LA HIJA DEL SENADOR (Edward Page Mitchell)
Publicado en
octubre 31, 2018
I - La Pequeña Caja de Oro
En la noche del cuatro de marzo del año de gracia de mil novecientos treinta y siete, el señor Daniel Webster Wanlee dedicó varias horas a la elaboración de un minucioso arreglo personal. Habiéndolo logrado, contempló críticamente en un espejo los resultados de su paciente labor.
El efecto pareció satisfacerlo. Contempló en el espejo a un hombre joven y bien parecido, de treinta años de edad, de altura un poco inferior a la común y vestido de rigurosa etiqueta. El rostro era un óvalo perfecto, la tez delicada y muy refinados los rasgos. Los pómulos salientes y la ligera prominencia del ángulo externo de los ojos, el corto labio superior, del que colgaba un delgado pero aristocrático bigote, los dedos ahusados y los pies, tan notablemente pequeños, calzados en elegantes zapatos de baile de lustroso cuero marroquí eran la inconfundible herencia de una pura ascendencia mongólica. El oscuro cabello, largo y duro, peinado hacia atrás, caía abundantemente sobre el cuello y los hombros. Varias condecoraciones exquisitas brillaban sobre la pechera del saco negro de fino paño. Los pantalones estaban ceñidos en las rodillas con cintas de color escarlata. Las medias largas eran de seda floreada. Un inteligente sentido común resplandecía en el rostro del señor Wanlee y su planta toda se alzaba frente al espejo con fina gracilidad.
Una expresión emitida con voz suave pero nítida, que parecía llenar todo el ámbito de la habitación sin proceder de ningún lugar atrajo entonces la atención del señor Wanlee, quien reconoció inmediatamente a su amigo, el señor Walsingham Brown.
—¿Cuánto tiempo nos queda, viejo?
—Se nos está haciendo tarde —respondió el señor Wanlee, sin quitar su vista del espejo—. Es mejor que vengas directamente.
Pocos minutos después, las cortinas de la entrada de los aposentos del señor Wanlee fueron apartadas sin ceremonia alguna y el señor Walsingham Brown entró dando grandes zancadas. Los dos amigos se saludaron estrechándose cordialmente las manos.
—¿Cómo se encuentra el honorable miembro del distrito de Los Ángeles? —inquirió con alegría el recién llegado—. Y, ¿qué novedades hay en la sociedad de Washington? Veo que esta noche estás preparado para conquistar el mundo. ¿A qué se debe todo esto? ¡Cintas rojas y medias de seda floreada! ¡Ah, Wanlee, creí que habías superado esas frivolidades!
El rubor más tenue que pueda imaginarse, cubrió las mejillas del señor Daniel Webster Wanlee.
—¿Está fresca la noche? —preguntó, tratando de cambiar el tema de la conversación.
—Endemoniadamente fría —replicó su amigo—. Me pregunto cómo es que no nieva aquí. Está nevando copiosamente en Nueva York. Habían caído por lo menos ocho centímetros de nieve cuando tomé el tren neumático.
—Acerca una mecedora al termo-electrodo —dijo el mongol—. Si quieres bailar bien el vals, tendrás que desentumecerte tus neoyorquinas articulaciones. Las damas de Washington son muy exigentes en ese aspecto.
El señor Walsingham Brown empujó un cómodo sillón hacia una esfera de reluciente platino situada sobre un pedestal de cristal en el centro de la habitación. Apretó un botón plateado en la base del aparato y el globo metálico empezó a emitir una radiación incandescente. Una grata calidez se espació por todo el departamento.
—Espléndido —dijo Walsingham Brown extendiendo las manos para recibir el calor del termo-electrodo—. De paso —continuó—, todavía no me has explicado a qué se deben los lazos de color escarlata. Qué dirían tus constituyentes si te vieran así… tú, el apasionado y joven orador de la costa del Pacífico; el pensativo estudiante de la política progresista; el firme sostén y la esperanza de la Extrema Izquierda; el aguijón de los Vegetarianos conservadores, la befe noire de la banda indoeuropea… tú, con cintas en las rodillas y medias floreadas, como un socio de un club aristocrático en una milonga de Harlem, o un…
El señor Brown se detuvo con una risa franca pero gentil.
El señor Wanlee aparentaba inquietud y no correspondió a las bromas de su amigo. Lanzó una mirada furtiva a sus rodillas en el espejo, dirigiéndose luego a un rincón, donde una interminable tira de papel impreso de aproximadamente noventa centímetros de ancho, emergía de unos silenciosos rodillos, cayendo en ordenados pliegos en un cesto de mimbre colocado en el piso para recibirla. El señor Wanlee inclinó la cabeza sobre la ancha tira de papel y empezó a leer con atención.
—Supongo que estás subscripto al Contemporaneous News —dijo el otro.
—No, prefiero el Interminable Intelligencer —respondió Wanlee—. El Contemporaneous, para mi gusto, tiene demasiada afinidad con mi manera de pensar. ¿Por qué debería un hombre sensato leer el órgano oficial de su propio partido? Es mucho más sabio mantenerse informado de lo que piensan y dicen tus adversarios políticos.
—¿Encuentras algo sobre el evento de esta noche?
—El baile ya ha empezado —dijo Wanlee— y el Capitolio ya está lleno de gente. Veamos —continuó, empezando a leer en voz alta—, «La opulencia, la belleza, la caballerosidad y los cerebros de la nación se combinan para dar un realce sin precedentes al Baile de Inauguración y el brillante éxito de la nueva Administración está indudablemente asegurado».
—Es una lógica alentadora —observó el señor Brown.
—«El Presidente Trimbelly acaba de ingresar a la rotonda, escoltando a su hermosa y soberbia esposa, acompañado por el ex-presidente Riley, la señora Riley y la señorita Norah Riley. Este grupo de ilustres figuras es, naturalmente, el blanco de todas las miradas. Prevalece la mayor cordialidad entre los estadistas de todas las posturas. Por una vez, las amargas animosidades políticas parecen haber sido dejadas de lado, junto con la ropa de todos los días. Los elementos radicales más distinguidos de la oposición son conspicuas figuras entre los invitados. Hasta el general Quong, el candidato Mongol-Vegetariano derrotado, cruza la rotonda en estos instantes, apoyado en el brazo del embajador chino, con la intención evidente de rendir homenaje al rival triunfador. Ni el menor rastro de resentimiento u hostilidad se deja ver en los marcados rasgos asiáticos».
—El héroe de la Batalla de Cheyenne se puede permitir ser magnánimo —observó el señor Wanlee, levantando su mirada del periódico.
—Es verdad —dijo cordialmente Walsingham Brown—. El noble y tunante guerrero ha establecido definitivamente la igualdad de tu raza. La presidencia nada podría haber agregado a su fama.
Wanlee siguió leyendo.
—«Los tocados de las damas son encantadores. Entre los que más atraen la atención de los concurrentes, están la cola de plumas de faisán de la Princesa Hushyida, el color de malva…»
—Basta ya —sugirió el señor Brown—. Lo veremos muy pronto con nuestros propios ojos. Dame algo de comer, sé bueno. Me parece que hiciera quince días que no como nada.
El Honorable Señor Wanlee extrajo una pequeña caja de oro ovalada del bolsillo de su chaleco. Presionó un resorte y la tapa se abrió. Luego, entregó la caja a su amigo. Esta contenía una cantidad de pastillitas grises, no más grandes que un poroto. El señor Brown tomó una entre el pulgar y el índice y se la puso en la boca.
—Así satisfago mi hambre —dijo— o, para usar una expresión de los oradores de la oposición, así me someto al vil y degradante vicio, subversivo de la sociedad constituida y verdadero ultraje a las leyes mismas de la naturaleza.
El señor Wanlee no prestaba atención. Con mirada ávida continuaba examinando las columnas del Interminable Intellingencer. Como si fuera un gesto involuntario. Leyó en voz alta:
—«El Secretario Quimby y la Señora Quimby, el Conde Schnecke, el Embajador austríaco, la señora Hoyette y las señoritas Hoyette de Nueva York, el Senador Newton de Massachussets cuya llegada con su hermosa hija está causando una gran sensación…»
Se detuvo, casi tartamudeando las últimas palabras, al advertir que su amigo lo miraba con seriedad. Ruborizado hasta la raíz de los cabellos, trató de afectar indiferencia y volvió a su lectura:
—«… el senador Newton de Massachussets, cuya llegada con su hermosa…»
—… Creo, mi querido amigo —dijo Walsingham Brown con una sonrisa— que ya es hora de que nos traslademos al Capitolio.
II - El Baile en el Capitolio
El señor Wanlee y su amigo se abrieron paso hasta la rotonda del Capitolio a través de una brillante multitud de hombres felices y encantadoras mujeres. Aunque acostumbrados a los esfuerzos que la sociedad organizaba para su propio deleite, los jóvenes estaban asombrados por la fascinación del espectáculo que se presentaba ante ellos. El deslucido panorama histórico que rodea la rotonda se ocultaba tras una verdadera muralla de flores Las alturas de la cúpula eran invisibles pues las cubría una cúpula interior de rosas rojas y lilas blancas que destilaban desde la concavidad una continua y casi sofocante lluvia de fragancias. Desde el centro del salón se elevaba doce o quince metros, un único chorro de agua intensamente luminoso gracias al proceso hidroeléctrico descubierto recientemente, el cual inundaba la escena con una luz diez veces más brillante que la del sol y sin embargo suave y graciosa como la de la luna. Vibraciones musicales saturaban la atmósfera, porque cada flor de la cúpula daba expresión sonora a las notas que el maestro Ratibolial, en el Conservatorio de París, enviaba a través del Atlántico, desde la vibrante punta de su batuta.
Los dos amigos habían alcanzado apenas el centro de la rotonda, donde la fuente hidroeléctrica arrojaba a las alturas su chorro de aguas llameantes y donde dos corrientes opuestas de paseantes procedentes de las alas norte y sur del Capitolio se reunían y mezclaban en un remolino de educados miembros de la raza humana, cuando ya el señor Walsingham Brown había sido atrapado y hecho cautivo por sus amistades de Washington.
Wanlee continuó su trabajosa marcha, prestando escasa atención a la deserción de su amigo. Dirigió sus pasos hacia donde la multitud parecía ser más densa, lanzando adelante y a los costados miradas inquisitivas, de vez en cuando intercambiando reverencias con personas a las que reconocía, pero deteniéndose sólo una vez para entablar una conversación, cuando se le acercó el general Quong, conductor del partido Mongol-Vegetariano y candidato a Presidente derrotado en la campaña de 1936. El veterano se dirigió con familiaridad al joven congresista y lo detuvo sólo un instante.
—Veo por sus ojos que está buscando a alguien —le dijo amablemente—. Le permito continuar con su búsqueda.
El señor Wanlee prosiguió su camino por el largo corredor que conduce a la Cámara del Senado y continuó con su ansiosa búsqueda. Desilusionado, dio la vuelta, volvió sobre sus pasos hasta la rotonda y fue hasta el extremo del Capitolio. La Cámara de Representantes estaba reservada para los danzarines. Los acordes de un vals surgían del gran reloj situado sobre el escritorio del Orador, a cuyo compás varios cientos de parejas giraban sobre el piso lustroso.
Wanlee se detuvo en la puerta, observando a las parejas que se desplazaban ante él girando alrededor del salón. Pronto sus ojos empezaron a lanzar destellos de alegría. Se habían posado sobre el hermoso rostro y la flexible figura de una muchacha enfundada en un vestido de raso blanco, la cual, con perfecto ritmo bailaba con un hombre joven, aparentemente italiano. Wanlee avanzó uno o dos pasos y en ese momento la dama advirtió su presencia y dijo algo a su acompañante, quien inmediatamente liberó su cintura.
—Hace muchísimo tiempo que lo aguardo —expresó la muchacha extendiéndole la mano—. Estoy encantada de que haya venido.
—Gracias, señorita Newton —dijo Wanlee.
—Puedes retirarte, Francesco —continuó ella, volviéndose hacia el joven que había sido su pareja de baile—. Ya no te necesitaré más.
El joven cuyo nombre era Francesco hizo una respetuosa reverencia y partió sin decir palabra alguna.
—No perdamos este hermoso vals —dijo la señorita Newton, colocando su mano sobre el hombro de Wanlee—. Será el primero que bailo esta velada.
—¿Entonces no has bailado todavía? —preguntó éste, mientras se alejaban deslizándose juntos.
—No, Daniel —dijo la señorita Newton—, no he bailado con ningún caballero.
El Mongol se lo agradeció con una sonrisa.
—Sin embargo he utilizado provechosamente a Francesco —continuó ella—. ¡Qué bendición es una pareja protectora y competente! Piensa solamente en que nuestras abuelas y hasta nuestras madres estaban obligadas a sentarse tristemente esperando que los encumbrados caballeros se decidieron a…
Y repentinamente se detuvo al advertir una sombra de enfado que había descendido sobre el rostro de su pareja.
—Perdona —susurró, con la cabeza casi sobre su hombro—. Perdóname si te he ofendido. Tú sabes, amor mío, que no lo haría…
—Ya lo sé —interrumpió él—. Eres demasiado buena y noble para dejar que todo eso pese sobre tu estimación del Hombre. Nunca te detienes a considerar que mi madre y mi abuela no estaban acostumbradas a encontrarse con tu madre y tu abuela en ocasiones sociales, por la muy excelente razón —continuó con un leve dejo de amargura en su voz— de que mi madre estaba muy atareada en la lavandería de mi padre en San Francisco, mientras que las ideas sociales de mi abuela apenas se extendían más allá de la cabina de nuestro ancestral sanpan en el Yangtze Kiang. A ti no te importa eso. Pero hay otros…
Bailaron durante un rato en silencio, pensativo y taciturno él, y ella preocupada y tratando de consolarlo.
—Y el senador, ¿dónde se encuentra esta noche? —preguntó al cabo Wanlee.
—¡Papá! —dijo la muchacha, echando una mirada de temor sobre el hombro—. ¡Oh, papá se presentó aquí simplemente para traerme y porque era lo que se esperaba de él! Se ha vuelto a casa a trabajar en su cansador discurso contra los vegetales.
—¿Crees —preguntó Wanlee, después de unos minutos, murmurando las palabras lentamente y en tono muy bajo— que el senador sospecha algo?
Fue la muchacha entonces quien debió mostrar su incomodidad.
—Estoy totalmente segura —replicó— de que papá no tiene la menor idea de lo que sucede entre nosotros. Y eso es lo que me preocupa. Tengo la sensación permanentemente de que estamos caminando sobre un volcán. Sé que tenemos razón y que el cielo querría que todo fuera como es; y sin embargo no puedo dejar de temblar ante mi felicidad. Tú sabes tan bien como yo las ideas anticuadas y absurdas que todavía prevalecen en Massachussets y que papá es un conservador entre los conservadores. Él respeta tu capacidad, lo sé desde hace tiempo. Cuando te diriges a la Cámara, lee tus comentarios con gran atención. Creo —prosiguió con una risita forzada— que tus argumentos le molestan mucho.
—Esto tiene que finalizar, Clara —dijo el chino, cuando cesó la música y los bailarines se detuvieron—. No puedo permitir que permanezcas un día más en esta equívoca situación. Tu honor y tu propia tranquilidad espiritual requieren que se dé una explicación a tu padre. ¿Tienes suficiente valor para arriesgar toda nuestra felicidad en una atractiva jugada?
—Lo tengo —replicó con franqueza la muchacha—, suficiente para ir contigo ante mi padre y contarle todo. Y además —continuó, presionando ligeramente su brazo y mirándolo a la cara con el rostro cubierto por un rubor encantador—, tengo valor para ir aún más allá.
—¡Mi amada Puritanita! —fue su respuesta.
Cuando salían del Salón de Representantes, encontraron al señor Walsingham Brown con la señorita Hoyette de Nueva York. La dama se dirigió cordialmente a la señorita Newton pero sólo reconoció la presencia de Wanlee con una reverencia algo fría. Los ojos de Wanlee buscaron y encontraron los de su amigo.
—Puede ser que necesite tu consejo antes de la mañana —dijo en voz baja.
—Está bien, querido amigo —dijo el señor Brown—. Cuenta conmigo.
Y las parejas se separaron continuando sus propios caminos.
El mongol y su novia de Massachussets siguieron la marea de gente hasta el elegante comedor. Ambos estaban embarcados en sus propios pensamientos. Wanlee, en forma casi mecánica, guió a su compañera a un rincón del comedor, ubicándola en un asiento detrás de una cortina de hojas de palma, a cobijo de las miradas de la multitud.
—Eres muy amable en traerme aquí —dijo la joven—, porque tengo mucho apetito después de nuestro vals.
A pesar de la intimidad que habían alcanzado sus espíritus, esta era la primera vez que ella le había solicitado comida. Era un pedido inocente y natural pero, no obstante, Wanlee se estremeció al oírlo, mordiendo su labio inferior para controlar su agitación. Desde detrás de la cortina de hojas, contempló las mesas, sobre las que se apilaban suculentos manjares y alrededor de las cuales los hombres se agolpaban para obtener refrigerios para sus damas. Wanlee volvió a estremecerse ante el espectáculo. Después de una breve vacilación, regresó junto a la señorita Newton y se sentó a su lado, tomando su mano en la suya, y empezó a hablarle con deliberación y seriedad.
—Clara —dijo—, voy a pedirte una prueba final de tu afecto. No te sobresaltes ni te alarmes, pero escúchame con paciencia. Si, después de oírme, insistes todavía en que te traiga un paté, o un ala de ave, o una ensalada o hasta un plato de fruta, así lo haré, aunque al hacerlo el corazón me salte del pecho. Pero escucha primero lo que tengo que decirte.
—Por supuesto que escucharé todo lo que tengas que decir —replicó ella.
—Tú sabes bastante sobre las teorías políticas que dividen a los partidos —prosiguió, observando con nerviosidad los anillos en sus esbeltos dedos—, para estar enterada de que lo que yo considero conscientemente como la verdad es muy diferente de lo que te han enseñado a creer.
—Yo lo sé —dijo la señorita Newton—, sé que eres vegetariano y no apruebas el uso de la carne como alimento. Sé que has hablado elocuentemente en la Cámara sobre el derecho de cada ser viviente de ser protegido mientras vive y de que esa es la teoría que sustenta tu partido. Papá dice que es demagogia… que la oposición ostenta una teoría absurda y sofística para conseguir votos y lograr el poder. Sin embargo, sé que muchas excelentes personas, amigos nuestros de Massachussets están empezando a creer en ti, y yo, por supuesto, amándote como te amo, tengo la más firme fe en la honradez de tus convicciones. No eres un demagogo, Daniel. Estás por encima de satisfacer los bajos instintos radicales de la chusma. Ni mi padre ni nada en el mundo podrían convencerme de lo contrario.
El señor Daniel Webster Wanlee le apretó la mano y entonces prosiguió.
—Viviendo en el más ultra-conservador de los círculos, querida Clara, no has tenido oportunidad de comprender el tremendo significado y la fuerza del movimiento que se está expandiendo por toda la nación y del cual sólo soy un humilde representante. Es algo más que una agitación política, es un cambio total y una reorganización de la sociedad sobre la base de la ciencia y el derecho abstracto. Es adecuado y propio que yo, perteneciendo a una raza que ha sido emancipada y a la que se le han otorgado derechos civiles sólo por el devenir del tiempo, esté al frente (con una esperanza contra toda esperanza, puede ser) de la nueva revolución.
Sus llameantes ojos miraban directamente los de la joven. Aunque un poco perturbada por su seriedad, ella no pudo ocultar la orgullosa satisfacción que su varonil prestancia suscitaba.
—Creemos que cada animal nace libre e igual —dijo él—. Que el más humilde zoófito o el molusco más insignificante tienen los mismos derechos que tú o yo a la vida y al goce de la felicidad. ¿Y por qué no? ¿No somos todos hermanos acaso? ¿No somos todos productos de la misma evolución? ¿Qué somos los animales humanos sino los miembros más favorecidos de la gran familia? ¿Está el Senador Newton de Massachussets más alejado en inteligencia de un bosquimano australiano de lo que el bosquimano o el primitivo indio cabeza-chata en el norte de Montana lo están del buey que el mismo senador manda a sacrificar para suministrar carne a su familia? ¿Tenemos derecho a quitar la vida al ser más insignificante que la evolución haya producido? ¿No es asesinato el sacrificio de un buey o un pollo (más aún fratricidio) ante los ojos de la justicia absoluta? ¿No es un canibalismo de la clase más repulsiva y cobarde hacer presa de la carne de nuestros indefensos hermanos animales y sacrificar sus vidas y derechos en aras de un apetito no natural que no posee otro fundamento que la costumbre de largos años de egoísmo bárbaro?
—Nunca he pensado en tales cosas —dijo lentamente la señorita Newton—. ¿Les concederías el derecho de votar, me refiero al buey, el pollo y el mandril?
—Ahora habla la hija del Senador por Massachussets —exclamó Wanlee—. No, no les daríamos el derecho de sufragar, por lo menos, no actualmente. El derecho de vivir y gozar de la vida es inalienable. El derecho de votar depende de condiciones propias de la sociedad y la inteligencia individual. El buey, el pollo, el mandril todavía no están preparados para el sufragio. Pero son votantes en embrión; ¡están subiendo trabajosamente por el mismo proceso que pasaron nuestros antepasados, y es un crimen, una cosa horrible y monstruosa cercenar sus carreras, su futuro, por el placer de una comida!
—Debo admitir que esos son nobles sentimientos —dijo la señorita Newton, con considerable entusiasmo.
—Son los sentimientos del partido Mongol-Vegetariano —dijo Wanlee—. Y ellos ganarán la elección en 1940 y elegirán al próximo Presidente de los Estados Unidos.
—Admiro tu seriedad —dijo la señorita Newton, después de una pausa— y no te afligiré pidiéndote que me traigas ni siquiera un ala de pollo. No creo que pudiera comerla ahora, mientras tus palabras aún resuenen en mis oídos. Un poco de fruta es todo lo que quiero.
—Escúchame —dijo Wanlee, tomando de nuevo la mano de la muchacha—. Debo solicitarte que medites. Mi querida, los principios que te he enunciado son los principios de la gran masa de nuestro partido. Son sostenidos por los votantes más respetables y serenos y por los hipersensibles que constituyen la mayoría en toda organización política. Pero existen unos pocos de nosotros que estamos en una posición más avanzada. No esperamos atraer a nuestras filas a los rezagados por muchos años, tal vez mientras vivamos. Simplemente llevamos la teoría aceptada hasta sus conclusiones lógicas y esperamos serenamente los resultados finales.
—Pero dime, por favor, cuál es esa posición —inquirió ella—. No puedo comprender cómo algo podría ser más terriblemente radical, es decir, más asombroso y en general más desconcertante a primera vista que la posición que acabas de adoptar.
—Si lo que he dicho es verdad, y creo que lo es, entonces; ¿cómo podemos evitar incluir al Reino Vegetal en nuestra proclamación de la emancipación de todos los seres vivientes de la tiranía del hombre? El árbol, la planta, hasta el hongo, ¿no poseen una vida individual, no tienen también derecho a vivir?
—Pero como…
—Y en verdad —continuó el chino sin notar la interrupción—, ¿quién puede decir dónde acaba la vida vegetal y comienza la vida animal? La ciencia ha tratado, en vano, de trazar una línea divisoria. Sostengo que desenterrar una papa es en verdad destruir una existencia, aunque ésta tal vez esté remotamente emparentada con la nuestra. Arrancar una uva es mutilar una parra viviente, y beber el jugo de esa uva es ultrajar esa consanguinidad. En esta amplia y elevada visión del asunto se hace un deber abstenerse también de los alimentos vegetales. Nada menos que el principio vital mismo se convierte en la prueba y el vínculo de la hermandad universal. «Todos los seres vivientes nacen libres e iguales y tienen el derecho a la existencia y al goce de tal existencia». ¿No es este un hermoso pensamiento?
—Es un hermoso pensamiento —dijo la doncella—. Pero sé que me considerarás terriblemente fría, práctica e indiferente, pero, ¿cómo vamos a vivir, entonces? ¿No tenemos derecho, también, a la existencia? ¿Debemos morirnos de hambre para establecer el derecho teórico de los vegetales a no ser comidos?
—Mi adorada —dijo Wanlee—, esa sería una cuestión grave e intrincada, si el más reciente descubrimiento de la ciencia no la hubiera ya solucionado por nosotros.
Extrajo una pequeña caja de oro del bolsillo de su chaleco, apenas más grande que un relojito y abrió la tapa. En la palma de su blanca mano colocó una de las pastillitas.
—Cómela —dijo—. Saciará tu hambre.
Ella llevó el bocado a su boca.
—Haría lo que me pidas —dijo—, aun cuando fuera un veneno.
—No es un veneno —contestó él en el mismo tono—. Es el alimento en la única forma racional.
—Pero es insípido; casi sin sustancia.
—Sin embargo es capaz de conservar la vida durante un período de dieciocho a veinticinco días. Esta pequeña caja contiene alimentos suficientes como para proveer de alimentación durante un mes entero a todo el Septuagésimo Sexto Congreso.
Ella tomó la cajita y examinó su contenido con curiosidad.
—¿Y cuánto sostendría mi vida? ¿Durante más de un año, tal vez?
—Sí, durante más de diez años… más de veinte. No quiero aburrirte con datos químicos y fisiológicos —continuó Wanlee—, pero tienes que saber que el alimento que ingerimos, en cualquier forma que sea, se descompone en lo que denominamos los principios activos inmediatos, almidón, azúcar, oleína, flúor, albumen, etc. Estos son seleccionados y asimilados por los órganos del cuerpo y contribuyen a formar los tejidos necesarios. Pero todos estos principios activos, a su vez, son simplemente combinaciones de los elementos químicos primarios, principalmente carbono, nitrógeno, hidrógeno y oxígeno. Es de estos elementos que dependemos para nuestra subsistencia. Con el antiguo método, los obteníamos indirectamente. Pasaban de la tierra y el aire al pasto; del pasto a los tejidos musculares del buey, y de la carne de dicho animal a nuestras propias personas, sobrecargadas y afectadas por una masa de material irrelevante e inútil. Los químicos alemanes han descubierto como suministrar los elementos necesarios en forma compacta y no diluida, y aquí los tienes en esta cajita. Ahora el género humano marchará directamente a las fuentes de la naturaleza en busca de sus alimentos; ahora llegará a su fin el viejo método indirecto, incómodo e inhumano; ahora cesarán los males de la glotonería y sus vicios concomitantes; el brutal aniquilamiento de nuestros hermanos animales y vegetales terminará para siempre, ahora sucederá todo esto, ¡puesto que la nueva y sagrada causa ha sido consagrada por los labios que amo!
Se inclinó y besó sus labios. Después, repentinamente, levantó la vista y vio al señor Walsingham Brown parado a su lado.
—Están siendo vigilados y los están comprometiendo, me temo —dijo el señor Brown, apresuradamente—. Ese bailarín italiano, empleado suyo, señorita Newton, la ha estado siguiendo como un sabueso. También yo me he estado fijando en él. Acaba de partir del Capitolio a toda prisa. Me temo que pueda haber un escándalo.
La valerosa muchacha arrojó sobre su enamorado mongol una mirada de infinito aliento.
—No habrá ningún escándalo —dijo—; iremos inmediatamente a ver a mi padre, Daniel, y seremos portadores del mismo relato que Francesco pueda llevar.
Los tres partieron del Capitolio sin más demora. Al comienzo de la Avenida Pennsylvania entraron en un gran edificio, iluminado tan brillantemente como el mismo Capitolio. Un ascensor los condujo hacia las entrañas de la tierra. En el cuarto descanso pasaron del ascensor a un pequeño coche lujosamente tapizado. Cuando el viaje concluyó, el señor Walsingham Brown tocó una perilla de marfil. Un hombre uniformado apareció en la puerta.
—A Boston —dijo el señor Walsingham Brown.
III - La Novia Congelada
El senador por Massachussets estaba sentado en la biblioteca de su mansión en la North Street. Eran las dos de la mañana. Su semblante frío y pálido estaba distorsionado por una expresión de asombro e ira. Su lapicera se le había caído de los dedos, mientras borroneaba frases que había escrito para preparar su gran discurso. El Senador Newton aún se aferraba a la antigua costumbre de registrar las ideas. Las frases borroneadas eran las siguientes:
«La lógica de los acontecimientos nos obliga a reconocer la igualdad política de los invasores asiáticos ¿o los llamaré conquistadores? de nuestras instituciones indoeuropeas. Pero la lógica de los acontecimientos es frecuentemente incompatible con el sentido común y sus conclusiones opuestas al patriotismo y al derecho. La espada les ha abierto el camino hasta la urna de votación, pero, Señor Presidente, y lo digo deliberadamente, ningún poder bajo el cielo puede franquear a estos extranjeros los sagrados portales de nuestros hogares y nuestros corazones».
Junto al senador está Francesco, el compañero de baile profesional. En su rostro brillaba una sonrisa de malvado triunfo.
—¿Con el chino? ¿La señorita Newton, mi hija? —dijo el Senador con voz entrecortada—. No puedo creer lo que dice. Es una mentira.
—Venga entonces al Capitolio, Excelencia, y lo verá con sus propios ojos —dijo el italiano.
En ese instante la puerta se abrió y Clara Newton ingresó en el cuarto, seguida por el Honorable Señor Wanlee y su amigo.
—No es necesario que hagas ese viaje, papá —dijo la muchacha—. Lo puedes ver con tus propios ojos, aquí y ahora. ¡Francesco, sal de esta casa!
El Senador saludó al señor Walsingham Brown con una reverencia cortés y forzada, pero no prestó la menor atención a la presencia de Wanlee.
El Senador Newton intentó entonces tomar el asunto en broma.
—Clara, esto es muy divertido —dijo—, una broma pesada, inventada por ti y el señor Brown para mi diversión nocturna. Es un poco irrazonable.
—No es una broma —respondió valerosamente su hija, colocándose junto a Wanlee y tomando su mano—. Papá —dijo—, conoces bien a este caballero. Es nuestro igual en posición, intelecto y valor moral. En todo sentido es merecedor de mi amistad y de tu estimación. ¿Quieres escuchar lo que tengo que decir? ¿Quieres, por favor, papá?
El Senador emitió una risa breve y dura y se volvió al señor Walsingham Brown.
—No tengo ninguna comunicación que hacer al miembro de la rama inferior —dijo—. ¿Por qué debería él tener alguna comunicación que hacerme a mí?
La señorita Newton rodeó con su brazo la cintura del joven chino, conduciéndolo frente a su padre.
—Porque… —dijo con voz tan firme y clara como el tañido de una campana de plata— porque lo amo.
Al recordar con Wanlee las circunstancias de esta entrevista, el señor Walsingham Brown dijo mucho tiempo más tarde.
—Ella brilló, por un instante, como el platino de tu termo-electrodo.
—Si el diputado por California —dijo el senador Newton, sin cambiar el tono de su voz y dirigiéndose aún al señor Brown— ha influido en el sentimentalismo de esta niña tonta, esa es su desgracia, y la mía. Eso ya no puede remediarse. Pero si el diputado por California tiene la esperanza de lograr el menor beneficio con sus siniestras manipulaciones o de gozar de oportunidades adicionales para proseguirlas, el honorable diputado se engaña.
Se dio vuelta entonces en el sillón y prosiguió con la redacción de su gran discurso.
—Vengo —dijo entonces Wanlee con lentitud, hablando ahora por primera vez— como un hombre honorable a solicitar al Senador Newton la mano de su hija en honorable matrimonio. Ella ya ha otorgado su consentimiento.
—No tengo nada más que decir —dijo el senador, volviendo una vez más su frío rostro hacia el señor Brown y después, deteniéndose un instante, agregó como hiriente comentario—: Dicen que el diputado por California es un profeta y un apóstol de los Derechos de los Vegetales. Que se case entonces con un cactus. Debería contraer matrimonio con alguien de su propio nivel.
Wanlee, poniéndose rojo ante el injustificable insulto, estuvo a punto de salir de la habitación, pero una ligera señal de la señorita Newton lo detuvo.
—Pero yo sí tengo algo más decir —exclamó con gran energía—. Escucha, padre mío: si el señor Wanlee se marcha de esta casa sin que le dirijas una palabra, palabra que te corresponde dirigirle por ser un caballero y mi padre, me iré con él para convertirme en su esposa antes de que el sol vuelva a salir.
—Si así lo deseas, vete, muchacha —replicó el senador fríamente—. Pero consulta antes con el señor Walsingham Brown, que es abogado y caballero, sobre el contenido y afecto del Acta de Animación Suspendida.
La señorita Newton miró inquisitivamente a uno y a otro. Esas palabras no significaban nada para ella. Su enamorado se puso súbitamente pálido, aferrando en busca de apoyo el respaldo de la silla. Las mejillas del señor Brown también empalidecieron y el joven se adelantó, extendiendo las manos como intentando impedir alguna horrible catástrofe.
—Seguramente usted no… —empezó a decir—. ¡Pero no es posible! Se trata de un estatuto absolutamente ruin, inhumano y ultrajante que está tan muerto como la furia partidaria que lo sugirió. Ha sido letra muerta en los libros de leyes durante más de un cuarto de siglo.
—No estaba enterado —dijo el senador, con los dientes firmemente apretados— de que el acta hubiera sido derogada alguna vez.
Extrajo de un anaquel un volumen de leyes y lo abrió.
—Voy a leer el texto —dijo—. Será una adecuada parte del ritual de este matrimonio.
Y leyó lo siguiente:
Sección 7.391. Ninguna persona del sexo masculino de ascendencia caucásica, de o de menos de 25 años, se casará o prometerá contraer enlace con cualquier persona del sexo femenino de ascendencia mongola sin el pleno consentimiento escrito del padre o custodio masculino, como estipula la ley; y ninguna persona del sexo femenino, ya sea soltera o viuda, de menos de 30 años, de padres caucásicos, se dará, prometerá o contraerá matrimonio con cualquier persona del sexo masculino de ascendencia mongola sin el consentimiento pleno, escrito y registrado, de sus padres o custodio, como estipula la ley. Y cualquier obligación matrimonial así contraída será nula y sin valor, y el caucásico que contraiga tal obligación será culpable de felonía y pasible de castigo a discreción del padre o custodio, según estipula la ley.
Sección 7.392. Tales padres o custodios pueden, a discreción y sobre solicitud a las autoridades de la Corte del Distrito de los Estados Unidos para la circunscripción dentro de la cual se cometa la ofensa, entregar dicho ofensor de ascendencia caucásica a los funcionarios pertinentes y requerir que su conciencia, actividades físicas y funciones vitales sean suspendidas por un período equivalente al que debe transcurrir antes de que la persona ofensora llegue a la edad de 25 años, si es varón, ó 30 años, si es mujer; o por un período más breve, a discreción del padre o custodio siendo dicho período más breve fijado por adelantado.
—¿Qué significa todo esto? —demandó la señorita Newton, perpleja por la palabrería legal del acta, y alarmada por la exclamación de desesperación de su amado.
El señor Walsingham Brown sacudió la cabeza con tristeza y dijo:
—Significa que el cruel pecado de los padres puede ser pagado por los hijos.
—Entienda mi posición, señor Brown —dijo el senador, poniéndose de pie y haciendo un gesto impaciente con la mano que sostenía la lapicera, como si quisiera descartar el tema y al grupo de instrusos—. No uso el Acta de la Animación Suspendida como un cuco para ahuyentar a una tonta niña de su lamentable infatuación. Pero con la seguridad que estipula la ley trataré de ponerla en efecto.
La señorita Newton dirigió a su padre una larga y firme mirada que ni Wanlee ni el señor Brown pudieron interpretar y después los condujo lentamente hasta el recibidor. Cerró la puerta y echó llave. El reloj en la repisa sobre la chimenea marcó las cuatro.
Se había operado un completo cambio en el comportamiento de la muchacha. El espíritu de desafío, de apelación apasionada, de amor sin reticencias, había desaparecido. Estaba tranquila ahora, tan fría y serena como el senador mismo.
—¡Congelada! —repetía en voz baja—. Él ya me ha congelado con su frío corazón.
Rápidamente, pidió a Walsingham Brown que le explica con claridad la vigencia y el sentido del estatuto que su padre había leído en el libro. Cuando éste lo hubo hecho, ella preguntó:
—¿No existe también una ley que estipula la suspensión animada voluntaria?
—La Vigesimoséptima Enmienda de la Constitución —respondió el abogado— reconoce el derecho de cualquier individuo, no satisfecho del estado de su vida, de suspender su vida por un tiempo, largo o corto, según sus deseos. Pero es raro, como sabrá, que alguien se sirva de ese derecho… prácticamente nunca, salvo como el último recurso para procurar el divorcio en relaciones matrimoniales incompatibles.
—Sin embargo —persistió ella—, existe el derecho y está abierto el camino.
Él asintió con la cabeza. Ella se acercó a Wanlee y dijo:
—Amado mío, debe ser así. Debo alejarte por un tiempo, pero como tu esposa. Concretaremos una boda —y sonrió con tristeza al decirlo— en el transcurso de la hora presente. El señor Brown irá con nosotros a ver al sacerdote. Luego nos trasladaremos inmediatamente al Refugio, y tú mismo me conducirás al claustro que va a mantenerme a salvo hasta que mejoren las circunstancias para ambos. ¡No, no te asombres amado mío! Ya he tomado mi resolución y no puedes alterarla. Y no pasará mucho tiempo, querido Una vez, por casualidad, al ordenar los papeles de mi padre, encontré sus Probabilidades de Vida, extendidas por la Oficina de Estadísticas Vitales de Washington. Le quedan menos de diez años de vida. Jamás pensé en calcular fríamente las posibilidades de vida de mi padre, pero ahora debe ser así. Dentro de diez años, Daniel, puedes venir de nuevo al Refugio y reclamar a tu novia, me hallarás como me dejaste.
Con las mejillas cubiertas de lágrimas, el mongol trató de disuadir a la caucasiana de su propósito. No mucho menos afectado, el señor Walsingham Brown sumó sus súplicas y argumentos a los de su amigo.
—¿Has visto alguna vez —preguntó— a una mujer que ha sido sometida a lo que te propones padecer? Se ingresa en el Refugio probablemente, como lo harás tú, lozana, rosada, hermosa, llena de vida y energía. Pero se sale de él envejecida prematuramente, un cuerpo marchito, pálido y fláccido, un cadáver viviente, en suma, un esqueleto, el espectro de la anterior apariencia. A pesar de lo que dicen, no puede haber una suspensión absoluta de la animación. La suspensión absoluta significaría la muerte. Hasta en el caso de los congelamientos más perfectos existe todavía alguna actividad de las funciones vitales, y ellas carcomen y hacen presa de la existencia del individuo inconsciente. Arriesgarás —demandó imprevistamente, usando el postrer y más perfecto argumento que se puede dirigir a una mujer—, te animarás a arriesgarte al efecto que la pérdida de la belleza puede tener sobre el amor de Wanlee después de una separación de diez años?
Clara Newton sonreía ahora.
—Poco me importa mi propia belleza —respondió—. No obstante aún eso puede ser preservado.
Del seno de su vestido sacó la cajita de oro que el chino le había dado en el comedor del Capitolio y con rapidez tragó todo su contenido.
Wanlee habló entonces con decisión.
—Puesto que has resuelto sacrificar diez años de tu vida, es mi deber estar contigo. Compartiré contigo el sacrificio y también lo haré con la alegría del despertar.
Pero ella hizo un gesto negativo con la cabeza:
—Para mí no es un sacrificio —dijo—. Pero es tu deber permanecer entre los vivos. Tienes una tarea grande y noble que realizar. Hasta que los oprimidos de las categorías inferiores sean emancipados de la injusticia y de la crueldad humana, no puedes abandonar tu causa. Creo que tu deber es bien claro.
—Tienes razón —dijo él inclinando profundamente la cabeza.
En la gris alborada, los funcionarios del Refugio Frigorífico en Cambridgeport quedaron asombrados por la llegada de un séquito matrimonial. El desencajado semblante del novio contrastaba extrañamente con la elegancia de su traje de etiqueta y los brillantes lazos color escarlata en sus rodillas parecían ser una burla a su dolor. La novia de raso blanco, lucía una placida sonrisa en su hermoso rostro. El amigo que los acompañaba se hallaba serio y silencioso.
Sin demoras, los papeles de admisión necesarios fueron preparados y firmados y se hizo el correspondiente registro en los libros del establecimiento. Por un instante el esposo y su esposa se confundieron el uno en brazos del otro, como descansando. Luego, ella, llena aún de alegría, siguió a los empleados hacia la puerta interior, mientras él, apretando con ambas manos los ojos ya secos de lágrimas, volvía la cara, sollozando.
Un momento más tarde el frío intenso de la cámara congeladora atrapó a la novia y la envolvió íntimamente en su helado abrazo.
Fin