APLAUDID Y CANTAD (Orson Scott Card)
Publicado en
mayo 15, 2018
En la pantalla, el lisiado agitó un certificado gritándole a la mujer que no huyera.
—¡Eh, tú, que soy violador registrado! —exclamó—. ¡No corras tanto! ¡Ten consideración por los minusválidos!
La persiguió cojeando de la pierna izquierda. Su enorme falo protésico oscilaba como una hélice que no pudiera arrancar. El público reía a carcajadas. ¡Una escena desternillante!
El viejo Charlie, hundido en la silla, se sentía eterno y distante como un glaciar. Estoy aquí por el azar, pero jamás me moveré. No apagó el televisor. El público volvió a rugir de risa. ¿Material grabado o transmisión en directo? Después de ocho décadas de mirar la televisión, Charlie ya no lo distinguía. La risa enlatada no se había vuelto más real, pero la risa real se había vuelto metálica y premeditada. Como si las carcajadas estuvieran programadas para determinados momentos y los pobres actores se esforzaran para decir los chistes puntualmente, pero siempre se atrasaran o se adelantaran un poco.
—Es tarde —dijo el televisor, y Charlie se quedó despierto, sorprendiéndose de que el programa hubiera cambiado. Ahora anunciaban una cómoda succionadora eléctrica, destinada a almacenar leche materna para esos momentos en que era imposible amamantar al bebé—. Es tarde.
—Hola, Jockey —dijo Charlie.
—No vuelvas a dormirte frente al televisor, Charlie.
—Déjame en paz, cerdo —rezongó Charlie—. ¡Vale, apágalo!
No había terminado de pronunciar la orden cuando el televisor parpadeó, se puso en blanco y proyectó el paisaje primaveral que significaba apagado. Pero en el parpadeo Charlie creyó ver… ¿a quién?
¿Nombre? Del pasado lejano. Una muchacha. Antes de acertar con el nombre, lo asaltó otro recuerdo: una mano menuda rozándole la rodilla, ligera como un mosquito sobre el agua. En su recuerdo no se volvía para mirarla; hablaba con otras personas. Pero sabía dónde encontrarla si volvía la cabeza. Menuda, pelo de ratón, pero el rostro de la eterna Julieta. Ése no era el nombre. No era Julieta, aunque en ese recuerdo tenía la edad de Julieta. «Yo soy Charlie —pensó—. Ella es… Rachel».
Rachel Carpenter. El parpadeo de la pantalla le había traído ese rostro, así que recordó a Rachel mientras levantaba el cuerpo decrépito de la silla; pensó en Rachel mientras se desnudaba con cuidado, temiendo que un movimiento brusco pudiera arrancarle la piel arrugada como si fuera celofán.
Y Jockey, que no se apagaba con el televisor, recitó:
—Un viejo es cosa ruin, un jubón flojo y raído.
—Cállate —ordenó Charlie.
—A menos que el alma aplauda.
—¡Que te calles!
—Y cante, cante con fervor, por cada andrajo de su veste mortal.
—¿Has terminado? —preguntó Charlie. Sabía que Jockey había terminado. A fin de cuentas, Charlie lo había programado para recitar ese fragmento todas las noches cuando se desnudaba.
Se quedó desnudo en medio de la habitación y pensó en Rachel, a quien no recordaba desde hacía años. La vejez causaba ese efecto: la habitación donde estaba se esfumaba para ser reemplazada por un recuerdo. «Amasé mi fortuna con máquinas del tiempo —pensó—, y ahora descubro que un viejo es su propia máquina del tiempo». Pues ahora estaba desnudo. No, era un truco de la memoria; la memoria gastaba esas jugarretas. No estaba desnudo. Sólo se sentía desnudo, y Rachel estaba sentada a su lado en el coche. La voz de Rachel —Charlie casi la había olvidado— era suave. Incluso sus gritos eran susurros, de modo que podía gritar a pleno pulmón y Charlie no hubiera oído nada, sólo hubiera sentido una brisa fría en la piel desnuda. Ésa era la voz que usaba ahora, diciendo sí, te amé a los doce años, y a los trece, y a los catorce, pero cuando te cansaste de jugar a ser Dios y regresaste de Sao Paulo no me llamaste. Después de tantas cartas no me llamaste en tres meses y yo sabía que me considerabas una chiquilla y me enamoré de… ¿Nombre? Olvidé el nombre. Me enamoré de un chiquillo, y desde entonces me has tratado como. Como. No, Rachel nunca decía como a una mierda, y menos con esa voz. Y no era tan iracunda. Eso es. Aquí están las palabras: «Pude ser tuya, Charlie, pero ahora sólo puedes hacerme desgraciada. Es demasiado tarde, el tiempo ha pasado, el tiempo ha terminado, así que deja de criticarme. Déjame en paz».
De cabo a rabo, de un tirón. Las palabras no son nada, comprendió Charlie. Muchas mujeres, entre ellas su difunta esposa, habían dicho exactamente las mismas palabras después, y cada vez le habían parecido igualmente anodinas y sensibleras. Pero cuando las decían las demás, Charlie se sentía aislado detrás de un muro de indiferencia. Cuando Rachel las pronunciaba en su memoria, Charlie estaba desnudo en medio de su habitación, y un viento frío le secaba la piel decrépita y apergaminada.
—¿Qué hay? —preguntó Jockey.
Oh, sí, querido ordenador, un cambio en los hábitos de este viejo rutinario ¿y qué sospechas? ¿Ataque cardíaco? ¿Muerte inminente? ¿Desvarío total?
—Un nombre —dijo Charlie—. Rachel Carpenter.
—¿Viva o muerta?
Charlie esbozó una mueca, como siempre que Jockey le formulaba esta pregunta. Pero era importante, y últimamente «Muerta» era la respuesta más frecuente.
—No lo sé.
—Entre vivos y muertos, tengo dos mil cuatrocientos ochenta tan sólo en los archivos de la compañía.
—Tenía doce años cuando yo tenía… veinte. Y entonces vivía en Provo, Utah. Su padre era pianista. Quizás hizo carrera de actriz. Era su vocación.
—Rachel Carpenter. Nacida en 1959. Provo, Utah. Asistió…
—No te las des de listo, Jockey. ¿Llegó a casarse?
—Por triplicado.
—Y no copies mis gracias. ¿Aún vive?
—Murió hace diez años.
Por supuesto. Muerta. Trató de imaginarla… ¿dónde?
—¿Dónde murió?
—No es agradable.
—Dímelo de todos modos. Esta noche me siento autodestructivo.
—En un asilo para enfermos mentales.
No le llamó la atención; mucha gente tenía más longevidad que cordura en esos tiempos. Pero le entristecía, pues ella había sido muy inteligente. Extraña, tal vez, pero sus pensamientos siempre conducían a algo que justificaba su tortuosa trayectoria. Sonrió sin recordar por qué. Sí. Ver por tus rodillas. Ella hacía el papel de Helen Keller en The Miracle Worker, y le contó que al fin había llegado a comprender la ceguera: «Sabía que no era ver el interior rojizo del párpado, ni ver todo negro. Es como tratar de ver cuando nunca tuviste ojos. Ver por tus rodillas. Por mucho que lo intentes, allí no hay visión». Y le gustó que él no se riera. «Se lo dije a mi hermano, y se rió». Pero Charlie no se había reído.
Charlie le había cobrado afecto a esa niña de doce años que no podía seguir un camino normal e inteligible, sino que tenía que abrirse paso por una confusa espesura poblada de flores brillantes. «Creo que Dios dejó de prestar atención hace tiempo —decía ella—. Es como si a Miguel Ángel le importara un rábano que encalaran la Capilla Sixtina».
Y Charlie supo que lo haría incluso antes de saber qué haría. Rachel había terminado en un manicomio, y él, con la magnífica atención médica que le permitía su dinero, estaba desnudo en su habitación y recordaba la época en que la pasión acechaba detrás del enrejado de la castidad y se expresaba en poemas más que en el coito.
Tu remanida historia, le dijo al hombre gris que lo despreciaba desde el espejo. Estás tentado sólo porque te aburres. Buscas excusas porque eres cruel. Sientes lujuria porque tu floja verga ya no se levanta.
Y oyó que el viejo cabrón le respondía en silencio. Lo harás, porque puedes. Tú, después de tanto tiempo, puedes hacerlo.
Y le pareció como si Rachel lo mirara, radiante por hallarse bella a los catorce años, riéndose de la broma desternillante de ser admirada por el mismo hombre a quien deseaba. Ríete cuanto quieras, le dijo Charlie a su visión. Entonces fui demasiado amable. Me temo que ahora daré por tierra con la bondad de mi juventud.
—Regresaré —dijo en voz alta—. Encuentra un día.
—¿Con qué propósito? —preguntó Jockey.
—Eso es asunto mío.
—Tengo que conocer tu propósito, o no podré encontrar un día.
Así que tuvo que decirlo.
—La poseeré si puedo.
De pronto sonó una alarma, y otra voz sustituyó la de Jockey.
—Advertencia. Uso ilícito de INTRUSO para posible manipulación del pasado y alteración del presente.
Charlie sonrió.
—Investigaciones considera que la alteración es aceptable. Tengo autorización. —Y la clave del programa—: Bizancio.
—Eres un hijo de puta —dijo Jockey.
—Encuentra un día. Un día en que el daño sea ínfimo… en que pueda…
—Veintiocho de octubre de 1973.
Cuando acababa de regresar de Sao Paulo y firmar los contratos, un capitalista antes de los veintitrés. La época en que temía llamarla, porque a fin de cuentas ella sólo tenía catorce años.
—¿En qué la afectará, Jockey?
—¿Cómo voy a saberlo? —le respondió Jockey—. ¿Y qué te importa?
Miró de nuevo el espejo.
—Me importa.
No lo haré, se dijo mientras se dirigía al INTRUSO, que era su mayor ostentación de riqueza, un INTRUSO privado en sus aposentos. No lo haré, se repitió mientras sintonizaba la máquina para que lo despertara al cabo de doce horas, deseara regresar o no. Se acostó en el diván y se arropó, temiendo que fuera capaz de eso, de hacerle eso a ella. En una época se abstenía de hacer ciertas cosas porque sabía que estaban mal. «¡Oh, si volvieran esos tiempos!», pensó, sabiendo que se mentía a sí mismo. Hacía años que había renunciado a pensar en lo bueno y lo malo para resignarse a conceptos más simples, como eficiente e ineficaz, provechoso y perjudicial.
Ya había viajado en un INTRUSO para emprender una excursión convencional al pasado. Había entrado en la mente de un miembro del público en la primera representación del Mesías de Händel. El pobre diablo cuyos oídos había usado no recordaría nada después. Para no alterar el futuro. Eso era seguro, sentarse en una sala a escuchar. Había estado en la mente de un granjero que descansaba bajo un árbol mientras pasaba Wordsworth y había llamado al poeta para preguntarle el nombre, y Wordsworth había sonreído fríamente, más interesado en la campiña que en aquellos cuya labranza la volvía hermosa. Pero esos viajes eran legales. Charlie no había hecho nada que pudiese alterar el curso de la historia.
Pero esta vez… Esta vez cambiaría la vida de Rachel. No la suya, por supuesto. Eso sería imposible. Pero Rachel podría recordar lo sucedido. Recordaría, y la desviaría del camino que se había marcado. Tal vez sólo un poco. Y tal vez no fuera importante. Tal vez sólo lo suficiente para disgustarse con él un poco antes, o un poco más. Pero más que suficiente para ser ilegal, si lo pillaban.
No lo pillarían. Era Charlie, el hombre que poseía un INTRUSO y por tanto podía poseer el mundo. Todo estaba envuelto en una maraña de secretos. Demasiados agentes habían usado sus máquinas para asistir a las conferencias más privadas del enemigo. El procurador general había escuchado demasiadas veces las grabaciones más comprometedoras. Demasiados políticos dispuestos a contraer una deuda con Charlie habían recibido autorización para inducir a sus rivales a cometer errores que les costaban votos. Todo al margen de la ley. ¿Quién se quejaría ahora si Charlie también esquivaba la ley con propósitos personales?
Nadie sino Charlie. «No puedo hacerle esto a Rachel», pensó. Y el INTRUSO lo trasladó y lo puso en su propia mente, en su propio cuerpo, el 28 de octubre de 1973, a las diez, cuando se acostaba, cansado porque a las seis lo había despertado una llamada de Brasil.
Como de costumbre, hubo un instante de resistencia, y luego paz mientras su yo de entonces se sumía en la inconsciencia. El viejo Charlie tomó el control y no vio el pasado sino el presente.
Un instante antes estaba delante de un espejo, mirando su rostro marchito y arrugado; ahora comprende que mirarse en el espejo antes de acostarse es un viejo hábito. «Soy Narciso —se dice—, idólatra de mi propio altar, aunque carente de belleza». Pero no carece de belleza. A los veintidós años, su cuerpo aún luce el esmalte de un cutis joven. Tiene el vientre blando, pues no es atlético, pero aún conserva una agilidad que nunca más recobrará. Y ahora las borrosas necesidades que lo impulsaron a esto encuentran un sustento físico; lo que antes era un recuerdo opaco ahora es una llamarada.
Esta noche no dormirá, no por ahora. Se viste de nuevo, hallando con sorpresa las camisas estampadas que antes estaban de moda. Los pantalones de pernera ancha. Los zapatos de tacón alto. «Santo cielo, yo usaba esto», piensa, y se lo pone. Su familia no hace preguntas; Charlie baja la escalera y se dirige al coche. El garaje apesta a gasolina. Es un olor tan evocador como los lirios y la cera de las velas.
Recuerda cómo ir a casa de Rachel, aunque se sorprende de los edificios que aún no se han construido, de las calles que aún no están asfaltadas, de los cruces que aún no tienen semáforo. Mira el reloj de pulsera; debe de ser un hábito del cuerpo donde está ahora, pues hace décadas que no usa reloj de pulsera. Tiene el brazo tostado en las playas brasileñas, sin manchas de vejez, sin venas rojizas trazando mapas viales bajo la piel. Son las diez y media. «Sin duda estará acostada».
Intenta detenerse. Quedan pocos artículos en su catálogo personal de pecados, pero éste es uno. Mira en su interior tratándole encontrar la voluntad necesaria para resistir al deseo, sabiendo que su cumplimiento herirá a otra persona. Está fuera de práctica, tanto que no recuerda los motivos para resistirse.
Las luces están encendidas y la madre de Rachel —la señora Carpenter, desaliñada y deliciosa, atractivamente obtusa— abre la puerta con recelo hasta que le reconoce.
—Charlie —exclama.
—¿Rachel está levantada?
—¡Espera un momento y lo estará!
Charlie aguarda, el estómago tenso. «No soy virgen —se recuerda—, pero este cuerpo lo ignora». Este cuerpo está alerta, pues aún no ha formado los hábitos de pasión desenfrenada que Charlie conoce tan bien. Ella baja la escalera. Él oye sus pasos en los escalones de madera hueca, pasos lentos para disimular la prisa. Rachel dobla la esquina, lo mira.
Lleva una bata, una prenda deslucida que él no recuerda haberle visto. Tiene el cabello desgreñado, ojos somnolientos.
—No quería despertarte.
—No estaba dormida. Y los primeros diez minutos no cuentan.
Charlie sonríe. Las lágrimas le humedecen los ojos. Sí, dice en silencio. Ésta es Rachel, sí. La cara alargada, la tez tan transparente que reluce como jade; los brazos esbeltos que gesticulan tímidamente, con gracia involuntaria.
—No veía el momento de verte.
—Hace tres días que llegaste. Pensé que llamarías.
Charlie sonríe. En realidad no la llamará en meses. Pero dice:
—Odio el teléfono. Quiero hablar contigo. ¿Puedes salir a dar una vuelta?
—Se lo preguntaré a mi madre.
—Ella dirá que sí.
Ella dice que sí. Bromea y dice que confía en Charlie. Desde luego, el Charlie que conoce era digno de esa confianza. «Pero no yo —piensa Charlie—. Pones tus diamantes en manos de un ladrón».
—¿Hace frío? —pregunta Rachel.
—En el coche no.
—Así que no lleva abrigo. Está bien. La brisa nocturna es agradable.
En cuanto cierran la puerta de la casa, Charlie comienza. Le ciñe la cintura con el brazo. Ella no se aparta ni finge indiferencia. Él nunca lo ha hecho, porque Rachel sólo tiene catorce años, apenas una chiquilla, pero ella se apoya en él como si lo hubieran hecho un centenar de veces. Como siempre, lo coge por sorpresa.
—Te he echado de menos —dice Charlie.
Ella sonríe, lágrimas en los ojos.
—También yo —dice.
No hablan de nada. Mejor así. Charlie no recuerda gran cosa acerca del viaje a Brasil, no recuerda qué hizo en los tres días desde que regresó. Ningún problema, pues ella sólo parece dispuesta a hablar de esta noche. Conducen hasta el Castle, y él le cuenta la historia de ese teatro. Es irónico que se lo explique. A fin de cuentas, él conoce la historia gracias a ella. Dentro de pocos años ella formará parte de una compañía teatral que resucitará el Castle como anfiteatro público. Pero está derruido, un monumento a la vieja Administración de Obras Públicas, un gran castillo con torreones y bancos de piedra. Está en la propiedad del asilo mental del Estado, así que casi nadie sabe de su existencia. No hay nadie cuando se apean del coche y suben por los escalones ruinosos hasta el escenario de losas.
Ella está embelesada. Se yergue en medio del escenario, frente los bancos. Alza la mano, un parlamento en la punta de la lengua. Charlie recuerda algo. Sí, es el gesto que hizo al despedirse de su aya en Romeo y Julieta. No, no lo hizo, lo hará. El gesto ya forma parte de ella, y aguarda este escenario para manifestarse.
Ella lo mira sonriente, pues ese lugar extraño resulta ajeno a Provo, pero no ajeno a ella. Tendría que haber nacido en el Renacimiento, murmura Charlie. Ella lo oye. Debe de haber hablado en voz alta.
—Correspondes a una época en que la música era límpida y suave y no había maquillaje. Nadie habría rivalizado contigo.
Ella sonríe ante el cumplido.
—Te he echado de menos —repite.
Charlie le toca la mejilla. Ella no se aparta. Le apoya la mejilla en la mano, y Charlie se da cuenta de que ella sabe por qué la ha llevado allí y con qué propósito.
Tiene los senos perfectos pero pequeños, nalgas esbeltas de doncel, y no tiene vello en el cuerpo, nada excepto el cabello que le cubre los hombros, que él debe apartarle del rostro para besarla de nuevo.
—Te quiero —susurra Rachel—. Te querré toda la vida.
Y es igual que un sueño, sólo que la carne es palpable, el éxtasis es real, y la brisa refresca cuando ella, tímidamente, vuelve a vestirse. No dicen nada mientras él la lleva a casa. La madre se ha dormido en el sofá del salón, un arrugado Daily Herald a sus pies. Sólo entonces él recuerda que para ella habrá un mañana, y que mañana él no llamará. Charlie no llamará en tres meses, y ella lo odiará.
Trata de mitigarlo.
—Algunas cosas suceden sólo una vez —dice. Es lo que habría dicho entonces.
Pero ella le apoya el dedo en los labios y responde:
—Nunca lo olvidaré.
Luego camina hacia su madre para despertarla. Le indica a Charlie que se marche, sonríe y saluda. Él devuelve el saludo, sale y regresa a casa. Se queda despierto en la cama, que tiene sabor de infancia, y desea seguir así para siempre. «Debió seguir así para siempre —piensa—. Ella no es una chiquilla».
Ella no era una chiquilla, tendría que haber pensado, pues INTRUSO ya lo lleva de regreso.
—¿Qué hay? —preguntó Jockey.
Charlie despertó. Hacía horas que INTRUSO lo había traído. Fue en mitad de la noche y Charlie comprendió que había llorado en sueños.
—Nada —dijo.
—Estás llorando, Charlie. Nunca te había visto llorar.
—Enchúfate un millón de voltios, Jockey. Estaba soñando.
—¿Qué soñabas?
—La destruí.
—No, no fue así.
—Fue un acto ruin y egoísta.
—Lo harías de nuevo. Pero no le hiciste daño.
—Sólo tenía catorce años.
—Te equivocas.
—Estoy cansado. Estaba durmiendo. Déjame en paz.
—Charlie, el remordimiento no es tu fuerte.
Charlie se tapó la cabeza con la manta, sintiéndose de mal humor y preguntándose si este acto pueril era otra prueba de senilidad.
—Charlie, déjame contarte un cuento.
—Te borraré.
—Érase una vez, hace diez años, una anciana llamada Rachel Carpenter, que solicitó un día en su pasado. Y fue un día con alguien, un día contigo. Así que los circuitos de rutina me llamaron, como siempre que aparece tu nombre, y le encontré un día. Ella sólo quería visitar el pasado, revivir un buen día. Quedé sorprendido, Charlie. No sabía que habías tenido días buenos.
Ese programa había pasado demasiado tiempo con Jockey. Sabía demasiado bien cómo profundizar la herida.
—Y en verdad no había días tan buenos como ella creía —continuó Jockey—. Sólo expectativas y frustraciones. Es todo lo que le diste a la gente, Charlie. Expectativas y frustraciones.
—Eres de gran ayuda.
—Esta mujer estaba en un manicomio. Así que le di un día. Sólo que en vez de un día de frustraciones, de promesas que jamás se cumplirían, le di un día de respuestas. Le di una noche de respuestas, Charlie.
—No podías saber que te ordenaría hacer esto. No podías saberlo hace diez años.
—Venga, Charlie, sigue jugando. De cualquier modo estás soñando, ¿verdad?
—Y no me despiertes.
—Así que una anciana regresó al cuerpo de una jovencita el 28 de octubre de 1973, y la jovencita nunca supo lo que había ocurrido. Así que no alteró su vida, ¿entiendes?
—Es mentira.
—No, Charlie, no puedo mentir. Me programaste para no mentir. ¿Crees que te hubiera permitido regresar para causarle daño?
—Ella era igual. Era tal como la recordaba.
—Su cuerpo sí.
—No había cambiado. No era una anciana, Jockey. Era una muchacha. Una niña, Jockey.
Y Charlie pensó en una anciana muriendo en un asilo, rodeada por paredes amarillas, con sábanas y cortinas grises. Imaginó a la joven Rachel dentro de esa forma agostada, apresada en un cuerpo inmóvil, atrapada en una muerte que ya no podría llevarla por sus sendas brillantes y misteriosas.
—Proyecté su imagen en el televisor —dijo Jockey.
«Sin embargo —pensó Charlie—, ¿por qué es menos soportable que ese apuesto joven que tanto deseaba actuar bien que sólo cometió errores, perdió su oportunidad, y ahora está atrapado en la suma de todas sus equivocaciones? Seguí el camino que todos querían seguir, y llegué a la cima, pero no tendría que haber elegido ese rumbo. Todavía soy ese joven. No tuve que mentir cuando regresé a ella».
—Te conozco bastante, Charlie —dijo Jockey—. Sabía que serías tan hijo de puta como para volver. Y tan humano como para actuar bien cuando llegaras allí. Ella regresó feliz, Charlie. Regresó satisfecha.
Conque su noche con una amada chiquilla era mentira; ella no era la joven Rachel, así como él no era el joven Charlie. Quiso enfurecerse pero no pudo. Pues una mujer muerta le había dado un regalo, y había aceptado el regalo que él ofrecía, y el sabor aún era dulce.
—Hora de dormir, Charlie. Duérmete de nuevo. Sólo quería explicarte que no hay motivos para el remordimiento. No hay motivo para que te sientas mal.
Charlie se tapó hasta el cuello, sin saber que era un viejo hábito que había comenzado cuando esas formas sombrías se ocultaban en el guardarropa y sólo las mantas lo protegían. Se arrebujó, cerró los ojos, sintió la caricia de Rachel, sintió los senos, las caderas y los muslos de Rachel, oyó su voz como una brisa en la mejilla.
—Oh castaño —recitó Jockey, como le habían enseñado—, árbol floreciente de grandes raíces, ¿eres la hoja, el capullo o el tronco? Oh cuerpo que danza al sol de la música, oh mirada rutilante, ¿cómo distinguir al bailarín de la danza?
Mientras se dormía, Charlie presenció los aplausos del público, y se asombró de que sonaran sinceros. Vio sonrisas y asentimientos aprobatorios. Sonrisas para la muchacha que alzaba la mano, asentimientos aprobatorios para el hombre que hacía una pausa eterna, y luego entraba en escena.
Fin
Apostilla del autor
Título original: Clap Hands and Sing. Primera edición en Best of Omni # 3, editores Ben Bova y Don Myrus (1982).
A mediados de los setenta entablé una conversación con una mujer de quien una vez me había creído enamorado. «Yo estaba enamoradísima de ti antes de que te fueras a las misiones —me dijo—. Y los poemas que me escribiste en tu ausencia… Creí que algo resultaría de ello cuando regresaras. Pero cuando volviste de Brasil, esperé y nunca llamaste». «Muchas veces pensé en llamar» respondí. «Pero no lo hiciste. Y en mi despecho me enamoré de otra persona».
Esto es lo extraño: nunca supe qué sentía ella. Nunca la llamé porque creí que yo era un tipo raro que intentaba convertir una amistad en otra cosa. Así es como los adolescentes consiguen liar tanto las cosas como para posibilitar las tragedias románticas.
Luego descubrí un amor mucho más profundo y una entrega mucho más completa de lo que podía imaginar en esos días. Pero cuando exploraba la idea del viaje por el tiempo y pensé en una historia irónica donde dos personas, sin que ninguna de las dos lo sepa, regresan en el tiempo para compartir una noche perfecta, mi mente evocó ese momento de impotente frustración en que comprendí que aquella joven y yo, de haber actuado de otro modo, habríamos terminado por unirnos. Como es mucho más fácil usar hechos reales que inventar otros, robé de mi propia vida con la esperanza de hallar ese sabor de recuerdo agridulce que caracteriza las películas románticas.
Fin