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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 152. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 153. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 154. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 155. Scary Forest - 2:41
  • 156. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 157. Slut - 0:48
  • 158. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 159. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 160. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 161. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:28
  • 162. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 163. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 164. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 165. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 166. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 167. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 168. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 169. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:40
  • 170. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 171. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:18
  • 172. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 174. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 175. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 176. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 178. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 179. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 221. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 222. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 223. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 224. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 225. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 226. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 228. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 229. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 230. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 234. Noche De Paz - 3:40
  • 235. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 236. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 237. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 239. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 240. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 242. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 243. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 244. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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  • CON RELLENO

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  • SIN RELLENO

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  • ▪ Bungee Shade: H25-V56

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  • ▪ Moirai One: H34-V64

  • ▪ Rampart One: H31-V63

  • ▪ Rubik Burned: H29-V64

  • ▪ Rubik Doodle Shadow: H29-V65

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  • ▪ Ewert: H27-V62

  • ▪ Londrina Shadow: H41-V67

  • ▪ Londrina Sketch: H41-V67

  • ▪ Miltonian: H31-V67

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  • ▪ Rubik Vinyl: H29-V64

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    H
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    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
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    Slide 1     Slide 2     Slide 3




















    Header

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    S2
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    B20
    H

    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
    ● Activar Slide 3
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    ● Desplazamiento Automático
    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


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    IMAGEN PERSONAL



    En el recuadro ingresa la url de la imagen:









    Elige la sección de la página a cambiar imagen del fondo:

    BODY MAIN POST INFO

    SIDEBAR
    Widget 1 Widget 2 Widget 3
    Widget 4 Widget 5 Widget 6
    Widget 7














































































































    IMAGINACIONES HORRIBLES (Fritz Leiber)

    Publicado en julio 24, 2019
    ¡Los temores presentes son menos horribles que los que inspira la imaginación!
    Macbeth


    El viejo Ramsey Ryker sólo empezó a acariciar la idea de ir a ver (a través de un vidrio opaco por el otro lado) a las mujeres jóvenes que jugueteaban con sus genitales después de que se iniciaran los sueños en la oscuridad de la habitación de techo bajo, aquellas negras y deprimentes pesadillas. Pero antes de que empezara a tener atisbos de la misteriosa muchacha de edad indefinida que se desvanecía en seguida, con su atuendo negro y centelleante, que le acechaba en los pasillos de la planta baja o se desvanecía en el ascensor, y que una o dos veces se deslizó por los pasillos superiores del árbol (o esqueleto) de apartamentos que es, con una sola excepción, el escenario único de este relato, el cual no se aventura más allá, no turba la intimidad de los pisos ni da un paso en la ruidosa calle metropolitana. Aquí todo está amortiguado.

    Al decir árbol de apartamentos me refiero al espacio público, o por lo menos el que comparten los inquilinos, en el edificio de trece pisos donde Ryker vivía solo. Haciendo un pequeño esfuerzo, el lector podrá visualizar ese volumen de espacio conectado como un árbol más bien repetitivo (si le sirve de ayuda, puede colorearlo de rojo o verde, como esos puntos que señalan en los planos diagramáticos: «usted está aquí». Yo lo veo de color gris claro, pues ése es el color del papel que cubre las paredes de los corredores externos, un gris pálido con una tenue pátina de plata deslucida). Sus raíces están en el garaje del sótano, con plazas de aparcamiento alquiladas por algunos inquilinos del edificio junto con tenderos y hombres de negocios de la vecindad. El tronco corresponde al pozo del ascensor central, al lado del cual hay una escalera abierta. Periódicamente, el propietario del edificio ha tenido dificultades con los inspectores de seguridad por culpa de esa escalera; querían cerrarla con un muro y pesadas puertas de cierre automático en cada piso; desde luego, ni hoy ni en las tres últimas décadas habrían concedido permiso para edificar una estructura tan elevada con una escalera abierta. Sus ramas son los tres corredores, dos largos y uno corto, que irradian desde el tronco o pozo del ascensor central, y que, salvo pequeños detalles, son idénticos en cada nivel. Desde el piso superior, un último tramo de escalera, a modo de rama inclinada, conduce a través de una puerta robusta (cerrada por afuera pero que se abre desde el interior, cosa que obedece a otra regulación de seguridad en caso de incendio) al tejado y el macizo cobertizo que alberga el motor del ascensor y los anticuados relés mecánicos. No obstante, tampoco vamos a cruzar esa puerta para observar el contaminado pero, de todos modos, impresionante paisaje urbano y buscar alguna estrella solitaria o, lo que sería más raro todavía, una ventana interesante.

    En la planta baja, uno de los largos corredores conducía a la puerta de la calle, y en los pisos superiores a la salida de emergencia principal. El pasillo corto no tenía salida (el inspector de seguridad también menearía la cabeza y frunciría el ceño si viera eso).

    Sin duda, aunque sólo sea para complacer a los minuciosos, ahora hemos de mencionar el micromundo del árbol de apartamentos, sus ramitas y hojuelas más minúsculas. Por decirlo de algún modo: todas las grietas y hendiduras (y agujeros de ratas y ratones, si los hay) en paredes, techos y suelos, algunos de los cuales quizá conduzca a unos espacios más amplios, aunque de todos modos, reducidos.

    Pero sería una descortesía por nuestra parte divagar tan frívolamente por el extraño y laberíntico árbol de apartamentos, con su anguloso fruto prohibido de uno y dos dormitorios, cuando Ramsey Ryker, un anciano alto y demacrado, parecido de algún modo a un espantapájaros bien vestido, nos espera con sus problemas y preocupaciones, igualmente extraños y tortuosos. Las negras pesadillas son, con mucho, las peores y, en cierto sentido, también la causa, o por lo menos el preludio, de todos los demás.

    Aunque de una manera un tanto demorada, aquéllas eran las peores pesadillas que Ramsey recordaba haber tenido en las siete décadas de su vida. Eran las únicas, incluso los únicos sueños de cualquier clase, que no tenían ningún elemento visual (de ahí que fueran «negras») y consistían solamente en sonidos, tacto, sensaciones intramusculares y olores. El negro era intenso, con el color de la tinta, un negro de noche sin luna ni estrellas, de hollín, de pez. Ni siquiera contenía ninguno de esos débiles y agitados puntos luminosos, a veces coloreados, que vemos al cerrar los ojos en una oscuridad absoluta, como si los bastones y conos de nuestra retina se encendieran sin que les alcanzara ningún fotón de luz exterior. No, la única luz en las pesadillas del anciano, si es que había alguna, era de la clase fantasmal con que están pintados los recuerdos: un destello rápido, que a veces parece extenso, pero que empieza a desvanecerse al instante y nunca parece estar en la retina, algo más fantasmal incluso que la pululación nebulosa bajo los párpados en la oscuridad más profunda.

    El viejo tenía pesadillas de ésas cada dos o tres noches, casi con la regularidad de un reloj, desde hacía por lo menos un mes, por lo que empezaban a preocuparle seriamente y a oprimirle. Hasta ahora he usado el plural, pero en realidad debería hablar de una única pesadilla, repetida con los cambios en sus detalles precisos para convencerle de que experimentaba nuevas pesadillas y no se limitaba a recordar la primera. Esto las hacía más amenazantes y aterradoras; sabía, hasta cierto punto, lo que se avecinaba, y sufría más a causa de ello.

    Cada «sesión» de su aterrador sueño sin luz, las noches en que su subconsciente decidía montar un número, empezaba de la misma manera. Gradualmente, como si su mente se alzara con dificultad de unas honduras inimaginables de sueño, era consciente de que estaba tendido, desnudo, boca arriba, con los brazos extendidos en los costados, pero no estaba en su cama, pues la superficie bajo él era demasiado rugosa y dura.

    Respiraba someramente y con dificultad, o más bien descubría que si trataba de comprobar su respiración, acelerarla o reducirla, hinchar más el pecho, corría el riesgo de producir un espasmo estrangulador o un ataque de tos, perspectiva que le asustaba, y procuraba evitar que ocurriera.

    En su sueño quería investigar esto, explorar el espacio a su alrededor, y trataba de levantar un brazo, de estirar una pierna a un lado…, y descubría que no podía hacerlo. Cuando trataba de realizar algún movimiento considerable con sus miembros, se daba cuenta de que estaba paralizado, y esto, naturalmente, le aterraba y le empujaba hacia el pánico. Apenas podía evitar abandonarse a inútiles esfuerzos para mover su cuerpo, tratar de retorcerse, sollozar y echarse a gritar.

    Luego, cuando su pánico cedía lentamente, cuando se obligaba a soportar en silencio esta limitación de sus acciones, descubría que su parálisis no era completa. Entonces, si se esforzaba, lentamente podía moverse un poco, menear la cabeza a uno y otro lado, contorsionar un poco los músculos superficiales y la piel bajo los hombros, en la espalda, las nalgas y las piernas, agitar lentamente los talones y las puntas de los dedos. De este modo, descubría que la superficie dura sobre la que estaba tendido se hallaba formada por ásperos listones muy juntos y muy polvorientos, o más bien cubiertos de partículas duras.

    Tenía entonces en su sueño una sensación de sonido. Al principio, parecía el rumor normal de cualquier gran ciudad, pero luego empezaba a distinguir en él un ligero crujido y un ínfimo y muy rápido chasquido que estaba mucho más cerca y parecía aproximarse cada vez más. Entonces, pensaba en insectos y arañas, le inundaba una nueva oleada de terror y tenía que esforzarse de nuevo para no ceder a la histeria. En ese momento de su sueño solía pensar en ejércitos de cucarachas, tan normales en las grandes ciudades como los ruidos y, aunque su repulsión iba en aumento, su terror se desvanecía. ¡Asquerosas criaturas! Pero ¿quién podía temerlas? Cierto que su querida esposa, muerta cinco años atrás, temía pisarlas en la oscuridad y oír el crujido. (A él le resultaba bastante difícil entender esa reacción. Si no le causaba un placer, por lo menos le satisfacía pisar a las cucarachas o aplastarlas en la pica.)

    Lo más probable era que su atención regresara al susurro, al gruñido, al ligero zumbido, al componente algo nasal del sonido general, y entonces empezaba a oír voces, aunque apenas podía identificar las palabras o las frases… Eran como las voces de una multitud que sale de un teatro, un campo de béisbol o una sala de reuniones, comentando y discutiendo, monótona y cansinamente, sobre lo que acababan de ver u oír. Voces sobre todo masculinas, cínicas, sarcásticas, desaprobadoras, mezquinas, soñolientas y salvajes, e ignorantes, muy ignorantes, de eso estaba seguro. Nunca tenían el volumen que debería corresponderles, siempre daban una impresión de pequeñez. (¿Sería duro de oído en sus pesadillas? ¿Acaso soñaba que se quedaba sordo?) ¿Eran voces de niños depravados? No, eran mucho más bajas, con tonos guturales profundos. Una vez se preguntó si serían enanos, y pasó por su mente la idea de que un hombre tendido es aún más bajo que cualquier enano.

    Sus sentidos sufrían asaltos acumulativos, y al sonido seguía el olor. Era primero un olor seco, rancio, un olor a largo encierro, y de algún modo parecía tan natural que no distinguía los distintos matices. Pero luego olía a humo y conocía una clase especial de temor… ¿Iban a quemarle vivo, sin que pudiera moverse? ¿Y oiría sirenas de coches de bomberos, amortiguadas por la distancia y los muros aislantes, unos coches que no serían mayores que los de juguete?

    Poco después podía identificar el olor con mayor precisión: era humo de tabaco, sobre todo de apestosos cigarros, y recordaba que su difunta esposa detestaba ese olor, a pesar de que ella misma fumaba cigarrillos.

    Seguía una serie de olores secundarios: efluvios de lavabo y los fuertes y baratos desodorantes utilizados para neutralizarlos, olor de cuerpos viejos, el hedor a pescado sin lavar, olores de vestuarios, de cerveza, de desinfectantes, de vómitos cargados de vino… Y todo ello muy en consonancia con el débil gruñido.

    Tras el sonido y el olor, el tacto. Lo notaba detrás del lóbulo de la oreja derecha, en el ángulo deprimido de la mandíbula, donde una rama de la carótida pulsa cerca de la superficie. Era como una presión exploradora de la punta de algo que podría ser el pulgar de un bebé, la goma de borrar en el extremo de un lápiz, el hocico de un ratón o de una culebra, el puño de un embrión, un cigarrillo sin encender, un supositorio, el falo de un maniquí viril… Un sondeo y un empuje que no se detenían ni se alejaban.

    En ese punto, o tal vez antes, el sueño se convertía en una pesadilla total. El anciano intentaba mover la cabeza a los lados, se debatía, tratando de saltar por el borde de la superficie sobre la que estaba inmovilizado, de agitar brazos y piernas y echarse a gritar sin tener en cuenta los efectos en su respiración. Pero descubría que la parálisis seguía atenazándole, que se intensificaba cuanto más se debatía, y sus cuerdas vocales estaban tan rígidas como si estuvieran dando las últimas boqueadas de su vida.

    Y entonces, más toques similares a los de antes, como de una marioneta, en el costado, en el muslo, entre dos dedos, arriba y abajo de su cuerpo. Los sonidos y olores aumentaban a medida que pesaba sobre él una opresión general sofocante. Por su imaginación cruzaban destellos de grotescas visiones que, como los de la memoria, difieren tanto de la visión real. Veía una multitud de rechonchos liliputienses, muñecos vivientes de mandíbulas oscuras y frente estrecha, gruesos y feos, de pie o apoyados en actitudes de vestuario, cada uno de ellos acariciando con una mano bajo la panza el pene semierecto, con una lascivia indiferente, al tiempo que sostenían con la otra mano una lata de cerveza, un cigarro o ambas cosas a la vez, mientras mantenían una incesante charla sobre crímenes, deportes, sexo, poder y ganancias. El anciano imaginaba los diminutos glandes presionándole en todas partes, como si le envolvieran cada vez más en una manta de goma formada por minúsculos botones elásticos.

    En ese momento hacía un esfuerzo supremo para levantar la cabeza, exponiéndose a sufrir un ataque cardiaco, luchando por cada milímetro de avance hacia arriba, y descubría que la frente y la nariz se aplastaban contra una áspera superficie rugosa que estaba a menos de diez centímetros por encima de él, como la tapa plana de un ataúd.

    Entonces, y sólo entonces, en aquel instante de horror sin límite, se despertaba al fin, se estiraba metódicamente en la cama, jadeando sólo un poco, con una patética erección que más parecía el síntoma de alguna enfermedad mortal que un preludio de placer.

    El lector podría objetar que al entrar en el dormitorio de Ramsey hemos rebasado los límites del árbol de apartamentos impuestos a las acciones de este relato, pero no es así, puesto que tan sólo hemos examinado los recuerdos que de sus pesadillas tenía el anciano, recuerdos que nunca tienen la fuerza de la realidad. Y así nos hemos asomado a su sueño, quizá hemos entrado en su dormitorio, pero no hemos encendido la luz. Y lo mismo se puede decir de sus pensamientos y reacciones ante esa erección que le turbaba al despertar de su pesadilla y que le parecía más una mórbida tumoración cancerosa que una tumescencia prometedora de delicias carnales.

    Ahora bien, Ramsey era un hombre que había vivido lo bastante como para preguntarse si sus pesadillas eran una expresión, aunque desusada y muy extravagante, de una creciente excitación sexual, como parecían indicar sus invariables erecciones al despertar; o si la descarga de esa creciente presión sexual no tendría como resultado el cese de las pesadillas o, por lo menos, su disminución en número e intensidad. Por un lado, su soledad era muy estricta: desde que falleció su esposa, cinco años antes, suceso que coincidió con su jubilación y su traslado a aquella vivienda, no había vuelto a tener relaciones íntimas. Por otro lado, tenía un profundo prejuicio personal contra la masturbación, sin ninguna base moral o religiosa, sino simplemente porque estaba convencido de que ese acto exige un cómplice o compañero para que sea efectivamente real. Por muy distante y tenue que sea la relación entre las dos personas, es preciso aventurarse al mundo real y hacer algo en él, aunque sea algo muy leve.

    Sin duda, en esta postura había sombras de un sentimiento de culpabilidad, pues en su lejana infancia absorbió toda clase de nociones erróneas acerca de la insalubridad del autoerotismo, y seguían influyendo en sus sentimientos, y posiblemente también en su intelecto. Influía también la ética laboral del protestantismo, según la cual todo tiene su precio, y hay que trabajar, sudar y sufrir por cada cosa que se quiere conseguir.

    Es posible que en la actitud del viejo hubiera también un toque de la romántica creencia de que el sexo no merece la pena si no está sazonado con el peligro, lo cual requiere también que uno se aventure más allá de sí mismo.

    Unos ocho meses atrás, en la última ocasión en que Ramsey percibió signos de tensión sexual creciente (signos que eran mucho más grotescamente inapropiados, temibles, opresivos y deprimentes que sus actuales pesadillas, las cuales parecían terminar con un fuerte atisbo de entierro prematuro), había imaginado la manera de liberar su tensión. Esta consistía en aventurarse unas cuatro manzanas por el mundo exterior (el mundo que se extendía al otro lado de la puerta del árbol de apartamentos) hasta un teatrito llamado Cabaña íntima. En aquel local, por un precio modesto (en estos tiempos de inflación), podía entrar en contacto con tres muchachas (se trataba de un contacto silencioso a través de un pesado vidrio opaco por el otro lado), las cuales se desnudaban y se exhibían íntimamente de una manera calculada para provocar la excitación.

    (Una pausa para observar que hemos vuelto a salir del árbol de apartamentos, pero sólo como una aventura recordada… Y, como hemos visto, la memoria es incluso menos real que el sueño.)

    El motivo por el que Ramsey no había vuelto a recurrir ni una sola vez a aquellas jóvenes en cuanto empezaron las pesadillas con sus reveladoras erecciones terminales, presentando pruebas de una creciente tensión sexual, aunque no lo hiciera el contenido de las peculiares pesadillas, era que la representación de las chicas, aunque fue suficiente para sus propósitos, le pareció bastante turbadora moralmente e insatisfactoria en algunos aspectos desde un punto de vista estético, y dio origen a varias reflexiones tristes y nostálgicas cuando repitió mentalmente el espectáculo.

    Agachando la cabeza bajo una pequeña marquesina brillantemente iluminada, entró en el penumbroso vestíbulo de la Cabaña íntima. Depositó un billete de diez dólares sobre el mostrador, ante el joven barbudo, sin mirarle; recogió los dos dólares que le devolvió, con la amable explicación de que la tarifa era reducida para los señores de edad, y se unió a una media docena de hombres silenciosos que esperaban; la mayoría deambulaba por la sala, nerviosos y sin mirarse los unos a los otros.

    Tras una espera moderada, en la que el número de clientes fue aumentando, hubo un movimiento más allá de las cuerdas de terciopelo rojo, cuando acompañaron a los anteriores espectadores a una puerta de salida distinta. Al cabo de un par de minutos de pausa, apartaron una sección de cuerda roja, y los nuevos espectadores penetraron en un estrecho vestíbulo interior en el que había dos entradas oscuras, con unos cuatro metros de separación entre ambas. Ryker entró en cuarto lugar por la puerta de la izquierda, y se encontró en un pasillo curvo y poco iluminado. A la izquierda estaba la pared; a la derecha había una especie de armarios grandes, cubiertos en parte por gruesas cortinas, cada uno con una lóbrega ventana al fondo. Entró en la primera cabina desocupada (que resultó ser la segunda), cerró las cortinas tras él y se sentó torpemente ante la ventana, en un taburete de bar bastante bajo, único mueble que contenía el cubículo.

    La cabina era sofocantemente pequeña, y Ryker calculó que el espacio del suelo sería el de la mitad del ascensor que había en el árbol de apartamentos, la capacidad del cual era de seis personas.

    Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad de la cabina y a la penumbra de la estancia más grande que había al otro lado de la ventana, vio que aquélla era más o menos circular, con una serie de espejos rectangulares en la pared, y se dio cuenta de que cada uno de ellos debía de corresponder a una cabina como la suya, con excepción de uno de los espacios cubierto por una estrecha cortina que llegaba hasta el suelo. De algún invisible altavoz surgía una suave música de jazz con un toque de blues.

    Las ventanas estaban enmarcadas por hileras de bombillas blancas, apenas encendidas; probablemente la intensidad de la luz se regulaba con un reóstato. El suelo tenía una gruesa moqueta de color claro, y había algunos almohadones esparcidos. Del techo, colgaban cuatro cuerdas de terciopelo, más delgadas que las del vestíbulo, cada una terminada en un asidero de cuero acolchado. Con inquietud, Ryker reparó también en dos raquetas recubiertas de terciopelo, no mayores que paletas de ping-pong, sobre uno de los almohadones. La penumbra daba a todas las cosas un matiz negruzco, como si un fino hollín cayera continuamente del techo.

    Percibió una agitación en las otras cabinas y vio que una muchacha había entrado en la sala de los espejos mientras él tenía su atención fija en las raquetas. Al principio, no se veía bien si estaba desnuda o vestida, pero a medida que empezó a caminar, sin apenas mirar los espejos, el rostro hacia adelante como el de un sonámbulo, el volumen de la música empezó a aumentar y las luces también fueron haciéndose más brillantes. Ryker vio que era rubia y que podría tener cualquier edad entre diecinueve y veintinueve años, cosa que sería imposible saber con exactitud. Confió en que tuviera diecinueve. Llevaba un sostén ribeteado por lo que parecían tiras de piel de conejo blanco. Un diminuto delantal de la misma clase de piel colgaba sobre la entrepierna, adherido a alguna clase de taparrabo, y calzaba unas botas cortas de piel, también de conejo blanco.

    La chica bostezó y se estiró, miró a su alrededor y entonces se desprendió rápidamente del sucinto atuendo, pero en vez de dejarlo caer al suelo o dejarlo sobre uno de los almohadones, lo llevó a la entrada cubierta por una cortina que interrumpía la pared de los espejos y lo entregó a alguien que debía de estar al otro lado. No iban a correr el riesgo de que la piel se ensuciara… ¿Cuántas representaciones diarias tenían que dar las chicas? Ryker también se dio cuenta de que los pasillos a izquierda y derecha que daban acceso a las cabinas no se unían detrás, como había imaginado al principio, sino que debía de haber un pasillo de entrada para la chica que actuaba. Menos mal que no había intentado dar toda la vuelta, revisando todas las cabinas antes de elegir una… Entonces, posiblemente, hubiera perdido la suya.

    La hendidura vertical en la cortina se ensanchó, y a la rubia, ahora desnuda, se le unió una morena también desnuda de la misma edad indeterminada. Se abrazaron tierna pero rutinariamente, como en un sueño, moviéndose al compás de la quejumbrosa música, y entonces se separaron, rozándose los pequeños senos, dejando que los dedos permanecieran unos instantes en los pezones erectos antes de deslizarlos hacia las vulvas respectivas. Entonces, por separado, emprendieron un recorrido alrededor de las cabinas, mirando a cada espejo al tiempo que se contorsionaban, arqueaban el cuerpo, movían la pelvis y agitaban las nalgas. La morena estaba frente a Ryker, al otro lado de la estancia, y la rubia, a la izquierda, iba acercándose. El viejo tenía la boca seca y su respiración se aceleraba. Se dijo que estaba entrando en erección, o le faltaba poco. Sentía celos por el tiempo que la rubia dedicaba a las demás ventanas, pero, de algún modo, temía que se acercara.

    Entonces, la vio contorsionándose ante él, con el semblante sin expresión, mirándole. ¿Podría verle? ¡Claro que no! Veía las ventanas al otro lado, y sólo reflejaban su propia ventana opaca. Pero supongamos que la chica se agachara y apretara el rostro contra el vidrio, colocando las manos a los lados para contrarrestar la luz… Retrocedió involuntariamente, se recobró de inmediato y casi con la misma celeridad acercó el rostro para admirar los senos que ella acariciaba lentamente. Sí, sí, pensó desesperada, sumisamente, eran pequeños, firmes, en modo alguno fláccidos, buenos pezones con grandes aureolas, espléndidos, sí, espléndidos, sí, espléndidos…

    Y entonces se vio obligado a seguir con la mirada las manos que descendían por la esbelta cintura, pasaban junto al ombligo y el claro vello púbico, y abrían los labios de la hendidura.

    Todo era muy confuso, aquellos pliegues y cintas membranosas, de brillante membrana roja y rosada. Desde luego, los genitales de un hombre son mucho más nítidos, más parecidos a un buen y claro diagrama, con un diseño más juicioso. Cuando era joven, siempre tenía demasiada prisa para detenerse a estudiar los genitales femeninos, estaba demasiado excitado y abrumado por la importancia de mantener la erección. Eso y la vieja y estúpida sensación de que uno no debe mirar, de que eso va contra las reglas y es una cosa sucia. Con su esposa siempre lo había hecho en la oscuridad, o casi siempre. Y ahora, cuando era viejo y le fallaba la vista… Un dedo delgado se separó de los que mantenían la hendidura abierta para señalar arriba y abajo, el clítoris y la vagina. ¿Por qué no señalaba también la uretra? Tenía que estar por allí, en alguna parte. Resultaba difícil distinguir el clítoris en medio de todo aquel culebreo rojizo…

    Y entonces, sin previo aviso, la mujer se dio la vuelta, se agachó y le miró entre las piernas abiertas; movió una mano hacia atrás e introdujo dos veces un dedo en el frunce oscuro del ano, como si dijera: «Y aquí tengo el ojete, ¿lo ves? Dios mío, cuánto cuesta haceros entender las cosas, estúpidos cabrones».

    La verdad es que aquello se parecía más a una lección de anatomía impartida por un cadáver hastiado y blanco como el rostro de un payaso, que a un picante cóctel erótico.

    Ryker se preguntó dónde estaba el más ligero atisbo de la incitante coquetería que en los viejos tiempos daba un sentido a aquella clase de espectáculos. La chica había entrado allí casi desnuda y se había despojado de las escasas prendas restantes con la picardía de quien se quita la dentadura postiza antes de acostarse. Ah, Señor, ¿sería así cómo se preparaban para llevar a cabo el acto en privado? ¿Ya no se les ocurría desabrocharse lentamente, cambiar de idea y abrocharse de nuevo? ¿No se besaban nunca a sí mismas, al tiempo que realizaban incitantes movimientos, y luego sonreían y hacían un guiño que significaba: «¡Ah, chiquillo, lo que tengo ahí abajo! ¿No te apetece…?»? ¿Y aquella provocación que se supera a sí misma, la exposición accidental de una parte privada, el fingimiento de embarazo, que conduce a nuevas revelaciones, como la que al querer cubrirse las rodillas deja al descubierto el trasero? ¿Dónde estaba la inocencia fingida, gazmoña o ingenua, la sensación de juego malicioso, de maldad precoz? Y, por encima de todo, ¿dónde estaba la sensación de que los tesoros de su cuerpo eran precisamente ésos? Sus posesiones más selectas y su orgullo principal, un secreto entre ella y tú, atesorados como el oro de un avaro, aunque compartidos alegre y generosamente al final.

    La muchacha, en vez de acertar a oír sus pensamientos (¡debían de ser audibles!) y tratar, por lo menos, de efectuar algunas correcciones en su conducta, finalmente agarró unos asideros en los ángulos de la ventana, colocó las plantas de los pies a los lados y se balanceó allí, abierta de piernas y doblada durante unos momentos, moviéndose adelante y atrás, como un mono esbelto e impasible, de modo que el espectador podía verlo todo a la vez: ano, vulva, clítoris… y uretra, fuese eso lo que fuere.

    Ese fue para Ryker el punto culminante de excitación o, en cualquier caso, de conmoción. Aunque apareció una tercera muchacha, y las otras dos la desnudaron, la ataron con las correas acolchadas que pendían de las cuerdas de terciopelo y empezaron a trabajarla con sus bocas y las paletas aterciopeladas, para el viejo aquél fue el punto culminante.

    Salió a la calle con una mezcla de sensaciones; aunque le parecía que llamaba mucho la atención, el alivio que experimentaba era mucho mayor. Se juró que no volvería a visitar un lugar donde reinaba tal ignorancia. Pero aquella noche tuvo un sueño del que despertó eyaculando. Al despertar, no pudo estar completamente seguro de si su mano habría contribuido y, en caso contrario, qué clase de sueño había tenido… Desde luego, no sería ninguna de aquellas pesadillas en las que le acosaban los duendes y le enterraban vivo. No, las pesadillas desaparecieron para siempre, o por lo menos durante los próximos cinco meses. Y cuando regresaron, contra todas sus esperanzas, cuando siguieron presentándose con regularidad y Ryker se encontró en el centro de un camino con las pesadillas a un lado y la Cabaña íntima al otro, cuando los días parecían secos como el polvo, se produjo la aliviadora interrupción de la Dama Desvanecida.

    Por lo que Ryker podía recordar, la primera vez que la vio ambos estaban en los extremos opuestos del largo y estrecho pasillo de entrada, a unos doce metros de distancia. Él había estado buscando el llavín ante la puerta de la calle, formada por un gran panel de vidrio con refuerzos metálicos enmarcado en gruesa madera de roble. Ella estaba de perfil, ante la puerta gris del ascensor, cuyo ventanuco estaba iluminado, lo cual indicaba que el camarín estaba allí. Una primera mirada bastó para aprobar sin reservas a la mujer (para algunos hombres la vida es un incesante concurso de belleza). Le gustó la elegancia con que el negro y largo abrigo se ajustaba hasta las rodillas; el aspecto pulcro de su cabeza, el cabello oscuro bien recogido o bajo un sombrero de forma acampanada. Inmediatamente, Ryker se preguntó si era joven y esbelta o mayor y muy delgada.

    Mientras seguía mirándola, con la llave detenida ante la cerradura, ella volvió la cabeza en su dirección y el corazón del viejo le dio un pequeño salto. «Me ha mirado», pensó, aunque el corredor estaba poco iluminado y desde aquella distancia un rostro era poco más que un óvalo pálido con unas manchas por ojos, que ahora su cabello o sombrero lo convertían en un óvalo ensombrecido. Aquel rostro no revelaría su edad más de lo que lo había hecho el perfil. Sea como fuere, ahora aquel rostro estaba vuelto hacia él.

    Todo esto sucedió muy rápidamente.

    Entonces, Ryker tuvo que mirar la cerradura a fin de introducir la llave (incómoda operación que parecía requerir más tiempo a cada año que pasaba), hacerla girar (a veces se olvidaba del lado hacia el que debía hacerlo) y empujar la puerta con la otra mano. Para cuando hizo todo eso, la mujer ya no estaba a la vista.

    No había podido utilizar el ascensor para subir o bajar, se dijo el anciano mientras recorría el pasillo con más rapidez de la que se proponía, pues el ventanuco de la puerta seguía iluminado. Debía de haber salido por la derecha, donde estaban la escalera, los buzones, la puerta y la ventana del administrador de la finca y, más allá, los pasillos traseros de la planta baja.

    Pero cuando llegó al vestíbulo, éste estaba vacío y la ventana del administrador desocupada, aunque aún no estaba a oscuras y cerrada para la noche. La mujer debía de haber subido por la escalera o bien entrado en un apartamento de aquel piso, aunque Ryker no oyó el menor ruido de pisadas o el cierre de una puerta para confirmar esa teoría.

    Al abrir la puerta del ascensor tuvo la curiosa corazonada de que la encontraría allí esperándole, que la mujer había entrado en el camarín mientras él abría la puerta, pero no había apretado ningún botón. ¡Para que uno se fíe de las corazonadas! Oprimió el botón del piso decimocuarto, y cuando llegó ya había olvidado el incidente, aunque cierta melancolía embargaba su estado de ánimo general.

    Probablemente lo habría olvidado por completo si al día siguiente por la tarde, cuando regresaba de un paseo bastante largo, no le hubiera ocurrido lo mismo, una repetición de todo el incidente con sólo unas pequeñas variaciones. Por ejemplo, esta vez los ojos de la mujer apenas parecieron mirar en su dirección; no tuvo la misma sensación de una mirada directa. Algo brillaba ligeramente en el pecho de la dama, como si llevara alguna clase de joya, un colgante con una gema, o más probablemente un broche, puesto que llevaba el abrigo muy ceñido. Ryker estaba seguro de que se trataba de la misma persona, y experimentó la misma sensación instantánea de aprobación o atracción, sólo que esta vez más intensa (lo cual, como se dijo más tarde, era natural). Esta vez recorrió el pasillo con más rapidez todavía, sin detenerse a revisar la escalera y el pasillo trasero, aunque su posibilidad de oír ruido de pisadas o una puerta al cerrarse fue neutralizada por la sirena de una ambulancia que pasaba en aquel momento por la calle. Regresó pensativo al vestíbulo y vio que no estaba el camarín del ascensor, pero bajó casi inmediatamente y salió de él un vecino al que reconoció, uno del tercer o cuarto piso. Ryker le hizo una pregunta y el hombre, bastante perplejo, respondió que creía haber llamado directamente el ascensor desde el primer piso y que estaba vacío cuando llegó al suyo.

    El viejo le dio las gracias y entró en el camarín.

    El papel gris plateado con que estaban cubiertas las paredes del ascensor, y los apliques pulimentados, le hacían parecer muy moderno. Otro toque distinguido era la pequeña ventana de la puerta, que se correspondía con las puertas de los pisos cuando ambas estaban cerradas, de modo que el pasajero tenía un lento atisbo de cada piso a medida que pasaba, como ahora Ryker vio pasar el segundo piso. Pero lo cierto es que era un antiguo aparato arreglado, lo mismo que su mecanismo de funcionamiento. Había que apretar el botón durante un tiempo considerable para que el camarín respondiera, pues funcionaba mediante unos relés mecánicos que estaban en el cobertizo del tejado, y no por la respuesta instantánea al contacto como ocurre con los modernos sistemas electrónicos. Por otra parte, no podía recordar varias instrucciones y obedecerlas por orden, como ocurre con los ascensores modernos; obedecía una sola orden y luego esperaba a que le dieran la siguiente manualmente.

    Ryker era muy consciente de la diferencia entre automático y manual, pues durante los últimos cinco años había variado sus propias actividades corporales, pasando de automático a manual: correr (¡sería más correcto llamarlo un trotecillo pesado y torpe!), bajar y subir la escalera, salir a la calle, vestirse e incluso escribir. En otro tiempo podía conectar el dispositivo automático para hacer todas esas cosas y pensar en otra, pero ahora cada vez tenía que hacer más y más cosas por sus pasos contados, y también mantenerse atento y pensar en cada paso, como un bebé que aprende (salvo que él nunca aprendía, no volvía a ser capaz de hacer cosas automáticamente). Y todo requería mucho más tiempo. A veces tenía que permanecer muy quieto incluso para pensar.

    Otro piso se deslizó lentamente ante el ventanuco y Ryker vio el número pintado en la pared del pozo, bajo la ventanita de la puerta: el quinto. ¡Qué viaje tan lento!

    Gran parte de los pensamientos de Ryker tenían lugar en el ascensor del árbol de apartamentos, pues no estaba tan lleno de soledad y recuerdos acechantes como lo estaba el piso, ni rebosaba de los pequeños peligros y hostilidades que ocupaban su mente cuando estaba en la calle. Era un mundo intermedio entre aquellos dos, una pausa relajante entre dos clases de opresión; un mundo habitado sólo por las personas anónimas con quienes compartía su semivida presente, el epílogo de su vida, muy distintas de las personas reales, de las que, desde la muerte de su esposa y la jubilación, se había distanciado a propósito.

    Los actuales inquilinos del árbol de apartamentos constituían un grupo de carcamales. Por lo menos la mitad de ellos eran tan viejos como Ryker y, por lo que él podía juzgar, muchos se encontraban en el mismo epílogo vital. Quizá la cuarta parte de ellos eran de edad mediana, y éstos eran los que menos le gustaban, pues estaban llenos de tensiones, de cosas que él intentaba olvidar. Los jóvenes eran los menos, siempre se apresuraban por el árbol de apartamentos con el sistema automático a toda marcha, como si aquel lugar no tuviera el menor interés y fuera una completa pérdida de tiempo.

    A él no se lo parecía. Más bien, le parecía el único lugar donde podía pensar y observar atentamente al mismo tiempo, un sitio tranquilo donde hacer una pausa. La idea de los fantasmas (si creía en tales) que rondaban la vecindad donde habían muerto no le parecía extraña… La mayoría de ellos habían pasado sus últimos años estudiando la zona con el mayor detalle, imprimiendo sus espíritus en los mismos átomos del lugar, mientras la zona se iba empequeñeciendo cada vez más, como si fueran escarabajos alrededor de un clavo al que estuvieran atados por un hilo que se enrollara poco a poco, haciéndose más corto a cada circunvolución.

    Apareció fugazmente otra ventanita con su número: sólo. el piso octavo. ¡Señor, qué velocidad de caracol o de rana de pozo!

    El único inquilino del árbol de apartamentos con quien Ryker tenía una relación que iba más allá del mero reconocimiento (a los demás sólo les saludaba con una inclinación de cabeza, sin llegar nunca al intercambio verbal) era Clancy, el rudo administrador y portero del edificio, guardián de las puertas del árbol de apartamentos y cronista del mismo, un bombero jubilado que sabía ofrecerse a los demás y ser útil sin hacerse opresivo o servil. La señora Clancy era una persona respetable y con modales de portera, y Ryker se sentía incómodo con ella. Prefería tratar siempre con su marido, y en el transcurso de los años había surgido entre ellos una amistad verdadera, pero estrictamente limitada (su trato nunca pasaba de «Clancy» y «señor Ryker»).

    El número 12 apareció y desapareció en la ventanilla. Ryker mantuvo la mirada fija en el rectángulo vacío y soltó su acostumbrada risita al ver que el siguiente número que aparecía era el 14, sin respetar el orden lógico. ¡Qué poderosa, qué inextinguible es la superstición! (Sin embargo, el trayecto entre los dos últimos pisos, el decimosegundo y el decimocuarto, siempre parecía una fracción más largo. Había ahí materia de reflexión. ¿Acaso se cansaban los ascensores? ¿Quizá era debido a que la atmósfera se enrarecía más a medida que aumentaba la altura?)

    La ventana por encima del número 14 quedó ante la del ascensor, se oyó un chasquido, la puerta gris se deslizó a un lado y Ryker empujó la puerta exterior. Al hacerlo, soltó otra risita que era a la vez alegre y sardónica. Acababa de darse cuenta de que, después de todos sus desplazamientos por el edificio, al fin se había interesado por uno de sus desconocidos compañeros de viaje. Aquel mundo del árbol de apartamentos albergaba también a la Dama Desvanecida.

    Era sorprendente lo animado que se sentía.

    Como respuesta a esa sensación y a sus incipientes esperanzas no claramente definidas, durante los tres días siguientes no vio a la Dama Desvanecida, aunque se buscó un par de gestiones que le hicieran volver tarde al árbol de apartamentos, y cuando la atisbo, al cuarto día, las circunstancias fueron distintas de las de sus dos primeros encuentros.

    Al regresar de otra de sus salidas crepusculares y abrir la pesada puerta de la calle, observó que el vestíbulo y el corredor estaban un poco más oscuros que de costumbre, como si hubiera desaparecido una pequeña fuente de luz normal, produciendo el efecto de un agujero negro que apareciera de súbito en la textura de la realidad. Echó a andar con cautela y vio la explicación. Las puertas del ascensor estaban abiertas, pero habían apagado (o se había fundido) la luz en el techo del camarín, y así, donde debería haber estado una puerta gris brillante por reflejo, había un sombrío rectángulo vertical.

    Y entonces, al avanzar más, vio que el camarín no estaba vacío. La luz que penetraba en él, procedente del aplique que había en el techo del vestíbulo, reveló la esbelta figura de la Dama Desvanecida, apoyada en la pared del camarín, tras la columna de botones. La luz no iluminaba su cabeza, pero mostraba el resto de la figura bastante bien, su postura, que reflejaba abatimiento, su quietud y pasividad.

    Al aumentar de manera imperceptible la rapidez de su paso hacia la mujer, la luz sesgada fue revelando detalles en la oscuridad, casi como si los invocara: el brillo de unos zapatos negros, el color oscuro de unas medias y el matiz fosco intermedio del abrigo, al que parecía ajustar bien al cuerpo la mano más cercana, enfundada en un guante negro, y del que parecían brotar tenues destellos diamantinos, como una ligerísima lluvia de chispas espectrales, tan débiles que Ryker no podía estar seguro de si eran reales o si se trataba de esos puntos de luz que fraguan los ojos en la oscuridad. La otra mano enguantada sostenía un pequeño objeto metálico que el viejo tomó primero por la llave de un apartamento, preparada con bastante anticipación al momento de tener que usarla, como hacen ciertas personas nerviosas, pero entonces vio que era demasiado estrecho y largo para ser una llave.

    Ryker notó que aumentaba su tensión y le faltaba el aliento, así como una sensación de extrañeza, y, de improviso, cuando estaba a punto de entrar en el camarín y encender la luz, se oyó a sí mismo musitar: «Dispense, primero he de echar un vistazo al buzón». Sus pasos se dirigieron a la derecha, con firmeza pero sin precipitarse, y sin la menor vacilación.

    Durante unos instantes se sintió perplejo por aquel súbito acceso de timidez, aquella renuncia a lo que había creído que quería hacer, hasta el punto de que había sacado las llaves y acercaba la más pequeña ala cerradura del buzón que, como siempre, ya había revisado al mediodía, antes de dar media vuelta con un bufido de impaciencia y reprensión, y pasó apresuradamente ante la ventana cerrada del administrador y la escalera.

    Las puertas del ascensor estaban cerradas y el ventanuco brillaba, pero en cuanto el viejo cogió el picaporte para abrir la puerta, el rectángulo brillante se fue estrechando hasta desaparecer, el ascensor emitió un gruñido ahogado mientras el camarín ascendía y la puerta se resistió al tirón. Ryker soltó un juramento y aplicó el oído a la puerta, escuchando atentamente. Pronto -le pareció que no habían transcurrido más de cinco o seis segundos-, oyó que el camarín se detenía y el ruido de la puerta al abrirse. Al instante, apretó el botón y, poco después, oyó que la puerta se cerraba y empezaba de nuevo el gruñido. ¿Era más fuerte o más suave? ¿Bajaba o subía? ¡Más fuerte! No tardó en llegar y Ryker abrió la puerta…, para sorpresa del ocupante: una dama rolliza con un abrigo verde.

    La mujer enarcó las cejas ante las preguntas del viejo, como había ocurrido en la ocasión anterior. Dijo que estaba en el tercer piso cuando llamó al ascensor. No, no lo ocupaba nadie cuando llegó, no salió nadie, estaba vacío. Sí, la luz estaba apagada cuando llegó, pero no por eso habría dejado de ver a alguien…, y ella la había encendido. Nada más entrar en el ascensor, empezó a bajar. ¿Había estado él apretando el botón? Bueno, ella también lo había hecho, el de la planta baja. ¿Qué importaba?

    La mujer, se dirigió a la puerta de la calle y volvió la cabeza para mirar dubitativa a Ryker, como si pensara que, al margen de lo que aquel hombre excitado se propusiera, ni siquiera quería que se enterase de dónde vivía ella.

    Ryker trató de explicarse lo ocurrido. ¿Habría tenido tiempo la mujer de negro para salir y cerrar silenciosamente las puertas, apresurándose por el largo pasillo o subiendo de puntillas la escalera antes de que el ascensor subiera al tercer piso? Sí, era posible, pero tendría que haberlo hecho con una rapidez casi increíble. ¿Podría haber imaginado a aquella mujer, proyectándola en la oscuridad del camarín, por así decirlo? ¿O acaso la mujer del abrigo verde mentía? ¿Estarían aliadas ella y la Dama Desvanecida? Todas estas preguntas le absorbieron durante un buen rato, por lo que pasó algún tiempo antes de que intentara analizar las razones por las que se había traicionado a sí mismo.

    Se dijo que, en primer lugar, tal había sido su deseo de verla de cerca que no se tomó la molestia de preguntarse qué haría una vez que lo hubiera conseguido, cómo entablaría conversación si estaban juntos y solos en el camarín, y estos interrogantes, surgidos de pronto en su mente, le habían hecho titubear. También tenía que admitir su hábito de evitar automáticamente todo contacto íntimo con mujeres, salvo su madre y su esposa, sobre todo cuando la ocasión de hacerlo era imprevista y repentina. También era posible que, sin darse cuenta, le hubiera asustado un poco aquella persona misteriosa que le excitaba eróticamente… El árbol de apartamentos estaba siempre poco iluminado, nunca había nadie más presente cuando la mujer aparecía, en la actitud de ésta había un matiz de aflicción y melancolía (aunque probablemente eso formaba parte de su atractivo) y, por último, se había desvanecido en tres ocasiones sin ninguna explicación plausible. Así pues, no era extraño que Ryker se hubiera abstenido de entrar en el ascensor, ya que la misma oscuridad de éste sugería una trampa. (Eso le hizo recordar otra cosa curiosa, y era que no sólo se había apagado la luz interior del ascensor, sino que la puerta, que siempre se cerraba automáticamente a menos que alguien la mantuviera abierta o impidiera su cierre trabándola con un objeto bastante pesado, como una maleta o una bolsa de compras bien cargada, había estado abierta, y no podía recordar que hubiera visto ninguno de esos objetos o alguna otra forma de sujeción o cuña. Era un misterio. De hecho, era tan misterioso como sus sueños de sofocación, los cuales, desde que empezó a aparecer la Dama Desvanecida, habían disminuido en número e intensidad.)

    Ahora que había pensado a fondo en lo ocurrido, hizo un esfuerzo por tomarse las cosas con filosofía. Se dijo que si volvía a presentarse una situación parecida se comportaría con más aplomo.

    Pero la próxima vez que la Dama Desvanecida apareció ante los ojos de Ramsey, lo hizo en unas condiciones que no requerían esa clase de valor. Había otras personas presentes.

    Al regresar a la calle, encontró el ascensor vacío y esperándole, pero oyó que otras personas se aproximaban y no le pareció correcto marcharse sin ellas…, aunque bien sabía Dios que muchas veces le habían dejado atrás en las mismas circunstancias. Esperó servicialmente, sujetando la puerta abierta. También había ocasiones en que esa cortesía era inútil, pues la gente se dirigía a un piso de la planta baja, o bien se trataba de una mujer que buscaba alguna excusa para no subir a solas con él.

    Por fin llegaron las personas: dos mujeres de edad mediana y un hombre, el cual insistió en sujetar la puerta. Ryker cedió sin discutir y se situó en el fondo del camarín; las dos mujeres le siguieron, pero el hombre no entró, se quedó manteniendo la puerta abierta, esperaba a una tercera persona a la que, evidentemente, había oído llegar tras ellos.

    No se trataba de una persona, sino de una pareja de ancianos. El hombre insistió en sujetar la puerta para que aquel segundo hombre y su anciana esposa entraran. Ryker contó seis personas y se dijo que el ascensor estaba al completo. Pero entonces, cuando la puerta exterior se estaba cerrando, alguien la retuvo desde afuera, y la persona que entró en último lugar era la Dama Desvanecida.

    De no haber sido alto, Ramsey no podría haberla visto, pues el camarín estaba ahora casi incómodamente cargado, aunque ninguno de los presentes era un peso pesado. Atisbo un triángulo de rostro pálido bajo unos negros y brillantes ojos que se fijaron un instante en los de él, cosa que le produjo un estremecimiento de excitación, o algo parecido. Entonces, la mujer giró sobre sus talones y miró al frente, como todos los demás. El corazón de Ryker latía con fuerza, y tenía un nudo en la garganta. Veía el lustre del pelo negro y el abrigo, el fieltro apagado del sombrero muy ceñido, y lo miraba todo con arrobamiento. Por lo poco que veía del rostro, decidió que era joven o que estaba muy maquillada.

    El ascensor se detuvo en el séptimo piso. La mujer salió sin mirar atrás y la pareja de ancianos la siguieron. Ryker deseaba hacer algo, pero no sabía qué, y alguien apretó otro botón.

    Cuando el ascensor continuó su recorrido, se dio cuenta de que también él podría haberse bajado en aquel piso y así, por lo menos, habría visto adonde iba la misteriosa dama, habría descubierto el número de su apartamento. Pero no actuó con la suficiente rapidez, además era bastante probable que algunas de aquellas personas supiesen que él iba al piso decimocuarto: habrían hecho cabalas si descendía allí.

    Los demás bajaron en el piso doce, así que él subió solo el último piso, el piso que numéricamente constaba de dos, que en realidad era uno solo, pero que siempre parecía requerir algo más de tiempo, el cansancio del ascensor… Era cosa de risa.

    Al día siguiente, Ryker examinó los nombres en los buzones del séptimo piso, pero no le sirvió de mucho. En general, sólo constaban los apellidos, con una o dos iniciales como máximo. Ésa era la regla. No había ninguna indicación de sexo o estado civil. Y, como siempre, una tercera parte estaban señalados tan sólo con la palabra OCUPADO. Recordó que le habían dicho que así era más seguro (puesto que se evitaban las llamadas telefónicas anónimas y los intentos de embaucamiento), aunque el sistema siempre pareciera sospechoso, vagamente criminal.

    Aquella misma tarde, cuando regresaba de la calle, vio que un hombre mantenía abierta la puerta del ascensor para que entraran dos señoras de edad. Aceleró el paso, pero el hombre no miró en su dirección antes de seguir a las mujeres.

    Precisamente en aquel momento, llegó la Dama Desvanecida, sujetó diestramente la puerta que se cerraba y, tras dirigir una mirada por encima del hombro a Ryker, entró tras el otro caballero. Aunque Ryker estaba demasiado lejos para ver los ojos de la mujer más que como dos destellos gemelos, experimentó el mismo estremecimiento arrobador que en la última ocasión, y también ahora el corazón le latió con más fuerza.

    Se apresuró, pero, mientras andaba, la luz del ventanuco en la puerta gris se diluyó a medida que el ascensor subía. Unos segundos después, se encontraba ante la puerta cerrada por medio de un sistema eléctrico, con su ventanita oscura. Entristecido, se quedó contemplando el botón y el pequeño círculo indicador encima de él, ahora con un colérico color rojo revelador de que el ascensor estaba en uso y no respondía a ninguna llamada.

    Se reprochó no haber pensado en gritar: «Por favor, espéreme», pero apenas había tenido tiempo para pensar y, además, eso habría sido un considerable desvío de su conducta normal, habitualmente silenciosa. ¡Otra derrota, una frustración más en su deseo de aproximarse a la Dama Desvanecida! Ojalá aquel ascensor tuviera, como en los edificios de oficinas o los hoteles, un indicador más amplio al lado o encima de la puerta, que revelara por qué piso pasaba en cada momento, de modo que uno pudiera seguir el trayecto. Sería útil saber si volvía a detenerse en el séptimo piso, pues cuando llegaba a esas alturas era difícil oír si se detenía. Claro que, si uno fuese joven y estuviera en forma, podría subir corriendo la escalera. Una vez observó hacer eso a dos jóvenes que vivían en el sexto piso: uno subió la escalera de dos en dos o tres en tres, mientras el otro lo hacía en el lento ascensor, pero nunca supo cuál de los dos llegó el primero. Por otra parte, los inquilinos jóvenes, la mayoría de los cuales residían en los pisos inferiores, donde los cambios de titularidad eran más frecuentes, a menudo subían ágilmente la escalera, incluso cuando el ascensor estaba disponible, como queriendo anunciar (junto con su juventud) el desprecio que sentían por la lentitud del viejo carcamal. Si ahora él fuese joven otra vez, ¿habría subido corriendo la escalera en pos de una muchacha desvanecida?

    El indicador se apagó. Ryker apretó el botón y vio que el círculo enrojecía de nuevo, al tiempo que el camarín obedecía su orden.

    A la tarde siguiente, mientras esperaba para bajar a la planta baja y salir a la calle, estuvo mirando con bastante impaciencia el indicador del piso catorce. El círculo permaneció rojo durante un buen rato, cosa que sucedía con frecuencia, pues la lentitud del ascensor y su baja capacidad lo hacían poco adecuado para las necesidades de un edificio tan grande. Y mientras el indicador permanecía en rojo era difícil saber cuántos recorridos efectuaba y durante cuánto tiempo alguien mantenía la puerta abierta en cada piso. Había escuchado numerosas conversaciones especulativas sobre «lo que hacía el ascensor», como si tuviera una mente y una voluntad propias, cosa que había llegado a sugerir un humorista. Se suponía que ciertas personas (unas veces anónimas y otras no) hacían cosas escandalosas y prohibidas, como dejar abierta la puerta del ascensor mientras volvían a su casa en busca de algo que se habían olvidado, o recogían a amigos en otros pisos cuando bajaban o subían, organizaban una excursión o una fiesta, o tenían conversaciones y discusiones secretas antes de llegar a la calle, lugar bastante menos privado. Incluso se hablaba de casos de personas que «retiraban el ascensor» a otras personas que eran sus enemigos sólo para fastidiarlas.

    Quizá la teoría más pintoresca era la que sostenían dos ancianas, ambas entusiastas veteranas del viaje en ascensor, a las que, casualmente, Ramsey había oído en dos o tres ocasiones. La piedra angular de su teoría era que todos los problemas del edificio estaban causados por los inquilinos más jóvenes y los hijos de los otros inquilinos. En una ocasión, una de ellas susurró:

    —La señora Clancy me dijo que conocen una manera de detener el armatoste entre dos pisos, y así pueden besuquearse, inyectarse droga y hacer toda clase de cosas repugnantes, incluso hacer el amor, por increíble que parezca.

    Esto divirtió a Ryker; daba al ascensor cierta aura erótica.

    En ocasiones, el camarín se paraba de verdad, a veces con pasajeros y otras sin nadie, sobre todo entre los pisos decimosegundo y decimocuarto. Una vez Clancy le dijo, con cierto asombro, que era como si aquel trasto intentara pararse en el piso decimotercero.

    Ahora, desde las alturas del último piso, Ramsey pensó que los caprichos del ascensor no resultaban ser tan divertidos, y así, tras apretar un poco más el botón — aunque por el momento el indicador estaba apagado, era evidente que algún otro inquilino se le había adelantado-, decidió «bajar andando para hacer ejercicio», cosa que había hecho a propósito en alguna ocasión.

    Mientras descendía por el árbol de apartamentos (se imaginaba como una vieja ardilla que zigzagueara lentamente por la corteza del tronco que formaba el pozo del ascensor), se preguntó con extrañeza cómo era posible que el ascensor estuviera tan ocupado cuando todos los pasillos estaban tan silenciosos y vacíos. (Pero quizá las cosas sucedían antes de su llegada a cada piso, anunciada por el ruido de sus pisadas, y cuando se iba; le oían llegar y se ocultaban hasta que pasaba de largo. O quizá había alguna clase de crisis en el sótano.) Todos los pisos eran prácticamente iguales, con dos largos pasillos cerrados por puertas de vidrio con refuerzos metálicos que conducían a las salidas delantera y trasera de emergencia. Estos pasillos estaban iluminados por unas esferas blancas colocadas en su mitad, como lunas llenas colgadas en el espacio, y en cada pared, junto a esos bonitos globos, había dos espejos estrechos que iban del suelo al techo.

    El árbol de apartamentos tenía muchos espejos, lo cual era una nota de lujo, como el papel gris de la pared con arabescos plateados. Había un gran espejo frente a cada puerta del ascensor y otros tres en el vestíbulo principal.

    Al descender cada tramo de escalera, Ramsey echaba un vistazo al largo pasillo que conducía a la parte trasera, daba media vuelta y regresaba al descansillo (sin dejar de mirar el pasillo corto y el descansillo del ascensor, iluminados por una tercera luna central y una ventana grande). Todo ello lo hacía mientras estaba frente al largo corredor de la parte delantera; luego, daba otra vuelta y emprendía el descenso del tramo siguiente.

    (Descubrió una diferencia entre los pisos. Contó los escalones y, mientras había diecinueve entre los pisos decimocuarto y decimosegundo, sólo había diecisiete entre todos los demás pares. Así pues, el camarín tenía que recorrer unos cuarenta centímetros más para ir del piso doce al catorce; no sólo parecía tardar más, sino que, en efecto, lo tardaba. ¡Para qué hablarán de ascensores fatigados!)

    En nueve pisos hizo la misma inspección.

    Cuando examinó el tercer piso, vio que la luna llena del corredor delantero estaba apagada, dejando todo el pasillo en la penumbra. Silueteada contra el vidrio reforzado del extremo había una figura lánguida y esbelta que se parecía mucho a la de la Dama Desvanecida. Ryker no podía distinguir el triángulo pálido del rostro o los ojos brillantes porque no había una luz directa que iluminara aquella figura. Era sólo un oscuro volumen contorneado, pero Ryker estaba seguro de que se trataba de la dama.

    Sin embargo, mientras cruzaba el descansillo, tuvo tiempo de pensar en que si continuaba más allá de la escalera mostraría su intención inequívoca de ir al encuentro de la mujer; lo que debía hacer era proseguir su camino. No tenía ninguna otra excusa. Además, al acercarse de un modo amenazante e inexorable a una mujer sola y atrapada en aquel callejón sin salida, daría una mala y desagradable impresión. Mientras él avanzaba, la mujer aguardó en el extremo del túnel. silenciosa e inmóvil, una oscuridad de forma femenina.

    Ryker dio su vuelta acostumbrada y siguió bajando la escalera. Se sentía tan fuera de quicio por lo que estaba sucediendo que apenas sabía en qué pensaba o qué sentía. Sólo era consciente de que su corazón galopaba como un caballo desbocado y que resollaba como si hubiera subido diez pisos en vez de bajarlos.

    Hasta que llegó al segundo piso y, a través del pozo de la escalera vio los zapatos de trabajo y los pantalones de Clancy, el administrador, que estaba en el vestíbulo, no volvió a ser dueño de sí mismo. Inmediatamente, dio media vuelta y desando sus pasos con frenética rapidez. ¡Se había acobardado de nuevo, aunque había jurado que no lo haría! Había una docena de preguntas que cortésmente podría formular a la mujer para justificar su aproximación. ¿Podía ayudarla en algo? ¿Buscaba a alguno de los inquilinos? ¿Algún número de apartamento? Etcétera. Pero incluso mientras ensayaba mentalmente estas frases, tenía la deprimente sensación de lo que iba a encontrar en el tercer piso.

    Estaba en lo cierto. Ya no había ninguna figura entre las sombras que llenaban el oscuro corredor delantero.

    Y entonces, mientras forzaba la vista para asegurarse, la luna llena se encendió de nuevo. En el iluminado pasillo no había nadie. Ramsey no miró más y regresó precipitadamente a la escalera. Quería estar con gente, con cualquiera, incluso con desconocidos transeúntes de la calle. Pero el señor Clancy seguía en el vestíbulo y, de pronto, Ramsey sintió la imperiosa necesidad de hablar con alguien acerca de la Dama Desvanecida.

    Habló con el administrador de la bombilla defectuosa que había en el globo del tercer piso; parecía estar en las últimas, se encendía y apagaba por sí sola, así que no se podía confiar en ella. Sólo entonces, y de pasada, mencionó a la mujer que había visto y que le extrañó, pero que ya no estaba cuando volvió a mirar, añadiendo que también la había visto en el vestíbulo una o dos veces antes.

    No había previsto la rapidez y seriedad de la reacción del administrador. Apenas Ryker hubo mencionado a la mujer, el ex bombero le preguntó vivamente:

    —¿Tenía aspecto de pelandusca? Quiero decir una de esas mujeres…

    Ramsey le dijo que no, pero no había hecho más que bosquejar su relato cuando el otro le interrumpió.

    —Mire, señor Ryker, me gustaría subir y comprobar eso ahora mismo. Dice usted que vestía de negro, ¿verdad? Sí. Bueno, mire, quédese aquí, ¿quiere? Y esté atento por si baja alguien. No tardaré mucho.

    Entró en el ascensor, que había estado allí esperando, y subió al cuarto o al quinto, quizás al sexto, a juzgar por los ruidos del camarín y el tiempo que el círculo indicador permaneció encendido. Ryker supuso que Clancy lo dejaría allí y bajaría la escalera para revisar los pisos uno a uno.

    Clancy bajó muy pronto por la escalera, con aspecto pensativo.

    —No -le dijo-, no está ahí, por lo menos no en la mitad inferior del edificio, y no creo que haya ido más arriba. Tal vez ha entrado en casa de alguien, o puede que sea una inquilina. ¿O…?

    Miró inquisitivamente a Ramsey, el cual meneó la cabeza y dijo:

    —No, no ha bajado nadie, ni por la escalera ni por el ascensor.

    El administrador asintió y también meneó la cabeza, lentamente.

    —No sé, quizá me estoy volviendo muy suspicaz.
    —No sé si se habrá dado cuenta, señor Ryker, ya que usted vive muy arriba, pero de vez en cuando nos visitan vagabundos, borrachos y gente del sur que tratan de entrar y refugiarse aquí, tal vez dormir en un rincón, sobre todo en invierno. La mayoría son hombres, claro, pero en ocasiones hay alguna pelandusca. — Hizo una pausa y rió entre dientes-. Una vez tuvimos una invasión de furcias, aunque no eran eso exactamente.

    Ramsey le miró expectante.

    Clancy titubeó, miró a Ramsey y, tras hacer otra pausa, dijo:

    —Por eso desconectamos el portero electrónico a las once de la noche y no lo volvemos a conectar hasta las ocho de la mañana. De lo contrario, a cualquier hora de la noche un vagabundo borracho puede llamar a algún piso hasta que alguien abra la puerta,


    ***a. o puede llamar a una docena a la vez, con la seguridad de que uno u otro abrirá. Y, una vez dentro, puede buscar un sitio apartado donde pasar caliente la noche. A lo mejor empieza a fumar para que le entre el sueño y tira las colillas por todas partes. Ese es nuestro mayor peligro, el fuego. O bien se le ocurre empezar a molestar a los vecinos, tocando los timbres y aporreando las puertas, después de lo cual podría ocurrir cualquier cosa. Incluso con el portero electrónico desconectado, algunos de ellos se las arreglan para entrar. Se quedan junto a la puerta de la calle y siguen a una pareja que llega tarde a casa,
    b. o al repartidor de periódicos que viene antes del alba. No los sigue directamente, claro, sino que usa un pie, o a veces un bastón o una muleta, para bloquear la puerta antes de que se cierre, y luego, cuando ya no hay moros en la costa, entra en el edificio.



    Ramsey asintió apreciativamente en varias ocasiones, pero luego acució al otro:

    —¿No iba a contarme algo sobre una invasión de mendigas?
    —Ah, eso -dijo Clancy, dubitativo. Una mirada a Ramsey pareció tranquilizarle-. Eso fue antes de que usted llegara… Vino aquí hace unos cinco años, ¿verdad? Sí, bueno, eso ocurrió…, veamos, unos dos años antes de su llegada. Ni mi esposa ni yo hablamos mucho de ello con los vecinos, porque da…, da mala reputación al edificio. Claro que ya no es así. Después de siete años, todo está olvidado, ¿no?

    Interrumpió su charla para saludar respetuosamente a una pareja que entraba y que pasó por su lado, camino de la escalera.

    —Bueno, en cualquier caso — continuó diciendo -, en la época de que le hablo, mi esposa y yo sólo llevábamos aquí un año. Si bien un año no es mucho tiempo para conocer todas las triquiñuelas, sí es el suficiente para conocer al menos algunas.

    »Ahora bien, en un edificio como éste hay una cosa que requería una explicación, y es que nunca, o casi nunca, desaparecía nadie… Ya sabe, inquilinos que sacan sus cosas a escondidas cuando deben unos meses de alquiler, o que se van un día, dejando sus cosas, y no vuelven jamás, tal vez los asesinan después de atracarlos, ¿quién sabe? Así es como ocurre continuamente en esos hoteles y pensiones llenos de pulgas al sur de la ciudad. Claro que, para empezar, la mitad de los inquilinos se drogan o están sometidos a una fuerte medicación, proceden de las cárceles o de manicomios. Aquí tenemos una clase de inquilino más formal, o así lo procuramos mi esposa y yo.
    »Bueno, a lo que iba, el inquilino más formal que teníamos, aunque no el de más edad ni mucho menos, era un joven apuesto y de porte distinguido, que se llamaba Arthur J. Stensor, y vivía en el tercer piso. Muy cortés y bien hablado, nunca levantaba la voz, de tez morena, pero de cabello rubio que llevaba bastante largo, cosa que entonces no era tan corriente. Una vez oí que otro inquilino se refería a él como «ese negro con los rizos blanqueados», y me pareció que le faltaban al respeto. Vestía bien, pero nunca de un modo ostentoso. Tenía clase. Siempre llevaba sombrero. Pagaba el alquiler cada primero de mes, en metálico, sin fallar nunca, y también pagaba la plaza de garaje. Tenía un Lincoln Continental en el aparcamiento que siempre estaba pulido como cristal; no solía usar la puerta principal, sino que salía y entraba en ese coche. Y su piso estaba amueblado en consonancia: óleos con marcos dorados, estatuas de plata, equipo de alta fidelidad, pantalla gigante de televisión y el cacharro para grabar programas y películas, cuando eso costaba lo suyo. También tenía toda clase de relojes y jarrones de fantasía, sedas y terciopelos, y muchas más cosas por el estilo de lo que usted podría creer.
    »Cuando había gente con él, cosa que no ocurría con frecuencia, tenía tanta clase como él, su coche y su apartamento, sobre todo las mujeres. Pertenecían a la alta sociedad y siempre eran jóvenes. Recuerdo que una vez, estando yo en el pasillo del tercer piso, una de aquellas beldades pasó por mi lado y entró en el apartamento del joven, y pensé que si esa potranca era un pendón, seguro que procedía del mejor establo de la ciudad. Pero recuerdo que al mismo tiempo pensé que yo le estaba faltando al respeto, porque A. J. Stensor era demasiado respetable para que nadie se lo pudiera imaginar en tratos con un pendón, aunque fuera de primera categoría. Eso fue de lo más chusco, considerando lo que ocurrió luego.

    —¿Qué ocurrió? — le acució Ramsey, tras haber esperado a que pasara otra pareja de inquilinos.
    —Bueno, al principio no lo relacioné en absoluto con Stensor -respondió Clancy-, aunque no le había visto desde hacía cinco o seis días. Aunque no era corriente, tampoco era demasiado extraño. Bien, lo que ocurrió fue esa invasión, ¡no, maldita sea!, esa epidemia… de putas bien parecidas, en su mayoría altas y delgadas, o por lo menos delgadas, en los pasillos y el vestíbulo de este edificio. Algunas vestían de una manera demasiado respetable para ser furcias, pero la mayoría llevaban el uniforme callejero del día: tacones altos, tejanos ceñidos, largas blusas por fuera del pantalón y muchos colgantes.

    Cuando las veías charlar amigablemente entre ellas, las de aspecto respetable y las otras, sabías que todas cojeaban del mismo pie.

    —¿Cómo se enteró? — le preguntó Ramsey-. ¿Una queja de los inquilinos?
    —Un par de ellos -admitió Clancy-. Esas viejas chismosas que denuncian a una mujer joven y guapa, basándose en el principio de que si es joven y guapa no puede tener buenas intenciones. Pero lo realmente divertido fue que la mayor parte de las denuncias me llegaron a través de chismorrees, directamente a mí o por medio de mi esposa, que es como ocurre generalmente. Era como si se tratara de algo extraño y notable, ¡y la verdad es que lo era! También hacían preguntas, por ejemplo qué diablos hacían todas aquellas mujeres, lo cual, por cierto, era una buena pregunta. Mire, ninguna de ellas hacía nada que pudiera ser motivo de queja. Era en pleno día y, desde luego, no trataban de engatusar a nadie; podríamos decir que no se dedicaban a su oficio, ni siquiera sonreían a nadie, especialmente a los hombres. No, se limitaban a caminar arriba y abajo y a hablar entre ellas; más que otra cosa parecían cotillas enfadadas. Enfadadas y muy serias, como si hubieran elegido nuestro edificio para una convención de furcias, sin que faltaran debates y alguna clase de organización feminista o sindical, con la excepción de que no se habían tomado la molestia de informar a los administradores. Cuando carraspeé y pregunté a un par de ellas qué estaban haciendo, me dieron cualquier excusa sin mirarme: que estaban citadas para comer con una señora, pero ésta no se encontraba en su casa y no podían esperar, o que estaban buscando apartamentos pero éstos no les parecían adecuados. Mientras me decían esto, empezaban a andar hacia la puerta de la calle, o hacia la escalera si estaban en el piso tercero o cuarto, todavía enzarzadas en su discusión. Al fin se marchaban, sin reparar en mí aunque les mantuviera la puerta abierta.

    »¡Y fíjese, apenas transcurrían veinte minutos cuando ya volvían a estar dentro! O por lo menos localicé a una de ellas. Sin duda, algunas tenían llaves de la puerta principal, y más tarde resultó que así era.

    Por entonces, el señor Clancy se había entusiasmado con su relato, soltaba risitas de vez en cuando y casi se olvidó de bajar el tono de su voz la próxima vez que pasó un inquilino por nuestro lado.

    —Había un hombre en el que se fijaron -continuó-. Me olvidé de eso, y podría haberme dado una pista de lo que ocurría, pero se me pasó por alto. Por aquel entonces, teníamos un inquilino en los pisos superiores. Era alto, delgado y bastante bien parecido, de aspecto juvenil, aunque sin ser joven, que siempre llevaba sombrero. Pues bien, yo estaba en el vestíbulo y cuatro o cinco furcias acababan de entrar por la puerta principal, discutiendo, naturalmente. Cuando las mujeres vieron al hombre saliendo del ascensor, corrieron hacia él, pero cuando estaban a unos cuatro metros y él se quitó el sombrero, quizá por cortesía, parecía un poco asustado, no sé qué pensaría, mostrando su ondulado cabello negro que llevaba teñido, todas las furcias perdieron el interés por él. Era como si se pareciera a alguien que conocían, pero que visto de cerca no fuera esa persona. Así fue como ocurrió, aunque yo seguía sin comprender. De modo que las mujeres pasaron apresuradamente por su lado, camino de la escalera, como si ése hubiera sido su objetivo en primer lugar.

    »Aquél fue un día extraño, créame. Furcias vestidas de todas las maneras: con aspecto distinguido, con el uniforme de pantalón lejano y blusa de encaje, con minifalda, una parecía llevar un traje de marinero cortado para una mujer, una nostálgica toda vestida de negro, que parecía especial para funerales, quizá para dar los primeros auxilios a un viudo desconsolado. — Dirigió una mirada rápida a Ryker y continuó-: Y aunque casi todas ellas eran delgadas, recuerdo que había una gorda que llevaba un mumu y se contoneaba graciosamente, como si ejecutara la danza del vientre.
    »Mi esposa quería que llamara a la policía, pero el propietario de la finca no aprueba esas cosas y no pude ponerme en contacto con él por teléfono.
    »Por la noche, las furcias se marcharon poco a poco y yo me fui a acostar, fatigado por todo aquello. Mi mujer insistía para que llamara a la policía, pero me dormí como un tronco. Así que la última persona que vio el final del asunto fue el repartidor de periódicos, cuando pasó hacia las cuatro y media de la madrugada. Más tarde, volvió para verme, ya que no podía esperar más a hablarme de lo ocurrido.
    »Bien, al parecer se acercaba al edificio, empujando el carrito con los periódicos, cuando vio al grupo de atractivas mujeres en la entrada; no estaba enterado de la convención de furcias del día anterior. Pudo ver que la mayoría de ellas eran jóvenes y la mitad iban cargadas con objetos que parecían valiosos: cuadros, jarrones, estatuas de plata de chicas desnudas, cacharros de cocina de cobre, relojes de oro y toda esa clase de cosas. Era como si estuvieran ayudando a un amigo rico a mudarse de casa. Pero había un atasco, dos o tres de ellas intentaban pasar a través de la puerta una carretilla descomunal que contenía el mayor televisor que el chico había visto jamás y también el mayor tocadiscos.
    »Afuera, una mujer que estaba junto al bordillo y que parecía la jefa, les daba instrucciones para que maniobraran, y cerca de ella estaba otra mujer, tal vez su ayudante o recadera. La jefa daba instrucciones, como le digo, en voz apagada, y las otras mujeres vigilaban, pero todas estaban muy silenciosas, como era de esperar a esa hora de 1ª madrugada; como lo estarían por lo menos las personas sobrias, no deseosas de despertar a los vecinos.
    »Pues bien, el chico lo estaba mirando todo, tratando de no perderse detalle; supongo que había muchas cosas interesantes que ver, y más en el interior. Fue entonces cuando la ayudante se acercó y se agachó a su lado. Ese repartidor de periódicos era un enano, y feo por añadidura. Quería comprarle un periódico; le dio un billete de cinco dólares y le dijo que se quedara con el cambio. El chico se azoró y bajó la vista, pero la mujer le dijo que no se preocupara, que era un muchacho guapo y muy trabajador, ojalá ella tuviera uno así, y que se merecía todo lo que pudiera conseguir. Entonces, le rodeó con un brazo, 1e atrajo hacia ella y, de repente, su tímida mirada se deslizó por la entreabierta blusa y recibió la lección de anatomía más sorprendente que pueda usted imaginar.
    »E1 chico tenía cierta idea de que ya habían conseguido desatascar la carretilla y que las otras mujeres se marchaban. Pero la ayudante seguía susurrándole al oído, su aliento como vapor, diciéndole lo buen chico que era y lo satisfechos que debían de estar sus padres, al tiempo que le abrazaba tan fuerte que ya no podía mirar al interior de la blusa.
    »Poco después, con un beso que casi le ahogó, ella puso fin a su lección de anatomía y se levantó. Ya se habían ido todas las mujeres, y la carretilla se había desvanecido a la vuelta de la esquina. Antes de correr tras ellas, la mujer le dijo: "Hasta la vista, pequeño. Ya has recibido tu premio. Ahora reparte los periódicos".
    »Y eso fue lo que hizo el muchacho en cuanto salió del asombro que le paralizaba.
    »Bien, como es natural, en cuanto mencionó el gran televisor y el tocadiscos, me di cuenta de lo que me había pasado desapercibido durante todo el día, aunque estaba delante de mis propios ojos. Por qué fueron todas al tercer piso. Por qué se abalanzaron hacia el vecino del séptimo y perdieron interés por él cuando se quitó el sombrero y vieron que su cabello era negro teñido, y no rizado y rubio. Y por qué la convención de las furcias se había prolongado durante aquel día. Todo aquel botín sólo podía proceder de un lugar: el piso de Stensor. A pesar de su aspecto tan respetable, había tenido tratos con todas aquellas furcias, y cuando las dejó, debiéndoles dinero a todas, eso se me ocurrió al mismo tiempo, se resarcieron de la mejor manera que sabían.
    »Corrí a su apartamento y, fíjese, la puerta ni siquiera estaba cerrada. Pensé que lo más probable era que una de ellas tuviese una llave. Naturalmente, el piso estaba desvalijado y no había ni rastro de Stensor.
    »Entonces, como es normal, llamé a la policía, pero no hasta después de haber revisado el garaje. El Continental negro había desaparecido, y no había manera de saber con seguridad si lo había cogido su propietario o si también se lo habían llevado las mujeres.
    »Me sorprendió la rapidez con que llegó la policía y el gran número de agentes que se personaron. Eso me demostraba que ya estaban vigilando a aquel hombre, lo cual quizá explicaba por qué se había ido de un modo tan repentino y sin llevarse sus cosas. Hicieron muchas preguntas y volvieron en repetidas ocasiones. Durante varios días estuvieron entrando y saliendo. Resulta que conocía a uno de los detectives, que vivía en el barrio y con el que había tomado un trago una o dos veces, y me dijo que iban tras Stensor por tráfico de drogas, vendía cocaína en la época en que drogarse con eso era elegante. Las furcias no les interesaban, excepto si las había utilizado como camellos. Parece ser que ellas nunca le denunciaron y los periódicos no publicaron ni una sola línea sobre el asunto.

    —¿Y ése es el final de su invasión de furcias? — preguntó Ryker, riendo, poco convencido.
    —No del todo -dijo Clancy, y titubeó. Entonces, se encogió de hombros, como si dijera: ¿qué puede importar?, y añadió-: Hubo una especie de curiosa continuación, pero no aclaró gran cosa. Al final, como suele ocurrir con estas cosas, la historia de Stensor y las furcias se difundió entre la mayoría de los inquilinos. Como también ocurre con frecuencia, algunos de ellos recibieron una información tergiversada, y se creyó que Stensor era el patrono, y quizá la víctima, de las chicas de vida alegre, en vez de ser su cliente. Sea como fuere, al cabo de un tiempo empezamos, sobre todo mi mujer, a recibir información de los vecinos acerca de una muchacha o una mujer joven a la que veían esperando ante la puerta del apartamento de Stensor, o deambulando por otras partes del edificio, pero sobre todo esperando ante la puerta de aquel hombre. Y esto sucedió después de que el piso tuviera otros ocupantes. Una chica con aspecto melancólico.
    —Digamos que, de todas aquellas furcias, era la única que realmente le quería y le esperaba -sugirió Ryker.
    —Sí, o la única que no había conseguido su parte del botín -dijo Clancy-. O quizá a ésta le debía más que a las otras. Yo nunca la vi, aunque fui en su busca un par de veces cuando los vecinos me informaron acerca de ella. Si no hubiera sido porque las descripciones parecían coincidir, no habría hecho demasiado caso. Decían que tenía aspecto de estudiante y que vestía casi totalmente de negro. Daba la impresión de estar muy triste. Se lo dije al detective que conozco, pero él no pareció muy interesado. Dijo que, por lo que sabía, no habían echado el guante a ninguna de las mujeres. Bueno, ésa es toda la continuación. Poca cosa, como le he dicho. Al cabo de dos o tres meses los vecinos dejaron de verla.

    Se interrumpió y miró a Ryker un poco dubitativo.

    —Pero en todos estos años no lo olvidó, pues cuando le dije que había visto a una mujer de negro cerca de esa misma puerta, se apresuró a echar un vistazo, por si acaso, a pesar de que usted no la había visto personalmente ni una sola vez.

    La observación de Ryker turbó un poco a Clancy.

    —Bueno, no -admitió, mirando el vestíbulo arriba y abajo, como si confiara en que la aparición de alguien le librara de responder-. La verdad es que hubo algo más — continuó con desasosiego-, aunque no quisiera que nadie le diera demasiada importancia o que mi mujer se enterara de que se lo he contado. Claro que usted, señor Ryker, no es de los que se dedican a chismorrear, ¿verdad?

    Dijo estas últimas palabras con más serenidad, dirigiendo a su inquilino una mirada esperanzada.

    —No, claro que no -respondió Ryker, con más despreocupación de la que sentía-. ¿Qué ocurrió?
    —Verá. Hace unos cuatro años se produjo aquí otra desaparición, la de un hombre que vivía solo. Aunque era un hombre de edad avanzada, seguía activo. Había alquilado el apartamento ya amueblado y tenía pocas posesiones, ninguna de ellas tan lujosa como las de Stensor. No tenía amigos o parientes que conociéramos, y no sabíamos de dónde procedía. La verdad es que no nos dimos cuenta de su desaparición hasta que llegó el momento de pagar el alquiler. Y hasta entonces no recordé que en las últimas ocasiones en que hablé con él mencionó a una mujer que había visto en un corredor. Estaba intrigado por saber si había encontrado a las personas o el número de apartamento que andaba buscando. Fíjese, no presentó ninguna queja, lo mencionó sólo de pasada. Por eso, hasta que ese hombre desapareció, no se me ocurrió relacionar su caso con la muchacha del piso de Stensor.
    —¿Dijo si era joven? — le preguntó Ryker.
    —No estaba seguro, porque la mujer llevaba un abrigo negro y un sombrero o pañuelo que le ocultaba el rostro. No pareció reparar en él cuando la miró, sólo pensó en preguntarle si necesitaba ayuda. Pero dijo que era delgada, eso lo recuerdo.

    Ryker asintió.

    —Hace algunos años vivía una pareja en el piso noveno. Tenían un hijo, un bicho grande y gordo que parecía mayor de lo que era y siempre protestaba de que no había hecho las maldades que le atribuían. Una de las ancianas que vivía en el apartamento de al lado nos decía que hacía correr agua para darse un baño a las dos o las tres de la madrugada. A pesar de eso, tenía la cara dura de quejarse a nosotros de ellas, afirmando que le cogían el ascensor cada vez que quería utilizarlo, o que lo hacían ir en la dirección contraria a la que quería cuando él estaba dentro. Cuando me dijo esto me reí en sus narices, aunque supuse que aquel par de viejas serían capaces de fastidiarle si se les presentara la ocasión.

    »Su madre era una mujer melancólica a la que incomodaba con tonterías y que se preocupaba excesivamente por él. Ella le contaba sus apuros a mi esposa y no paraba de hablar y hablar. Pero lo que realmente le habría aliviado sería haber dejado de preocuparse tanto por el muchacho.
    »Su padre era un cascarrabias, un ex oficial del ejército que siempre estaba registrando quejas, tenía un cuaderno de notas para hacerlo. Se pasaba más de la mitad del tiempo enfadado con mi esposa y conmigo; cuando le preguntábamos, ni siquiera nos decía la hora y, naturalmente, no la pedía. Sé que él se habría sentido feliz de haber perdido de vista al bocazas de su hijo.
    »Bueno, un día se me presenta el chico con una sonrisa de suficiencia y me dice: "Señor Clancy, ¿no es usted el gran experto en echar a borrachos y putas de aquí y no dejarles ocupar los vestíbulos ni siquiera un minuto? Entonces, ¿cómo es que ha dejado…?".
    »"- Adelante -le dije-. ¿Qué sabes tú de putas?"
    »Pero eso no le desconcertó. Creo que, en realidad, copiaba a su padre, y siguió hablando: "¿Cómo deja entonces que esa puta flacucha con un abrigo negro ande continuamente por los pasillos, tratando de irse con algún tío?".
    »"-Eso te lo estás inventando -le dije seriamente-. O imaginas cosas o, de lo contrario, alguna de nuestras vecinas se va a enfadar como te oiga que la llamas puta."
    »"-No es de este edificio -insistió el chico-. Tiene más clase. Ese abrigo de piel cuesta dinero. Pero no es fácil verle la cara, porque nunca te mira directamente y lleva un sombrero negro que se la oculta. Supongo que es una furcia vieja, a lo mejor tiene treinta años, y con ese sombrero no puedes verle las arrugas, pero tiene un cuerpo joven y delgado. Apuesto a que toma lecciones de karate para poder romperle los huevos a cualquier tipo que se propase, o quizá si no la satisface…"
    »"-Estás haciendo castillos en el aire, hijo -le atajé."
    »"-¿Y sabe una cosa? — siguió diciendo él-. Apuesto a que no lleva puesto más que las medias negras y un liguero bajo ese abrigo de piel que mantiene tan ajustado, para que cuando esté delante de un tío pueda enseñarle rápidamente su cuerpo y ponerle cachondo…"
    »"-Tienes una mente sucia. Te estás inventando todo eso."
    »"-Qué va, ahora mismo estaba en el piso décimo, y cuando pasé me miró de reojo, como haciéndome una invitación."
    »"-¿Qué hacías tú en el décimo? — le pregunté, alzando la voz."
    »"-Siempre subo un piso antes de llamar el ascensor, para que esas viejas no sepan que soy yo quien llamo y me lo retiren."
    »"-Muy bien, chico, ahora tranquilízate -le dije-. Voy a subir al piso décimo para investigar todo esto, y tú vienes conmigo."
    »Cuando llegamos allí no había nadie, y el chico empezó a protestar.
    »" — Apuesto a que ha encontrado un cliente en este edificio y ahora mismo están follando detrás de alguna de esas puertas. Quizá el viejo señor Lucas…"
    »Me proponía darle un buen rapapolvo, pero durante el trayecto hasta el décimo piso recordé a la chica de Stensor, la que se quedó rezagada, tal vez por algún tiempo, si tenía que dar crédito a lo que me dijo el otro inquilino. Todo aquello me produjo una extraña impresión, así que me limité a decirle al chico: "Mira, quizá te inventes todo esto o quizá no. En cualquier caso, sigo pensando que tienes una mente sucia. Pero si has visto a esa furcia, o si la vuelves a ver, no tienes nada que hacer con ella… Y, si te lo pide, no te vayas con ella. Lo que tienes que hacer es acudir directamente a mí y contármelo; si yo no estoy presente, buscas a un policía y se lo cuentas a él. ¿Entendido?".
    »Estas palabras le aplacaron. "¡De acuerdo, de acuerdo!", dijo al fin, y se marchó escalera abajo.

    —¿Y ese chico desapareció? — preguntó Ryker al cabo de un rato.

    Le parecía recordar vagamente al muchacho en cuestión, un jovencito pálido, zafio y de andares toscos que tendía a rozar a la gente y tropezar en las puertas con las personas que venían en dirección contraria.

    —Bueno, verá, en cierto modo eso es objeto de discusión -respondió Clancy lentamente-. El hecho es que ésa fue la última vez que le vi, y tampoco mi esposa volvió a verle. Pero cuando pregunté a su madre por él, dijo que estaba pasando una temporada en casa de unos amigos. Sin embargo, más o menos al cabo de un mes, le dijo a mi mujer que se había marchado sin decir nada. Ella creía, por algunas de las cosas que había dicho, que se había incorporado a una comuna, cosa que a ella le parecía bien, pues el padre ya no podía aguantarle más y se peleaban continuamente. Lo único que ella deseaba era que tuviera la consideración de enviarles una postal o darles alguna noticia.
    —¿Y así terminó el asunto? — preguntó Ryker.

    Casi abstraído, Clancy asintió lentamente.

    —Sí, eso fue todo -dijo en voz baja-. Unos diez meses después, los padres se mudaron. El chico no había aparecido. No ocurrió nada más.
    —Hasta ahora -dijo Ryker-, cuando le he preguntado por la mujer de negro que he visto en el tercer piso, donde había vivido ese Stensor. Claro que el abrigo que llevaba no era de piel, y no pensé que fuese una furcia… -Se preguntó si eso era cierto-. Y ahora todo lo ocurrido se ha actualizado, incluido lo que le dijo ese chico. ¿Por ese motivo ha revisado los pisos y luego me ha contado la historia, para hacerme la misma advertencia que le hizo al muchacho?
    —Pero usted es una persona muy diferente, señor Ryker — protestó Clancy-. Jamás pensaría… Pero sí, dejando eso aparte, creo que debería precaverse. Nunca se tiene suficiente cuidado.
    —Tiene usted razón -comentó Ryker-. Es un asunto extraño. — Meneó la cabeza y luego, haciendo que pareciera mucho más desenfadado, incluso cómico, de lo que era en realidad, añadió-: ¿Sabe? Si esto hubiera ocurrido hace cincuenta años, creeríamos que quizá teníamos un fantasma en la casa.

    Clancy soltó una risita, pero no las tenía todas consigo.

    —Sí, supongo que así sería.
    —Pero esta idea nos plantearía un problema, y es que en esta historia no figura para nada la desaparición de una mujer y sí la de tres hombres: Stensor, el hombre que vivía solo y el muchacho que vivía con sus padres.
    —Así es -dijo el señor Clancy.

    Ryker se enderezó.

    —Bueno, gracias por contármelo -le dijo, mientras le estrechaba la mano-. Si me encuentro otra vez con esa dama, no correré ningún riesgo. Le pondré al corriente, Clancy, pero no se lo diré a su esposa.
    —Sé que lo hará, señor Ryker -afirmó Clancy.

    Ryker no estaba tan seguro de eso, pero sentía la necesidad de salir de allí para reflexionar sobre sus impresiones. Las paredes color plata deslustrada empezaban a hacerse opresivas.

    Dio un largo paseo, al principio brioso y sumido en sus reflexiones, para terminarlo despacio y con la mente errante. Así que cuando regresó al árbol de apartamentos (y a nuestro relato) casi oscurecía, pero había puesto las cosas en claro. Era posible que Clancy hubiera fraguado una historia en torno a la Dama Desvanecida que empezaba de un modo divertido (¡aquella «convención de furcias»!), pero que, por etapas, resultaba estúpida, triste, siniestra, melancólica, caprichosa y, en definitiva, misteriosa.

    El principal efecto retroactivo del relato de Clancy sobre el recuerdo de sus propios encuentros con la Dama Desvanecida había sido el de realzar su color sexual, darle una nota erótica más perfilada, más ásperamente erótica, una nota de Cabaña íntima, por así decirlo. Lo que en concreto le turbaba era el hecho de que, desde que había oído a Clancy narrar la fantasía de aquel deslenguado adolescente, imaginando que su «putita» sólo llevaba unas medias negras y un liguero bajo el abrigo de piel, no podía estar seguro de si él mismo había tenido unas tórridas imaginaciones similares en sus encuentros con ella.

    Se preguntó si, a su edad, podría ser culpable de unas fantasías tan inexpertas y chillonas. Naturalmente que sí. Además, toda la romántica historia de la Dama Desvanecida ¿no era una adaptación, a su propio gusto, de lo que veía en la Cabaña íntima, algo que le convertía en propietario exclusivo de las chicas del teatrillo pornográfico? De alguna manera confiaba en que no fuera así. Pero ¿acaso tenía algún plan real para entablar contacto con ella si alguna vez no se desvanecía? Su tímida conducta cuando tuvo la oportunidad de entrar a solas con ella en el ascensor, y más tarde la ocasión de bajar en el mismo piso que ella, indicaba claramente que la respuesta a esa pregunta era negativa, cosa que le deprimía.

    ¿Hasta qué punto creía Clancy en su historia y en la realidad de la muchacha que, según todos los indicios, se había quedado en el edificio? Era evidente que había disfrutado contando la historia, y probablemente, a juzgar por su desenvoltura, lo había hecho más de una vez, contándosela a interlocutores apropiados, capaces de apreciarla. Pero ¿creía realmente que aquella mujer era una entidad verdadera, o sólo una mezcla de sugestión, azar y parecidos equívocos, chismorrees y puros embustes? Clancy nunca la había visto personalmente… ¿Habría dudado por ello de su realidad o, por el contrario, le habría provocado el testarudo anhelo de verla por lo menos una vez? Ryker pensó que, en conjunto, Clancy creía en la presencia de la mujer, bastaba ver la prisa con que había ido en su busca.

    En cuanto a la idea del fantasma, que no podía descartar porque encajaba muy bien con la conducta de la mujer, su manera de aparecer y desaparecer, por muy absurda y anticuada que pudiera ser tal sugerencia, la reacción de Clancy había parecido de inquietud y escepticismo más que de rechazo directo, considerándolo una tontería.

    La reacción del mismo Ryker a aquella idea era muy similar. Sabía que durante sus últimos encuentros con ella, antes de oír la historia de Clancy, había experimentado una mezcla de temor y de excitación. Inquieto, se preguntó qué sentiría ahora, después de oír la historia, si la viera de nuevo. ¿Más temor? ¿Empezaría la mujer a diluirse en una niebla? ¿Parecería diferente por el simple hecho de que él había oído hablar de ella?

    Puesto que la realidad es algo tan frustrante, lo más probable era que jamás volviera a verla y, por lo tanto, no supiera cuál sería su reacción. Ahora que se había dispuesto el escenario, todas las manifestaciones cesarían.

    Pero entonces, al dejar que la puerta principal se deslizara de su mano y girase hacia el cierre automático, con su solemne chasquido metálico, vio a la Dama Desvanecida a unos doce metros de distancia. Era exactamente igual a como la había visto en las dos primeras ocasiones, real, sin ningún elemento fantasmagórico (acudió a su mente el nombre del material del abrigo que llevaba: veludillo), su ensombrecido rostro dirigido hacia él, o casi, y recatadamente apartado de nuevo cuando se alejó caminando con sus zapatos negros de tacón bajo.

    Ryker cruzó el vestíbulo con la mayor rapidez posible, sin que su soledad le alarmara ni le aliviase, como tampoco la soledad del largo pasillo trasero. Miró la puerta de Clancy y la ventana cerrada de la oficina, meneó la cabeza y sonrió. (¿Informaría de la aventura? ¿Para qué?) Se dirigió a la escalera, pero meneó la cabeza de nuevo y sonrió con más pesadumbre, pues su respiración ya era muy agitada. Entró en el ascensor y, al apretar con firmeza el botón del piso decimocuarto y esperar la respuesta del camarín, vio los oscuros y brillantes ojos de la Dama Desvanecida que le miraban ansiosos, implorantes -estaban muy abiertos-, a través del estrecho ventanuco en las puertas.

    La siguiente cosa de la que tuvo consciencia fue que el camarín pasaba por el tercer piso y él acababa de graznar un áspero «buenas noches», el sabor a yeso de esas palabras aún permanecía en su garganta. El resto del trayecto le pareció interminable.

    Cuando el ascensor llegó al decimocuarto piso, Ryker apretó de inmediato el botón de la planta baja, y ese recorrido también le pareció interminable. En la planta baja no había señales de nadie. Miró la escalera, pero respiraba con más dificultad que antes. Finalmente, regresó al ascensor y acercó el pulgar al botón del piso decimocuarto. Podía tocarlo, pero no lo apretó. Acercó su rostro al ventanuco y esperó, esperó, esperó…

    Su pulgar no apretó el botón, pero el camarín respondió. El ventanuco se cerró, y Ryker, con fatalismo, se dijo: «Está fuera de mis manos; me llevan a alguna parte». Entonces, una idea cruzó por su mente: ¿y si una persona estuviera confinada eternamente en aquel árbol de apartamentos, sin abandonarlo nunca, sólo subiendo y bajando, yendo atrás y adelante, arriba, abajo, atrás y adelante?

    El ascensor no se detuvo hasta el piso decimosegundo, donde una pareja de cabello canoso abrió la puerta. Ryker respondió a sus excusas con un movimiento de cabeza mientras les decía que no tenía importancia. Salió del camarín y, con la respiración entrecortada, subió muy lentamente el último tramo de escalera. Los dos escalones de más le produjeron un breve acceso de vértigo, pero lo superó en seguida y prosiguió lentamente hacia su apartamento. Se sentía frustrado, confuso y muy cansado. Se aferraba a la idea de que había invertido la marcha del ascensor en cuanto pudo, a pesar de su temor, regresando abajo para buscar a la mujer, y que en el último atisbo que de ellos había tenido, los ojos de ella también parecían asustados.

    Aquella noche tuvo otra vez la negra pesadilla. Le ocurrió por primera vez en varias semanas, y luego juzgó que fue más fuerte de lo que jamás había experimentado. La oscuridad parecía más impenetrable, como un océano de cemento negro que se cerrara sobre él. La parálisis era más completa, como si le envolvieran herméticamente con negras vendas de momia, formando un capullo negro en espiral, tenso como un torniquete. Los olores acres y a humo eran más intensos, como si se estuviera tostando y asfixiando en cenizas volcánicas, mientras los hedores de albañal competían en repugnancia con aromas a flores y frutas que pretendían enmascararlos. La lóbrega luz espectral de su imaginación mostró la horda de seres diminutos más groseros y más parecidos a cucarachas. Y cuando, por fin, bajo el aguijón del horror más intenso, logró moverse hacia arriba, encontró, a pocos milímetros, el áspero forro del techo de su tumba, que desprendió una ceniza arenosa en su boca abierta y sus ojos sin visión.

    Cuando despertó era ya de día, pero su largo sueño no le había relajado lo más mínimo. Aún se sentía fatigado y sin ganas de hacer nada. La historia y el paseo del día anterior habían sido demasiado largos, y el encuentro en el ascensor le había dejado emocionalmente exhausto. «Prisioneros del árbol de apartamentos», murmuró.

    En verdad, la Dama Desvanecida era una prisionera eterna del árbol de apartamentos, no conocía más mundo que aquél y no dormía en ninguna parte, excepto por unos cortos lapsos de tiempo que eran tan repentinos como los desvanecimientos de un borracho en un inconsciente tan negro como las pesadillas de Ryker, pero de los que no conservaba ningún recuerdo, salvo un horror y una repulsión generalizados que coloreaban todos sus pensamientos durante la vigilia.

    Se despertaba caminando por un corredor, en la escalera o en el ascensor en marcha, era posible que se desplomara en el suelo, pues en ese caso habría algún indicio cuando despertara…, y siempre estaba de pie cuando eso sucedía. Además, de vez en cuando, no de manera frecuente, observaba que llevaba ropas diferentes, unas prendas similares, siempre negras o de tonalidades muy oscuras, pero de un corte o material totalmente distintos (cuero, por ejemplo, en vez de tela). Y no era posible que se cambiara de ropa, o que alguien lo hiciera por ella. Eso sería impensable, horriblemente embarazoso en un lugar semipúblico como el árbol de apartamentos. O más bien, puesto que todos sabemos que lo impensable y horriblemente embarazoso puede suceder (y también lo llanamente horrible), sería demasiado grotesco.


    ***a. o simplemente esperando a alguien en el alto y extenso árbol de apartamentos, pero sobre todo cerca de sus raíces y generalmente sola. Entonces, se limitaba a continuar por un rato cualquier cosa que estuviera haciendo: percibir su entorno (si el episodio duraba lo suficiente, podría empezar a deambular independientemente), pensar, sentir, imaginar e interrogarse mientras se movía o permanecía de pie, siempre sintiendo horror, hasta que sucedía algo que la hacía volver al negro inconsciente. Ese algo podía ser un sonido o un pensamiento súbitos: la sirena de un coche de bomberos, por ejemplo, la vista de un espejo
    b. o de otra persona, el hallazgo del pomo de una puerta o el impulso de quitarse los guantes, la escalofriante sensación de que alguien la había observado o estaba a punto de observarla, el temor a que pudiera atravesar sin darse cuenta una pared gris plateada y algo mugrienta, o ser absorbida lentamente por la moqueta, hundiéndose a través del suelo. No podía recordar que tales cosas hubieran sucedido jamás y, sin embargo, las temía. Se decía que, sin duda, cada vez que perdía la consciencia, iba a alguna parte. No



    Sin duda, ése era su principal problema: saber tan poco de su situación; de hecho, saber tan poco de sí misma y del orden general de las cosas que regía en aquella zona. Tenía claro que sufría una amnesia casi total. Solía suponer que vivía (¿sola?) en uno de los apartamentos que colgaban del árbol o, de no ser así, que visitaba eternamente a alguien que vivía allí. Pero ¿por qué no podía recordar el número o entrar de alguna manera en ese apartamento, o despertarse dentro, o cruzar la puerta de la calle si era ahí donde se dirigía? ¿Por qué, sí, por qué no podía despertarse, aunque sólo fuera por una vez, en una cama de hospital? ¡Eso sería el paraíso! Pero entonces se preguntaba qué clase de personal y qué seres se hacían pasar por médicos y enfermeras.

    Al mismo tiempo que se daba cuenta de su amnesia, sabía que debía haber alguna manera de cuidar de sí misma durante los momentos en que permanecía inconsciente, o beneficiarse del sistema de otra u otras personas que cuidaran de ella, pues de alguna manera descansaba y tenía cubiertas sus demás necesidades físicas. De algún modo debía comer y beber para mantener el funcionamiento de su cuerpo, ya que nunca se sentía terriblemente cansada ni muy enferma, débil o mareada. Nunca, excepto en los instantes antes de caer en la inconsciencia, aunque algunas de esas situaciones se producían sin previo aviso, con la celeridad de los efectos del pentotal.

    Recordaba haber conocido borrachos (aunque no retenía sus nombres; su memoria era totalmente incapaz de hacerlo) que vivían horas y días enteros en un estado de inconsciencia absoluta. En ese estado cruzaban calles llenas de tráfico, comían y conducían vehículos, sin un parpadeo de consciencia, como si les guiara un ángel de la guarda, hasta el punto de despertar en ciudades distantes sin tener la menor idea de cómo habían llegado hasta allí. (Ella no podía ser una borracha; no se tambaleaba, y nunca, en las ocasiones en que se despertaba aferrando un bolso, tenía una botella en su interior.)

    Pero todo esto eran deducciones y suposiciones, recuerdos que no tenían ancla ni etiqueta, que se bamboleaban en su mente y flotaban ahí un rato. ¿Qué sabía realmente de sí misma?

    Por desgracia, muy poco. No conocía su nombre ni el de ningún amigo o pariente. Tampoco tenía la menor idea de su dirección ni su profesión, y lo mismo le sucedía con respecto a su educación, raza, religión y estado civil. ¡Ni siquiera sabía en qué ciudad estaba ni la edad que tenía! Ignoraba si tenía buen aspecto, o si era fea o, simplemente, inclasificable. A veces, cuando uno de esos interrogantes le obsesionaba tanto, empezaba a mirarse en uno de los muchos espejos del árbol de apartamentos o a quitarse los guantes, para averiguarlo… ¡Quizá encontraría una etiqueta con su nombre cosida en el interior del abrigo! Pero cualquiera de esas acciones la volvería a sumir en la negra inconsciencia de la que quizá esta vez no despertaría.

    ¿Y qué decir del orden general de las cosas que regía en aquella zona? ¿Qué sabía ella de eso? También muy poco. Estaba aquel mundo del árbol de apartamentos que conocía muy bien, aunque no se permitía mirar todas sus partes del mismo modo. Los espejos eran tabú, a menos que estuviera colocada de tal modo que no pudiera ver su propio reflejo en ellos, por lo que, generalmente, veía las caras de la gente. La gente significaba peligro. No debía mirarles, porque entonces podrían mirarla a ella.

    Después, estaba el mundo exterior, un lugar misterioso y maravilloso, un cielo de delicias donde estaba todo lo deseable que pudiera pensar o imaginar, donde había libertad y reposo. Creía en esto de buena fe y por la evidencia de la mayoría de sus recuerdos. (Aunque, por desgracia, los colores brillantes de esos recuerdos parecían desvanecerse con el tiempo. Al haber perdido los nombres, tendía a perder otros detalles, o por lo menos así lo sospechaba. Además, cuando la propia vida consciente era una serie de recorridos apresurados, ocultaciones y esperas, era difícil mantenerlos vividos y brillantes, todos parecidos, frenéticos, amedrentadores, en el árbol de apartamentos, pegados por los extremos como pedazos de película, y la goma era negra.)

    Pero entre esos dos mundos, el exterior y el interior, separándolos, existía una capa negra (¿quién podría saber su grosor?) de horrores inefables y terrores infinitos. Sólo podía suponer cuál era su superficie externa, la que daba al mundo exterior; la interna estaba formada claramente por las paredes, los techos y los suelos del árbol de apartamentos. Por eso le preocupaba tanto volverse olvidadiza y atravesarlos sin pretenderlo. No sabía si era lo bastante inmaterial para hacerlo (aunque a veces sentía que sí), pero podría serlo, o volverse así. En cualquier caso, no estaba dispuesta a intentarlo. Temía las grietas, las resquebrajaduras y los pequeños agujeros en cualquier parte por donde podían deslizarse pequeños seres; cosa que, lógicamente, conducía al temor a las ratas, ratones, cucarachas, chinches de agua y alimañas similares.

    En lo más profundo de sí misma, generalmente se sentía del todo segura de que pasaba la mayor parte de su vida inconsciente en la capa negra, y que eran sus experiencias, o sus sueños, en ese lugar lo que infectaba de temor su tiempo de vigilia. No servía de nada pensar en eso, era demasiado terrible, así que trataba de ocupar por entero su mente con preocupaciones y temores normales, con la observación de las cosas permitidas en el árbol de apartamentos y con toda clase de ideas y pequeñas fantasías.

    Una de sus fantasías favoritas, concebida y disfrutada en los momentos de pensamiento y sensación claros en los trechos frenéticos, casi siempre a la defensiva, de su fragmentaria vida consciente, era la de que, en realidad, vivía en un encantador hospital moderno. De hecho, ocupaba uno de sus pabellones entero -sin duda, era hija de un multimillonario-, y allí cuidaban de ella doctores comprensivos y enjambres de enfermeras cariñosas y alegres que la colmaban de mimos, la alimentaban con los más deliciosos manjares, le daban interminables masajes, a veces la besaban (era un lugar bastante travieso). El único inconveniente era que, durante todas estas operaciones deliciosas, permanecía dormida.

    Ah, pero (fantaseaba) bastaba con mirarla -tenía los ojos cerrados, sí, pero sonreía- para ver que, en lo más hondo de sí misma, sabía lo que ocurría, en algún lugar disfrutaba. ¡Era astuta!

    Luego, cuando todo el hospital dormía, ella se levantaba en silencio de la cama, se vestía y, todavía profundamente dormida, salía del hospital sin despertar a un alma, para correr a aquel lugar, sumergirse en un instante a través de la capa de horror y despertar.

    ¡Pero soñar con el hospital casi le hacía feliz! Eso sólo era una recompensa sin igual, que compensaba todo, si lo consideraba de la manera adecuada.

    Lógicamente, al cabo de un tiempo se daba cuenta de que era hora de regresar al hospital antes de que alguien despertara y descubriera su ausencia. Por ese motivo, generalmente sin admitirse a ella misma lo que estaba haciendo, buscaba o provocaba un incidente que la sumiera de nuevo en la inconsciencia. De ese modo se transformaba en su otro yo amnésico e increíblemente inteligente, que podía viajar a cualquier parte por el universo sin errar y hacer casi cualquier cosa ¡y con los ojos cerrados! (No permitiría que los médicos y las enfermeras tuvieran la menor sospecha de que se había levantado de la cama y le impidieran regresar al árbol de apartamentos.)

    Así pues, incluso los más dulces sueños tenían sus lados oscuros.

    En cuanto a las peores de sus ensoñaciones, las más desagradables de sus fantasías, no servía de nada pensar en todas ellas: eran, de cabo a rabo, pura capa negra. Por ejemplo, estaba la fantasía de los gusanos borradores, unos bichos serpenteantes, reptantes, bruñidos y con armadura córnea, de unos tres centímetros de largo y el grosor y semirigidez de la goma de borrar en el extremo de un lápiz o un cable telefónico negro: una vez sueltos podían ir a cualquier parte, y había montones de ellos.

    Se los imaginaba… Bueno, ¿no era mejor imaginarlos abiertamente que fingir que había soñado con ellos? En este último caso admitiría que podía haber soñado con ellos en la capa negra, lo cual significaba que podría haberlos experimentado realmente en esa capa. En cualquier caso, empezaba por imaginarse a sí misma en la más profunda oscuridad. Era extraño como, en ocasiones, pero no con frecuencia, no podía abstenerse de imaginar las peores cosas. Por un momento se hacían irresistibles, una especie de repugnante placer invertido.

    Sea como fuere, imaginaba que estaba tendida en una profunda oscuridad -a veces cerraba los ojos y los cubría con las manos para aumentar la ilusión, y una vez, sola en el ascensor, tuvo el atrevimiento de apagar la luz-. Entonces, notaba que el primer gusano le tocaba un dedo del pie y se arrastraba inquisitiva y perentoriamente entre el dedo gordo y el siguiente, como si la poseyera. Pronto los gusanos rebullían sobre todo su cuerpo, investigando cada grieta y orificio a los que llegaban y, finalmente, le asaltaban la cabeza y el rostro. Ella apretaba con fuerza los labios, pero entonces le bloqueaban las fosas nasales (eran precisos un par de ellos, empujando juntos, para llenar cada orificio) y se veía obligada a separar los labios, con lo que pronto los bichos se retorcían en el interior de su boca. Apretaba los ojos con fuerza, pero… Y no tenía manera de proteger las orejas y otras aberturas corporales.

    Si soportaba esto era sólo porque sabía que lo inventaba ella misma y podía detenerse en cuanto quisiera. Y quizá, no estaba segura, era una especie de prueba para demostrar que, en caso necesario, podía soportarlo. Además, aunque se dijera a sí misma que aquello no era más que fantasía, le proporcionaba ideas acerca de la capa negra.

    Se despertaba de una de esas sesiones agitando la cabeza y con un estremecimiento interno, como si dijera: «¿Quién creería las cosas de que esta mujer es capaz?» y «Te estás obsesionando, estás demasiado introvertida, muchacha. Habla con otras personas. ¡Sal de tí misma!». (Y quizá lo único que ocurría es que tenía escasas oportunidades de hacerlo — momentos de calma lo bastante largos-; escasas oportunidades para dedicarse a esa experimentación en la existencia nerviosa, impredecible y, en ocasiones, precipitada del árbol de apartamentos.)

    Había una serie de razones por las que no debería seguir su propio consejo y hablar con otras personas en el árbol de apartamentos, iniciar conversaciones, incluso mirarlas mucho. La razón principal era la profunda convicción de que ella no tenía derecho a estar en el árbol de apartamentos y que se metería en un lío serio si atraía la atención hacia ella. Incluso era posible que la expulsaran del árbol para siempre, sentenciada a la capa negra. (Y si esta última era, en efecto, la ridícula y absurda idea que parecía — ¿dónde estaba el tribunal y quién pronunciaría la sentencia?-, ¿por qué le producía escalofríos y una angustiosa depresión el mero hecho de mencionarlo para sus adentros?)

    No, ella no tenía un apartamento allí, ni tampoco ningún amigo en el edificio. Por eso nunca había tenido una llave, ni tampoco dinero, o alguna agenda donde pudiera descubrir datos sobre sí misma, o cartas de otras personas, ¡o incluso facturas! No, era una huérfana sin hogar, no tenía nada. (La única cosa que siempre o casi siempre llevaba consigo era un completo enigma para ella: un tubo de latón delgado como una pajita, de unos diez centímetros de largo, uno de cuyos extremos atravesaba un tapón de corcho no mayor que un gusano borrador, pero no debía pensar en ellos.)

    En otras ocasiones se decía que no debía tener ningún temor a que la descubrieran, la sorprendieran, la desenmascararan, que las demás personas que deambulaban por el árbol de apartamentos la considerasen una intrusa, porque era invisible para ellos, o para casi todos. La prueba de esto (ante sus propios ojos era tan evidente que le pasaba desapercibida) era sencillamente que ninguno se fijaba en ella, ni siquiera le mostraban las pequeñas cortesías que practicaban entre ellos, como sujetar la puerta del ascensor para que entrara. ¡Tenía que hacerse a un lado para ellos, y no a la inversa!

    Esta especulación sobre su invisibilidad le condujo a otro horror especial. Supongamos que, en sus esfuerzos por descubrir su edad, alguna vez lograba quitarse los guantes y no descubría las suaves manos de una joven, ni tampoco las manos resecas y surcadas de venas de una anciana. No encontraba nada en absoluto. ¿Y si conseguía abrirse el abrigo y al mirar, con el mentón hacia adentro, lo único que veía era el forro de la prenda? ¿Y si miraba en un espejo y no veía nada, excepto la pared detrás de ella, o sólo otro espejo con reflejos de reflejos que se remontarían al infinito?

    ¿Y si fuera un fantasma? Aunque había ocurrido mucho tiempo atrás, o así se lo parecía, creía recordar el frío vértigo que le produjo ese pensamiento la primera vez que lo tuvo. Encajaba con su situación. Los fantasmas rondaban un lugar y aparecían y desaparecían a tontas y a locas, e incluso eran visibles para unas pocas personas sensibles. No conocía ninguna historia de fantasmas contada desde el lado del fantasma; lo que pensaban y sentían, en qué medida comprendían y si sabían lo que eran (fantasmas) y lo que hacían (aparecerse). (E incluso había habido las pocas personas sensibles que habían parecido verla -y ella les había devuelto la mirada con coquetería-. Pero no le gustaba recordar esos episodios porque le asustaban y le hacían sentirse estúpida -¿por qué había corrido el riesgo de coquetear? — , y, al final, empañaban su mente. Hubo un muchachote gordo — ¿qué habría visto en él?-, y antes un anciano amable, y antes… No, desde luego que no, ¡no tenía que retroceder tanto en el recuerdo, nadie podía obligarla a hacerlo!)

    Pero ahora la idea de que podría ser un fantasma se había convertido en una más de sus fantasías familiares, que regresaba a su mente, de vez en cuando, con la regularidad de un reloj y con algo, poco, de la conmoción que la idea le había producido inicialmente. «Parte de mi repertorio», se decía a modo de broma. (¡Dios sabe cómo habría logrado soportar su existencia si las cosas no le parecieran graciosas de vez en cuando!)

    Pero la mayor parte de las veces no eran tan graciosas. Una y otra vez volvía a la que parecía ser la cuestión principal: ¿cuánto había durado su vida consciente, la que tenía ahora? Y, en momentos en que no la asediaba el pánico, la única respuesta que obtenía era que no lo sabía.

    Podían ser meses o años, el tiempo suficiente para que, aunque no les mirase a la cara, conociera a los inquilinos del árbol de apartamentos por sus ropas y sus movimientos, por las pequeñas cosas que se decían unos a otros, por su manera de andar y sus expresiones favoritas. Llegaba a conocerlos lo bastante bien para poder reconocerlos cuando se cambiaban de ropa, se ponían zapatos nuevos, andaban más despacio o empezaban a usar bastón. En ocasiones, aparecían inquilinos nuevos y, poco a poco, se convertían en nuevos conocidos. Más tarde, estos viejos conocidos podían desaparecer, se mudaban o fallecían. ¿Acaso llevaba décadas allí? Recordó un relato de horror en el que una mujer joven y hermosa despierta de un estado de coma para encontrarse moribunda a causa de su edad. ¿Le ocurriría eso cuando por fin se mirase en el espejo?

    Y si fuera un fantasma, ¿no sería el mayor de los horrores para un ser así morir como un fantasma? ¿Sentir que había tenido un diminuto rincón de existencia, desde donde, de vez en cuando, podía contemplar el espectáculo pasajero, para luego ser despojado de eso sin piedad?

    Por otro lado, podría tratarse sólo de minutos, horas, a lo sumo días, de un sueño febril y extrañamente claro, o de la retirada de una droga que le producía una sensación de eternidad. La memoria es falible y la mente capaz de innumerables trucos. ¿Cómo podría estar segura?

    Fuera cual fuese la verdad sobre el tiempo que llevaba allí, por el momento no tenía que preocuparse de ello. Los últimos días (y semanas, u horas y minutos, ¿qué más daba?) habían sido una nueva aventura. Sí, al margen de la definición, podría llamársele coqueteo. A pesar de que tenía sus partes malas, que le asustaban, le había hecho sentirse más feliz, más alegre, más valiente, incluso más despreocupada de lo que había estado en muchísimo tiempo. Aquella nueva aventura incluso le había revelado lo que había visto en el muchacho gordo y en el viejo antes de él. Simplemente los había visto, había sentido interés por ellos, y preocupación, sí, y también amor. Las cosas eran así ahora.

    Pero eso ocurrió entonces, mientras que esto sucedía ahora.

    Desde la primera vez que vio a Ryker (claro que entonces no conocía su nombre), mirándola con tanta admiración y pasmo desde la puerta principal, supo que aquel hombre no podía causarle ningún daño. No era uno de esos tipos peligrosos que la enviaban de regreso al hospital, a la capa negra o lo que fuera. Lo que le sorprendió fue la amplitud de su reacción. ¡Tenía un amigo! Alguien que la tenía en cuenta, a quien le importaba, y eso le hacía sentir vértigo, delirio. Antes de caer complacida en los brazos de la oscuridad, sólo conseguía caminar unos pasos, arrastrando la oleada emocional.

    La segunda vez sucedió casi exactamente de la misma manera, pero en esta ocasión lo esperaba y sólo necesitó el menor atisbo, un movimiento de los ojos hacia aquel hombre, para asegurarse de que la primera vez no se había equivocado, aquella persona se interesaba por ella, la amaba.

    Cuando se encontraron por tercera vez, se mostró realmente atrevida. Le preparó una sorpresa, esperándole en el ascensor. Incluso se atrevió a apagar maliciosamente la luz (cuando tenía fuerzas para hacer cosas así sabía que estaba en buenas condiciones), y, de alguna manera, logró mantener la puerta abierta (eso le sorprendió incluso a ella). De ese modo, se reveló gradualmente al hombre a medida que avanzaba por el vestíbulo, una especie de juego al escondite. En cuanto a lo que podría suceder después, ¡había corrido sus riesgos!

    Entonces, él dio la vuelta, dando la poco convincente excusa de que tenía que mirar el buzón, ésa era una de las partes malas. ¿Qué le ocurría? ¿Acaso él, uno de los inquilinos, la temía realmente, a ella, una intrusa, una mujer desamparada? Y en ese caso, ¿por qué la temía? ¿Porque era una mujer o tal vez una criminal que intentaría atracarle o violarle, o quizá como a un fantasma? ¿Era tímido, o acaso sus sonrisas y su admiración no significaban nada, eran mera cortesía? Estuvo a punto de perder la sujeción de la puerta, pero logró mantenerla. «¡Date prisa, date prisa, viejo gato asustadizo!», musitó alegremente entre dientes. «¡No puedo sujetar la puerta eternamente!»

    Entonces, alguien de un piso superior llamó al ascensor, sobresaltándola, y en ese momento perdió la sujeción de las puertas, que se cerraron, y el camarín inició el ascenso. Se sintió súbitamente desesperanzada, al ver que la mera casualidad le impedía realizar sus deseos, y se desvaneció.

    Pero cuando despertó, pronto volvió a sentirse muy animada. Ésa fue la vez en que, obedeciendo a un puro impulso, se introdujo en el ascensor atestado de gente, en pos de aquel hombre, cosa que nunca había hecho… El riesgo de que la empujaran contra alguien y revelara así su presencia, aunque fuera invisible, era excesivo.

    Pues bien, si eso no había sucedido, había sido sólo porque se mantuvo apretada contra la puerta tanto como le fue posible y porque le acompañó la suerte. En la primera parada descendió con alivio, cambió de planes y subió corriendo la escalera, con más rapidez que el crepitante camarín, y cuando vio que el hombre no descendía en el piso decimosegundo, subió al decimocuarto, cambió sus planes de nuevo (tenía la sensación de que casi estaba a punto de desvanecerse), le siguió hasta su apartamento y se fijó en el número antes de perder el conocimiento. Así es cómo se enteró de su nombre, pues la próxima vez fue a los buzones, buscó el que correspondía a su número y leyó: R. RYKER. ¡Ah, ella podía ser una estúpida huerfanita del árbol de apartamentos, pero tenía sus mañas!

    Esa vez la llegada del hombre por el vestíbulo principal la cogió por sorpresa. Otro hombre sujetaba la puerta del ascensor para que entraran dos señores, y ella, dirigiendo una mirada alentadora a Ryker (¡él le respondió con una sonrisa!), se apresuró a entrar tras ellos (no le importaba que hubiera pocos pasajeros, porque podía esquivarlos), pensando que el hombre seguiría sujetando la puerta para que entrara Ryker. Pero no lo hizo, y ella dudó entre sujetarla desde donde estaba (a los demás les habría parecido algo mágico) o no hacer nada. Eligió lo último, perdiendo así la ocasión de subir con Ryker.

    Pero ese fracaso no influyó en su actitud general de confianza en sí misma, de dominio de la situación. De hecho, le parecía que su mente se agudizaba y los recuerdos empezaban a abrirse. Tuvo la corazonada de que una vez había sucedido algo en el tercer piso que era importante para ella, y mientras reflexionaba sobre eso, ocurrió su segundo encuentro inesperado con Ryker. Este bajaba por la escalera y la vio. Por un momento ella pensó que él iba a encaminarse directamente hacia donde ella estaba, pero una vez más su valor o lo que fuera pareció faltarle y prosiguió su camino. Ella, decepcionada, se desvaneció.

    Se dijo que esos encuentros imprevistos no servían de nada, no funcionaban. Así que la próxima vez que Ryker cruzó la puerta principal, ella le estaba esperando en el vestíbulo. Entonces, precisamente cuando todo parecía ir bien, a ella le faltó el valor, tuvo un repentino y terrible acceso de miedo al público y subió corriendo la escalera, aunque logró volverse en lo alto del primer tramo y mirar. Vio pasar a Ryker junto al ascensor, inspeccionarlo apresuradamente y dirigirse a los buzones y al corredor penumbroso. Pero inmediatamente volvió al ascensor y entró en él. Ella se dio cuenta de que había ido al corredor trasero buscándola y, recobrado su valor, bajó corriendo la escalera, pero sólo tuvo tiempo de mirar una sola vez a través del ventanuco del ascensor (y él le devolvió la mirada) antes de que el camarín subiera. Esperó, abatido, junto al pozo del ascensor y oyó débilmente que éste se detenía en lo alto…, y que inmediatamente empezaba a descender. ¿Volvía a por ella?, se preguntó, sintiendo vértigo, su mente balanceándose al borde de la inconsciencia. Logró mantenerse consciente el tiempo suficiente para saber que sí, ¡bajaba a por ella! Miró ansiosa y expectante cuando él salió del ascensor…, antes de desvanecerse por completo.

    Ramsey Ryker no volvió a entrar en el árbol de apartamentos, desde su propio piso, hasta la noche siguiente. Un observador atento y reflexivo, que le hubiera acompañado en el ascensor y seguido sus lentos pasos hasta la puerta principal, habría deducido dos cosas acerca de él.

    En primer lugar, por el aroma de colonia superpuesto a una débil fragancia de jabón, las mejillas perfectamente rasuradas, el cuello blanco impecable, el escaso cabello blanco bien peinado y el pequeño y pulcro nudo de la corbata, sabría que acababa de bañarse, afeitarse y arreglarse con cuidado, de modo que, si no fuera por su edad, uno estaría seguro de que se encaminaba a una cita romántica.

    En segundo lugar, por su palidez casi cadavérica, su expresión abstraída y sus movimientos ritualísticos en «marcha lenta», pensaría que la aventura de la noche no era del todo placentera o, por lo menos, no era muy seria.

    Si, además, el observador fuese una persona imaginativa o quizá simplemente sugestionable, podría haber juntado esas dos impresiones y obtener un total siniestro: «Si alguna vez pudo decirse que un hombre se había vestido para su propio funeral…».

    Y si el mismo hipotético observador hubiera estado disponible veinte minutos después para ser testigo del regreso de Ryker al árbol de apartamentos, se habría estremecido ante la confirmación de la teoría fúnebre. Ahora Ryker lucía en la solapa un clavel blanco, mientras que su mano izquierda sujetaba un pequeño atomizador, cuyo elemento principal era una orquídea blanca.

    Pero incluso a ese observador le habría sorprendido la expresión de placer que, cuando entró en el vestíbulo, embargaba y coloreaba levemente el pálido rostro de Ryker, sus facciones que traslucían determinación. Desde luego, a veces el simple hecho de bañarse, vestirse y salir al exterior puede animar de un modo asombroso a un anciano, pero este cambio de humor parecía tener, y realmente tenía, un estímulo exterior más específico.

    Este estímulo era la constatación, por parte de Ryker, de que las circunstancias de su tercer encuentro con la Dama Desvanecida se habían reproducido. Había la misma impresión de penumbra adicional, la apertura de un agujero negro, todo ello debido a que las puertas del ascensor estaban abiertas y el camarín a oscuras, y la figura esbelta, con un tenue resplandor, de la Dama Desvanecida de perfil dentro del camarín y más allá de la columna de botones.

    Pero esta vez la postura de la mujer no parecía abatida, sino viva y relajada. Aunque tenía la cabeza gacha, también parecía un poco vuelta en su dirección, como si observara coquetonamente su acercamiento. Había algo más que un engañoso y tenue centelleo en sus hombros y la parte delantera de su cuerpo, y volvía a sostener (esta vez en la mano izquierda, la más próxima a él) aquel pequeño y misterioso objeto de latón que él había confundido con una llave. En conjunto, el efecto era sorprendentemente erótico, como si fuera un dibujo negro y plateado, «Cita en las sombras». Avanzó ansiosamente, cada vez más rápido, armándose firmemente contra cualquier vacilación de último momento, decidido a que sólo un cierre prematuro de las puertas le impidiera subir al ascensor.

    Sin la menor vacilación, entró en el camarín a oscuras, saludando a la mujer con una ligera inclinación de cabeza, tendió la mano derecha hacia la parte superior de la columna de botones, donde estaba el interruptor de la luz, y dijo en tono bajo y respetuoso: «Buenas noches». Las palabras le salieron más profundas y resonantes de lo que se había propuesto, adquiriendo un matiz bastante sepulcral. No completó su tercer movimiento, pues nada más entrar, ella alzó la cabeza y, simultáneamente, extendió la enguantada mano derecha a través de su cuerpo y la mitad inferior de su rostro, anticipándose, al parecer, a la intención de Ryker de encender la luz, por lo que éste retiró su mano.

    Se volvió y pasó por delante de la mujer, dirigiéndose al fondo del camarín y apoyándose en la pared. El brazo extendido de ella le ocultaba los labios, por lo que Ryker no pudo saber si sonreía o no, pero sus brillantes ojos siguieron su movimiento dentro del camarín y, por lo menos, no frunció el ceño. El efecto era provocativo, excitante.

    Pero el brazo extendido de la mujer no encendió la luz. En cambio, su negro dedo índice pareció descansar sobre la placa de latón entre los botones de los pisos decimosegundo y decimocuarto. Pero, al hacer eso, debió de haber presionado uno de los dos, pues las puertas se cerraron con un gruñido y el camarín emprendió el ascenso.

    La penumbra se hizo más intensa, pero no tanto como Ryker habría esperado, pues el extraño brillo pálido alrededor del cuello y el cierre del abrigo pareció realzarse un poco, casi chispear (¿era algo real o imaginario?, ¿podía ser el aura de su cuerpo?, ¿o era sólo un producto de sus viejos ojos deslumbrados?). Cuando pasaron ante el segundo piso, un destello de otra luz entró por el ventanuco. En su estado de conciencia agudizada, y a pesar de la penumbra, vio claramente que ella había apartado su mano derecha del panel de botones y que su otra mano había penetrado un poco en la manga de aquel brazo. Con un rápido movimiento hacia atrás, se quitó el guante de la mano derecha, la cual se abrió grácilmente hacia Ryker, con la palma hacia arriba, a través de la oscuridad, como una fina faja blanca terminada en cinco delgadas cintas blancas de longitud desigual. Ryker dio un paso al frente e inclinó la cabeza hacia la mano. Notó el suave contacto de la mano fría e ingrávida en sus propios dedos, aplicó los labios a la palma, se retiró y colocó en ella la orquídea blanca que llevaba. Otra ventanita parpadeó al pasar.

    Ella se acercó la flor a la garganta y con la mano todavía enguantada tocó la del hombre, como dándole las gracias. Se preguntó por qué había apretado la superficie entre los botones y por qué el camarín había respondido, por qué no se había desvanecido mientras se quitaba el guante. Oscuros recuerdos amenazaban con abrirse, no sin causar temor. Al retirar su mano, tiró un poco de la de Ryker.

    Enardecido, él dio otro paso que casi le llevó sobre la mujer. El pequeño rostro triangular, gatuno, de ella se alzó hacia el de él. Era un rostro en su mitad pálido, la otra mitad formada por la boca oscura, los ojos grises y brillantes, con las órbitas ensombrecidas bajo las delgadas cejas negras. La mano izquierda de Ryker le rozó el costado y se deslizó tras ella, cogiéndola por la fina cintura. La mano derecha buscó los dedos que sujetaban la orquídea contra la garganta y los acarició, jugando suavemente con ellos. Notó que los dedos enfundados en ante ascendían hacia su nuca.

    Ella deslizó la orquídea con su pequeño atomizador en el interior de su abrigo y su húmeda mano sin guante acarició la seca mejilla de Ryker. Éste palpó dos grandes botones redondos en su cuello, los desabrochó, dejando abierto el cuello del abrigo. El centelleo diamantino que tanto le había intrigado se intensificó, brotó hacia arriba y se vertió como el agua de una fuente, como si Ryker hubiera descubierto el nido de su aura. ¿O tal vez era que su viejo corazón producía un huracán diamantino?, ¿o quizá sus cansados ojos trazaban, en la oscuridad, la irregular y brillante pauta de una migraña? Bajó la vista y, a través de aquel resplandor espectral, de aquellas estrellas microscópicas, vio un paisaje gris perla y frío como el de la luna. Era el suave valle donde descansaba la orquídea entre los pequeños senos, con sus pezones de plata oscura. Aunque osciló y se estrechó un poco, aquella escena no se perdió cuando las pequeñas manos atrajeron su cabeza hacia la suya y sus labios se encontraron en un beso prolongado que aturdió, sin alarmarle, al anciano.

    Tuvo la caprichosa ocurrencia de que, aunque el paisaje perlino que seguía admirando parecía extenderse más y más, tenía un cielo negro y demasiado bajo, un techo extremadamente bajo, como dirían los aviadores. Pero ¿por qué los visos de esa fantasía eran más siniestros que divertidos?

    En ese momento, se dio cuenta de que olía a humo de tabaco. Aunque el descubrimiento no le sobresaltó o alarmó, hizo que el resto de sus sentidos salieran un poco de su estado de profunda ensoñación. En realidad, esa ensoñación fue en aumento, pues en aquel instante la punta de la lengua femenina trazó una línea muy estrecha en su beso. Al mismo tiempo, al notar que el ascensor se había detenido, que su crujiente gemido había sido sustituido por un gruñido apagado que le gustaba todavía menos, mientras un oscilante resplandor rojizo, un parpadeo rojo ensombrecido, ascendía por las paredes del camarín desde alguna fuente desconocida, el tenue olor a humo de tabaco iba haciéndose más acre.

    Sin proponérselo, fatigosamente (no estaba ni mucho menos cansado, pero aquello le costaba un esfuerzo), alzó la vista sin interrumpir el beso, sin pensar en interrumpirlo, y siguió acariciando la espalda y el cuello de la mujer, hasta que miró por encima del hombro de ésta.

    Al resplandor rojizo, vio que la puerta del camarín se había abierto sin que él se hubiera percatado y que el ascensor estaba en el piso decimocuarto… Pero no del todo, pues la puerta exterior estaba cerrada y bajo la ventanita estaba pintado el número catorce, pero permanecía unos cincuenta centímetros más arriba de lo que debería.

    Así pues, el suelo del camarín debía de estar a la misma distancia por debajo del suelo del piso decimocuarto.

    Sin alarmarse todavía, gruñendo por cada esfuerzo realizado, Ryker adelantó la cabeza por encima del hombro de la mujer hasta que pudo mirar abajo. Al hacer esto, ella echó la cabeza hacia atrás y la ladeó un poco, acomodándose, de modo que el beso seguía ininterrumpido, mientras le abrazaba con más fuerza y emitía unos sonidos dulces, apagados e inarticulados, como si dijera: «Todo está bien».

    El espacio entre los dos pisos (que era también el espacio entre el suelo del decimosegundo y el del decimocuarto) estaba abierto, formando una entrada de metro y medio de ancho y apenas treinta centímetros de altura en la pared del pozo. A través de esa abertura, desde el piso decimotercero, de techo realmente muy bajo, en la parte inferior del camarín se vertía un resplandor carmesí pulsátil que, sin embargo, parecía tener un matiz más constante, más regular en sus variaciones de intensidad, que el de cualquier fuego.

    Este resplandor de horno reveló, arracimadas en torno a sus tobillos pero extendiéndose para llenar el alfombrado suelo del ascensor, una multitud de pequeñas formas achaparradas, una horda pululante de lo que parecían ser (teniendo en cuenta el escorzo extremo) rechonchos seres humanos liliputienses, algunos de los cuales alzaban sus blancos rostros para mirar, mientras otros se agachaban para realizar lo que tenían entre manos. Por ejemplo, cuatro de ellos se afanaban con unos ganchos metálicos casi tan grandes como ellos, y a los que estaban enganchados unos fuertes cordeles; otros acarreaban largas palancas, uno balanceaba garbosamente sobre su hombro lo que parecía ser un paquete de papel blanco, casi tan grande (con relación a él) como un periódico dominical. Más de la mitad de ellos sostenían entre dos dedos pequeños cilindros negros de uno de cuyos extremos se levantaban tenues zarcillos entrelazados de humo, formando una nube delgada, y cuando se llevaban los otros extremos a sus diminutas bocas brillaban como ascuas en la luz rojiza, como si fueran un enjambre de libélulas infernales.

    Podría parecer inverosímil la afirmación de que Ramsey Ryker no sintió terror ni pánico ante esta visión extremadamente grotesca (pues se daba cuenta de que, de algún modo, había penetrado en el reino de sus pesadillas). Como tampoco sería verosímil afirmar que el beso entre él y la Dama Desvanecida continuó ininterrumpido (salvo por los apresurados resoplidos e inhalaciones normales en semejante contacto). Sin embargo, ambas afirmaciones son ciertas.

    Lo cierto es que, mientras movía la cabeza por encima del hombro femenino hacia su primera posición ventajosa, el corazón le latía atropelladamente, había en sus oídos un rugido atronador y oleadas de oscuridad amenazaban con borrar su visión y abrirse paso hacia el cráneo, mientras que el menor movimiento que intentara resultaba inesperadamente difícil de realizar (sentía la cabeza pesada, y no miraba por encima del hombro tanto como se apoyaba en éste), pero estas reacciones físicas tenían muchas causas. Sus principales reacciones mentales al ver a los pequeños seres amontonados alrededor de sus pies se resumían en que habrían sido interesantes en otro momento y que, seguramente, tenían su propio lugar, su ocupación y sus intereses en el gran orden de las cosas. Pero ahora él tenía su propia gran tarea e intereses a los que debía volver, como confiaba en que aquellos seres se dedicaran a los suyos. Además, las caricias y los murmullos de la Dama Desvanecida, tranquilizándole y alentándole, surtían sus efectos beneficiosos, sedantes.

    Pero cuando miró una vez más a lo que podría llamar sin ningún sarcasmo su valle empinado y estrecho de delicias, ya no pudo decir si las espectrales chispas plateadas que brotaban de allí estaban dentro o fuera de sus ojos y su cráneo. Los perfiles exquisitos oscilaban y se diluían en una niebla, los dedos que acariciaban el cuello y la parte inferior de la espalda femenina iban quedando ateridos y sin fuerza. La fuerza que desaparecía de todo su ser excepto de los ojos, fue debilitándose y, sostenido y guiado por las solícitas manos de la mujer, gradualmente se fue derrumbando. Su cabeza rozó el abrigo totalmente abierto y descansó, sucesivamente, contra los pechos desnudos, el vientre y los muslos, hasta quedar boca arriba sobre el suelo del camarín, al nivel del hasta entonces insospechado piso decimotercero. Mientras, al intentar ayudarle, la Dama Desvanecida se había agachado hasta quedar sentada sobre sus talones, la parte superior del cuerpo erecta, el mentón alto, sin mirar hacia abajo ni una sola vez.

    Con un lento movimiento sin esfuerzo, la mujer volvió a ponerse en pie, las manos colgándole flaccidas a los lados, una de ellas aferrando todavía el tubo de latón. El garboso homúnculo levantó el papel hacia la otra mano, y ella lo cogió entre el pulgar y el índice, continuaba sin mirar hacia abajo, lo levantó hasta que lo tuvo ante los ojos y lo desenvolvió rápida pero cuidadosamente.

    Desde el suelo, Ryker la miraba atentamente. Casi toda su conciencia se había centrado en ella, hasta tal extremo que sólo veía el rostro y los hombros, las atareadas manos y los incomparables senos. Los veía con mucha claridad, pero muy lejanos, como si lo hiciera por el otro extremo de un telescopio. Apenas se daba cuenta de los movimientos más próximos a él, de cómo colocaban los dos grandes ganchos bajo los hombros y en los sobacos. Aunque sin comprender, Ryker observaba con el mayor interés, consciente sólo de la belleza que contemplaba, mientras ella se introducía el extremo del tubo de latón protegido por un corcho en una fosa nasal, aplicaba delicadamente el otro extremo al cuadrado de papel blanco e inhalaba lenta pero profundamente. No oyó el distante chirrido del torno, ni sintió que los ganchos se tensaban contra sus sobacos, mientras le arrastraban fuera del ascensor del piso decimotercero y su consciencia se difuminaba.

    La Dama Desvanecida no rindió honores a su desaparición o a la de sus captores con una última mirada, mientras se aplicaba con impaciencia el tubo de latón a la otra fosa nasal y colocaba el otro extremo a un borde del montoncito disminuido de pequeños cristales extendidos sobre el papel blanco. La visión de aquellos cristalitos le había recordado el uso de aquel tubo y muchas más cosas, no todo lo cual deseaba conocer de nuevo.

    Recordó las sombrías esperas de Artie Stensor, su propia captura en el piso decimotercero, la búsqueda de Artie en su nueva y degenerada forma aprisionada, las sesiones que también la redujeron a ella a esa forma, su trato con los homúnculos reinantes, los tres servicios (¿o eran cuatro?) que les prometió, la atracción y la trampa en que cayeron los otros dos inquilinos. Mientras inhalaba lenta, nivelada y profundamente, arrojó todo aquello de su mente. La boquilla del tubo de latón era como una diminuta segadora que iba cercenando el borde de la coca, la «nieve» o como pudiera llamarse la soberana droga del sueño, con su centelleo diamantino, hasta que no quedó nada en el papel.

    Sintió que los átomos de su cuerpo se liberaban, mientras los de su conciencia y su memoria se apretaban. Con una fantástica sensación de liberación flotó lentamente, atravesó el techo del camarín, salió a la rancia atmósfera del oscuro y cavernoso pozo del ascensor y se elevó más y más, entre los negros cables centrales. Atravesó el techo del pozo, titiló en la pequeña sala penumbrosa donde estaba el motor y los relés del ascensor, y salió del árbol de apartamentos a la inmensa noche vertiginosa.

    Al sur brillaba la verde diadema del Hilton, al oeste la parpadeante luz roja que delineaba el trípode de televisión de la torre sobre Sutro Crest, al noreste la flecha de la Pirámide Transamericana, que señalaba hacia arriba y brillaba como un topacio. Más al este, al norte y al oeste, envueltos en una niebla baja, se extendían los dos grandes puentes, el Bay y el Golden Gate, y el ilimitado océano Pacífico. La mujer tuvo la sensación de que podía ver e ir a cualquier parte.

    Dedicó una última mirada -con una punzada de dolor- a las almas enterradas, o más precisamente emparedadas, en San Francisco y luego, con los sentidos agudizados y la conciencia en expansión, se apresuró hacia arriba, directamente hacia aquella estrella múltiple envuelta en nebulosas, esa estrella de la constelación de Orión llamada el Trapecio.


    Fin

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