ABOMINABLE SISTEMA DE CASTAS
Publicado en
julio 24, 2019
Hará falta algo más que la intervención del gobierno para cambiar las milenarias actitudes que prevalecen en la India hacia las castas inferiores.
Por William Dalrymple.
LAXMI CHAND TYAGI sostenía una lámpara de pilas sobre las ruinas de su centro de desarrollo rural, a unos 50 kilómetros de Jodhpur, en el noroeste de la India.
—Eran alrededor de 400 jóvenes de las castas altas, en su mayoría rajputs, procedentes de las aldeas vecinas —me explicó, mientras avanzábamos a tropezones en la oscuridad, junto a los marcos achicharrados de las ventanas y las puertas destrozadas—. Saltaron por el muro del complejo, enarbolando barras de hierro y lathis (bastones de madera). Luego, gritaron: "¿Quién de ustedes pertenece a las castas bajas?" Y si veían a una persona de piel oscura, la golpeaban con sus barras de hierro. Incendiaron todo lo que había aquí: catres, ropa, colchones. Arrojaron a las llamas los discos, las videograbadoras y los proyectores de diapositivas del centro: todo lo que habíamos reunido en siete años.
Tyagi habló en voz baja aquella mañana del 22 de octubre de 1990. Es un hombre de corta estatura y movimientos precisos, con hombros encogidos, la sombra de un bigote y unos pesados anteojos de montura negra, que le cabalgan precariamente en la nariz.
—¡Mire esto! —señaló—. Era el dispensario.
El rayo de luz de la lámpara recorrió una pequeña celda rectangular, cuya puerta colgaba casi desprendida de los goznes. Al entrar, vidrios rotos, píldoras y cápsulas crujieron bajo nuestros pies.
—Los harijan (intocables) solían recorrer casi 40 kilómetros para que les diéramos tratamiento médico aquí. Y nosotros les enseñábamos los rudimentos del cuidado de la salud.
—Pero, ¿por qué hicieron esto? —le pregunté—. ¿Qué más les da a los rajputs que ustedes eduquen a los intocables?
—Las castas inferiores han sido siempre esclavas de las castas superiores —replicó Tyagi—. Labran sus campos por un salario bajo; barren sus calles. Si las educamos, ¿quién hará esos trabajos pesados? Los rajputs odian el centro, porque libera a sus esclavos.
Cuando le pregunté a Tyagi qué había hecho mientras los rajputs destruían la obra de su vida, hizo un breve ademán con la palma de la mano extendida:
—Pensaba en Gandhi. También a él lo golpearon muchas veces. Decía que uno debe aceptar con gusto esos ataques, porque sólo mediante la confrontación se puede avanzar. Empezaremos de nuevo. Los pobres de este desierto aún nos necesitan.
—¿Y si los de las castas superiores vuelven a la carga?
—Los recibiremos con gusto. También ellos son víctimas de su cultura.
Mientras conducía hacia el centro, Tyagi me había mostrado hasta qué punto el sistema de castas está impreso en el paisaje de la India. Desde lo alto de un cerro, divisamos una pequeña aldea construida con piedra blanca. Cerca de ella se levantaba otro asentamiento más grande: una serie de chozas redondas de adobe con bonitos techos cónicos, de paja. Aquello era para mí un cuadro encantador; pero para Tyagi significaba represión y segregación.
—La aldea de piedra con las viviendas pukka pertenece a los rajputs —explicó—. Las chozas son de los harijan. No se permite que unos y otros vivan juntos, y si un harijan desea pasar frente a las casas de los rajputs, debe quitarse los zapatos.
—¿Tienen las castas pozos de agua distintos?
—No; sólo hay un pozo. Si una mujer de una familia harijan quiere sacar agua, debe venir una persona de casta alta a proporcionársela. Un intocable no puede coger el cubo. Lo mismo sucede en todas las esferas de la vida. En la casa de té de la aldea, las tazas de los harijan se guardan en un lugar aparte de las de otras castas. Si se convoca a asamblea pública, los harijan no pueden compartir la misma durree (alfombra) o charpoy (estera) con los rajputs. Si se admite a niños harijan en la escuela primaria, deben sentarse aparte, al fondo.
En Rajasthan, el sistema de castas es un libro abierto que puede leerse en cuanto se aprende el dialecto visual de la región. Entre los hombres, el color del turbante y la forma de atárselo denota su condición social: en los alrededores de Jodhpur, un turbante blanco pertenece a un pequeño propietario de edad avanzada de las castas intermedias (los bishnoi o los jats), mientras que sólo las castas superiores llevan turbantes de color azafrán. El modo de peinarse el bigote —hacia arriba, hacia abajo o recto— y de llevar el dhoti (taparrabo) definen con más exactitud la casta a la que pertenece un hombre.
Entre las mujeres, son importantes las joyas y el color del vestido. El azafrán, el amarillo y el rojo son los colores de las castas superiores, y los usan junto con alhajas costosas y de diseño complicado. El rojo con bordes negros y el castaño son los tonos que generalmente llevan las castas intermedias; los colores más oscuros, las telas burdas, los brazaletes de plata o bronce sin adornos para el tobillo y los tatuajes en los brazos definen a quien los ostenta como de casta inferior... o intocable.
Desde el matrimonio hasta los empleos, todos los detalles de la vida están reglamentados en la aldea india tradicional, donde reside el 75 por ciento de la población. Cada cual sabe el lugar que tiene y lo que se espera de él. Más aún: se trata de un mandato divino. Los hindúes creen que la casta a la que pertenecen en esta vida está determinada por las acciones de una existencia anterior. Una vida recta se recompensa con el nacimiento futuro en el seno de una casta superior; una vida indigna se castiga con una condición social infe-rior o con la intocabilidad.
Por lo tanto, elevarse de la casta que le corresponde a uno en su existencia actual no sólo sacude los cimientos de la sociedad: rompe el ciclo cósmico y desafía el orden natural. Por ello, cuando un hombre intenta educar a los harijan, hay que impedírselo. Y también se debe luchar contra el gobierno que se empeñe en mejorar la condición social de las castas inferiores.
Rajeev Goswami era un joven brahmán de poco más de 20 años, procedente de una familia punjahi de clase media. Su padre era empleado de correos, y se esperaba que, andando el tiempo, Rajeev también consiguiera un empleo respetable en el sector público. El anuncio del gobierno, el 7 de agosto de 1990, de que el 27 por ciento de esos empleos se reservaría a las castas bajas (lo que venía a sumarse al 22.5 por ciento ya reservado a ciertas castas muy bajas y a los integrantes de las tribus) puso fin a las esperanzas de Rajeev de hacer carrera en la burocracia. Antes, los mejores puestos de oficina eran privilegio de los brahmanes. Resultaba inconcebible que muchos de ellos se reservaran ahora a las castas inferiores.
Rajeev se declaró primero en huelga de hambre, pero la prensa no le dedicó mucha atención. Por tanto, junto con algunos amigos suyos, planeó una treta publicitaria: un simulacro de autoinmolación. Se rociaría las piernas con queroseno y les pren-dería fuego. Sus amigos estarían cerca de él para sofocar las llamas.
Esa mañana del 19 de septiembre de 1990, en el lugar de los hechos, Rajeev sólo tenía las piernas rociadas de queroseno. Pero se dejó llevar por la cargada atmósfera que lo rodeaba. Se roció queroseno en todo el cuerpo y se prendió fuego. Sus amigos, que habían quedado detrás de la muchedumbre, no pudieron sofocar las llamas. Pero había fotógrafos, y mientras Rajeev ardía, los obturadores de las cámaras no dejaron de funcionar. A la mañana siguiente, mientras Rajeev se debatía entre la vida y la muerte en un hospital, su fotografía apareció en la primera plana de todos los diarios.
En rápida sucesión, estallaron disturbios en varias ciudades indias, donde estudiantes de las castas altas se enfrentaron a la policía, interrumpieron el tráfico e incendiaron trenes. Se suscitó una oleada de autoinmolaciones, esta vez deliberadas, y siempre protagonizadas por adolescentes de las castas superiores.
El estado de Rajasthan, donde se ubica Jodhpur, fue uno de los focos de agitación. Allí, los siglos de dominación rajput habían dejado un legado de distinciones de casta. La movilidad social era algo casi desconocido. Por ende, cuando se anunciaron las nuevas medidas gubernamentales, la población se sintió conmocionada. El ataque al centro de Tyagi no fue sino una de las muchas agresiones a las castas inferiores.
Cuando visité Rajasthan, en octubre de 1990, un mes después de iniciadas las revueltas, la violencia había cedido, pero los ánimos seguían enardecidos. En Jodhpur me topé con un airado grupo de estudiantes de casta superior que enarbolaban banderas negras y se agolpaban en torno de un santuario improvisado: una fotografía de Rajeev Goswami en llamas y una estatua del dios mono Hanuman ("para que nos dé fuerzas para luchar contra el gobierno"). "En el pasado, estos intocables estaban oprimidos; pero hoy no", dijo Sandeep Joshi, líder estudiantil. Sacudió la cabeza con gesto de horror: "Si se les dan empleos públicos, todo se vendrá abajo". Las castas inferiores tenían las mismas oportunidades que las demás, argumentaban los estudiantes, y si muchos de sus miembros eran pobres, también lo eran muchos brahmanes.
Esto es verdad, en parte. Incluso en Rajasthan, a algunos intocables les va bien. A 65 kilómetros de Jodhpur, en el poblado de Gadvada, vive una numerosa comunidad de talabarteros, una de las subcastas más bajas entre los intocables. Durante años se habían dedicado al incierto oficio de coser zapatos de piel. Pero hace poco, un empresario de Delhi les proporcionó diseños novedosos y contrató a nueve de ellos para confeccionar artículos de cuero de alta calidad. Estos artesanos empezaron a ganar entonces alrededor de 25 rupias diarias: dos tercios más que las 15 rupias que las castas superiores pagaban a los jornaleros en sus campos.
En la India, esto representa mucho dinero, y en Gadvada se notaba la prosperidad. Algunos artesanos habían añadido nuevas habitaciones a sus viviendas, y unos cuantos habían adquirido incluso utensilios de cocina de acero inoxidable. Socialmente seguían siendo intocables; pero había varios que ya daban en alquiler tierras de labranza a las castas intermedias.
No obstante, Gadvada es excepcional; en cambio, la situación que priva en la aldea de Gagadi, donde Tyagi tiene su centro, es la norma. Residencia de unas 300 familias de ocho castas diferentes, presenta una rígida jerarquía social. Los rajputs y los brahmanes están en la cima de la pirámide; los jats, en la parte media. Debajo de ellos hay tres castas inferiores: los cesteros, los alfareros y los herreros. Por último están las castas de los intocables: los talabarteros y los barrenderos.
Los sentimientos de casta en la región siguen siendo fuertes. Bhera Ram es un afable jat. Alto y bien vestido, administrada cooperativa de agricultores de la localidad. Cuando le pedí su opinión sobre el plan de reservar empleos del gobierno, dijo:
—Eso destruirá el orden social existente, y debe evitarse.
—¿Piensa que las castas inferiores tienen que ser siervas de las superiores? —le pregunté.
—Las castas inferiores tienen que respetarnos y saber cuál es su lugar —replicó.
—¿Y ya no los respetan a ustedes?
—Los instruidos buscan otros empleos. No quieren trabajar para mí.
—¿Permitiría usted que una persona de casta inferior entrara en la casa de usted?
—Si lo intentara, le daría una buena reprimenda y la lanzaría a la calle —respondió Bhera Ram.
A la postre, sólo con el tiempo y la educación se puede esperar suprimir el abominable sistema de castas. Poco antes de salir de Gagadi conversé con Nim Bhara, muchacho de 12 años que asiste a la escuela que dirige Tyagi.
—¿Hay intocables en tu salón de clases? —quise saber.
—Sí; pero todos nos sentamos juntos.
—¿Tienes amigos entre ellos?
—Sí; en la escuela puedo tratarlos sin problema.
—Cuando crezcas y tengas tu propia casa, ¿tratarás a todas las personas como tus iguales?
Nim Bhara guardó silencio un momento. Luego, contestó en voz baja:
—Sí.
CONDENSADO DE "OBSERVER MAGAZINE" (2-XII 1990), © 1990 POR OBSERVER MAGAZINE, DE LONDRES, INGLATERRA. FOTO: © TIM GIBSON/ENVISION.