hacían alusión a bueyes, yuntas, cosechas y sembrados.
—No, y ya se sabe que el cielo nublado cierra completamente el camino a los hombres -solté.
La cara que puso el joven dejó a las claras que nada sabía de cuestiones que tuvieran que ver con el cultivo de la tierra.
—¿Cómo perdió los dedos que le faltan en la mano izquierda? — me preguntó a continuación.
—Me los aplastó la pata de un buey mientras sembraba arroz -respondí.
Afortunadamente, el joven acababa de separarse de su familia por primera vez y su pensamiento aún permanecía en Pekín, junto a sus seres queridos, así que con un tono de voz a la vez orgulloso y melancólico, dijo:
—Mi padre también es funcionario de la corte imperial. Mi familia vive en un siheyuan del hutong de Ju'er.
Siheyuan era el nombre que recibían unas viviendas típicas de Pekín, y la palabra hutong hacía referencia a los callejones en torno a los cuales estaban ordenadas ese tipo de casas. Yo no conocía Pekín, pero todo el mundo hablaba de la hermosura de algunos de los hutong próximos a la Ciudad Prohibida.
—Le he pedido a Wen-Chang que mis informes sean del agrado del emperador, y que eso me sirva para regresar a la corte en pocos años -añadió.
Wen-Chang era el patrono de los letrados y académicos. Según la tradición, se había reencarnado setenta y tres veces y siempre como funcionario de alta jerarquía, un funcionario honesto y benévolo, por lo que ahora, dentro del panteón taoísta, se encargaba de la lista de los futuros funcionarios de la corte.
En cuanto al eunuco o huagmen (palabra que significa «puerta del palacio», y que hace alusión a la influencia de los eunucos en el interior de la Ciudad Prohibida), se quedó prendado de la belleza de Jade. Tanto que le aseguró que de tener cinco o seis años menos, hubiera superado sin problemas las pruebas para convertirse en concubina del emperador, una suerte de exámenes en los que anualmente participaban miles de jóvenes procedentes de todos los rincones del imperio, y que sólo aprobaban tres o cuatro docenas. Durante la segunda noche, Jade le preguntó al eunuco qué proceso seguía el emperador para hacer llamar a una de sus concubinas, habida cuenta su elevado número, a lo que éste respondió:
—Muy fácil. Frente al cuarto imperial hay una mesa sobre la que descansan las tabletas de jade con el nombre de las esposas y concubinas. Cuando el emperador quiere mantener un encuentro íntimo con una de ellas, da la vuelta a la tablilla. A continuación, el jefe de los eunucos lleva a la elegida al cuarto envuelta en una túnica de color rojo. Naturalmente, la mujer va desnuda y perfectamente bañada, depilada y perfumada. Por último, la dama, que al entrar en la alcoba es arrojada a los pies de la cama, tiene que gatear hasta encontrarse con su Celeste Majestad. Pero hay concubinas que jamás son llamadas por el emperador y que viven solas como hermosos pájaros en jaulas de oro. Ser concubina es un gran honor, pero también supone un gran sacrificio.
El día que nos separamos, me di cuenta de que el eunuco llevaba consigo una cajita de plata de la que no se separaba nunca. Le pregunté a Jade si sabía algo sobre aquella caja. Lo que me dijo me dejó de una pieza.
—En esa caja guarda sus genitales. Los eunucos no pueden ser enterrados en cementerios normales por no tener el cuerpo entero, así que muchos guardan los testículos amputados para ser enterrados con ellos. De esa forma creen engañar a los dioses.
Luego abrió una de sus manos, en cuyo interior guardaba una pequeña bola de color oscuro. Por un instante, temí que le hubiera robado un testículo al eunuco, pero al instante reconocí la forma y el aroma del opio.
—¿Cómo lo has conseguido? — le pregunté.
—Quien cree poder engañar a los dioses, también cree poder engañar al emperador -me respondió.
—De modo que el opio también ha llegado a la Ciudad Prohibida -observé.
—En la Ciudad Prohibida es precisamente donde está permitido todo aquello que está prohibido -me hizo ver Jade.
28
Böttger tardó tiempo en comprender que Augusto jamás le concedería la libertad, al menos en el sentido que él daba a esa palabra. Por lo pronto, podía sentirse libre por el hecho de estar vivo. Todo un logro para un alquimista en aquellos tiempos. Y si estaba vivo, era gracias a la porcelana. En consecuencia, a partir de entonces, Böttger dedicó su existencia a encontrar la forma de fabricar una porcelana de un blanco excelso. Mandó construir un gigantesco horno en las entrañas de Albrechtsburg, tan enorme que las paredes del castillo tenían que ser continuamente regadas para evitar un posible incendio. Y en él se encerró con sus pocos ayudantes. Casi podría decirse que no se conformaba con observar lo que ocurría en el interior de aquel horno, sino que lo vivía desde dentro en primera persona. Era como si hubiera decidido purificarse con aquel fuego, al que incluso permitía que lamiera sus raídos ropajes. Cualquiera que lo hubiera visto actuar, hubiera llegado a la conclusión de que su intención era metamorfosearse en una figura de porcelana. Böttger era ahora el dios Vulcano laborando en su fragua. Y si alguien se le acercaba para preguntarle algo o prevenirle del peligro que corría, recibía siempre la misma respuesta:
—Ardió tu cadáver adornado con vestidura de dios, con gran cantidad de ungüento y de dulce miel, agitáronse con sus armas multitud de héroes aqueos, unos a pie y otros en carros, en torno de la pira en que te quemaste; y produjose un gran tumulto. Después de que la llama de Hefesto acabó de consumirte, ¡oh, Aquiles!, al apuntar el día, recogimos tus blancos huesos y los echamos en vino puro y ungüento frente a su fragua.
Eran unos versos de la Ilíada de Homero, que por alguna razón la proximidad con el fuego le había hecho recordar. Después de todo, como Aquiles, también él tenía algo de héroe iconoclasta.
Pese a que la temperatura en aquel horno era sencillamente insoportable, y a que una densa neblina cubría cada rincón de la estancia, dificultando enormemente la respiración y la visión de quienes allí trabajaban, los progresos no dejaron de sucederse. Para empezar, descubrió que el caolín procedente de una mina de Aue, pequeño pueblo de la provincia de Voigtland, era mucho mejor que el de Colditz, al menos en lo tocante al moldeado y a la blancura.
Augusto, que ahora seguía con mayor atención los trabajos de su prisionero, comenzó a contemplar seriamente la posibilidad de dar un paso adelante y fundar una fábrica de porcelana con la que no sólo ganar dinero, sino también prestigio. Pero para asegurarse de que no daba un paso en falso, creó una comisión compuesta por altos funcionarios de la corte para vigilar los avances del alquimista.
Böttger, dotado de una cualidad innata para fingir optimismo en las situaciones más difíciles, fue convenciendo a los miembros de la comisión de las bondades y beneficios de su descubrimiento. Además de riquezas, buscarían fabricar obras de arte que el mundo admiraría boquiabierto. Los nombres de Sajonia, de Meissen y de su señor Augusto correrían como un reguero de pólvora de un extremo a otro del orbe, para terminar estallando en los delicados oídos del mismísimo emperador Kangxi.
Poco importó que las propiedades vítreas de la porcelana que fabricaba en Albrechtsburg no pudieran compararse con las de la porcelana china, pues seguía utilizando el alabastro como fundente en vez del feldespato. Augusto terminó por acceder.
El 23 de enero de 1710 un edicto real fue colocado en las puertas de todas las iglesias de Sajonia. En cuatro idiomas (alemán, holandés, francés y latín) se anunciaba la fundación de una manufactura de porcelana en la ciudad de Meissen, y el rey invitaba a los inversores privados que pudieran estar interesados a tomar parte en dicha empresa.
La proclama de Augusto, empero, no tuvo ningún éxito, a pesar de que ofrecía un interés del seis por ciento además de otras prebendas, por lo que tuvo que ser él mismo quien corriera en solitario con todos los gastos.
Por alguna extraña razón, el hado se empeñaba en unir los destinos de aquellos dos hombres para siempre, obligándolos a arriesgar lo que cada uno más apreciaba: Böttger, la vida; Augusto, el capital. Böttger era el cuerpo de la porcelana; Augusto, el hueso.
29
XVII
En Guling, Lüzi Hsi se hizo cargo de nosotros. Mi dependencia del opio y el estado de mis pies me obligaron a guardar reposo durante unos cuantos días. Como resultaba muy arriesgada mi presencia en el poblado, Lüzi Hsi me hizo trasladar hasta la Cueva de los Inmortales, un antiguo refugio de alquimistas de difícil acceso que ahora era utilizado como templo y lugar de meditación. Un monje del templo Donglin, perteneciente a la secta budista de la Tierra Pura, se encargaba de alimentarme, mientras que yo mismo me ocupaba de preparar las pipas de opio. En las dos semanas que duró mi estancia en aquel lugar, el hombre no profirió una sola palabra, ni siquiera cuando yo me dirigía a él. Pasaba las horas sentado en posiciones inverosímiles, meditando, y a veces tenía la impresión de que la sangre había dejado de circular por sus venas. Pero como todo santón que lo es por méritos propios, emergía de su sueño a conveniencia a la hora de mi almuerzo. No puedo juzgar la escena siendo parte integrante de la misma, pero me hubiera gustado poder contemplar desde fuera los lapsos de tiempo en que su meditación coincidía con mi cuerpo desmadejado por los efectos del opio. Dos clases de quietud provocadas por motivos distintos. Mientras que a él le movía la renuncia al mundo de los sentidos, lo que yo buscaba era transformar mis sentidos en un espejismo que de alguna forma me permitiera escapar de la realidad.
De regreso a Guling, me encontré con una desagradable sorpresa: Lüzi Hsi había obligado a Jade a viajar en un palanquín que cargaban cuatro porteadores, pues, según él, su presencia entorpecía mi huida y ponía en peligro el éxito final de la operación. Además, para librarme de las pruebas que pudieran incriminarme en un delito que podía costarme la vida en el supuesto de ser detenido, le había entregado las ocho piezas de pasta de cerámica cruda y a medio cocer que yo guardaba como un tesoro.
—Le serán devueltas en Cantón -concluyó.
—¿Y si la detienen a ella? Habré perdido la mitad de mi hallazgo.
—No es a ella a quien buscan los supervisores imperiales, sino a usted.
La ambigüedad sobre quién lo haría y dónde me serían devueltos aquellos trozos de cerámica, me llevó a la conclusión de que había perdido a Jade para siempre. En Cantón, sería entregada a Feng, y éste se encargaría de no permitirme que la volviera a ver.
Tenía que reconocer que, aunque contraria a los deseos de mi corazón, la medida de Lüzi Hsi tenía sentido, así que tuve que resignarme y avenirme a entrar en razón.
Aún tuve que aguardar unos cuantos días hasta que Lüzi Hsi completó un itinerario propicio para mi viaje a Cantón. Un intervalo de tiempo que bastó para que cayera en la melancolía y, con la excusa de librarme de ella, aumentara el número de pipas que me fumaba cada jornada. Con todo, acabé sucumbiendo al cerco de la soledad porque, simplemente, añoraba a Jade. Incluso cuando estaba fumado, mi mente no respondía quedándose vacía. No, en un lugar indeterminado de mi cerebro surgía la imagen de Jade como si se tratara de una aparición, con su halo de luz ovalado enmarcando su cuerpo. En realidad, aquella imagen era la demostración de que mi amor se había vuelto tanto o más adictivo que el opio.
Mi estado se deterioró hasta el extremo que Lüzi Hsi se vio obligado a rehacer su plan y buscar a alguien que pudiera ocuparse de mí durante el viaje. Escogió a un joven chela, un estudiante de uno de los monasterios budistas de la montaña de Lushan. Semejante elección me obligó a vestir la túnica azafrán y hacerme pasar por monje. Lo cierto era que el plan estaba lleno de ventajas. Por lo pronto, me permitió cortarme la coleta manchú. Además, pude fingir haber realizado un voto de silencio, de modo que era el chela quien se encargaba de buscar a alguien dispuesto a llenar nuestras escudillas de arroz y a darnos de beber una taza de té. Yo no tenía que abrir la boca y, en numerosas ocasiones, ni siquiera me veía obligado a entrar en la aldea o en la ciudad de turno.
El viaje, empero, se hizo interminable, y ni siquiera sé cuántas jornadas duró. Sólo recuerdo que, de vez en cuando, le echaba un vistazo al itinerario que Lüzi Hsi había preparado, una especie de mapa donde aparecían escritos los nombres de las ciudades principales de nuestro recorrido, y que debíamos evitar a toda costa: Pucheng, Zhenghe, Nanking, Minquing, Quanzhou -todas estas en la provincia de Fujian- y Raoping y Huiyang en la provincia de Guangdong.
La elección de la ruta de Fujian por parte de Lüzi Hsi no fue casual. La mitad de la provincia estaba aislada del resto del país por causa de su orografía, y cada núcleo de población hablaba su propio dialecto local. La incomunicación equivalía a una mayor seguridad. En Quanzhou, además, era donde estaban supuestamente mis orígenes, con lo que en Fujian mi aspecto no desentonaba tanto como en otras provincias, habida cuenta el gran número de descendientes de comerciantes árabes y persas que vivían en aquella región.
Pero en las montañas de Fujian el viento mordía con dientes de lobo, y el frío era tan intenso que ni mi túnica azafrán ni mi tejido adiposo eran suficientes para hacerme entrar en calor. Pasábamos días enteros caminando por incómodas hijuelas o buscando trochas para no tener que pasar por tal o cual sitio que pudiera resultar peligroso. Estas largas caminatas me dejaban tan exhausto que mis pasos se volvían tardos y eso obligaba al chela a tirar de mí. Por las noches, mis sueños eran tan agitados como un mar proceloso. Los hatos de los pastores que encontrábamos por el camino se convertían en improvisados hogares. Al despuntar el alba, con la tierra aún húmeda por el rocío o la escarcha, emprendíamos la marcha de nuevo. Con todo, algunos días las fuerzas me abandonaron. Y allí, en medio de un bosque o de un calvero, sentía la inutilidad de tanto esfuerzo. «Huir -pensaba- es una clase de esclavitud tan indigna como la que convierte a un hombre en propiedad de otro.»
A veces, cuando escaseaba la comida, mataba el hambre con una pipa de opio, pero por regla general procuraba mantenerme alejado de la droga, para no ralentizar nuestro avance más de lo que lo hacía el terreno; algo que me costaba un esfuerzo tan ímprobo como trepar por la ladera de una montaña. A falta de Jade, el opio era lo que más deseaba en el mundo.
Un día, en las cercanías del puerto de Quanzhou, nos cruzamos con una caravana de mercaderes que se dirigían al interior del país. Entre ellos viajaban varios hombres que, a pesar de la coleta manchú y unos ojos rasgados, tenían facciones típicamente caucasianas. Eran descendientes de los marinos árabes. El descubrimiento me indignó en vez de satisfacerme, pues comprendí que las amputaciones de Gu Feng habían sido del todo innecesarias. Ni siquiera los ocho dedos tenían el valor supersticioso que Feng les atribuía.
En cuanto al joven chela, era el perfecto lazarillo. Sólo por su solicitud y paciencia hubiera merecido ascender a la categoría de santo. En ocasiones, descubría a mi joven guía observándome con la hondura psicológica de quien es capaz de ver (al margen de su agudeza visual) lo que no se aprecia a simple vista. Era como si tuviera el don de ver mi nariz reconstruida, protuberante, y mis párpados sin cicatrices ni abultamientos, tal y como eran antes de los ataques de Gu Feng. Pero era un joven discreto, parco en palabras y generoso en atenciones, de modo que aquello que intuía que pudiera haber detrás de mis amputaciones y heridas nunca tenía su refrendo en preguntas o en comentarios indiscretos. Se limitaba a sonreír afablemente como un Maitreya, el buda riente.
Una tarde, mientras descansábamos contemplando el vuelo rasante de un par de grullas, le pregunté su nombre. Me respondió ufano:
—He renunciado a él. Los nombres enaltecen la vanidad de la misma manera que el maquillaje de polvo de arroz realza la belleza de la mujer.
Desde luego me sorprendió su respuesta, sobre todo porque ponía a las claras que nada de provecho esperaba de este chenshi, término que empleaban los budistas chinos para designar el mundo sucio y polvoriento por el que transcurrían nuestras vidas.
Entonces pensé que si yo hubiera aprendido antes el valor intrínseco que tenía la renuncia, nunca hubiera llegado a verme en aquella situación. Para empezar, sólo con renunciar a mi honor hubiera bastado para no mancharme las manos de sangre. Y con las manos limpias, no me habría visto obligado a huir de España. Sí, el honor no implica un comportamiento honorable, de la misma manera que un hombre de virtuosas palabras no es siempre un hombre virtuoso.
30
XVIII
El chela había recibido la orden de encontrarse con Yuan en Cantón. Entre tanto, yo debía esperar en las afueras de la ciudad. En cambio, mi deseo por reencontrarme con un lugar familiar era tan grande que le propuse a mi joven guía que me permitiera esperar en el local que yo poseía en la calle de las Trece Factorías. No en vano, el barrio europeo quedaba extramuros, y dada la densidad de habitantes y embarcaciones del barrio flotante, era el mejor lugar para pasar desapercibido.
Me congratuló sobremanera comprobar que la ciudad de Cantón seguía oliendo a gallina hervida aromatizada con los efluvios de betel que emanaban del suelo.
Como en su día le había entregado las llaves a Lu Fu, para que él y los hombres pudieran refugiarse en el almacén hasta que dieran con el medio para regresar a Manila, encontré la puerta abierta. Los únicos signos visibles de que aquel local había servido para almacenar porcelana eran las envolturas de paja de arroz. Habían sido desplegadas sobre el suelo, y eso me llevó a suponer que habían sido utilizadas como catres por mis hombres. ¿Dónde estarían? ¿Qué habría sido de ellos?, me pregunté. La vaciedad del local me hizo pensar en mi estado de ánimo, que el opio, el hambre y el camino habían consumido. Luego me tumbé sobre una de las envolturas y me tapé con otra. Hacía tiempo que no apoyaba mi cuerpo sobre una superficie tan mullida. Estaba cansado y me sentía como una frágil pieza de fina porcelana que necesitara ser protegida frente a los peligros del viaje: manos rudas de estibadores, mares embravecidos, la descarga en remotos puertos, el viaje en carros por polvorientos caminos... Un minuto después de arroparme, me quedé dormido.
Cuando abrí los ojos, Yuan me sostenía entre sus brazos.
—¡Oso, qué alegría me da verte con vida! Aunque no pareces la misma persona. ¿Qué le ha pasado a tu nariz? ¿Y a tus ojos?
Alcé mi mano amputada para que también la viera.
—¡Por todos los dioses de China! — exclamó a continuación.
Su rostro se había arrugado y endurecido en este tiempo, y su piel me pareció más amarilla que de costumbre. Las uñas, en cambio, permanecían intactas: largas y lustrosas.
—Una belleza con defectos y tachas, ¿recuerdas la frase que siempre repetías? Es una historia demasiado larga, amigo Yuan, y ahora sólo quiero descansar -le dije, aferrándome a sus antebrazos.
—Nada ensombrece el semblante tanto como el cansancio. Aunque a decir verdad, ni siquiera pareces la misma persona.
—No soy la misma persona. Todo lo que soy ahora se lo debo en parte a Gu Feng -admití.
Tuve que hacer un gran esfuerzo para que mi voz no se quebrara por la emoción. En realidad, tenía unas ganas enormes de llorar. Pero no era el momento para lamentarse, menos aún para sollozar. De hecho, nunca lo era. En mis circunstancias, un desfallecimiento, aunque fuera leve, podía dar lugar a una rendición incondicional. Algo que cada vez veía más cerca, teniendo en cuenta que hacía tiempo que había perdido la capacidad de reconocerme a mí mismo.
—Yo te traeré comida y mantas. También me ocuparé de cerrar el trato con la nao que ha de llevarte de regreso a Manila. Hemos tenido que contratar los servicios de un pirata que te recogerá en uno de los islotes del estuario del río de las Perlas. Podrás partir en el plazo de una semana -dijo Yuan, poniendo de manifiesto una vez más su capacidad organizativa.
La familiaridad del lugar y la compañía de mi amigo me hicieron sentir nostalgia del pasado. Deseaba poder rescatar viejas sensaciones, antiguos sentimientos que me ayudaran a recuperar el tiempo perdido, a pesar de que yo era consciente de que algo así no era posible.
—¿Cuánto tiempo ha transcurrido? — le pregunté.
—¿A qué te refieres?
—¿Cuánto tiempo hace que me marché de Cantón?
—Han pasado casi dos años, Oso. Pero ¿cómo es posible que ni siquiera lo recuerdes?
Mi silencio, unido a mi extrema delgadez y a mi respiración cansina y enfermiza, me delató.
—¿Opio?
—Gu Feng me lo hacía fumar como anestésico, o simplemente porque quería dominar mi voluntad, no lo sé. Luego se volvió un hábito y más tarde una adicción.
—Los vicios vienen como pasajeros, nos visitan como huéspedes y se quedan como amos -dijo Yuan, rescatando un viejo aforismo-. ¿Cuántas pipas fumas al día?
—Demasiadas para que la situación sea reversible.
—¿Y qué hay de tu secreto? — se interesó.
—Guardado en algún lugar de mi cabeza.
—¿Podrás recordarlo? — me preguntó sin ocultar cierta preocupación.
—Jamás podría olvidar lo que he vivido. No te preocupes.
—El señor Gu Feng me dio esto para que te lo entregara. Se trata de un collar la mar de extraño. Parece un abalorio de cuentas de porcelana.
Yuan me mostró una gargantilla confeccionada con los trozos de cerámica que Jade se había encargado de transportar hasta la ciudad de Cantón.
—En efecto, se trata de un collar de cuentas de cerámica cruda y a medio cocer. Tuve que tragarme cada fragmento para poder sacarlos del horno donde trabajaba.
—Comprendo.
Súbitamente sentí la necesidad de sincerarme, de expresar lo que pensaba delante de Yuan. No en vano, su ayuda me era imprescindible para llevar a cabo mis planes.
—No pienso marcharme sin la joven. Se lo prometí -reconocí.
Los ojos asombrados de Yuan se adelantaron a su pregunta:
—¿Y cómo piensas rescatarla? Además, ni siquiera puede dar un paso.
—Yo me encargaré a su debido momento.
—Gu Feng te matará antes que permitir que te lleves a la muchacha -me advirtió.
—Los Ocho Trigramas no lo verían con buenos ojos. Para que Kangxi sea derrocado, yo he de llegar con vida a Manila y hacer público mi descubrimiento. Gu Feng lo sabe. Me colaré en su casa por sorpresa, le moleré a golpes, y cuando haya conseguido reducirlo, le cortaré dos dedos, le amputaré la nariz y le rasgaré los párpados de los ojos. Luego me llevaré conmigo a la muchacha. Para cuando eso ocurra, tú tendrás una embarcación preparada que me traslade hasta el barco de ese pirata, y todo habrá acabado.
—Veo que has pensado tu venganza hasta el último detalle.
—No he hecho otra cosa en los dos últimos meses. Pensar en la venganza era lo único que calentaba mi sangre en las montañas de Fujian.
—Confucio dijo que aquel que domina la ira, controla a su peor enemigo -observó-. Oso, el afán de venganza es comparable a tratar de calmar la sed con agua de mar. Pero un hombre que sólo beba agua de mar muere enloquecido antes de ver saciada su sed.
Pese a que Yuan no aprobaba mi plan, comprendía que mis heridas eran lo suficientemente lesivas como para que yo deseara tomarme la justicia por mi mano, máxime cuando no podía recurrir a la justicia china. Lo más paradójico de todo era que tampoco Feng podría hacerlo, puesto que yo no existía a efectos legales. Yo era un fantasma al que él había amputado dos dedos, un trozo de la nariz y sajado los párpados. Y según creían los chinos, nada había más peligroso que un fantasma para un hombre vivo.
Luego Yuan le echó un vistazo al local.
—¿Crees que aquí estarás seguro?
—No te preocupes. Tengo mi propia «puerta de la paz».
China era un país convulso, con una poderosa clase campesina que no se arredraba cuando la tierra daba malas cosechas, de modo que los ricos solían tener en sus casas una puerta para escapar, un vano secreto que era conocido como la «puerta de la paz», eufemismo que pretendía atenuar la cobardía de las clases pudientes. A tenor de la delicada situación en que vivía la colonia extranjera, siempre a expensas de los cambios de humor del emperador, yo también tenía mi puerta para escapar en caso de que fuera necesario.
—Aún he de pedirte una cosa más. Quiero que me traigas una «esposa de bambú» -le solicité.
—¿Una «esposa de bambú»? ¡Pero si acaba de empezar el «despertar de los insectos»! Aún no ha llegado la época calurosa -me replicó.
De entre los veinticuatro períodos climáticos en que estaba dividido el año chino, el que comenzaba en la primera semana de marzo recibía ese nombre.
—Lo sé. Tú tráemela. También necesito un cuchillo bien afilado y unas cuerdas.
Mi estado físico obligaba a Yuan a ser indulgente conmigo. Además, tenía un carácter bondadoso y un corazón benigno, sobre todo a la hora de enjuiciar los pecados ajenos, así que acabó asintiendo en señal de que satisfaría mis peticiones.
—Confucio dijo que el hombre que sabe lo que es justo es el hombre que ama lo justo. Prométeme que pensarás en esa frase antes de actuar -dijo.
Esta vez fui yo quien asintió.
Cuando lo vi marchar, comprendí que en todo este tiempo no sólo había echado de menos su forma recta de caminar, sino también la rectitud de su proceder.
31
XIX
Me aposté delante de la casa de Gu Feng hasta la hora del chou o búfalo, un rato después de la medianoche. Iba pertrechado con una «esposa de bambú» de tres dedos de grosor, cuerda y un cuchillo. Luego trepé por el balcón hasta la segunda planta y me colé en la casa sigilosamente. Avancé a ciegas por el interior tratando de recordar dónde se encontraban los biombos que servían de tabiques. Los gemidos de Feng mientras fornicaba anulaban el ruido de mis pisadas y alimentaban mi odio. Me situé detrás del biombo que daba paso a la alcoba, y allí aguardé en silencio hasta que le sobrevino el estremecimiento del orgasmo. En cuanto eso ocurrió, caí sobre él y, tomando como referencia sus nalgas, puesto que aún permanecía encima de Jade, le propiné un fuerte golpe en los testículos con la «esposa de bambú». Fue como hundir un remo en el agua. De su garganta brotó un rugido de dolor que era también una pregunta. Encontró la respuesta cuando giró la cabeza y trató de reincorporarse. Entonces le propiné dos nuevos golpes, uno en la base del tabique nasal y otro en la sien derecha.
Sonó un chasquido y su pesado cuerpo se derrumbó sobre el de Jade, que para entonces ya había tomado la precaución de encoger las piernas. Aparté el cuerpo de Feng ayudándome con una pierna y con la vara de bambú, me cercioré de que había perdido el conocimiento y le tendí la mano a Jade para que pudiera incorporarse. Temblaba como una hoja de otoño antes de caer del árbol, y sus ojos estaban tan abiertos e inmóviles por la sorpresa que parecía que alguien se los hubiese pintado en el rostro.
—Prometí que te ayudaría a huir, ¿no lo recuerdas? — le dije.
En realidad no se lo había prometido, sólo se lo había propuesto, pero mi presencia en aquella casa requería algo más que lo dicho en una vaga conversación de alcoba. Temía que a estas alturas ya no deseara reanudar nuestra relación, así que durante unos segundos mi corazón permaneció parado por la angustia.
Jade respondió a mis palabras frunciendo los labios a modo de sonrisa. Una fina línea que, conforme se fue arqueando, dejó a la vista unos dientes blancos, pequeños y redondos como perlas. Era la primera vez que me enseñaba la dentadura, y lo interpreté como una muestra de su infinito agradecimiento. Luego recompuso su cheongsam de seda rosa con su coquetería característica.
—Coge lo que necesites. Mientras yo me encargaré de Gu Feng -añadí.
—¿Vas a matarle? — me preguntó.
Había pasado buena parte de la noche deshojando esa margarita, hasta que llegué a la conclusión de que el odio que sentía por Feng era tan profundo que me impedía matarle. La muerte hubiera sido una forma de acabar con sus sufrimientos, y lo que yo deseaba precisamente era que padeciera.
—Me gustaría, pero no soy un asesino. No, mi intención era hacerle lo mismo que él me hizo, pero he pensado que bastará con narcotizarle. Cuando despierte, descubrirá que ha perdido su bien más preciado: a ti.
—Quiero que le mates. Si no lo haces tú, lo haré yo.
Me sorprendió la firmeza y la determinación de su voz, que denotaban convencimiento y seguridad en sí misma.
—Dentro de una hora serás una mujer libre; en cambio, si matas a Gu Feng, su fantasma te perseguirá allí donde vayas -le hice ver.
La posibilidad de que algo así ocurriera frenó a Jade. El temor que sentía por los fantasmas era aún mayor que el odio que le profesaba a Feng.
—Está bien. Haremos lo que tú digas -aceptó.
—Acércame la parafernalia del opio, por favor.
Jade obedeció con su habitual solicitud, que adornó con sus pasos cortos y cimbreantes.
—Ahora ve a preparar tus cosas. No tenemos mucho tiempo.
Cuando Jade salió de la habitación, maniaté a Feng y preparé una pipa con una dosis doble de opio. Luego le fui dando pequeños golpes en el rostro hasta que recuperó la conciencia.
—¿Qué demonios hace usted aquí? Ya tenía que haber abandonado China -balbució.
Tenía el tabique nasal roto y sangraba profusamente. Además, estaba desnudo, atado de pies y manos, de modo que tenía el aspecto de un animal preparado para el sacrificio.
—Zarpamos dentro de dos horas.
Que yo empleara el plural no pasó desapercibido a Feng, que ahora me miró como lo que yo era: su enemigo más acérrimo. Un súbito brote de cólera hizo que su rostro enrojeciera. La rabia se tornó en ira cuando intentó librarse sin éxito de los cordajes. Verse a mi merced era sin duda lo más humillante que podía ocurrirle.
—¿Zarpamos? ¿A qué se refiere con eso de «zarpamos»? — bramó.
Ahora eran sus ojos los que ardían.
—Jade y yo, Gu Feng. Me llevo a la muchacha, y usted no podrá hacer nada para impedirlo. Quiero que fume esta pipa. Si se niega, no tendré más remedio que hundir le este cuchillo en el estómago. Morirá lentamente, desangrado.
—No le creo capaz de matarme -dijo desafiante, al tiempo que escupía sangre.
Pensé que, gracias a él, yo también conocía el sabor acerbo de la sangre.
—Tal vez tenga razón. Pero se olvida de la muchacha. Si no lo hago yo, lo hará ella. De modo que si quiere salvar la vida, no le queda otra opción que obedecerme.
Si bien Feng dudaba de mi valor para cometer un crimen a sangre fría, en cambio estaba seguro de que el odio que Jade le profesaba era tan puro como el oro de veinticuatro quilates.
—De acuerdo, fumaré -claudicó.
Le acerqué la pipa a la boca. La rabia, que había crecido en su interior como un monstruo, le hizo aspirar el humo de una bocanada.
—Le traeré un emplaste de agrimonia para la hemorragia. El opio hará el resto. Cuando despierte, habremos desaparecido de su vida para siempre.
—Nunca será suya. Nunca se entregará a usted por completo. El corazón de Jade habla la lengua nushu, un idioma que no conoce ningún hombre -me advirtió.
—No deseo que sea mía. Me conformo con que me deje amarla. Con eso me basta -expuse.
De nuevo fue Jade quien se ocupó de preparar el remedio. Entre tanto, yo me quedé vigilando a Feng, con la «esposa de bambú» en posición de ataque por si se revolvía o realizaba algún movimiento extraño. Me sorprendió su capacidad para soportar el dolor sin quejarse, aunque su semblante hierático había empezado a contraerse.
—Si se la lleva, estaré condenado a ser de nuevo un Sian Kou, ¿no lo comprende? — dijo en un último intento por hacerme cambiar de opinión.
—Se equivoca, Gu Feng. Usted nunca ha dejado de ser un Sian Kou. Su alma y su mente todavía viven en Nan-Fou.
—¿Ha dicho usted Nan-Fou? Usted y yo tendríamos que habernos conocido en Nan-Fou. Sí, en Nan-Fou las cosas eran diferentes... Allí había un estanque de peces dorados, y los más hermosos jóvenes del país, todos diestros en «la pasión de la manga cortada»...
Permanecí a su lado hasta que el opio quebró su voz definitivamente.
Jade aguardaba de pie, junto al biombo que separaba la alcoba de Gu Feng del salón de la casa. Había hecho un hatillo con sus pertenencias y llenado el enfaldo de su cheongsam hasta el punto de parecer una joven en estado de gravidez. Por último, como ya había hecho el día de nuestra huida de Jingdezhen, la cargué a ella y a la impedimenta sobre las espaldas.
Cuando embarqué en la chalana que había de llevarnos hasta el delta del río de las Perlas, era consciente de que jamás volvería a pisar suelo chino. Por tal motivo, le dije a Yuan que preparara un documento de cesión a su favor del local que yo poseía en la calle de las Trece Factorías.
—Podrás alquilárselo al europeo que venga a sustituirme -le dije.
—Tal vez no venga ningún europeo después de que difundas el secreto que te llevas de China -me replicó.
—Te equivocas, Yuan. China es una vaca con las ubres demasiado llenas para que los europeos renuncien a ella.
Luego se sucedieron los abrazos y las palabras de alabanza. Incluso Yuan dejó caer la posibilidad de visitar las Filipinas, ya que se sentía cada vez más identificado con la fe católica, y un jesuita de Cantón le había hablado de la veneración que los chinos cristianos del archipiélago sentían por el Santo Niño de Cebú.
Antes de despedirme de él para siempre, le dije:
—Encontrarás a Feng maniatado y narcotizado, pero intacto; bueno, con alguna magulladura y algún hueso roto. Encontré agua fresca en un pozo y pude calmar mi sed de venganza.
El primer contacto con el mar atemorizó a Jade, que nunca se había visto en una situación parecida. El vaivén de las olas, el cabeceo de la embarcación y las diminutas escamas que la salobridad pegaba a su cuerpo, la hacían sentir insegura. Pero en cuanto los remeros comenzaron a bogar y la brisa de la noche acarició su piel y enredó su cabellera, comprendió que aquella superficie inmensa e inestable guardaba en su seno el secreto de aquello que llevaba tanto tiempo anhelando: la libertad.
Me quedé de una pieza cuando al abarloar con el navío que había de trasladarnos a Manila, y que permanecía con el ancla echada en la rada de un islote, comprobé que se trataba de El Batavia. Había sido remozado, su aspecto era, por así decir, más oriental, el velamen era diferente al original, pero se trataba de mi barco.
Subí a bordo sin haberme repuesto aún de la conmoción que me causó el descubrimiento, pero ansioso por saber cómo El Batavia había caído en poder de piratas chinos. Tras pasar por las manos de una docena de hombres de piel tan oscura y untuosa como la superficie del mar, fuimos conducidos en presencia del capitán. El hombre me observó con curiosidad, y yo hice lo propio con él, aprovechando que un haz de luz de la lantina caía directamente sobre su rostro. Unos segundos más tarde, cuando reconocí a la persona que se ocultaba debajo de un pañuelo de seda, y de cuyos lóbulos colgaban sendos aros de oro, el símbolo que los piratas empleaban para señalar que habían circunvalado el globo terráqueo, aunque fuera mentira, dije:
—Cuando malo negocio, come nugaw, pero cuando bueno negocio, patay manok. ¿Qué tal estás, Lu Fu? ¿Todavía tratando de llegar a Manila?
A pesar de su feroz aspecto, en su rostro se dibujó una expresión de miedo cuando creyó ver en mí a un fantasma.
—¿Eres ikaw -tú-, señor Ossorio? — me preguntó, al tiempo que me tocaba para cerciorarse de que, en efecto, no hablaba con un espectro.
—Sí, soy yo, Lu Fu.
Me alegró saber que El Batavia, después de todo, estaba en buenas manos. Por alguna extraña razón, sentí la necesidad de pedirle disculpas, como si yo fuera el causante de aquella situación. Si Lu Fu y el resto de mis hombres habían acabado siendo piratas era debido a mí. Pero no encontré las palabras precisas. El «español bambú» que hablaba Lu Fu era demasiado esquemático para que comprendiera una idea tan compleja como la culpa. Luego me llegó un intenso olor a opio.
—¿Anfión? ¿Comercias con anfión? — pregunté.
Lu Fu asintió.
—Bueno negocio, patay manok -dijo.
Una batahola procedente de cubierta interrumpió nuestra conversación. Era la hora de zarpar.
Jade no consintió dormir durante los seis días de travesía, como si cada nuevo descubrimiento (la espuma de una ola, un cardumen de delfines, el trabajo de los hombres en cubierta, los pantocazos que el casco del junco daba contra el agua, el sol hundiéndose como una embarcación en llamas tras el horizonte, etc.) fuese un alimento imprescindible para su espíritu. En ocasiones, avanzaba con sus pasos menudos hasta el tajamar, y allí permanecía durante horas, cual mascarón que encontrara la razón de su existencia en la contemplación de la infinitud del océano.
32
XX
La vida de Lu Fu había resultado en todo este tiempo tan difícil como la mía. Al menos eso deduje de la historia que me contó. Con el lingote de plata que yo les había proporcionado, él y el resto de mis hombres habían pagado para que un barco les trasladara hasta Filipinas, pero en alta mar, el capitán y la tripulación a su cargo confesaron ser piratas y no tener ninguna intención de navegar a ningún puerto conocido. Luego cada hombre tuvo que elegir: o hacerse bucanero o saltar por la borda. La elección entre la vida y la muerte parecía fácil. Pero Lu Fu nunca perdonó aquel engaño, y al cabo de seis lunas, ganada ya la confianza del capitán, encabezó un motín junto a sus partidarios, que lograron apoderarse de las armas que había en la bodega. En esta ocasión, Lu Fu no dio opción de elegir a los vencidos. Todos tuvieron que saltar por la borda. El único que recibió un tratamiento especial fue el capitán, al que encerró una semana en la sentina, rodeado de aguas fecales e inmundicias, y luego mandó colgar del palo mayor. Al mando de un barco robado del que acababan de apropiarse por la fuerza, decidieron poner rumbo al archipiélago filipino, pese al riesgo que eso implicaba. Pero corno si se tratase de un repentino cambio de viento, el destino les hizo tomar un nuevo rumbo. A treinta millas de la costa de Cantón, se dieron de bruces con El Batavia, que navegaba a la deriva. Cuando abordaron la embarcación, encontraron una docena de cadáveres. A tenor de la vía de agua que descubrieron, dedujeron que los daños habían sido causados por la propia tripulación del barco, que había preferido dañar la nave antes que dejar que cayera en manos de sus captores. El siguiente paso fue reparar la vía de agua de El Batavia y llevar el junco a un puerto seguro. De pronto se vieron propietarios de dos embarcaciones que no les pertenecían. En ese momento fue cuando, de manera colegiada, acordaron formalizar su condición de piratas, palabra que proviene del griego y significa «el que emprende» o «el que intenta fortuna». Ahora traficaban con opio entre las costas de China y los puertos del sur de las Filipinas, donde la presencia española era más escasa.
Lu Fu nos dejó en Puerto Galera, una de las escalas de su periplo por el mar de las Filipinas, donde había de entregar una parte del cargamento de opio. Y en compañía de la droga viajamos desde la isla de Mindoro hasta la de Luzón, recalando en el puerto de Batangas primero y más tarde en el de Cavite.
Después de tanto tiempo ausente, Manila me pareció una ciudad encantadora. En comparación con el frenético ritmo de Cantón, la actividad de Manila era la de una pequeña ciudad de provincias. Desde luego, era mucho menos populosa, y eso significaba menos ruido y una mayor higiene. El recto trazado de las calles y el correcto alineamiento de las casas sobre las mismas, ayudaban a crear una atmósfera de orden y pulcritud. Todo parecía estar en su sitio. Sin embargo, no tuve la sensación de haber regresado a casa hasta que no me enfrenté al rostro de varios españoles. Me quedé asombrado por el tamaño de sus narices y por la extensión de algunas de sus palabras y frases. Después de todo, el idioma chino era tan menudo como los apéndices nasales de quienes lo hablaban.
A Jade, en cambio, le llamaron la atención otros detalles. La cabellera pelirroja de una dama que caminaba por la calle debajo de un parasol, por ejemplo, y que contempló con el estupor y el pasmo de quien cree estar viendo una lengua de fuego en la cabeza de una persona. Incluso tomó mi brazo con fuerza para alertarme. Estaba claro que su pensamiento no veía lo mismo que sus ojos. Pero lo mismo me había sucedido a mí en China, cuando me veía obligado a descifrar el significado de cada nueva imagen, de cada gesto. Para colmo, Jade no conocía ni una palabra de español, algo que acentuaba su incomprensión. En eso, el lenguaje se parece a una cárcel, pues habiendo sido creado para dotarnos de libertad nos confina al mismo tiempo entre sus límites. Lo cierto era que muchos de los malentendidos sacaban a relucir la parte más ingenua y tierna de su espíritu.
Encontré mi casa envejecida y sucia, pero como también yo me sentía viejo y sucio, la reconciliación resultó fácil. Yo estaba necesitado de comodidad y de tranquilidad, y mi casa había sido concebida por mí para dármela.
Cuando hube descansado, comencé una frenética actividad que me llevó a desempolvar muebles, alfombras y demás enseres, y a buscar en cajones y armarios ropa que ponerme. Encontré algunas calzas, jubones y camisas que habían sido pasto de las polillas.
Al mirarme en el espejo, vi a un hombre occidental con ojos y nariz orientales. Exactamente la visión contraria a la que había experimentado en China cuando Gu Feng me proporcionó un espejo.
Pero aquel reflejo también me mostró que mi afán por volver a ser yo mismo era del todo vano, y que nada de lo que había hecho para ganarme el futuro tendría su fruto por una razón de peso; es decir, si colocaba el pasado y el futuro en sendos platillos de una balanza, el fiel se inclinaría del lado del primero. Y lo haría precisamente porque yo era adicto al opio y mi cuerpo había sido mutilado. Era como si mis taras presentes hubieran acentuado aún más mis carencias pasadas, convirtiéndolas en un obstáculo insalvable de cara al futuro. Me había convertido, por así decirlo, en una carta marcada.
Con ese presentimiento pedí audiencia al gobernador de la colonia.
Nada más comencé a ascender la escalera de piedra que conducía a la planta noble del palacio del gobernador, me sentí como el representante diplomático de un país extranjero, tan lejano en la distancia y en costumbres que sabe de antemano que el entendimiento resultará imposible. O mejor dicho, en ese momento me di cuenta de que me había convertido en un extraño en mi propio país.
Todas estas ideas se apagaron cuando me cegó el brillo de los candelabros de plata que iluminaban la sala de audiencia.
—¿Es cierto que le ha dicho a mi secretario que posee una información de vital importancia para el reino? ¿Quién es usted y qué es eso que tanto le urge contar? Hablad, señor -me conminó el gobernador de la colonia con un tono de voz en el que destacaba la displicencia.
Sin temor a equivocarme, mi rostro, la delgadez de mi cuerpo, incapaz siquiera de sujetar mis ropas, y el mal estado de conservación de las mismas, me conferían un aspecto extravagante.
—Soy el futuro marqués de la Porcelana. ¿Acaso no se acuerda Su Señoría de mí? — dije a modo de recordatorio, sin evitar cierto tono de burla, que era a su vez compasión dirigida a mí mismo.
Era evidente que se había olvidado por completo de mí. El desconcierto de Su Señoría era tan grande que se quedó mudo.
—Me encargó una misión y la he cumplido. Aquí tiene parte del tesoro -dije a continuación, mostrándole el collar de cuentas de porcelana que Jade había confeccionado.
—¿Qué le han hecho esos chinos, señor Ossorio? Parece usted un sangley vestido a la europea -reaccionó por fin.
—He sufrido varias amputaciones en el cumplimiento de la misión que me encomendó.
La tez clara del gobernador adquirió una súbita palidez y la frente se le perló de sudor, al tiempo que su gruesa garganta, sumida en una repentina agitación que hacía que su nuez subiera y bajara sin descanso, buscaba las palabras oportunas.
—Tengo malas noticias para usted. Hace seis meses que su misión quedó sin efecto. La verdad es que le creía muerto. Además, no sabía dónde encontrarle -dijo con un mohín en los labios.
Encajé las explicaciones del gobernador con un estoicismo que a mí mismo me sorprendió. Tal vez porque para entonces ya había descubierto que la decepción y la desesperanza también tenían su propio equilibrio, su razón de ser. Por otra parte, hacía tiempo que había dejado de pensar en la recompensa material. Todo lo había hecho para salvar la vida. Lo demás carecía de importancia. Pero, por encima de la aceptación, aún estaba viva mi curiosidad.
—¿Sin efecto? Sea más explícito, por favor -le conminé.
—La porcelana ha sido descubierta en Sajonia. Por aquí debo de tener la comunicación con los detalles del acontecimiento. El monarca de aquel país ha montado una fábrica en la ciudad de Meissen. ¿Era en Meissen o era en Dresde? No lo recuerdo. Sí, aquí está la misiva. Llegó con el último galeón de Nueva España. Léala usted mismo.
Por alguna razón que desconozco, lo que busqué en aquel documento fue el nombre de la persona que había hecho inútil mi viaje a China. A mitad del escrito, encontré el nombre que buscaba: Johann Frederick Böttger.
—Johann Frederick Böttger. Se llama Johann Frederick Böttger -dije en voz alta, aunque dirigiéndome únicamente a mí.
—¿Cómo dice, señor Ossorio?
—¿Y nuestro acuerdo? — pregunté a continuación.
De nuevo hablaba mi curiosidad sin esperanza.
—También sin efecto. Créame que lo lamento. Tiene que comprender que el secreto de la porcelana ha dejado de tener valor. Al menos, ya no tiene tanto como hace unos años. La porcelana que se fabrica hoy en Sajonia se elaborará pronto en Prusia, en Viena y dentro de poco en todos los rincones de Europa. Sólo falta que los espías propalen el secreto. Nuestro rey ha recuperado Madrid gracias a un hábil golpe de mano, y el viento de la guerra sopla ahora a su favor. Además, ¿cuánto tiempo tardaría en llegar su secreto a España? Un año como mínimo. Para entonces es más que probable que las tropas de la alianza hayan sido derrotadas definitivamente. No obstante, y en virtud al esfuerzo que ha realizado en pos de la causa de nuestro soberano, yo, como su máximo representante en esta colonia, le voy a proponer un trato que mitigue en alguna medida su mal sabor de boca. Si abandona su oficio de comerciante de porcelanas y promete llevar una vida discreta al margen de toda actividad pública, me comprometo a no comunicar su regreso a la corte. De esa forma, se librará de tener que ser juzgado, algo que sin duda no merece viendo su aspecto. Ahora cuénteme, ¿es cierto que los bárbaros chinos nos llaman bárbaros? ¿Es verdad que se comen a sus perros y que vendan los pies de sus mujeres para que no puedan escapar de los gineceos donde las mantienen encerradas como bellos pájaros en sus jaulas?
—Todo es verdad y todo es mentira, Su Señoría.
Quizá porque cargaba en mi conciencia con el crimen al que hacía referencia el gobernador, acabé aceptando lo que me proponía. Tal vez el destino se había encargado de inutilizar el descubrimiento del secreto de la porcelana para contrarrestar mis pecados. Después de todo, como solían decir a los chinos: «La desgracia puede ser una bendición disfrazada».
33
Hace seis años fui invitado por la Sociedad Geográfica de Sajonia para dictar una serie de conferencias. Naturalmente, visité Meissen y me fue enseñada la famosa fábrica de porcelanas que, por razones de espacio, había sido trasladada de su emplazamiento original en el castillo de Albrechtsburg a la vecina localidad de Triebischtal. Entre los objetos más apreciados que allí se conservan se encuentran algunas de las piezas fabricadas por Böttger. Son en su mayoría platos, tazas y fuentes de porcelana roja. De hecho, año y medio después de su fundación, la Real Fábrica de Porcelana de Meissen almacenaba en sus depósitos miles de piezas de porcelana de ese color que no se habían vendido.
Podría asegurarse que, en 1711, la situación de la fábrica de Meissen era tan precaria e inestable como la salud de su fundador. A pesar de lo cual, ese mismo año Augusto nombró barón a Böttger.
Aunque la situación del alquimista mejoró en todos los aspectos, Augusto siguió resistiéndose a concederle la libertad, esta vez argumentando que, como la fórmula del oro, el secreto de la porcelana no debía salir de las paredes de aquella fábrica.
Pese a que en abril de 1712 la comisión emitió por fin un dictamen favorable en cuanto a la validez comercial de la porcelana obtenida, diez meses más tarde la situación de la fábrica de Meissen se había vuelto tan delicada que Augusto, que se había hecho de nuevo con el poder en Polonia, instó a Böttger a retomar sus experimentos con el oro. La fecha límite que le impuso a su ahora aristócrata prisionero fue el 20 de marzo.
Al igual que había hecho años antes en la botica del farmacéutico Zorn, Böttger logró transmutar cobre en plata y plomo en oro tras colocar ambos minerales en sendos crisoles y embadurnarlos con una tintura. En realidad, la única diferencia apreciable entre uno y otro experimento, además del tiempo transcurrido, era la baronía del propio Böttger. Tal y como había ocurrido en la botica de Zorn, el nutrido auditorio se quedó boquiabierto.
La exhibición calmó los ánimos de Augusto, al mismo tiempo que la salud del prisionero empezaba a resentirse de manera irreversible. El alcoholismo crónico, la depresión aguda, una ceguera causada probablemente por los espejos ustorios de su maestro Von Tschirnhaus y el efecto de los humos tóxicos que había estado inhalado durante todos estos años («el humo que el diablo emplea para transformarse en ángel» como Böttger gustaba llamar a aquellos sahumerios), consiguieron por fin ablandar el corazón del monarca.
El 19 abril de 1714, Augusto concedió la libertad a Böttger, con la condición de que no abandonara Sajonia. Su encarcelamiento había durado más de doce años.
«Al menos la cárcel ha dejado de tener barrotes», pensó el alquimista sin tener en cuenta que ahora era cautivo de su mala salud.
Sea como fuere, en su desvarío, Böttger comenzó a ver a los petimetres que conformaban la corte de Augusto como modelos para sus figuras de porcelana, hasta el punto de que un día le dijo a un vizconde de rasgos aniñados y cabello largo y rizado como una cascada de oro:
—Habláis lo preciso y en el tono justo, coméis como un pajarillo y es una delicia veros cortejar a una dama, pues es como contemplar cómo una mujer le hace el amor a otra, pero soy la única persona en el reino capaz de veros por dentro. ¿Acaso creéis que ha pasado desapercibida vuestra excelsa blancura y la rigidez de vuestros movimientos? Pero no os apuréis, no le diré a nadie que en realidad sois de porcelana. Tenéis mi palabra.
Algunos biógrafos afirman que Böttger tuvo tiempo para enamorarse. Otros, en cambio, aseguran que se trató de un amor interesado, y que fue precisamente a su amada a quien el alquimista desveló el secreto de la porcelana, pues tras pasar media vida encerrado, era lo único que podía compartir con ella. En ese momento, la receta de la porcelana dejó de ser un secreto de Estado.
Antes de su muerte, acaecida en marzo de 1719, Böttger volvería a visitar una prisión, curiosamente, tras endeudarse en un intento desesperado por salvar de la quiebra la fábrica que tanto esfuerzo le había costado levantar, habida cuenta la mala gestión de sus administradores, a los que Augusto había dejado de vigilar por encontrarse en Polonia. En esta ocasión, Böttger actuó por una razón estrictamente sentimental, pues, como le confesó por escrito a su señor:
Estas obras son (se refería a la ingente cantidad de piezas de porcelana que seguían sin venderse), por así decir, mis primogénitas, y por tanto confío en que vos no toméis a mal que diga, para mí, que las amo tiernamente.
Böttger es en la actualidad un héroe en Sajonia, pero más allá de la proeza que supuso descubrir el arcano de la porcelana, su existencia viene a demostrar que todo ser humano es un alquimista, por cuanto que a lo largo de la vida ha de luchar contra esos elementos invisibles que conforman la sustancia del alma. Sí, un hombre que haya nacido con un corazón de cobre puede con esfuerzo y tesón transformarlo en oro.
Es conveniente señalar que la porcelana de Meissen y la fabricada en China no se equipararon en cuanto a calidad hasta pasados unos años, pues los técnicos sajones tardaron un tiempo en sustituir el polvillo de alabastro de Nordhausen por el feldespato.
Para entonces, el secreto de la porcelana había volado como un pájaro a otras cortes, cumpliéndose así los peores temores de Augusto II, Elector de Sajonia y rey de Polonia. En 1718, un tal Du Paquier montó una manufactura de porcelana en Viena. A la fábrica de Viena le siguió otra en Venecia, y así sucesivamente por toda Europa. Durante la guerra de los Siete Años (1756-1763), Federico el Grande de Prusia ocupó Sajonia. Fue entonces cuando Meissen, conocida como la Peking de Saxe, la Pekín de Sajonia, perdió definitivamente su hegemonía.
Unos días más tarde tuve ocasión de visitar la Grüne Gewölbe, una suntuosa cúpula verde, sita dentro del complejo del Palacio Real de Dresde, que alberga el tesoro agustino. Todavía recuerdo que, entre coronas de metales preciosos cuajadas de piedras de un valor incalculable, diademas, lujosos cetros, piezas de orfebrería, estatuillas de bronce, obras de marfil, vasos, copas y tazas de porcelana de gran sensibilidad y belleza, llamaron mi atención un par de monedas de oro, a cuyo pie podía leerse la siguiente leyenda:
MONEDAS DE ORO FABRICADAS
POR JOHANN FREDERICK BOTTGER
PARA SU SEÑOR, AGUSTO II,
ELECTOR DE SAJONIA Y REY DEPOLONIA.
Hoy, transcurridos los años, no dejo de sonreír cuando rememoro la visión de aquel par de monedas no más grandes que un botón de chaqueta, e inevitablemente, una y otra vez, me formulo la misma pregunta: ¿Acaso Böttger logró fabricar oro después de haber descubierto el arcano de la porcelana?
34
XXI
Pese a que el gobernador de la colonia acababa de arrancarme el futuro con la violencia con que un chacal desgarra las entrañas de su presa, no podía ahuyentar de mi cabeza el nombre de Johann Frederick Böttger. Nada me importaba salvo el nombre de la persona que se me había adelantado. Mis labios sólo sabían pronunciar ese nombre; incluso llegué a estrujarlo en el aire con las manos crispadas. Pero de tanto repetirlo acabó provocándome náuseas. Daba igual que mis mandíbulas trataran por todos los medios de masticarlo lentamente, hasta triturarlo por completo dentro de la boca; jamás podría digerir aquel nombre que, sin saberlo, me había arrebatado la gloria. A pesar de todo, la indigestión que me causó no estuvo acompañada por otros síntomas que hubieran agravado la salud de mi ánimo, tales como la decepción, la envidia o la rabia. No, la palabra que mejor definía lo que sentía en mi fuero interno era «resignación». La resignación ocupaba mi pensamiento. La resignación tenía sobre mi conciencia el valor anestésico del opio. Y una buena dosis de anestesia era lo que yo necesitaba para que el eco del nombre de Böttger dejara de resonar en mi cabeza. Me dije que su descubrimiento había sido consecuencia de las facilidades y comodidades que, a buen seguro, habían puesto a su alcance. Me convencí de que mis padecimientos habían sido muy superiores a los suyos, y también de que los momentos de inquietud e incertidumbre habían cesado para siempre. Eso me sirvió de alivio. Vivir a partir de ahora como me proponía el gobernador de la colonia también tenía sus ventajas. Por lo pronto, no tendría que ocultar mi relación con Jade. Y otro tanto ocurriría con el opio. Podría dar rienda suelta a su consumo según me placiese. Lo único que me faltaba por descubrir era en qué clase de hombre me convertiría, en caso de que la transformación no se hubiera producido ya.
Enseñaré a mi cuerpo que olvide
si es joven o viejo,
Y a mi ánimo,
que estime lo mismo la vida y la muerte.
Además, estaba Jade y, como dicen los chinos, «un hombre tiene la edad de la mujer a la que ama».
También tuve tiempo para pensar en Yuan, en Gu Feng y en los Ocho Trigramas, a los que pronto llegaría la noticia de que los europeos habían logrado fabricar porcelana fina en sus hornos. Cabía incluso que creyeran que todo había sido obra mía; al fin y al cabo, ya fuera en Sajonia o en España, lo importante era que la porcelana iba a fabricarse en Europa, con las consecuencias que eso iba a acarrear para la economía china. ¿Sería el final del reinado del emperador Kangxi? Yo no lo creía. Como ya le había comentado a Yuan, China era una vaca con la ubres llenas de leche.
Por medio de un testaferro, puesto que legalmente yo no había regresado de China, vendí todas las propiedades que tenía en Manila y compré una humilde vivienda en el barrio de Quiapo. Allí abrí un fumadero de opio. El resto no tiene mayor importancia para esta historia: me amancebé con Jade, con la que tuve una numerosa prole. Y, por supuesto, me olvidé para siempre de España y de la porcelana.
35
Miguel Blasco murió a una jornada de travesía de Port Said. Su cuerpo fue arrojado al mar envuelto en una bandera española. Al acto sólo asistimos cinco personas: el capitán del Santo Domingo, un sacerdote, el médico del navío, la sangley y yo.
Esa misma tarde, el sacerdote encargado de administrarle los santos óleos al moribundo me visitó en mi camarote para hacerme entrega de una carta escrita por el militar de su puño y letra.
—Me ordenó que se la entregara después de su sepelio -dijo.
La misiva, escrita con una caligrafía temblorosa e irregular, pero que no renunciaba a la filigrana, decía:
Querido amigo, le escribo estas líneas para aclararle algunos aspectos relativos al cuaderno que le entregué, a la sangley y a mi persona.
Supongo que a estas alturas, ya habrá adivinado que el fumadero de opio del que habla el cuaderno y el que he estado frecuentando en Manila durante los últimos meses es el mismo.
Claro que las casualidades no terminan ahí. Pero será mejor que empiece por el principio...
Como ya sabe por nuestras conversaciones, después de que Bonifacio mandara torturarme y permitiera que uno de sus hombres me amputara dos dedos de la mano izquierda, me tuve que someter a un tratamiento terapéutico de opio que, desgraciadamente, terminó por convertirse en una adicción.
Dado que la colonia china en Manila es muy numerosa, los fumaderos de opio abundan sobre todo en el barrio de Quiapo. Se trata de pequeñas edificaciones de madera de dos plantas, con perros-león situados a la entrada de los edificios que sirven de protección contra los malos espíritus y ventanas de concha translúcida, que tamiza la luz dejando que penetre, pero impidiendo que pueda verse lo que ocurre en el interior desde la calle. De las puertas de algunos de estos establecimientos cuelgan lo que los chinos llaman baguas, elementos decorativos que representan la armonía y el equilibrio en continuo movimiento, siguiendo los principios del feng-shui. Otras están adornadas con insignias de papel rojo, cuya finalidad es atraer cuanta más prosperidad mejor. Pero detrás de toda esa superstición, se esconde una realidad mucho más prosaica.
Es frecuente que después de entrar en uno de estos tugurios, uno salga desplumado, pues los ladrones aprovechan los efectos somníferos del opio para desvalijar a sus víctimas. Incluso se han dado casos de clientes a los que les han robado los zapatos.
Sin embargo, existía en Manila un establecimiento que gozaba de cierta reputación: una casa fundada hacía más de ciento cincuenta años por un español llamado Damián Ossorio, comerciante de porcelanas fracasado que había vivido amancebado con una china del continente. Sea como fuere, el local, que a lo largo de los años había permanecido en manos de los descendientes del señor Ossorio, se había convertido en el fumadero de opio preferido de los españoles, donde podían sentirse relativamente seguros. Por contra, la clientela asiática escaseaba.
Pese a que el trayecto entre Intramuros, que era donde yo vivía en Manila, y el barrio de Quiapo no superaba la milla y media, el viaje en calesa hasta el fumadero del señor Ossorio me dejó exhausto. Tanto que en cuanto comencé a ascender por la escalinata que conducía a la entrada del local, tuve que tomar asiento para reponerme.
Recuerdo que me senté en el tercer escalón. Y lo recuerdo porque, un minuto más tarde, una joven sangley salió del interior de la vivienda para reprenderme. Me dijo en un perfecto castellano que el dueño del negocio, el señor Ossorio, era un hombre sumamente supersticioso, y que yo había tenido el atrevimiento de sentarme en el escalón que «mata». Naturalmente, le pedí una explicación.
—El primer escalón es oro; el segundo es plata; el tercero mata -me dijo.
—¿Y el cuarto? — me interesé.
—El cuarto de nuevo es oro; y así sucesivamente. Ningún descansillo puede corresponder a la posición que mata, pues sería terrible para la suerte del edificio y de sus moradores.
Diez minutos más tarde estaba en un diván fumando mi primera pipa de opio, mientras de la garganta de la sangley brotaban los primeros párrafos de la historia de Damián Ossorio. Al parecer, se trataba de una antigua tradición familiar. A todos los españoles que pisaban aquella casa les era narrada la historia de su fundador, con el propósito de que los clientes tomaran conciencia de la injusticia que la corona española había cometido con su antepasado. Al final, uno no era sólo esclavo del opio, también acababa siéndolo de aquel cuento que cada día oía recitar como un mantra. En mi caso, la cosa se complicó aún más, porque me enamoré de la sangley.
Claro que no se trataba de un amor apasionado, algo que me estaba vedado por mi edad, mis dolencias y el opio. Tuve que conformarme con una relación otoñal, si se la puede llamar así.
En cuanto a la sangley, nunca me ha amado y nunca me amará, al menos tal y como los occidentales concebimos el amor. Ella es capaz de entregar su cuerpo sin remordimientos; en cambio, es incapaz de sacar su alma a la superficie. No se trata de que se niegue a hacerlo; simplemente, en su cultura, la palabra «amor» significa otra cosa, o mejor dicho, se expresa de otra manera, por otros cauces distintos a los nuestros. En Asia, todas las mujeres tienen su propia lengua nushu, un idioma que queda fuera del ámbito de comprensión del género masculino.
Desde la primera vez que escuché contar la historia de Damián Ossorio, hubo un detalle que llamó poderosamente mi atención: a ambos nos habían sido amputados los mismos dedos de la misma mano. Esto me llevó a pensar que quien había procedido de esa forma contra mí conocía la historia de Damián Ossorio. Teniendo en cuenta la escasa clientela asiática, que se componía en su mayoría de chinos ancianos, llegué a la conclusión de que quien me había amputado los dedos había sido uno de los empleados que trabajaban en aquel fumadero; uno de la docena de jóvenes chinos o filipinos que se encargaban de remover los cuerpos exangües de los divanes y, si hacía falta, cargarlos como fardos de arroz sobre sus espaldas hasta sus casas. Jóvenes vigorosos y despiertos que, llegado el momento, ejercían de lazarillos con los clientes, prestándoles los ojos, los brazos, las piernas y la energía necesaria.
Incapaz de llevar por mi cuenta una simple pesquisa dado mi precario estado de salud, trasladé mis sospechas a las autoridades, que comenzaron a vigilar el local y a investigar a quienes lo frecuentaban.
Sería demasiado premioso contar aquí todos los detalles de la operación policial y sus resultados. Baste decir que el señor Ossorio, también conocido como el Chino Ossorio, colaboraba con el movimiento independentista filipino. Su misión consistía en sonsacar a los clientes españoles, a quienes interrogaba sibilinamente cuando estaban bajo los efectos de la droga. Al parecer, los Ossorio llevaban más de un siglo esperando la ocasión que les permitiera vengar a su antepasado. Como ocurre con esas familias venidas a menos que achacan su decadencia a agentes externos, los Ossorio odiaban y temían a los españoles a partes iguales. La rebelión de los katipuneros les brindó la oportunidad de perder el miedo y dar rienda suelta al odio. Yuan tenía razón cuando le dijo a Damián Ossorio que odiar era lo mismo que tratar de calmar la sed bebiendo agua de mar.
Ya ve, después de todo, la amputación de mis dedos no fue en balde.
Pero aún hay más.
Una vez que la Guardia Civil logró desmantelar la organización, tuve conocimiento de que la sangley que me atendía preparándome las pipas y contándome aquella triste historia era la hermana menor del Chino Ossorio. Su nombre, querido amigo, era Jade Ossorio, igual que su tatarabuela.
Gracias a mi intervención, la joven se libró de ser imputada como cómplice en las actividades delictivas de su hermano. Claro que los motivos que me impulsaron a actuar como lo hice fueron espurios. Bueno, también la amaba, como ya le he dicho, pero ésa no fue la razón principal. De alguna manera, yo dependía de ella tanto como mi organismo de la droga. Y no me estoy refriendo a una dependencia intelectual, que es a la que obliga el amor.
Con el fumadero clausurado por las autoridades, y atendiendo a la necesidad perentoria que yo tenía de seguir fumando opio, acabé proponiéndole a la joven que trabajara para mí
—¿Y de qué trabajaré? — me preguntó
—Serás mi enfermera -le respondí.
—Prefiero trabajar de ama de llaves.
No se deje engañar por las apariencias. Jade no tiene nada de ingenua. Al contrario. Como buena china (aunque corra por sus venas un poco de sangre española) es una mujer eminentemente práctica. Jamás se muestra suspicaz, y evita los signos de frustración o de ira. En ocasiones, incluso parece que es poco receptiva. Nada más lejos de la realidad. Tiene criterios firmes sobre las cosas que ella cree fundamentales, y todo aquello que oiga o que le diga quedará grabado en su memoria para siempre. Su hermetismo se debe única y exclusivamente a que nunca se ha sentido respetada por los hombres.
Su obsesión por el oficio de ama de llaves le viene de la novela de Emily Brönte Cumbres borrascosas, que un cliente del fumadero le regaló en una traducción al castellano a cambio de que dejara de contar la historia de Damián Ossorio. Si revisa sus pertenencias, comprobará que todavía conserva el ejemplar. Me atrevería a asegurar que ese libro es para ella como la Biblia; de modo que quedó fascinada con el personaje del ama de llaves que cuida del señor Lockwood. Si lo piensa detenidamente, las funciones del ama de llaves de Cumbres borrascosas no difieren mucho de las de una preparadora de pipas de opio. Me refiero a que lo que el ama de llaves hace es cuidar del señor Lockwood, que ha enfermado, al tiempo que le va narrando la historia de las personas que moraron en la casa.
Pero pasemos a usted, si me lo permite.
Sé que he abusado de su confianza desde que nos conocimos, pero ¿qué se podía esperar de un hombre desesperado como yo? Desde un principio busqué su compasión, pero lo hice con el único y loable propósito de salvar a Jade, puesto que el mío era un caso perdido. En este tiempo, he podido constatar que es usted un hombre sensible a los cambios que en el mundo se están produciendo. Mi opinión es que si desea que esos cambios se consoliden, un primer paso correcto sería brindarle su apoyo incondicional a la joven sangley. Apenas cuento con bienes materiales; en cambio, confío en que el libro de Damián Ossorio, convenientemente editado, pueda proporcionarle a la joven unos beneficios que le sirvan para instalarse en España y comenzar allí una vida nueva. Es obvio que su concurso resulta imprescindible para que la publicación del libro se lleve a término. Sé que es usted una persona de honor, y que no contravendrá el último deseo de un moribundo.
En cuanto a la novela, imagino que se habrá percatado de que la historia incurre en numerosas contradicciones. Por ejemplo, cuando Damián Ossorio se examina para trabajar en un horno imperial, asegura tener que escribir una frase en latín, puesto que la pieza de porcelana ha sido fabricada para la exportación. Pues bien, según tengo entendido, los hornos imperiales de Jingdezhen no fabricaban piezas de porcelana para la exportación. De modo que hemos de suponer que, en realidad, el señor Ossorio entró a trabajar en un horno privado. Además, he encontrado un pequeño desfase cronológico en lo referente a la participación del Co-hong en esta historia, puesto que tal institución de control del comercio no se formalizó hasta 1720, es decir, unos diez años después del viaje del señor Ossorio a China. Para subsanar éstas y otras posibles incorrecciones, le recomiendo que se ponga en contacto con un sinólogo (que no sea demasiado suspicaz, claro está). No olvide que la historia ha ido pasando de boca en boca durante más de ciento cincuenta años, y que la tradición oral ha podido desvirtuar muchos aspectos de la misma. Por el contrario, la utilización de los grados Celsius para referir la temperatura de cocción de la porcelana es de mi cosecha. Lo he hecho con el propósito de facilitar la comprensión del lector. Otro tanto ocurre con la voz caolín, que se popularizó durante la primera mitad del siglo XVIII gracias a la difusión de las Lettres édifiantes et curieuses, escritas en Ching-te-chen por el jesuita Padre D'Entrecolles. Pero no quiero aburrirle con más detalles. Después de todo, se trata de una novela, y supongo que los lectores perdonarán que nos tomemos algunas licencias. Ya ve que utilizo el plural, pues, en mi ausencia, es a usted a quien le corresponde dar el toque final a la obra.
Expresándole mi más sincero agradecimiento de antemano, y pidiéndole de nuevo que me perdone por los inconvenientes que haya podido causarle o que pueda originarle en el futuro, me despido de usted.
Atentamente:
Miguel Blasco Castiñeira
36
Aguardé a que Solórzano se quedara solo para abordarle. En todos los años que llevaba asistiendo a conferencias, nunca había oído una historia semejante a aquélla.
—Esperaba verle por aquí, querido Rambaud. Confío en que la conferencia haya sido de su agrado -se me adelantó, al tiempo que me tendía la mano a modo de cortés saludo.
—Le felicito. Aunque, para serle del todo sincero, no me he creído una sola palabra. Pienso que el nombre de Miguel Blasco Castiñeira es una pantalla tras la cual se esconde usted mismo y su talento para la literatura -le dije.
—¿Para qué iba yo a necesitar una «pantalla», como usted dice, teniendo mi propio nombre y una reputación ganada con el esfuerzo y el trabajo?
—Para dotar a su cuento de un componente de realidad que de otra forma no tendría. Las novelas en las que hay un cuaderno o manuscrito de procedencia misteriosa suelen tener una buena acogida entre los lectores.
Al comienzo de esta historia comenté que Solórzano era, sobre todo, un aventurero, y como tal, todos y cada uno de los pasos que daba en la vida, incluso los más intrascendentes, solía aderezarlos con un componente de riesgo, de modo que, tras escrutarme con una sonrisa plena de suficiencia que se bastaba por sí sola para refutar mi teoría, me preguntó:
—¿Qué estaría dispuesto a darme si en el plazo de una hora le demuestro que la historia que acabo de narrar en esa sala es tan real como lo somos usted y yo?
Desde luego no imaginaba que fuera a llevar mis comentarios al terreno de las apuestas.
—Le daré lo que usted me pida. Pero, y si resulta que estoy en lo cierto, ¿qué me dará usted a cambio?
—Por supuesto, también lo que usted me pida.
—Acepto, pues, su apuesta.
—Tendrá que acompañarme a mi casa.
Tomamos un coche de punto y, tras acomodarnos en su interior, me preguntó:
—¿Qué hay de la malaria? ¿Ha encontrado ya su remedio?
—Me temo que no. Seguimos sabiendo lo mismo que hace cien años: que su transmisor es la hembra del mosquito anofeles, y que la profilaxis más eficaz contra su picadura es cubrir la piel cuando el sol sale y cuando se oculta. Médicos británicos recomiendan también tomar quinina.
Ya que hablábamos de enfermedades, me interesé por el estado de su mano izquierda, que llevaba envuelta en un aparatoso vendaje.
—¿Qué le ha pasado en la mano?
—¿Acaso no lo imagina?
Y antes de darme tiempo a aventurar una respuesta, formuló una nueva pregunta:
—¿No adivina lo que oculto debajo de este vendaje?
—No -respondí categóricamente.
Tras dedicarme una suave sonrisa, dijo:
—Tres dedos, amigo Rambaud. Debajo de este vendaje están los tres dedos que me quedan de la mano izquierda. ¿Quiere que le cuente cómo perdí los otros dos?
—Desde luego.
—Miguel Blasco mintió en su historia. La implicación de la joven en el complot contra los españoles era mayor de la que daba a entender en su carta. Me atrevería a asegurar que era Jade, y no su hermano, el Chino Ossorio, quien mantenía viva la llama del odio contra España y todo lo español. Miguel Blasco lo sabía, pero prefirió no delatarla a cambio de que ella se sometiera a sus deseos.
—¿A sus deseos?
—El opio, amigo Rambaud. Ya ha oído lo que dice Yuan: los vicios vienen como pasajeros, nos visitan como huéspedes y se quedan como amos. El opio era el amo del don Miguel, y la sangley, por así decir, era la dueña del opio.
—Debería entregarla a las autoridades -le recomendé.
—Ya es demasiado tarde. Después de hacerme cargo de los asuntos de la joven, tal y como me había pedido don Miguel, me fui acostumbrando a ella, a saber que estaba sin que se notase su presencia. Su actividad principal era la lectura de ese dichoso libro inglés, Cumbres borrascosas. Y sólo de vez en cuando se permitía fumar una pipa de opio que la sumía en un estado de duermevela durante horas. Supongo que pensé que cualquiera en su situación haría lo mismo: abandonarse, evadirse del mundo desconocido y hostil que para ella representaba Madrid. Incluso llegué a compadecerla, pero con el paso de las semanas mis sentimientos se volvieron más complejos. Luego esas mismas emociones dieron paso al amor.
—Si no la denuncia usted, lo haré yo -le advertí.
—¡Oh, nada de eso! Es usted un caballero, ha hecho una apuesta y ha perdido. El precio que tendrá que pagar será su silencio.
La situación empezaba a ser cada vez más confusa, y ahora me arrepentía de haber abordado a Solórzano al finalizar su conferencia.
—Si ése es su deseo, le doy mi palabra -acepté-. Aunque debería ser usted, por iniciativa propia, quien la entregara a la policía.
—Ya le he dicho que eso es imposible. Baudelaire escribió que la irregularidad, es decir, lo inesperado, la sorpresa o el estupor son elementos esenciales y característicos de la belleza. Yo extendería los términos de esta cita al terreno del amor.
—Baudelaire también era adicto al opio -observé.
—Si no tiene inconveniente, me gustaría que la conociera. Tal vez entonces llegue a comprender...
Saber que Miguel Blasco primero y luego Solórzano habían evitado denunciar a la joven, aun a sabiendas de que había estado implicada en una conspiración que perseguía la expulsión de los españoles del archipiélago filipino, terminó por despertar mi curiosidad.
—De acuerdo, le acompañaré a su casa -acabé aceptando-. Espero que allí recupere la cordura.
Entramos en la casa respetando el silencio de su interior; un mutismo que se fue haciendo más audible conforme me fui enfrentando a la peculiar colección de objetos que decoraban las paredes: extrañas máscaras de tribus aborígenes, idolillos de barro y madera, bastones, arcos, flechas, cerbatanas, instrumentos musicales, alfombras de piel de cebra, la cabeza de un león disecado, otra de una cabra montesa y otra más de un mamífero desconocido para mí, además de media docena de cuernos de elefante. La conjunción de elementos decorativos tan dispares creaba en el espectador una sensación de profundo desasosiego.
Encontramos a la sangley en una salita contigua al comedor, un espacio que Solórzano empleaba como gabinete de lectura gracias a una enorme claraboya y, a tenor de las pipas que descansaban encima de una mesita, también como fumadero.
Desde luego esperaba una visión premonitoria, pero, para ser del todo franco, no había en el aspecto físico de la sangley nada que fuera digno de reseñar al margen de su raza. Como la mayoría de mujeres asiáticas, era menuda y macilenta, tan liviana como un pajarillo, con el cabello negro de color ala de cuervo y rostro de expresión cetrina, si bien su piel era tan tersa y firme como la de un tambor. Tal vez lo más significativo de su aspecto era precisamente su falta de arrugas, de modo que resultaba imposible tratar de establecer su edad. ¿Veinte años? ¿Veinticinco? ¿Treinta? En cambio, sí que me llamó la atención el adorno que ceñía su cuello: un collar fabricado a base de cuentas de porcelana.
—Jade, te presento a Luis Rambaud, un médico miembro de la Sociedad Geográfica -intervino Solórzano.
La joven, como si Solórzano le acabara de hablar de cómo le había ido el día, ignoró mi presencia y se limitó a acariciar con docilidad la mano vendada de su compañero por encima de la muñeca.
Tal vez aquellos gestos llenos de superficialidad fueran la forma que la sangley tenía de expresar sus sentimientos. Aunque también cabía que fueran la manifestación de algo que yo no alcanzaba a entender.
—Aún no me ha dicho quién le ha amputado los dedos ¿Ha sido ella? — le pregunté a Solórzano.
—Digamos que ése es un secreto tan valioso como el de la porcelana, amigo Rambaud. Después de todo, ¿qué sería de la vida sin secretos? Tal vez algún día le cuente cómo me he convertido en un «hombre talismán». Ahora, si me lo permite, me gustaría invitarle a fumar una pipa de opio. Luego tendremos tiempo de seguir conversando. ¿Le he dicho que ya tengo editor para ese libro, El secreto de la porcelana? El hombre está entusiasmado, tanto que me ha adelantado una buena suma como anticipo...
Las palabras de Solórzano fueron interrumpidas por una risa felina, que la sugestión me hizo creer que provenía de la garganta de alguna de las cabezas disecadas. Pero al instante comprendí que estaba equivocado. Era Jade Ossorio. Maullaba.
Instintivamente, agarré mi mano izquierda con la derecha.
Entonces, Solórzano añadió:
—Sí, Rambaud, los vicios, al igual que el amor, vienen como pasajeros, nos visitan como huéspedes y se quedan como amos.
De pronto, un rayo luz atravesó la claraboya y fue a chocar contra el rostro de la mujer, cuyos labios habían vuelto a dibujar una sonrisa más amplia. El reflejo de la luz en la blanquísima dentadura me cegó. En aquel momento, tal vez guiado por aquel fenómeno, vislumbré lo que podía estar ocurriendo: Jade Ossorio era de porcelana.
Fin
Agradecimientos
Mi relación con la porcelana comenzó cuando yo tenía nueve o diez años a lo sumo. En esa época, mi padre, una de cuyas profesiones era la de anticuario, comenzó a traer a casa porcelanas de las fábricas de Meissen, Sévres, Limoges, además de algunas piezas de porcelana de Imari y otras de la célebre dinastía Ming de China. Sin duda, éstas sobresalían por la delicadeza de sus acabados.
Me olvidé de la porcelana durante los veinticinco años siguientes hasta que, a finales de los años noventa, mi mujer estuvo trabajando en el Museo Nacional de Filipinas, en Manila. Vivíamos de alquiler en un apartamento de Roxas Boulevard, en el corazón del barrio de Malate, que es a su vez un importante centro de anticuarios de la capital filipina. Manila sigue siendo un lugar propicio para comprar porcelana china a un precio razonable. Un día, mi mujer apareció en casa con un pequeño cuenco de porcelana de la dinastía Tang que había adquirido en uno de aquellos anticuarios. Se trataba de una porcelana de celadón de formas extremadamente sencillas, carente por completo de decoración, de un verde apagado con tonos grises. A pesar de no tratarse de una pieza valiosa ni sofisticada, atesoraba la belleza de la porcelana más fina. A partir de ese momento, empecé a interesarme por la porcelana, esta vez, de forma consciente.
Las navidades pasadas, mientras visitábamos un anticuario en Hong Kong, donde abundaban las porcelanas chinas de todas las épocas, mi mujer, como no podía ser de otra manera, me formuló la pregunta mágica que, a la postre, puede considerarse como el origen de esta novela: «¿Sabías que la fórmula de la porcelana fue un secreto de Estado, y que los europeos no supieron cómo fabricarla hasta principios del siglo XVIII?».
No, no lo sabía, respondí.
Desde ese día, y hasta el momento de escribir estas líneas, no he dejado de pensar en la porcelana y en su secreto.
El primer capítulo de la novela lo redacté íntegramente en el avión que nos trajo de regreso a Europa. Trece horas en las que, además, pude ir perfilando los detalles de la historia en su conjunto.
Ya en Madrid, y con mi base de operaciones en la Biblioteca Nacional, comencé a consultar libros que hablaban de la porcelana. Allí encontré el ensayo de Janet Gleeson titulado El arcano: la extraordinaria y verdadera historia de la invención de la porcelana en Europa. El libro de la señora Gleeson es tal vez la mejor biografía que se ha escrito sobre Johann Frederick Böttger, a quien la tradición atribuye el descubrimiento de la porcelana en Europa.
El Johann Frederick Böttger que aparece en mi novela, en cambio, y aunque he seguido la línea argumental de la señora Gleeson en lo referente a su cronología y a la relación que mantuvo con Augusto II, Elector de Sajonia y rey de Polonia, no tiene vocación de personaje real dentro del contexto de una novela que es, pura y simplemente, ficción.
Fin