PARECIDO DE FAMILIA (Alan E. Nourse)
Publicado en
octubre 22, 2018
El asunto empezó como una travesura, tal como muchas cosas empiezan, y hubiese quedado en eso si el doctor Herman Tally no hubiese penetrado en el hospital en el momento en que lo hizo… o si no se hubiese peleado un poco antes con el doctor Hogan, cosa que convirtió su espíritu en un campo abonado para las sospechas. Y ni siquiera hubiera sido una travesura de no ser martes y si miss Henderson, enfermera de la nursery, no hubiese sido tan dada a lanzar gritos agudos siempre que se excitaba.
Pero era martes, y a principios del verano, cuando la vida de un interno del hospital se hace monótona y pesada y más de un médico joven, como por ejemplo el doctor Barret, siente deseos de que ocurra algo excitante que les alivie de la rutina de los pacientes y de los casos de todos los días. También podía echarse culpas ―por lo menos en parte― al cocinero del hospital, pues los tres médicos se hallaban aquel día sentados en el comedor de los internos del hospital de St. Christopher dando cuenta del inevitable menú de los martes ―cochinillo relleno y sauerkraut―, mientras se preguntaban cómo podrían romper la monotonía que les rodeaba.
—¿Qué es lo que produce más ruido que un cerdo encerrado en una jaula? —preguntó el doctor Barret, contemplando su plato lleno de comida.
—Dos cerdos —murmuró el doctor Hines, masticando con expresión pensativa—. O tres cerdos debajo de una manta. Está usted atrasado de noticias.
—¡Oh, no! —exclamó sonriendo el doctor Barret, que tenía un ligero brillo de burla en sus jóvenes ojos castaños—. Para que lo sepan ustedes, la respuesta es: miss Henderson cuando se halla bajo un choque emocional.
Miss Henderson, la nueva enfermera en período de prueba en St. Christopher, estaba destinada en la actualidad a la sala de maternidad, bajo las órdenes del doctor Barret. La joven había sufrido numerosos choques emocionales, según parecía, bajo los tiernos cuidados del médico. Miss Henderson, como se decía en el hospital, era un plato apetitoso y también un poco boba.
El doctor Barret sonrió con malicia no disimulada.
—Tendrían que haber oído el otro día —dijo riendo—, cuando descubrió aquel escurridizo y verde lagarto que corría por la parte delantera de mi chaqueta. ¡Chilló como cinco cerdos en una jaula!
Los otros médicos rieron a su vez y, adivinando algo bueno, se acercaron más al doctor Barret. Éste continuó en tono reflexivo:
—Miss Henderson se encuentra esta tarde en la nursery. ¿Qué creen ustedes que haría si encontrase…?
Las cosas eran muy fáciles de preparar. El doctor Barret, después del almuerzo, atravesó el recinto del hospital en un rápido paseo hasta llegar al Departamento de Experiencias Agrícolas, regresando inmediatamente al hospital con tanto disimulo como pudo y utilizando una entrada trasera. Confiaba en que ninguno de los jefes médicos notasen el raro bulto que llevaba bajo la chaqueta. Cinco minutos después exhibía su presa a los compañeros internos que conspiraban con él, los cuales lavaron la cosa con agua y jabón y luego la rociaron liberalmente con polvos de talco, ―a pesar de las furiosas protestas de la misma―, hasta que una pequeña vaharada de éter hizo que se sumiera en un intranquilo sueño poblado de olfateos.
A continuación los otros dos internos entretuvieron en la sala de consultas a miss Henderson ―que se sentía como siempre muy deseosa de reír y muy dueña de sí misma― mientras el doctor Barret colocaba la presa, cuidadosamente envuelta en una manta azul de niño, en una cuna de la nursery situada precisamente entre la cuna que ostentaba el letrero “Harrison” y la que ostentaba el letrero “Wojikowsky”. Y la dejó allí después de haber colocado al pie de la cuna un letrero que decía “Porker”.
Los otros internos, con estudiada y forzada calma, estaban observando desde la puerta de la nursery cuando miss Henderson, todavía riendo y meditando sobre futuras citas con los guapos doctores, entró en la habitación llevando los biberones de las 2:00 para los niños Harrison y Wojikowsky.
Su reacción resultó ciertamente digna de verse. Se detuvo en seco, dejó escapar el chillido más espeluznante de sus dieciocho años y se desmayó.
El asunto no habría pasado de una travesura si no hubiese llegado en aquel preciso momento el doctor Herman Tally, profesor de antropología, especialista en desarrollo infantil y miembro infeliz, que recibía todos los regaños del equipo de investigación antropológica del doctor Hogan. Llegaba para efectuar su ronda semanal por la nursery de St. Christopher. El doctor Tally era en esencia un hombre apocado que se sentía satisfecho si su diaria rutina, desde que se levantaba por la mañana hasta que se retiraba por la noche, se desenvolvía sin demasiados contratiempos. Con toda seguridad no se encontraba preparado mentalmente cuando aquella tarde subió la escalera para hallarse ante tres asustados internos, una enfermera desmayada y lo que había en la cuna en cuestión.
Murmuraba algo para sí al recordar las recientes indignidades que había tenido que sufrir por parte de su jefe. ¡El muy cerdo! No bastaba que el jefe le obligase a mecanografiar, volver a mecanografiar, corregir las pruebas, hacer el índice, actuar de supervisor de todas las relaciones públicas referentes al Libro… sino que, además, tenía que ir reuniendo datos cuando el doctor Hogan se sentía demasiado perezoso para pasear su porcino cuerpo por la nursery de St. Christopher en una cálida tarde de martes. El doctor Tally suspiró cansadamente. Desde hacía tres años, el Libro ocupaba todas las horas de trabajo de todos los empleados de la sección de Antropología.
—Una vuelta a los monos —afirmaría el doctor Hogan exponiendo entusiásticamente sus teorías— va a representar la última palabra sobre el problema del Origen del Hombre… la última palabra, reto, el golpe final que echa abajo todas las teorías opuestas.
El doctor Hogan resoplaría luego de excitación. Inmediatamente después, sonriendo con su ancho rostro a los que aún escuchaban, añadiría:
—Mi última obra, que va a ser publicada con el título de “Vuelta a los Monos”, probará… aseguro que probará, que tanto el hombre como el mono van camino de retornar a su común antepasado.
Y entonces el doctor Hogan sonreiría más radiante que nunca.
El doctor Tally hizo una mueca. Estaba cansado de aquello del retorno a los monos. Ni siquiera el título era un original del doctor Hogan, y algunas de las ideas mejores eran precisamente de él, del doctor Tally, como, por ejemplo, aquellos recientes tests sobre las reacciones infantiles…
El doctor Tally llegó hasta el descansillo de la escalera, envuelto en sombras, y se dirigió a la nursery. Miss Henderson estaba recibiendo las solícitas atenciones de los tres jóvenes internos, y el doctor Tally quiso conocer inmediatamente la causa de aquel súbito desmayo. Lo que vio en la cuna le dejó lo que se dice anonadado. Durante un momento miró aquello sin creer lo que veían sus ojos, hasta que adivinó que se trataba de una broma de los internos. Sin embargo, continuó mirando la cuna, y permaneció mirándola durante largo rato.
De pronto se le ocurrió la idea, una idea que casi le asustó. Algo había producido un acorde, una hermosa armonía, en el fondo de su memoria. Un parecido a algo que había visto o leído…
Se pasó una temblorosa mano por el cabello mientras reflexionaba, ahondando en el vasto almacén de material incidental y desorganizado que guardaba en su memoria. ¿Tenía aquello algo que ver con la anatomía, con la fisiología… o era la embriología? Mientras más miraba al “niño” Porker, que olfateaba metido en su cuna, más fuerte se hacía la idea que se iba introduciendo en su cerebro, empujándole cada vez más hacia la conexión familiar.
¡Embriología! ¡Allí estaba el quid de la cosa! El doctor Tally se calzó el sombrero en la cabeza y efectuó una rápida retirada escaleras abajo. ¡Embriología! En el fondo de su mente sabía que lo que buscaba tenía algo que ver con la embriología. Si pudiera encontrar el libro…
El doctor Tally llegó muy tarde a cenar, y después de dejar su estropeado Chevrolet atravesó, con los brazos cargados de libros, la senda hasta su casa. Había estado ciertamente estudiando embriología y muchas, muchas más cosas. Había pasado la tarde en la biblioteca, leyendo texto tras texto de embriología. A la hora de estar allí se sintió seguro sobre el camino a seguir, pero se trataba de un camino muy complejo, con muchos engañadores desvíos. La cosa le llevó a consultar libros de anatomía, de fisiología y bioquímica.
Besó a su esposa casi sin mirarla y tomó asiento ante su cena, que le estaba esperando desde hacía tiempo, tras de abrir, a un lado de su plato, la Parasitología de Benson, y al otro, el libro Bases fisiológicas para la práctica de la medicina de Best & Taylor. Unos momentos después se hallaba inmerso en su lectura, y sus delgados hombros temblaban de agitación.
—Querido —dijo Mrs. Tally, con esperanzas de lograr un éxito—, ¿te gustan las chuletas?
—¿Chuletas?
—Chuletas de cerdo. Estás comiéndolas. ¿No son deliciosas?
Tally levantó la vista de sus libros y miró primero a su mujer y después a las costillas. Su rostro tenía un ligero tono verde.
—Querida —dijo apartando el plato con amabilidad, pero resueltamente—, temo que esta noche no pueda disfrutar de la cena. Tengo muchísimo trabajo que hacer, y me gustaría que nadie me molestase.
Inseguro, se puso en pie y, con los libros bajo el brazo, se retiró a su estudio.
La pista era inequívoca, clara y concreta. Durante años, la gente había asentido sumisamente, aceptando sin protestas lo que les decían sobre la cuestión los hombres autorizados, a pesar de que habían visto la pista una docena de veces. Pero la cosa estaba allí, abriéndose camino a través de una docena de libros nunca examinados, nunca relacionados entre sí. Cualquiera con mediana inteligencia podía darse cuenta de ello. No lo había hecho nadie porque no se habían atrevido a buscarlo. ¡Y tanto hablar del método científico!
Miró algo en el libro de Parasitología y a continuación buscó algunos capítulos que trataban de fisiología humana. Luego le llegó el turno a El origen de las especies, de Darwin, que fue seguido de un texto sobre embriología y un enorme volumen sobre la cirugía dental. Tres grandes tomos sobre las condiciones psicológicas y las reacciones reflejas le ocuparon casi una hora, antes de que los apartara con un suspiro para leer un capítulo sobre cirugía nasal humana.
Todo estaba allí, todo muy claro, ¡y nadie había pensado en establecer una relación! El doctor Tally tenía el corazón en la garganta y toda su mente inflamada por el poder de lo que vislumbraba, cuando su esposa apareció llevándole un vaso de leche y un bocadillo. Hacía rato que había pasado la medianoche. Mrs. Tally descubrió en los ojos de su marido el brillo que no había visto durante diez años, el tiempo que llevaba bajo la tiranía del doctor Hogan.
—Querida, ¿te gustaría hacer un viaje? —dijo el doctor Tally después de mordisquear el bocadillo—. ¿Tomarte unas largas vacaciones, por ejemplo?
—¿Hacer un viaje? —contestó sorprendida Mrs. Tally—. ¡Oh, Herman, no hemos ido de vacaciones durante diez años! ¿Y a dónde iríamos?
El rostro del doctor adquirió una expresión abstraída.
—A alguna hermosa isla… Quizás al sur del Pacífico. Quizá podamos ir a Nueva Zelanda o al África Central. Me he enterado de que en África Central necesitan antropólogos.
Mrs. Tally, con los ojos muy abiertos, se echó hacia atrás su gris cabello con sumo cuidado.
—Herman, esta noche no estás bien. ¿Qué te pasa? ¿Te hallas en un apuro?
Puesto en pie, el doctor llenó de aire su delgado pecho.
—¡El apuro mayor en diez años, querida, y el más maravilloso! He descubierto algo que probablemente me hará perder mi trabajo en un abrir y cerrar de ojos.
—¿Algo que… está en contradicción con las teorías del doctor Hogan?
—¡Eso es! Es un golpe para sus teorías… ¡y me echará en el acto! Los directores me harán pasarlo muy mal si no les convenzo. Pero yo voy a convencerles por encima de todo. El gran doctor Hogan me ha estado molestando durante años, pero ahora poseo yo un bastón lo suficientemente grande para molestarle a él.
El despacho del doctor Horace Hogan era el más grande, el más brillantemente iluminado y el mejor equipado de todos los despachos laboratorios del edificio de Zoología. Su primer libro, La esencia del mono, le había proporcionado el laboratorio y poder sobre sus subordinados, así como una buena mesa por los pasados cinco años.
Su macizo cuerpo hizo que el sillón giratorio diera media vuelta con objeto de enfrentarse con el doctor Tally. En su grueso rostro había una expresión de fastidio.
—Sí, sí, doctor Tally. ¿Qué pasa? Ya sabe usted que no me gusta que me molesten cuando estoy escribiendo.
—Doctor Hogan, tengo que formularle una pregunta.
El rostro del doctor Tally estaba tenso y en sus ojos había un brillo de determinación. Se preguntaba, de una manera abstracta, qué aspecto ofrecería el doctor Hogan asado y con una manzana en la boca.
—Bien, pues tendrá usted que hablar conmigo más tarde. Ya sabe que La vuelta a los monos es lo primero en este despacho. Tengo que hacer algunas correcciones.
—No se preocupe por las correcciones —declaró sucintamente el doctor Tally—. No necesitará usted hacerlas. —Se puso muy tieso, rebosante de orgullo—. Además, quiero que mi pregunta sea contestada aquí… y ahora mismo.
El grueso doctor lanzó una exclamación y volvió a hacer girar su sillón.
—Muy bien —dijo irritado—. Siga.
—¿Cuál es la clasificación biológica completa del hombre?
El rostro del doctor Hogan se puso pálido por efecto de la sorpresa.
—Chordata, Craniata, Mammalia, Primata, Hominidae, Homo sapiens —repuso de forma mecánica—. A nuestros estudiantes de medicina se les hace esta pregunta en su primer examen, doctor Tally.
—Sí —respondió suavemente el doctor Tally—. Y supongo que también se les pide que expliquen toda la evolución humana, remontando sus comienzos a un antepasado que también era antepasado de los monos, ¿no es cierto?
—¡Naturalmente! Éste es sin duda el más precioso y fundamental conocimiento que se les puede suministrar.
Y el grueso doctor Hogan, con el rostro rojo, se estremeció. El doctor Tally sonrió.
—Pero esos estudiantes, al dar la respuesta de usted, pueden estar completamente equivocados.
—¡Doctor Tally! ―El doctor Hogan se puso en pie, pero lo pensó mejor y volvió a sentarse, adoptando una postura de indignación, aunque sentado—. Eso que ha dicho usted es una herejía, doctor Tally. ¡Una herejía!
El doctor Tally sacó de su cartera un montón de papeles.
—Escúcheme un momento, doctor Hogan, y corríjame si estoy equivocado. Al trazar la línea de evolución de cualquier especie, buscamos formas generalizadas y no especializadas, ¿no es cierto? Y por esa razón consideramos al hombre desde el punto de vista de la familia biológica Hominidae más bien que desde el punto de vista del genus especializado, o sea el Homo sapiens.
—Eso es cierto.
—Y cuando queremos encontrar al progenitor del hombre buscamos la forma ancestral con las mismas características especializadas, ¿no es así?
—Naturalmente. Ya lo sabe usted de sobra.
—¿Y está usted enteramente satisfecho de que la cadena evolutiva del hombre arranque de la familia Tarsius, ahora representada por ciertos monos y orangutanes?
El doctor Hogan jadeaba por efecto de la agitación.
—Estoy enteramente convencido de ello, doctor Tally, y lo proclamo muy alto por la dignidad del hombre. Ya sabe usted que siempre digo: “la vuelta a los monos”. Toda la evidencia apunta…
—¡No toda la evidencia, doctor Hogan! La encontrada en antropología y en paleontología quizá sí. Pero existe otra evidencia, una evidencia moderna e inequívoca. ¡Usted no puede enrollar sus métodos científicos a un solo palo para seguir sus antojos! Existe una evidencia que no apunta hacia la familia de los Tarsius, ni siquiera hacia ningún mono. ¡Apunta directa e inequívocamente hacia los Suidae!
El doctor Hogan lanzó una exclamación. Sus mandíbulas, que parecían de cerdo, bajaban y subían.
—¡Absurdo! —exclamó—. Naturalmente, puede existir cierto ligero parecido, pero… ¡relacionar a los seres humanos, a los seres humanos, fíjese bien, con los cerdos…!
El doctor Tally sonrió con ironía.
—Claro que hay parecido. La evidencia que usted presenta para lo de los monos es antropológica y paleontológica, pero yo poseo, para lo de los cerdos, una evidencia anatómica, psicológica y embriológica.
El doctor Tally se arrellanó en su silla y continuó:
—Haga caso de la evidencia, doctor Hogan. Recuerdo que durante mis días de Universidad, alguien, durante un curso de embriología, hizo notar que estudiábamos los embriones de cerdos en lugar de estudiar los de seres humanos porque los primeros eran más fáciles de utilizar y esencialmente iguales a los segundos. Yo lo he comprobado ahora. Indudablemente son iguales, doctor Hogan, y en todos sentidos. Sólo en las últimas semanas de gestación se diferencia un embrión de cerdo de un embrión humano. Y después del nacimiento… ¡qué relación anatómica hay entre ambos!
»Los órganos, las vísceras, la distribución interna del cerdo es prácticamente idéntica a la del hombre. El mismo tamaño, colocación, forma y función para los órganos de uno y del otro. Los monos presentan un cuadro anatómico diferente. Tanto los hombres como los cerdos poseen apéndices vermiculares; los monos no. Los incisivos de los hombres tienen una raíz, y dos los premolares que siguen a los caninos, mientras que los monos cuentan con tres raíces en esos mismos dientes. Los cerdos, por el contrario, tienen las raíces de los dientes de la misma manera que el hombre. Y hay más… Los hombres y los cerdos poseen un breve vestigio de cola, o ninguna, mientras que los orangutanes y los monos tienen larga cola. Los hombres y los cerdos tienen la piel sin pelo, en tanto que los monos, incluso los gorilas, lo tienen en abundancia.
El rostro del doctor Hogan estaba adquiriendo un peligroso matiz púrpura y sus ojos parecían a punto de salírsele de las órbitas.
—¡Superficialidades! —exclamó, limpiándose la frente con su gruesa mano—. De todas las impertinentes y desatinadas ideas que he oído…
—Pero es que hay otras “superficialidades” —interrumpió el doctor Tally—. Los cerdos y los hombres tienen cartílagos a todo alrededor de sus narices, mientras que los monos tienen narices abiertas. Los cerdos y los hombres tienen ese extraño trozo de tejido inútil, la úvula, en la parte de atrás de sus paladares, mientras que hay muy poca o ninguna úvula en los monos. ¿Son todas esas superficialidades? ¿No reclama la ciencia que se preste atención a las cosas pequeñas?
—¡Absurdo! —repitió el doctor Hogan.
—¡Oh, no he terminado aún! Vamos a profundizar un poco. ¿Qué me dice de los parásitos? ¿Ha oído usted hablar de la triquina? ¿O del macracanthoynchus y otros gusanos con la cabeza en forma de gancho? ¿Y qué dice usted de la forma en que esos parásitos atacan? Atacan al hombre y al cerdo, pero nunca al mono. Y ¿qué me dice sobre las comparaciones serológicas, el suero sanguíneo, las células y todo lo demás? El hombre es tan parecido a los cerdos desde el punto de vista serológico como a los monos. ¡Oh, podría seguir durante horas, doctor Hogan! Pero hay algo que pone el colofón a todo. Hemos hablado de paleontología, de anatomía y de fisiología… ¿qué me dice de la psicología?
—Bien… ¿qué hay sobre la psicología? —gritó el doctor Hogan, cuyo cuerpo temblaba.
El doctor Tally sonrió.
—¿Por qué cree usted que ahora se emplean en los experimentos cerdos con preferencia a las ratas, a los perros y a los gatos? Pues porque los cerdos reaccionan de un modo más parecido al del hombre que todos los demás animales. En la escala de la inteligencia, los cerdos están muy por encima de gatos, perros y ratas, e incluso de muchos monos. ¿Y qué otro animal, doctor Hogan, además del hombre, es tan profundamente perezoso, glotón, sucio, egoísta, traidor y belicoso?
El doctor Hogan temblaba ahora de rabia, su redondo y grueso rostro cubierto de pequeñas gotas de sudor.
—Usted… —dijo con un ronco bisbiseo—, ¡usted no se atreverá a publicar eso! ¿Qué le ocurriría a nuestra cultura? ¿Qué pensaría, qué diría la gente? Nunca creería nadie eso, ni lo aceptarían. Tendríamos que refundir todo nuestro proceso intelectual, nuestros valores filosóficos. Eso arrojaría al mundo a un caos, doctor Tally. Todos los grupos religiosos del país se echarían sobre nosotros.
El doctor Tally sonreía.
—Pero a mí me sería posible hacer que la gente se preguntase si Horace Hogan ha metido la pata con su famosa “vuelta a los monos”, ¿no le parece?
El doctor Hogan hizo un esfuerzo para que su voz no temblara demasiado.
—¡Vamos, Herman, sea usted considerado! —dijo—. Hemos sido amigos durante años, hemos trabajado en la misma tarea, podría decirse que hemos sido casi como hermanos…
Se detuvo jadeante, mientras sus ojillos de cerdo observaban con agudeza a Tally. Luego continuó:
—Sé que usted no quiere desacreditarme, a mí, que he hecho tanto por usted, y sé que no desea usted armar ningún jaleo sobre esto. Ahora, si usted está de acuerdo, podemos establecer una asociación entre los dos, y yo veré si puedo proporcionarle un notable aumento de sueldo.
Sonriendo ampliamente, el doctor Tally sacudió la cabeza.
—Tengo algo más urgente que hacer —contestó—. Y ese quehacer es ver adelgazar poco a poco a Horace Hogan… por efecto de las preocupaciones, se entiende. Usted no puede sobornarme, Horace. Ni siquiera hablarme de ello. Voy a colocar la bomba precisamente sobre ese libro de usted.
Esta vez el hombre grueso saltó de su silla. Su rostro tenía un matiz púrpura muy subido.
—¡Traidor! —gritó—. ¡Ingrato! ¡Salga de aquí! ¡Está usted despedido! ¡Salga! ¡Haga lo que le plazca, pero no logrará usted nada! Los jefes no le tomarán en serio y será el hazmerreír del mundo intelectual. Conque cerdos, ¿eh? —Frenéticamente tomó el teléfono—. Ahora mismo voy a llamar a los jefes, y usted quedará en la calle.
El doctor Tally tosió con ironía.
—Doctor Hogan, no tiene usted que llamar a los jefes. A decir verdad, le están esperando ahí fuera. Yo ya les he hablado, ¿sabe? Y se muestran muy… interesados. Sí, puede decirse que están interesadísimos, y yo me he tomado la libertad de prepararles una pequeña visita. Sí, irán al hospital de St. Christopher.
Se trataba de cinco caballeros de edad. Los cinco eran altos, delgados, provistos de estrechas narices de halcón, hombros caídos y agudos ojos azules. Miraban desaprobatoriamente al doctor Horace Hogan mientras subían la escalera de la nursery del hospital. El doctor Hogan marchaba delante, jadeando y balbuceando cosas incomprensibles como una vieja cerda arrojada de su pocilga. Su grueso rostro estaba húmedo de sudor y sus manos temblaban al agarrarse a la barandilla. De cuando en cuando se detenía para respirar y para lanzar algunas palabras de protesta:
—¡Cerdos! ¿Imaginan ustedes, caballeros, la temeridad de este hombre?
—Sí, sí, doctor Hogan —le contestaban—. Pero si, como dice, existe alguna razón para creer…
—¡Absurdo! Mi trabajo es completamente científico y en él no hay cabos sueltos. Todas las evidencias importantes…
Uno de los caballeros de edad inclinó hacia el doctor Hogan su larga nariz.
—Pero… un hombre de la categoría de usted y que gusta de emplear métodos científicos, debería estar deseando escuchar una hipótesis.
El doctor Tally fue el primero en llegar al descansillo. Su rostro estaba pálido y tenía en la frente arrugas de preocupación. Se detuvo para indicar a los visitantes los asientos de la antecámara.
—Si hacen el favor de sentarse, caballeros, yo entraré antes para estar seguros de que no molestamos. Podrían estar dedicados al asunto de la alimentación…
Desapareció por una puerta pintada de blanco y a punto estuvo de darse de bruces con el doctor Barret. El interno levantó la vista y asió nerviosamente la manga del doctor Tally.
—¡Mire, doctor, están ahí los jefes! ¡Vienen a investigar! No me diga que fue usted el que les llamó esta mañana. Entonces dijo usted algo oscuro y extraño.
El doctor Tally hizo con la cabeza vigorosos movimientos de afirmación.
—¿Lo ha arreglado usted todo?
El interno, preocupado, miró hacia atrás por encima de su hombro.
—Sí, todo está como usted dijo, pero… jamás logrará lo que busca.
—¡Pues tengo que lograrlo! He plantado la semilla en fértiles mentes, y ellas verán lo que quieran ver. Y, sobre todo, verán a Horace Hogan…
Dio un nervioso golpecito en el brazo del interno y regresó a la sala de espera.
—Ahora, caballeros —dijo a los que aguardaban—, si tienen la bondad de seguirme…
Lentamente atravesaron la puerta y luego el oscuro corredor, donde se encontraban las ventanas acristaladas que permitían ver el interior de las salas. Así llegaron a la última. Los cinco jefes, junto con el doctor Hogan, se acercaron al cristal y miraron desde allí el interior. En el grupo se hizo de pronto el silencio.
En el interior, una tal miss Henderson ―que había sido cuidadosamente puesta en antecedentes― caminaba solícitamente de cuna en cuna, arreglando las mantitas de color rosa o azul.
—¡Cómo!
—¡Parece imposible! ¡Si no lo viera con mis propios ojos…!
—Sí, existe un parecido. ¡Inequívoco! ¿Cómo hemos podido no darnos cuenta en todos estos años? Doctor Tally, éste es el más notable…
De pronto, en el corredor se oyó una exclamación de angustia y de desesperación, seguida de un ligero gorgoteo y de un gran golpe. Esta vez era el doctor Hogan el que se había desmayado.
Los viejos caballeros miraron alarmados a su alrededor mientras aparecían varios solícitos internos que se dedicaron a colocar el cuerpo de Hogan en una camilla con objeto de comenzar el trabajo de resucitarle. El doctor Tally condujo de nuevo a los visitantes hacia la brillante luz de la antecámara.
—Muy poca firmeza —murmuró, señalando con el pulgar por encima de su hombro—. No ha podido resistir el que sus ideas fueran refutadas. Pero yo estoy seguro, caballeros, de que ustedes ven que aquí hay algo digno de una cuidadosa investigación.
Los cinco caballeros de edad se miraron el uno al otro, y luego miraron al doctor Tally. De súbito, en sus rostros se abrieron amplias sonrisas de comprensión.
—Sí, doctor Tally. Estamos completamente seguros.
—Lo que no comprendo —dijo el doctor Barret más tarde, mientras el doctor Tally le ayudaba en la tarea de devolver las pesadas canastas, de las que se escapaban gruñidos, a la Sección de Experimentos Agrícolas— es cómo puede usted asociar esto que ha hecho con el “método científico” del que siempre habla. Quizá descendemos del cerdo… Es posible. Pero esto que hemos hecho es una manera muy extraña de probarlo.
—Oh, quizá tenga usted razón. Pero en realidad no lo he hecho para probar nada. Me he tomado la libertad de hacer un ensayo. El doctor Hogan ya no nos molestará más a propósito de ese maldito Libro.
El doctor Tally hizo una pausa y guiñó un ojo al joven interno.
—Aunque temo que mis métodos para convencer hayan sido un insulto a una de las más grandes mentes que han existido jamás… al verdadero padre del método científico.
El doctor Barret, sorprendido, levantó la cabeza.
—Se refiere usted…
El doctor Tally asintió con ademán de disculpa.
—Sí, a Francis Bacon —murmuró.
FIN
Título original: Family Resemblance (1953)