ENRIQUE VIII: SEMBLANZA DE UN REY
Publicado en
diciembre 07, 2018
FOTO COLECCIÓN THYSSEN-BORNEMISZA, LUGANO, SUIZA
Sección de libros
A menudo se retrata como un monstruo y un tirano al rey que gobernó a Inglaterra durante casi 38 años; o, en el mejor de los casos, como un jovial Barba Azul. Es verdad que Enrique VIII, nacido hace 500 años, llevó una agitada vida de placeres, y condenó a dos de sus esposas a los horrores de la ejecución pública.
No obstante, el soberano que aterraba a sus cortesanos con sus espantosos accesos de ira y los rayos de su venganza era también un enamorado crédulo a quien Ana Bolena hizo bailar al son que ella tocaba, y que derramó lágrimas por el amor perdido. Por encima de todo, fue un gobernante astuto, fundador de un Estado moderno, de una Iglesia nacional y de la Armada Real.
John Bowle , tras investigar leyendas y consejas, logró plasmar este fascinante y bien documentado retrato del verdadero Enrique VIII: un egoísta testarudo y calculador, pero también un mecenas del saber, un actor clave en el escenario político europeo y un poderoso monarca cuyo reinado fue uno de los más revolucionarios de la historia inglesa.
Por el Profesor John Edward Bowle (entre cuyas obras figuran biografías de Napoleón y de Carlos I, enseñó historia en los colegios Eton y Westminster, y en la Universidad de Oxford. Falleció en 1985, a la edad de 79 años.)
ERA LA víspera del Día de la Coronación. Las calles de Londres se hallaban atestadas de capitalinos y de provincianos que estaban ansiosos de ver al nuevo Rey y a su Reina en camino hacia el palacio de Westminster.
Enrique VIII, joven y apuesto, resplandecía. Iba ataviado con una capa de terciopelo carmesí bordeada de armiño, que cubría en parte su chaqueta dorada, recamada de rubíes, esmeraldas, diamantes y grandes perlas. Montaba un corcel con jaez de damasquino dorado, bajo el palio que sostenían los barones de los Cinque Ports (los Cinco Puertos, que eran los más importantes del Canal de la Mancha).
La reina Catalina iba en una litera, entre dos palafrenes blancos. Su vestimenta era de raso blanco; su cabello, "muy largo y una fiesta para los ojos", adornado con una diadema, le caía por la espalda. Esa noche la real pareja durmió en Westminster. Al día siguiente —24 de junio de 1509— se celebró con gran magnificencia el antiguo rito de la coronación en la abadía de Westminster; y Enrique, purificado por la gracia divina, fue consagrado "ungido del Señor". Terminada la ceremonia, cruzó bajo un palio purpúreo el pórtico abovedado de la abadía, y de esta manera dio comienzo uno de los reinados más revolucionarios de la historia de Inglaterra.
EL NUEVO Rey era el tercer hijo de Enrique VII, el primer Tudor que ciñó la corona inglesa, y de su reina, lady Isabel de York. Nació el 28 de junio de 1491, en la real mansión solariega de Greenwich, frente a la cual los barcos cruzaban el Támesis rumbo al mar, y donde soplaba el aire fresco impregnado de fuerte olor a brea y se percibía el graznido de las gaviotas.
En compañía de su hermano Arturo, de su hermana Margarita (ambos mayores que él) y de María, la menor, Enrique se crió rodeado de lujos, privilegios y un complicado ceremonial. Tenía sólo tres años cuando lo presentaron ante la corte congregada en el palacio de Westminster, en el sitio que hoy ocupa el Parlamento. El niño contempló maravillado la pompa de la ceremonia en que los heraldos lo proclamaron duque de York. Era un título muy importante, que subrayaba su ascendencia yorquina por la línea materna. Desde entonces, este título ha recaído en el segundo vástago varón del soberano reinante.
Los hijos de Enrique VII iban a Westminster sólo con motivo de alguna ceremonia de Estado. El palacio, a la vez residencia real y sede oficial del Parlamento, era un laberinto de edificios bajo cuyas ventanas corrían las aguas del Támesis. Aquella residencia resultaba insalubre y se inundaba con facilidad; constituían moradas más sanas los palacios reales del campo.
Enrique pasó la mayor parte de su infancia en Eltham, cerca de Greenwich, donde recibió las enseñanzas de un excelente equipo de preceptores. Ducho en matemáticas, hablaba con soltura el francés y el latín, y se desenvolvía bien en español e italiano.
Erasmo, el erudito y humanista holandés, escribió después de su visita a Eltham que, a los ocho años de edad, el príncipe Enrique ya tenía "un porte y un comportamiento majestuosos". En su retrato más antiguo, Enrique aparece como un niño precoz, alerta y observador.
En noviembre de 1501, el padre de Enrique selló una alianza con España mediante el matrimonio de su heredero, el príncipe Arturo, delicado y apuesto jovencito de 15 años, con Catalina de Aragón, hija del rey Fernando y de la reina Isabel. Catalina, culta y elegante, era toda una belleza. Tenía 15 años, ojos grises y pelo castaño dorado. Las campanas de Londres repicaron mientras el joven Enrique llevaba del brazo a su futura cuñada a la catedral de San Pablo, donde se celebraría la boda.
Aquella noche, según la costumbre de la época, se condujo hasta el lecho nupcial a Arturo y Catalina, con gran acompañamiento y algazara. Lo que sucedió, o no sucedió, aquella noche en Londres, y posteriormente en el castillo de Ludlow, donde la pareja pasó el invierno, habría de tener muy importantes consecuencias para Inglaterra.
No había transcurrido ni cinco meses desde la boda, cuando falleció el príncipe Arturo, víctima de la tuberculosis. La alianza parecía perdida, pero Fernando e Isabel, poniendo en práctica la política del poder, ni siquiera parpadearon. ante el deceso de su yerno. Pusieron de inmediato los ojos en el príncipe Enrique, el nuevo heredero forzoso del trono, para su hija Catalina. Así, mediante dispensa papal, Enrique, de 11 años, y Catalina, quedaron formalmente prometidos en matrimonio. Y el 11 de junio de 1509, poco después de morir también de tuberculosis el padre de Enrique, este, de 17 años —ahora Enrique VIII— se unió en matrimonio a Catalina, en Greenwich.
A LAS DOS semanas de su coronación, los jóvenes monarcas se lanzaron a un torbellino de fiestas, torneos, partidas de caza, bailes y sesiones de juegos de azar. Por las ,noches tenían lugar complicadas "pantomimas", en que el monarca irrumpía en las habitaciones de su consorte, conspicuamente disfrazado, y ella, como lo indicaba el guión, expresaba alarma, asombro y, por último, alivio. Catalina pasó buena parte de la primera época de su vida matrimonial diciéndole a Enrique cuán maravilloso era.
Un observador de la época escribió: "A Su Majestad sólo le interesa cazar y perseguir a las jóvenes".
A sus 18 años, Enrique era un joven de espléndida apariencia: medía algo más de 1.80 metros de estatura, y su rostro, sobre un cuello más bien grueso, lucía unas querúbicas mejillas blancas y sonrosadas. Reía a carcajadas, le apasionaban los juegos y, dado su gran vigor, dejaba agotado a todo el mundo. Por la rama paterna descendía de sagaces aventureros galeses, ávidos de poder. Enrique Tudor, su padre, había llegado al trono por la vía de la conquista. En la batalla de Bosworth Field, en Leicestershire, derrotó a las huestes de Ricardo III. Bajo un espino encontró la corona del Rey muerto, e inmediatamente se la ciñó.
Enrique VIII era un adolescente astuto y oportunista, buen conocedor de los aires que soplaban en el país. El pueblo consideraba que dos funcionarios reales, sir Richard Empson y Edmund Dudley, eran culpables de los despiadados impuestos que decretó Enrique VII, y el nuevo monarca los mandó encerrar en la Torre de Londres, acusados de "conspiración para traicionar". En agosto de 1510, mientras la corte se divertía en el castillo de Windsor, Empson y Dudley fueron ejecutados.
Esta técnica del arresto súbito, los cargos inventados y la ejecución pasó a ser la manera empleada por Enrique para deshacerse de nuevos ricos, convertidos en chivos expiatorios, o para liquidar a cualquiera cuya existencia le planteara dificultades.
Recurrió a este procedimiento una y otra vez.
UNA ISLA DOTADA DE CETRO
LA INGLATERRA que heredó Enrique VIII gozaba de prosperidad y de una economía en gran medida auto-suficiente. Con excepción de ciertos productos —entre ellos el vino, las especias y la seda— los ingleses no dependían entonces de las importaciones. La industria más grande era la manufactura de telas de lana. Inmensos rebaños daban fe de la abundante materia prima. Por otra parte, los carillones de los espléndidos campanarios de Cotswolds y de East Anglia simbolizaban la riqueza obtenida con esas telas.
Había unos 8 millones de ovejas en un país con menos de 3 millones de habitantes. Londres, Bristol, York y Norwich eran las únicas ciudades importantes. A un visitante veneciano que iba de Dover a Oxford, pasando por Londres, le llamó la atención ver tan poca gente.
En todo el reino, desde los campesinos analfabetos hasta los grandes terratenientes, la extravagante vitalidad de Enrique le conquistó una popularidad que jamás menguó, pese a sus crueldades posteriores.
Inmerso en los placeres, eludía las tareas inherentes al trono. Sólo cuando él lo deseaba se convocaba al Parlamento, por lo general para que aprobara impuestos nuevos; de los asuntos rutinarios se encargaba su Real Consejo, gabinete constituido por competentes burócratas. En términos modernos, Enrique era un jefe del Ejecutivo a quien le gustaba que le resumieran el contenido de los asuntos pendientes y le hicieran un borrador preliminar de los dictámenes que se derivaran de ellos, servicio que organizó para él un miembro del Consejo, Thomas Wolsey, de 37 años.
Wolsey, hijo de un carnicero de Ipswich, vio en la Iglesia Católica un camino para llegar al poder. Ya había ascendido a deán de la catedral de Lincoln y capellán del Rey. Sabía cazar y bailar; disfrutaba plenamente de la vida. Era un experto adulador que fascinaba al joven monarca, el cual admiraba a las personas de inteligencia brillante, energía e ingenio.
Enrique comisionó a Wolsey para que le equipara un ejército cuando, a fin de figurar en la política de poder del Continente, decidió atacar a Francia. Por aquel entonces, Inglaterra era una potencia de segundo orden. Comparados con las augustas dinastías de los Valois y los Habsburgo, los Tudor eran unos advenedizos. Pero los franceses se habían aliado a los escoceses, siempre dispuestos a aprovechar cualquier punto débil de sus vecinos, y los barcos galos amenazaban las rutas comerciales inglesas. Enrique y Wolsey decidieron atravesar en el verano de 1513 los estrechos de Dover, y establecer contacto con Maximiliano, soberano del Sacro Imperio Romano, quien también hacía la guerra a los franceses.
Antes de embarcarse, Enrique cometió su primer asesinato dinástico.
Aún carecía de heredero. En su primer parto, la reina Catalina dio a luz a una niña que nació muerta. Luego vino un varón, bautizado con el nombre de Enrique en medio de un desbordante júbilo. Pero el niño vivió poco tiempo. ¿Qué sucedería si el Rey perdía la vida en una batalla? Había un pretendiente al trono: el duque de Suffolk. De momento estaba preso en la Torre, pero gracias a su linaje yorquino por parte de su madre, hermana de Eduardo IV y de Ricardo III, podría desafiar la autoridad de la reina Catalina, e izar de nuevo la bandera de la Rosa Blanca. Por tanto, a manera de precaución, Suffolk fue ejecutado.
En mayo de 1513, 14,000 soldados de Enrique se encontraban en Calais, donde durante más de 150 años había habido una guarnición inglesa. Enrique llegó en junio con 11,000 hombres más; entre ellos, un enorme séquito de trompeteros y 29 ayudas de cámara y pajes, uno de los cuales, según parece, era una amante del Rey disfrazada de hombre. Maximiliano y sus tropas dieron la bienvenida a Enrique cerca del campamento. Enrique, que ya lucía barba roja, apareció montado en su gran semental bayo, de cuyos jaeces pendían cascabeles de oro, y por su gran estatura sobresalía entre todos los demás. "El rey de Inglaterra", según un mercenario alemán, "es un hombre muy correcto y muy bien informado. Para todos tuvo palabras amables".
Con la ayuda de Maximiliano, el soberano inglés tomó Teruán, a casi 50 kilómetros tierra adentro desde Calais. Luego sitió Tournai, cerca de Lila, y el 25 de septiembre el Rey y el Emperador, en medio de una procesión en la que todo el mundo llevaba una antorcha, hicieron su entrada triunfal en esa ciudad, donde les entregaron las simbólicas llaves y seis barriles de borgoña.
Para colmo de dicha, la reina Catalina, quien había permanecido en Inglaterra como regente y había jurado defender el reino, envió magníficas noticias. Jacobo IV, rey de Escocia (casado con Margarita, la hermana mayor de Enrique), había cruzado el río Tweed e invadido territorio inglés con 30,000 hombres. Catalina enfrentó la crisis con gran temple, y 20,000 ingleses, al mando del invencible conde de Surrey, derrotaron a los escoceses en Flodden, cerca de Berwick.
"Para que Vuestra Alteza", escribió Catalina, "vea que sé cumplir mis promesas, os envío esta cota". Se trataba de un trofeo, pues había pertenecido al rey de Escocia, muerto en batalla. Enrique se la mostró con orgulloa Maximiliano.
Ese otoño, los ingleses dejaron una guarnición en Tournai, y se retiraron cruzando poblaciones cuyos nombres habrían de conocer muy bien sus descendientes: "Ipres" y "Donkirke".
Inglaterra demostró que era un enemigo peligroso y los franceses procuraron concertar una alianza. Luis XII, viudo de 52 años, estuvo de acuerdo en casarse con la princesa María, de 18 años, hermana de Enrique. Y así, muy a su pesar, en noviembre de 1514, la princesa se convirtió en reina de Francia. Enrique estaba exultante. Con una posición más firme en el Continente y después de intimidar a Escocia, Inglaterra había adquirido un nuevo prestigio.
Catalina de Aragón.
FOTO: BIBLIOTECA DE ARTE BRIDGEMAN / MUSEO KUNSTHISTCRISCHES, VIENA.
LOS PAVONEROS DE UN PRELADO
A LAS VICTORIAS logradas en tierras de Francia ayudó la ofensiva que Inglaterra lanzó por mar, frente a la costa bretona, la cual distrajo a los franceses y alejó a sus barcos de los estrechos de Dover. Enrique sabía que para seguir teniendo éxito en la política de poder europea, debía llevar a cabo un proyecto muy cercano a su corazón: una flota más poderosa.
Los barcos lo fascinaban; a lo largo de su reinado se interesó personalmente en la armada como un verdadero experto. Creó un eficiente cuerpo de oficiales administrativos; estableció una Junta Naval permanente; fomentó el mejoramiento de la náutica, una navegación más precisa y el perfeccionamiento del diseño de las naves. Fundó nuevos astilleros reales en Deptford y Woolwich (Portsmouth estaba muy expuesto a las incursiones de los franceses), y apoyó al gremio de pilotos del estuario del Támesis, que en 1514 se convirtió en la Corporación de Trinity House, a cuyo cargo siguen hasta la fecha las boyas y los faros de la Gran Bretaña.
Heredó de su padre siete grandes naves de combate. Para 1515 ya tenía una nueva galera de gran calado, la Virgin Mary, que era impulsada por 120 remos, llevaba 1000 hombres a bordo y estaba armada con 207 pequeñas piezas de artillería. El propio Enrique actuaba como capitán del navío, y cuando ejercía esta función vestía chaqueta de marino y pantalones de tela recamada de oro. De una gruesa cadena, también de oro, colgaba un gran silbato, con el cual, se dice, "lanzaba silbatazos que casi parecían trompetazos".
En tierra, Enrique siguió entregado a sus alegres y bulliciosas diversiones. Sin tomar en cuenta las súplicas de Catalina de que tuviera cuidado, participaba con entusiasmo en justas y derribaba a sus opositores, a sus caballos y a cuanto hubiera que derribar. En un torneo celebrado en enero de 1516 apareció con una guirnalda de raso verde bordado con granadas, símbolo de la fertilidad. Al mes siguiente, en Greenwich, Catalina le dio una hija, a quien se bautizó con el nombre de María. Enrique, encantado, la presentó a cortesanos y embajadores: "Con el favor de Dios", exclamó, "¡el siguiente será varón!"
La niña constituía una importante carta dinástica en el juego de la política de poder europea. El matrionio de la hermana de Enrique, aún adolescente, con Luis XII, había durado unos cuantos meses. El rey de Francia había expirado —exhausto, según se dijo, por el cumplimiento de sus deberes dinásticos— y María no había tardado en volverse a casar, al igual que Margarita, la otra hermana de Enrique, viuda de Jacobo IV, rey de Escocia.
Para restablecer la alianza franco-inglesa, Wolsey concertó en octubre de 1518, mediante una diminuta sortija, el compromiso matrimonial de la pequeña princesa María con un niñito, hijo del nuevo rey de Francia, Francisco I. Como parte del tratado, Tournai fue cedida a Francia por 600,000 coronas (el equivalente de 84 millones de dólares actuales), Francia otorgó una espléndida pensión a Wolsey, y Enrique y Francisco acordaron reunirse posteriormente cerca de Calais para sellar definitivamente su reconciliación.
El triunfo diplomático de Wolsey, al que se sumó otro célebre pacto en el que intervinieron Inglaterra, Francia, el Sacro Imperio Romano, los Estados Pontificios, los Estados Escandinavos y Portugal, lo hizo aparecer como el arquitecto de la paz europea. Arribista implacable, decidido a ser papa, ya era en esos momentos arzobispo de York, cardenal y lord canciller. Combinaba, bajo el Rey, el poder supremo de la Iglesia y del Estado. Este "audaz malvado", como lo llamó Shakespeare, era el virtual gobernante de Inglaterra.
Y era detestado por su arrogancia. "¡Paso al lord canciller!", era el grito que resonaba al cruzar Wolsey los pasillos del palacio, precedido por cuatro alabarderos vestidos de negro y escarlata. Otros sirvientes llevaban delante de él el gran sello de Inglaterra y el birrete cardenalicio, y dos sacerdotes escogidos por su elevada estatura portaban sendas cruces. Eran tantos sus pecados, afirmaban sus enemigos, que necesitaba dos sacerdotes y dos cruces.
Lo que más resentimiento suscitaba era que, al parecer, Wolsey dominaba al Rey. Bien sabía el prelado cómo manejar a su señor. Por ejemplo: le regalaba una alhaja, y mientras el soberano jugueteaba con ella, le insinuaba alguna idea, algún plan.
¿Por qué toleraba Enrique que las malas lenguas preguntaran: "¿Acaso no tiene rey Inglaterra?" La indulgencia que mostraba hacia Wolsey emanaba de la vieja convicción de que la realeza pertenecía a un mundo aparte.
Para los monarcas del siglo XVI, sus súbditos no eran del todo humanos. Eran seres a quienes se debía tratar con aire condescendiente, explotar y desechar. Enrique consideraba a Wolsey un instrumento. El soberano podía vivir a sus anchas y dejar el trabajo a Wolsey, pero el menor tirón de la cuerda podría pulverizar la carrera del prelado. Jamás tuvo nadie en el puño a Enrique VIII.
La primera hija de Enrique, la princesa María, quien, al morir su hermano, el príncipe Eduardo, ascendió al trono de Inglaterra.
FOTO. COLECCIÓN PARTICULAR
LAS ARENAS MOVEDIZAS DE LA DIPLOMACIA
A ENRIQUE le gustaba mucho la música, por lo cual mandó instalar complicados órganos en sus palacios y patrocinó una orquesta de la corte. En sus viajes, siempre formaba parte de su séquito un coro que cantaba misa. También le gustaba rodearse de rostros alegres, y pagaba con largueza a sus servidores inmediatos. Sus pajes llegaban a ganar hasta 100 libras esterlinas al año (unos 52,000 dólares de hoy).
Hubo cordialidad, al menos en apariencia, en el Campo del Paño de Oro, cerca de Calais, donde, según lo había prometido, Enrique se entrevistó con Francisco I. Se había dicho que el propósito de la reunión era "dar leyes a la Cristiandad", pero lo cierto es que resultó ser un derroche de ostentación.
La comitiva real inglesa estaba integrada por más de 5000 individuos, quienes llevaron consigo más de 3000 caballos y una enorme cantidad de equipo, incluida una imagen de Nuestra Señora en un gran estuche de cuero. Ocho mil trabajadores se afanaron para preparar el sitio escogido. Se construyó un palacio temporal con madera, lona y vidrio, sobre cimientos de ladrillo, de más de 8000 metros cuadrados. Francisco se presentó ataviado con una casaca de damasco dorado bajo una capa enjoyada. El atuendo de Enrique consistió en una capa doble de damasco dorado, resplandeciente de piedras preciosas.
Todo se organizó hasta el último detalle. El 7 de junio de 1520, al cabo de varios días consagrados a intercambios diplomáticos de poca monta, ambos cortejos reales llegaron al Campo del Paño de Oro exactamente a la hora convenida. Sonaron las trompetas. Los monarcas espolearon sus corceles para encontrarse cara a cara. Tres veces se abrazaron a lomo de caballo; luego, cuando desmontaron, volvieron a abrazarse y desaparecieron en el interior del pabellón dorado, donde se celebró la conferencia cumbre.
Siguieron dos semanas de justas y festejos. Ambos monarcas valientemente rompieron lanzas. También pelearon contra retadores especialmente seleccionados, a pie, con espadas para dos manos, y con tanta vehemencia que de sus armaduras brotaban chispas. Estos ejercicios les abrían el apetito, que luego saciaban en festines de venado, lucio, esturión, cisne tierno, faisán, garceta, naranjas, natillas y tartas de pera, todo ello rociado con litros de vinos especiados.
Sólo hubo un momento de gran tensión: Enrique colocó una manaza en el cuello del rey francés y le dijo: "Venid; lucharéis conmigo".
Francisco aceptó el reto y los dos soberanos, ambos de elevada estatura, lucharon cuerpo a cuerpo. Con una llave expertamente aplicada, el francés derribó al inglés, quien cayó de espaldas. Enrique, enardecido, lanzó un nuevo reto, y sólo mediante la rápida intervención de varios cortesanos se puso fin a este extraño estilo de diplomacia.
En apariencia, el objeto de la conferencia cumbre era disipar la vieja enemistad entre Inglaterra y Francia. Pero Enrique aún codiciaba el trono francés, y Wolsey, que ambicionaba llegar a papa, estaba deseoso de mantener buenas relaciones con otro de los tres hombres más poderosos de Europa: Carlos V, nuevo emperador del Sacro Imperio Romano... y sobrino de la reina Catalina. Carlos había desembarcado en Dover y sostenido pláticas con Enrique poco antes de que este partiera a Francia. Ahora volvieron a reunirse en las afueras de Calais, y hubo negociaciones para formar una alianza defensiva contra los franceses.
A su regreso de Francia, Enrique volvió a sumirse en negras cavilaciones acerca del problema de la sucesión. No había más heredero al trono que la princesa María. Por otra parte, el monarca había demostrado que no era culpa suya que no hubiera un príncipe. En 1519, su amante, la hermosa Isabel Blount, hija de un terrateniente de Shropshire, le había dado un varón, Henry Fitzroy (que posteriormente recibió el título de duque de Richmond y Somerset). Dentro de unos años, Catalina cumpliría 40 y ya no estaría en edad de concebir.
En cuanto al compromiso de la princesa María y el Delfín, bien sabía Enrique que ningún príncipe francés, ni siquiera como consorte real, estaría dispuesto a compartir el trono de Inglaterra; el pueblo aborrecía a los franceses. Por otra parte, si María se casaba con un súbdito inglés, podría estallar la guerra civil cuando ella subiera al trono.
Por tanto, Enrique decidió la muerte del candidato más idóneo para sucederlo en el trono: uno de sus compañeros de juego, el acaudalado duque de Buckingham, descendiente de Eduardo III.
Wolsey, viejo enemigo de este arrogante magnate, preparó una estratagema para imputarle cargos falsos. Un jurado londinense dictaminó que, en 1519, al duque le había "venido a las mientes la muerte del Rey", y como profetizar el fallecimiento del soberano se consideraba delito de alta traición, Buckingham fue obligado a comparecer en Westminster Hall, ante un tribunal integrado por sus pares, todos los cuales le tenían pavor al Rey, y fue declarado culpable. Una vez pronunciada la sentencia, exclamó Buckingham: "¡Que el eterno Dios os perdone por mi muerte, como yo os perdono!" Fue conducido en bote de remos a la Torre, y decapitado.
Enrique necesitaba dinero para la guerra que había decidido librar contra los franceses; se había gastado la fortuna de su padre en el conflicto anterior y en su dispendioso tren de vida. Wolsey apareció con gran pompa en la Cámara de los Comunes en abril de 1523, y exigió la suma —colosal en aquella época— de 800,000 libras, que se obtendrían mediante un impuesto de cuatro chelines por cada libra del valor estimado de todas las tierras y bienes.
La respuesta de los comunes al cardenal fue un obstinado silencio, pues eran impopulares las campañas militares en el extranjero. A final de cuentas se aprobó un impuesto de dos chelines por libra, pero como esto no era suficiente, Wolsey pasó por alto al Parlamento y exigió una "subvención amistosa" a laicos y clérigos; es decir, una nueva modalidad de la "ayuda" que en la época feudal se pagaba cuando el rey en persona iba a guerrear a otras tierras. Resonaron protestas en Kent y Essex; y en Suffolk, para mostrar su descontento, unos enfurecidos tejedores tocaron a rebato en las campanas de las iglesias.
Enrique intervino, guiado por su capacidad para captar el sentir de la nación. Desistió del impuesto y de la guerra; sobre él recayó el mérito de estas decisiones, y sobre Wolsey, la culpa de todo. Comprendió el cardenal que sus bonos estaban bajando y que a su exigente señor le había disgustado dar marcha atrás públicamente, por primera vez desde su ascensión al trono. De tal suerte, para congraciarse con el soberano, le regaló el magnífico palacio de Hampton Court, que se convirtió en una de las residencias favoritas de Enrique.
WOLSEY había logrado comprometer en matrimonio a la princesa María y a Carlos V, pero el compromiso duró poco. En 1525, el Emperador consideró políticamente conveniente abandonar a María en favor de una princesa portuguesa. Agraviados, Enrique y Wolsey pusieron de nuevo la mira en una alianza con Francia, con la cual concertaron la paz en agosto de ese mismo año.
La reina Catalina procuró en vano restablecer buenas relaciones con su sobrino Carlos, pero Wolsey quería vengarse del Emperador por no haberle ayudado a convertirse en papa. Por otra parte, Enrique pensaba ya en divorciarse de Catalina, y Wolsey, a su vez, proyectaba casarlo con la cuñada de Francisco I de Francia, la princesa Renata. Sin embargo, Enrique tenía razones muy diferentes para querer divorciarse. María Bolena, una de sus ex amantes, tenía una hermana de unos 20 años de edad, Ana, vivaracha, de ojos negros y almendrados, labios apetitosos, pelo negro y suave.
El monarca inglés había perdido la cabeza.
Ana Bolena
FOTO IZQUIERDA: CORTESÍA DE LA GALERÍA NACIONAL DE RETRATOS DE LONDRES. FOTO DERECHA: ROY MILES FINE PAINTINGS, LONDRES/BRIDGEMAN.
PARA CAZAR UNA FIERECILLA
ENTRE el verano de 1527 y octubre de 1528, Enrique le escribió a Ana 17 cartas —que ahora se encuentran en la biblioteca del Vaticano— rebosantes de románticos anhelos. En ellas revela su ser más íntimo, y promete "superaros en la lealtad del corazón". Llama a Ana "la mujer que para mí vale más en el mundo"; le envía un ciervo que acaba de matar con sus propias manos, "esperando que cuando os lo comáis penséis en el cazador". En otra misiva declara que "desearía estar en los brazos de mi amada".
Entretanto, Wolsey trataba con gran esfuerzo de conseguir en Roma la anulación del matrimonio de Enrique. La cuestión decisiva era si se había consumado o no el matrimonio de Catalina y Arturo. En caso afirmativo, Enrique habría vivido en pecado con la viuda de su hermano, y podía declararse la nulidad de ese segundo matrimonio.
El papa Clemente VII envió al cardenal Lorenzo Campeggio a Inglaterra para que, junto con Wolsey, vieran la causa del Rey. El proceso se inició en Blackfriars el 18 de junio de 1529. La Reina, ultrajada en sus sentimientos religiosos y dinásticos, se arrodilló ante Enrique para decirle: "Pongo a Dios y a todo el mundo por testigo de que siempre he sido para vos una esposa leal, respetuosa y obediente... y de que cuando fui vuestra por primera vez era doncella, no tocada por varón". Luego, apuntando al punto más sensible de Enrique, añadió: "Dejo a vuestra conciencia la decisión acerca de la verdad o la falsedad de mi aserto".
Enrique, acallando la voz de su conciencia, ni siquiera parpadeó. Mantuvo una actitud de completo desinterés. Se citaron como testigos a cortesanos y sirvientes de palacio. Unos estaban seguros de la consumación del matrimonio; otros la ponían en duda.
Se alargó tanto la presentación de pruebas sin que se llegara a una conclusión, que en julio el Papa, presionado por Carlos V, desautorizó la prosecución de la causa en Inglaterra y ordenó que el proceso se trasladara a Roma. De nuevo le había fallado Wolsey a su señor; peor aún: lo había hecho quedar en ridículo. Enrique había confiado en que su cardenal llevara a buen fin la causa en Inglaterra, pero ahora esta se le había escurrido de las manos.
Enrique, iracundo, fulminó a Wolsey. Le ordenó que devolviera el Gran Sello. Wolsey lloró e imploró, pero el Rey lo rechazó. En desgracia, el cardenal se marchó con renuencia al norte, a su diócesis de York. Esperaba vivir en honorable retiro, pero no pudo renunciar al hábito de la política del poder. No tardó en escribirles, con aviesas intenciones, al rey de Francia, al Emperador y al Papa. En octubre de 1530 comunicaron a Enrique que el Papa, influido por Wolsey, le había prohibido casarse con Ana mientras siguiera en proceso la anulación. El Rey, enfurecido, ordenó el arresto de Wolsey, acusado de alta traición.
El cardenal, ya entrado en años, jamás logró regresar a Londres. En Doncaster cayó enfermo de disentería. Luego, el guardián mayor de la Torre se presentó con 24 guardias reales. Inmediatamente comprendió Wolsey lo que Enrique le reservaba. La disentería se le agravó alarmantemente. Trasladado a la abadía de Leicester, el prelado a duras penas podía montar su mula. Vivió sólo dos días más. "Si. yo hubiera servido a Dios", dijo, "tan diligentemente como al Rey, Él no me habría abandonado cuando ya tengo el pelo blanco". Así murió Thomas Wolsey, el último prelado medieval que tuvo influencia en Inglaterra.
Enrique VIII se acercaba a los 40 años, y se hallaba en el apogeo de sus facultades. Cuando una cuestión verdaderamente le interesaba, era capaz de tomar decisiones magistrales. Ese es el monarca que retrató Hans Holbein, pintor de la corte. Alguien más lo describió como "un terrible tirano que equilibra un tronco, macizo como el de un toro, sobre piernas que parecen columnas; la cabeza, echada hacia atrás, tiene un gesto taurino de reto y provocación; la mandíbula es fuerte y barbada; la boca tiene expresión de desenfreno; la pequeña nariz parece pico de ave rapaz, y en sus ojos halconados brillan la malicia y la viveza".
Nunca había pensado Enrique que una potencia extranjera pudiera frustrar sus planes. Con motivo de una controversia religiosa, había observado en una ocasión: "Los reyes de Inglaterra nunca han tenido superiores en la Tierra". Desconcertado por el traslado del caso de divorcio a Roma, Enrique decidió dar largas al asunto hasta encontrar la mejor manera de resolverlo.
Le apasionaba la teología; en 1521 había escrito un libro donde defendía firmemente a la Iglesia Universal contra las herejías de Martín Lutero. Por ello, el Sumo Pontífice le había concedido el título de Defensor Fidei (defensor de la fe), que hasta la fecha conservan los monarcas ingleses. Pero la Iglesia medieval se estaba volviendo obsoleta. Un ansia de reforma invadía a Europa occidental y comenzaba a infiltrarse en Inglaterra, donde muchos laicos tomaban a mal que el clero se declarara intermediario entre ellos y el Altísimo. Al igual que su Rey, los ingleses eran ortodoxos, pero a menudo anticlericales, pues se sentían perennemente agraviados por una Iglesia que era dueña de una tercera parte de las tierras y pagaba elevados tributos a una potencia extranjera: el Vaticano.
Enrique, humanista, decidió que la única solución de su problema personal era romper con Roma y seguir su propio camino. "Como buen católico", escribió el historiador Macaulay, "prefirió ser él mismo su propio papa".
A FINES de enero de 1533 Enrique se casó con Ana Bolena, porque ya estaba embarazada. El Parlamento, sin tardanza, aprobó un decreto trascendental que otorgaba al monarca autoridad suprema sobre la Iglesia y el Estado. Y el 23 de mayo el nuevo arzobispo de Canterbury, Thomas Cranmer, declaró nulo el matrimonio de Enrique y Catalina. A la repudiada princesa se le asignó para su exilio una sombría mansión rodeada de fosos en Kimbolton, cerca de Huntingdon.
Pero la reina Ana resultó ser una arpía; neurótica y sin pelos en la lengua. A poco andar, hasta Enrique empezó a tenerle un poco de miedo a su consorte, cuyas rabietas lo ponían en ridículo. Ya en agosto de 1533 estaba furiosamente celosa porque Enrique había galanteado a otra mujer. Debiera "cerrar los ojos y soportar", le dijo el Rey, como lo habían hecho otras mejores que ella.
Estaba seguro Enrique de que Ana le daría un hijo varón; pero el 7 de septiembre, en Greenwich, la Reina dio a luz a una niña. Enrique puso buena cara, no obstante su desilusión, y ordenó suntuosos festejos para el bautizo. La niña llegaría a ser Isabel I, la más grande de las reinas de Inglaterra. Con todo, este acontecimiento fue el borde de la nube que a la postre borró del panorama a Ana Bolena.
ESCÁNDALO
EN NOVIEMBRE de 1534 Enrique ya iba bien encauzado en su nuevo rumbo insular. El Parlamento aprobó el Acta de Supremacía, que confirmaba al soberano como cabeza suprema de la Iglesia de Inglaterra, con los mismos derechos temporales que el papa. La negativa a reconocer esta ordenanza se consideró delito de alta traición, y significó la ruina de algunos hombres buenos. John Houghton, prior de la cartuja de Londres, fue ahorcado, arrastrado y descuartizado en Tyburn. Otros cartujos fueron llevados por carretadas a la Torre.
Al siguiente verano perdió la vida una víctima especialmente famosa: sir Tomás Moro, que había sido lord canciller de Enrique y su amigo de la infancia. Se le ofreció el perdón, pero no aceptó que "un señor temporal pudiera o debiera ser la cabeza de la Espiritualidad". Enrique conmutó la espantosa sentencia por traición en Tyburn por la decapitación en la Torre.
Al cabo de meses en prisión, Tomás Moro estaba destruido físicamente, pero con sus convicciones intactas. Le dio al verdugo una moneda de oro como propina, le advirtió que tenía el cuello corto y se hizo la barba a un lado, diciendo: "Esta no ofendió al Rey". Después de la caída del hacha, la gente recordaría sus palabras: había muerto, dijo, como leal súbdito del Rey, pero ante todo de Dios.
La víspera de la ejecución, Enrique, acompañado de un gran séquito, había emprendido una gira oficial veraniega por el sur del país. Le gustaba aparecer ante el pueblo; captar su sentir; poner en orden asuntos locales. Aunque fuera temido y odiado, era tal su prestigio, y sus enemigos tan sumisos, que por razones de Estado podía asesinar impunemente.
El brazo derecho de Enrique en lugar de Wolsey era el antiguo secretario principal del cardenal, Thomas Cromwell, hijo de un cervecero y herrero de Putney. Cromwell, el más grande genio administrador de aquella época —reestructuró la maquinaria del gobierno tan radicalmente que su influencia duró hasta la época victoriana— decidió hacer de Enrique "el rey más opulento que haya existido en Inglaterra".
Ambos hombres buscaron nuevas fuentes de ingresos. Según un avalúo hecho ese mismo año, el ingreso anual de la Iglesia ascendía a 300,000 libras . Enrique, investido ya de poder absoluto, decidió confiscar los cuantiosos bienes de los monasterios. Existían 563 fundaciones religiosas. Algunas de las más ricas —augustamente antiguas y dotadas por reyes ya legendarios— parecían palacios de la nobleza. Había en su interior planchas de oro y plata, y fabulosas capillas que resplandecían con piedras preciosas.
Astutamente, Enrique y Cromwell decidieron obtener la aprobación del Parlamento para el saqueo despertando la indignación del pueblo por la inmoralidad de los clérigos. Algunos monasterios estaban bien dirigidos; en otros, unos frailes parásitos vivían como después lo harían los holgazanes becarios —supuestamente investigadores— de las universidades del siglo XVIII, interesados primordialmente en llevar una vida regalada. En julio de 1535, los agentes de Cromwell emprendieron la búsqueda de pruebas de depravación, y las encontraron.
En Cerne Abbas, en Dorset, informaron, el abad "alojaba a concubinas en las bodegas" y mantenía a sus bastardos con fondos eclesiásticos. Los monjes del priorato de Bath eran "los más corruptos de todos en cuanto a costumbres viciosas con uno y otro sexo"; en Whitby, en la costa noreste, se entregaba al abad Hexham "parte de las ganancias provenientes de la piratería". Los monjes benedictinos de Worcestershire asistían a maitines "más borrachos que una cuba", y otros sacerdotes "dirigían palabras obscenas a las damas" en el confesionario.
Al cabo de pocos meses de investigación, ya contaba Enrique con todas las pruebas que deseaba para que el Parlamento ordenara la disolución de los monasterios.
Catalina, la reina repudiada, falleció en Kimbolton el 7 de enero de 1536. Escribió a Enrique una magnánima carta de despedida: "Por mi parte, os perdono todo, y me propongo orar con gran fervor a Dios para que Él también os perdone. Por último, declaro solemnemente que no tengo ojos más que para vos". A diferencia de las esposas que Enrique tuvo después, Catalina lo amó por él mismo. Habían sido jóvenes juntos.
La reina Ana estaba encinta otra vez, pero ya casi nada la alegraba. Su real consorte tenía amores con una nueva favorita. En Wiltshire, el septiembre anterior, Enrique había conocido a Jane, hija mayor de sir John Seymour, montero hereditario del Bosque de Savernake. Jane, que acababa de cumplir 26 años, era menudita, rubia, reservada, todo lo cual contrastaba con el temperamento dominante y tempestuoso de Ana. Enrique la encontró muy atractiva.
Quizá para serenar sus pensamientos, a mediados de enero el Rey participó en unas justas, pero, como era su costumbre, se arriesgó hasta lo indecible. Cayó del caballo y estuvo inconsciente dos horas. Un cortesano, lord Montague, comentó posteriormente sobre las lesiones del Rey: "Esa pierna le costará la vida"; y como se consideraba delito de lesa majestad profetizar la muerte del soberano (bien lo había comprobado en 1521 el desventurado duque de Buckingham), Montague fue ejecutado por su temeridad.
Enrique nombró a Jane dama de honor de la Reina. A fines de enero de 1536, la nueva favorita aceptó un medallón que encerraba la real efigie, y permitió que el Rey la sentara en sus rodillas. Ana los descubrió así e hizo una escena terrible. "Tranquilízate, amor mío", dijo el Rey en son de protesta, no por primera vez y pensando sin duda en la gravidez de Ana. Pero esta, en un arranque de histeria, le arrancó el medallón a su rival, y al hacerlo se cortó una mano. Luego, el 27 de ese mismo mes, dio a luz prematuramente a un niño, que nació muerto.
Frunciendo el entrecejo, Enrique entró en la alcoba de Ana y la culpó del desastre. Ella objetó que él era el culpable, por sus enredos con "esa ramera", y el Rey replicó, tajante: "Ya no tendréis más hijos míos".
Jane Seymour se retiró a Wiltshire, y poco después Enrique le escribió: "Mi querida amiga y señora: El portador de estas breves líneas de vuestro más devoto servidor pondrá en vuestras bellas manos una muestra de mi gran afecto". Esperaba recibir pronto a Jane "en mis brazos", y firmaba: "Vuestro amante servidor y soberano, HR (Henricus Rex)" .
Isabel, a los tres años de edad, última gobernante de la dinastía Tudor. Hija de Ana Bolena.
FOTO IZQUIERDA: CORTESÍA DE LA GALERÍA NACIONAL DE RETRATOS DE LONDRES. FOTO DERECHA: ROY MILES FINE PAINTINGS, LONDRES/BRIDGEMAN.
MUERTE A FILO DE ESPADA
EN LA CORTE, la facción de los Bolena era favorable a Francia, y estaba poniendo obstáculos al nuevo entendimiento con Carlos V, tramado por Cromwell. Por otra parte, Enrique también creaba dificultades. Su carácter iba de mal en peor, como si se estuviera cumpliendo una vieja profecía según la cual empezaría su reinado como manso cordero y lo terminaría siendo peor que un león. Incluso llegó a insultar al embajador imperial con andanadas de palabras ofensivas. Cromwell nunca había visto al Rey tan recalcitrante; por lo tanto, decidió que era necesario deshacerse de la reina Ana.
Hacía tiempo que la venía espiando, y el 2 de mayo de 1536 la soberana fue enviada a la Torre, acusada de traición, adulterio e incesto. En la acusación formal —o estratagema para incriminarla— se afirmó que desde hacía tres años Ana había buscado a cinco hombres, entre ellos su propio hermano Jorge, para que la "violaran". Se aseguró, además, que se había reído del rey Enrique y de los versos que este escribía.
El 15 de mayo, Ana compareció en la Torre de Londres ante un tribunal de pares del reino. Enérgica y hábilmente, punto por punto, impugnó cada una de las acusaciones en su contra. Se cuenta que Enrique comentó: "Es de corazón intrépido, pero pagará por ello".
Los supuestos amantes de Ana fueron ejecutados. Luego, el 19 de mayo, la más apasionada de las esposas de Enrique subió al cadalso de la Torre. Una de sus cuatro damas le entregó un gorro de lino con el que se recogió el pelo. Otra le vendó los ojos. Se le había concedido a Ana una última gracia: el verdugo de St. Omer, el más hábil y más de moda entre los de su oficio en aquella época, había sido traído ex profeso, con su enorme y bien templada espada. Según el relato de un testigo ocular, la tenía junto a él, oculta bajo un montón de paja. De pronto gritó: "¡Dadme la espada!", y cuando Ana se volvió hubo un zumbido y un destello de acero. La tragedia terminó antes de que Ana se percatara de lo que estaba ocurriendo.
La ejecución causó conmoción en el extranjero, pero fue bien acogida en Inglaterra, donde la gente desde hacía tiempo veía con resentimiento la arrogancia y las excentricidades de Ana.
El 30 de mayo se casaron Enrique y Jane Seymour. A fines de junio, Jane fue proclamada reina, y se aprobó el Acta de Sucesión que declaraba ilegítima a Isabel y reafirmaba la exclusión de María del derecho al trono. La nueva soberana parecía tímida y aislada, pero el Rey la idolatraba. Además, había alcanzado una nueva cima de poder. Había estado ordenando construcciones lujosas. Hampton Court se transformó en el gran palacio que aún hoy admiramos. En la Torre y en Windsor se erigieron nuevas capillas y pórticos. Enrique también mandó edificar la magnífica mansión de ladrillo rojo oscuro que se yergue en la plaza londinense de St. James, cuyo gran pórtico y capilla se conservan en el actual palacio del mismo nombre. Desde su balcón central todavía se proclama hoy día a los soberanos de Inglaterra.
En la corte, el verano de 1536 transcurrió entre bailes de máscaras, torneos y otros festejos, cuyo centro era un Rey más dulcificado por el tiempo. En julio, su hijo ilegítimo, Henry Fitzroy, murió de tuberculosis a los 17 años de edad, pero en la primavera de 1537 Jane quedó encinta. El 12 de octubre dio a luz a un niño: Eduardo. El acontecimiento se celebró por todo lo alto. Londres enloqueció al grado en que brotaba vino de las fuentes de la ciudad. Enrique no cabía en sí de dicha, pues veía desvanecerse el espectro de una sucesión disputada. Al parecer, había llegado a su fin la maldición que sobre él pesaba. Así, con el principito en brazos, lloró de alegría.
La Reina, a causa de la fiebre puerperal, entró en un estado delirante. Las multitudes y las delegaciones que la visitaban le habían minado las fuerzas; durante una de las pomposas recepciones permaneció sentada seis horas. Falleció el 24 de octubre. Enrique se marchó inmediatamente a Windsor; quería estar a solas con su dolor. Jane Seymour fue la esposa a quien más quiso. Ordenó que cuando él muriera lo enterraran junto a ella, en una bóveda ubicada debajo del coro de la capilla de San Jorge, en Windsor.
La disolución de los monasterios continuó y se vendieron sus latifundios, con lo cual se creó una nueva clase de burgueses terratenientes y crecieron las propiedades de la nobleza. También prosiguió la destrucción de famosos santuarios, a fin de que el pueblo entendiera que el rompimiento con Roma era definitivo.
No obstante, cuando Enrique atacó a la Iglesia, tenía la intención de emprender una reorganización en gran escala que revigorizara y reorientara su poder. Las antiguas fundaciones de Winchester, Norwich, Durham, Ely y Worcester se transformaron a medida que acomodadizos abades y monjes se convirtieron en obispos, deanes y canónigos. Enrique creó seis obispados nuevos: Peterborough, Chester, Oxford, Gloucester, Bristol y Westminster, todos los cuales, excepto el último, aún existen.
Los superiores de otros monasterios y sus frailes recibieron buenas pensiones y abandonaron el ejercicio de sus funciones religiosas. Al abad de Pershore, en Worcestershire, se le regaló una casa de campo, con jardín y huertos. El abad del espléndido monasterio de Beaulieu, en Hampshire, dio un suspiro de alivio y afirmó: "Gracias a Dios, me liberé de mis libidinosos monjes".
ENRIQUE aplicó su riueva escoba en otros círculos. Introdujo cambios profundos en las universidades de Oxford y Cambridge, donde combatió la pedantería escolástica —incluso sus antiguas ceremonias, tan estimadas por las mentes académicas, fueron abolidas— e instituyó cátedras por dádiva real en disciplinas como teología, hebreo, griego, medicina y derecho civil. Cada becario tenía la obligación de asistir diariamente a una clase, so pena de perder el derecho a cenar en el comedor de la universidad. En ningún momento menguó su protección al estudio. En el último año de su reinado reinauguró en Oxford, con el nombre de Christ Church, el colegio superior del cardenal Wolsey, y en Cambridge fundó el Trinity College. Ambos son los más espléndidos colegios superiores de esas universidades.
Enrique concedió una carta constitutiva al Gremio de Barberos-Cirujanos de Londres y ordenó una pintura donde aparece entregando el documento a los peritos "en la noble ciencia y arte de la cirugía". Es difícil decidir quién parece más peligroso en el cuadro: si el donador de la carta constitutiva, o aquellos que la están recibiendo.
Ana de Cléveris: en el retrato no aparecen las cicatrices que le dejó la viruela.
FOTO: MUSEO DEL LOUVRE, PARÍS/GIRAUDON/BIBLIOTECA DE ARTE BRIDGEMAN
LA VERDAD ESCUETA
THOMAS CROMWELL, rechoncho malandrín a quien menospreciaban sus compañeros en el Consejo Real por considerarlo un advenedizo, y a quien odiaba el pueblo porque estaba decidido a enriquecer al Rey y al Estado a toda costa, acabó cometiendo el mismo error fatal que Wolsey: puso en ridículo a su señor.
Muerta Jane Seymour, Enrique VIII empezó a buscar de nuevo una esposa que le diera un aliado en el extranjero y más hijos varones que aseguraran la sucesión. Cromwell tanteó el terreno en las casas reales de Europa, en busca de una candidata. Puso la mira en Cristina, duquesa de Milán, sobrina de Carlos V, quien declinó el honor declarando, según se dice, que se casaría con el rey de Inglaterra sólo si tuviera ella dos cabezas (¡una de repuesto!). La reacción de la corte francesa fue más allá de la grosería: el embajador señaló que las damas de su país no se inspeccionarían como si fuesen potrancas.
Finalmente, Cromwell dio con Ana, de la Casa de Cléveris, un ducado a orillas del bajo Rin. Tenía 24 años de edad, la viruela había dejado cicatrices en su rostro y sólo hablaba alemán. Por otra parte, sus antecedentes religiosos eran aceptables. Más importante para la ambición de Cromwell de tener en sus manos el equilibrio del poder europeo era el control que ejercía el hermano de Ana sobre tierras de valor estratégico entre las posesiones alemanas del Emperador y los Países Bajos.
Enrique tuvo la impresión de que se le estaba forzando más de la cuenta, pero Cromwell aseguró a su señor que todo el mundo encomiaba la belleza de Ana, "tanto la del rostro como la del cuerpo". Se comisionó a Hans Holbein, pintor de la corte, para que hiciera un retrato de la dama, y Enrique aprobó el resultado.
No obstante, cuando Ana llegó a Inglaterra se confirmaron las peores sospechas de Enrique. "Su Majestad", informó el conde de Southampton, "no se mostró contento cuando vio a su prometida en persona". La ceremonia de la boda se llevó a cabo el 6 de enero de 1540 con gran pompa, pero Enrique, a disgusto, con aspecto de enorme toro malhumorado, se quejó de su consorte diciendo que "en compañía de ella se sentía abrumado por tanta fealdad". Ocho días después de la boda, Cromwell decía con desconsuelo: "La Reina no ha perdido su virginidad".
El 10 de junio de 1540, por la tarde, Enrique asestó un golpe mortal a Cromwell para vengar la afrenta a su real persona. El Consejo estaba en sesión. Con las ventanas abiertas para que entrara el aire, los funcionarios deliberaban en torno de una mesa entapizada. De pronto se oyeron pasos enérgicos, rápidos, y entró el capitán de la guardia real, acompañado de hombres armados. Arrestó a Cromwell por traidor y hereje.
En un santiamén aprobó el Parlamento la anulación del matrimonio de Enrique (se arguyó la existencia de un precontrato nupcial entre Ana y el marqués de Lorena, y el matrimonio no se había consumado). Se compensó a Ana con una generosa pensión anual. La ex consorte aceptó de buen grado la separación y se compró mucha ropa nueva.
El Consejo imploró a Enrique que "dirigiera hacia el amor su nobilísimo corazón". Una de las damas de honor de Ana de Cléveris era Catherine Howard, atractiva sobrina del duque de Norfolk. Tenía unos 19 años de edad y era regordeta, de estatura corta, pelo castaño rojizo, ojos avellanados... y cabeza hueca. Enrique se prendó de ella en cuanto la vio. La familia de Catherine alababa particularmente su "pureza y su integridad".
El 28 de julio de 1540, el día de la decapitación de Cromwell en Tyburn, Enrique, con característica sincronización, se casó con Catherine. El matrimonio le dio nuevos bríos, y su diario tren de actividades adquirió un ritmo febril. Se levantaba al amanecer, oía misa, salía a cazar a caballo, y al regresar se despachaba un pantagruélico desayuno; solía comentarse que el monarca llegaba a "lo maravillosamente excesivo en el comer y el beber".
Al borde ya del medio siglo, Enrique estaba obeso y calvo, tenía el rostro abotagado, y en la primavera de 1541 padeció de fiebres muy altas. Le aparecieron en las piernas unas úlceras grandes y dolorosas que impedían la circulación sanguínea y que lo atormentarían durante el resto de su vida. Sin embargo, en el otoño, al cabo de una gira oficial al norte —en la que visitó Lincoln, York y Hull— regresó a Hampton Court en excelente forma, y el día de los Fieles Difuntos dio gracias a Dios "por la vida feliz de que gozaba y esperaba seguir gozando" en compañía de la nueva Reina.
Pero los enemigos de la familia Howard estrechaban el cerco. Uno de ellos, el arzobispo Cranmer, que no se atrevía a revelar la verdad a Enrique cara a cara, puso una carta en manos de su señor. En el documento se aseguraba que la Reina había observado un comportamiento impropio antes de su matrimonio.
Pronto salió a la luz el pasado de Catherine, a quien se acusó de haber tenido tres amantes. El 5 de noviembre, al oscurecer, Enrique fue llevado a Londres por el Támesis para asistir a una junta del Consejo Real. Jamás volvió a ver a Catherine.
Durante la reunión Enrique estuvo pensativo y callado: se había desvanecido la última ilusión romántica de su juventud. Luego, ante el desconcierto de sus impasibles consejeros, rompió a llorar.
Catherine fue trasladada a la Torre a principios de febrero en una barcaza cerrada, y pasó debajo de las cabezas de sus amantes, clavadas en el puente de Londres. Esa mujer tonta, frívola y superficial supo morir. El 12 de febrero, la noche anterior a su ejecución, pidió que le llevaran el bloque de las decapitaciones y ensayó la forma correcta de colocar la cabeza. A la mañana siguiente, el hacha cercenó sin dificultad su delicado cuello.
Dama desconocida, quizá Catherine Howard; la firma es de Holbein.
REPRODUCIDO CON LA GRACIOSA AUTORIZACIÓN DE SU MAJESTAD LA REINA ISABEL II
UN REY MÁS TRANQUILO
CUANDO lady Latimer, cuyo nombre de soltera era Catherine Parr, notó que el Rey la cortejaba, dijo, según se cuenta, que era preferible ser amante de Enrique VIII y no su esposa. Con todo, en abril de 1543 ya tenía un ajuar nupcial con vestidos de Francia, Holanda y Venecia.
A diferencia de Catherine Howard, lady Latimer era culta y de buen carácter. Su padre, sir Thomas Parr, originario de Kendal, Westmorland, había sido contralor de la casa real. Catherine tenía 31 años, era rica, y ya había sido casada dos veces. Sir Winston Churchill la llamó "una viudita formal del Distrito de los Lagos".
El 12 de julio, en Hampton Court, Enrique VIII se casó con la sexta y última de sus reinas. Cuando el obispo de Winchester le preguntó si tomaba por esposa a Catherine, respondió alegremente: "Yea!" (¡Claro que sí!).
La corte dio gracias al cielo de que hubiera mejorado el carácter del Rey. Catherine ejercía una influencia pacificadora. Fue una madrastra solícita para los hijos de Enrique: animaba a María, ya de 27 años, a que siguiera traduciendo del latín. Isabel, de diez, le daba a leer sus composiciones. El príncipe Eduardo, de escasos seis años, la llamaba Regina nobilissima y Mater charissima. Catherine sabía manejar a Enrique, el cual, si bien no era menos impredecible que antes, pasaba ya de los 50 y había entrado en lo que él mismo llamaba "mi vejez".
Nadie había ocupado el lugar que había dejado vacante Cromwell. Ya existía en esos momentos una burocracia bien establecida, integrada por tres consejos independientes entre sí —el de Gales, el del Norte y el de Irlanda—, y Enrique la gobernaba con mano férrea.
Con todo, hacia 1539 el soberano cayó en la cuenta de que, al atacar a la Iglesia, había desencadenado fuerzas que no podía controlar, y ahora trataba de dar estabilidad a la doctrina. Decidió que el matrimonio de los clérigos "era contrario a las sanas admoniciones de San Pablo". Incluso el arzobispo de Canterbury, que después de su designación ocultó la existencia de la señora Cranmer (según rumores, viajaba dentro del equipaje de su marido, en un baúl especialmente construido con ese fin), al fin se vio en la necesidad de desterrar a su esposa a Alemania. Enrique también amenazó con atroces castigos a los clérigos que predicaran cosas contrarias a la doctrina oficial; y a la gran mayoría de las mujeres se les prohibió leer la Biblia.
Siempre sagaz y práctico, Enrique puso en duda una frase del padre nuestro. "Y no nos dejes caer en tentación", sostuvo el monarca, debería cambiarse por "No permitas que nos induzcan a la tentación". Pero Cranmer replicó en forma concisa: "Cristo nos enseñó a orar así". Enrique permitió que Cranmer se le opusiera. Reconocía su genio literario y le encargó que escribiera una letanía completa en inglés. Así nació la famosa Letanía Anglicana, que durante muchas generaciones se ha usado en toda Inglaterra, en catedrales, capillas monásticas y parroquias aldeanas. Esto fue lo que sobrevivió de la política de la dinastía Tudor, que se caracterizó por tanto derramamiento de sangre, tanto encono y tanta crueldad.
Enrique decidió hacer la guerra. Al fin y al cabo, en aquella época los monarcas declaraban la guerra porque hacerlo era oficio de reyes, una expresión de regia vanidad. Decidió atacar Boloña, en Francia. Calais era el único territorio inglés que quedaba en el Continente. Si tomaba Boloña, muy cerca del cabo Gris Nez, consolidaría su dominio de los estrechos de Dover.
Pero primero, como había gastado casi toda la fortuna acumulada por Cromwell, necesitaba reunir más dinero. El Parlamento había concedido el año anterior fondos adicionales al Rey, y ahora tenía que exonerarlo del pago de los grandes "empréstitos" que había contratado.
Esta complicidad con las exigencias de Su Majestad aumentó el favor real. Los comunes, en particular, se sentían más importantes. En 1542 habían conquistado la libertad de palabra y el libre acceso al Rey, por medio de delegaciones. En 1543 habían establecido también su exención de arresto. Conforme aumentaban las necesidades reales, también comenzó a notarse el poder de la bolsa de los comunes.
Deseoso de dirigir personalmente el ataque contra Boloña, Enrique se hizo a la mar el 14 de julio de 1544. En el palo mayor de su nave ondeaba el pendón de San Jorge. El Rey estaba de muy buen ánimo. Respiraba con dificultad y sus movimientos eran torpes y pesados, pero seguía siendo un soldado, y revivía las victoriosas campañas de su juventud. Su otro objetivo era apoderarse de Montreuil, una base útil desde donde podría defender Boloña.
Para mediados de agosto los habitantes de la sitiada Montreuil comían carne de caballo, pero la población no cayó en manos del enemigo. El 11 de septiembre Enrique presenció la toma del castillo de Boloña. "En toda mi vida, nunca había visto al Rey tan alegre, tan regocijado", escribió un testigo ocular.
El 13 de septiembre se rindieron los franceses. Aunque se había prometido seguridad al pueblo y a la guarnición, muchos hombres, mujeres y niños, junto con sus carretas y caballos, buscaron refugio en otra parte. Marcharon penosamente frente al rey Enrique, gordo y resplandeciente, satisfecho de su éxito militar.
El monarca dejó una plaza fuerte en Boloña y regresó a Inglaterra, de donde ya no volvió a salir.
LOS FRANCESES TOMAN REPRESALIAS
ENRIQUE, a los 54 años de edad, tenía que hacer frente ahora a la más grave amenaza de invasión de todo su reinado. En julio de 1545 se reunió en El Havre una flota francesa integrada por más de 200 navíos. Su objetivo: atacar Portsmouth y la isla de Wight, a fin de reconquistar el dominio del Canal de la Mancha.
Los ingleses estaban bien preparados para recibir al enemigo, y el mérito de ello corresponde sobre todo a la previsión que tuvo Enrique VIII de reforzar su armada. Las nuevas naves estaban equipadas con poderosa artillería; se esperaban grandes cosas del MMary Rose y su gran capacidad ofensiva.
Hacía mucho calor en Portsmouth el 18 de julio, y no había viento que rizara las tersas aguas del puerto. Enrique cenaba a bordo de su buque insignia cuando se le informó de la proximidad de las naves francesas, repletas de lanceros y mosqueteros. El Rey desembarcó inmediatamente, y su flota desplegó cuanta vela pudo para salir al encuentro de la escuadra enemiga; pero el viento no le fue propicio.
Al fin, la tarde del día siguiente, una brisa súbita reanimó aquel sofocante ambiente y las grandes naves comenzaron a moverse. A d'Annebault, el almirante francés, no le gustó el aspecto de los barcos ni de los canales del puerto. Tampoco vio mucha posibilidad de que soplara un vendaval del sudoeste. Entonces, una catástrofe espectacular se abatió sobre la flota inglesa. De pronto, el enorme >Mary Rose se inclinó y se hundió.
Enrique gritó de angustia al ver lo que ocurría. Perecieron más de 400 hombres. Sólo 20 o 30 miembros de la tripulación se salvaron. "Un sobreviviente", escribió un mercader flamenco, "me dijo que el desastre sobrevino porque no se cerró la hilera inferior de las cañoneras. La nave estaba virando cuando el viento sopló con tanta fuerza en las velas que la hizo escorar y las cañoneras abiertas quedaron bajo la línea de flotación, lo que la inundó y la hundió".
La flota francesa se retiró, pero en los días siguientes realizó desembarcos en Bembridge y Shanklin, en la isla de Wight, amenazó a Seaford y saqueó e incendió Brighton. Con todo, un reñido encuentro con los ingleses frente a Shoreham tuvo consecuencias decisivas. Por la mañana, los franceses se retiraron. Tenían a bordo muchos enfermos, escaseaban los alimentos y el agua, y no les quedó más remedio que volver a El Havre. La mayor fuerza invasora que se había enfrentado a Inglaterra desde 1066 había sido rechazada.
Enrique, victorioso, volvió su atención a los asuntos nacionales. Tenía que buscar una solución a la inquietud sin tregua que había ocasionado su ataque a la Iglesia. Había llegado el momento de que el Rey, en un discurso ante el Parlamento, condenara el conflicto religioso e hiciera un llamado a la unidad cristiana.
La víspera de Navidad de 1545, lleno de un vigor formidable, Enrique se dirigió a arzobispos, obispos y pares del reino, mientras los comunes permanecían respetuosamente de pie a cierta distancia. Viejo lobo de mar en maniobras políticas, Enrique empezó por halagarlos, agradeciéndoles los subsidios que habían aprobado para la toma de Boloña. Luego, sin ambages, los censuró a todos. "Entre vosotros no hay ni caridad ni concordia", subrayó. El clero era en gran parte culpable de la lucha religiosa que dividía al reino, porque todos ellos "predicaban diariamente el uno contra el otro".
"Os exhorto a corregir estas gravísimas faltas y a predicar la palabra de Dios. De lo contrario" —y al decir esto clavó sus pequeños ojos aquí y allá—, "como vicario y Supremo Ministro de Dios, me encargaré de que estas discordias se extingan".
Se hizo un silencio absoluto. Conscientemente, la mayor parte de su auditorio quizá convino con él; inconscientemente, si estaba en juego la salvación o la condenación del alma, ¿qué les importaba el orden o el gobierno? El credo de la Iglesia Anglicana enriquista seguía siendo católico, aunque el Rey fuera su papa, pero hacía mucho que la marea del protestantismo continental se había estado infiltrando en Inglaterra.
La guerra se prolongó toda la primavera de 1546, pues los franceses se empeñaban en recuperar Boloña. Al fin, el 7 de junio, se firmó la paz. Boloña sería devuelta a Francia en 1554 mediante el pago de 2 millones de coronas. Pero Enrique no volvería a Francia a librar otra campaña. En febrero tuvo otro grave episodio de fiebre.
Además de hipertensión —se quejaba de dolores de cabeza— y trastornos renales, las úlceras de las piernas le empeoraron. La predicción de lord Montague en 1537 —"esa pierna le costará la vida"— estaba a punto de cumplirse. Se había iniciado la enfermedad que se llevaría de este mundo a Enrique VIII.
Catherine Parr, la única de las seis esposas de Enrique VIII que murió después que él.
FOTO: CORTESÍA DE LA GALERÍA NACIONAL DE RETRATOS, LONDRES
PÁLIDO OCASO
SUMIDO EN UN EGOÍSMO implacable, el viejo Rey —ya había cumplido 55 años— era un hombre acabado. Se enfrentó a su destino con lucidez mental. Aunque nunca había sido fanático de los asuntos de Estado, ni siquiera en la flor de su edad (solía decir: "Ya no más; por la noche leeré lo que resta"), ahora no cesaba de firmar documentos, leer y escribir despachos.
Durante la última parte del verano de 1546 siguió su curso normal la placentera vida de los palacios reales. En Greenwich se segaba el césped, se desherbaban los fresales, se podaban las rosas. Los músicos y el coro de la corte seguían ensayando y dando funciones. Pero el centro de todo estaba herido de muerte. En noviembre, Enrique VIII llegó por última vez a su palacio de Whitehall.
Aunque enfermo de gravedad, Enrique traía entre manos un asunto fascinante y letal: al parecer, el duque de Norfolk y su hijo, el conde de Surrey, habían estado jugueteando con algo que olía a traición. El conde, poeta, caballero de la Orden de la Jarretera, que en la defensa de Boloña dio muestras de temeraria valentía, había cuartelado en sus escudos de armas un emblema heráldico al cual sólo tenía derecho Eduardo, el príncipe heredero. En todo ello, se decía, había sido su cómplice el duque de Norfolk.
No había muchas pruebas contra el sospechoso, pero Enrique decidió acabar con el padre y el hijo. Tenía que proteger a su heredero y preservar la dinastía de los Tudor. El 12 de diciembre, Norfolk y Surrey fueron arrestados y encerrados en la Torre.
Durante aquel brumoso invierno londinense los médicos hicieron cuanto pudieron por el monarca: le administraron agua de rosas, agua de eufrasia, lavados bucales, fomentos, pomadas contra las hemorroides, emplastos para el estómago, un polvo sedante llamado Manas Christi (manos de Cristo); además de jengibre verde y confites de canela. Regularmente daban baños de esponja al corpachón del monarca, cuyas mal ventiladas habitaciones despedían un fuerte olor a hoguera, almizcle y perfumes costosos.
Transcurrió la Navidad. El 7 de enero, Norfolk y Surrey fueron acusados de alta traición. El 13, Surrey compareció ante el tribunal del Guildhall. Salieron a relucir todas sus calaveradas de épocas pasadas: cuatro años antes había estado en la cárcel por haber roto ventanas en Londres con una honda; de hecho, "le había gustado mucho mantener conversaciones con desconocidos e imitar su comportamiento".
Pese a la brillante labor de su defensor, un mensaje de Enrique decidió al jurado y Surrey fue sentenciado a "decapitación simple, en la colina de la Torre, en el plazo de una semana". Fue ejecutado el 19 de enero. Norfolk, tras un severo interrogatorio por parte del Consejo —se le acusaba de "encubrir actos de alta traición"—, fue despojado de sus derechos civiles. Para fortuna suya, este procedimiento fue muy lento.
Mientras tanto, empeoró el estado de Enrique. Mandó llamar a la Reina, a quien le dijo: "Es la voluntad de Dios que nos separemos". Catherine rompió a llorar y Enrique le ordenó que lo dejara solo. Ni el príncipe Eduardo, ya de nueve años, quien se encontraba en Ashridge, entre los robledales de Chiltern Hills, ni Isabel, de 13 años y medio, que estaba en el palacio de Enfield, vieron al Rey en sus últimas horas.
El 27 de enero —el día en que Norfolk, por acuerdo del Parlamento, fue declarado culpable de alta traición— era evidente que Enrique agonizaba. Cuando le preguntaron si deseaba hablar con un sacerdote, contestó: "Sólo con Cranmer; pero aún no". Autosuficiente hasta el fin, sin dejar jamás de tomar sus propias decisiones, dijo: "Primero dormiré un poco. Luego, según me sienta, os diré lo que se ha de hacer al respecto".
Pero hizo mal sus cálculos. Cuando despertó ya casi no podía hablar, y cuando cerca de la medianoche llegó el arzobispo, Enrique ya no podía articular ni una sílaba. Unicamente alcanzó a estrechar la mano de Cranmer en señal de fe y arrepentimiento. Expiró a las 2 de la madrugada. Había dominado a Inglaterra durante casi 38 años.
Hacía buen tiempo, y el viento traía un presagio de primavera, cuando el inmenso cortejo fúnebre partió rumbo al castillo de Windsor. Tiraban de la carroza que transportaba el cadáver de Enrique —embalsamado, en un ataúd de plomo, encerrado, a su vez, en un féretro— siete caballos que montaban pajes niños vestidos de negro.
El 16 de febrero de 1547, en la capilla de San Jorge, se abrió la bóveda real, debajo del coro, entre los bancos para los fieles y el altar mayor. Dieciséis guardias reales bajaron el enorme ataúd y lo depositaron junto al de la reina Jane.
Enrique VIII, el más implacable, polifacético y aterrador de los monarcas ingleses, había partido a rendir cuentas.
La muerte de Enrique VIII libró a Norfolk de la ejecución. Catherine Parr se casó con sir Thomas Seymour, a quien ya estaba prometida antes de que el Rey se fijara en ella.
El príncipe Eduardo, con el nombre de Eduardo VI, sucedió a Enrique. En 1553, cuando moría de tuberculosis a la tierna edad de 15 años, accedió —quizá con el propósito de asegurar una sucesión protestante— a que la nueva reina fuera lady Jane Grey, bisnieta de Enrique VII. Sin embargo, el pueblo se unió en torno de la princesa María (María I), única superviviente de los hijos de Enrique VIII y Catalina de Aragón, y ferviente católica. Lady Jane fue decapitada al cabo de nueve días de reinado. El arzobispo Cranmer, por el delito de herejía, murió en la hoguera. "María la Sangrienta", sobrenombre que se dio a María I, falleció en 1558. La sucedió la hija de Enrique y Ana Bolena, la princesa Isabel (Isabel I), con quien se extinguió la dinastía de los Tudor.
CONDENSADO DE "HENRY VIII". © 1964, 1973, POR JOHN BOWLE, PUBLICADO POR DAVID & CHARLES, CON MATERIAL ADICIONAL DE "THE MAKING OF HENRY VIII", POR MARIE LOUISE BRUCE, PUBLICADO POR COLLINS.