RECONOCIMIENTO A UN VALIENTE
Publicado en
octubre 26, 2018
El acorazado estadunidense Oklahoma después del ataque japonés a Pearl Harbor. Foto, cortesía de la Armada de los Estados Unidos.
Numerosos norteamericanos guardan en su memoria el trágico espectáculo del acorazado Arizona, envuelto en llamas después del ataque japonés a Pearl Harbor, en Hawai. Pero son pocos los que recuerdan al Oklahoma, otro acorazado que sucumbió el 7 de diciembre de 1941. Un productor de televisión me pidió que escribiera un guión sobre el tema. Averigüé el número telefónico de una persona que, según me dijeron, quizá hubiera sido testigo ocular. Cuando le hablé, me contestó con un acento que no pude identificar: "Nadie conoce esa historia. Ni mi mujer ni mis hijos. Venga, y se la contaré. No he olvidado ni un detalle".
Por Mayo Simon.
EL SOL DECEMBRINO apenas asomaba por el horizonte cuando Joe Bulgo, de 21 años de edad, cruzó la verja de entrada de los Astilleros de la Armada, en Pearl Harbor, Honolulú. Como era domingo, casi no había nadie en los edificios de los talleres ni en la dársena de reparaciones. Algo más allá se encontraba, plácidamente fondeada, toda la Flota Acorazada estadunidense del Pacífico.
Antes de ir a Honolulú, Joe había vivido en una plantación de piñas, en su nativa isla de Mauí. Con sus 1.82 metros de estatura, sus espaldas anchas y sus brazos gruesos, daba la impresión de que nunca se cansaba; por añadidura, jamás se le oía una queja. Cumplía todas las tareas que se le encomendaban, fuera la hora que fuera. Al fin y al cabo, había jurado hacer cuanto le ordenara la Armada de Estados Unidos.
En esa ocasión, su orden del día consistía en calafatear y probar en el destructor Shaw una nueva válvula para el control de la entrada y salida de agua. Se puso su ropa de trabajo y tomó su taladro neumático, el de mayor tamaño entre los de aquella época. Cuando otros trabajadores intentaban levantarlo, se les caía de las manos, lo cual jamás le ocurría a Joe.
En eso, un zumbido que le era familiar inundó el cielo. Al ver las oleadas de aviones que en ordenada formación cruzaban el puerto, Joe supuso que se trataba de algún ejercicio militar, y se dijo: No sabía que tuviéramos tantos aviones. Segundos después vio unos como penachos de agua que comenzaron a surgir entre los barcos. También vio las insignias de los aviones: el sol naciente.
Se desató un pandemónium, y Joe corrió en busca de refugio. En medio del fragor, los aparatos volaban en picado hasta corta distancia del blanco, y entonces bombardeaban y ametrallaban los muelles y el puerto. El Shaw se estremeció en medio de una nube llameante, ya sin proa. Los torpedos penetraron la coraza del Oklahoma; el Arizona estalló. Uno a uno, los barcos se iban volcando y hundiendo.
Al cabo de dos horas de infierno desaparecieron los invasores, dejando tras sí un silencio fantasmal y una increíble desolación. Todos los trabajadores de los astilleros estaban indignados. Querían desquitarse, pero no tenían ningún medio de hacerlo.
Poco después, Joe recibió nuevas órdenes: "¡Baja al muelle con tu taladro!", le gritó un supervisor. "¡Te necesitan en el Oklahoma!"
Una lancha lo transportó al otro lado del canal. Medio cubiertos por una cortina de humo negro, varios acorazados ya estaban tocando el fondo del puerto. Cientos de cadáveres flotaban en el agua. Unas llamas enormes envolvían la retorcida estructura del Arizona.
El Oklahoma era una mole irreconocible. Lo único que había quedado de aquella enorme nave era un trozo curvo de casco que sobresalía en la superficie. Parecía una ballena gris que hubiera varado.
De pie en el casco, bajo el ennegrecido cielo, estaban los taladradores del taller número 11 y el jefe de Joe, Julio DeCastro. "¡Ven!", le gritó este a Joe. "¡No hay tiempo que perder!"
Por lo menos tres torpedos habían dado en el Oklahoma, le dijo DeCastro a Joe. Sus mástiles estaban hundidos en el lodo del lecho marino, y unos 400 marineros aún seguían dentro del barco. "Escucha", le indicó DeCastro. Joe alcanzaba a oír, bajo la plancha de acero donde él se hallaba de pie, el golpeteo de los marineros atrapados.
Todo el equipo intentó cortar el casco con sus taladros, pero aquello no cedía. "Estas barrenas no sirven para atravesar un acero tan grueso", le comentó Joe a DeCastro. "¿Por qué no usamos sopletes?"
DeCastro le señaló un boquete negro en el casco. Antes de los taladradores, otros habían hecho la prueba con sopletes de acetileno, pero lo único que habían logrado era incendiar un compartimento que estaba forrado de corcho, en el que se asfixiaron dos marineros atrapados. "No tenemos alternativa", concluyó DeCastro.
Joe encendió su ensordecedor taladro. Se inclinó sobre el mamparo, hizo dos cortes y ayudó a doblar hacia atrás los bordes de un boquete. Luego entró al barco y relevó a varios compañeros, que se hallaban exhaustos después de taladrar por dentro una de las cubiertas.
El calor era insoportable y el aire se enrarecía. Siguieron buscando una salida para los hombres atrapados. Como el Oklahoma se había volcado del todo, resultaba muy difícil calcular dónde se hallaban los marineros. La gente siguió taladrando: toparon con tanques de petróleo, depósitos de desperdicios, callejones sin salida... Era preciso tapar las aberturas que habían hecho y volver a empezar. Bien sabían que poco a poco se estaba saliendo el escaso aire que aún quedaba encerrado en el barco: lo único que mantenía el agua a un nivel bajo. Al aumentar el número de perforaciones, aumentaba también el peligro de que esos hombres se ahogaran.
Joe, después de bregar sin descanso abriendo una serie de mamparos, se encontró en un laberinto de pequeños compartimentos atestados de escombros. Encontró incluso algunos cadáveres aplastados en los pasillos, pero debía proseguir su tarea.
Siempre que hacía una pausa, oía los golpeteos de los que pedían auxilio. Sálvennos, sálvennos!, suplicaban los aterrados marineros. Esos sonidos quedarían grabados para siempre en la memoria de Joe.
Cayó la noche. Prosiguió el estrépito de los taladros. Como se esperaba otro ataque japonés, no se encendieron luces en el casco. Hubo que conformarse con la espeluznante luz que llegaba del incendio del Arizona. A eso de la medianoche, cuando Joe logró perforar el casco, salieron borbotones de agua. La probó: era dulce. Había dado con un depósito de agua potable. DeCastro encontró una bomba por ahí y, tras varias horas de esfuerzos desesperados, consiguieron sacar la suficiente cantidad de agua para entrar arrastrándose al depósito. Siguieron taladrando hasta llegar a la base de este. Entonces gritaron de júbilo: habían localizado un conducto seco y blanco. ¡Por allí podían entrar!.
Mientras sus compañeros desenrollaban la manguera del taladro neumático, Joe se introdujo cuidadosamente en el conducto, sin más luz que la de una linterna a prueba de agua. Siguió bajando a un lado de la cuaderna del barco. Se sintió como Jonás en el vientre de la ballena.
De pronto, la nave empezó a bambolearse y a crujir. Mientras le recorría el cuerpo un escalofrío de terror, Joe pensó: ¡Si el barco empieza a asentarse, estoy perdido! Conteniendo el imperioso impulso de regresar, hizo lo posible por recobrar el aliento en medio de aquel hedor a petróleo y a cañerías.
Volvió a oír golpeteos, débiles pero continuos. Dio algunos golpecitos con su cincel en el metal empapado del mamparo. ¡Vamos!, pensó, ¡indíquenme dónde están! Al fin le respondieron unos toquecitos. Joe se deslizó otro poco, ladeó la cabeza y aguzó el oído. Llamó a gritos a DeCastro para que le echara una mano. Entre los dos levantaron la tapa de un conducto, y Joe llegó a rastras a un compartimento vacío. De nuevo oyó un tac-tac-tac. Procedía del otro lado del mamparo.
Joe insistió en sus señales. De pronto oyó que alguien gritaba: "¡Aprisa! ¡El agua sigue subiendo!"
Con gran estrépito, el taladro de Joe perforó el acero. El aire atrapado salió con estruendosos silbidos, y los marineros trataron de detenerlo con los dedos. "¡No hagan eso!", les gritó Joe. "Voy a perforar más aprisa". No cabía duda de que dominaba su oficio, pero nunca hasta entonces se había visto en la necesidad de ejercerlo a esa velocidad.
Aunque el agua ya le llegaba a la cintura, Joe no se distrajo. ¡No te detengas!; ¡debes sacarlos de allí!, se ordenaba.
Después de cortar tres lados, logró hacer palanca y levantar la plancha de acero. De inmediato salieron los marineros, en medio de un gran chorro de agua; estaban todos sucios de petróleo y apenas podían moverse o respirar, pues habían pasado más de 20 horas en aquella trampa. Viendo que a ninguno le quedaban ya fuerzas para alcanzar la escotilla, Joe les indicó: "¡Súbanse a mi espalda!"
De uno en uno, todos fueron llegando a la escotilla, donde otros trabajadores del taller los ayudaron a salir y los llevaron a lugar seguro. A la hora en que salió el último marinero, Joe, literalmente, tenía el agua al cuello. Trepó asiéndose de su manguera, y a continuación DeCastro cerró perfectamente la entrada del conducto.
Bulgo entrecerró los ojos por efecto de la luz del sol, y llenó sus pulmones de aire fresco. Los marineros, envueltos en frazadas, ya estaban en la lancha que los llevaba al barco hospital. Él les gritó y les hizo señales con las manos, pero ya estaban demasiado lejos. Los vio desaparecer en el ambiente gris del puerto.
Perecieron más de 400 hombres en aquel barco hundido. En cuatro días y noches de trabajo, Joe Bulgo y los demás taladradores salvaron 32 vidas. El año siguiente, la Armada distinguió a Joe Bulgo, Julio DeCastro y a otros 18 trabajadores del Taller número 11 con una mención honorífica por "su labor heroica, en la cual desdeñaron toda consideración por su seguridad personal".
TERMINADA la Segunda Guerra Mundial, Joe se casó, tuvo cuatro hijos e ingresó en la Marina Mercante. Durante la Guerra de Vietnam volvió a emplearse con la Armada y formó parte de un grupo de taladradores que trabajaban en los Astilleros Navales de la Bahía de San Francisco, en California. Más de una vez, su familia le decía que estaba trabajando demasiado, pero él respondía: "Nuestros muchachos están muriendo allá. Necesitan estos barcos".
En 1971, Joe padeció su primer ataque cardiaco. Al sobrevenirle el segundo, se jubiló.
Su más preciada pertenencia —la mención honorífica— la perdió un día en que le robaron su maleta en una terminal de autobuses. A fuerza de escribir muchas veces a las autoridades respectivas, le enviaron una copia del galardón y una carta donde se le decía que posiblemente le enviarían una medalla. Joe aguardó. Escribió más cartas. No pasó nada. Al parecer, esa acción de rescate era un episodio ya olvidado de la historia de un barco también olvidado.
ESTO FUE lo que me refirió Joe cuando, en 1986, lo visité en su casa, 45 años después del ataque a Pearl Harbor. Yo me dije en repetidas ocasiones: Este hombre merece una medalla. En todo caso, él y sus compañeros del tallo de los astilleros obtendrán a raíz de la película el reconocimiento a sus méritos.
Pero la película nunca se filmó, y la red de televisión arrumbó el proyecto en algún archivo. Desanimado, guardé todo —el guión, mis notas, los documentos, los recuerdos de los marineros— y emprendí otro trabajo periodístico.
Casi un año después me telefoneó Al Ellis, de la Asociación del U.S.S. Oklahoma, organismo al cual puede pertenecer cualquiera que haya servido en ese acorazado. Me preguntó si estaría yo dispuesto a pronunciar algunas palabras en la próxima convención, que se llevaría a cabo en San José, California.
Estaba a punto de responder cortésmente "no", cuando recordé algo que me había dicho Joe al final de la entrevista: "Como sabes, nunca vi a ninguno de los muchachos que salvé. Todo sucedió en un decir amén y a oscuras. ¡Ojalá hubiera podido hablar con ellos, siquiera una vez!"
EL 16 DE MAYO de 1987 acudí al hotel de San José en el que iban a reunirse 200 ex marineros y sus esposas. Sabía yo que Joe iba a estar presente. Su mujer, Val, me comentó cómo se había emocionado al recibir la invitación. También me informó que estaba muy enfermo. Padecía de cáncer óseo, me dijo.
Aun conociendo esos antecedentes, me impresioné cuando Val y Linda, su hija, entraron en la gran sala de convenciones empujando la silla de ruedas donde iba Joe. Su vigoroso corpachón se había encogido. Había un gran dolor en la expresión de sus ojos.
—¿Cómo estás, Joe? —lo saludé. El acercó mi cabeza a la suya y musitó:
—Gracias a que he estado esperando esta noche, me he mantenido vivo.
Sentaron a la familia Bulgo frente a la mesa de honor. Un capellán naval recitó una breve oración. Comimos. El maestro de ceremonias contó algunos chascarrillos. La banda comenzó a tocar, y todos reían, bebían y bailaban. Joe permanecía en su silla, casi sin moverse. No probó bocado. Yo me pregunté: ¿De veras querrá esta gente oír una vieja historia de tiempos de la guerra?
Por fin me presentaron y empecé a hablar. Narré el episodio que un marinero protagonizó aquel negro día de diciembre en Pearl Harbor; referí cómo ese marinero y diez compañeros suyos habían quedado atrapados en un compartimento que se iba llenando de agua, y cómo durante 27 horas habían golpeado frenéticamente el mamparo, rogando al cielo que alguien los salvara. Y cómo, finalmente, un joven trabajador pudo taladrar el mamparo y sacarlos a todos. Describí, por último, cómo el autor del salvamento les había dicho: "¡Súbanse a mi espalda!" para que pudieran llegar a la escotilla.
Nadie chistó mientras yo leía los nombres de los marineros rescatados aquel día. "Sé que tres de ellos se encuentran aquí esta noche. También sé que no tuvieron oportunidad de darle las gracias a su salvador. Si quieren decirle algo al muchacho hawaiano que hace 46 años arriesgó su vida por salvar la de ustedes..., aquí está, frente a la mesa de honor". Imposible describir la emoción que embargó el ánimo del público cuando me acerqué a Joe. Doscientas personas se pusieron de pie para aclamarlo. Joe se cubrió la cara con la servilleta. No quería que lo vieran llorar. Entonces, tres ex combatientes, ya entrados en años, abrazaron a aquel hombre que ya no podía ponerse de pie ni siquiera para agradecer el aplauso, pero que una vez había soportado el peso de aquellos marineros sobre sus fuertes espaldas.
JOE BULGO murió dos meses después. Cuando el diario Examiner, de San Francisco, California, se comunicó conmigo, les dije lo que sabía. La nota del obituario comienza con estas palabras: "Joseph Bulgo, hijo, olvidado héroe de Pearl Harbor..."
En efecto, para Joe no hubo medallas. Pero pensé que al fin y al cabo habíamos hecho lo correcto: le dimos las gracias a un héroe.