Publicado en
octubre 19, 2018
Drama de la vida real.
Atrapada en un infierno, la niña confió en la promesa de un valeroso bombero.
Por James Hutchison.
BUDDY MARSH, chofer de camión desde hacía 40 años, conducía su camión cisterna por el transitado camino que lleva al centro comercial más grande de Nueva Zelanda, en South Auckland. El camión y su remolque, de 39 toneladas, llevaban más de 33,000 litros de gasolina. Era la tarde del jueves 9 de agosto de 1990.
Cuando el vehículo se aproximaba al centro comercial, un taxi salió del estacionamiento y bloqueó parcialmente el carril por el que transitaba Marsh. Este se desvió y, al mirar por los espejos retrovisores, vio que el remolque apenas había librado al taxi. En eso volvió la vista al frente... y se quedó petrificado de horror: un auto estaba detenido, directamente frente a él.
El camionero hizo girar el volante y pisó los frenos neumáticos. ¡Demasiado tarde! El camión se estrelló contra la parte trasera del auto, lo hizo girar en redondo y le perforó el tanque de la gasolina. El combustible salpicó a ambos vehículos y se encendió al instante. El remolque se ladeó y cayó sobre el auto.
Marsh se comunicó por radio con su compañero de turno: "Brian, he tenido un accidente. El camión se incendió. ¡Llama a los servicios de urgencias!". Después, saltó de la cabina y corrió hacia el auto, que yacía debajo del remolque volcado, envuelto en llamas. Lo que era peor, de un agujero del remolque salía un chorro de combustible. ¡Todo el camión podría estallar!, pensó.
—¡VÁMONOS, MAMÁ!— suplicó Shirley Young a su madre, Gaylene. Era jueves, y esa noche las tiendas permanecían abiertas hasta tarde en el centro comercial Manukau City Centre. Para la niña de 12 años, esta era la ocasión más importante de la semana. Por consiguiente, su madre cogió las llaves del auto y ambas partieron.
Cuando ya estaban cerca del centro, Gaylene se estacionó junto a la acera para que Shirley bajara. "Espera, mamá", dijo la niña. "Mi dinero..." Abriendo la portezuela, Shirley se inclinó hacia el interior para informar a su madre que había olvidado su monedero y que tendrían que regresar a casa por él.
En un momento dado, Gaylene Young estaba hablando con su hija; una fracción de segundo después, se encontró girando en una vorágine de metal retorcido. El fuego invadía el coche. ¿Dónde está Shirley?, pensó, desesperada. Un dolor repentino, intenso, le atenazó las piernas: su ropa ardía. Intentó abrir las portezuelas combadas. "¡ No!", gritó. "¡No voy a morir así!"
MARSH LLEGÓ al auto en el momento en que David Petera, que pasaba por allí, sacaba a Gaylene y sofocaba con su cuerpo las llamas que la envolvían. Por encima del rugido del fuego, Marsh oyó una voz que llamaba: "¡Mamá, mamá!" Buscó bajo el remolque volcado y vio a una niña de pelo oscuro atrapada en el reducido espacio entre una rueda trasera y el chasis.
Marsh tomó a Shirley por las axilas para sacarla, pero no la pudo mover. El montaje de la rueda tenía la parte inferior de su cuerpo aprisionada contra el suelo. Petera se acercó reptando por un costado. A través de un hueco del chasis, Marsh pudo ver que un chorro de combustible se derramaba del remolque e iba a dar a la alcantarilla. "¡Tenemos que sacarla de inmediato!", le gritó a Petera.
Marsh corrió a la cabina en llamas e hizo girar la llave de encendido. El motor se activó con un rugido. El vehículo avanzó unos centímetros, pero Shirley lanzó un alarido de dolor. "¡De nada sirve que lo mueva!", le gritó Petera. "¡Sigue atrapada!"
Un muro de fuego se alzaba a todo lo largo del camión cisterna y amenazaba con extenderse debajo del remolque, donde yacía atrapada Shirley. Marsh tomó un extinguidor de la cabina del camión y roció el contenido alrededor de la niña, con la esperanza de ganar así algunos segundos preciosos.
Pero entonces sobrevino una estruendosa explosión que abrió un boquete en uno de los cuatro depósitos de gasolina del remolque. Marsh y Petera, protegidos de la fuerza del estallido por el chasis del remolque, salieron tambaleándose al aire libre. Un policía les ordenó que se alejaran. El camión, el remolque y el automóvil se hallaban ahora ocultos tras las llamas, que se elevaban a 100 metros de altura.
"¡Pobre niña!", exclamó Marsh. "Estaba perdida".
CON LAS SIRENAS abiertas, dos camiones de bomberos de la estación de Manukau llegaron al lugar del accidente. El calor era tan intenso que uno de los primeros bomberos que se acercaron, Royd Kennedy, vio cómo empezaban a chamuscarse sus botas, sus pantalones a prueba de fuego y el hule de su máscara de oxígeno. Cuando él y su compañero, Mike Keys, dirigieron la manguera hacia el fuego, el agua se convirtió en vapor inmediatamente.
Los bomberos tenían muy presente que los camiones cisterna pueden estallar en una gigantesca conflagración de combustible y vapor de aire, capaz de extenderse cientos de metros. Aquella noche había unos 20,000 compradores en el centro comercial, a sólo 100 metros del camión en llamas.
Llegaron más cuadrillas de bomberos, y se concentraron en usar los chorros de agua para tratar de alejar las llamas del camión cisterna. Sin embargo, unas nuevas explosiones en el remolque obligaron a Kennedy y a los demás a retroceder.
Mientras se preparaban para arremeter de nuevo contra el incendio, se escuchó un grito agudo en la oscuridad de la noche. Un bombero pensó que se trataba de metal en expansión. Pero cuando volvió a oírse el sobrecogedor sonido, a Kennedy se le erizó el pelo de la nuca. ¡Eso viene del camión!, pensó. Protegiéndose los ojos con las manos, escudriñó el interior del muro de llamas, y este se abrió por una fracción de segundo. Bajo el remolque, Kennedy vio que se movía algo: una mano infantil.
"¡Cúbranme!", gritó, y se metió en aquel infierno.
DURANTE DIEZ MINUTOS, Shirley había estado asándose en un mar de fuego, y gritaba pidiendo auxilio. Aturdida por el dolor y las emanaciones de la gasolina, su mente comenzó a divagar. De pronto tuvo una vívida visión de su abuelo, Edward Young, y de su tío abuelo, Vincent Bidios. Ambos habían fallecido años antes, pero los reconoció con claridad. Ahora son ángeles guardianes. Me cuidarán. Este pensamiento le infundió nuevos ánimos. Esforzándose por ver entre las llamas, Shirley divisó figuras en movimiento. Entonces, con toda la energía que le quedaba, lanzó un grito.
Pese al visor que llevaba, cuando Kennedy se acercó al fuego sintió el calor como un golpe. Encontró a Shirley bajo el remolque, aferrada a un cable de frenos que pasaba sobre su cabeza. La cadera y los muslos de la niña estaban debajo del montáje de la rueda, y las piernas, dobladas como las de un saltamontes, casi le tocaban el pecho.
—¡Estoy asustada! —gimió Shirley—. ¡No me deje, por favor!
—Te prometo que no voy a dejarte —contestó Kennedy, mirándola a los ojos, en los que se veía una expresión de confianza—. Estamos juntos en esto, de manera que tendremos que ayudarnos.
Acunó a la niña en sus brazos. El remolque aún los protegía de lo más intenso del fuego, pero el aire estaba tan cargado de emanaciones de gasolina que apenas podían respirar.
De pronto, el vapor se inflamó y el aire estalló alrededor de ambos. ¡Esto es el fin!, pensó Kennedy. ¡Aquí se acabó todo! Sintió una angustiosa impotencia cuando las llamas envolvieron a la niña. Por un instante, el fuego retrocedió. Desabrochándose el casco, le indicó a Shirley que se lo pusiera. Le ajustó la cinta bajo la barbilla y bajó el visor.
Una segunda oleada de fuego los envolvió. Esta vez, el casco protegió un poco la cabeza de Shirley, pero nuevas explosiones hicieron que el remolque se tambaleara. Kennedy miró el torturado cuerpo de la niña. ¡No te abandonaré! ¡Te lo prometo!, pensó. Abrazó fuertemente a la pequeña y se dispuso a esperar la oleada final de llamas, que sin duda los inmolaría a los dos.
Pero en vez de ello les cayó un inesperado chorro de agua helada.
—¡Ya llegaron mis compañeros! —exclamó Kennedy.
Cuatro mangueras apuntaban hacia ellos, y ya les caían en cascada 4500 litros de agua helada por minuto. Por irónico que parezca, ambos comenzaron a temblar convulsivamente. Se hallaban en la primera etapa de la hipotermia.
—Enviaremos a alguien a que te releve —le gritó uno de los bomberos a Kennedy.
—¡No! —contestó él con firmeza—; debo quedarme con ella. Se lo prometí.
Grant Pennycook, paramédico de una de las ambulancias que aguardaban, se puso un traje protector y un casco, y, sobreponiéndose al miedo, se dirigió hacia las llamas. Mientras se arrastraba hacia donde yacían Shirley y Kennedy, reparó en que no había espacio para administrar una solución intravenosa. Volvió a salir y se comunicó por radio con el equipo de traumatología reunido en el Hospital Middlemore. "Prepárense para recibir a una paciente con quemaduras graves, fracturas y compresión en la parte inferior del cuerpo". Para tener probabilidades de sobrevivir, las víctimas de traumatismo deben ser hospitalizadas cuando mucho una hora después de ocurrido el accidente. Shirley llevaba ya más de 30 minutos debajo del remolque.
Kennedy hablaba sin cesar, para que la niña no perdiera el conocimiento. "¿Qué te gusta ver en la televisión?", le preguntó. Conversaron sobre los programas favoritos de Shirley. Este hombre es muy valiente, se dijo la niña. Podría salir de aquí en el momento en que quisiera. Recordó a sus ángeles guardianes. Mi abuelito y mi tío Vincent deben de haberlo enviado.
La pequeña emitía de vez en cuando gemidos ahogados. "No te contengas, grita todo lo que quieras", la animó Kennedy. El dolor se estaba volviendo insoportable. Shirley gritó, y al hacerlo tiró con fuerza de los gruesos cabellos del bombero. Pero no derramó ni una lágrima.
El flujo de agua disminuyó un instante y las llamas penetraron hasta ellos. Cuando el chorro se reinició, Kennedy notó con horror que varias capas de la piel de los brazos de Shirley se le habían desprendido y se le enrollaban en las muñecas. También era evidente que se debilitaba con cada momento que pasaba.
—¿Te gustan los caballos? —le preguntó el bombero, que a toda costa quería obligarla a que siguiera hablando.
—Nunca he montado.
—Cuando salgamos de aquí, te prometo que te llevaré a montar el caballo de mi hija.
Mientras hablaba, Kennedy vigilaba constantemente el pulso de Shirley. Había estado atrapada durante casi 40 minutos. Se dijo: ¡Dios mío! ¿Cuánto más podrá aguantar?
De pronto sintió que el pulso de la niña se perdía, y vio que cerraba los ojos.
—¡Shirley, háblame! —le rogó el bombero.
La pequeña hizo un esfuerzo supremo, alzó la cabeza y lo miró a los ojos.
—Si no salgo de esto, dígale a mamá que la amo —musitó. Y dejó caer la cabeza en los brazos de Royd Kennedy.
—¡Se está muriendo! —gritó el bombero—. ¡Denme un resucitador!
Colocó la mascarilla del reanimador portátil sobre la cara de la chiquilla y le hizo llegar el aire a los pulmones. Shirley abrió los ojos.
—Dile tú misma a tu mamá que la amas —la riñó cariñosamente—. Te prometí no dejarte: ¡no me abandones tú a mí ahora!
EL EQUIPO DE RESCATÉ había llevado al lugar del accidente bolsas neumáticas para izar el remolque. Hechas de hule reforzado con acero, las bolsas podían elevar un vagón de tren a 60 centímetros del suelo, espacio más que suficiente para sacar a la niña. Metieron una debajo de cada juego de ruedas traseras y les bombearon aire. Pero el suelo estaba empapado, y una de las bolsas neumáticas empezó a hundirse en el lodo. Rezando para conseguir los centímetros que necesitaban, los rescatistas metieron un pequeño ariete hidráulico debajo del chasis. El remolque se elevó un poco. Con eso tendría que bastar.
Kennedy sacó con suavidad las piernas de Shirley de debajo de la rueda. Estaban tan terriblemente destrozadas que le parecieron de la consistencia de la gelatina. Segundos después, el maltrecho cuerpecito había salido de su prisión.
¡Estarnos libres! Mientras Kennedy la llevaba corriendo a una camilla, ella le sonrió débilmente y él le besó la mejilla.
—¡Lo lograste, Shirley! —le dijo.
Luego, vencido por las emanaciones, la conmoción y el frío, Kennedy se desplomó de bruces en brazos de otro tragahumo.
Los bomberos lanzaban al fin espuma contra incendios sobre el camión. De haberlo hecho antes, habrían puesto en peligro a Kennedy y a la niña. Las llamas se extinguieron en cuestión de minutos.
Cuando el comandante de la estación de Kennedy, John Hyland, regresó al lugar de los hechos a la mañana siguiente, vio algo que no olvidará el resto de su vida. A lo largo de 65 metros, la capa superior de asfalto se había derretido en aquel infierno, y en un tramo había quedado al descubierto la grava, a 15 centímetros de profundidad, salvo por un parche del tamaño de una mesa de cocina, tan levemente quemado que todavía podía observarse una línea pintada. Era el sitio donde había yacido Shirley. "Fue como si el diablo se hubiera empeñado en llevarse a esa niña", comentó un bombero, "y cuando al fin se la arrebatamos, se dio por vencido".
Momentos después del rescate
LOS CIRUJANOS ortopedistas de Middlemore redujeron las fracturas de Shirley y le implantaron un tornillo en la pierna derecha. Los especialistas en quemaduras salvaron lo que pudieron de la piel carbonizada de las piernas. Pero aquel joven organismo había sufrido un choque masivo. "Quizá no sobreviva", advirtieron a la familia.
Shirley permaneció en terapia intensiva dos semanas, a veces muy sedada. Como estaba conectada a un respirador, no podía hablar. La cuarta mañana, en uno de sus intermitentes momentos de lucidez, garabateó una nota: "Te amo, mamá". Al día siguiente llevaron a Gaylene en silla de ruedas al pabellón donde convalecía Shirley, y madre e hija lloraron de felicidad.
El músculo de la pantorrilla derecha de Shirley estaba tan dañado, que hubo que amputarle la pierna debajo de la rodilla. La niña recibió la noticia con estoica serenidad.
A pesar de la regla tácita de que los bomberos no deben visitar a las víctimas —para evitar las reacciones emocionales que afectarían su trabajo— Kennedy visitó a Shirley con frecuencia, ocasiones que aprovechó para comerse sus chocolates y hacerle bromas. "Esta niña es demasiado bulliciosa", escribió en la hoja clínica de su amiguita.
"Volvió a nacer", asegura Kennedy. "Nadie se explica realmente cómo pudo sobrevivir".
Pero Shirley dice que ella sí lo sabe: "Un ángel de la guarda me, cuidó todo el tiempo".
Poco antes de la Navidad, Shirley ya estaba lo bastante repuesta para regresar a casa. Al cabo de cuatro semanas, Royd Kennedy le cumplió su otra promesa. Un hermoso día de enero, la llevó a montar en el caballo de su hija.
FOTOS DE TRISTAN FILMS VIDEO, CAMARÓGRAFO: REX WILMSHURST; ILUSTRACIÓN: DAVID LOEW